G.K. Chesterton, La pagoda de Babel

La pagoda de Babel
Ese cuento del agujero en el suelo, que baja quién sabe hasta dónde, siempre me ha fascinado. Ahora es una leyenda musulmana; pero no me asombraría que fuera anterior a Mahoma. Trata del sultán Aladino; no el de la lámpara, por supuesto, pero también relacionado con genios o con gigantes. Dicen que ordenó a los gigantes que le erigieran una especie de pagoda, que subiera y subiera hasta sobrepasar las estrellas. Algo como la Torre de Babel. Pero los arquitectos de la Torre de Babel eran gente doméstica y modesta, como ratones, comparada con Aladino. Sólo querían una torre que llegara al cielo. Aladino quería una torre que rebasara el cielo, y se elevara encima y siguiera elevándose para siempre. Y Dios la fulminó, y la hundió en la tierra abriendo interminablemente un agujero, hasta que hizo un pozo sin fondo, como era la torre sin techo. Y por esa invertida torre de oscuridad, el alma del soberbio Sultán se desmorona para siempre.
  G.K. Chesterton, La pagoda de Babel.


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G.K. Chesterton

Marguerite Duras, El tren a Burdeos

El tren a Burdeos.

Una vez tuve dieciséis años. A esa edad todavía tenía aspecto de niña. Era al volver de Saigón, después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1930. Yo estaba allí con mi familia, mis dos hermanos y mi madre. Creo que había dos o tres personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven enfrente mío que me miraba. Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias y los pies desnudos en unas sandalias. No tenía sueño. Este hombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la de su familia. Y luego, de golpe, nos dimos cuenta de que todo el mundo dormía. Mi madre y mis hermanos se habían dormido muy deprisa tras salir de Burdeos. Yo hablaba bajo para no despertarlos. Si me hubieran oído contar las historias de la familia, me habrían prohibido hacerlo con gritos, amenazas y chillidos. Hablar así bajo, con el hombre a solas, había adormecido a los otros tres o cuatro pasajeros del vagón. Con lo cual este hombre y yo éramos los únicos que quedábamos despiertos, y de ese modo empezó todo en el mismo momento, exacta y brutalmente de una sola mirada. En aquella época, no se decía nada de estas cosas, sobre todo en tales circunstancias. De repente, no pudimos hablarnos más. No pudimos, tampoco, mirarnos más, nos quedamos sin fuerzas, fulminados. Soy yo la que dije que debíamos dormir para no estar demasiado cansados a la mañana siguiente, al llegar a París. Él estaba junto a la puerta, apagó la luz. Entre él y yo había un asiento vacío. Me estiré sobre la banqueta, doblé las piernas y cerré los ojos.  que abrían la puerta, salió y volvió con una manta de tren que extendió encima mío. Abrí los ojos para sonreírle y darle las gracias. Él dijo: “Por la noche, en los trenes, apagan la calefacción y de madrugada hace frío”. Me quedé dormida. Me desperté por su mano dulce y cálida sobre mis piernas, las estiraba muy lentamente y trataba de subir hacia mi cuerpo. Abrí los ojos apenas. Vi que miraba a la gente del vagón, que la vigilaba, que tenía miedo. En un movimiento muy lento, avancé mi cuerpo hacia él. Puse mis pies contra él. Se los di. Él los cogió. Con los ojos cerrados seguía todos sus movimientos. Al principio eran lentos, luego empezaron a ser cada vez más retardados, contenidos hasta el final, el abandono al goce, tan difícil de soportar como si hubiera gritado.
Hubo un largo momento en que no ocurrió nada, salvo el ruido del tren. Se puso a ir más deprisa y el ruido se hizo ensordecedor. Luego, de nuevo, resultó soportable. Su mano llegó sobre mí. Era salvaje, estaba todavía caliente, tenía miedo. La guardé en la mía. Luego la solté, y la dejé hacer.
El ruido del tren volvió. La mano se retiró, se quedó lejos de  durante un largo rato, ya no me acuerdo, debí caer dormida.
Volvió.
Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas, en una especie de humor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve. Se detiene a saltos. Está sobre el sexo, temblorosa, dispuesta a morder, ardiente de nuevo. Y luego se va. Razona, sienta la cabeza, se pone amable para decir adiós a la niña. Alrededor de la mano, el ruido del tren. Alrededor del tren, la noche. El silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas que despiertan. Bajó durante la noche. En París, cuando abrí los ojos, su asiento estaba vacío.

Marguerite DurasEl tren a Burdeos.

Marguerite Duras

Leopoldo María Panero, Imperfecto

Imperfecto.
Inclinó la cabeza sobre el cadáver. Sobre el lago: mundos sumergidos. Vio reflejada su propia imagen. En los ojos de Anne, aquella tarde, en la escalinata del Sacré Coeur, no encontró una respuesta. El cielo se llenó de nubarrones, pero no llovería jamás sobre las inmensas praderas de Kentucky. La lluvia resbalaba sobre el cadáver, la gente descendía a nuestro lado, sin mirarnos. Algo había en el fondo: una sombra, se movía, parecía mirarnos. Mundos sumergidos. El cielo, alto. Llovía aquella tarde en París y no supimos dónde refugiarnos. No encontró una respuesta. Antes de morir trató de decir algo, acaso un nombre, una fecha. Trató de besarla, ella volvió la cabeza y empezó a hablar rápidamente, de Jim, del «Dragón Rojo». Faltaba poco tiempo para que se despidieran. Al fin llegó la ambulancia, inútil. Era preciso decirle algo, tratar de arreglarlo como fuera. No le contestó nadie aquella noche, en el lago. Nunca llovería sobre Kentucky. Subieron el cadáver lentamente a la ambulancia, como si estuviera a punto de decir algo. Antes de que se marchara, de que abandonara la ciudad para siempre. Mientras, la lluvia resbalaba sobre los cabellos de Anne, sobre su impermeable. Manchado de sangre, se mezclaba con ella, caía sobre el asfalto. Arrojé una piedra al agua. Los bosques. Nací allí, pasé mi infancia en la finca de mi abuelo. Hubo una gran sequía que abrasó los campos. Mi abuelo aún recordaba a los indios. Hablaba mucho, continuamente. «¿Por qué ahora de Jim?», pensó. «¿Por qué precisamente de Jim?». En aquel portal. La sirena de la ambulancia, los titulares de los periódicos, las fotografías, los interrogatorios: inútiles. Una ficha en el depósito de cadáveres. Los Museos de Cera. Se había olvidado de la pregunta y ahora ella hablaba rápidamente, los automóviles, luces rojas. Mi abuelo, aquella noche, me confesó que siempre hubiera deseado perder la memoria. Un tipo extraño, es viejo, tiene manías. El policía lo golpeó con la culata del revólver. Era imposible que lo hubiese olvidado. Las golondrinas.
 Leopoldo María Panero, Imperfecto (Así se fundó Carnaby Street).


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Leopoldo María Panero