Italo Calvino, Las ciudades y los intercambios, 3

Las ciudades y los intercambios. 3.
Al entrar en el territorio que tiene por capital Eutropia, el viajero no ve una ciudad sino muchas, de igual importancia y no disímiles entre sí, desparramadas en una vasta y ondulada meseta. Eutropia no es una sino todas esas ciudades al mismo tiempo; una sola está habitada, las otras vacías; y esto ocurre por turno. Diré ahora cómo. El día en que los habitantes de Eutropia se sienten abrumados de cansancio y nadie soporta más su trabajo, sus padres, su casa y su calle, las deudas, la gente a la que hay que saludar o que te saluda, entonces toda la ciudadanía decide trasladarse a la ciudad vecina que está ahí esperándolos, vacía y como nueva, donde cada uno tendrá otro trabajo, otra mujer, verá otro paisaje al abrir las ventanas, pasará las noches en otros pasatiempos, amistades, maledicencias. Así sus vidas se renuevan de mudanza en mudanza entre ciudades que por su exposición o su declive o sus cursos de agua o sus vientos se presentan cada una con algunas diferencias de las otras. Como sus respectivas sociedades están ordenadas sin grandes diferencias de riqueza o de autoridad, el paso de una función a otra se produce sin grandes sacudidas; la variedad está asegurada por la multiplicidad de las tareas, de modo que en el espacio de una vida es raro que alguien vuelva a un oficio que ya ha sido el suyo.
De este modo la ciudad repite su vida siempre igual, desplazándose hacia arriba y hacia abajo en su tablero de ajedrez vacío. Los habitantes vuelven a recitar las mismas escenas con actores cambiados; repiten las mismas réplicas con acentos combinados de otra manera; abren alternadamente la boca en bostezos iguales. Sola entre todas las ciudades del imperio, Eutropia permanece idéntica a sí misma. Mercurio, dios de los volubles, a quien está consagrada la ciudad, cumplió este ambiguo milagro.
Italo Calvino, Las ciudades y los intercambios, 3. Las ciudades invisibles. Traducido por Aurora Bernárdez.


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Italo Calvino


Herman Melville, El vendedor de pararrayos

El vendedor de pararrayos.

Qué trueno extraordinario, pensé, parado junto a mi hogar, en medio de los montes Acroceraunianos, mientras los rayos dispersos retumbaban sobre mi cabeza, y se estrellaban entre los valles, cada uno de ellos seguido por irradiaciones zigzagueantes y ráfagas de cortante lluvia sesgada, que sonaban como descargas de puntas de venablos sobre mi bajo tejado. Supongo, me dije, que amortiguan y repelen el trueno, de modo que es mucho más espléndido estar aquí que en la llanura.
¡Atención! Hay alguien a la puerta.
¿Quién es este que elige tiempo de tormenta para ir de visita? ¿Y por qué no usa el llamador, en vez de producir ese lóbrego llamado de agente de pompas fúnebres, golpeando la puerta con el puño? Pero hagamos que entre. Ah, aquí viene.
–Buen día, señor –era un completo desconocido–. Le ruego que se siente.
¿Qué sería esa especie de bastón de extraña apariencia que traía consigo?
–Hermosa tormenta, señor.
–¿Hermosa? ¡Terrible!
–Está empapado. Siéntese aquí junto al hogar, frente al fuego.
–¡Por nada del mundo!
El extraño se erguía ahora en el centro exacto de la cabaña, donde se había plantado desde un comienzo. Su rareza invitaba a un escrutinio escrupuloso. Una figura enjuta, lúgubre. Cabello oscuro y lacio, enmarañado sobre la frente. Sus ojos hundidos estaban rodeados por halos de color índigo, y jugaban con una especie inofensiva de relámpago: un resplandor al que le faltaba el rayo. Todo él chorreaba agua. Estaba de pie sobre un charco en el desnudo piso de roble: su extraño bastón descansaba verticalmente a su lado.
Era una vara de cobre pulido, de cuatro pies de largo, unida longitudinalmente a un palo de madera bien trabajada, mediante inserciones en dos bolas de cristal verdoso, rodeadas por bandas de cobre. La vara de metal terminaba en un extremo como un trípode, con tres brillantes púas doradas. Él sostenía el conjunto sólo por la parte de madera.
–Señor –le dije, muy ceremoniosamente–, ¿tengo el honor de recibir una visita de ese dios ilustre, Júpiter Tonante? Así se erguía él en la estatua griega de antaño, empuñando el rayo. Si usted es él, o su virrey, tengo que agradecerle esta noble tormenta que ha lanzado sobre nuestras montañas. Escuche: ese fue un glorioso estruendo. ¡Ah, para un amante de lo majestuoso, es bueno tener al Tronador mismo de visita en la propia cabaña! Hace que los truenos suenen más hermosos. Pero le ruego que tome asiento. Es cierto que ese viejo sillón de mimbre es un pobre sustituto de su trono en el Olimpo, pero condescienda a sentarse.
Mientras yo así le hablaba, el extraño me miraba, medio maravillado, medio horrorizado, pero inmóvil.
–Vamos, señor, siéntese; necesita secarse antes de volver a salir.
Invitándolo con un gesto, puse una silla junto al hogar donde esa tarde había encendido un pequeño fuego para disipar la humedad, no el frío, porque estábamos a principios de septiembre.
Pero sin hacer caso de mi solicitud, y siempre de pie en medio de la sala, el extraño me miró ominosamente, y dijo:
–Señor, discúlpeme; pero en vez de aceptar su invitación a sentarme allá junto al fuego, yo le advierto solemnemente que lo mejor que puede hacer usted es aceptar la mía y pararse a mi lado en medio de la habitación.
–¡Cielos! –añadió, con un respingo–. ¡Otro de esos atroces estruendos! ¡Se lo aviso, señor, aléjese del fuego!
–Señor Júpiter Tonante –dije yo, frotando tranquilamente mi cuerpo contra la piedra–, estoy muy bien aquí.
–¿Entonces usted es tan terriblemente ignorante –exclamó– como para no saber que la parte más peligrosa de una casa, durante una tempestad terrorífica como esta, es la chimenea?
–No, no lo sabía –respondí, alejándome involuntariamente un paso de la chimenea.
El forastero mostró tan desagradable aire de satisfacción por el éxito de su advertencia, que –otra vez involuntariamente– volví a acercarme al fuego, y me erguí en la posición más orgullosa que pude asumir. Pero no dije nada.
–¡En nombre del Cielo! –exclamó, con extraña mezcla de alarma e intimidación–. ¡En nombre del Cielo, aléjese del fuego! ¿No sabe que el aire caliente y el hollín son conductores? ¡Para no hablar de esos enormes morillos de hierro! ¡Deje ese lugar! ¡Se lo suplico! ¡Se lo ordeno!
–Señor Júpiter Tonante, no estoy acostumbrado a recibir órdenes en mi propia casa.
–No me llame con ese nombre pagano. Usted es profano en esta época de terror.
–Señor, ¿sería tan bondadoso como para decirme de qué se ocupa? Si busca refugio de la tormenta, es bienvenido, en la medida en que se muestre educado; pero si usted viene por algún negocio, dígalo abiertamente. ¿Quién es usted?
–Soy vendedor de pararrayos –dijo el extraño, suavizando su tono–, mi especialidad es… ¡El Cielo tenga piedad de nosotros! ¡Qué estrépito! ¿Lo alcanzó un rayo alguna vez… a su casa, quiero decir? ¿No? Lo mejor es estar prevenido –y haciendo sonar su vara metálica contra el piso, añadió–: las tormentas eléctricas no se detienen ante palacios, no se detienen ante nada en el mundo; y, sin embargo, sí, diga sólo una palabra, y podré hacer un Gibraltar de esta cabaña, con unos pocos pases de esta vara. ¡Escuche! ¡Qué conmociones como Himalayas!
–Usted se interrumpió; estaba por hablar de su especialidad.
–Mi especialidad consiste en viajar por el país en busca de órdenes de compra de pararrayos. Este es mi ejemplar de muestra –palmeando su vara–. El mes pasado coloqué en Criggan veintitrés pararrayos en sólo cinco edificios.
–Déjeme recordar. ¿No fue en Criggan donde la semana pasada, hacia la medianoche del sábado, fueron fulminados el campanario, el gran olmo y la cúpula del salón de actos? ¿Contaban con alguno de sus pararrayos?
–El árbol y la cúpula no, el campanario sí.
–¿Para qué sirve entonces su pararrayos?
–Usarlo es una cuestión de vida o muerte. Pero mi operario se descuidó. Al sujetar el pararrayos a la cumbrera del campanario, dejó que una parte metálica rozara la plancha de chapa. De ahí el accidente. No fue mi culpa, sino de él. ¡Escuche!
–No se moleste. Ese trueno sonó lo bastante fuerte como para ser escuchado sin que nadie lo señale con el dedo. ¿Supo algo de la catástrofe del año pasado en Montreal? Una criada fulminada junto a su lecho, con un rosario en la mano; las cuentas eran de metal. ¿Su recorrido se extiende hasta el Canadá?
–No. Y escuché que allí sólo usan pararrayos de hierro. Deberían usar el mío, que es de cobre. El hierro se funde fácilmente. Y la vara es tan delgada, que su grosor es insuficiente para conducir toda la corriente eléctrica. El metal se derrite; el edificio es destruido. Mis pararrayos de cobre nunca funcionan así. Esos canadienses son tontos. Algunos conectan el pararrayos por su extremo superior, corriendo el riesgo de provocar una mortífera explosión, en vez de llevar imperceptiblemente la descarga a tierra, como este pararrayos hace. El mío es el único pararrayos verdadero. ¡Mírelo! Sólo un dólar por pie.
–Su manera improcedente de presentarse bien podría suscitar desconfianza.
–¡Escuche! El trueno se vuelve menos rezongón. Se está acercando a nosotros, y acercándose a la tierra, también. ¡Escuche! ¡Un estruendo unísono! ¡Todas las vibraciones se hicieron una por la cercanía! ¡Otro relámpago! ¡Un momento!
–¿Qué hace? –dije, al ver que renunciando en un instante a su vara, se dirigía resueltamente hacia la ventana, con sus dedos índice y medio de la mano derecha apoyados sobre la muñeca de la izquierda.
Pero antes de que la frase se me hubiera terminado de escapar, otra exclamación se le escapó:
–¡Ahí se estrelló! Sólo tres pulsos, a menos de un tercio de milla, en algún sitio en ese bosque. Por allí pasé junto a tres robles fulminados, arrancados de un tirón y chispeantes. El roble atrae el rayo más que cualquier otra madera, porque tiene hierro en solución en su savia. Su piso parece de roble.
–Corazón de roble. Dado el singular momento de su visita, supongo que usted elige a propósito el tiempo tormentoso para sus viajes. Cuando el trueno ruge, usted juzga que es la hora más favorable para producir impresiones favorables para su comercio.
–¡Escuche! ¡Atroz!
–Para tratarse de alguien que debería quitar el miedo a otros, usted parece desmedidamente miedoso. La gente común elige el buen tiempo para sus viajes: usted prefiere el tormentoso, y sin embargo…
–Acepto que viajo en medio de las tormentas; pero no sin adoptar muy especiales precauciones, que sólo un especialista en pararrayos puede conocer. ¡Escuche ese! Rápido… mire mi ejemplar de muestra. Sólo un dólar el pie.
–Un hermoso pararrayos, me atrevo a asegurarlo. Pero ¿cuáles son esas tan especiales precauciones suyas? Antes permítame cerrar esos postigos; la lluvia penetra a través del bastidor. La atrancaré.
–¿Está loco? ¿No sabe que esa tranca de hierro es un inmejorable conductor de la electricidad? Desista.
–Entonces me limitaré a cerrar los postigos, y llamaré a mi muchacho para que me traiga una tranca de madera. Por favor, haga sonar esa campanilla, allí.
–¿Perdió la cabeza? El tirador de alambre de esa campana podría electrocutarlo. Nunca toque la campana durante una tormenta eléctrica, ni esta ni ninguna otra.
–¿Ni siquiera la de los campanarios? ¿Me va a decir dónde y cómo puede uno estar a salvo en un tiempo como este? ¿Hay alguna parte de mi casa que yo pueda tocar con esperanzas de vida?
–La hay. Pero no donde usted está parado ahora. Aléjese de la pared. La corriente se descarga a veces por la pared, y como un hombre es mejor conductor que una pared, abandonará esta para abalanzarse sobre él. ¡Zas! Ese debe haber caído muy cerca. Tiene que haber sido un rayo globular.
–Muy probablemente. Dígamelo de una vez; ¿cuál es, en su opinión, la parte más segura de esta casa?
–Esta sala, y este sitio en el que estoy parado. ¡Arrímese!
–Las razones, primero.
–¡Oiga! Tras el relámpago, las rachas de viento… los bastidores tiemblan… ¡la casa, la casa!… ¡Acérquese a mí!
–Las razones, por favor.
–¡Venga y acérquese a mí!
–Gracias otra vez, pero creo que voy a probar mi sitio de siempre… junto al fuego. Y ahora, Señor del Pararrayos, entre las pausas de los truenos, sea bueno y dígame cuáles son sus razones para considerar esta única sala de la casa como la más segura, y ese preciso sitio en que usted está parado como el más seguro en ella.
Entonces se produjo una momentánea interrupción de la tormenta. El hombre del Pararrayos pareció aliviado, y replicó:
–La suya es una casa de un piso, con un ático y una bodega; esta sala está entre ellos. De aquí su seguridad relativa. Porque el rayo salta a veces de las nubes a la tierra, y a veces de la tierra a las nubes. ¿Comprende? Y yo elegí el medio de la sala porque si el rayo golpeara la casa entera, lo haría a través de la chimenea o las paredes, así que, obviamente, cuanto más lejos nos hallemos de ellas, mejor. Venga, acérquese ahora.
–Enseguida. Extrañamente, algo de lo que usted acaba de decir me ha inspirado confianza, en vez de alarmarme.
–¿Qué he dicho?
–Dijo que a veces los rayos saltan de la tierra a las nubes.
–Sí, el rayo inverso, se le llama; cuando la tierra, sobrecargada de electricidad, descarga sus sobras a las alturas.
–El rayo inverso; es decir, de la tierra al cielo. Mejor y mejor. Pero venga aquí, a secarse junto al fuego.
–Estoy mejor aquí, y mucho mejor mojado.
–¿Cómo?
–Es lo más seguro que puede hacer… ¡Escuche, otra vez! … empaparse de lo lindo durante una tormenta eléctrica. Las ropas mojadas son mejores conductores que el cuerpo; de modo que si un rayo lo alcanzara, podría pasar por las ropas mojadas sin tocar el cuerpo. La tormenta se intensifica nuevamente. ¿Tiene una alfombra? Las alfombras son aislantes. Traiga una, en la que ambos podamos pararnos. El cielo oscurece… parece de noche a mediodía… ¡Escuche! ¡La alfombra, la alfombra!
Le di una, mientras las montañas encapotadas parecían abalanzarse y precipitarse sobre la cabaña.
–Y ahora, ya que de nada nos servirá quedarnos mudos –le dije, volviendo a ocupar mi lugar–, cuénteme cuáles son las precauciones para adoptar cuando se viaja en tiempo tormentoso.
–Espere hasta que esta tormenta haya pasado.
–No, adelante con las precauciones. Está en el lugar más seguro, de acuerdo con su propia explicación. Continúe.
–Brevemente, entonces. Evito los pinos, las casas altas, los graneros apartados, las praderas elevadas, las corrientes de agua, los rebaños de ganado, los grupos humanos. Si viajo a pie, como hoy, no marcho a paso ligero. Si viajo en mi coche, no toco sus costados ni su parte trasera. Si viajo a caballo, desmonto y conduzco al caballo. Pero, por sobre todo, evito a los hombres altos.
–¿Sueño? ¿El hombre evita al hombre? ¿Y en momentos de peligro, para colmo?
–Durante las tormentas eléctricas yo evito a los hombres altos. ¿Es usted tan groseramente ignorante como para no saber que la altura de un caminante de seis pies es suficiente para atraer la descarga de una nube eléctrica? ¡Cuántos de esos imponentes labradores de Kentucky fueron derribados sobre el surco inconcluso! Si un hombre de esos se aproximara a un arroyo, veces habría en que la nube lo escoge a él como conductor, desechando el agua. ¡Escuche! Seguro que dio en el pináculo negro. Sí, un hombre es un buen conductor. El rayo quema al hombre de punta a punta, pero apenas descorteza al árbol. Señor, me ha tenido tanto tiempo contestando sus preguntas, que no he hablado todavía de negocios. ¿Va a ordenar uno de mis pararrayos? ¿Ve este ejemplar de muestra? Es del mejor cobre. El cobre es el mejor conductor. Su casa es baja; mas como está sobre las montañas, su poca altura no la pone a salvo. Ustedes, los montañeses, son los más expuestos. El vendedor de pararrayos debería hacer más negocios en las regiones montañosas. Mire esta muestra, señor. Un pararrayos será suficiente para una casa pequeña como esta. Examine esas recomendaciones. Sólo un pararrayos, señor; costo, sólo veinte dólares. ¡Escuche! Allá van esas moles de granito, arrojadas como guijarros. Por el ruido, deben haber destrozado algo. Puesto a una altura de cinco pies sobre la casa, protegerá un círculo de veinte pies de radio. Sólo veinte dólares, señor… un dólar el pie. ¡Escuche! ¡Espantoso! ¡Lo ordenará! ¿Va a comprarlo? ¿Anoto su nombre? ¡Imagine lo que es convertirse en un montón de vísceras carbonizadas, como un caballo atado que se incendia con su establo! ¡Todo en el tiempo que dura un rayo!
–Pretendido enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Júpiter Tonante –reí yo–, mero hombre que viene aquí a interponer su cuerpo y su artificio entre la tierra y el cielo, ¿cree que porque es capaz de arrancar un reverbero de luz verde de la botella de Leyden, puede eludir los rayos celestiales? Si esa varilla se oxida o se rompe ¿qué es de usted? ¿Quién le ha dado el poder, a usted, Tetzel, para vender de puerta en puerta sus indulgencias a fin de sustraerse a las disposiciones divinas? Los cabellos de nuestras cabezas están contados, y contados están los días de nuestras vidas. Mientras retumbe el trueno o a la luz del sol, me pongo con confianza en manos de mi Creador. ¡Fuera, comerciante falso! Mire, la tormenta se repliega; la casa está intacta, y en el arco iris sobre el cielo azul leo que la Deidad no hará la guerra a la tierra del hombre.
–¡Canalla impío! –balbuceó el extraño, mientras su rostro se oscurecía en la misma medida en que resplandecía el arco iris–. ¡Revelaré sus ideas paganas!
Su rostro amenazante ennegreció aún más; los círculos de color índigo se agrandaron alrededor de sus ojos, como anillos de tormenta alrededor de la Luna de medianoche. Se arrojó sobre mí; las tres puntas de su artefacto apuntando a mi corazón.
Lo así; lo partí en dos; lo tiré al piso; lo pisoteé; y arrastrando al oscuro rey del rayo fuera de mi casa, arrojé tras él su informe cetro de cobre.
Pero a pesar de mi tratamiento, y a pesar de mis conversaciones disuasivas con mis vecinos, el vendedor de Pararrayos todavía habita esta tierra; sigue viajando en tiempos de tormenta, y hace pingües negocios con los miedos del hombre.

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Herman Melville

Julio Ramón Ribeyro, Las cosas andan mal, Carmelo Rosa

Las cosas andan mal, Carmelo Rosa

Las cosas andan mal Rosa cuando hoy subiste a la oficina y te quitaste la boina con desgano y tu abrigo con muchísima pena y tu bufanda como si fuera tu propio sudario y entre el ruido de los teletipos miraste sin ánimo los papeles que te esperaban por traducir siempre los mismos la Bolsa de París las cotizaciones de Wall Street el mercado del café y otros asuntos que hacen la fortuna o la desventura de muchos y de los cuales eres tú desde hace tantísimos años el anónimo escribano tú Rosa que entre el ruido de los teletipos subías como todos los días del primer piso de conversar entre siete y ocho de la noche con tu amigo maestro pontífice buda gurú Solano que acomodándose los anteojos tosiendo consultando recortes cartas papeles entre el ruido de los teletipos te informa de lo que pasa en tu país diciéndote esta vez seguramente pesimista acongojado que no había huelga en Asturias ni catalanes versus policía ni vascos secuestrando peleles ni parte anunciando dolencia del amo y por eso entre el ruido de los teletipos subiste cabizbajo enjuto muerta la mirada sabiendo que al acostarte esa noche no habrá en tu alma la mas pequeña luz ni esperanza ni ilusión ni llamita redentora en esta noche que llega como tantas otras a la casa estrecha plagada de revistas y fotos dormirás mal Rosa acosado por recuerdos tu calvicie en la almohada tu tos en el alcanfor cuando hace cuarenta años fuiste joven disparaste algún tiro en Cataluña lanzaste mueras contra la dictadura enamoraste a una mujer probablemente fea y corriste del peligro sin que este se diera el trabajo de alcanzarte ocupado como estaba de presas mayores tú Rosa que entre el ruido de los teletipos miras el papel más tiznado y escrutas su letra sucia para empezar a escribir la tendencia estuvo hoy floja entre los operadores de la bolsa pero se acentúa un leve movimiento de alza y entre el ruido de los teletipos tu responsable de organización exilada hermética globular ministro sin cartera ni monedero fantasma de gabinete que desde que te conocí casi a escondidas arrancas de los archivos de cables del día entre el ruido de los teletipos todo aquello que puede interesarte manifestaciones procesos atracos viendo en cada acto de estudiantes la caída de un régimen ilusionándote hasta con los delirios de los curas Rosa creyendo que de un día a otro todo regresará no a lo que fue sino a lo que pudo haber sido y tú regresarás y serás joven otra vez sin pensar que nada retorna hacia el pasado que todo se transforma y se complica cada vez más que no hay proyecto o idea que la realidad no destruya Rosa para qué pensar en esas cosas sigue escribiendo como te veo en tu papel con doble copia los valores cupríferos sufrieron una baja pero los ferrosos acusaron un leve repunte mientras escuchas a diestra y siniestra hablar de cosas que ya no entiendes tu vida se estancó hace cuarenta años sigue paseándose una parte de ti por una rambla ya muerta por un paisaje inexistente pero vives en una ciudad de la cual no conoces otra cosa que el túnel del metro y tres calles por las que caminas sin verlas una ciudad que también ha cambiado entre el ruido de los teletipos Rosa hazmerreír víctima payaso pobre muerto número masa sigue soñando que el sueño te mantiene pero no esperes ni confíes nada vendrá en tu socorro seguirás escribiendo entre el ruido de los teletipos repuntó el café pero el cacao se mantuvo flojo ah si se pudiera alterar esa noticia y decir la contraria bajó el café pero el cacao señaló un alza como la vida sería distinta hasta para ti pequeño gángster frustrado escroc de mala muerte soñador sin potencia entre los grandes números que hacen y deshacen fiel a tu profesión de supernumerario de la bolsa oscuro as de las finanzas mientras sigues soñando Rosa entre el ruido de los teletipos y te devanas y cabeceas y en Madrid hubo una huelga cae el régimen las cosas cambian se pueden señalar variaciones Solano te enseña papal socrático mahometano que cabe seguir esperando cambiaron a este ministro salió artículo libertario en panfleto de Málaga todo se viene abajo y algún día regresaras entre el ruido de los teletipos a tu casa de Barcelona conversar con el portero el dueño de la tasca hablar del tiempo presente y del pasado con tu boina sobre tu amplio cabello bien peinado calvo del alcanfor calavera impune dejaste tu cerebro en tu aldea tu alma en un trapo sucio que algún soldado quemó obscenas ideas soeces recorren un campo árido tu espíritu y sigues así esperando el mercado del azúcar se mantuvo activo y los bolsistas obtuvieron moderadas ganancias Rosa la cama fría la mujer escueta y tú esperando con tu bufanda en la percha y el hombre que desde hace diez años te ve comprar La Vanguardia andando bajo la lluvia Granada dos estudiantes heridos y un policía contuso inquietud en la fábrica de automóviles Seat ocurre algo subiendo las escaleras y los papeles allí acumulados para traducir la Bolsa de París Rosa la vida se te escapa por entre los dedos el metro no es tu amigo sino tu verdugo el francés es lengua muerta y matada por ti hablas latín entre los bárbaros y así morirás un un día no despertarás no llegarás a la Agencia quedarán los papeles en su canasta y se dirá que quedaste atravesado por un sueño demasiado violento Rosa exilado esposo primogenitor el amo no murió todo es una repetición la bolsa es más importante que los hombres un número puede matarnos la lechuga es un sucio excremento no despertarás todo es así Rosa no hay que abrigar ilusión entre el ruido de los teletipos todo es enseñanza para quien sepa escuchar no hay consuelo para los supliciados es agradable morir sin socorro ni paz ni patria ni gloria ni memoria.

Julio Ramón Ribeyro, Las cosas andan mal, Carmelo Rosa.

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Julio Ramón Ribeyro

Fernando Pessoa, La verdadera caída

La verdadera caída

Un día en que Dios estaba durmiendo y el Espíritu Santo andaba en uno de sus vuelos, Jesucristo fue a la caja de los milagros y robó tres. Con el primero hizo que nadie supiese de su huida. Con el segundo se creó eternamente humano y niño. Con el tercero creó un Cristo eternamente en la cruz y lo dejó clavado en esa cruz que hay en el cielo y sirve de modelo a todas las demás. Después huyó hacia el sol y bajó por el primer rayo que pudo atrapar.
Hoy vive conmigo en mi aldea. Es un niño hermoso cuando ríe, y natural. Se limpia la nariz en el brazo derecho, chapotea en las charcas, coge las flores, le gustan y las olvida. Tira piedras a los borricos, roba fruta de los árboles y huye a gritos y llorando de los perros. Y porque sabe que a ellas no les gusta, pero que todo el mundo lo celebra, persigue a las chicas que en grupo van por los caminos con el cántaro en la cabeza y les levanta las faldas.
Fernando Pessoa, La verdadera caída.

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Fernando Pessoa