Silvina Ocampo, El vestido verde aceituna

El vestido verde aceituna
Las vidrieras venían a su encuentro. Había salido nada más que para hacer compras esa mañana. Miss Hilton se sonrojaba fácilmente, tenía una piel transparente de papel manteca, como los paquetes en los cuales se ve todo lo que viene envuelto; pero dentro de esas transparencias había capas delgadísimas de misterio, detrás de las ramificaciones de venas que crecían como un arbolito sobre su frente. No tenía ninguna edad y uno creía sorprender en ella un gesto de infancia, justo en el momento en que se acentuaban las arrugas más profundas de la cara y la blancura de las trenzas. Otras veces uno creía sorprender en ella una lisura de muchacha joven y un pelo muy rubio, justo en el momento en que se acentuaban los gestos intermitentes de la vejez.
Había viajado por todo el mundo en un barco de carga, envuelta en marineros y humo negro. Conocía América y casi todo el Oriente. Soñaba siempre volver a Ceilán. Allí había conocido a un indio que vivía en un jardín rodeado de serpientes. Miss Hilton se bañaba con un traje de baño largo y grande como un globo a la luz de la luna, en un mar tibio donde uno buscaba el agua indefinidamente, sin encontrarla, porque era de la misma temperatura que el aire. Se había comprado un sombrero ancho de paja con un pavo real pintado encima, que llovía alas en ondas sobre su cara pensativa. Le habían regalado piedras y pulseras, le habían regalado chales y serpientes embalsamadas, pájaros apolillados que guardaba en un baúl, en la casa de pensión. Toda su vida estaba encerrada en aquel baúl, toda su vida estaba consagrada a juntar modestas curiosidades a lo largo de sus viajes, para después, en un gesto de intimidad suprema que la acercaba súbitamente a los seres, abrir el baúl y mostrar uno por uno sus recuerdos. Entonces volvía a bañarse en las playas tibias de Ceilán, volvía a viajar por la China, donde un chino amenazó matarla si no se casaba con él. Volvía a viajar por España, donde se desmayaba en las corridas de toros, debajo de las alas de pavo real del sombrero que temblaba anunciándole de antemano, como un termómetro, su desmayo. Volvía a viajar por Italia. En Venecia iba de dama de compañía de una argentina. Había dormido en un cuarto debajo de un cielo pintado donde descansaba sobre una parva de pasto una pastora vestida de color rosa con una hoz en la mano. Había visitado todos los museos. Le gustaban más que los canales las calles angostas, de cementerio, de Venecia, donde sus piernas corrían y no se dormían como en las góndolas.
Se encontró en la mercería El Ancla, comprando alfileres y horquillas para sostener sus finas y largas trenzas enroscadas alrededor de la cabeza. Las vidrieras de las mercerías le gustaban por un cierto aire comestible que tienen las hileras de botones acaramelados, los costureros en forma de bomboneras y las puntillas de papel. Las horquillas tenían que ser doradas. Su última discípula, que tenía el capricho de los peinados, le había rogado que se dejase peinar un día que, convaleciente de un resfrío, no la dejaban salir a caminar. Miss Hilton había accedido porque no había nadie en la casa: se había dejado peinar por las manos de catorce años de su discípula, y desde ese día había adoptado ese peinado de trenzas que le hacía, vista de adelante y con sus propios ojos, una cabeza griega; pero, vista de espalda y con los ojos de los demás, un barullo de pelos sueltos que llovían sobre la nuca arrugada. Desde aquel día, varios pintores la habían mirado con insistencia y uno de ellos le había pedido permiso para hacerle un retrato, por su extraordinario parecido con Miss Edith Cavell.
Los días que iba a posarle al pintor, Miss Hilton se vestía con un traje de terciopelo verde aceituna, que era espeso como el tapizado de un reclinatorio antiguo. El estudio del pintor era brumoso de humo, pero el sombrero de paja de Miss Hilton la llevaba a regiones infinitas del sol, cerca de los alrededores de Bombay.
En las paredes colgaban cuadros de mujeres desnudas, pero a ella le gustaban los paisajes con puestas de sol, y una tarde llevó a su discípula para mostrarle un cuadro donde se veía un rebaño de ovejas debajo de un árbol dorado en el atardecer. Miss Hilton buscaba desesperadamente el paisaje, mientras estaban las dos solas esperando al pintor. No había ningún paisaje: todos los cuadros se habían convertido en mujeres desnudas, y el hermoso peinado con trenzas lo tenía una mujer desnuda en un cuadro recién hecho sobre un caballete. Delante de su discípula, Miss Hilton posó ese día más tiesa que nunca, contra la ventana, envuelta en su vestido de terciopelo.
A la mañana siguiente, cuando fue a la casa de su discípula, no había nadie; sobre la mesa del cuarto de estudio, la esperaba un sobre con el dinero de medio mes, que le debían, con una tarjetita que decía en grandes letras de indignación, escritas por la dueña de casa: "No queremos maestras que tengan tan poco pudor". Miss Hilton no entendió bien el sentido de la frase; la palabra pudor le nadaba en su cabeza vestida de terciopelo verde aceituna. Sintió crecer en ella una mujer fácilmente fatal, y se fue de la casa con la cara abrasada, como si acabara de jugar un partido de tenis.
Al abrir la cartera para pagar las horquillas, se encontró con la tarjeta insultante que se asomaba todavía por entre los papeles, y la miró furtivamente como si se hubiera tratado de una fotografía pornográfica.
Silvina Ocampo. El vestido verde aceituna.

Silvina Ocampo



El rescate de una lengua

Probablemente, el regalo más generoso que nos hacen nuestras madres es el lenguaje, algo que forma parte de la estructura de nuestra inteligencia y que nos pone en comunicación, no sólo con los demás, sino con nosotros mismos. Por eso podemos afirmar que las palabras nos dan la posibilidad de la libertad. Rescatar una lengua heredada de sus abuelos, pero también una cultura, es la tarea que acomete Myriam Moscona, con su voz particular, en su novela Tela de sevoya,. El ladino o judeoespañol es una lengua casi olvidada, sin patria, que conserva la musicalidad en sus arcaísmos y que, en la actualidad, apenas la hablan trescientas mil personas, en su mayor parte, de avanzada edad. La estructura de la novela destaca por su creativa multiplicidad. Pequeños textos se intercalan entre sí con epígrafes repetitivos abordados desde distintos géneros literarios. Distancia de foco alude a los recuerdos de la infancia y la adolescencia y es, por tanto, una biografía de la narradora. Pisapapeles son breves ensayos, textos de investigación periodística donde se analizan los orígenes del ladino y los momentos históricos clave como la expulsión de los judíos de España o el exterminio que perpetró el nazismo. También hay un Diario de viaje en el que la narradora anota su retorno a los Balcanes, sus periplos por otras geografías en busca de los últimos judíos que aún hablan ladino. Necesita escuchar sus inflexiones, registrar sus voces antes de que se pierdan para siempre. También hay espacio para los poemas, escritos en lengua serfardí, bajo el título de Kantikas, para las epístolas en La cuarta pared y para los cuentos en Molino de viento. En este collage, con retazos de historias propias y ajenas, se pone de relieve la importancia de los lazos de familia, el papel de abuelas y madres y su mundo femenino del hogar, que es el mundo del aprendizaje y de la protección. Ellas, en sus quehaceres cotidianos en torno a la cocina, en ese ambiente cercano a lo onírico, de olores amables y sabrosos, son las verdaderas contadoras de historias que ocupan la memoria, porque saben que «hay mundos más reales que el mundo de la vigilia». Rememorando la infancia la narradora recupera el pasado, ensambla las piezas de un puzle biográfico donde caben sonrisas olvidadas y momentos de luz, pero también las sombras, el dolor, el exilio y la muerte. Algunos retazos de rebeldía hacen aflorar sentimientos que enfrentan generaciones, fantasmas del pasado que surgen intentando defenderse de un mundo en constante cambio. A través de la palabra, decía José Antonio Marina, recibimos la información necesaria para aprender a ver la realidad y a ordenar nuestra experiencia y aprovechar la de los demás. Eso es precisamente lo que Myriam Moscona hace en esta novela, con la que ganó el Premio Xavier Villaurrutia 2012 y que ahora publica Acantilado.









Tela de sevoya 
Myriam Moscona

Acantilado, 2014

Identidad volátil

Explica David Lodge, que las clásicas historias detectivescas de Conan Doyle y sus seguidores tuvieron unos precedentes claros en novelistas victorianos como Dickens y Wilkie Collins, cuando estos comenzaron a explotar el misterio en relación con asesinatos y otros delitos. Surgió así un subgénero nuevo que tuvo un apogeo y que perduró hasta hace unas décadas. Luis Manuel Ruiz en El hombre sin rostro, regresa justo a los inicios del siglo XX y, con una prosa cuidada y efectiva, mimetizada con la que se escribía en aquella época, construye una historia donde se mezcla el suspense, la aventura, el humor, lo romántico y lo fantástico. La novela arranca con la huida precipitada de un profesor por los pasillos de un Museo de Historia Natural hasta acabar aplastado por el esqueleto de un Pterodáctilo que se desploma sobre él. Un joven periodista que comenzó a trabajar en el diario nacional El Planeta, como redactor de crucigramas, busca el éxito profesional siguiendo los pasos de un reputado y admirado cronista. Así, para demostrar su valía ante los demás y ante sí mismo, indaga en este macabro caso, que deja de parecer un accidente y se vislumbra como un eslabón más de una serie de asesinatos relacionados con un proyecto de investigación clasificado de alto secreto: el hallazgo de un extracto de un raro molusco que permite, al que lo ingiere, adoptar el aspecto físico de cualquier otro al que haya tocado previamente. El autor, para conseguir el ambiente que nos traslade a las novelas decimonónicas, nos presenta personajes arquetípicos: científicos lúcidos que confían ciegamente en el poder de la ciencia para cambiar el mundo, locos que adquieren un poder que les supera, el periodista ambicioso o la mujer bella, inteligente e indómita, con ojos profundos como dos tinteros. La narración trascurre por distintos escenarios de Madrid, Barcelona, e incluso la jungla tropical, y no falta una accidentada travesía en tren, laboratorios secretos o lúgubres salas mortuorias de experimentación. Como en las novelas de Agatha Christie, también hay un misterio que rodea a sus personajes: interrogantes sobre lo que les mueve en la vida, sobre su pasado y sus anhelos. Incluso algunos pequeños desatinos y subterfugios científicos contribuyen a sumergirnos en mundos semejantes a los imaginados por Verne o Wells.
Frente a la corriente de la novela moderna —en la que hay una oposición a los finales cerrados y felices, en las que se huye de las soluciones lineales y en las que siempre nos quedaran preguntas sin respuesta— Luis Manuel Ruíz nos propone una literatura que nos puede hacer pasar buenos momentos acompañando a los protagonistas, con un suspense que va creciendo en intensidad hasta la resolución final y que nos devuelve, con aliento romántico, la ingenua confianza literaria de que la razón siempre triunfa sobre el mal.












El hombre sin rostro
Luis Manuel Ruiz

Salto de Página, 2014

Jorge Luis Borges, La flor de Coleridge

La flor de Coleridge
Hacia 1938, Paul Valéry escribió: “La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor.” No era la primera vez que el Espíritu formulaba esa observación; en 1844, en el pueblo de Concord, otro de sus amanuenses había anotado: “Diríase que una sola persona ha redactado cuantos libros hay en el mundo; tal unidad central hay en ellos que es innegable que son obra de un solo caballero omnisciente” (Emerson: Essays, 2, VIII). Veinte años antes, Shelley dictaminó que todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir, son episodios o fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas del orbe (A Defence of Poetry, 1821).
Esas consideraciones (implícitas, desde luego, en el panteísmo) permitirían un inacabable debate; yo, ahora, las invoco para ejecutar un modesto propósito: la historia de la evolución de una idea, a través de los textos heterogéneos de tres autores. El primer texto es una nota de Coleridge; ignoro si éste la escribió a fines del siglo XVIII, o a principios del XIX. Dice, literalmente: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?”.
No sé que opinará mi lector de esa imaginación; yo la juzgo perfecta. Usarla como base de otras invenciones felices, parece previamente imposible; tiene la integridad y la unidad de un terminus ad quem, de una meta. Claro está que lo es; en el orden de la literatura, como en los otros, no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos. Detrás de la invención de Coleridge está la general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron como prenda una flor.
El segundo texto que alegaré es una novela que Wells bosquejó en 1887 y reescribió siete años después, en el verano de 1894. La primera versión se tituló The Chronic Argonauts (en este título abolido,chronic tiene el valor etimológico detemporal); la definitiva, The Time Machine. Wells, en esa novela, continúa y reforma una antiquísima tradición literaria: la previsión de hechos futuros. Isaíasve la desolación de Babilonia y la restauración de Israel; Eneas, el destino militar de su posteridad, los romanos; la profetisa de la Edda Saemundi, la vuelta de los dioses que, después de la cíclica batalla en que nuestra tierra perecerá, descubrirán, tiradas en el pasto de una nueva pradera, las piezas de ajedrez con que antes jugaron… El protagonista de Wells, a diferencia de tales espectadores proféticos, viaja físicamente al porvenir. Vuelve rendido, polvoriento y maltrecho; vuelve de una remota humanidad que se ha bifurcado en especies que se odian (los ociosos eloi, que habitan en palacios dilapidados y en ruinosos jardines; los subterráneos y nictálopes morlocks, que se alimentan de los primeros); vuelve con las sienes encanecidas y trae del porvenir una flor marchita. Tal es la segunda versión de la imagen de Coleridge. Más increíble que una flor celestial o que la flor de un sueño es la flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún.
La tercera versión que comentaré, la más trabajada, es invención de un escritor harto más complejo que Wells, si bien menos dotado de esas agradables virtudes que es usual llamar clásicas. Me refiero al autor de La humillación de los Northmore, el triste y laberíntico Henry James. Este, al morir, dejó inconclusa una novela de carácter fantástico, The Sense of the Past, que es una variación o elaboración de The Time Machine (1). El protagonista de Wells viaja al porvenir en un inconcebible vehículo que progresa o retrocede en el tiempo como los otros vehículos en el espacio; el de James regresa al pasado, al siglo XVIII, a fuerza de compenetrarse con esa época. (Los dos procedimientos son imposibles, pero es menos arbitrario el de James.) En The Sense of the Past, el nexo entre lo real y lo imaginativo (entre la actualidad y el pasado) no es una flor, como en las anteriores ficciones; es un retrato que data del siglo XVIII y que misteriosamente representa al protagonista. Este, fascinado por esa tela, consigue trasladarse a la fecha en que la ejecutaron. Entre las personas que encuentra, figura, necesariamente, el pintor; éste lo pinta con temor y con aversión, pues intuye algo desacostumbrado y anómalo en esas facciones futuras… James, crea, así, un incomparable regressus in infinitum, ya que su héroe, Ralph Pendrel, se traslada al siglo XVIII. La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje.
Wells, verosímilmente, desconocía el texto de Coleridge; Henry James conocía y admiraba el texto de Wells. Claro está que si es válida la doctrina de que todos los autores son un autor (2), tales hechos son insignificantes. En rigor, no es indispensable ir tan lejos; el panteísta que declara que la pluralidad de los autores es ilusoria, encuentra inesperado apoyo en el clasicista, según el cual esa pluralidad importa muy poco. Para las mentes clásicas, la literatura es lo esencial, no los individuos. George Moore y James Joyce han incorporado en sus obras, páginas y sentencias ajenas; Oscar Wilde solía regalar argumentos para que otros los ejecutaran; ambas conductas, aunque superficialmente contrarias, pueden evidenciar un mismo sentido del arte. Un sentido ecuménico, impersonal… Otro testigo de la unidad profunda del Verbo, otro negador de los límites del sujeto, fue el insigne Ben Jonson, que empeñado en la tarea de formular su testamento literario y los dictámenes propicios o adversos que sus contemporáneos le merecían, se redujo a ensamblar fragmentos de Séneca, de Quintiliano, de Justo Lipsio, de Vives, de Erasmo, de Maquiavelo, de Bacon y de los dos Escalígeros.
Una observación última. Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia. Durante muchos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue Johannes Becher, fue Whitman, fue Rafael Cansinos-Asséns, fue De Quincey.

(1) No he leído The Sense of the Past, pero conozco el suficiente análisis de Stephen Spender, en su obra The Destructive Element (páginas 105-110). James fue amigo de Wells; para su relación puede consultarse el vasto Experiment in Autobiography de éste. 


(2). Al promediar el siglo XVII, el epigramista del panteísmo Angelus Silesius dijo que todos los bienaventurados son uno (Cherubinischer Wandersmann, V,7) y que todo cristiano debe ser Cristo (op. cit., V,9).

 Jorge Luis BorgesLa flor de Coleridge (Otras inquisiciones, 1952).
Jorge Luis Borges


Diez bicicletas

Para celebrar su décimo aniversario, la editorial Demipage publica una colección de treinta relatos bajo el título “Diez bicicletas para treinta sonámbulos”, gratamente prologados por Eloy Tizón. La irrupción fugaz de una bicicleta puede hacer de contrapunto entre el pasado y la modernidad. Las bicicletas pueden ser prestadas o robadas, utilizadas como armas de combate, un vehículo para el suicidio o en el que huir; o, simplemente, una forma de estar en el mundo y ver el paso de los años. Con ellas se puede ir de la infancia a la madurez, divagar, dar un salto en el tiempo, atravesar, casi flotando, ciudades lejanas, abrirnos los ojos a otras realidades, obligarnos a pensar en una relación rota. Las bicicletas, a veces, se parecen a sus dueños, pueden mantener un diálogo entre sus ruedas y morir en universos paralelos, hacernos pasar peligros o regalarnos una hermosa imagen zigzagueante. Con las bicicletas regresan los recuerdos, se plantean dilemas y decisiones que pueden llegar a provocar la humillación y la derrota. La música y la poesía están muy presentes en estos cuentos en los que algunos de sus autores derrochan virtuosismo. También se plantean problemas sociales, desigualdades, conflictos de pareja y muestran la extrañeza del mundo. Hay cuentos que nos atrapan, que nos seducen y que se quedan en nuestra memoria.

Diez bicicletas para treinta sonámbulos
Luis Landero, Antonio Muñoz Molina, José Ovejero, Andrés Neuman, Isabel Mellado, Cristina Fallarás, Juan Gracia Armendáriz, José María Merino, Catherine François, Santiago Auserón, Elsa Fernández-Santos, Guillermo Aguirre, Juan Aparicio Belmonte, Jordi Doce, Ricardo Menéndez Salmón, Juan Carlos Mestre, Fernando Aramburu, Francisco Javier Irazoki, Álvaro Valverde, Lola Huete Machado, Marta Caballero, Antonio Orejudo, Andrés Rubio, Marta Sanz, Ángela Medina, Eduardo Laporte, Juan Martínez de las Rivas, Felipe Benítez Reyes, Sara Mesa, Agustín Fernández Mallo, Luis Eduardo Aute.
Prólogo: Eloy Tizón
Demipage, 2013 

La ilusión de Chesterton

Quizás, después de todo, el arte contemporáneo dependa más de la participación del espectador que de la del propio artista. Lo que intenta el artista de nuestros días es, más que nunca, persuadir al público para que experimente una vivencia única en el instante en el que se enfrenta a su obra, y, a la vez, despertar en él una actitud crítica hacia la sociedad actual, obligarle a distanciarse para ver los acontecimientos con una cierta perspectiva. Saber encontrar arte en cualquier rincón de la vida, buscar su significado y educar la curiosidad son las propuestas que nos hace Enrique Vila-Matas en su novela Kassel no invita a la lógica.
Boston, una joven luminosa, consigue, mediante un pequeño engaño, que el narrador acuda a una cita nocturna para hacerle una propuesta original y literaria: participar como escritor invitado en Documenta de Kassel, la ciudad que se convierte, cada cinco años, en el centro mundial del arte contemporáneo. Para este viaje al centro de la vanguardia, lleva en su equipaje un ejemplar de Viaje a la Alcarria de Cela y Romanticismo, de Safranski, pero a su memoria acuden, repetidamente, autores como Raymond Roussel, Nietzche, Kafka o Walser; sobre todo, Robert Walser, con quien comparte ese gusto por vagabundear, por recorrer largos caminos andando, por detenerse a reflexionar sin dejar de pasear. Como si fuera una penitencia, debe permanecer varias horas al día en una mesa, en el interior de un melancólico restaurante chino, escribir y atender a las personas que se acerquen interesándose por su trabajo. Afortunadamente, el resto del tiempo puede dedicarlo a asistir a las numerosas intervenciones y performances dispersas por la ciudad con diferentes propuestas. Así, vive una experiencia sensorial cercana al enamoramiento al entrar en una habitación oscura y ser rozado por alguien, ligeramente, en un hombro. Y, en el interior del museo público más antiguo de Europa, siente el vacío al advertir una brisa artificial que le obliga a subirse el cuello de la chaqueta. Pero el arte contemporáneo representado en Documenta está también muy impregnado por la tragedia de un pasado cercano, y eso lo convierte en un arte gris y desasosegante. Tal vez mostrarnos esas siniestras sombras es una buena forma de decirnos que tenemos que ir hacia la luz. En la estación de tren, una música bella y desconsolada trae el recuerdo lúgubre de las familias judías que allí mismo, incluido el propio compositor de la melodía, fueron deportados a campos de concentración. Junto a un bosque, un bello lugar con un gran lago, multitud de aves huyen enloquecidas ante un ficticio bombardeo aéreo, emulado por altavoces, que logra conmover a las personas que, calladamente, permanecen sentadas imaginando el horror de los obuses destruyendo su ciudad y parte de su futuro. El narrador termina su paseo por la vanguardia en un jardín deconstruido, una especie de estercolero con un penetrante olor a humus donde destaca la estatua de una mujer con un panal de abejas por cabeza. Allí pasa una noche para descubrir que, en esa intervención, se podía resumir todo Documenta. El arte contemporáneo está vivo porque es capaz de sorprender y esto, de algún modo, tiene la suerte de devolver al narrador la confianza y la creatividad para seguir construyendo mundos nuevos. De forma paralela a su particular reflexión sobre la vanguardia artística, nos habla de literatura y de filosofía. Nos detalla, a veces con humor, sus procesos mentales, sus pensamientos y sus delirios. Nos habla de su estado físico, de cómo repercute en el estado mental; hay una mirada hacia atrás que produce extrañeza ante la irreversibilidad del tiempo; nos muestra su relación con el mundo, las dudas sobre decisiones que afectan a su vida, las barreras que la edad impone, el miedo a la soledad... 
Chesterton dijo que «hay una cosa que da esplendor a cuanto existe, y es la ilusión de encontrar algo a la vuelta de la esquina». Esta novela nos invita a esa búsqueda azarosa de lo nuevo, a estar atento a lo que sucede alrededor, en una calle, dentro de un autobús, en una exposición de arte o en las páginas de un libro. Por eso, para el narrador, el instante estético en el que contempla a Alka, con las piernas cruzadas hojeando un libro de Cela, es también puro arte. Se trata, en definitiva, de una novela optimista, llena de luz, donde literatura, arte y vida están unidas por la destreza de la pluma de Vila-Matas.











Kassel no invita a la lógica
Enrique Vila-Matas

Seix Barral, 2014