Italo Calvino, Las ciudades y la memoria. 1

Las ciudades y la memoria. 1.

Partiendo de allá y andando tres jornadas hacia levante, el hombre seencuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas en bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro, que canta todas las mañanas en lo alto de una torre. Todas estas bellezas el viajero ya las conoce por haberlas visto también en otras ciudades. Pero es propio de ésta que quien llega una noche de septiembre, cuando los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden todas a la vez sobre las puertas de las freiduras, y desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, siente envidia de los que ahora creen haber vivido ya una noche igual a ésta y haber sido aquella vez felices.
 Italo Calvino, Las ciudades y la memoria. 1 (Las ciudades invisibles). Traducido por Aurora Barnárdez.

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Italo Calvino

Sergio Pitol, Ícaro

Ícaro.
El narrador ha visto esa tarde, en una sesión del Festival Cinematográfico de Venecia, un film japonés que revela, de un modo en apariencia inequívoco, aunque la acción transcurra en Japón (y un episodio esté situado en Macao), la vida de un amigo muerto unos años atrás en condiciones extrañas en una pequeña ciudad de la costa de Montenegro. Ha caminado, conmovido, durante varias horas, ha vuelto a su hotel, ha telefoneado a México, ha conversado con su mujer, pero nada logra disipar la perturbación que la escena final le produjo.
Todo tiende a asegurarle la tranquilidad, el buen reposo. Manos competentes, ojos previsores, mentes exclusivamente destinadas a imaginar sus exigencias y deseos y a procurar satisfacérselos, se han esforzado en crear aquel ambiente, tan necesario en los momentos en que una reafirmación se vuelve indispensable. El teléfono a la mano; las cortinas de brocado espeso; la rugosa colcha de cretona con rayas de un verde suave que combina con otro aún más suave, imperceptible casi; una reproducción de Guardi, otra de Carpaccio. Algún broche de cromo o aluminio inteligentemente entreverado entre los muebles oscuros. Todo en la medida necesaria para recordarle al turista que no está solo, que no se ha derrumbado en otra época, que el Carpaccio y el Guardi y el falso brocado que cubre los muros son exclusivamente atmósfera, que continúa inmerso en su siglo, que una de las puertas conduce a un baño donde brilla el azulejo, el plástico, los metales cromados. Hacerle saber, en fin, que basta oprimir un botón para que surja un camarero y minutos después, sobre una mesa, aparezca el whisky, el hielo y también, si uno lo desea, un buen rizzotto de pesce, la cassatta, el café.
Carlos hablaba con frecuencia de las ventajas que podía proporcionar la vida en un hotel. En realidad, buena parte de su existencia transcurrió en ellos; conocía toda la gama, desde ese tipo de hoteles hasta las casas de huéspedes más inmundas, cuartos de alquiler de aspecto y hedor inenarrables. ¡A saber cómo sería aquel sitio en que pasó sus últimos días!
En la película aparecía un viejo caserón de madera de dos plantas. En el piso de arriba se hallaban los cuartos. Habitaciones rectangulares con seis o siete camastros. Abajo, una sala de té donde se reunía la localidad a comentar las noticias, a jugar a las cartas, a matar el tiempo. Llueve sin interrupción. La lluvia torrencial forma, como a Rashomón, cortinas sólidas, grises, densas, que no solo incomunican a las personas sino a los objetos mismos. El hotel está casi vacío. No es temporada. En su cuarto es el único huésped. La humedad y el frío lo torturan, lo hacen sentir permanentemente enfermo. Ha llamado varias veces a la encargada para mostrarle las dos goteras del techo, pero la vieja se conforma con gruñir y no tomar medida alguna. Termina por poner un recipiente de lámina bajo una y bajo la otra una toalla; cada cierto tiempo debe levantarse para exprimir la toalla por la ventana. Recoge las mantas de las otras camas para cubrirse. Sus días transcurren en una neurastenia casi intermitente. Se pasa horas enteras en la cama, acurrucado bajo la montaña de cobijas, pensando solo en el frío que le atiere las manos. Su imagen es la de un animal enfermo, por momentos gime suavemente: un animal que se recoge para morir. Y sabe que apenas ha empezado el invierno, que deberá resistir esa canallada de la naturaleza durante largos meses y que los peores aún no se presentan.
Abre un bote; mastica unas galletas untadas con algo parecido a una pasta de pescado que humedece en un vaso. Hace movimientos de gimnasia para tratar de entrar en calor; a veces toma su libreta y baja a la sala de té. Los tres o cuatro campesinos que acuden al lugar apenas hablan; el frío y la penumbra los reconcentran, los aíslan. Tiene la preocupación de esquivar a la otra inquilina de la pensión y a su nieto; en días pasados se había sentado a tejer a su lado para espetarle un discurso nauseabundo sobre sus padecimientos: diarreas, resfriados, punciones, los nervios, el hígado, la pus que no cesa, inyecciones, lavativas, baños de azufre. Por la ventana se ve solo el manto gris de la lluvia. La cámara hace prodigios para recrear ese mundo de oscuridad en que de golpe hay uno que otro destello luminoso: las gotas que rebotan en la acera como balas en una superficie metálica, el viejo desvencijado automóvil oscuro que cruza el pueblo en medio de un derrumbe de cielos. Tras el auto, el poeta menesteroso, envuelto en un abrigo harapiento que le llega a los pies, se abre paso a la carrera; agita los brazos como si luchara contra la misma sustancia espesa de la vida. En una mesa, cerca de una estufa de hierro, cuyo calor a nadie parece llegar a beneficiar, el obeso protagonista (¡qué lejos ya del atildado joven de las escenas de pasión de Macao!), intenta trazar, con desgana, algunos signos en su cuaderno. Las ideas no fluyen. Escribe unas frases, las tacha; el plumón comienza a bailar, a titubear, traza líneas, dibuja flores, perfiles de mujer, números, vuelve a detenerse; recomienza la tarea de esbozar aquel párrafo que con tantas dificultades parece avanzar. Arranca al fin la página, la estruja y la tira. Pide una botella de licor y llena un vaso. En ese momento irrumpe en el local, empapado, tembloroso, el viejo bardo.
Es evidente que el modo de manejar la luz entraña una intención simbólica. La atmósfera psicológica, al menos, se concentra o se distiende con su ayuda. En las primeras escenas, las de la juventud, la claridad es radiante y va en aumento hasta la parte de Macao donde la luminosidad se vuelve a momentos intolerable. Todo contribuye a ello, no solo el sol siempre a plomo sobre los personajes; los trajes claros y vaporosos de la bellísima actriz que reproduce a Paz Naranjo, los sombreros de paja de los jóvenes, los toldos color crema de los cafés al aire libre.
—Ciega esta luz —dice en el momento de embarcarse.
Luego, la luz disminuye gradualmente hasta desaparecer casi del todo en las últimas escenas: la aldea de pescadores donde se ha terminado por refugiar el protagonista. El sol, las pocas veces que aparece, es como su triste parodia. No hay sino niebla, lluvia y frío: una grisura que cae del cielo, mancha los plafones, se filtra por las paredes. Aun en la sala de té parece flotar una nube húmeda que rodea a los escasos parroquianos.
Algo recuerda de la última carta. ¿La conservará todavía en México, entre sus papeles? Era una carta larga, quejumbrosa, irritante. Hablaba de la melancolía que se había apoderado de aquella diminuta ciudad tan pronto como el otoño comenzó a dar paso al invierno, de la oscuridad y la lluvia y la falta de incentivos, de la carencia de personas con quienes conversar. De su encuentro reciente con un viejo poeta desdentado de barba rala y larga que había preferido la soledad de un escondrijo en la montaña; su único compañero, no de paseos porque el tiempo ya no se los permitía (“el pinche frío ha sentado la garra en este, que hasta hace una semana parecía un inmutable paraíso solar al margen de las leyes climáticas. De repente una helazón bestial comenzó a bajar de la montaña a la hora del crepúsculo…”), sino de copas, de taberna.
Por más que ha intentado pasear, perderse, despotricar a sus compañeros, ser absorbido por la ciudad, leer un poco, dormir, pensar en la conversación telefónica con Emily, la película lo tiene por entero poseído; le ha avivado su mala conciencia. Piensa que él y otros amigos debieron haberlo obligado a volver a México, enviarle un pasaje, meterlo en una clínica de desintoxicación si era eso lo que necesitaba; en fin, algo seguramente se hubiera podido hacer, cualquier cosa, menos dejarlo morir en aquel pueblo perdido, olvidado por todos. Es imprescindible que concierte un encuentro con Hayashi, el director japonés, que le informe cómo pudo enterarse de aquellas circunstancias finales; decirle, a pesar de que no va a creerle (como buen oriental fingirá que sí, sonreirá cortésmente, pero sin ocultar del todo una expresión de tedio) hasta que él no comience a darle nombres y detalles, tendrá que decirle que no solo fue amigo de Carlos, sino que es el original de ese muchacho un tanto absurdo, el joven ofuscado que aparece en un pasaje de la película, el que por una noche, por poquísimas horas de una noche, fue el amante real de una mujer real que vivía ahora, si es que aún vivía, decrépita, maniática, empecinada en su rencor por Carlos, recluida en una clínica de lujo de las proximidades de Londres. Que por favor le diga si la muerte de Charlie, de cuyas circunstancias nadie logró enterarse, fue tal como la describe en su película. Añadirá (¡si tuviere a la mano aquella carta para poder mostrársela!) que estaba enterado de la existencia del viejo harapiento que abandonó la gloria literaria para refugiarse en una choza en las montañas, que por favor le explique cómo fueron sus últimas semanas en las Bocas de Kotor.
Porque en la película, después del primer encuentro de los dos hombres de letras, las visitas se repiten, siempre en la taberna, junto a una ventana, no lejos de la chimenea, desde donde contemplan la lluvia. La primera vez el poeta se dirigió hacia la estufa, dejando a su paso un arroyo. Se sentó en la mesa de al lado del protagonista, el supuesto Carlos.
Cambian unas cuantas palabras; algo los lleva a identificarse como escritores; hablan un poco de literatura, muchos de los pros y contras del lugar, del paisaje y también de sus sueños, aspiraciones y proyectos. Parecen dos muchachos decididos a conquistar y transformar el mundo, el arte, la literatura, ¡la vida, nada menos! (non jef t’es pas tout seul!). Entrechocan los vasos con frecuencia; se saben hermanos, cofrades, aedas incomprendidos por los tiempos que corren; en un momento maldicen a su época y al siguiente la califican de extraordinaria, germinal, de algo que está por llegar. Una época grandiosa a pesar de la fatiga y el desaliento que sabía producir.
Y un día le confía que se encuentra en dificultades; le habla de su miseria, del cheque que no llega. La patrona lo ha amenazado con incautarle el equipaje y expulsarlo del hotel; no sabe qué hacer, no le queda dinero ni para poner un telegrama. Desearía vender algunas prendas de ropa, pero no conoce a nadie en el lugar. El poeta le asegura que no obtendrá gran cosa por los trajes; por el reloj, en cambio, podrían darle una buena suma. Pero él se resiste; se excusa diciendo que es un antiguo regalo; además, no saber la hora le hace sentir mal, le produce mareos, náuseas. El poeta insiste. Le asegura que conseguirá el dinero en menos de media hora. Por fin se desprende del reloj. Luego espera, víctima de la mayor postración nerviosa. Está seguro de que otra vez lo han timado, que esa noche lo echarán de la pensión; el reloj era lo único con lo que contaba para que algún chofer lo devolviera a la civilización; cuando regresa el otro con el dinero apenas lo puede creer. Llaman a la patrona, paga la cuenta; le sobran todavía unas monedas. Piden una botella de licor; luego otra. Se emborrachan. El protagonista escucha cómo aquel viejo desdentado, sucio, desaliñado hasta lo imposible, que no ha dejado, ni siquiera en los momentos de mayor fraternidad, de producirle cierta repulsión (pues en cierto modo es como verse reproducido en un espejo que le obsequia una imagen futura, una imagen que casi le pisa los talones), le confecciona con gran locuacidad y un enorme despliegue de muecas, de carcajadas que dejan al desnudo las encías, los restos de dientes putrefactos, con guiños que ponen todo el rostro en movimiento hasta formar un crucigrama de arrugas, suciedad y pelos, un porvenir despojado de preocupaciones económicas. Lo oye, al principio, con asombro, luego con un tembloroso deseo de participación, al final con entusiasmo, narrar sus experiencias en aquella cabaña donde escribe cuando le viene en gana, sin preocupaciones de ninguna especie, y de la que muy de tarde en tarde bajaba al pueblo para comprar algún periódico, aunque ahora lo hacía más a menudo para conversar con él, pues no era frecuente encontrarse en esos tiempos con gente de la ciudad, mucho menos de su categoría, y lo invita a compartir con él su casa. Allí conocerá la calma que buscaba y podrá terminar esa novela de la que en varias ocasiones le ha hablado.
Siguen bebiendo.
Luego, tambaleantes, con pasos inseguros, suben al cuarto. Con la ayuda del poeta recoge sus cosas y las guarda en la maleta. Meten la ropa revuelta, en desorden, las latas de alimentos, un par de zapatos de lona; ponen los libros, las carpetas y los papeles dispersos por el cuarto en una cesta que cubren con periódicos. Después, bajo una lluvia fina, en medio de la oscuridad, caminan por la larga y estrecha calle principal (la única) del pueblo, al lado del mar. Comienzan a ascender la montaña por una vereda empedrada. La lluvia los ciega a momentos; caen de cuando en cuando, maldicen estrepitosamente, se detienen a tomar aliento. La botella pasa de mano a mano con cierta regularidad. Ambos, él sobre todo, están del todo ebrios. Siguen caminando. Al final aparece el reducto de su amigo, unas grandes peñas mal arracimadas, como gajos desprendidos de la misma montaña, cubiertas con un techo de paja. El poeta empuja la puerta y lo invita a pasar. En ese momento, fulminado, se da cuenta de todo. Contempla el montón de paja húmeda que compartirán esa noche, los restos de una fogata, el suelo de tierra empapada. Advierte, con indecible horror, que la vida ha logrado aprehenderlo, que le ha dado cuerda durante varios años, reduciéndole cada vez más el cordel. Sabe que aquel vejete inmundo ha sido el cebo que lo condujo a la trampa, que el mundo ha logrado por fin desembarazarse de él, ponerle, ¡y con qué rigor!, los puntos sobre las íes, excluirlo definitivamente. Sabe que no podrá vivir en aquella pocilga, pero que tampoco le permitirán volver al hotel, que ha trascendido esa etapa. La modesta pensión es ya para él tan inaccesible como los restaurantes de Tokio, el hermoso jardín de su casa en Macao, sus cuadros, su buen sastre, el champaña. Sabe que a partir del día siguiente deberá buscar ramas secas para calentarse, que se ha convertido en el criado del poeta. De vez en cuando bajará al pueblo a mendigar y comprar víveres y alcohol. Para la gente del lugar no será sino un loco más. También a él se le pudrirán los dientes. Sale de la cabaña, comienza a correr, equivoca el sendero. La lluvia se ha vuelto, otra vez, torrencial. Corre al lado del acantilado, resbala, emite un grito breve, más bien un gemido. La cesta queda flotando sobre el agua. Ícaro ha vuelto a hundirse en el mar. En la cabaña, entretanto, el poeta hurga en la maleta. Se prueba con júbilo los pantalones, las camisas, un suéter; olfatea con deleite la bolsa de tabaco.
Por un momento el recuerdo de aquella escena le hace sentir la necesidad, la urgencia de volver a oír la voz de Emily. Está a punto de pedir otra llamada a México. Pero después de un momento de incertidumbre resuelve que sería insensato llamar por segunda vez, daría una falsa impresión. Lo mejor, pues, será acostarse, tratar de leer un poco, tomar un luminal, dormirse a buena hora. El día siguiente será, puede asegurarlo, atroz. Tiene la agenda copada de compromisos de la mañana a la noche. Ni siquiera podrá hablarle a Hayashi. Será mejor dejarlo para otro día. A fin de cuentas, ¿qué importancia podía tener el enterarse de algún nuevo detalle sobre la muerte de Carlos? Oprimió el botón de la lámpara. El paisaje de Guardi, las rameras de Carpaccio, los brocados, The Towers of Trebizond sobre la mesa de noche, el teléfono, fueron absorbidos por la oscuridad. Está exhausto. Mete una mano bajo la almohada y de inmediato se sume en un sueño que borra toda la fatiga, el estupor, la culpa o el rencor que aquel abigarrado día le había producido.

Sergio Pitol, Ícaro

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Sergio Pitol

Ricardo Reques, Cicatrices

Cicatrices

Durante la tarde y hasta que se cierra la noche el anciano contempla un remanso estancado del arroyo Tarumá que se encuentra tapizado por anchas hojas de equinodorus, una planta acuática de flores blancas, grandes y bellas. Silbidos seguidos de largos silencios se suceden entre las hojas. Son las ranas trepadoras curupí (Hypsiboas curupi), una especie endémica, con una distribución muy reducida, descrita muy recientemente por la ciencia. El anciano observa detenidamente como si el tiempo no corriese. Cantan sobre las hojas y a veces se sumergen. Mientras sus pupilas se adaptan a la oscuridad, se fija en las cicatrices que recorren el dorso de los pequeños machos, tatuajes feroces ocasionados por las espinas de sus contrincantes, que son el testimonio de las terribles luchas por defender el territorio que han elegido para atraer a su pareja. Cuando llega el silencio, el anciano retira con cuidado las hojas de equinodorus en las que se han posado los machos con cicatrices más numerosas y profundas. A la mañana siguiente, extiende las hojas para que se sequen al sol y las recorta cuidadosamente en forma cuadrangular para después coserlas como si fuera un cuaderno. Al cabo de los días, cuando las hojas han tomado un color pardo, sobre su haz pueden verse extraños signos que el anciano puede leer en guaraní. Son breves y hermosos poemas escritos en una lengua de la que se pensaba que no había un sistema de signos. El anciano sabe que las ranas con las heridas más profundas cuentan las historias más desgarradoras y conmovedoras. Esa es la única poesía que conoce.
Ricardo Reques, Cicatrices (incluido, sin título, en La rana de Shakespeare).

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Ricardo Reques

Evelio Rosero, La peluquera de niños

La peluquera de niños.

La peluquera de niños es una vieja inmensa, de manos enrojecidas por el agua, que huele a cebolla y perejil. Usa un grasiento delantal azul que parece a punto de reventar por la fuerza de sus carnes; su redondez es una pelota descomunal, lenta, mullida, que rebota plácida cuando se sienta en un butaco de madera, en pleno centro de la habitación.
—Ven aquí —dice—. Siéntate en mis rodillas. Se hace tarde.
Tiene una voz ronca, dolorosa, de otro mundo, como acolchada por mordazas. De su delantal ha sacado unas tijeras y un espejo diminuto, y, esgrimiéndolos como dos extrañas armas, vuelve a pedir al niño que se acerque. El niño sigue quieto, en el umbral, contemplando con detenimiento a su alrededor.
—¿Es usted la peluquera? —pregunta—. Mamá me dijo que entrara, que luego vendría por mí.
Los ojos del niño quisieron decir: «Mamá me dejó aquí, y no hay otro camino. Será imposible escapar».
—Como puedes ver —ha dicho como toda respuesta la peluquera— soy una mujer ciega. —Y luego de un silencio mordaz—: ¿No lo habías notado? No soy precisamente una peluquera, pues soy ciega, pero por ese mismo motivo he sido elegida, para que no te duela, ni a mí me duela; aunque me duele, y mucho. Necesito sentarte en mis rodillas, para poder desnudarte. Tu mami es una antigua conocida mía. Somos amigas. Vecinas de barrio. Ella me contó que estás prácticamente vestido de pelos, ¿es cierto?, qué feo, niños o niñas con mucho pelo son feos. Feos. Déjame tocarte. Debes recordar que soy ciega. Ayúdame a verte. Ven ya, o me quejaré con tu mami. La conozco bien. Es una mujer seria. No se anda con vacilaciones.
«Una mujer ciega», se grita por dentro el niño, y se lo repite mil veces: «Mamá me ha dejado con una ciega». Todavía recuerda la voz de su madre, cuando le dijo: «Entra donde la peluquera y déjate peluquear. Yo no tengo tiempo para acompañarte. Entra ya, que no demoro».
Se decide a regañadientes y va donde la peluquera.
Sus rodillas son la silla más blanda que conoció.
—Pero si eres más pesado de lo que yo imaginé —dice ella—, ¿cuántos años tienes?
—Diez.
Ella sonríe, asintiendo. Una de sus infladas manos lo explora en la cabeza.
—Un pelo muy fuerte —dice—. De caballo. Habrá trabajo. —Se ríe—. No intentes matarme, un solo grito mío y ni siquiera tendrás tiempo de apretar en mi cuello.
El niño sufre un vuelco inmediato, un espasmo de fuego dividiendo su vida. ¿Matarla? ¿Y por qué iba a matarla? No se le había ocurrido.
La mano de la peluquera sigue en su cuerpo, es un insecto blando de patas gordas y lentas. Baja por su ombligo. Lo sorprende.
—¡Eh! —se ríe ella, con desparpajo—, no solo tienes pelos de caballo. Estos niños de hoy son prodigiosos. —Suspira con fuerza, reanuda su paseo—. ¿Y tu rostro? Solo lamento que no pueda mirarte. Mis manos no pueden decirme todo sobre tu rostro.
Deja en el piso el espejo y las tijeras. El niño ve los ojos de la ciega, abiertos y quietos. ¿Ciega de verdad? Los ojos palpitan, ¿va a llorar? Imposible: la peluquera sigue sonriéndose, muy suave; parece un lloriqueo amortajado. Acaso mira al niño. Lo mira. Lo está mirando. Y le ha quitado los zapatos y las medias. El pantalón y la camisa. Lo hace con diligencia amodorrante. «Era cierto», piensa el niño, «me ha desnudado.» No puede creerlo, desnudo de pies a cabeza, como si se dispusieran a peluquearlo por entero, por fuera y por dentro, por la mitad hacia arriba y hacia abajo. Los dedos de la peluquera avanzan a la deriva por sobre sus labios, en los contornos blancos de sus pómulos, en la frente lisa y amplia y cálida, casi afiebrada.
—Nunca senté a un niño hermoso en mis rodillas —dice la peluquera con un suspiro—, nunca tuve tan próximo un niño bien hecho, como Dios manda. Y es que no tengo hijos, ¿sabes? Nadie quiso acercarse a mí, por mi gordura. Cuando era niña tenía un amiguito. Ni él sabía que yo era gorda, ni yo lo sabía. Jugábamos al papá y la mamá. A él no le importaba mi ceguera. A mí tampoco. Me bastaba con atraparlo y saber que él se dejaba atrapar; que ese era el juego eterno de nuestro amor. Pero un mal día mis nalgas en su cara lo mataron. Lo asfixié, sin darme cuenta. Pues yo reía, reía de felicidad. Desde entonces ningún amigo me busca. Mis nalgas deben causar miedo. ¿Sientes miedo de mí?
—No —dice el niño con un gemido.
—¿Cómo dices?
—No.
—¿Cómo?
—Que no.
—No te oigo.
—No tengo miedo —miente el niño luego de un silencio de pánico. ¿Por qué su madre lo ha dejado con esta mujer?
—Yo tampoco siento miedo de ti —sonríe la peluquera—. Pero estoy maravillada. Yo, que nunca tuve a nadie hermoso en mis rodillas, ahora tengo un niño bellísimo. Debes saber que los niños que me traen son muy feos, y tontos, no hablan, tienen la cara ancha y usan joroba, babean, más parecen animalitos que niños comunes y corrientes. Los traen porque no hay que volver a llevárselos. Pero esta vez me han traído un niño bellísimo, ¿y por qué? Sabrá Dios. Un niño como el que jugaba conmigo. Idéntico. La misma piel, el mismo susto. Los mismos ojos desconocidos. Y ha entrado él mismo sobre sus propias piernas, nadie tuvo que amarrarlo, todo un hombrecito. Ni un tío, ni un hermano, ni un abuelo compadecido lo han traído cargado hasta mis rodillas, ni por ruego ni por fuerza. Entró él solito, y se dejó quitar los zapatos, primer error. Segundo error: el pantalón y la camisa. Pero qué niño valiente. Y además habla, qué bello es. Yo sé por qué lo digo.
Sus manos vuelven a apoderarse del espejo y las tijeras. Sus ojos lanzan un destello inhóspito, de hielo.
—Este pequeño espejo lo tengo conmigo —dice con un susurro— para que tú mismo te veas sin cabello, y me digas cómo quedaste. Pero antes necesito saber, niño inteligente, cómo eres. De modo que mientras pongo a funcionar las tijeras puedes decirme cómo eres. Yo iré al mismo tiempo verificando tus palabras con mis manos. Veré con mis manos si me estás diciendo la verdad con tus ojos. Entiéndelo. Ningún niño hermoso, nunca un niño de verdad se dejó tocar de mis manos de ciega, y por eso nunca pude comprobar si mis manos podían ver tanto como un buen par de ojos. Si, por ejemplo, con una taza, hubiese tenido la oportunidad de que la taza, o el gato, o el perro, se describieran a sí mismos, podría haberlo confirmado. Pero ni el gato ni la taza ni el perro hablan, de modo que me fue imposible saber si en realidad los gatos y las tazas y los perros eran como mis manos decían.
—¿No es usted la peluquera de niños? —pregunta el niño con espontánea vehemencia—, ahora me acuerdo. Mamá siempre me dijo que tarde o temprano me llevaría con la peluquera de niños. Usted es la peluquera.
—Yo soy, por desgracia —responde la peluquera. Y arroja un suspiro inmenso como ella, un suspiro de fuego que se riega en la cabeza del niño y lo escalofría de incertidumbre. La peluquera prosigue—: Una que otra vez pude palpar un niño de verdad, o una niña: oía sus voces y corría hasta ellos y los atrapaba, con gran dificultad. Pero se ponían a llorar tan pronto yo los abrazaba y esculcaba, como hoy te abrazo a ti, y te esculco. No te enfades. No te muevas. No soy peluquera de profesión. Podría cortarte una oreja, o podría cortarte tú ya sabes. No te enojes. Quieto. Quietecito. Un solo grito mío y viene tu mami, y acaso te peluquea a correazos. Yo la conozco. Alguna vez te dijo que no quería verte vivo, ¿sí o no? Sí, sí, yo lo sé. Nunca me equivoco. Ella misma me lo dijo, sin necesidad de decírmelo, con solo traerte hasta aquí. Igual que muchas otras mamás. Ellas me dicen, sin decírmelo: «Estamos cansadas de este niño, ¿qué hacemos con él? Se porta mal, no parece un hijo. No es de Dios, es del diablo. Ni siquiera podemos dormir. Nos hacen infelices a nosotras, a sus papás, a sus hermanitos». Eso me dicen, sin decírmelo, al traerme a sus elegidos, amarrados, hasta mi puerta. Me los dejan a mí, como un regalo, a mí, que nunca tuve hijos, la peluquera de niños. De modo que te repito: obedece. Quieto. Quietecito. No soy peluquera. Soy cuidadora de puercos. Y no solamente los cuido. Los veo nacer con mis manos. Los amo. Yo misma los engordo, y luego yo misma los mato. Soy una espléndida matarife, dicen, y debo serlo porque soy ciega. Estoy segura que soy capaz de describir un cerdo perfectamente, aunque tampoco los cerdos han podido corroborar la certeza de mis manos. Esta es la mejor oportunidad de mi vida. Un niño inteligente, que hable, que no lance chillidos como los demás niños que he tenido en mis manos, cerditos recién nacidos. Con un niño tan hermoso en mis rodillas, veraz, locuaz, alegre, que sabe hablar, podré soñar con los ojos abiertos. Agradezco al mundo mi ceguera, pues solo por ella las madres cansadas de este lado del mundo depositan en mí la confianza de peluquear por última vez a sus hijos. Qué madres, Dios. Escucho sus lágrimas, sus palabras: «Es que estamos cansadas», me dicen, «Ya no podemos. No alcanza el arroz. Comen por tres, no hacen más que comer y dormir como cocodrilos. » Pero ninguna madre imagina que puedo mirar con mis manos, aunque sea borrosamente. Que puedo ser más madre que ellas. Madre de sus madres y de sus abuelas. Y piensan que no sufro. Pero también sufro. Y siento miedo, y lástima, de los niños que ellas me recomiendan. También tengo sentimientos, y acaso más sentimientos que ellas, aunque sea ciega y cuidadora de puercos. Hoy mi oficio principal es otro, soy peluquera de niños, ¿me oyes? Al fin y al cabo, y esto es un secreto, la carne de los niños finaliza confundida con la carne de los puercos. Niños y puercos desaparecen, no dejan razón. Por eso me respetan en este barrio de Dios. Tengo que peluquearte para que tu madre deje de sufrir tanto porque su hogar está en peligro, con semejante dolor de cabeza, monstruo horrible. Y contigo podré confirmar al fin si mis manos han mirado realmente, o si el mundo ha sido un invento de mis manos. Ya me he tocado mucho a mí misma, y estoy defraudada: tampoco así he podido comprobar nada, pues temo que yo misma me engañe. Pero es ahora, cuando empiezo a peluquearte, que debes empezar a decirme cómo eres. Y luego me dirás cómo quedaste, sin cabellos. Tendrás que explicarme cómo eres y cómo serás. Dime entonces cómo eres.
El niño no dice nada.
—Dime.
—No sé.
—Tú sabes. Dime.
—Soy como cualquier niño —dice el niño, aletargado de calor, hipnotizado, después de una gran pausa de miedo.
—Y cómo es cualquier niño —pregunta la peluquera.
—Como yo soy —responde el niño.
—Y cómo eres —pregunta de nuevo la peluquera, lanzando en otro suspiro otra bocanada de fuego, adormeciéndolo.
—Soy un niño sentado en sus rodillas —replica el niño, con asombro resignado. Siente frío. De pronto se distrae al descubrir un búho, un oscuro búho encaramado a un mueble negro. El búho pestañea al mismo tiempo que él, y eso lo asombra. La luz de la bombilla también parpadea, la penumbra tiembla.
—Tú no me has entendido —lo azuza la peluquera—. Mírate en el espejo. Recuérdate. Acuérdate de cómo eres, por dónde caminan tus ojos, qué dice tu boca. Mira si es cierto lo que dices. —El afán de su voz es otro río de calor.
El niño mira el espejo y se mira.
—Soy como ya he dicho —dice.
La peluquera lo obliga a tomar el espejo en sus manos.
—Sigues sin entenderme —dice—. Eso es imposible. Eres el primer niño de verdad que yo tengo en mis rodillas. No eres un niño a medias, como los que he conocido, mitad cerditos y mitad niños. Tú eres un niño hecho y derecho, un hombrecito; se nota en tu voz. Entiéndeme. Mírate en el espejo. Mira si es cierto lo que me dices. No puedes ser como cualquier otro niño. Para que tu mami te haya traído conmigo tienes que ser un niño distinto, muy peculiar. Solo un niño distinto puede ser tan odiado como para que me lo remitan, Dios mío, dime cómo eres.
El niño devuelve el espejo, desesperanzado.
—Soy como ya he dicho —repite.
—Tu distinción puede ser tu belleza —reflexiona la peluquera, para sí misma—. Acaso eres perverso, de una belleza malvada, y eso lo sabe tu madre.
—No entiendo —dice el niño.
—Puedes hacer un esfuerzo —replica impaciente la peluquera. Y suenan sus tijeras mientras tanto. Después añade, circunspecta, como si tendiera una trampa—: Cómo son tus ojos, por ejemplo.
—Son ojos —dice el niño, casi dormido.
—Escúchame —dice ella—, cómo son tus ojos.
—Son iguales a sus ojos.
—Mis ojos son ciegos. No son ojos. Entiéndeme. Voy a perder la paciencia. Cómo son tus ojos.
—Son dos ojos.
—Cómo son.
—Son ojos.
—¿Solo ojos?
—Negros —se desespera el niño.
—¿Negros? —se desespera la peluquera, y luego, con felicidad—: Cómo es el color negro.
—Es como cuando uno cierra los ojos —replica el niño, cerrando los ojos, ensoñado.
—¿Entonces, si tú cierras los ojos estás ciego? —pregunta ella, y el niño abre los ojos con pánico.
—No —dice.
—No —repite la peluquera—, ya vas entendiéndome. Háblame, por ejemplo, de otros colores. El niño medita unos instantes. Quiere acabar rápido. Si explica algo, si sigue el juego, acaso la peluquera lo dejará en paz, abrirá el candado de sus brazos y le permitirá escapar.
—El color blanco es lo contrario del negro —dice.
—No lo imagino —responde ella—, no puedo imaginarlo.
—Por qué —replica el niño, atónito.
—Porque eso es imposible —replica ella—. Puedes decirme también que el negro es lo contrario del blanco, y sin embargo tampoco lograré imaginar el color negro. Realmente no lo imagino. Ay. Esta conversación nunca la había tenido. No imagino, sobre todo, el color azul, que dicen que es el color de este mundo.
La voz del niño tiembla entre el fastidio y el horror.
—Para qué saber cómo es el azul —pregunta.
—No lo sé —contesta la peluquera con amargura—, seguramente para saber que soy más ciega de lo que soy. Maldita sea la luz. Si no existiera la luz no existirían el azul ni los ciegos.
—Todos seríamos ciegos.
—No. Sencillamente no existiríamos los ciegos. Todos veríamos con las manos. Nos escucharíamos mil veces mejor. Pero bueno. Ahora veo que mis manos jamás podrán ver realmente. Hablan únicamente de formas y texturas, igual que mi nariz solo habla de olores. ¿Cómo exigir más a una nariz? De cualquier forma hoy me siento feliz, te confieso, porque por fin puedo hablar con alguien de colores. Sueños de ciego, por supuesto. ¿Cómo imaginas que sueño? Mis sueños sí son negros. Mis sueños son ruidos que yo puedo tocar. ¿No te ríes? Mis sueños están llenos de perfumes y campanas, de susurros de recuerdos. Eres alguien que me escucha, eres atento, aunque por fuerza. No gritas. No lloras. No me exasperas. No me decepcionas. Y es mejor que sigas atendiéndome, pues de lo contrario yo misma te ajusticiaría ya mismo, con estas tijeras. Te repito que toda mi vida la he pasado matando cerdos y a la hora de la muerte ningún niñito se diferencia de ningún cerdito.
Los cabellos del niño caen alrededor.
Con un suspiro inmenso la mujer muestra ahora una esplendente navaja de barbero; de un mueble cercano ha sacado una vasija de agua tibia y jabón. El delgado vapor del agua enjabonada arrastra un olor de flores, reconcentrado.
—Mamá se tarda —dice el niño—. Creo que debo irme.
—No puedes irte. Ella vendrá por ti, pero solo cuando yo te haya rasurado la cabeza.
El niño entrecierra los ojos. La mujer usa delicada la navaja; sus manos mojadas escalofrían; empiezan a raparle la cabeza. Entonces el niño se contempla a sí mismo, sentado en las rodillas de la enorme peluquera, y él mismo, a su pesar, se ríe de la situación, y, de improviso, obligado por un miedo intempestivo, como si por primera vez decidiera defenderse y acudir a toda una reserva de argucias y cautela, de astucia elemental, le dice por fin a la peluquera, con un hilo de voz, casi al oído:
—Siento que soy como su hijo.
La mujer se estremece sorprendida. Detiene unos instantes su labor, entreabre la boca, sonríe extasiada, se refriega el rostro con las manos como a punto de lanzar un grito de alegría, como si por vez primera escuchara lo que se repitió toda la vida, pero luego suspira y se encoge de hombros y dice, como si reconociera algo que es plenamente natural:
—Es cierto; tú eres mi hijo; y no solo eso, también eres mi hija; y no solo eso, también eres el hombre que nunca pude tener. Te amo por eso tres veces, y quiero agradecer lo que me has dicho. Además, mis manos no han visto ningún asco en tu rostro. Solo amor y nada más. Pero qué digo. Qué estoy diciendo. Ahora terminaré de rasurarte, y después tendremos que despedirnos para siempre.
El búho devuelve la mirada del niño, como si nada más pudiera decir. El niño sigue sin dar crédito.
—¿Va a matarme? —dice, con más curiosidad que espanto.
—¿Tienes miedo de morir? —resopla ella, en voz muy alta.
El niño susurra con apremio:
—No quiero morir. Quiero dormir. —Y luego añade, imbuido de espanto—: Pero usted tiene razón: mamá dijo muchas veces que quería verme muerto.
—En este justo momento debería matarte —dice la peluquera, rozando la oreja del niño—, pero no voy a hacerlo. Ya nunca querré matarte, ni por todo el oro del mundo, porque soy además tu madre y tu esposa y tú eres mi hijo y mi hija y mi hombre. De todas maneras no tienes escapatoria. Si no te mato yo, tu madre se hará cargo.
—¿No puede ayudarme? —se aterra el niño.
—¿Y cómo? Soy una ciega, ¿cómo te protegería? De nada te serviré así.
El niño sabe que debe llorar, que es el tiempo, y no puede. No puede, además, huir, huir corriendo de la peluquera. Ella deja caer la navaja en el suelo. Acerca su nariz al cuerpo del niño. Lo huele con fruición.
—¿Qué fue lo que hiciste para que te trajeran? —pregunta con otra voz, una voz de complicidad—. Cuéntamelo todo.
—No he hecho nada. Nunca hice nada. Solo dormir.
—No te creo.
—Créame.
—¿Nunca hiciste nada a nadie? ¿Ni a un abuelo?
—Nunca.
—¿A una hermanita, a una amiguita, eh?
—Jamás.
—Bueno. Entonces es porque debes tener dos corazones.
—No —grita el niño.
—Sí. Eres bello por dentro. Superior a los hombres.
Y lo huele con más fuerza.
El niño hace un intento por escapar, pero las manos gordas y recias de la peluquera rodean su cintura.
El búho aletea. Sus alas suenan. La luz languidece. La respiración de la mujer trepida, inmensa como ella. Silba. Un cartón cuando se parte.
—Me duele mi corazón —dice ella con un sollozo—. Esto es mucho para mí. —Y añade, con un suspiro—: Maldito seas. Me he enamorado de ti, yo, peluquera de niños, que nunca supe qué era el amor, me he enamorado de ti, yo, que maté al amor con el peso de mis nalgas en su cara, Dios, qué arrepentimiento, él era parecido a ti, él era idéntico. —Y después, con un grito ronco—: Muerde mi oreja hasta la sangre, muérdela, como lo hizo él, sin miedo, hasta exasperarme de amor, él, hasta que tuve que matarlo sentándome en su cara, riéndome de felicidad.
Y, sin esperar a que el niño haga algo, o responda algo, lo besa con fuerza de fuego en los labios, durante un segundo mortal.
El niño ya está derrotado, sin ningún propósito, desmadejado, igual que una marioneta palpitante en las rodillas de la peluquera.
—Si pudiera dormir —dice ella—, soñaría que eres libre y vives conmigo, lejos del pueblo, en un monte que yo conozco. Te regalaría un lechón asado, cada mes. ¿Te gusta el lechón asado?
El niño no responde. Sus ojos contemplan atónitos los ojos de la peluquera, que vuelve a besarlo en la cabeza, el cuello, las mejillas. Durante unos instantes el cuerpo de la peluquera es un frenesí ciclópeo, pero después ella misma parece desesperanzarse de ella, y el niño ve que en sus ojos se enciende la luz, como agua.
—¿Llora? —dice el niño.
—Estoy llorando de arrepentimiento —responde ella. Su voz declina. Se ahoga—. Llorar es el último arrepentimiento.
Su cuerpo se afloja de pronto. El niño se incorpora, pasmado. Su madre acaba de aparecer en la puerta. «Qué sucede —pregunta—, por qué estás desnudo». El niño no logra responder; sus pies pisan sus propios cabellos; la madre se aproxima, lenta al principio, después a la carrera. «¿Te estuvo inventando historias?» pregunta, pisando también los cabellos del niño. El niño sigue sin responder. Solo sabe, solo siente que sus pies pisan sus propios cabellos, y que en ellos, como si en un amplio ataúd, un colchón, la última cama, ha caído blandamente la mujer de carne descomunal. La madre resopla congestionada; agarra al niño de las manos. «Qué le hiciste» pregunta, «qué le hiciste a la peluquera, yo te conozco muy bien». El niño y el búho, al tiempo, contemplan a la peluquera: impávida, de madera, una sonrisa se aquieta en sus labios. Sueña seguramente que el niño es libre. Que vive con ella. Que ella le regala un lechón.

Evelio Rosero, La peluquera de niños (Cuentos completos).

https://es.wikipedia.org/wiki/Evelio_Rosero
Evelio Rosero

Bertolt Brecht, Los chinos corteses

Los chinos corteses.

Con su habitual cortesía, los chinos rindieron a su gran sabio Lao-Tse el mayor homenaje que ha tributado pueblo alguno a sus maestros, inventando la siguiente historia: Desde su juventud había instruido Lao-Tse a los chinos en el arte de vivir, y de viejo abandonó el país porque la insensatez cada vez mayor de la gente le hacía difícil la vida. Puesto ante la alternativa de soportar la irracionalidad colectiva o de hacer algo contra ella, abandonó el país. Al llegar a la frontera le salió al paso un funcionario de aduanas y le pidió que escribiera sus doctrinas para él, el aduanero; y Lao-Tse, por miedo a parecer descortés, complació su deseo. Anotó las experiencias de su vida en un breve libro destinado al aduanero, y solo cuando lo hubo concluido abandonó su tierra natal. Con esta leyenda explican los chinos el surgimiento del libro Tao-te-king, cuyas doctrinas rigen hasta hoy sus vidas.

Bertolt Brecht, Los chinos corteses.

https://es.wikipedia.org/wiki/Bertolt_Brecht
Bertolt Brecht