El hombre de arena
Nataniel a Lotario
Sin duda estarán inquietos porque hace tanto tiempo que no les escribo. Mamá estará enfadada y Clara pensará que vivo en tal torbellino de alegría que he olvidado por completo la dulce imagen angelical tan profundamente grabada en mi corazón y en mi alma. Pero no es así; cada día, cada hora, pienso en ustedes y el rostro encantador de Clara vuelve una y otra vez en mis sueños; sus ojos transparentes me miran con dulzura, y su boca me sonríe como antaño, cuando volvía junto a ustedes. ¡Ay de mí! ¿Cómo podría haberles escrito con la violencia que anidaba en mi espíritu y que hasta ahora ha turbado todos mis pensamientos? ¡Algo espantoso se ha introducido en mi vida! Sombríos presentimientos de un destino cruel y amenazador se ciernen sobre mí, como nubes negras, impenetrables a los alegres rayos del sol. Debo decirte lo que me ha sucedido. Debo hacerlo, es preciso, pero sólo con pensarlo oigo a mi alrededor risas burlonas. ¡Ay, querido Lotario, cómo hacer para intentar solamente que comprendas que lo que me sucedió hace unos días ha podido turbar mi vida de una forma terrible! Si estuvieras aquí podrías ver con tus propios ojos; pero ciertamente piensas ahora en mí como en un visionario absurdo. En pocas palabras, la horrible visión que tuve, y cuya mortal influencia intento evitar, consiste simplemente en que, hace unos días, concretamente el 30 de octubre a mediodía, un vendedor de barómetros entró en mi casa y me ofreció su mercancía. No compré nada y lo amenacé con precipitarlo escaleras abajo, pero se marchó al instante.
Sospechas sin duda que circunstancias concretas que han marcado profundamente mi vida conceden relevancia a este insignificante acontecimiento, y así es en efecto. Reúno todas mis fuerzas para contarte con tranquilidad y paciencia algunas cosas de mi infancia que aportarán luz y claridad a tu espíritu. En el momento de comenzar te veo reír y oigo a Clara que dice: «¡son auténticas chiquilladas!» ¡Ríanse! ¡Ríanse de todo corazón, se lo suplico! Pero ¡Dios del cielo!, mis cabellos se erizan, y me parece que los conjuro a burlarse de mí en el delirio de la desesperación, como Franz Moor conjuraba a Daniel. Vamos al hecho en cuestión.
Salvo en las horas de las comidas, mis hermanos y yo veíamos a mi padre bastante poco. Estaba muy ocupado en su trabajo. Después de la cena, que, conforme a las antiguas costumbres, se servía a las siete, íbamos todos, nuestra madre con nosotros, al despacho de nuestro padre, y nos sentábamos a una mesa redonda. Mi padre fumaba su pipa y bebía un gran vaso de cerveza. Con frecuencia nos contaba historias maravillosas, y sus relatos lo apasionaban tanto que dejaba que su pipa se apagase; yo estaba encargado de encendérsela de nuevo con una astilla prendida, lo cual me producía un indescriptible placer. También a menudo nos daba libros con láminas; y permanecía silencioso e inmóvil en su sillón apartando espesas nubes de humo que nos envolvían a todos como la niebla. En este tipo de veladas, mi madre estaba muy triste, y apenas oía sonar las nueve, exclamaba: «Vamos, niños, a la cama… ¡el Hombre de Arena está al llegar…! ¡ya lo oigo!» Y, en efecto, se oía entonces retumbar en la escalera graves pasos; debía ser el Hombre de Arena. En cierta ocasión, aquel ruido me produjo más escalofríos que de costumbre y pregunté a mi madre mientras nos acompañaba:
—¡Oye, mamá! ¿Quién es ese malvado Hombre de Arena que nos aleja siempre del lado de papá? ¿Qué aspecto tiene?
—No existe tal Hombre de Arena, cariño —me respondió mi madre—. Cuando digo “viene el Hombre de Arena” quiero decir que tienen que ir a la cama y que sus párpados se cierran involuntariamente como si alguien les hubiera tirado arena a los ojos.
La respuesta de mi madre no me satisfizo y mi infantil imaginación adivinaba que mi madre había negado la existencia del Hombre de Arena para no asustarnos. Pero yo lo oía siempre subir las escaleras.
Lleno de curiosidad, impaciente por asegurarme de la existencia de este hombre, pregunté a una vieja criada que cuidaba de la más pequeña de mis hermanas, quién era aquel personaje.
—¡Ah, mi pequeño Nataniel! —me contestó—, ¿no lo sabes? Es un hombre malo que viene a buscar a los niños cuando no quieren irse a la cama y les arroja un puñado de arena a los ojos haciéndolos llorar sangre. Luego los mete en un saco y se los lleva a la luna creciente para divertir a sus hijos, que esperan en el nido y tienen picos encorvados como las lechuzas para comerles los ojos a picotazos.
Desde entonces, la imagen del Hombre de Arena se grabó en mi espíritu de forma terrible; y, por la noche, en el instante en que las escaleras retumbaban con el ruido de sus pasos, temblaba de ansiedad y de horror; mi madre sólo podía entonces arrancarme estas palabras ahogadas por mis lágrimas: «¡El Hombre de Arena! ¡El Hombre de Arena!» Corría al dormitorio y aquella terrible aparición me atormentaba durante toda la noche.
Yo tenía ya la edad suficiente como para pensar que la historia del Hombre de Arena y sus hijos en el nido de la luna creciente, según la contaba la vieja criada, no era del todo exacta; sin embargo, el Hombre de Arena siguió siendo para mí un espectro amenazador. El terror se apoderaba de mí cuando lo oía subir al despacho de mi padre. Algunas veces duraba su ausencia largo tiempo; luego, sus visitas volvían a ser frecuentes; aquello duró varios años. No podía acostumbrarme a tan extraña aparición, y la sombría figura de aquel desconocido no palidecía en mi pensamiento. Su relación con mi padre ocupaba cada vez más mi imaginación, la idea de preguntarle a él me sumía en un insuperable temor, y el deseo de indagar el misterio, de ver al legendario Hombre de Arena, aumentaba en mí con los años. El Hombre de Arena me había deslizado en el mundo de lo fantástico, donde el espíritu infantil se introduce tan fácilmente. Nada me complacía tanto como leer o escuchar horribles historias de genios, brujas y duendes; pero, por encima de todas las escalofriantes apariciones, prefería la del Hombre de Arena que dibujaba con tiza y carbón en las mesas, en los armarios y en las paredes bajo las formas más espantosas. Cuando cumplí diez años, mi madre me asignó una habitación para mí solo, en el corredor, no lejos de la de mi padre. Como siempre, al sonar las nueve el desconocido se hacía oír, y había que retirarse. Desde mi habitación lo oía entrar en el despacho de mi padre, y poco después me parecía que un imperceptible vapor se extendía por toda la casa. La curiosidad por ver al Hombre de Arena de la forma que fuese crecía en mí cada vez más. Alguna vez abrí mi puerta, cuando mi padre ya se había ido, y me deslicé en el corredor; pero no pude oír nada, pues siempre habían cerrado ya la puerta cuando alcanzaba la posición adecuada para poder verle. Finalmente, empujado por un deseo irresistible, decidí esconderme en el gabinete de mi padre, y esperar allí mismo al Hombre de Arena.
Por el semblante taciturno de mi padre y por la tristeza de mi madre supe una noche que vendría el Hombre de Arena. Pretexté un enorme cansancio y abandonando la sala antes de las nueve fui a esconderme detrás de la puerta. La puerta de la calle crujió en sus goznes y lentos pasos, tardos y amenazadores, retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras. Mi madre y los niños pasaron apresuradamente ante mí. Abrí despacio, muy despacio, la puerta del gabinete de mi padre. Estaba sentado como de costumbre, en silencio y de espaldas a la puerta. No me vio, y corrí a esconderme detrás de una cortina que tapaba un armario en el que estaban colgados sus trajes. Después los pasos se oyeron cada vez más cerca, alguien tosía, resoplaba y murmuraba de forma singular. El corazón me latía de miedo y expectación. Muy cerca de la puerta, un paso sonoro, un golpe violento en el picaporte, los goznes giran ruidosamente. Adelanto a mi pesar la cabeza con precaución, el Hombre de Arena está en medio de la habitación ¡el resplandor de las velas ilumina su rostro! ¡El Hombre de Arena, el terrible Hombre de Arena, es el viejo abogado Coppelius que a veces se sienta a nuestra mesa! Pero el más horrible de los rostros no me hubiera causado más espanto que el de aquel Coppelius. Imagínate un hombre de anchos hombros con una enorme cabeza deforme, una tez mate, cejas grises y espesas bajo las que brillan dos ojos verdes como los de los gatos y una nariz gigantesca que desciende bruscamente sobre sus gruesos labios. Su boca torcida se encorva aún más con su burlona sonrisa; en sus mejillas dos manchas rojas y unos acentos a la vez sordos y silbantes se escapan de entre sus dientes irregulares. Coppelius aparecía siempre con un traje color ceniza, de una hechura pasada de moda, chaqueta y pantalones del mismo color, medias negras y zapatos con hebillas de estrás. Su corta peluca, que apenas cubría su cuello, terminaba en dos bucles pegados que soportaban sus grandes orejas, de un rojo vivo, e iba a perderse en un amplio tafetán negro que se desplegaba aquí y allá en su espalda y dejaba ver el broche de plata que sujetaba su lazo. Aquella cara ofrecía un aspecto horrible y repugnante, pero lo que más nos chocaba a nosotros, niños, eran aquellas grandes manos velludas y huesudas; cuando él las dirigía hacia algún objeto, nos guardábamos de tocarlo. Él se había dado cuenta de esto y se complacía en tocar los pasteles o las frutas confitadas que nuestra madre había puesto sigilosamente en nuestros platos; entonces él gozaba viendo nuestros ojos llenos de lágrimas al no poder ya saborear por asco y repulsión las golosinas que él había rozado. Lo mismo hacía los días de fiesta, cuando nuestro padre nos servía un vasito de vino dulce. Entonces se apresuraba a coger el vaso y lo acercaba a sus labios azulados, y reía diabólicamente viendo cómo sólo podíamos exteriorizar nuestra rabia con leves sollozos. Acostumbraba a llamarnos los animalitos; en presencia suya no nos estaba permitido decir una sola palabra y maldecíamos con toda nuestra alma a aquel personaje odioso, a aquel enemigo que envenenaba deliberadamente nuestra más pequeña alegría. Mi madre parecía odiar tanto como nosotros al repugnante Coppelius, pues, desde el instante en que aparecía, su dulce alegría y su despreocupada forma de ser se tornaban en una triste y sombría gravedad. Nuestro padre se comportaba con Coppelius como si éste perteneciera a un rango superior y hubiera que soportar sus desaires con buen ánimo. Nunca dejaba de ofrecerle sus platos favoritos y descorchaba en su honor vinos de reserva.
Al ver entonces a Coppelius me di cuenta de que ningún otro podía haber sido el Hombre de Arena; pero el Hombre de Arena ya no era para mí aquel ogro del cuento de la niñera que se lleva a los niños a la luna, al nido de sus hijos con pico de lechuza. No. Era una odiosa y fantasmagórica criatura que dondequiera que se presentase traía tormento y necesidad, causando un mal durable, eterno.
Yo estaba como embrujado, con la cabeza entre las cortinas, a riesgo de ser descubierto y cruelmente castigado. Mi padre recibió alegremente a Coppelius.
—¡Vamos! ¡al trabajo! —exclamó el otro con voz sorda quitándose la levita.
Mi padre, con aire sombrío, se quitó la bata y los dos se pusieron unas túnicas negras. Mi padre abrió la puerta de un armario empotrado que ocultaba un profundo nicho donde había un horno. Coppelius se acercó, y del hogar se elevó una llama azul. Una gran cantidad de extrañas herramientas se iluminaron con aquella claridad. Pero, ¡Dios mío, qué extraña metamorfosis se había operado en los rasgos de mi anciano padre! Un dolor violento y terrible parecía haber cambiado la expresión honesta y leal de su fisonomía, que se había contraído de forma satánica. ¡Se parecía a Coppelius! Éste manejaba unas pinzas incandescentes y atizaba los carbones ardientes del hogar. Creí ver a su alrededor figuras humanas, pero sin ojos. En su lugar había cavidades negras, profundas, horribles.
—¡Ojos, ojos! —gritaba Coppelius con voz sorda, amenazadora.
Grité y caí al suelo, violentamente abatido por el miedo. Entonces Coppelius me cogió.
—¡Pequeña bestia! ¡Pequeña bestia! —dijo haciendo crujir los dientes de un modo espantoso. Diciendo esto me arrojó al horno, cuya llama prendía ya mis cabellos.
—Ahora —exclamó— ya tenemos ojos, ¡ojos! ¡un hermoso par de ojos de niño! —Y con sus manos cogió del hogar un puñado de carbones ardientes que se disponía a arrojar a mis ojos, cuando mi padre, con las manos juntas, le imploró:
—¡Maestro! ¡Maestro! ¡Deja los ojos a mi Nataniel! ¡Déjaselos!
Coppelius se echó a reír de forma estrepitosa.
—Que el niño conserve sus ojos para que éstos realicen su trabajo en el mundo; pero, puesto que está aquí, observemos atentamente el mecanismo de sus pies y de sus manos.
Sus dedos apretaron todas las articulaciones de mis miembros, que crujieron, y me retorció las manos y los pies de una forma y de otra.
—¡Esto no está del todo bien! ¡Tan bien como estaba! ¡El viejo lo ha entendido perfectamente!
Coppelius murmuraba esto mientras me retorcía; pero pronto todo se volvió oscuro y confuso a mi alrededor; un dolor nervioso agitó todo mi ser; no sentí nada más. Un vapor dulce y cálido se derramó sobre mi rostro; desperté como del sueño de la muerte. Mi madre estaba inclinada sobre mí.
—¿Está aquí el Hombre de Arena? —balbucí.
—No, mi niño, está muy lejos; se fue hace mucho, no te hará daño.
Así decía mi madre, y me besaba estrechando contra su corazón al niño querido que le era devuelto.
¿Para qué cansarte por más tiempo con estas historias, querido Lotario? Fui descubierto y cruelmente maltratado por Coppelius. La ansiedad y el miedo me causaron una ardiente fiebre que padecí durante algunas semanas; «¿Está aún aquí el Hombre de Arena?» Éstas fueron las primeras palabras de mi salvación y el primer signo de mi curación. Sólo me queda contarte el instante más horrible de mi infancia; después te habrás convencido de que no hay que acusar a mis ojos de que todo me parezca sin color en la vida; pues un sombrío destino ha levantado una densa nube ante todos los objetos, y sólo mi muerte podrá disiparla.
Coppelius no volvió a aparecer, se dijo que había abandonado la ciudad.
Había transcurrido un año, y cierta noche, según la antigua e invariable costumbre, estábamos sentados en la mesa redonda. Nuestro padre estaba muy alegre y nos contaba historias divertidas que le habían sucedido en los viajes de su juventud. En el momento en que el reloj daba las nueve oímos sonar los goznes de la puerta de la casa, y unos graves pasos retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras.
—¡Es Coppelius! —dijo mi madre palideciendo.
—Sí, es Coppelius —repitió mi padre con voz entrecortada.
Las lágrimas asomaron a los ojos de mi madre:
—¡Padre! ¿es preciso?
—Por última vez —respondió—. Viene por última vez, te lo juro. Ve con los niños. Buenas noches.
Yo estaba petrificado, me faltaba el aire. Mi madre, viéndome inmóvil, me cogió del brazo.
—Ven, Nataniel —me dijo—. Me dejé llevar a mi habitación—. Estate tranquilo y acuéstate. ¡Duerme! —me dijo al irse. Pero un terror invencible me agitaba y no pude cerrar los ojos. El horrible, el odioso Coppelius estaba ante mí, con sus ojos destellantes, sonriéndome hipócrita, e intentaba alejar su imagen. Era cerca de media noche cuando se oyó un golpe violento, como la detonación de un arma de fuego. La casa entera se tambaleó, alguien pasó corriendo por delante de mi cuarto y la puerta de la calle se cerró estrepitosamente de un porrazo.
—¡Es Coppelius! —grité fuera de mí, y salté de la cama. Oí gemidos; corrí a la habitación de mi padre, la puerta estaba abierta, se respiraba un humo asfixiante, y una criada gritaba:
—¡El señor! El señor!
Delante del horno encendido, en el suelo, yacía mi padre muerto, con la cara destrozada. Mis hermanas, de rodillas a su alrededor, clamaban y gemían. Mi madre había caído inmóvil junto a su marido.
—¡Coppelius, monstruo infame! ¡Has asesinado a mi padre! —grité. Y caí sin sentido. Dos días más tarde, cuando colocaron su cuerpo en el ataúd, sus rasgos habían vuelto a ser serenos y dulces como lo fueron durante toda su vida. Aquella imagen mitigó mi dolor, pensé que su alianza con el infernal Coppelius no lo había llevado a la condenación eterna.
La explosión había despertado a los vecinos, el suceso causó sensación, y las autoridades, que tuvieron conocimiento del mismo, requirieron la presencia de Coppelius. Pero había desaparecido de la ciudad sin dejar rastro.
Si te dijera, querido amigo, que el vendedor de barómetros no era otro sino el miserable Coppelius, comprenderías el horror que me produjo tan desgraciada y enemiga aparición. Llevaba otro traje, pero los rasgos de Coppelius están demasiado profundamente marcados en mi alma como para poder equivocarme. Además, Coppelius ni siquiera ha cambiado de nombre. Se hace pasar aquí —según tengo oído—, por un mecánico piamontés llamado Giuseppe Coppola.
Estoy decidido a vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase. No digas nada a mi madre de este encuentro cruel. Saluda a la encantadora Clara; le escribiré con una mayor presencia de ánimo.
Queda con Dios, etcétera.
Clara a Nataniel
Es cierto que hace mucho que no me has escrito pero creo, sin embargo, que me llevas en tu alma y en tus pensamientos; pues pensabas vivamente en mí cuando, queriendo enviar tu última carta a mi hermano Lotario, la suscribiste a mi nombre. La abrí con alegría y sólo me di cuenta de mi error al ver estas palabras: «¡Ay, mi querido Lotario!» Sin duda no debería haber seguido leyendo y debí entregar la carta a mi hermano. Alguna vez me has reprochado entre risas el que yo tuviera un espíritu tan apacible y tranquilo que si la casa se derrumbara, antes que huir, colocaría en su sitio una cortina mal puesta; pero apenas podía respirar y todo daba vueltas ante mis ojos, mi querido Nataniel, al saber la infortunada causa que ha turbado tu vida. Separación eterna, no verte nunca más, este presentimiento me atravesaba como un puñal ardiente. Leí y volví a leer. Tu descripción del repugnante Coppelius es horrible. Así he sabido la forma cruel en que murió tu anciano y venerable padre. Mi hermano, a quien remití lo que le pertenecía, intentó tranquilizarme, sin conseguirlo. El fatal vendedor de barómetros Giuseppe Coppola me perseguía, y casi me avergüenza confesar que ha turbado, con terribles imágenes, mi sueño siempre profundo y tranquilo. Pero de pronto, desde la mañana siguiente, todo me parece distinto. No estés enfadado conmigo, amor mío, si Lotario te dice que a pesar de tus funestos presentimientos sobre Coppelius no se altera mi serenidad en absoluto. Te diré sinceramente lo que pienso. Las cosas terribles de que hablas tienen su origen dentro de ti mismo, el mundo exterior y real tiene poco que ver. El viejo Coppelius sin duda era repelente, pero, como odiaba a los niños, esto producía en ustedes, niños, verdadero horror hacia él.
El Hombre de Arena de la niñera se asoció en tu imaginación infantil al viejo Coppelius quien, sin que te dieras cuenta, permaneció en ti como un fantasma de tus primeros años. Sus entrevistas nocturnas con tu padre no tenían otro objeto que realizar experimentos de alquimia, cosa que afligía a tu madre pues posiblemente costaba mucho dinero; y aquella ocupación, además de llenar a su esposo de una engañosa esperanza de sabiduría, lo apartaba del cuidado de su familia. Tu padre sin duda causó su muerte por imprudencia suya, y Coppelius no es culpable. ¿Creerías que ayer pregunté a un viejo vecino boticario si los experimentos químicos podían causar explosiones mortales? Asintió describiéndome largamente a su manera cómo se hacían tales cosas, citándome gran número de palabras extrañas que no he podido retener en mi memoria. Ahora vas a enfadarte con tu Clara; dices: «en su frío espíritu no entra ni un solo rayo misterioso de los que tantas veces abrazan al hombre con sus alas invisibles; ella percibe tan sólo la superficie coloreada del mundo y se alegra como un niño a la vista de frutas cuya dorada cáscara esconde un mortal veneno.»
¡Ah, mi bienamado Nataniel! ¿Acaso no piensas que el sentimiento de un poder enemigo que se agita de manera funesta sobre nuestro ser, no puede penetrar en las almas sonrientes y serenas? Perdóname si yo, una simple jovencita, intento expresar lo que siento ante la idea de una lucha semejante. Quizá no encuentro las palabras adecuadas y tú te ríes, no de mis pensamientos, sino de mi torpeza para expresarlos. Si realmente existe un poder oculto que tan traidoramente hunde sus garras en nuestro interior para cogernos y arrastrarnos a un camino peligroso que habríamos evitado, si tal fuerza existe, debe doblegarse ante nosotros mismos, pues sólo así ganará nuestra confianza y un lugar en nuestro corazón, lugar que necesita para realizar su obra. Si tenemos la suficiente firmeza, el valor necesario para reconocer el camino hacia el que deben conducirnos nuestra vocación y nuestras inclinaciones, para caminar con paso tranquilo, nuestro enemigo interior perecerá en los vanos esfuerzos que haga por ilusionarnos. También es cierto, añade Lotario, que la tenebrosa presencia a la que nos entregamos crea con frecuencia en nosotros imágenes tan atrayentes que nosotros mismos producimos el engaño que nos consume. Es el fantasma de nuestro propio Yo cuya influencia mueve nuestra alma y nos sumerge en el infierno o nos conduce al cielo. ¡Te das cuenta, querido Nataniel! Mi hermano y yo hemos hablado de oscuras fuerzas y poderes que a mí, después de haber escrito, no sin esfuerzo, lo más importante, se me aparecen sosegadas, profundas. Las últimas palabras de Lotario no las entiendo del todo bien, sólo intuyo lo que piensa; sin embargo, me parece rigurosamente cierto. Te lo suplico, aparta de tu pensamiento al odioso abogado Coppelius y al vendedor de barómetros Coppola. Convéncete de que esas extrañas figuras no tienen influencia sobre ti. Sólo la creencia en su poder enemigo las vuelve enemigas. Si cada línea de tu carta no expresara la profunda exaltación de tu espíritu, si el estado de tu alma no afligiera mi corazón, podría bromear sobre tu Hombre de Arena y tu abogado alquimista. ¡Alégrate! Me he prometido estar a tu lado como un ángel guardián y arrojar al odioso Coppola de una loca carcajada si viniera a turbar tu sueño. No le temo en absoluto, ni a él ni a sus horribles manos que no podrían estropearme las golosinas ni arrojarme arena a los ojos.
Hasta siempre, mi bienamado Nataniel, etcétera.
Nataniel a Lotario
Me resulta muy penoso el que Clara, por un error que causó mi negligencia, haya roto el sello de mi carta y la haya leído. Me ha escrito una epístola llena de una profunda filosofía, según la cual me demuestra explícitamente que Coppelius y Coppola sólo existen en mi interior y que se trata de fantasmas de mi Yo que se verán reducidos a polvo en cuanto los reconozca como tales. Uno jamás podría imaginar que el espíritu que brilla en sus claros y estremecedores ojos, como un delicioso sueño, sea tan inteligente y pueda razonar de una forma tan metódica. Se apoya en tu autoridad. ¡Han hablado de mí los dos juntos! Le has dado un curso de lógica para que pueda ver las cosas con claridad y razonadamente. ¡Déjalo! Además, es cierto que el vendedor de barómetros Coppola no es el viejo abogado Coppelius. Asisto a las clases de un profesor de física de origen italiano que acaba de llegar a la ciudad, un célebre naturalista llamado Spalanzani. Conoce a Coppola desde hace muchos años y, por otra parte, es fácil observar su acento piamontés. Coppelius era alemán, pero no un alemán honesto. Aun así, no estoy del todo tranquilo. Tú y Clara pueden seguir considerándome un sombrío soñador, pero no puedo apartar de mí la impresión que Coppola y su espantoso rostro causaron en mí. Estoy contento de que haya abandonado la ciudad, según dice Spalanzani. Este profesor es un personaje singular, un hombre rechoncho, de pómulos salientes, nariz puntiaguda y ojos pequeños y penetrantes. Te lo podrías imaginar mejor que con mi descripción mirando el retrato de Cagliostro realizado por Chodowiecki y que aparece en cualquier calendario berlinés; así es Spalanzani. Hace unos días, subiendo a su apartamento, observé que una cortina que habitualmente cubre una puerta de cristal estaba un poco separada. Ignoro yo mismo cómo me encontré mirando a través del cristal. Una mujer alta, muy delgada, de armoniosa silueta, magníficamente vestida, estaba sentada con sus manos apoyadas en una mesa pequeña. Estaba situada frente a la puerta, y de este modo pude contemplar su rostro arrebatador. Pareció no darse cuenta de que la miraba, y sus ojos estaban fijos, parecían no ver; era como si durmiera con los ojos abiertos. Me sentí tan mal que corrí a meterme en el salón de actos que está justo al lado. Más tarde supe que la persona que había visto era la hija de Spalanzani, llamada Olimpia, a la que éste guarda con celo, de forma que nadie puede acercarse a ella. Esta medida debe ocultar algún misterio, y Olimpia tiene sin duda alguna tara. Pero, ¿por qué te escribo estas cosas? Podría contártelas personalmente. Debes saber que dentro de dos semanas estaré con ustedes. Tengo que ver a mi ángel, a mi Clara. Entonces podrá borrarse la impresión que se apoderó de mí (lo confieso) al leer su carta tan fatal y razonable. Por eso no le escribo hoy.
Mil abrazos, etcétera.
Nadie podría imaginar algo tan extraño y maravilloso como lo que le sucedió a mi pobre amigo, el joven estudiante Nataniel, y que voy a referirte, lector. ¿Acaso no has sentido alguna vez tu interior lleno de extraños pensamientos? ¿Quién no ha sentido latir su sangre en las venas y un rojo ardiente en las mejillas? Las miradas parecen buscar entonces imágenes fantásticas e invisibles en el espacio y las palabras se exhalan entrecortadas. En vano los amigos te rodean y te preguntan qué te sucede. Y tú querrías pintar con sus brillantes colores, sus sombras y sus luces destellantes, las vaporosas figuras que percibes, y te esfuerzas inútilmente en encontrar palabras para expresar tu pensamiento. Querrías reproducir con una sola palabra todo cuanto estas apariciones tienen de maravilloso, de magnífico, de sombrío horror y de alegría inaudita, para sacudir a los amigos como con una descarga eléctrica, pero toda palabra, cada frase, te parece descolorida, glacial, sin vida. Buscas y rebuscas, y balbuces y murmuras, y las tímidas preguntas de tus amigos vienen a golpear, como el soplo del viento, tu ardiente imaginación hasta acabar apagándola. Pero si tú, como un hábil pintor, trazas un rápido esbozo de tales imágenes interiores, del mismo modo puedes también animar con poco esfuerzo los colores y hacerlos cada vez más brillantes, y las diversas figuras fascinan a los amigos que te ven en medio del mundo que tu alma ha creado. Debo confesar que, a mí, querido lector, nadie me ha preguntado por la historia del joven Nataniel; pero tú sabes que yo pertenezco a esa clase de autores que cuando se encuentra en el estado de ánimo que acabo de describir se imagina que cuantos lo rodean, e incluso el mundo entero, le preguntan, «¿qué te pasa? ¡cuéntanos!» Así, una fuerza poderosa me obliga a hablarte del fatal destino de Nataniel. Su vida singular me impresionaba, y por esta razón me atormentaba la idea de comenzar su historia de una manera significativa, original. «Érase una vez…» bonito principio, para aburrir a todo el mundo. «En la pequeña ciudad de S…., vivía…» algo mejor, si se tiene en cuenta que prepara ya el desenlace. O bien entrar in medias res: «—¡Váyase al diablo! —exclamó colérico con los ojos llenos de furia y de espanto el estudiante Nataniel cuando el vendedor de barómetros Giuseppe Coppola… » Así había empezado ya a escribir cuando creí ver algo de burla en la enfurecida mirada de Nataniel, aunque la historia no es en absoluto divertida. No me vino a la mente ninguna frase que reflejara el estallido de colores de la imagen que brillaba en mi interior. Decidí entonces no empezar. Toma, querido lector, las tres cartas que mi amigo Lotario me invitó a compartir como el esbozo del cuadro que me esforzaré, en el curso de la narración, en animar cada vez con más colorido, lo mejor que pueda. Quizá consiga, como un buen retratista, dar a algún personaje un toque expresivo de manera que al verlo lo encuentres parecido al original, aun sin conocerlo, y te parecerá verlo en persona. Quizá creerás, lector, que no hay nada tan maravilloso y fantástico como la vida real, y que el poeta se limita a recoger un pálido brillo, como en un espejo sin pulir.
Para que desde el principio quede claro lo que es necesario saber, hay que añadir como aclaración a las cartas que, inmediatamente después de la muerte del padre de Nataniel, Clara y Lotario, hijos de un pariente lejano también recientemente fallecido, fueron recogidos por la madre de aquél. Clara y Nataniel sintieron una fuerte inclinación mutua, contra la que nadie tuvo nada que oponer. Estaban, pues, prometidos cuando Nataniel abandonó la ciudad para proseguir sus estudios en G. Aquí se encuentra mientras escribe su última carta y asiste al curso del célebre profesor de física Spalanzani.
Ahora podría continuar mi relato tranquilamente, pero la imagen de Clara se presenta ante mis ojos tan llena de vida que no puedo apartarla de mí, como me pasaba siempre que me miraba dulcemente.
No podía decirse que Clara fuese bella, esto pensaban al menos los entendidos en belleza. Sin embargo, los arquitectos elogiaban la pureza de las líneas de su talle; los pintores decían que su nuca, sus hombros y su seno eran tal vez demasiado castos, pero todos amaban su maravillosa cabellera que recordaba a la de la Magdalena y coincidían en el color de su tez, digno de un Battoni. Uno de ellos, un auténtico extravagante, comparaba sus ojos a un lago de Ruisdael, donde se reflejan el azul del cielo, el colorido del bosque y las flores del campo, la vida apacible. Poetas y virtuosos iban más lejos y decían:
—¡Cómo hablan de lagos y de espejos! No podemos contemplar a esta muchacha sin que su mirada haga brotar de nuestra alma cantos y armonías celestes que nos sobrecogen y nos animan. ¿Acaso no cantamos nosotros también, y alguna vez hasta creemos leer en la tenue sonrisa de Clara que es como un cántico, no obstante algunos tonos disonantes?
Así era. Clara poseía la imaginación alegre y vivaz de un niño inocente, un alma de mujer tierna y delicada, y una inteligencia penetrante y lúcida. Los espíritus ligeros y presuntuosos no tenían nada que hacer a su lado, pues ella, sin muchas palabras, conforme a su temperamento silencioso, parecía decirles con su mirada transparente y su sonrisa irónica: «Queridos amigos, ¿pretenden que mire sus tristes sombras como auténticas figuras animadas y con vida?» Por esta razón Clara fue acusada por muchos de ser fría, prosaica e insensible. Pero otros, que veían la vida con más claridad, amaban fervorosamente a esta joven y encantadora muchacha; pero nadie tanto como Nataniel, quien se dedicaba a las ciencias y a las artes con pasión. Clara le correspondía con toda su alma. Las primeras nubes de tristeza pasaron por su vida cuando se separó de ella. ¡Con cuánta alegría se arrojó en sus brazos cuando él, al volver a su ciudad natal, entró en casa de su madre, como había anunciado en su última carta a Lotario! Sucedió entonces lo que Nataniel había imaginado; en el momento en que volvió a ver a Clara desapareció la imagen del abogado Coppelius y la fatal y razonable carta de Clara, que tanto lo había contrariado.
Sin embargo, Nataniel tenía razón cuando escribía a su amigo Lotario que su encuentro con el repugnante vendedor de barómetros había ejercido una funesta influencia en su vida. Todos sintieron desde los primeros días de su estancia que Nataniel había cambiado su forma de ser. Se hundía en sombrías ensoñaciones y se comportaba de un modo extraño, no habitual en él. La vida era sólo sueños y presentimientos; hablaba siempre de cómo los hombres, creyéndose libres, son sólo juguete de oscuros poderes, y humildemente deben conformarse con lo que el destino les depara. Aún iba más lejos, y afirmaba que era una locura creer que el arte y las ciencias pueden ser creados a nuestro antojo, puesto que la exaltación necesaria para crear no proviene de nuestro interior sino de una fuerza exterior de la que no somos dueños.
Clara no estaba de acuerdo con esos delirios místicos pero era inútil refutarlos. Sólo cuando Nataniel afirmaba que Coppelius era el principio maligno que se había apoderado de él en el momento en que se escondió tras la cortina para observarlo, y que aquel demonio enemigo turbaría su dichoso amor, Clara decía seriamente:
—Sí, Nataniel, tienes razón, Coppelius es un principio maligno y enemigo, puede actuar de forma espantosa, como una fuerza diabólica que se introduce visiblemente en tu vida, pero sólo si no lo destierras de tu pensamiento y de tu alma. Mientras tú creas en él, existirá; su poder está en tu credulidad.
Nataniel, irritado al ver que Clara sólo admitía la existencia del demonio en su interior, quiso probársela por medio de doctrinas místicas de demonios y fuerzas oscuras, pero Clara interrumpió la discusión con una frase indiferente, con gran disgusto de Nataniel. Pensó entonces que las almas frías encerraban estos profundos misterios sin saberlo, y que Clara pertenecía a esta naturaleza secundaria, por lo cual decidió hacer todo lo posible para iniciarla en tales secretos. Al día siguiente, mientras Clara preparaba el desayuno, fue a su lado y empezó a leer diversos pasajes de libros místicos, hasta que Clara dijo:
—Pero, mi querido Nataniel, ¿y si yo te considerase a ti como el principio diabólico que actúa contra mi café? Porque, si me pasara el día escuchándote mientras lees y mirándote a los ojos como tú quieres, el café herviría en el fuego y no desayunaríais ninguno.
Nataniel cerró el libro de golpe y se dirigió malhumorado a su habitación. En otro tiempo había escrito cuentos agradables y animados que Clara escuchaba con indescriptible placer, pero ahora sus composiciones eran sombrías, incomprensibles, vagas, y podía sentir en el indulgente silencio de Clara que no eran de su gusto. Nada era peor para Clara que el aburrimiento; su mirada y sus palabras dejaban ver que el sueño se apoderaba de ella. Las obras de Nataniel eran de hecho muy aburridas. Su disgusto por el frío y prosaico carácter de Clara fue en aumento, y Clara no podía vencer el mal humor que le producía el sombrío y aburrido misticismo de Nataniel; y así, sus almas se fueron alejando una de otra, sin que se dieran cuenta.
La imagen del odioso Coppelius, como el mismo Nataniel podía reconocer, cada vez era más pálida en su fantasía, y hasta le costaba a menudo un esfuerzo darle vida y color en sus poemas, donde aparecía como un horrible espantajo del destino. Finalmente, el atormentado presentimiento de que Coppelius destruiría su amor le inspiró el tema de una de sus composiciones. Se describía a él mismo y a Clara unidos por un amor fiel, pero de vez en cuando una mano amenazadora aparecía en su vida y les arrebataba la alegría. Cuando por fin se encontraban ante el altar aparecía el horrible Coppelius que tocaba los maravillosos ojos de Clara; éstos saltaban al pecho de Nataniel como chispas sangrientas encendidas y ardientes, luego Coppelius se apoderaba de él, lo arrojaba a un círculo de fuego que giraba con la velocidad de la tormenta y lo arrastraba en medio de sordos bramidos, de un rugido como cuando el huracán azota la espuma de las olas en el mar, que se alzan, como negros gigantes de cabeza blanca, en furiosa lucha. En medio de aquel salvaje bramido oyó la voz de Clara:
—¿No puedes mirarme? Coppelius te ha engañado, no eran mis ojos los que ardían en tu pecho, eran ardientes gotas de sangre de tu propio corazón… yo tengo mis ojos, ¡mírame!
Nataniel piensa: “Es Clara, y yo soy eternamente suyo”. Es como si dominase el círculo de fuego donde se encuentra, y el sordo estruendo desaparece en un negro abismo. Nataniel mira los ojos de Clara, pero es la muerte la que lo contempla amigablemente con los ojos de Clara.
Mientras Nataniel escribía este poema estaba muy tranquilo y reflexivo, limaba y perfeccionaba cada línea, y volcado por completo en la rima, no descansaba hasta conseguir que todo fuera puro y armonioso. Cuando terminó y leyó el poema en voz alta, el horror se apoderó de él y exclamó espantado:
—¿De quién es esa horrible voz?
Enseguida le pareció, sin embargo, que había escrito un poema excelente, y que podría inflamar el frío ánimo de Clara, sin darse cuenta de que así conseguiría sobresaltarla con terribles imágenes que presagiaban un destino fatal que destruiría su amor.
Nataniel y Clara se hallaban sentados en el pequeño jardín de su madre. Clara estaba muy alegre porque Nataniel, desde hacía tres días durante los cuales había trabajado en el poema, no la había atormentado con sus sueños y presentimientos. También Nataniel hablaba con entusiasmo y alegría de cosas divertidas, de modo que Clara dijo:
—Ahora vuelvo a tenerte, ¿ves cómo hemos desterrado al odioso Coppelius?
Nataniel entonces se acordó de que llevaba el poema en el bolsillo y de que deseaba leérselo. Sacó las hojas y comenzó su lectura.
Clara, esperando algo aburrido como de costumbre, y resignándose, empezó a hacer punto. Pero, del mismo modo que se van levantando los negros y cada vez más sombríos nubarrones, dejó caer su labor y miró fijamente a Nataniel a los ojos. Éste seguía su lectura fascinado, con las mejillas encendidas y los ojos llenos de lágrimas. Cuando terminó suspiró profundamente abatido, cogió la mano de Clara y sollozando exclamó desconsolado:
—¡Ah, Clara, Clara! —Clara lo estrechó contra su pecho y le dijo dulcemente pero seria:
—Nataniel, querido Nataniel, ¡arroja al fuego esa loca y absurda historia!
Nataniel se levantó indignado y exclamó apartándose de Clara:
—Eres un autómata inanimado y maldito —y se alejó corriendo.
Clara se echó a llorar amargamente, y decía entre sollozos:
—Nunca me ha amado, pues no me comprende.
Lotario apareció en el cenador y Clara tuvo que contarle lo que había sucedido; como amaba a su hermana con toda su alma, cada una de sus quejas caía como una chispa en su interior de tal modo que el disgusto que llevaba en su corazón desde hacía tiempo contra el visionario Nataniel se transformó en una cólera terrible. Corrió tras él y le reprochó con tan duras palabras su loca conducta para con su querida hermana, que el fogoso Nataniel contestó de igual manera. Los insultos de fatuo, insensato y loco, fueron contestados por los de desgraciado y vulgar. El duelo era inevitable. Decidieron batirse a la mañana siguiente detrás del jardín y conforme a las reglas académicas, con afilados floretes. Se separaron sombríos y silenciosos. Clara había oído la violenta discusión, y al ver que el padrino traía los floretes al atardecer, presintió lo que iba a ocurrir.
Llegados al lugar del desafío se quitaron las levitas en medio de un hondo silencio, e iban a abalanzarse uno sobre otro con los ojos relampagueantes de ardor sangriento cuando apareció Clara en la puerta del jardín. Separándolos, exclamó entre sollozos:
—¡Locos, salvajes, tendrán que matarme a mí antes que uno de ustedes caiga! ¿Cómo podría seguir viviendo en este mundo si mi amado matara a mi hermano o mi hermano a mi amado?
Lotario dejó caer el arma y bajó los ojos en silencio; pero Nataniel sintió renacer dentro de sí toda la fuerza de su amor hacia Clara de la misma manera que lo había sentido en los hermosos días de la juventud. El arma homicida cayó de sus manos y se arrojó a los pies de Clara diciendo:
—¿Podrás perdonarme alguna vez tú, mi querida Clara, mi único amor? ¿Podrás perdonarme, querido hermano Lotario?
Lotario se conmovió al ver el profundo dolor de su amigo. Derramando abundantes lágrimas se abrazaron los tres y se juraron permanecer unidos por el amor y la fidelidad.
A Nataniel le pareció haberse librado de una pesada carga que lo oprimía, como si se hubiera liberado de un oscuro poder que amenazaba todo su ser. Permaneció aún durante tres felices días junto a sus bienamados hasta que regresó a G., donde debía permanecer un año más antes de volver para siempre a su ciudad natal.
A la madre de Nataniel se le ocultó todo lo referente a Coppelius, pues sabían que no podía pensar sin horror en aquel hombre a quien, al igual que Nataniel, culpaba de la muerte de su esposo.
¡Cuál no sería la sorpresa de Nataniel cuando, al llegar a su casa en G., vio que ésta había ardido entera, y que sólo quedaban de ella los muros y un montón de escombros! El fuego había comenzado en el laboratorio del químico, situado en el piso bajo. Varios amigos que vivían cerca de la casa incendiada habían conseguido entrar valientemente en la habitación de Nataniel, situada en el último piso, y salvar sus libros, manuscritos e instrumentos, que trasladaron a otra casa donde alquilaron una habitación en la que Nataniel se instaló. No se dio cuenta al principio de que el profesor Spalanzani vivía enfrente, y no llamó especialmente su atención observar que desde su ventana podía ver el interior de la habitación donde Olimpia estaba sentada a solas. Podía reconocer su silueta claramente, aunque los rasgos de su cara continuaban borrosos. Pero acabó por extrañarse de que Olimpia permaneciera en la misma posición, igual que la había descubierto la primera vez a través de la puerta de cristal, sin ninguna ocupación, sentada junto a la mesita, con la mirada fija, invariablemente dirigida hacia él; tuvo que confesarse que no había visto nunca una belleza como la suya, pero la imagen de Clara seguía instalada en su corazón, y la inmóvil Olimpia le fue indiferente, y sólo de vez en cuando dirigía una mirada furtiva por encima de su libro hacia la hermosa estatua, eso era todo. Un día estaba escribiendo a Clara cuando llamaron suavemente a la puerta. Al abrirla, vio el repugnante rostro de Coppola. Nataniel se estremeció; pero recordando lo que Spalanzani le había dicho de su compatriota Coppola y lo que le había prometido a su amada en relación con el Hombre de Arena, se avergonzó de su miedo infantil y reunió todas sus fuerzas para decir con la mayor tranquilidad posible:
—No compro barómetros, amigo, así que ¡váyase!
Pero Coppola, entrando en la habitación, le dijo con voz ronca, mientras su boca se contraía en una odiosa sonrisa y sus pequeños ojos brillaban bajo unas largas pestañas grises:
—¡Eh, no barómetros, no barómetros! ¡También tengo bellos ojos…, bellos ojos!
Nataniel, espantado, exclamó:
—¡Maldito loco! ¡Cómo puedes tú tener ojos! ¡Ojos!… ¡Ojos!…
Al instante puso Coppola a un lado los barómetros y empezó a sacar del inmenso bolsillo de su levita lentes y gafas que iba dejando sobre la mesa.
—Gafas para poner sobre la nariz. Ésos son mis ojos, ¡bellos ojos! —y, mientras hablaba, seguía sacando más y más gafas, tantas que empezaron a brillar y a lanzar destellos sobre la mesa.
Miles de ojos centelleaban y miraban fijamente a Nataniel, pero él no podía apartar su mirada de la mesa, y Coppola continuaba sacando cada vez más gafas y cada vez eran más terribles las encendidas miradas que disparaban sus rayos sangrientos en el pecho de Nataniel.
Éste, sobrecogido de terror, gritó:
—¡Detente, hombre maldito! —cogiéndolo del brazo en el momento en que Coppola hundía de nuevo su mano en el bolsillo para sacar más lentes, por más que la mesa estuviera ya cubierta de ellas.
Coppola se separó de él suavemente con una sonrisa forzada, diciendo:
—¡Ah, no son para usted, pero aquí tengo bellos prismáticos! —y recogiendo los lentes empezó a sacar del inmenso bolsillo prismáticos de todos los tamaños.
En cuanto todas las gafas estuvieron guardadas Nataniel se tranquilizó, y acordándose de Clara se dio cuenta de que el horrible fantasma sólo estaba en su interior, ya que Coppola era un gran mecánico y óptico, y en modo alguno el doble del maldito Coppelius. Por otra parte, las lentes que Coppola había extendido sobre la mesa no tenían nada de particular, y menos de fantasmagórico, por lo que Nataniel decidió, para reparar su extraño comportamiento, comprarle alguna cosa. Escogió unos pequeños prismáticos muy bien trabajados, y, para probarlos, miró a través de la ventana. Nunca en su vida había utilizado unos prismáticos con los que pudieran verse los objetos con tanta claridad y pureza. Involuntariamente miró hacia la estancia de Spalanzani. Olimpia estaba sentada, como de costumbre, ante la mesita, con los brazos apoyados y las manos cruzadas. Por primera vez podía Nataniel contemplar la belleza de su rostro. Sólo los ojos le parecieron algo fijos, muertos. Sin embargo, a medida que miraba más y más a través de los prismáticos le parecía que los ojos de Olimpia irradiaban húmedos rayos de luna. Creyó que ella veía por primera vez y que sus miradas eran cada vez más vivas y brillantes. Nataniel permanecía como hechizado junto a la ventana, absorto en la contemplación de la belleza celestial de Olimpia…
Un ligero carraspeo lo despertó como de un profundo sueño. Coppola estaba detrás de él:
–Tre Zechini. Tres ducados.
Nataniel, que había olvidado al óptico por completo, se apresuró a pagarle:
—¿No es verdad? ¡Buenos prismáticos, buenos prismáticos! —decía Coppola con su repugnante voz y su odiosa sonrisa.
—Sí, sí —respondió Nataniel contrariado—. Adiós, querido amigo.
Coppola abandonó la habitación, no sin antes lanzar una mirada de reojo sobre Nataniel, que lo oyó reír a carcajadas al bajar la escalera.
—Sin duda —pensó Nataniel— se ríe de mí porque he pagado los prismáticos más caros de lo que valen.
Mientras decía estas palabras en voz baja le pareció oír en la habitación un profundo suspiro que le hizo contener la respiración sobrecogido de espanto. Se dio cuenta de que era él mismo quien había suspirado así. «Clara tenía razón —se dijo a sí mismo— al considerarme un visionario, pero lo absurdo, más que absurdo, es que la idea de haber pagado a Coppola los prismáticos más caros de lo que valen me produzca tal terror, y no encuentro cuál puede ser el motivo.»
Se sentó de nuevo para terminar la carta a Clara, pero una mirada hacia la ventana le hizo ver que Olimpia aún estaba allí sentada, y al instante, empujado por una fuerza irresistible, cogió los prismáticos de Coppola y ya no pudo apartarse de la seductora mirada de Olimpia hasta que vino a buscarlo su amigo Segismundo para asistir a clase del profesor Spalanzani.
A partir de aquel día la cortina de la puerta de cristal estuvo totalmente echada, por lo que no pudo ver a Olimpia, y los dos días siguientes tampoco la encontró en la habitación, si bien apenas se apartó de la ventana mirando a través de los prismáticos. Al tercer día estaba la ventana cerrada. Lleno de desesperación y poseído de delirio y ardiente deseo, salió de la ciudad. La imagen de Olimpia flotaba ante él en el aire, aparecía en cada arbusto y lo miraba con ojos radiantes desde el claro riachuelo. El recuerdo de Clara se había borrado, sólo pensaba en Olimpia y gemía y sollozaba:
—Estrella de mi amor, ¿por qué te has alzado para desaparecer súbitamente y dejarme en una noche oscura y desesperada?
Cuando Nataniel volvió a su casa observó una gran agitación en la de Spalanzani. Las puertas estaban abiertas, y unos hombres metían muebles; las ventanas del primer piso estaban abiertas también, y unas atareadas criadas iban y venían mientras carpinteros y tapiceros daban golpes y martilleaban por toda la casa.
Nataniel, asombrado, se detuvo en mitad de la calle. Segismundo se le acercó sonriente y le dijo:
—¿Qué me dices de nuestro viejo amigo Spalanzani?
Nataniel aseguró que no podía decir nada, puesto que nada sabía de él, y que le sorprendía bastante que aquella casa silenciosa y sombría se viera envuelta en tan gran tumulto y actividad. Segismundo le dijo entonces que al día siguiente daba Spalanzani una gran fiesta con concierto y baile a la que estaba invitada media universidad. Se rumoreaba que Spalanzani iba a presentar por primera vez a su hija Olimpia, que hasta entonces había mantenido oculta, con extremo cuidado, a las miradas de todos. Nataniel encontró una invitación, y, con el corazón palpitante, se encaminó a la hora fijada a casa del profesor, cuando empezaban a llegar los carruajes y resplandecían las luces de los adornados salones. La reunión era numerosa y brillante. Olimpia apareció ricamente vestida, con un gusto exquisito. Todos admiraron la perfección de su rostro y de su talle. La ligera inclinación de sus hombros parecía estar causada por la oprimida esbeltez de su cintura de avispa. Su forma de andar tenía algo de medido y de rígido. Causó mala impresión a muchos, y fue atribuida a la turbación que le causaba tanta gente.
El concierto empezó. Olimpia tocaba el piano con una habilidad extrema, e interpretó un aria con voz tan clara y penetrante que parecía el sonido de una campana de cristal. Nataniel estaba fascinado; se encontraba en una de las últimas filas y el resplandor de los candelabros le impedía apreciar los rasgos de Olimpia. Sin ser visto, sacó los lentes de Coppola y miró a la hermosa Olimpia. ¡Ah!… entonces sintió las miradas anhelantes que ella le dirigía, y que a cada nota le acompañaba una mirada de amor que lo atravesaba ardientemente. Las brillantes notas le parecían a Nataniel el lamento celestial de un corazón enamorado, y cuando finalmente la cadencia del largo trino resonó en la sala, le pareció que un brazo ardiente lo ceñía; extasiado, no pudo contenerse y exclamó en voz alta:
—¡Olimpia!
Todos los ojos se volvieron hacia él. Algunos rieron. El organista de la catedral adoptó un aire sombrío y dijo simplemente:
—Bueno, bueno.
El concierto había terminado y el baile comenzó. «¡Bailar con ella…, bailar con ella!», era ahora su máximo deseo, su máxima aspiración, pero ¿cómo tener el valor de invitarla a ella, la reina de la fiesta?
Sin saber ni él mismo cómo, se encontró junto a Olimpia, a quien nadie había sacado aún; cuando comenzaba el baile, y después de intentar balbucir algunas palabras, tomó su mano. La mano de Olimpia estaba helada y él se sintió atravesado por un frío mortal. La miró fijamente a los ojos, que irradiaban amor y deseo, y al instante le pareció que el pulso empezaba a latir en su fría mano y que una sangre ardiente corría por sus venas. También Nataniel sentía en su interior una ardorosa voluptuosidad. Rodeó la cintura de la hermosa Olimpia y cruzó con ella la multitud de invitados.
Creía haber bailado acompasadamente, pero la rítmica regularidad con que Olimpia bailaba y que algunas veces lo obligaba a detenerse, le hizo observar enseguida que no seguía los compases. No quiso bailar con ninguna otra mujer, y hubiera matado a cualquiera que se hubiese acercado a Olimpia para solicitar un baile. Si Nataniel hubiera sido capaz de ver algo más que a Olimpia, no habría podido evitar alguna pelea, pues murmullos burlones y risas apenas sofocadas se escapaban de entre los grupos de jóvenes, cuyas curiosas miradas se dirigían a Olimpia sin que se pudiera saber por qué.
Excitado por la danza y por el vino, había perdido su natural timidez. Sentado junto a Olimpia y con su mano entre las suyas, le hablaba de su amor exaltado e inspirado con palabras que nadie, ni él ni Olimpia, habría podido comprender. O quizá Olimpia sí, pues lo miraba fijamente a los ojos y de vez en cuando suspiraba:
—¡Ah…, ah…, ah…!
A lo que Nataniel respondía:
—¡Oh, mujer celestial, divina criatura, luz que se nos promete en la otra vida, alma profunda donde todo mi ser se mira…! —y cosas parecidas.
Pero Olimpia suspiraba y contestaba sólo:
—¡Ah…, ah…!
El profesor Spalanzani pasó varias veces junto a los felices enamorados y les sonrió con satisfacción.
Aunque Nataniel se encontraba en un mundo distinto, le pareció como si de pronto oscureciera en casa del profesor Spalanzani. Miró a su alrededor y observó espantado que las dos últimas velas se consumían y estaban a punto de apagarse. Hacía tiempo que el baile y la música habían cesado.
—¡Separarnos, separarnos! —exclamó furioso y desesperado Nataniel. Besó la mano de Olimpia y se inclinó sobre su boca; sus labios ardientes se encontraron con los suyos helados. Se estremeció como cuando tocó por primera vez la fría mano de Olimpia, y la leyenda de la novia muerta le vino de pronto a la memoria; pero al abrazar y besar a Olimpia sus labios parecían cobrar el calor de la vida.
El profesor Spalanzani atravesó lentamente la sala vacía, sus pasos resonaban huecos y su figura, rodeada de sombras vacilantes, ofrecía un aspecto fantasmagórico.
—¿Me amas? ¿Me amas, Olimpia? ¡Sólo una palabra! —murmuraba Nataniel.
Pero Olimpia, levantándose, suspiró sólo:
—¡Ah…, ah…,!
—¡Sí, amada estrella de mi amor! —dijo Nataniel—, ¡tú eres la luz que alumbrará mi alma para siempre!
—¡Ah…, ah…! —replicó Olimpia alejándose.
Nataniel la siguió, y se detuvieron delante del profesor.
—Ya veo que lo ha pasado muy bien con mi hija —dijo éste sonriendo—: así que, si le complace conversar con esta tímida muchacha, su visita será bien recibida.
Nataniel se marchó llevando el cielo en su corazón.
Al día siguiente la fiesta de Spalanzani fue el centro de las conversaciones. A pesar de que el profesor había hecho todo lo posible para que la reunión resultara espléndida, hubo numerosas críticas y se dirigieron especialmente contra la muda y rígida Olimpia, a la que, a pesar de su belleza, consideraron completamente estúpida; se pensó que ésta era la causa por la que Spalanzani la había mantenido tanto tiempo oculta. Nataniel escuchaba estas cosas con rabia, pero callaba; pues pensaba que aquellos miserables no merecían que se les demostrara que era su propia estupidez la que les impedía conocer la belleza del alma de Olimpia.
—Dime, por favor, amigo —le dijo un día Segismundo—, dime, ¿cómo es posible que una persona sensata como tú se haya enamorado del rostro de cera de una muñeca?
Nataniel iba a responder encolerizado, pero se tranquilizó y contestó:
—Dime, Segismundo, ¿cómo es posible que los encantos celestiales de Olimpia hayan pasado inadvertidos a tus clarividentes ojos? Pero agradezco al destino el no tenerte como rival, pues uno de los dos habría tenido que morir a manos del otro.
Segismundo se dio cuenta del estado de su amigo y desvió la conversación diciendo que en amor era muy difícil juzgar, para luego añadir:
—Es muy extraño que la mayoría de nosotros haya juzgado a Olimpia del mismo modo. Nos ha parecido —no te enfades, amigo— algo rígida y sin alma. Su talle es proporcionado, al igual que su rostro, es cierto. Podría parecer bella si su mirada no careciera de rayos de vida, quiero decir, de visión. Su paso es extrañamente rítmico, y cada uno de sus movimientos parece provocado por un mecanismo. Su canto, su interpretación musical tiene ese ritmo regular e incómodo que recuerda el funcionamiento de una máquina, y pasa lo mismo cuando baila. Olimpia nos resulta muy inquietante, no queremos tener nada que ver con ella, porque nos parece que se comporta como un ser viviente pero que pertenece a una naturaleza distinta.
Nataniel no quiso abandonarse a la amargura que provocaron en él las palabras de Segismundo. Hizo un esfuerzo para contenerse y respondió simplemente muy serio:
—Para ustedes, almas prosaicas y frías, Olimpia resulta inquietante. Sólo al espíritu de un poeta se le revela una personalidad que le es semejante. Sólo a mí se han dirigido su mirada de amor y sus pensamientos, sólo en el amor de Olimpia he vuelto a encontrarme a mí mismo. A ustedes no les parece bien que Olimpia no participe en conversaciones vulgares, como hacen las gentes superficiales. Habla poco, es verdad, pero esas pocas palabras son para mí como jeroglíficos de un mundo interior lleno de amor y de conocimientos de la vida espiritual en la contemplación de la eternidad. Ya sé que esto para ustedes no tiene ningún sentido, y es en vano hablar de ello.
—¡Que Dios te proteja, hermano! —dijo Segismundo dulcemente, de un modo casi doloroso—, pero pienso que vas por mal camino. Puedes contar conmigo si todo… no, no quiero decir nada más.
Nataniel comprendió de pronto que el frío y prosaico Segismundo acababa de demostrarle su lealtad y estrechó de corazón la mano que le tendía.
Había olvidado por completo que existía una Clara en el mundo a la que él había amado; su madre, Lotario, todos habían desaparecido de su memoria. Vivía solamente para Olimpia, junto a quien permanecía cada día largas horas hablándole de su amor, de la simpatía de las almas y de las afinidades psíquicas, todo lo cual Olimpia escuchaba con gran atención.
Nataniel sacó de los lugares más recónditos de su escritorio todo lo que había escrito, poesías, fantasías, visiones, novelas, cuentos, y todo esto se vio aumentado con toda clase de disparatados sonetos, estrofas, canciones que leía a Olimpia durante horas sin cansarse. Jamás había tenido una oyente tan admirable. No cosía ni tricotaba, no miraba por la ventana, no daba de comer a ningún pájaro ni jugaba con ningún perrito, ni con su gato favorito, ni recortaba papeles o cosas parecidas, ni tenía que ocultar un bostezo con una tos forzada; en una palabra, permanecía horas enteras con los ojos fijos en él, inmóvil, y su mirada era cada vez más brillante y animada. Sólo cuando Nataniel, al terminar, cogía su mano para besarla, decía:
—¡Ah! ¡ah! —y luego— buenas noches, mi amor.
—¡Alma sensible y profunda! —exclamaba Nataniel en su habitación—: ¡Sólo tú me comprendes!
Se estremecía de felicidad al pensar en las afinidades intelectuales que existían entre ellos y que aumentaban cada día; le parecía oír la voz de Olimpia en su interior, que ella hablaba en sus obras. Debía ser así, pues Olimpia nunca pronunció otras palabras que las ya citadas. Pero cuando Nataniel se acordaba en los momentos de lucidez, de la pasividad y del mutismo de Olimpia (por ejemplo, cuando se levantaba por las mañanas y en ayunas) se decía:
—¿Qué son las palabras? ¡Palabras! La mirada celestial de sus ojos dice más que todas las lenguas. ¿Puede acaso una criatura del Cielo encerrarse en el círculo estrecho de nuestra forma de expresarnos?
El profesor Spalanzani parecía mirar con mucho agrado las relaciones de su hija con Nataniel, prodigándole a éste todo tipo de atenciones, de modo que cuando se atrevió a insinuar un matrimonio con Olimpia, el profesor, con gran sonrisa, dijo que dejaría a su hija elegir libremente.
Animado por estas palabras y con el corazón ardiente de deseos, Nataniel decidió pedirle a Olimpia al día siguiente que le dijera con palabras lo que sus miradas le daban a entender desde hacía tiempo: que sería suya para siempre. Buscó el anillo que su madre le diera al despedirse, para ofrecérselo a Olimpia como símbolo de unión eterna. Las cartas de Clara y de Lotario cayeron en sus manos; las apartó con indiferencia. Encontró el anillo y, poniéndoselo en el dedo, corrió de nuevo junto a Olimpia. Al subir las escaleras, y cuando se encontraba ya en el vestíbulo, oyó un gran estrépito que parecía venir del estudio de Spalanzani. Pasos, crujidos, golpes contra la puerta, mezclados con maldiciones y juramentos:
—¡Suelta! ¡Suelta de una vez!
—¡Infame!
—¡Miserable!
—¿Para esto he sacrificado mi vida? ¡Éste no era el trato!
—¡Yo hice los ojos!
—¡Y yo los engranajes!
—¡Maldito perro relojero!
—¡Largo de aquí, Satanás!
—¡Fuera de aquí, bestia infernal!
Eran las voces de Spalanzani y del horrible Coppelius que se mezclaban y retumbaban juntas. Nataniel, sobrecogido de espanto, se precipitó en la habitación. El profesor sujetaba un cuerpo de mujer por los hombros, y el italiano Coppola tiraba de los pies, luchando con furia para apoderarse de él. Nataniel retrocedió horrorizado al reconocer el rostro de Olimpia; lleno de cólera, quiso arrancar a su amada de aquellos salvajes. Pero al instante Coppola, con la fuerza de un gigante, consiguió hacerse con ella descargando al mismo tiempo un tremendo golpe sobre el profesor, que fue a caer sobre una mesa llena de frascos, cilindros y alambiques, que se rompieron en mil pedazos. Coppola se echó el cuerpo a la espalda y bajó rápidamente las escaleras profiriendo una horrible carcajada; los pies de Olimpia golpeaban con un sonido de madera en los escalones.
Nataniel permaneció inmóvil. Había visto que el pálido rostro de cera de Olimpia no tenía ojos, y que en su lugar había unas negras cavidades: era una muñeca sin vida.
Spalanzani yacía en el suelo en medio de cristales rotos que lo habían herido en la cabeza, en el pecho y en un brazo, y sangraba abundantemente. Reuniendo fuerzas dijo:
—¡Corre tras él! ¡Corre! ¿A qué esperas? ¡Coppelius me ha robado mi mejor autómata! ¡Veinte años de trabajo! ¡He sacrificado mi vida! Los engranajes, la voz, el paso, eran míos; los ojos, te he robado los ojos, maldito, ¡corre tras él! ¡Devuélveme a mi Olimpia! ¡Aquí tienes los ojos!
Entonces vio Nataniel en el suelo un par de ojos sangrientos que lo miraban fijamente. Spalanzani los recogió y se los lanzó al pecho. El delirio se apoderó de él y, confundidos sus sentidos y su pensamiento, decía:
—¡Huy… Huy…! ¡Círculo de fuego! ¡Círculo de fuego! ¡Gira, círculo de fuego! ¡Linda muñequita de madera, gira! ¡Qué divertido…!
Y precipitándose sobre el profesor lo agarró del cuello. Lo hubiera estrangulado, pero el ruido atrajo a algunas personas que derribaron y luego ataron al colérico Nataniel, salvando así al profesor. Segismundo, aunque era muy fuerte, apenas podía sujetar a su amigo, que seguía gritando con voz terrible:
—Gira, muñequita de madera.
E.T.A. Hoffmann, El hombre de arena (Traducción de Nicolás Gelormini).
Sin duda estarán inquietos porque hace tanto tiempo que no les escribo. Mamá estará enfadada y Clara pensará que vivo en tal torbellino de alegría que he olvidado por completo la dulce imagen angelical tan profundamente grabada en mi corazón y en mi alma. Pero no es así; cada día, cada hora, pienso en ustedes y el rostro encantador de Clara vuelve una y otra vez en mis sueños; sus ojos transparentes me miran con dulzura, y su boca me sonríe como antaño, cuando volvía junto a ustedes. ¡Ay de mí! ¿Cómo podría haberles escrito con la violencia que anidaba en mi espíritu y que hasta ahora ha turbado todos mis pensamientos? ¡Algo espantoso se ha introducido en mi vida! Sombríos presentimientos de un destino cruel y amenazador se ciernen sobre mí, como nubes negras, impenetrables a los alegres rayos del sol. Debo decirte lo que me ha sucedido. Debo hacerlo, es preciso, pero sólo con pensarlo oigo a mi alrededor risas burlonas. ¡Ay, querido Lotario, cómo hacer para intentar solamente que comprendas que lo que me sucedió hace unos días ha podido turbar mi vida de una forma terrible! Si estuvieras aquí podrías ver con tus propios ojos; pero ciertamente piensas ahora en mí como en un visionario absurdo. En pocas palabras, la horrible visión que tuve, y cuya mortal influencia intento evitar, consiste simplemente en que, hace unos días, concretamente el 30 de octubre a mediodía, un vendedor de barómetros entró en mi casa y me ofreció su mercancía. No compré nada y lo amenacé con precipitarlo escaleras abajo, pero se marchó al instante.
Sospechas sin duda que circunstancias concretas que han marcado profundamente mi vida conceden relevancia a este insignificante acontecimiento, y así es en efecto. Reúno todas mis fuerzas para contarte con tranquilidad y paciencia algunas cosas de mi infancia que aportarán luz y claridad a tu espíritu. En el momento de comenzar te veo reír y oigo a Clara que dice: «¡son auténticas chiquilladas!» ¡Ríanse! ¡Ríanse de todo corazón, se lo suplico! Pero ¡Dios del cielo!, mis cabellos se erizan, y me parece que los conjuro a burlarse de mí en el delirio de la desesperación, como Franz Moor conjuraba a Daniel. Vamos al hecho en cuestión.
Salvo en las horas de las comidas, mis hermanos y yo veíamos a mi padre bastante poco. Estaba muy ocupado en su trabajo. Después de la cena, que, conforme a las antiguas costumbres, se servía a las siete, íbamos todos, nuestra madre con nosotros, al despacho de nuestro padre, y nos sentábamos a una mesa redonda. Mi padre fumaba su pipa y bebía un gran vaso de cerveza. Con frecuencia nos contaba historias maravillosas, y sus relatos lo apasionaban tanto que dejaba que su pipa se apagase; yo estaba encargado de encendérsela de nuevo con una astilla prendida, lo cual me producía un indescriptible placer. También a menudo nos daba libros con láminas; y permanecía silencioso e inmóvil en su sillón apartando espesas nubes de humo que nos envolvían a todos como la niebla. En este tipo de veladas, mi madre estaba muy triste, y apenas oía sonar las nueve, exclamaba: «Vamos, niños, a la cama… ¡el Hombre de Arena está al llegar…! ¡ya lo oigo!» Y, en efecto, se oía entonces retumbar en la escalera graves pasos; debía ser el Hombre de Arena. En cierta ocasión, aquel ruido me produjo más escalofríos que de costumbre y pregunté a mi madre mientras nos acompañaba:
—¡Oye, mamá! ¿Quién es ese malvado Hombre de Arena que nos aleja siempre del lado de papá? ¿Qué aspecto tiene?
—No existe tal Hombre de Arena, cariño —me respondió mi madre—. Cuando digo “viene el Hombre de Arena” quiero decir que tienen que ir a la cama y que sus párpados se cierran involuntariamente como si alguien les hubiera tirado arena a los ojos.
La respuesta de mi madre no me satisfizo y mi infantil imaginación adivinaba que mi madre había negado la existencia del Hombre de Arena para no asustarnos. Pero yo lo oía siempre subir las escaleras.
Lleno de curiosidad, impaciente por asegurarme de la existencia de este hombre, pregunté a una vieja criada que cuidaba de la más pequeña de mis hermanas, quién era aquel personaje.
—¡Ah, mi pequeño Nataniel! —me contestó—, ¿no lo sabes? Es un hombre malo que viene a buscar a los niños cuando no quieren irse a la cama y les arroja un puñado de arena a los ojos haciéndolos llorar sangre. Luego los mete en un saco y se los lleva a la luna creciente para divertir a sus hijos, que esperan en el nido y tienen picos encorvados como las lechuzas para comerles los ojos a picotazos.
Desde entonces, la imagen del Hombre de Arena se grabó en mi espíritu de forma terrible; y, por la noche, en el instante en que las escaleras retumbaban con el ruido de sus pasos, temblaba de ansiedad y de horror; mi madre sólo podía entonces arrancarme estas palabras ahogadas por mis lágrimas: «¡El Hombre de Arena! ¡El Hombre de Arena!» Corría al dormitorio y aquella terrible aparición me atormentaba durante toda la noche.
Yo tenía ya la edad suficiente como para pensar que la historia del Hombre de Arena y sus hijos en el nido de la luna creciente, según la contaba la vieja criada, no era del todo exacta; sin embargo, el Hombre de Arena siguió siendo para mí un espectro amenazador. El terror se apoderaba de mí cuando lo oía subir al despacho de mi padre. Algunas veces duraba su ausencia largo tiempo; luego, sus visitas volvían a ser frecuentes; aquello duró varios años. No podía acostumbrarme a tan extraña aparición, y la sombría figura de aquel desconocido no palidecía en mi pensamiento. Su relación con mi padre ocupaba cada vez más mi imaginación, la idea de preguntarle a él me sumía en un insuperable temor, y el deseo de indagar el misterio, de ver al legendario Hombre de Arena, aumentaba en mí con los años. El Hombre de Arena me había deslizado en el mundo de lo fantástico, donde el espíritu infantil se introduce tan fácilmente. Nada me complacía tanto como leer o escuchar horribles historias de genios, brujas y duendes; pero, por encima de todas las escalofriantes apariciones, prefería la del Hombre de Arena que dibujaba con tiza y carbón en las mesas, en los armarios y en las paredes bajo las formas más espantosas. Cuando cumplí diez años, mi madre me asignó una habitación para mí solo, en el corredor, no lejos de la de mi padre. Como siempre, al sonar las nueve el desconocido se hacía oír, y había que retirarse. Desde mi habitación lo oía entrar en el despacho de mi padre, y poco después me parecía que un imperceptible vapor se extendía por toda la casa. La curiosidad por ver al Hombre de Arena de la forma que fuese crecía en mí cada vez más. Alguna vez abrí mi puerta, cuando mi padre ya se había ido, y me deslicé en el corredor; pero no pude oír nada, pues siempre habían cerrado ya la puerta cuando alcanzaba la posición adecuada para poder verle. Finalmente, empujado por un deseo irresistible, decidí esconderme en el gabinete de mi padre, y esperar allí mismo al Hombre de Arena.
Por el semblante taciturno de mi padre y por la tristeza de mi madre supe una noche que vendría el Hombre de Arena. Pretexté un enorme cansancio y abandonando la sala antes de las nueve fui a esconderme detrás de la puerta. La puerta de la calle crujió en sus goznes y lentos pasos, tardos y amenazadores, retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras. Mi madre y los niños pasaron apresuradamente ante mí. Abrí despacio, muy despacio, la puerta del gabinete de mi padre. Estaba sentado como de costumbre, en silencio y de espaldas a la puerta. No me vio, y corrí a esconderme detrás de una cortina que tapaba un armario en el que estaban colgados sus trajes. Después los pasos se oyeron cada vez más cerca, alguien tosía, resoplaba y murmuraba de forma singular. El corazón me latía de miedo y expectación. Muy cerca de la puerta, un paso sonoro, un golpe violento en el picaporte, los goznes giran ruidosamente. Adelanto a mi pesar la cabeza con precaución, el Hombre de Arena está en medio de la habitación ¡el resplandor de las velas ilumina su rostro! ¡El Hombre de Arena, el terrible Hombre de Arena, es el viejo abogado Coppelius que a veces se sienta a nuestra mesa! Pero el más horrible de los rostros no me hubiera causado más espanto que el de aquel Coppelius. Imagínate un hombre de anchos hombros con una enorme cabeza deforme, una tez mate, cejas grises y espesas bajo las que brillan dos ojos verdes como los de los gatos y una nariz gigantesca que desciende bruscamente sobre sus gruesos labios. Su boca torcida se encorva aún más con su burlona sonrisa; en sus mejillas dos manchas rojas y unos acentos a la vez sordos y silbantes se escapan de entre sus dientes irregulares. Coppelius aparecía siempre con un traje color ceniza, de una hechura pasada de moda, chaqueta y pantalones del mismo color, medias negras y zapatos con hebillas de estrás. Su corta peluca, que apenas cubría su cuello, terminaba en dos bucles pegados que soportaban sus grandes orejas, de un rojo vivo, e iba a perderse en un amplio tafetán negro que se desplegaba aquí y allá en su espalda y dejaba ver el broche de plata que sujetaba su lazo. Aquella cara ofrecía un aspecto horrible y repugnante, pero lo que más nos chocaba a nosotros, niños, eran aquellas grandes manos velludas y huesudas; cuando él las dirigía hacia algún objeto, nos guardábamos de tocarlo. Él se había dado cuenta de esto y se complacía en tocar los pasteles o las frutas confitadas que nuestra madre había puesto sigilosamente en nuestros platos; entonces él gozaba viendo nuestros ojos llenos de lágrimas al no poder ya saborear por asco y repulsión las golosinas que él había rozado. Lo mismo hacía los días de fiesta, cuando nuestro padre nos servía un vasito de vino dulce. Entonces se apresuraba a coger el vaso y lo acercaba a sus labios azulados, y reía diabólicamente viendo cómo sólo podíamos exteriorizar nuestra rabia con leves sollozos. Acostumbraba a llamarnos los animalitos; en presencia suya no nos estaba permitido decir una sola palabra y maldecíamos con toda nuestra alma a aquel personaje odioso, a aquel enemigo que envenenaba deliberadamente nuestra más pequeña alegría. Mi madre parecía odiar tanto como nosotros al repugnante Coppelius, pues, desde el instante en que aparecía, su dulce alegría y su despreocupada forma de ser se tornaban en una triste y sombría gravedad. Nuestro padre se comportaba con Coppelius como si éste perteneciera a un rango superior y hubiera que soportar sus desaires con buen ánimo. Nunca dejaba de ofrecerle sus platos favoritos y descorchaba en su honor vinos de reserva.
Al ver entonces a Coppelius me di cuenta de que ningún otro podía haber sido el Hombre de Arena; pero el Hombre de Arena ya no era para mí aquel ogro del cuento de la niñera que se lleva a los niños a la luna, al nido de sus hijos con pico de lechuza. No. Era una odiosa y fantasmagórica criatura que dondequiera que se presentase traía tormento y necesidad, causando un mal durable, eterno.
Yo estaba como embrujado, con la cabeza entre las cortinas, a riesgo de ser descubierto y cruelmente castigado. Mi padre recibió alegremente a Coppelius.
—¡Vamos! ¡al trabajo! —exclamó el otro con voz sorda quitándose la levita.
Mi padre, con aire sombrío, se quitó la bata y los dos se pusieron unas túnicas negras. Mi padre abrió la puerta de un armario empotrado que ocultaba un profundo nicho donde había un horno. Coppelius se acercó, y del hogar se elevó una llama azul. Una gran cantidad de extrañas herramientas se iluminaron con aquella claridad. Pero, ¡Dios mío, qué extraña metamorfosis se había operado en los rasgos de mi anciano padre! Un dolor violento y terrible parecía haber cambiado la expresión honesta y leal de su fisonomía, que se había contraído de forma satánica. ¡Se parecía a Coppelius! Éste manejaba unas pinzas incandescentes y atizaba los carbones ardientes del hogar. Creí ver a su alrededor figuras humanas, pero sin ojos. En su lugar había cavidades negras, profundas, horribles.
—¡Ojos, ojos! —gritaba Coppelius con voz sorda, amenazadora.
Grité y caí al suelo, violentamente abatido por el miedo. Entonces Coppelius me cogió.
—¡Pequeña bestia! ¡Pequeña bestia! —dijo haciendo crujir los dientes de un modo espantoso. Diciendo esto me arrojó al horno, cuya llama prendía ya mis cabellos.
—Ahora —exclamó— ya tenemos ojos, ¡ojos! ¡un hermoso par de ojos de niño! —Y con sus manos cogió del hogar un puñado de carbones ardientes que se disponía a arrojar a mis ojos, cuando mi padre, con las manos juntas, le imploró:
—¡Maestro! ¡Maestro! ¡Deja los ojos a mi Nataniel! ¡Déjaselos!
Coppelius se echó a reír de forma estrepitosa.
—Que el niño conserve sus ojos para que éstos realicen su trabajo en el mundo; pero, puesto que está aquí, observemos atentamente el mecanismo de sus pies y de sus manos.
Sus dedos apretaron todas las articulaciones de mis miembros, que crujieron, y me retorció las manos y los pies de una forma y de otra.
—¡Esto no está del todo bien! ¡Tan bien como estaba! ¡El viejo lo ha entendido perfectamente!
Coppelius murmuraba esto mientras me retorcía; pero pronto todo se volvió oscuro y confuso a mi alrededor; un dolor nervioso agitó todo mi ser; no sentí nada más. Un vapor dulce y cálido se derramó sobre mi rostro; desperté como del sueño de la muerte. Mi madre estaba inclinada sobre mí.
—¿Está aquí el Hombre de Arena? —balbucí.
—No, mi niño, está muy lejos; se fue hace mucho, no te hará daño.
Así decía mi madre, y me besaba estrechando contra su corazón al niño querido que le era devuelto.
¿Para qué cansarte por más tiempo con estas historias, querido Lotario? Fui descubierto y cruelmente maltratado por Coppelius. La ansiedad y el miedo me causaron una ardiente fiebre que padecí durante algunas semanas; «¿Está aún aquí el Hombre de Arena?» Éstas fueron las primeras palabras de mi salvación y el primer signo de mi curación. Sólo me queda contarte el instante más horrible de mi infancia; después te habrás convencido de que no hay que acusar a mis ojos de que todo me parezca sin color en la vida; pues un sombrío destino ha levantado una densa nube ante todos los objetos, y sólo mi muerte podrá disiparla.
Coppelius no volvió a aparecer, se dijo que había abandonado la ciudad.
Había transcurrido un año, y cierta noche, según la antigua e invariable costumbre, estábamos sentados en la mesa redonda. Nuestro padre estaba muy alegre y nos contaba historias divertidas que le habían sucedido en los viajes de su juventud. En el momento en que el reloj daba las nueve oímos sonar los goznes de la puerta de la casa, y unos graves pasos retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras.
—¡Es Coppelius! —dijo mi madre palideciendo.
—Sí, es Coppelius —repitió mi padre con voz entrecortada.
Las lágrimas asomaron a los ojos de mi madre:
—¡Padre! ¿es preciso?
—Por última vez —respondió—. Viene por última vez, te lo juro. Ve con los niños. Buenas noches.
Yo estaba petrificado, me faltaba el aire. Mi madre, viéndome inmóvil, me cogió del brazo.
—Ven, Nataniel —me dijo—. Me dejé llevar a mi habitación—. Estate tranquilo y acuéstate. ¡Duerme! —me dijo al irse. Pero un terror invencible me agitaba y no pude cerrar los ojos. El horrible, el odioso Coppelius estaba ante mí, con sus ojos destellantes, sonriéndome hipócrita, e intentaba alejar su imagen. Era cerca de media noche cuando se oyó un golpe violento, como la detonación de un arma de fuego. La casa entera se tambaleó, alguien pasó corriendo por delante de mi cuarto y la puerta de la calle se cerró estrepitosamente de un porrazo.
—¡Es Coppelius! —grité fuera de mí, y salté de la cama. Oí gemidos; corrí a la habitación de mi padre, la puerta estaba abierta, se respiraba un humo asfixiante, y una criada gritaba:
—¡El señor! El señor!
Delante del horno encendido, en el suelo, yacía mi padre muerto, con la cara destrozada. Mis hermanas, de rodillas a su alrededor, clamaban y gemían. Mi madre había caído inmóvil junto a su marido.
—¡Coppelius, monstruo infame! ¡Has asesinado a mi padre! —grité. Y caí sin sentido. Dos días más tarde, cuando colocaron su cuerpo en el ataúd, sus rasgos habían vuelto a ser serenos y dulces como lo fueron durante toda su vida. Aquella imagen mitigó mi dolor, pensé que su alianza con el infernal Coppelius no lo había llevado a la condenación eterna.
La explosión había despertado a los vecinos, el suceso causó sensación, y las autoridades, que tuvieron conocimiento del mismo, requirieron la presencia de Coppelius. Pero había desaparecido de la ciudad sin dejar rastro.
Si te dijera, querido amigo, que el vendedor de barómetros no era otro sino el miserable Coppelius, comprenderías el horror que me produjo tan desgraciada y enemiga aparición. Llevaba otro traje, pero los rasgos de Coppelius están demasiado profundamente marcados en mi alma como para poder equivocarme. Además, Coppelius ni siquiera ha cambiado de nombre. Se hace pasar aquí —según tengo oído—, por un mecánico piamontés llamado Giuseppe Coppola.
Estoy decidido a vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase. No digas nada a mi madre de este encuentro cruel. Saluda a la encantadora Clara; le escribiré con una mayor presencia de ánimo.
Queda con Dios, etcétera.
Clara a Nataniel
Es cierto que hace mucho que no me has escrito pero creo, sin embargo, que me llevas en tu alma y en tus pensamientos; pues pensabas vivamente en mí cuando, queriendo enviar tu última carta a mi hermano Lotario, la suscribiste a mi nombre. La abrí con alegría y sólo me di cuenta de mi error al ver estas palabras: «¡Ay, mi querido Lotario!» Sin duda no debería haber seguido leyendo y debí entregar la carta a mi hermano. Alguna vez me has reprochado entre risas el que yo tuviera un espíritu tan apacible y tranquilo que si la casa se derrumbara, antes que huir, colocaría en su sitio una cortina mal puesta; pero apenas podía respirar y todo daba vueltas ante mis ojos, mi querido Nataniel, al saber la infortunada causa que ha turbado tu vida. Separación eterna, no verte nunca más, este presentimiento me atravesaba como un puñal ardiente. Leí y volví a leer. Tu descripción del repugnante Coppelius es horrible. Así he sabido la forma cruel en que murió tu anciano y venerable padre. Mi hermano, a quien remití lo que le pertenecía, intentó tranquilizarme, sin conseguirlo. El fatal vendedor de barómetros Giuseppe Coppola me perseguía, y casi me avergüenza confesar que ha turbado, con terribles imágenes, mi sueño siempre profundo y tranquilo. Pero de pronto, desde la mañana siguiente, todo me parece distinto. No estés enfadado conmigo, amor mío, si Lotario te dice que a pesar de tus funestos presentimientos sobre Coppelius no se altera mi serenidad en absoluto. Te diré sinceramente lo que pienso. Las cosas terribles de que hablas tienen su origen dentro de ti mismo, el mundo exterior y real tiene poco que ver. El viejo Coppelius sin duda era repelente, pero, como odiaba a los niños, esto producía en ustedes, niños, verdadero horror hacia él.
El Hombre de Arena de la niñera se asoció en tu imaginación infantil al viejo Coppelius quien, sin que te dieras cuenta, permaneció en ti como un fantasma de tus primeros años. Sus entrevistas nocturnas con tu padre no tenían otro objeto que realizar experimentos de alquimia, cosa que afligía a tu madre pues posiblemente costaba mucho dinero; y aquella ocupación, además de llenar a su esposo de una engañosa esperanza de sabiduría, lo apartaba del cuidado de su familia. Tu padre sin duda causó su muerte por imprudencia suya, y Coppelius no es culpable. ¿Creerías que ayer pregunté a un viejo vecino boticario si los experimentos químicos podían causar explosiones mortales? Asintió describiéndome largamente a su manera cómo se hacían tales cosas, citándome gran número de palabras extrañas que no he podido retener en mi memoria. Ahora vas a enfadarte con tu Clara; dices: «en su frío espíritu no entra ni un solo rayo misterioso de los que tantas veces abrazan al hombre con sus alas invisibles; ella percibe tan sólo la superficie coloreada del mundo y se alegra como un niño a la vista de frutas cuya dorada cáscara esconde un mortal veneno.»
¡Ah, mi bienamado Nataniel! ¿Acaso no piensas que el sentimiento de un poder enemigo que se agita de manera funesta sobre nuestro ser, no puede penetrar en las almas sonrientes y serenas? Perdóname si yo, una simple jovencita, intento expresar lo que siento ante la idea de una lucha semejante. Quizá no encuentro las palabras adecuadas y tú te ríes, no de mis pensamientos, sino de mi torpeza para expresarlos. Si realmente existe un poder oculto que tan traidoramente hunde sus garras en nuestro interior para cogernos y arrastrarnos a un camino peligroso que habríamos evitado, si tal fuerza existe, debe doblegarse ante nosotros mismos, pues sólo así ganará nuestra confianza y un lugar en nuestro corazón, lugar que necesita para realizar su obra. Si tenemos la suficiente firmeza, el valor necesario para reconocer el camino hacia el que deben conducirnos nuestra vocación y nuestras inclinaciones, para caminar con paso tranquilo, nuestro enemigo interior perecerá en los vanos esfuerzos que haga por ilusionarnos. También es cierto, añade Lotario, que la tenebrosa presencia a la que nos entregamos crea con frecuencia en nosotros imágenes tan atrayentes que nosotros mismos producimos el engaño que nos consume. Es el fantasma de nuestro propio Yo cuya influencia mueve nuestra alma y nos sumerge en el infierno o nos conduce al cielo. ¡Te das cuenta, querido Nataniel! Mi hermano y yo hemos hablado de oscuras fuerzas y poderes que a mí, después de haber escrito, no sin esfuerzo, lo más importante, se me aparecen sosegadas, profundas. Las últimas palabras de Lotario no las entiendo del todo bien, sólo intuyo lo que piensa; sin embargo, me parece rigurosamente cierto. Te lo suplico, aparta de tu pensamiento al odioso abogado Coppelius y al vendedor de barómetros Coppola. Convéncete de que esas extrañas figuras no tienen influencia sobre ti. Sólo la creencia en su poder enemigo las vuelve enemigas. Si cada línea de tu carta no expresara la profunda exaltación de tu espíritu, si el estado de tu alma no afligiera mi corazón, podría bromear sobre tu Hombre de Arena y tu abogado alquimista. ¡Alégrate! Me he prometido estar a tu lado como un ángel guardián y arrojar al odioso Coppola de una loca carcajada si viniera a turbar tu sueño. No le temo en absoluto, ni a él ni a sus horribles manos que no podrían estropearme las golosinas ni arrojarme arena a los ojos.
Hasta siempre, mi bienamado Nataniel, etcétera.
Nataniel a Lotario
Me resulta muy penoso el que Clara, por un error que causó mi negligencia, haya roto el sello de mi carta y la haya leído. Me ha escrito una epístola llena de una profunda filosofía, según la cual me demuestra explícitamente que Coppelius y Coppola sólo existen en mi interior y que se trata de fantasmas de mi Yo que se verán reducidos a polvo en cuanto los reconozca como tales. Uno jamás podría imaginar que el espíritu que brilla en sus claros y estremecedores ojos, como un delicioso sueño, sea tan inteligente y pueda razonar de una forma tan metódica. Se apoya en tu autoridad. ¡Han hablado de mí los dos juntos! Le has dado un curso de lógica para que pueda ver las cosas con claridad y razonadamente. ¡Déjalo! Además, es cierto que el vendedor de barómetros Coppola no es el viejo abogado Coppelius. Asisto a las clases de un profesor de física de origen italiano que acaba de llegar a la ciudad, un célebre naturalista llamado Spalanzani. Conoce a Coppola desde hace muchos años y, por otra parte, es fácil observar su acento piamontés. Coppelius era alemán, pero no un alemán honesto. Aun así, no estoy del todo tranquilo. Tú y Clara pueden seguir considerándome un sombrío soñador, pero no puedo apartar de mí la impresión que Coppola y su espantoso rostro causaron en mí. Estoy contento de que haya abandonado la ciudad, según dice Spalanzani. Este profesor es un personaje singular, un hombre rechoncho, de pómulos salientes, nariz puntiaguda y ojos pequeños y penetrantes. Te lo podrías imaginar mejor que con mi descripción mirando el retrato de Cagliostro realizado por Chodowiecki y que aparece en cualquier calendario berlinés; así es Spalanzani. Hace unos días, subiendo a su apartamento, observé que una cortina que habitualmente cubre una puerta de cristal estaba un poco separada. Ignoro yo mismo cómo me encontré mirando a través del cristal. Una mujer alta, muy delgada, de armoniosa silueta, magníficamente vestida, estaba sentada con sus manos apoyadas en una mesa pequeña. Estaba situada frente a la puerta, y de este modo pude contemplar su rostro arrebatador. Pareció no darse cuenta de que la miraba, y sus ojos estaban fijos, parecían no ver; era como si durmiera con los ojos abiertos. Me sentí tan mal que corrí a meterme en el salón de actos que está justo al lado. Más tarde supe que la persona que había visto era la hija de Spalanzani, llamada Olimpia, a la que éste guarda con celo, de forma que nadie puede acercarse a ella. Esta medida debe ocultar algún misterio, y Olimpia tiene sin duda alguna tara. Pero, ¿por qué te escribo estas cosas? Podría contártelas personalmente. Debes saber que dentro de dos semanas estaré con ustedes. Tengo que ver a mi ángel, a mi Clara. Entonces podrá borrarse la impresión que se apoderó de mí (lo confieso) al leer su carta tan fatal y razonable. Por eso no le escribo hoy.
Mil abrazos, etcétera.
Nadie podría imaginar algo tan extraño y maravilloso como lo que le sucedió a mi pobre amigo, el joven estudiante Nataniel, y que voy a referirte, lector. ¿Acaso no has sentido alguna vez tu interior lleno de extraños pensamientos? ¿Quién no ha sentido latir su sangre en las venas y un rojo ardiente en las mejillas? Las miradas parecen buscar entonces imágenes fantásticas e invisibles en el espacio y las palabras se exhalan entrecortadas. En vano los amigos te rodean y te preguntan qué te sucede. Y tú querrías pintar con sus brillantes colores, sus sombras y sus luces destellantes, las vaporosas figuras que percibes, y te esfuerzas inútilmente en encontrar palabras para expresar tu pensamiento. Querrías reproducir con una sola palabra todo cuanto estas apariciones tienen de maravilloso, de magnífico, de sombrío horror y de alegría inaudita, para sacudir a los amigos como con una descarga eléctrica, pero toda palabra, cada frase, te parece descolorida, glacial, sin vida. Buscas y rebuscas, y balbuces y murmuras, y las tímidas preguntas de tus amigos vienen a golpear, como el soplo del viento, tu ardiente imaginación hasta acabar apagándola. Pero si tú, como un hábil pintor, trazas un rápido esbozo de tales imágenes interiores, del mismo modo puedes también animar con poco esfuerzo los colores y hacerlos cada vez más brillantes, y las diversas figuras fascinan a los amigos que te ven en medio del mundo que tu alma ha creado. Debo confesar que, a mí, querido lector, nadie me ha preguntado por la historia del joven Nataniel; pero tú sabes que yo pertenezco a esa clase de autores que cuando se encuentra en el estado de ánimo que acabo de describir se imagina que cuantos lo rodean, e incluso el mundo entero, le preguntan, «¿qué te pasa? ¡cuéntanos!» Así, una fuerza poderosa me obliga a hablarte del fatal destino de Nataniel. Su vida singular me impresionaba, y por esta razón me atormentaba la idea de comenzar su historia de una manera significativa, original. «Érase una vez…» bonito principio, para aburrir a todo el mundo. «En la pequeña ciudad de S…., vivía…» algo mejor, si se tiene en cuenta que prepara ya el desenlace. O bien entrar in medias res: «—¡Váyase al diablo! —exclamó colérico con los ojos llenos de furia y de espanto el estudiante Nataniel cuando el vendedor de barómetros Giuseppe Coppola… » Así había empezado ya a escribir cuando creí ver algo de burla en la enfurecida mirada de Nataniel, aunque la historia no es en absoluto divertida. No me vino a la mente ninguna frase que reflejara el estallido de colores de la imagen que brillaba en mi interior. Decidí entonces no empezar. Toma, querido lector, las tres cartas que mi amigo Lotario me invitó a compartir como el esbozo del cuadro que me esforzaré, en el curso de la narración, en animar cada vez con más colorido, lo mejor que pueda. Quizá consiga, como un buen retratista, dar a algún personaje un toque expresivo de manera que al verlo lo encuentres parecido al original, aun sin conocerlo, y te parecerá verlo en persona. Quizá creerás, lector, que no hay nada tan maravilloso y fantástico como la vida real, y que el poeta se limita a recoger un pálido brillo, como en un espejo sin pulir.
Para que desde el principio quede claro lo que es necesario saber, hay que añadir como aclaración a las cartas que, inmediatamente después de la muerte del padre de Nataniel, Clara y Lotario, hijos de un pariente lejano también recientemente fallecido, fueron recogidos por la madre de aquél. Clara y Nataniel sintieron una fuerte inclinación mutua, contra la que nadie tuvo nada que oponer. Estaban, pues, prometidos cuando Nataniel abandonó la ciudad para proseguir sus estudios en G. Aquí se encuentra mientras escribe su última carta y asiste al curso del célebre profesor de física Spalanzani.
Ahora podría continuar mi relato tranquilamente, pero la imagen de Clara se presenta ante mis ojos tan llena de vida que no puedo apartarla de mí, como me pasaba siempre que me miraba dulcemente.
No podía decirse que Clara fuese bella, esto pensaban al menos los entendidos en belleza. Sin embargo, los arquitectos elogiaban la pureza de las líneas de su talle; los pintores decían que su nuca, sus hombros y su seno eran tal vez demasiado castos, pero todos amaban su maravillosa cabellera que recordaba a la de la Magdalena y coincidían en el color de su tez, digno de un Battoni. Uno de ellos, un auténtico extravagante, comparaba sus ojos a un lago de Ruisdael, donde se reflejan el azul del cielo, el colorido del bosque y las flores del campo, la vida apacible. Poetas y virtuosos iban más lejos y decían:
—¡Cómo hablan de lagos y de espejos! No podemos contemplar a esta muchacha sin que su mirada haga brotar de nuestra alma cantos y armonías celestes que nos sobrecogen y nos animan. ¿Acaso no cantamos nosotros también, y alguna vez hasta creemos leer en la tenue sonrisa de Clara que es como un cántico, no obstante algunos tonos disonantes?
Así era. Clara poseía la imaginación alegre y vivaz de un niño inocente, un alma de mujer tierna y delicada, y una inteligencia penetrante y lúcida. Los espíritus ligeros y presuntuosos no tenían nada que hacer a su lado, pues ella, sin muchas palabras, conforme a su temperamento silencioso, parecía decirles con su mirada transparente y su sonrisa irónica: «Queridos amigos, ¿pretenden que mire sus tristes sombras como auténticas figuras animadas y con vida?» Por esta razón Clara fue acusada por muchos de ser fría, prosaica e insensible. Pero otros, que veían la vida con más claridad, amaban fervorosamente a esta joven y encantadora muchacha; pero nadie tanto como Nataniel, quien se dedicaba a las ciencias y a las artes con pasión. Clara le correspondía con toda su alma. Las primeras nubes de tristeza pasaron por su vida cuando se separó de ella. ¡Con cuánta alegría se arrojó en sus brazos cuando él, al volver a su ciudad natal, entró en casa de su madre, como había anunciado en su última carta a Lotario! Sucedió entonces lo que Nataniel había imaginado; en el momento en que volvió a ver a Clara desapareció la imagen del abogado Coppelius y la fatal y razonable carta de Clara, que tanto lo había contrariado.
Sin embargo, Nataniel tenía razón cuando escribía a su amigo Lotario que su encuentro con el repugnante vendedor de barómetros había ejercido una funesta influencia en su vida. Todos sintieron desde los primeros días de su estancia que Nataniel había cambiado su forma de ser. Se hundía en sombrías ensoñaciones y se comportaba de un modo extraño, no habitual en él. La vida era sólo sueños y presentimientos; hablaba siempre de cómo los hombres, creyéndose libres, son sólo juguete de oscuros poderes, y humildemente deben conformarse con lo que el destino les depara. Aún iba más lejos, y afirmaba que era una locura creer que el arte y las ciencias pueden ser creados a nuestro antojo, puesto que la exaltación necesaria para crear no proviene de nuestro interior sino de una fuerza exterior de la que no somos dueños.
Clara no estaba de acuerdo con esos delirios místicos pero era inútil refutarlos. Sólo cuando Nataniel afirmaba que Coppelius era el principio maligno que se había apoderado de él en el momento en que se escondió tras la cortina para observarlo, y que aquel demonio enemigo turbaría su dichoso amor, Clara decía seriamente:
—Sí, Nataniel, tienes razón, Coppelius es un principio maligno y enemigo, puede actuar de forma espantosa, como una fuerza diabólica que se introduce visiblemente en tu vida, pero sólo si no lo destierras de tu pensamiento y de tu alma. Mientras tú creas en él, existirá; su poder está en tu credulidad.
Nataniel, irritado al ver que Clara sólo admitía la existencia del demonio en su interior, quiso probársela por medio de doctrinas místicas de demonios y fuerzas oscuras, pero Clara interrumpió la discusión con una frase indiferente, con gran disgusto de Nataniel. Pensó entonces que las almas frías encerraban estos profundos misterios sin saberlo, y que Clara pertenecía a esta naturaleza secundaria, por lo cual decidió hacer todo lo posible para iniciarla en tales secretos. Al día siguiente, mientras Clara preparaba el desayuno, fue a su lado y empezó a leer diversos pasajes de libros místicos, hasta que Clara dijo:
—Pero, mi querido Nataniel, ¿y si yo te considerase a ti como el principio diabólico que actúa contra mi café? Porque, si me pasara el día escuchándote mientras lees y mirándote a los ojos como tú quieres, el café herviría en el fuego y no desayunaríais ninguno.
Nataniel cerró el libro de golpe y se dirigió malhumorado a su habitación. En otro tiempo había escrito cuentos agradables y animados que Clara escuchaba con indescriptible placer, pero ahora sus composiciones eran sombrías, incomprensibles, vagas, y podía sentir en el indulgente silencio de Clara que no eran de su gusto. Nada era peor para Clara que el aburrimiento; su mirada y sus palabras dejaban ver que el sueño se apoderaba de ella. Las obras de Nataniel eran de hecho muy aburridas. Su disgusto por el frío y prosaico carácter de Clara fue en aumento, y Clara no podía vencer el mal humor que le producía el sombrío y aburrido misticismo de Nataniel; y así, sus almas se fueron alejando una de otra, sin que se dieran cuenta.
La imagen del odioso Coppelius, como el mismo Nataniel podía reconocer, cada vez era más pálida en su fantasía, y hasta le costaba a menudo un esfuerzo darle vida y color en sus poemas, donde aparecía como un horrible espantajo del destino. Finalmente, el atormentado presentimiento de que Coppelius destruiría su amor le inspiró el tema de una de sus composiciones. Se describía a él mismo y a Clara unidos por un amor fiel, pero de vez en cuando una mano amenazadora aparecía en su vida y les arrebataba la alegría. Cuando por fin se encontraban ante el altar aparecía el horrible Coppelius que tocaba los maravillosos ojos de Clara; éstos saltaban al pecho de Nataniel como chispas sangrientas encendidas y ardientes, luego Coppelius se apoderaba de él, lo arrojaba a un círculo de fuego que giraba con la velocidad de la tormenta y lo arrastraba en medio de sordos bramidos, de un rugido como cuando el huracán azota la espuma de las olas en el mar, que se alzan, como negros gigantes de cabeza blanca, en furiosa lucha. En medio de aquel salvaje bramido oyó la voz de Clara:
—¿No puedes mirarme? Coppelius te ha engañado, no eran mis ojos los que ardían en tu pecho, eran ardientes gotas de sangre de tu propio corazón… yo tengo mis ojos, ¡mírame!
Nataniel piensa: “Es Clara, y yo soy eternamente suyo”. Es como si dominase el círculo de fuego donde se encuentra, y el sordo estruendo desaparece en un negro abismo. Nataniel mira los ojos de Clara, pero es la muerte la que lo contempla amigablemente con los ojos de Clara.
Mientras Nataniel escribía este poema estaba muy tranquilo y reflexivo, limaba y perfeccionaba cada línea, y volcado por completo en la rima, no descansaba hasta conseguir que todo fuera puro y armonioso. Cuando terminó y leyó el poema en voz alta, el horror se apoderó de él y exclamó espantado:
—¿De quién es esa horrible voz?
Enseguida le pareció, sin embargo, que había escrito un poema excelente, y que podría inflamar el frío ánimo de Clara, sin darse cuenta de que así conseguiría sobresaltarla con terribles imágenes que presagiaban un destino fatal que destruiría su amor.
Nataniel y Clara se hallaban sentados en el pequeño jardín de su madre. Clara estaba muy alegre porque Nataniel, desde hacía tres días durante los cuales había trabajado en el poema, no la había atormentado con sus sueños y presentimientos. También Nataniel hablaba con entusiasmo y alegría de cosas divertidas, de modo que Clara dijo:
—Ahora vuelvo a tenerte, ¿ves cómo hemos desterrado al odioso Coppelius?
Nataniel entonces se acordó de que llevaba el poema en el bolsillo y de que deseaba leérselo. Sacó las hojas y comenzó su lectura.
Clara, esperando algo aburrido como de costumbre, y resignándose, empezó a hacer punto. Pero, del mismo modo que se van levantando los negros y cada vez más sombríos nubarrones, dejó caer su labor y miró fijamente a Nataniel a los ojos. Éste seguía su lectura fascinado, con las mejillas encendidas y los ojos llenos de lágrimas. Cuando terminó suspiró profundamente abatido, cogió la mano de Clara y sollozando exclamó desconsolado:
—¡Ah, Clara, Clara! —Clara lo estrechó contra su pecho y le dijo dulcemente pero seria:
—Nataniel, querido Nataniel, ¡arroja al fuego esa loca y absurda historia!
Nataniel se levantó indignado y exclamó apartándose de Clara:
—Eres un autómata inanimado y maldito —y se alejó corriendo.
Clara se echó a llorar amargamente, y decía entre sollozos:
—Nunca me ha amado, pues no me comprende.
Lotario apareció en el cenador y Clara tuvo que contarle lo que había sucedido; como amaba a su hermana con toda su alma, cada una de sus quejas caía como una chispa en su interior de tal modo que el disgusto que llevaba en su corazón desde hacía tiempo contra el visionario Nataniel se transformó en una cólera terrible. Corrió tras él y le reprochó con tan duras palabras su loca conducta para con su querida hermana, que el fogoso Nataniel contestó de igual manera. Los insultos de fatuo, insensato y loco, fueron contestados por los de desgraciado y vulgar. El duelo era inevitable. Decidieron batirse a la mañana siguiente detrás del jardín y conforme a las reglas académicas, con afilados floretes. Se separaron sombríos y silenciosos. Clara había oído la violenta discusión, y al ver que el padrino traía los floretes al atardecer, presintió lo que iba a ocurrir.
Llegados al lugar del desafío se quitaron las levitas en medio de un hondo silencio, e iban a abalanzarse uno sobre otro con los ojos relampagueantes de ardor sangriento cuando apareció Clara en la puerta del jardín. Separándolos, exclamó entre sollozos:
—¡Locos, salvajes, tendrán que matarme a mí antes que uno de ustedes caiga! ¿Cómo podría seguir viviendo en este mundo si mi amado matara a mi hermano o mi hermano a mi amado?
Lotario dejó caer el arma y bajó los ojos en silencio; pero Nataniel sintió renacer dentro de sí toda la fuerza de su amor hacia Clara de la misma manera que lo había sentido en los hermosos días de la juventud. El arma homicida cayó de sus manos y se arrojó a los pies de Clara diciendo:
—¿Podrás perdonarme alguna vez tú, mi querida Clara, mi único amor? ¿Podrás perdonarme, querido hermano Lotario?
Lotario se conmovió al ver el profundo dolor de su amigo. Derramando abundantes lágrimas se abrazaron los tres y se juraron permanecer unidos por el amor y la fidelidad.
A Nataniel le pareció haberse librado de una pesada carga que lo oprimía, como si se hubiera liberado de un oscuro poder que amenazaba todo su ser. Permaneció aún durante tres felices días junto a sus bienamados hasta que regresó a G., donde debía permanecer un año más antes de volver para siempre a su ciudad natal.
A la madre de Nataniel se le ocultó todo lo referente a Coppelius, pues sabían que no podía pensar sin horror en aquel hombre a quien, al igual que Nataniel, culpaba de la muerte de su esposo.
¡Cuál no sería la sorpresa de Nataniel cuando, al llegar a su casa en G., vio que ésta había ardido entera, y que sólo quedaban de ella los muros y un montón de escombros! El fuego había comenzado en el laboratorio del químico, situado en el piso bajo. Varios amigos que vivían cerca de la casa incendiada habían conseguido entrar valientemente en la habitación de Nataniel, situada en el último piso, y salvar sus libros, manuscritos e instrumentos, que trasladaron a otra casa donde alquilaron una habitación en la que Nataniel se instaló. No se dio cuenta al principio de que el profesor Spalanzani vivía enfrente, y no llamó especialmente su atención observar que desde su ventana podía ver el interior de la habitación donde Olimpia estaba sentada a solas. Podía reconocer su silueta claramente, aunque los rasgos de su cara continuaban borrosos. Pero acabó por extrañarse de que Olimpia permaneciera en la misma posición, igual que la había descubierto la primera vez a través de la puerta de cristal, sin ninguna ocupación, sentada junto a la mesita, con la mirada fija, invariablemente dirigida hacia él; tuvo que confesarse que no había visto nunca una belleza como la suya, pero la imagen de Clara seguía instalada en su corazón, y la inmóvil Olimpia le fue indiferente, y sólo de vez en cuando dirigía una mirada furtiva por encima de su libro hacia la hermosa estatua, eso era todo. Un día estaba escribiendo a Clara cuando llamaron suavemente a la puerta. Al abrirla, vio el repugnante rostro de Coppola. Nataniel se estremeció; pero recordando lo que Spalanzani le había dicho de su compatriota Coppola y lo que le había prometido a su amada en relación con el Hombre de Arena, se avergonzó de su miedo infantil y reunió todas sus fuerzas para decir con la mayor tranquilidad posible:
—No compro barómetros, amigo, así que ¡váyase!
Pero Coppola, entrando en la habitación, le dijo con voz ronca, mientras su boca se contraía en una odiosa sonrisa y sus pequeños ojos brillaban bajo unas largas pestañas grises:
—¡Eh, no barómetros, no barómetros! ¡También tengo bellos ojos…, bellos ojos!
Nataniel, espantado, exclamó:
—¡Maldito loco! ¡Cómo puedes tú tener ojos! ¡Ojos!… ¡Ojos!…
Al instante puso Coppola a un lado los barómetros y empezó a sacar del inmenso bolsillo de su levita lentes y gafas que iba dejando sobre la mesa.
—Gafas para poner sobre la nariz. Ésos son mis ojos, ¡bellos ojos! —y, mientras hablaba, seguía sacando más y más gafas, tantas que empezaron a brillar y a lanzar destellos sobre la mesa.
Miles de ojos centelleaban y miraban fijamente a Nataniel, pero él no podía apartar su mirada de la mesa, y Coppola continuaba sacando cada vez más gafas y cada vez eran más terribles las encendidas miradas que disparaban sus rayos sangrientos en el pecho de Nataniel.
Éste, sobrecogido de terror, gritó:
—¡Detente, hombre maldito! —cogiéndolo del brazo en el momento en que Coppola hundía de nuevo su mano en el bolsillo para sacar más lentes, por más que la mesa estuviera ya cubierta de ellas.
Coppola se separó de él suavemente con una sonrisa forzada, diciendo:
—¡Ah, no son para usted, pero aquí tengo bellos prismáticos! —y recogiendo los lentes empezó a sacar del inmenso bolsillo prismáticos de todos los tamaños.
En cuanto todas las gafas estuvieron guardadas Nataniel se tranquilizó, y acordándose de Clara se dio cuenta de que el horrible fantasma sólo estaba en su interior, ya que Coppola era un gran mecánico y óptico, y en modo alguno el doble del maldito Coppelius. Por otra parte, las lentes que Coppola había extendido sobre la mesa no tenían nada de particular, y menos de fantasmagórico, por lo que Nataniel decidió, para reparar su extraño comportamiento, comprarle alguna cosa. Escogió unos pequeños prismáticos muy bien trabajados, y, para probarlos, miró a través de la ventana. Nunca en su vida había utilizado unos prismáticos con los que pudieran verse los objetos con tanta claridad y pureza. Involuntariamente miró hacia la estancia de Spalanzani. Olimpia estaba sentada, como de costumbre, ante la mesita, con los brazos apoyados y las manos cruzadas. Por primera vez podía Nataniel contemplar la belleza de su rostro. Sólo los ojos le parecieron algo fijos, muertos. Sin embargo, a medida que miraba más y más a través de los prismáticos le parecía que los ojos de Olimpia irradiaban húmedos rayos de luna. Creyó que ella veía por primera vez y que sus miradas eran cada vez más vivas y brillantes. Nataniel permanecía como hechizado junto a la ventana, absorto en la contemplación de la belleza celestial de Olimpia…
Un ligero carraspeo lo despertó como de un profundo sueño. Coppola estaba detrás de él:
–Tre Zechini. Tres ducados.
Nataniel, que había olvidado al óptico por completo, se apresuró a pagarle:
—¿No es verdad? ¡Buenos prismáticos, buenos prismáticos! —decía Coppola con su repugnante voz y su odiosa sonrisa.
—Sí, sí —respondió Nataniel contrariado—. Adiós, querido amigo.
Coppola abandonó la habitación, no sin antes lanzar una mirada de reojo sobre Nataniel, que lo oyó reír a carcajadas al bajar la escalera.
—Sin duda —pensó Nataniel— se ríe de mí porque he pagado los prismáticos más caros de lo que valen.
Mientras decía estas palabras en voz baja le pareció oír en la habitación un profundo suspiro que le hizo contener la respiración sobrecogido de espanto. Se dio cuenta de que era él mismo quien había suspirado así. «Clara tenía razón —se dijo a sí mismo— al considerarme un visionario, pero lo absurdo, más que absurdo, es que la idea de haber pagado a Coppola los prismáticos más caros de lo que valen me produzca tal terror, y no encuentro cuál puede ser el motivo.»
Se sentó de nuevo para terminar la carta a Clara, pero una mirada hacia la ventana le hizo ver que Olimpia aún estaba allí sentada, y al instante, empujado por una fuerza irresistible, cogió los prismáticos de Coppola y ya no pudo apartarse de la seductora mirada de Olimpia hasta que vino a buscarlo su amigo Segismundo para asistir a clase del profesor Spalanzani.
A partir de aquel día la cortina de la puerta de cristal estuvo totalmente echada, por lo que no pudo ver a Olimpia, y los dos días siguientes tampoco la encontró en la habitación, si bien apenas se apartó de la ventana mirando a través de los prismáticos. Al tercer día estaba la ventana cerrada. Lleno de desesperación y poseído de delirio y ardiente deseo, salió de la ciudad. La imagen de Olimpia flotaba ante él en el aire, aparecía en cada arbusto y lo miraba con ojos radiantes desde el claro riachuelo. El recuerdo de Clara se había borrado, sólo pensaba en Olimpia y gemía y sollozaba:
—Estrella de mi amor, ¿por qué te has alzado para desaparecer súbitamente y dejarme en una noche oscura y desesperada?
Cuando Nataniel volvió a su casa observó una gran agitación en la de Spalanzani. Las puertas estaban abiertas, y unos hombres metían muebles; las ventanas del primer piso estaban abiertas también, y unas atareadas criadas iban y venían mientras carpinteros y tapiceros daban golpes y martilleaban por toda la casa.
Nataniel, asombrado, se detuvo en mitad de la calle. Segismundo se le acercó sonriente y le dijo:
—¿Qué me dices de nuestro viejo amigo Spalanzani?
Nataniel aseguró que no podía decir nada, puesto que nada sabía de él, y que le sorprendía bastante que aquella casa silenciosa y sombría se viera envuelta en tan gran tumulto y actividad. Segismundo le dijo entonces que al día siguiente daba Spalanzani una gran fiesta con concierto y baile a la que estaba invitada media universidad. Se rumoreaba que Spalanzani iba a presentar por primera vez a su hija Olimpia, que hasta entonces había mantenido oculta, con extremo cuidado, a las miradas de todos. Nataniel encontró una invitación, y, con el corazón palpitante, se encaminó a la hora fijada a casa del profesor, cuando empezaban a llegar los carruajes y resplandecían las luces de los adornados salones. La reunión era numerosa y brillante. Olimpia apareció ricamente vestida, con un gusto exquisito. Todos admiraron la perfección de su rostro y de su talle. La ligera inclinación de sus hombros parecía estar causada por la oprimida esbeltez de su cintura de avispa. Su forma de andar tenía algo de medido y de rígido. Causó mala impresión a muchos, y fue atribuida a la turbación que le causaba tanta gente.
El concierto empezó. Olimpia tocaba el piano con una habilidad extrema, e interpretó un aria con voz tan clara y penetrante que parecía el sonido de una campana de cristal. Nataniel estaba fascinado; se encontraba en una de las últimas filas y el resplandor de los candelabros le impedía apreciar los rasgos de Olimpia. Sin ser visto, sacó los lentes de Coppola y miró a la hermosa Olimpia. ¡Ah!… entonces sintió las miradas anhelantes que ella le dirigía, y que a cada nota le acompañaba una mirada de amor que lo atravesaba ardientemente. Las brillantes notas le parecían a Nataniel el lamento celestial de un corazón enamorado, y cuando finalmente la cadencia del largo trino resonó en la sala, le pareció que un brazo ardiente lo ceñía; extasiado, no pudo contenerse y exclamó en voz alta:
—¡Olimpia!
Todos los ojos se volvieron hacia él. Algunos rieron. El organista de la catedral adoptó un aire sombrío y dijo simplemente:
—Bueno, bueno.
El concierto había terminado y el baile comenzó. «¡Bailar con ella…, bailar con ella!», era ahora su máximo deseo, su máxima aspiración, pero ¿cómo tener el valor de invitarla a ella, la reina de la fiesta?
Sin saber ni él mismo cómo, se encontró junto a Olimpia, a quien nadie había sacado aún; cuando comenzaba el baile, y después de intentar balbucir algunas palabras, tomó su mano. La mano de Olimpia estaba helada y él se sintió atravesado por un frío mortal. La miró fijamente a los ojos, que irradiaban amor y deseo, y al instante le pareció que el pulso empezaba a latir en su fría mano y que una sangre ardiente corría por sus venas. También Nataniel sentía en su interior una ardorosa voluptuosidad. Rodeó la cintura de la hermosa Olimpia y cruzó con ella la multitud de invitados.
Creía haber bailado acompasadamente, pero la rítmica regularidad con que Olimpia bailaba y que algunas veces lo obligaba a detenerse, le hizo observar enseguida que no seguía los compases. No quiso bailar con ninguna otra mujer, y hubiera matado a cualquiera que se hubiese acercado a Olimpia para solicitar un baile. Si Nataniel hubiera sido capaz de ver algo más que a Olimpia, no habría podido evitar alguna pelea, pues murmullos burlones y risas apenas sofocadas se escapaban de entre los grupos de jóvenes, cuyas curiosas miradas se dirigían a Olimpia sin que se pudiera saber por qué.
Excitado por la danza y por el vino, había perdido su natural timidez. Sentado junto a Olimpia y con su mano entre las suyas, le hablaba de su amor exaltado e inspirado con palabras que nadie, ni él ni Olimpia, habría podido comprender. O quizá Olimpia sí, pues lo miraba fijamente a los ojos y de vez en cuando suspiraba:
—¡Ah…, ah…, ah…!
A lo que Nataniel respondía:
—¡Oh, mujer celestial, divina criatura, luz que se nos promete en la otra vida, alma profunda donde todo mi ser se mira…! —y cosas parecidas.
Pero Olimpia suspiraba y contestaba sólo:
—¡Ah…, ah…!
El profesor Spalanzani pasó varias veces junto a los felices enamorados y les sonrió con satisfacción.
Aunque Nataniel se encontraba en un mundo distinto, le pareció como si de pronto oscureciera en casa del profesor Spalanzani. Miró a su alrededor y observó espantado que las dos últimas velas se consumían y estaban a punto de apagarse. Hacía tiempo que el baile y la música habían cesado.
—¡Separarnos, separarnos! —exclamó furioso y desesperado Nataniel. Besó la mano de Olimpia y se inclinó sobre su boca; sus labios ardientes se encontraron con los suyos helados. Se estremeció como cuando tocó por primera vez la fría mano de Olimpia, y la leyenda de la novia muerta le vino de pronto a la memoria; pero al abrazar y besar a Olimpia sus labios parecían cobrar el calor de la vida.
El profesor Spalanzani atravesó lentamente la sala vacía, sus pasos resonaban huecos y su figura, rodeada de sombras vacilantes, ofrecía un aspecto fantasmagórico.
—¿Me amas? ¿Me amas, Olimpia? ¡Sólo una palabra! —murmuraba Nataniel.
Pero Olimpia, levantándose, suspiró sólo:
—¡Ah…, ah…,!
—¡Sí, amada estrella de mi amor! —dijo Nataniel—, ¡tú eres la luz que alumbrará mi alma para siempre!
—¡Ah…, ah…! —replicó Olimpia alejándose.
Nataniel la siguió, y se detuvieron delante del profesor.
—Ya veo que lo ha pasado muy bien con mi hija —dijo éste sonriendo—: así que, si le complace conversar con esta tímida muchacha, su visita será bien recibida.
Nataniel se marchó llevando el cielo en su corazón.
Al día siguiente la fiesta de Spalanzani fue el centro de las conversaciones. A pesar de que el profesor había hecho todo lo posible para que la reunión resultara espléndida, hubo numerosas críticas y se dirigieron especialmente contra la muda y rígida Olimpia, a la que, a pesar de su belleza, consideraron completamente estúpida; se pensó que ésta era la causa por la que Spalanzani la había mantenido tanto tiempo oculta. Nataniel escuchaba estas cosas con rabia, pero callaba; pues pensaba que aquellos miserables no merecían que se les demostrara que era su propia estupidez la que les impedía conocer la belleza del alma de Olimpia.
—Dime, por favor, amigo —le dijo un día Segismundo—, dime, ¿cómo es posible que una persona sensata como tú se haya enamorado del rostro de cera de una muñeca?
Nataniel iba a responder encolerizado, pero se tranquilizó y contestó:
—Dime, Segismundo, ¿cómo es posible que los encantos celestiales de Olimpia hayan pasado inadvertidos a tus clarividentes ojos? Pero agradezco al destino el no tenerte como rival, pues uno de los dos habría tenido que morir a manos del otro.
Segismundo se dio cuenta del estado de su amigo y desvió la conversación diciendo que en amor era muy difícil juzgar, para luego añadir:
—Es muy extraño que la mayoría de nosotros haya juzgado a Olimpia del mismo modo. Nos ha parecido —no te enfades, amigo— algo rígida y sin alma. Su talle es proporcionado, al igual que su rostro, es cierto. Podría parecer bella si su mirada no careciera de rayos de vida, quiero decir, de visión. Su paso es extrañamente rítmico, y cada uno de sus movimientos parece provocado por un mecanismo. Su canto, su interpretación musical tiene ese ritmo regular e incómodo que recuerda el funcionamiento de una máquina, y pasa lo mismo cuando baila. Olimpia nos resulta muy inquietante, no queremos tener nada que ver con ella, porque nos parece que se comporta como un ser viviente pero que pertenece a una naturaleza distinta.
Nataniel no quiso abandonarse a la amargura que provocaron en él las palabras de Segismundo. Hizo un esfuerzo para contenerse y respondió simplemente muy serio:
—Para ustedes, almas prosaicas y frías, Olimpia resulta inquietante. Sólo al espíritu de un poeta se le revela una personalidad que le es semejante. Sólo a mí se han dirigido su mirada de amor y sus pensamientos, sólo en el amor de Olimpia he vuelto a encontrarme a mí mismo. A ustedes no les parece bien que Olimpia no participe en conversaciones vulgares, como hacen las gentes superficiales. Habla poco, es verdad, pero esas pocas palabras son para mí como jeroglíficos de un mundo interior lleno de amor y de conocimientos de la vida espiritual en la contemplación de la eternidad. Ya sé que esto para ustedes no tiene ningún sentido, y es en vano hablar de ello.
—¡Que Dios te proteja, hermano! —dijo Segismundo dulcemente, de un modo casi doloroso—, pero pienso que vas por mal camino. Puedes contar conmigo si todo… no, no quiero decir nada más.
Nataniel comprendió de pronto que el frío y prosaico Segismundo acababa de demostrarle su lealtad y estrechó de corazón la mano que le tendía.
Había olvidado por completo que existía una Clara en el mundo a la que él había amado; su madre, Lotario, todos habían desaparecido de su memoria. Vivía solamente para Olimpia, junto a quien permanecía cada día largas horas hablándole de su amor, de la simpatía de las almas y de las afinidades psíquicas, todo lo cual Olimpia escuchaba con gran atención.
Nataniel sacó de los lugares más recónditos de su escritorio todo lo que había escrito, poesías, fantasías, visiones, novelas, cuentos, y todo esto se vio aumentado con toda clase de disparatados sonetos, estrofas, canciones que leía a Olimpia durante horas sin cansarse. Jamás había tenido una oyente tan admirable. No cosía ni tricotaba, no miraba por la ventana, no daba de comer a ningún pájaro ni jugaba con ningún perrito, ni con su gato favorito, ni recortaba papeles o cosas parecidas, ni tenía que ocultar un bostezo con una tos forzada; en una palabra, permanecía horas enteras con los ojos fijos en él, inmóvil, y su mirada era cada vez más brillante y animada. Sólo cuando Nataniel, al terminar, cogía su mano para besarla, decía:
—¡Ah! ¡ah! —y luego— buenas noches, mi amor.
—¡Alma sensible y profunda! —exclamaba Nataniel en su habitación—: ¡Sólo tú me comprendes!
Se estremecía de felicidad al pensar en las afinidades intelectuales que existían entre ellos y que aumentaban cada día; le parecía oír la voz de Olimpia en su interior, que ella hablaba en sus obras. Debía ser así, pues Olimpia nunca pronunció otras palabras que las ya citadas. Pero cuando Nataniel se acordaba en los momentos de lucidez, de la pasividad y del mutismo de Olimpia (por ejemplo, cuando se levantaba por las mañanas y en ayunas) se decía:
—¿Qué son las palabras? ¡Palabras! La mirada celestial de sus ojos dice más que todas las lenguas. ¿Puede acaso una criatura del Cielo encerrarse en el círculo estrecho de nuestra forma de expresarnos?
El profesor Spalanzani parecía mirar con mucho agrado las relaciones de su hija con Nataniel, prodigándole a éste todo tipo de atenciones, de modo que cuando se atrevió a insinuar un matrimonio con Olimpia, el profesor, con gran sonrisa, dijo que dejaría a su hija elegir libremente.
Animado por estas palabras y con el corazón ardiente de deseos, Nataniel decidió pedirle a Olimpia al día siguiente que le dijera con palabras lo que sus miradas le daban a entender desde hacía tiempo: que sería suya para siempre. Buscó el anillo que su madre le diera al despedirse, para ofrecérselo a Olimpia como símbolo de unión eterna. Las cartas de Clara y de Lotario cayeron en sus manos; las apartó con indiferencia. Encontró el anillo y, poniéndoselo en el dedo, corrió de nuevo junto a Olimpia. Al subir las escaleras, y cuando se encontraba ya en el vestíbulo, oyó un gran estrépito que parecía venir del estudio de Spalanzani. Pasos, crujidos, golpes contra la puerta, mezclados con maldiciones y juramentos:
—¡Suelta! ¡Suelta de una vez!
—¡Infame!
—¡Miserable!
—¿Para esto he sacrificado mi vida? ¡Éste no era el trato!
—¡Yo hice los ojos!
—¡Y yo los engranajes!
—¡Maldito perro relojero!
—¡Largo de aquí, Satanás!
—¡Fuera de aquí, bestia infernal!
Eran las voces de Spalanzani y del horrible Coppelius que se mezclaban y retumbaban juntas. Nataniel, sobrecogido de espanto, se precipitó en la habitación. El profesor sujetaba un cuerpo de mujer por los hombros, y el italiano Coppola tiraba de los pies, luchando con furia para apoderarse de él. Nataniel retrocedió horrorizado al reconocer el rostro de Olimpia; lleno de cólera, quiso arrancar a su amada de aquellos salvajes. Pero al instante Coppola, con la fuerza de un gigante, consiguió hacerse con ella descargando al mismo tiempo un tremendo golpe sobre el profesor, que fue a caer sobre una mesa llena de frascos, cilindros y alambiques, que se rompieron en mil pedazos. Coppola se echó el cuerpo a la espalda y bajó rápidamente las escaleras profiriendo una horrible carcajada; los pies de Olimpia golpeaban con un sonido de madera en los escalones.
Nataniel permaneció inmóvil. Había visto que el pálido rostro de cera de Olimpia no tenía ojos, y que en su lugar había unas negras cavidades: era una muñeca sin vida.
Spalanzani yacía en el suelo en medio de cristales rotos que lo habían herido en la cabeza, en el pecho y en un brazo, y sangraba abundantemente. Reuniendo fuerzas dijo:
—¡Corre tras él! ¡Corre! ¿A qué esperas? ¡Coppelius me ha robado mi mejor autómata! ¡Veinte años de trabajo! ¡He sacrificado mi vida! Los engranajes, la voz, el paso, eran míos; los ojos, te he robado los ojos, maldito, ¡corre tras él! ¡Devuélveme a mi Olimpia! ¡Aquí tienes los ojos!
Entonces vio Nataniel en el suelo un par de ojos sangrientos que lo miraban fijamente. Spalanzani los recogió y se los lanzó al pecho. El delirio se apoderó de él y, confundidos sus sentidos y su pensamiento, decía:
—¡Huy… Huy…! ¡Círculo de fuego! ¡Círculo de fuego! ¡Gira, círculo de fuego! ¡Linda muñequita de madera, gira! ¡Qué divertido…!
Y precipitándose sobre el profesor lo agarró del cuello. Lo hubiera estrangulado, pero el ruido atrajo a algunas personas que derribaron y luego ataron al colérico Nataniel, salvando así al profesor. Segismundo, aunque era muy fuerte, apenas podía sujetar a su amigo, que seguía gritando con voz terrible:
—Gira, muñequita de madera.
E.T.A. Hoffmann, El hombre de arena (Traducción de Nicolás Gelormini).
E.T.A. Hoffmann