Sara Mesa, Arbolito

Arbolito.
En realidad, casi todo lo que cuento trata de otra cosa.
Quiero decir, parece que va de algo, pero hay otro algo detrás, agazapado, presto a saltar en el momento en que menos lo espero.
Puede pasar con lo más tonto, que en ocasiones esconde en su interior, como una almendrita tras su cáscara, lo más jugoso.
De hecho, es en lo más tonto, en lo anecdótico, lo trivial y lo cotidiano, en esos soplos de vida que me asaltan aquí y allá sin darse la menor importancia, donde más me sucede.
Me fijo en tonterías y solo con el paso del tiempo comprendo que de tonterías nada, que ahí hay miga.
O sea, que mi curiosidad está un poco confundida y bastante desviada.
Y si a veces acierta, es justo porque apunta hacia el lado incorrecto.
Esto debo explicarlo con ejemplos, así que contaré aquello que nos pasó una vez en Dying Street.
Dying Street, sobra decirlo, no es el verdadero nombre de la calle. La habíamos bautizado así para no llamarla directamente Calle de Los Moribundos, que tampoco es su verdadero nombre pero sí el más ajustado.
Solíamos recorrerla en nuestros largos paseos nocturnos con Fúlner. Parecía gustarle. Olisqueaba las aceras estrechas, el aroma a puchero del día siguiente, la tortilla de la cena, sofrito y pan tostado. Casas chatas, de una sola planta. Casas de pueblo, encaladas o recubiertas con azulejos feos –azulejos de cuarto de baño–, y su plaza de aparcamiento de minusválidos en la entrada, una de cada dos casitas con su plaza –quien dice minusválidos dice ancianos y enfermos–.
Por las ventanas semiabiertas los veíamos acostados, con la mirada perdida en el televisor, escuchando la radio o simplemente dormitando, en camas hospitalizadas, algunos con botella de oxígeno y mascarilla, escuchimizados y casi siempre solos.
El olor de Dying Street, la calle de aquellos a quienes solo les quedan tres telediarios, es el de la atención low cost a domicilio –que no es atención ni es nada–.
¿Por qué se habían juntado tantos en esa calle?
Y luego aquella casa diminuta, con la puerta siempre abierta, protegida de las inundaciones con un simple panel de madera cruzado a media altura, y la señora dentro, pesada, greñosa, con las piernas hinchadas, hundida en el sofá a tan solo dos metros de la tele, encendida día y noche a todo trapo.
Pasábamos por delante, Fúlner se asomaba a curiosear y nuestras miradas se cruzaban durante unos segundos, la de la señora y la nuestra, sin saludarnos, porque se saluda a quien se ve por la calle pero no a quien está dentro de su casa.
Pobre mujer, decíamos, pero lo decíamos sin dramatismo, la vida en Dying Street no da para más líos, es ley natural: unos nacen, otros mueren y otros se quedan aquí, un poco rezagados, esperando. ¿Iría alguien a verla?, nos preguntábamos. ¿Por qué nunca cierra la puerta? ¡Qué casa más pequeña! Pobre mujer, repetíamos, y lo de los tres telediarios, etc.
Incluso con el frío, la puerta abierta. Incluso con el frío de diciembre, la Navidad y todo eso. ¿Cómo es Dying Street un 24 de diciembre a las, pongamos, nueve de la noche?
Fuimos porque a Fúlner hay que sacarlo de todos modos y porque, qué diablos, Dying Street está a solo diez minutos de casa.
Las lucecitas navideñas nos reconfortaron ya desde la esquina. Bueno, dijimos, al menos alguien está de celebración, al menos eso.
Se reflejaban en la pared de enfrente, parpadeando, un-dos-tres-un-dos-tres, azules-rojas-verdes, muy alegres.
En algunas fachadas colgaban papanoeles de los chinos o eso tan chovinista, tan poco cristiano si uno lo piensa bien, de Cristo nació aquí, y guirnaldas de plástico, y ramas de acebo, también de plástico.
Pero las lucecitas, ah, las lucecitas no venían de cualquier lado, salían de aquella casa, la de la puerta siempre abierta.
Fúlner, inmune a la danza de colores, avanzaba con el hocico pegado al suelo –¿Hay menú especial esta vez, querido Fúlner? ¿Cordero? ¿Pavo?–, pero nosotros nos dejamos llevar por la alegría boba, superficial, de imaginar una fiesta familiar en la que la señora, la de las piernas hinchadas y las greñas, era esta vez el centro.
El ruido del televisor contribuía lo suyo a nuestra fabulación, un ruido festivo, bullicioso, que enmascaraba la verdad hacia la que nos acercábamos, aquella que descubrimos al pasar ante la puerta, y es que la mujer estaba sola, en el mismo lugar de siempre, viendo la tele igual que siempre, solo que con un pequeño arbolito artificial que echaba rágafas de luces, psicodelia desmesurada también del chino.
Nuestras miradas, entonces, se encontraron.
En la nuestra no sé lo que había; en la suya, repentino, un brillito de entusiasmo. Niña, niña, me llamó, acércate un momento.
¿Quería felicitarme? ¿Quizá solo buscaba charlar un rato, una noche como esa, en que la soledad se adensa y se hace intolerable? Entré como pude, saltando sobre el panel de madera.
En qué puedo ayudar, dije. La señora señaló el arbolito. Se lo habían regalado sus nietos, explicó, cuando fueron a verla un poco antes. Es muy bonito, dije. ¿Tú podrías apagarlo?, me pidió. Sí, supongo que sí, pero ¿por qué? ¡Es tan bonito!, repetí.
Porque las luces me dan en la cara y yo no puedo levantarme, dijo.
Dios. Era cierto. Ese resplandor como de discoteca proyectado sobre sus ojos. Le habían dejado aquello y ahora iba a estar encendido toda la noche.
¿Pero ellos ya no vuelven?, pregunté. Oh, no, no pueden, van ahora a visitar a la otra abuela, la que está enferma. ¡Enferma!, pensé. Yo ya me duermo pronto, continuó, pero con el arbolito es imposible, ¿me lo apagas? ¿Y el televisor? La señora me enseñó el mando a distancia, sonriente. No hacía falta. ¿Y no tiene frío con la puerta abierta? No, con la manta no, lo prefiero así porque, si me pasa algo, pego un grito y viene algún vecino. ¿Los vecinos la cuidan?, pregunté. Bueno, aquí estamos todos igual, pero en lo que podemos… ¿Y la cena? ¿Ha cenado usted ya? Sí, sí, me traen la cena a las ocho, todas las noches a eso de las ocho. ¿Entonces está bien? Ahora me miraba como si no comprendiera mi inquietud, con cierta impaciencia o incluso un poco molesta. ¡Pues claro! ¡Con que me apagues el arbolito ya me vale!
Apagué el arbolito, eché un último vistazo alrededor, me marché. Feliz Navidad, dije. Feliz Navidad, respondió.
Más tarde, recordándolo, nos dio la risa: el absurdo en forma de arbolito navideño.
Pobre mujer, decíamos, los nietos le dejaron un regalo envenenado, y después nos reíamos sin parar.
Y sin embargo, debo subrayar algo: Dying Street no es una calle triste. Es una calle pobre, y la pobreza es triste, pero eso es otro asunto. Así que quizá esto no va del arbolito, ni de la soledad en Navidad y a lo mejor tampoco va de la pobreza, sino de algo más hondo y personal, mucho más complicado de apresar.
Algo que no se deja ver debido a tantas luces.




Sara Mesa



Ricardo Reques, Carretera de sierra

Carretera de sierra.

Las serpenteantes carreteras de sierra siempre me han gustado más que las rectas autovías. Cada curva incierta es un paisaje nuevo. Cuando puedo elegir y el tiempo no me limita siempre elijo estos caminos. Quizás sea más aventurado ir por una carretera estrecha, con precipicios a los lados, con cambios de rasante y pendientes pronunciadas, pero esa peligrosidad me mantiene alerta, me da mayor control sobre las decisiones que tomo; un breve descuido y mi coche puede salir volando, caer por un terraplén o estrellarse contra un árbol. 
Aquella mañana había que extremar las precauciones, la lluvia no era intensa pero había una neblina que se espesaba en cada vaguada. Fuera, la temperatura era de ocho grados; sin embargo, dentro del coche me sentía confortable, escuchando en ese momento un compact de Shakira; sus juegos de voces y los cambios de ritmo me recordaban sus enloquecidas caderas. 
Bajaba hacia el río y la niebla era cada vez más densa. Si hubiera sacado la mano por la ventanilla seguro que habría podido atrapar un pedazo de nube. La música dejó de sonar y el silencio era húmedo. Ni siquiera con las antiniebla podía distinguir los límites de la carretera. Me concentré en la línea blanca dibujada en su borde derecho y reduje la velocidad al paso de un tractor. 
Pasado el estrecho puente comencé el ascenso que definía el angosto valle encajonado y la niebla, poco a poco, se fue disipando. Primero un atisbo de sol que se iba abriendo entre las nubes me despertó la esperanza de que el día finalmente se despejase y al llegar a la cumbre de una colina el paisaje ya era radiante, y atrás quedaba un mar de nubes reposando sobre el río. Ante mí se abría un lienzo verde salpicado de árboles con el tronco rojo que me recordaban los alcornocales de mi infancia. Ya sin necesidad de luces avanzaba por la carretera que, sin embargo, estaba en mal estado, con tramos sin asfaltar. Se veían algunas casas y, a lo lejos, algún cortijo; también se veía a alguna que otra persona haciendo labores del campo en pequeñas huertas. Bajé la ventanilla y escuché el canto de los pájaros, la temperatura era algo más alta. Caminando por el arcén iba un hombre mayor que parecía cansado. Me detuve junto a él y le pregunté si quería que le llevase a algún sitio. Su cara me resultó familiar. 
Solo cuando se sentó en el coche supe que era mi abuelo, pero él no me reconoció. Me acordé entonces de cuando era niño e iba con él al campo los fines de semana —ese mismo campo de alcornoques por el que ahora pasábamos—, de la chimenea con el fuego que crispaba la madera y era testigo de cuentos e historias que, a duras penas, retengo en mi cabeza, de sus remedios de medicina natural, de sus manos grandes y cálidas que calmaban el dolor de mi vientre, de su confianza en la suerte y en el destino, de su manera franca de afrontar la vida. 
Pero él no me reconocía. Han pasado muchos años. Solo se refería a cosas banales: al viento que se había levantado, a la lluvia que había regado la madrugada, a los zorzales que se agrupaban en aquellos árboles, a cosas que en ese momento no me importaban. No me hablaba de los ancianos días, de las historias de la guerra, de cómo un obús acabó con la vida de su mujer y de su pequeña hija, de cómo fue al frente llevándose de la mano tibia a mi padre cuando tenía sólo dos años; no me hablaba de cómo, con rabia, llegó a ser campeón de boxeo, de la ingenua esperanza que tenía en que algún día le tocase la lotería, de la importancia de cumplir los sueños, de buscar la felicidad perdida entre las cosas cotidianas que siempre olvidamos; no me hablaba de la dureza de su enfermedad, de lo que me prometió poco antes de morir: que vendría a verme, que no me asustase si en mis sueños se aparecía y me seguía contando aquellas historias. 
Atravesé un pequeño túnel justo en el momento en el que por arriba pasaba un tren veloz. El cielo volvía a estar cubierto, la niebla era tenue, la voz envolvente de Shakira regresaba y yo me encontraba de nuevo solo en un invierno frío. 

Ricardo Reques, Carretera de sierra (El enmendador de corazones, 2011).



Clarice Lispector, El muerto en el mar de Urca

El muerto en el mar de Urca.

Yo estaba en el apartamento de doña Lourdes, costurera, probándome el vestido pintado por Olly, y doña Lourdes dijo: murió un hombre en el mar, mire a los bomberos. Miré y solo vi el mar que debía estar muy salado, mar azul, casas blancas. ¿Y el muerto?
El muerto en salmuera. ¡No quiero morir!, grité, muda dentro de mi vestido. El vestido es amarillo y azul. ¿Y yo? Muerta de calor, no muerta en el mar azul.
Voy a decir un secreto: mi vestido es lindo y no quiero morir. El viernes el vestido estará en casa, el sábado me lo pondré. Sin muerte, solo mar azul. ¿Existen las nubes amarillas? Existen doradas. Yo no tengo historia. ¿El muerto la tiene? Tiene: fue a tomar un baño de mar a Urca, el bobo, y murió; ¿quién lo mandó? Yo tomo baños de mar con cuidado, no soy tonta, y solo voy a Urca para probarme el vestido. Y tres blusas. Ella es minuciosa en la prueba. ¿Y el muerto? ¿Minuciosamente muerto?
Voy a contar una historia: era una vez un joven a quien le gustaban los baños de mar. Por eso, fue una mañana de jueves a Urca. En Urca, en las piedras de Urca, está lleno de ratones, por eso yo no voy. Pero el joven no les prestaba atención a los ratones. Ni los ratones le prestaban atención a él. Y había una mujer probándose un vestido y que llegó demasiado tarde: el joven ya estaba muerto. Salado. ¿Había pirañas en el mar? Hice como que no entendía. No entiendo la muerte. ¿Un joven muerto?
Muerto por bobo que era. Solo se debe ir a Urca para probarse un vestido alegre. La mujer, que soy yo, solo quiere alegría. Pero yo me inclino frente a la muerte. Que vendrá, vendrá, vendrá. ¿Cuándo? Ahí está, puede venir en cualquier momento. Pero yo, que estaba probándome un vestido al calor de la mañana, pedí una prueba a Dios. Y sentí una cosa intensísima, un perfume intenso a rosas. Entonces, tuve la prueba. Dos pruebas: de Dios y del vestido.
Solo se debe morir de muerte natural, nunca por accidente, nunca por ahogo en el mar. Yo pido protección para los míos, que son muchos. Y la protección, estoy segura, vendrá.
Pero, ¿y el joven? ¿Y su historia? Es posible que fuera estudiante. Nunca lo sabré. Me quedé solamente mirando el mar y el caserío. Doña Lourdes, imperturbable, preguntándome si ajustaba más la cintura. Yo le dije que sí, que la cintura tiene que verse apretada. Pero estaba atónita. Atónita en mi vestido nuevo.

Clarice Lispector, El muerto en el mar de Urca.

Clarice Lispector