Ray Bradbury, Cuento de Navidad

Cuento de Navidad

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque excedía el peso máximo por pocas onzas, al igual que el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.
—¿Qué haremos?
—Nada, ¿qué podemos hacer?
—¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.
—Ya se me ocurrirá algo —dijo el padre.
—¿Qué…? —preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
—Quiero mirar por el ojo de buey.
—Todavía no —dijo el padre—. Más tarde.
—Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
—Espera un poco —dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
—Hijo mío —dijo—, dentro de medía hora será Navidad.
—Oh —dijo la madre, consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.
—Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometisteis.
—Sí, sí. Todo eso y mucho más —dijo el padre.
—Pero… —empezó a decir la madre.
—Sí —dijo el padre—. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
—Ya es casi la hora.
—¿Me prestas tu reloj? —preguntó el niño.
El padre le prestó su reloj. El niño lo sostuvo entre los dedos mientras el resto de la hora se extinguía en el fuego, el silencio y el imperceptible movimiento del cohete.
—¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
—Ven, vamos a verlo —dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
—No entiendo.
—Ya lo entenderás —dijo el padre—. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.
—Entra, hijo.
—Está oscuro.
—No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.
—Feliz Navidad, hijo —dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.

Ray Bradbury, Cuento de Navidad.

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Ray Bradbury

Julio Cortázar, Instrucciones para subir una escalera

Instrucciones para subir una escalera.

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.
 Julio Cortázar, Instrucciones para subir una escalera.

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Julio Cortázar


Virginia Woolf, La casa encantada.

La casa encantada.
A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.
«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.»
Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.
Pero lo habían encontrado en la sala de estar. Aun cuando no se les podía ver. Los vidrios de la ventana reflejaban manzanas, reflejaban rosas; todas las hojas eran verdes en el vidrio. Si ellos se movían en la sala de estar, las manzanas se limitaban a mostrar su cara amarilla. Sin embargo, en el instante siguiente, cuando la puerta se abría, esparcido en el suelo, colgando de las paredes, pendiente del techo… ¿qué? Yo tenía las manos vacías. La sombra de un tordo cruzó la alfombra; de los más profundos pozos de silencio la paloma torcaz extrajo su burbuja de sonido. «A salvo, a salvo, a salvo…», latía suavemente el pulso de la casa. «El tesoro está enterrado; el cuarto…», el pulso se detuvo bruscamente. Bueno, ¿era esto el tesoro enterrado?
Un momento después, la luz se había debilitado. ¿Afuera, en el jardín quizá? Pero los árboles tejían penumbras para un vagabundo rayo de sol. Tan hermoso, tan raro, frescamente hundido bajo la superficie el rayo que yo buscaba siempre ardía detrás del vidrio. Muerte era el vidrio; muerte mediaba entre nosotros; acercándose primero a la mujer, cientos de años atrás, abandonando la casa, sellando todas las ventanas; las estancias quedaron oscurecidas. Él lo dejó allí, él la dejó a ella, fue al norte, fue al este, vio las estrellas aparecer en el cielo del sur; buscó la casa, la encontró hundida bajo la loma. «A salvo, a salvo, a salvo», latía alegremente el pulso de la casa. «El tesoro es tuyo.»
El viento sube rugiendo por la avenida. Los árboles se inclinan y vencen hacia aquí y hacia allá. Rayos de luna chapotean y se derraman sin tasa en la lluvia. Rígida y quieta arde la vela. Vagando por la casa, abriendo ventanas, musitando para no despertarnos, la pareja de duendes busca su alegría.
«Aquí dormimos», dice ella. Y él añade: «Besos sin número.» «El despertar por la mañana…» «Plata entre los árboles…» «Arriba…» «En el jardín…» «Cuando llegó el verano…» «En la nieve invernal…» Las puertas siguen cerrándose a lo lejos, distantes, con suave sonido como el latido de un corazón.
Se acercan más; cesan en el pasillo. Cae el viento, resbala plateada la lluvia en el vidrio. Nuestros ojos se oscurecen; no oímos pasos a nuestro lado; no vemos a señora alguna extendiendo su manto fantasmal. Las manos del caballero forman pantalla ante la linterna. Con un suspiro, él dice: «Míralos, profundamente dormidos, con el amor en los labios.»
Inclinados, sosteniendo la linterna de plata sobre nosotros, nos miran larga y profundamente. Larga es su espera. Entra directo el viento; la llama se vence levemente. Locos rayos de luna cruzan suelo y muro, y, al encontrarse, manchan los rostros inclinados; los rostros que consideran; los rostros que examinan a los durmientes y buscan su dicha oculta.
«A salvo, a salvo, a salvo», late con orgullo el corazón de la casa. «Tantos años…», suspira él. «Me has vuelto a encontrar.» «Aquí», murmura ella, «dormida; en el jardín leyendo; riendo, dándoles la vuelta a las manzanas en la buhardilla. Aquí dejamos nuestro tesoro…» Al inclinarse, su luz levanta mis párpados. «¡A salvo! ¡A salvo! ¡A salvo!», late enloquecido el pulso de la casa. Me despierto y grito: «¿Es este el tesoro enterrado de ustedes? La luz en el corazón».
Virginia Woolf, La casa encantada. Traductoras: Micaela Ortelli y Carolina Ortoff. 

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Virginia Woolf


David Foster Wallace, La niña del pelo raro

La niña del pelo raro.
Gimlet soñó que si anoche no iba a un concierto se conver­tiría en algún tipo de líquido, así que anoche mis amigos Mr. Wonderful, Big, Gimlet y yo fuimos a ver un concierto de piano de Keith Jarrett en el Irvine Concert Hall de Irvine. ¡Qué concierto! Keith Jarrett es un Negro que toca el piano. Disfruto mucho viendo actuar a Negros en cualquier discipli­na de las artes interpretativas. Creo que son una raza de intér­pretes encantadores y con talento, que a menudo resultan muy entretenidos. En particular disfruto viendo actuar a los Negros a distancia, puesto que de cerca es frecuente que emitan un olor desagradable. Desgraciadamente Mr. Wonderful también emite un olor desagradable, pero es un buen tipo y un amigo y se ríe cuando digo que no me gusta su olor, y va con cuida­do de mantenerse a cierta distancia de mí o de colocarse en la dirección del viento. Uso colonia English Leather, que me proporciona un olor muy atractivo a todas horas. English Leather es esa colonia masculina del anuncio de televisión en que una mujer muy guapa y sexy que juega al billar mejor que un profesional afirma que todos sus hombres llevan English Leather o no llevan nada en absoluto. Me parece una mujer muy seductora y sexualmente excitante. Tengo el anuncio de colonia English Leather grabado en mi nuevo vídeo Toshiba VCR y me gusta recostarme en mi sillón abatible de pelo de caballo y masturbarme mientras el anuncio pasa una y otra vez en mi VCR. Gimlet me ha visto masturbarme mientras veo el anuncio de colonia English Leather y está de acuerdo conmi­go en que la mujer es muy seductora y afirma que le gustaría lamerle la vagina a la mujer. Gimlet es una bisexual entusiasta del sexo oral.
Tuvimos que hacer cola en el Irvine Concert Hall duran­te mucho rato para poder ver a Keith Jarrett en concierto por­que llegamos tarde y no nos evitamos el gentío. Llegamos tar­de porque Big tuvo que parar para vender LSD a dos personas en Pasadena y a dos mujeres en Brea, e incluso en la larga cola para ver a Keith Jarrett les vendió LSD a dos tipos, Grope y Cheese, que habían venido en moto hasta Irvine para com­prarle LSD. Big es un buen músico punk que también fabrica LSD en la habitación que tiene en casa de mi amiga, y lo ven­de. A mí me gusta evitarme el gentío y no llegar tarde, pero Gimlet se puso a hacerme una felación en el instante mismo en que ella y Big y Mr. Wonderful pasaron a recogerme en su camión de reparto de leche usado por mi casa nueva de Altadena y tuve un orgasmo en la autopista 210 y me sentí muy bien, de modo que Gimlet consiguió que no me importara llegar tarde ni pagar las entradas, que era muy caras, incluso para ver a un Negro.
Grope y Cheese se colocaron inmediatamente en la lengua el LSD que habían comprado y decidieron quedarse e ir al concierto de Keith Jarrett con nosotros después de que Gimlet se ofreciera a hacerme pagar sus entradas. Gimlet me presentó a Grope y Cheese, que a duras penas tenían edad de ir al insti­tuto.
Gimlet me presentó a Grope y Cheese; dijo Grope, Che-ese: Sick Puppy. Y luego también me presentó a mí. Me llamo
Sick Puppy aunque no me llamo así en realidad. Todos mis buenos amigos son punks y casi nunca tienen nombres salvo nombres como Tit y Cheese y Gimlet. El verdadero nombre de Gimlet es Sandy Imblum y es de Deming, Nuevo México. Cheese le preguntó a Gimlet si podía tocarle la punta del pelo y ella le mandó a sentarse en una cerca de estacas, lo que me causó risa.
Cheese parecía muy inmaduro para ser un auténtico punk y desgraciadamente no era atractivo. Llevaba la cabeza rapada pero con algunos mechones de pelo desperdigados aquí y allá y unas gafas rosadas y tenía el cuello delgado aunque parecía buena gente, pero a Grope no le gustó mi traje nuevo que ha­bía comprado en Rodeos de Rodeo Drive ni mi Top-Siders ni mi corbata de la escuela secundaria con sus bordados de la academia militar de Westminster y la bandera americana. Dijo que yo no parecía un buen tipo ni buena gente y que mis ro­pas resultaban poco atractivas. Tampoco le gustó el olor de mi colonia English Leather.
Las declaraciones de Grope fastidiaron a Gimlet y esta le dijo a Mr. Wonderful que le hiciera daño a Grope, por tanto, Mr. Wonderful dio una patada a Grope en la zona intermedia con sus pesadas botas negras de puntera reforzada para comba­tir en las filas de la «contra» en Centroamérica. Grope sufrió un dolor extremo y se vio obligado a sentarse en el bordillo justo en medio de la cola para ver a Keith Jarrett, sosteniéndo­se su zona intermedia pateada. Gimlet metió sendos dedos en los orificios nasales de Grope y le dijo que me pidiera discul­pas, porque si no, intentaría separarle la nariz del resto de las facciones. El dolor y las actitudes desagradables resultan muy desagradables para la gente que tiene LSD en la lengua, y Gro­pe se disculpó al instante sin siquiera mirarme.
Informé a Grope de que su disculpa había sido plenamen­te aceptada y que a mí me parecía una persona correcta, y le estreché la mano para hacerle saber que Sick Puppy no era ningún aguafiestas, y Big lo ayudó a incorporarse y le dejó que se apoyara en él durante un rato mientras yo pagaba a la cara que había en la ventanilla del Irvine Concert Hall seis en­tradas para ver a Keith Jarrett, lo cual costó ciento veinte dóla­res. Grope le dijo a Big que su LSD era de primera mientras todos entrábamos en el vestíbulo del Irvine Concert Hall, de­corado con gusto, cómodo y balsámico. Gimlet me susurró al oído que como compensación por pagar las entradas para ver a Keith Jarrett y evitar que ella se licuara, intentaría mantener mi pene erecto dentro de su boca durante varios minutos sin tener un orgasmo, y que, asimismo, me dejaría que la quema­ra con cerillas en la parte posterior de las piernas, lo que me alegró mucho, y Gimlet y yo metimos nuestras lenguas en la boca del otro mientras nuestros amigos formaban un corro al­rededor y demostraban su aprobación oral. Los otros grupos de personas que venían a ver el concierto de Keith Jarrett die­ron su aprobación al desenfado de nuestra pandilla y nos con­cedieron un espacio y una privacidad generosos en el amplio vestíbulo del Concert Hall.
Mr. Wonderful y Big y Gimlet habían tomado una gran cantidad del LSD de Big, que es de una clase especial que fa­brica para conciertos y no tiene anfetaminas que podrían po­ner nervioso a alguien. Grope y Cheese también habían toma­do LSD de Big, de modo que todos estaban bajo los efectos del LSD, que los hacía una compañía de lo más divertida. Yo no había tomado LSD porque desgraciadamente el LSD y otras sustancias controladas no me afectan ni influyen en mi estado de conciencia normal. No puedo flipar ingiriendo dro­gas, y a todos mis amigos punks esto les parece muy fascinante y de lo más divertido. Fui un compañero muy popular y so­ciable en la escuela secundaria y en la facultad de empresaria­les y en la facultad de derecho, pero tampoco en esos ambien­tes conseguí que las sustancias controladas me afectaran. A mis amigos los punks les gusta que compre cantidades enormes de drogas y me las tome y que no flipe mientras todos ellos están afectados. El mes pasado para mi cumpleaños me hicieron po­nerme en la lengua más de dos cuadrados del LSD de Big y luego todos salimos a dar una vuelta en el nuevo deportivo que me había regalado mi madre por mi cumpleaños. Es un Porsche con seis velocidades, dos marchas atrás e interior de cuero. ¡Y turbo! Gimlet y Big también se pusieron droga en la lengua y salimos disparados como un relámpago engrasado marcha atrás por la autopista de la costa del Pacífico hasta que nos paró un policía y tuve que regalarle mil dólares para que no encarcelara a Gimlet cuando esta decidió que el revólver del policía en realidad era un desecho químico radiactivo e inten­tó quitárselo de la pistolera y lanzarlo contra una palmera para matarlo. Sin embargo, el agente era un hombre caballeroso y refinado y se alegró mucho de recibir un regalo en metálico de mil dólares. Nos alejamos conduciendo de frente y Big empezó a reírse de Gimlet por haberse creído momentánea­mente que podría matar un revólver de la policía tirándolo contra una palmera, y se rió tanto que mojó los pantalones y podría haber estropeado parte del interior de cuero de mi Porsche nuevo, y tengo que admitir que me molestó, y le hice el vacío a Big, pero Gimlet me dejó que le quemara un pezón a Big con mi mechero de oro en un área de descanso, de modo que volví a alegrarme y a pensar que Big era un gran individuo.
Anoche llegamos a nuestra fila de seis asientos en el Irvine Concert Hall y nos sentamos. Mi nuevo amigo Grope se sen­tó lejos de mí, al lado de Big, y Mr. Wonderful también se sentó junto a Big. Yo me senté entre Cheese y Gimlet, que estaba al final de nuestra fila de seis asientos. Al fondo del es­cenario del Irvine Concert Hall había un piano con un banco. La mujer que estaba sentada detrás de Gimlet me tocó en el hombro acolchado de mi nueva americana y se quejó de que el pelo de Gimlet le planteaba problemas para ver el piano y el banco del escenario. Gimlet le dijo a la mujer Que te jodan, pero el bueno de Cheese estaba preocupado por la situación y educadamente intercambió el asiento con Gimlet para solu­cionar los problemas de visión de la mujer, que se estaba que­jando de lo que había dicho Gimlet. Cheese era un tapón y tenía muy poco pelo en la cabeza que se proyectara hacia el aire, de modo que estaba bien para sentarse detrás de él. Gim­let solo tenía pelo en el centro de su cabeza redonda, pero es­taba esculpido muy hábilmente en forma de pene erecto y gi­gante; por lo demás es calva como Cheese. Sin embargo, el pene de su pelo es muy grande y tumescente y puede ocasio­nar problemas en espacios bajos y a las personas que se en­cuentren detrás de ella y deseen ver lo mismo que Gimlet. Su amiga y confidente Tit esculpe el pelo de Gimlet y la provee de productos especiales para el cuidado del cabello que obtie­ne gracias a su profesión como estilista peluquera y que man­tienen la escultura capilar de Gimlet siempre rígida y realista. A mí me cuidan el pelo en el salón de moda unisex Julios, en West Hollywood, con una parte muy atractiva a la derecha del peinado y una técnica de corte horizontal a ambos lados gra­cias a la cual mis orejas, que son extremadamente atractivas y bien formadas, siempre resultan visibles. Vi mi fantástico corte de pelo en Gentleman’s Quarterly y recorté la fotografía para enseñarle el corte a Julio. Mr. Wonderful lleva una cresta que anoche era de un violeta muy claro, pero que en muchas oca­siones es naranja. El pelo de Big es extremadamente largo y espeso y negro y le cubre la cabeza y los hombros y el pecho y la espalda, incluida la cara. Big tiene una máscara de plástico para ver bien que se ha hecho entrelazar con el pelo a la altura de los ojos mediante la técnica de Tit. El pelo alrededor de lo que probablemente sea la boca de Big tiende a resultar poco atractivo debido a que los alimentos atraviesan esta zona cuan­do come. No recuerdo cómo llevaba el pelo Grope.
Cheese se inclinó por encima de mí y le dijo a Gimlet que siempre estaba dispuesta a echar una mano por haber inter­cambiado los asientos para que la mujer pudiera disfrutar de la actuación, porque Keith Jarrett era un artista Negro excepcio­nal que todo el mundo debería ver actuar por el bien de su educación musical y me pidió que me mostrara de acuerdo con él. Me alegró darle la razón a Cheese y tranquilizar a Gimlet para que no se pusiera pesada, y de hecho Cheese esta­ba en lo cierto cuando el Negro Keith Jarrett apareció en es­cena con pantalones informales, zapatos y una camisa de ter­ciopelo holgada que le venía demasiado grande y se sentó al piano en su banco. Como muchos Negros, Keith Jarrett lleva­ba el pelo a lo afro, desde la ubicación de nuestros seis asientos en el Irvine Concert Hall solo pude ver la espalda de Keith Ja­rrett y su pelo afro mientras tocaba.
¡Pero tocó estupendamente! Le dije a Gimlet que aquel in­térprete era sensacional para no ser un punk como Gimlet y Big y Mr. Wonderful, que juntos formaban una excelente banda punk conocida en todas partes como Esfínter Poderoso, y Gimlet, que en ese momento se encontraba bajo los efectos del LSD, me miró como si hubiera algo extremadamente inte­resante detrás de mí. Me lamió la mejilla durante más de trein­ta segundos pero enseguida se detuvo y me llamó la atención sobre una niña rubia sentada en una fila inferior y afirmó que el pelo de la niña era fascinante y raro. Se quedó mirando fija­mente a la niñita que se encontraba un poco más abajo que nosotros con gran intensidad mientras Keith Jarrett seguía con el concierto.
Anoche, mientras mis amigos y yo escuchábamos tocar el piano a Keith Jarrett en el Irvine Concert Hall, estuve pensan­do que mis amigos eran un grupo de chicos y chicas estupendo y que estaba encantado de ser amigo de unas personas tan di­vertidas. Son únicas y diferentes de los viejos amigos con los que crecí en Alexandria, Virginia, y con los que fui a buenas escuelas y universidades tales como la academia militar de Westminster, la Brown University, la facultad de empresariales Wharton de la Universidad de Pensilvania y la facultad de de­recho de Yale. Todos mis antiguos amigos tenían nombres de ver­dad y vestían igual que yo, y eran muy atractivos y hábiles y a menudo divertidos, ¡pero nunca una panda de payasos como mis nuevos amigos de la zona de Los Angeles! Conocí a mis nuevos amigos punks en una fiesta que se celebró poco des­pués de que llegara a la zona de Los Angeles debido a mi nuevo trabajo, que me reporta más de cien mil dólares al año.
Asistí a la fiesta de Los Angeles para las juventudes republi­canas de Los Angeles con la señorita Paisley Campbell-Greet, una buena chica a quien intentaba convencer de que me prac­ticara una felación y me dejara quemarla después, y llevaba horas charlando y bromeando con ella y con algunos jóvenes republicanos cuando varios punks vestidos de cuero y metal, enfrentados políticamente con los jóvenes republicanos en nu­merosos temas de carácter social, aparecieron espontáneamen­te de la nada, se colaron en la fiesta y empezaron a comerse los caros refrigerios que el cuerpo auxiliar de jóvenes republicanas había preparado y a drogarse y a romper objetos. Al anfitrión de la fiesta le metieron un dedo en el ojo cuando se quejó a los punks más corpulentos, que eran Big y los colegas de Big, Death y Boltpin, de que debían mostrarse más amables y dis­tinguidos.
Poco después del incidente del dedo en el ojo me vi en­vuelto en un altercado con un joven demócrata de la fiesta que había estudiado en la facultad de derecho de Berkeley, Califor­nia (¡me gustaría saber cómo es posible que le dejaran entrar!). Paisley Campbell-Greet conocía a este individuo y estábamos charlando amigablemente cuando yo, inocente y orgulloso, sa­qué a colación el tema de mi padre y mi hermano y el ascenso reciente de mi hermano, su honor y responsabilidad.
Cheese se inclinó hacia mí y afirmó que el Negro Keith Jarrett era un músico con talento y agradable porque su inter­pretación de música jazz en realidad era improvisada, que Keith Jarrett iba componiendo su interpretación a medida que la interpretaba. Gimlet se echó a llorar por eso y por la niñita del pelo raro y le presté uno de mis pañuelos de seda a juego con el color y el estampado de varios conjuntos de mi guar­darropía.
En la reunión de las juventudes republicanas anuncié que mi familia por parte materna posee una empresa que fabrica productos farmacéuticos de alta calidad, mientras que mi fa­milia por parte paterna pertenece a la aristocracia militar. Mi padre es uno de los individuos de rango más alto en el cuerpo de marines de Estados Unidos y él, mi hermano y yo somos parientes del mejor general de combate que ha tenido la na­ción norteamericana desde los tiempos de Ulysses S. Grant. Mi hermano tiene treinta y cuatro años y en la actualidad es teniente coronel del cuerpo de marines de Estados Unidos y tiene el honor de servir como portador de la caja negra que contiene los códigos nucleares para el presidente de Estados Unidos. En sus comienzos mi hermano no era más que el portador nocturno y se limitaba a sentarse muy rígido en una silla por la noche con la caja negra atada a su muñeca y delan­te del dormitorio privado del presidente de la nación, pero ha demostrado ser tan buen portador de códigos nucleares que ahora es el oficial responsable de esta obligación durante el día, por lo que puede vérsele con frecuencia en televisión y en todo tipo de medios de comunicación, rígido en todo mo­mento y a menos de tres metros del presidente, portando la caja negra de los códigos nucleares que son fundamentales para el equilibrio de poder en nuestro país.
Al joven demócrata que se había colado en la fiesta no le gustaron mis comentarios acerca de mi hermano el oficial de día encargado de los códigos y empezó a comportarse de for­ma terriblemente maleducada y a hablar en voz alta y a gesti­cular como un demócrata agitando en el aire sus brazos en­fundados en una americana de pana, hasta que en un mo­mento dado me dio con el dedo en el pecho. Paisley Camp­bell-Greet afirmó que el joven demócrata estaba borracho al tiempo que emocionado por los asuntos relacionados con la política de defensa de nuestra nación pero me cabrea de ver­dad que me den con el dedo en el pecho y saqué mi meche­ro de oro y prendí fuego a la barba del demócrata de la facul­tad de derecho de Berkeley. Se alteró muchísimo y empezó a correr de aquí para allá y a golpearse la barba con la mano, y Paisley estaba realmente muy molesta, sin embargo yo me alegré de haberle prendido fuego a su barba con mi mechero de oro.
Conocí a mis nuevos amigos punks y me convertí en Sick Puppy porque Gimlet y su amiga Tit habían estado intentando atrapar las rodajas de limón de la ponchera de Tiffany’s de las juventudes republicanas y el abogado cuya barba yo había in­cendiado ardía por la zona de la cabeza, y las apartó de la pon­chera de un empujón para apagarse la cabeza sumergiéndola en el líquido. Gimlet se enfadó con él por lo que había hecho y trató de mantenerle la cabeza por debajo de la superficie del ponche con el objeto de dejarle sin oxígeno. Paisley Camp­bell-Greet trató de separar a Gimlet del abogado demócrata y esto sacó de quicio a Tit, que rasgó la parte delantera del caro vestido de tafetán de Paisley dejando los pechos de Paisley Campbell-Greet a la vista de muchos de los asistentes a la fies­ta. Me alegró que Gimlet hubiera intentado herir al abogado en llamas, y empecé a prever que Paisley Campbell-Greet se negaría a practicarme una felación puesto que había prendido fuego a su amigo de Berkeley, además sus pechos resultaron ser extremadamente pequeños y respingones, así que me reí de buena gana ante la visión de lo que el vestido de cóctel de Pais­ley mostró y felicité a Gimlet y alabé su pene de pelo y le dije que me alegraba de que hubiera intentado ahogar al abogado que me había dado con el dedo porque mi hermano portaba la caja negra de los códigos nucleares para el presidente de Es­tados Unidos. Y cuando Gimlet y su camarilla formada por Tit y Death y Boltpin y Big y Mr. Wonderful descubrieron que mi hermano portaba los códigos nucleares para el presi­dente de nuestra nación y que me gustaba incendiar abogados que me cabreaban, se reunieron en asamblea y decidieron que yo era el mejor y más destacado joven republicano de la histo­ria del planeta Tierra y, como por arte de magia, me hicieron desaparecer del cóctel republicano en su camión de la leche negro, de segunda mano y con símbolos druídicos cuidadosa­mente dibujados sobre la pintura, antes de que llegara la poli­cía que Paisley y el abogado encendido habían llamado y me metieran en problemas que podrían hacerme perder el trabajo que me reporta una enorme cantidad de dinero.
Aquella noche Gimlet y Tit me practicaron sendas felacio-nes, y también Boltpin. Gimlet y Tit me hicieron feliz pero Boltpin no; por lo tanto, no soy bisexual. Gimlet me dejó que la quemara superficialmente y me pareció que era una persona extraordinaria. Big se hizo con un cachorro del callejón de detrás de su casa en la zona este de Los Angeles y lo empapó de gasolina y me permitieron que le prendiera fuego en el só­tano de su casa alquilada, y todos retrocedimos para dejarle es­pacio libre y que diera varias vueltas corriendo a la habitación.
Anoche en el Irvine Concert Hall, Grope se acarició la zona intermedia y dijo que Keith Jarrett le estaba lanzando for­mas eléctricas desde la zona exterior de su peinado afro de Ne­gro y se puso como loco. Gimlet ya no lloraba pero se mostró todavía mucho más interesada y fascinada por el pelo rubio y rizado de la niña sentada junto a un hombre mayor vestido con una bonita americana sport dos filas de asientos por debajo de nuestros seis asientos. Gimlet afirmó que el pelo raro de la niña representaba el poder mágico contra la inmolación que tienen los desechos químicos radiactivos y que si Gimlet podía cortar­lo y colocárselo en la vagina bajo el porche de la casa de su pa­drastro en Deming, Nuevo México, podrían quemarla una y otra vez sin sentir dolor ni ninguna molestia. Estaba llorando y peleándose contra llamas ficticias y acto seguido intentó incor­porarse y lanzarse desordenadamente hacia el pelo de la chica saltando por encima de los asientos, pero Mr. Wonderful retu­vo a Gimlet y le aseguró que intentaría conseguirle algunos ejemplares de aquel pelo raro durante el intermedio, y colocó algo en la boca de Gimlet por cortesía de Big.
Junto a mí, al final de nuestra fila de asientos, Cheese se mostró muy interesado por mi persona y empezó a hablarme mientras escuchábamos a Keith Jarrett improvisando su inter­pretación en ese mismo momento, sentado en su banco. Cheese afirmó que así como resultaba evidente que yo era un in­dividuo elegante, se preguntaba cómo había trabado amistad con mis amigos punks de Los Angeles, Big y Gimlet y Mr. Won­derful, puesto que no me parecía a ellos ni me vestía como ellos ni llevaba un peinado que me identificara como punk, ni era pobre ni desvalido ni nihilista. Cheese y yo iniciamos una conversación profunda que resultó muy fascinante y absorben­te. Hablamos en profundidad mientras Mr. Wonderful refre­naba a Gimlet y Big refrenaba al inquieto Grope, en voz baja, para poder escuchar las exquisitas melodías que nuestro ameno intérprete Negro no cesaba de ofrecernos.
Informé a Cheese de que mis amigos punks y yo éramos uña y carne y que a pesar de que yo no podía vestirme como ellos por razones de trabajo y de tradiciones familiares, admi­raba el gusto de mis amigos para la ropa. Puesto que Gimlet sabe que mi excelente trabajo y mi acaudalada familia me pro­veen de grandes sumas de capital en todo momento, Gimlet no se siente infeliz porque no me pueda vestir de cuero y me­tal ni afeitarme la cabeza, ni esculpirme el pelo como un auténtico punk. Mi trabajo es muy fascinante y agradable y me dedico a él desde hace menos de un año. En el bufete de abogados para el que trabajo me encargo de resolver los pro­blemas de responsabilidad legal de las empresas. En ocasiones los productos que fabrican determinados fabricantes tienen fa­llos o defectos que podrían herir al consumidor, y cuando el consumidor pierde los estribos porque ha resultado herido e intenta litigar contra uno de los clientes de mi bufete, me lla­man para que arregle el problema. Esto ocurre a menudo con productos tales como juguetes infantiles y electrodomésticos. Soy extremadamente efectivo solucionando problemas de res­ponsabilidad legal de las empresas porque me encantan los re­tos y me gusta lanzarme al ruedo con el espíritu del cuerpo militar y ganar la competición de calle. En mi carrera me sien­to especialmente satisfecho y motivado cuando se da el caso de que el producto del fabricante realmente tiene un defecto que ha herido al consumidor, porque entonces es un reto aún mayor intentar convencer al jurado o a un jurista de que lo que de verdad ocurrió en realidad no ocurrió y de que el pro­ducto del fabricante no hirió al consumidor. El reto es aún mayor cuando el consumidor está presente en el juicio y está herido, puesto que los tribunales tienden a sentir lástima por las personas heridas, sobre todo si la persona pertenece a una minoría racial y tiene un enjambre de hijos, como suele ocu­rrir con las minorías raciales que se presentan a un juicio. Pero aunque ya he tenido que solucionar muchos problemas de res­ponsabilidad legal empresarial, solo he sido incapaz de llevar­me el gato al agua una o dos veces, porque disfruto participando en una buena competición y también porque, instintivamente, a la gente le gusto por mi aspecto. El hombre de la calle se sorprendería si supiera hasta qué punto los jurados se dejan impresionar por las apariencias. Afortunadamente yo soy un tipo guapo de la cabeza a los pies y aparento menos de veinti­nueve años. Tengo aspecto de joven bien cuidado, de vecinito de al lado, de buen tipo, y una vez mi madre afirmó que tengo cara de ángel. Tengo los ojos de un bello marsupial, la piel blanca y suave como la de un bebé y estoy bien proporciona­do. Ni siquiera tengo necesidad de afeitarme, llevo un buen corte de pelo y no tengo ni los picores ni ese polvillo tan an­tiestético de la caspa. Mantengo mi pelo perfectamente cuida­do, bien peinado y corto en todo momento. Tengo unas ore­jas excepcionalmente atractivas.
Le expliqué a Cheese que vestir de forma convencional y tener aspecto de ángel es bueno para mi carrera y que Gimlet lo comprende. Mi carrera me reporta más de cien mil dólares anuales y además mi madre me envía cheques de su patrimo­nio personal, así que dispongo de una gran liquidez gracias a la cual Gimlet y Big y Mr. Wonderful son un grupo de punks muy felices.
Antes de enfadarme con Cheese, me caía muy bien. A di­ferencia de Gimlet y Grope, anoche en el concierto de Keith Jarrett la ingestión de LSD convirtió a Grope en un tipo bas­tante despreocupado. No vio espejismos ni se puso nervioso, sino que se limitó a explicar que gracias al papel que tenía en la lengua podía captar la música del Negro Keith Jarrett con varios de sus cinco sentidos. Podía oírla, pero también ver y oler y saborear la música. Según Cheese algunos temas olían al terciopelo rojo de un baúl en un desván, a vitaminas, a medi­cinas o a una mañana. Afirmó que también podía ver las com­posiciones improvisadas de Keith Jarrett. Intentó describir es­forzadamente con sus propias palabras el aspecto que tiene una puesta de sol mediante el fuego, los albaricoques y el color azul, y luego mediante el humo, las ciruelas y el negro. Dijo que la música a veces se parecía a una luz tenue detrás de un trozo de hielo. Simplemente escuchando las sensuales explica­ciones de Cheese me sentí feliz, y cuando Gimlet colocó la mano en mi pene por dentro de mis pantalones de tela de ga­bardina y aseguró que en el pelo raro de la niñita rubia había serpientes y gusanos escondidos que no paraban de moverse y deletrear los nombres de la familia de Gimlet, los Imblum de Deming, Nuevo México, le di un besazo.
Cheese sabía un montón sobre otros géneros musicales además del punk. Pensaba que Keith Jarrett era un intérprete negro de mucho talento. Según él, solo un genio podía haber­se sentado en su banco ante miles de espectadores indiferentes y empezar a tocar las viejas melodías que flotaban dentro de su cabeza peinada a lo afro. Cheese postuló que para Keith Jarrett existen millones de esas cancioncillas que toca, y posterior­mente me maravilló que Keith Jarrett no solo tocara las tona­dillas con destreza, sino que además las uniera de formas úni­cas e interesantes, improvisando, de modo que cada uno de sus conciertos de piano era diferente de los otros. El subconscien­te de Keith Jarrett, afirmó Cheese, disponía la manera en que las melodías se enlazaban, por lo que sus conciertos eran li­neales, la interpretación de Keith Jarrett al piano era una línea en lugar de un círculo compuesto. La línea era como una pe­queña historia vital de los sentimientos y las experiencias del Negro. Informé a Cheese de que yo no sabía que los Negros tuviesen subconsciente pero que me gustaba muchísimo el so­nido de aquella música, y Cheese frunció el entrecejo. Gimlet empezó a gemir de un modo que me excitó mucho sexual-mente y ni siquiera le dijo a la mujer quejica de detrás de Cheese que se jodiera cuando la mujer de detrás de Cheese nos pidió que bajáramos el tono de voz para que todo el pú­blico del Irvine Concert Hall pudiera disfrutar del concierto, pero Cheese ya estaba frunciendo el ceño e informó a la mu­jer de que machacaría a su marido si no desaparecía de su vis­ta, así que ella cerró la boca y yo cogí la mano de Gimlet y me llevé a la boca uno de sus dedos con uñas pintadas de blanco con sabor a vainilla.
La niñita del pelo amarillo que Gimlet consideraba quími­co y paranormal parecía estar dormitando apoyada en el hom­bro del hombre mayor con la americana de buen corte. Admi­raba la americana y deseé que me perteneciera a mí en lugar de a aquel hombre. Quería que el hombre se girara para poder ver a quién pertenecía la americana y empecé a tratar de deci­dir si le lanzaba un centavo a la parte posterior de la cabeza para inducirle a que se girara.
Sin embargo, además de ser un buen punk con toda la ca-
beza rapada y gafas rosadas, Cheese también podía ser inteligente y listo. Estaba muy interesado en la persona de un servi dor y, sin que yo me diera cuenta, Cheese pasó de debatir acerca de los géneros musicales y las experiencias y emociones de negro de Keith Jarrett a no hablar de ningún género y sí de mis experiencias y emociones de blanco. Cheese reveló que estaba ansioso por saber por qué mantenía unas relaciones tan satisfactorias con mis amigos punks. Dijo que quería comprender a un Sick Puppy como yo. Al principio estaba muy serio mientras viajaba con el LSD, pero después se volvió divertido de un modo que a mí me pareció entretenido y encantador. Divulgó su opinión de que los punks eran niños nacidos en un espacio muy pequeño, sin ventanas, rodeados de paredes de cemento y metal, a menudo arrasadas con pintadas, que cuando llegaban a adultos intentaban abrirse camino a través de las paredes. Intentaban avanzar rápidamente por el filo de algo y conseguían dicha proeza despreocupándose del peligro de caerse del filo. Cheese afirmó que toda mi camarilla punk se sentía como si no tuvieran nada y nunca fueran a tenerlo y, por tanto, convertían la nada en todo. Sin embargo, Cheese afirmó que yo era un Sick Puppy que ya lo tenía todo y, en consecuencia, quería averiguar por qué cambiaba mi enorme todo por una enorme nada. Cheese estaba mostrándose curioso y divertido en su asiento de la punta, pero insistía en contemplar mi bello perfil, y apoyaba la mano en la manga de mi americana nueva, lo cual no me gustó nada puesto que tenía las uñas sucias. Me preguntó por qué me llamaban Sick Puppy.
Le comuniqué a Cheese que me parecía un buen tipo y que estaba disfrutando mucho con nuestra conversación pro­funda y que admiraba su pendiente. Su pendiente estaba fabri­cado con hueso. Cheese respondió a tales afirmaciones mos­trándose nuevamente malhumorado y le dije que dejara de fruncir el ceño.
Gimlet miró el centavo de mi mano mientras yo me fijaba en la nuca del hombre mayor, y leyó en mí como en un libro abierto. Me pidió al oído que le tirara el centavo a la niña del pelo raro para hacerle daño y que se girara y Gimlet aprove­charía la oportunidad para observar la cara de la niña del pelo raro. Dijo que predecía que la cara de la niña sería la de una auténtica gigante con planetas orbitando en las cuencas de sus ojos, y que su aliento olería a manzana. Afirmó que el pelo raro, una vez arrancado de la niña y colocado en la vagina afectada por el LSD de Gimlet, haría que Gimlet dejara de ser una tal Sandy Imblum y la transformaría en un área de fuego con los brazos, las piernas y la vagina de calor puro. Cheese preguntó educadamente a Gimlet si le importaría tomarse unas pastillas de vitamina B12 con el fin de atenuar la fuerza de su dosis de sustancia controlada, sin embargo Gimlet había dejado de notar la presencia de Cheese. Gimlet situó la mano en las proximidades de mi pene cubierto de tela de gabardina y acto seguido afirmó que cuando estuviera llena de pelo raro radiactivo y de fuego iría a visitar a mi padre a su despacho del cuerpo de marines de Estados Unidos y se lanzaría a sus brazos de guerrero y realizaría el acto sexual con él y cuando él llegara al orgasmo se incendiaría con el fuego de Gimlet y se inmolaría mientras ella le abría su garganta de guerrero para que yo pudiera bañarme en su sangre. Gimlet es una chi­ca de primera pero debo admitir que estas declaraciones me cabrearon: Gimlet hablando de mi padre y del acto sexual en público, en el Irvine Concert Hall. Cheese sugirió que quizá Gimlet estaba pasando por una mala experiencia con el LSD y aconsejó a Mr. Wonderful que mantuviera su brazo fornido alrededor de ella para mayor seguridad de diversas personas, y Big le dijo a Cheese que cerrara la boca y se metiera en sus propios asuntos.
Yo estaba soberanamente molesto con Gimlet y mientras la nuca afro de Keith Jarrett empezaba a balancearse de un lado al otro y su música subió de volumen y se acercaba más al punk, me crucé de brazos y empecé a respirar por los agujeros de la nariz con furia provocada por Gimlet. Acto seguido la miré hasta obligarla a bajar la vista y le clavé una mirada llena de rabia. Las pupilas negras de los ojos de Gimlet se agranda­ron tanto que no dejaban ver el color de sus ojos y empezó a sentir miedo de un servidor y a llorar, lo cual me hizo un poco más feliz. Cheese apoyó otra vez su mano sucia en la manga de mi americana nueva y yo me giré hacia él con los brazos previamente cruzados y también a él debía parecerle extremadamente harto de que pusiera la mano en mi manga, porque sus ojos inmaduros también se vieron extremadamente grandes y morados detrás de sus gafas rosadas y se palpó los mechones de la cabeza y dijo en voz baja que debíamos ir al vestíbulo interior del Concert Hall para charlar un momento, y esperar a que los demás vinieran con nosotros al vestíbulo dentro de poco, en el intermedio. Yo estaba como loco y en­tre la espada y la pared porque no sabía si lanzarle el centavo a la niña con la cabeza del pelo o quemar a Cheese con mi en­cendedor en el vestíbulo, y decidí quemar a Cheese y lo seguí por las escaleras laterales hasta el agradable y estupendo vestí­bulo del Irvine Concert Hall. Gimlet me preguntó ¿Adónde vas, Sick Puppy?, pero yo pasé.
Solo que cuando entramos en el vestíbulo no conseguí querer quemar a Cheese porque no habría sido nada divertido porque cuando entramos en el vestíbulo, Cheese se sentó espon­táneamente en un bonito banco propiedad del Concert Hall enfundado en sus pantalones de cuero y sus botas negras de combate y su camisa de cuero con montones de cadenas y mu­niciones colgadas de su pecho poco fornido y su espalda y ca­beza con pelos y mechones y se echó a llorar, de modo que las lágrimas de Cheese empezaron a brotar de debajo de sus gafas de color rosa. Cheese comenzaba a parecer tan joven como en realidad era, esto es, un menor. Yo sabía que el LSD de Big que tenía en la lengua estaba afectando al bueno de Cheese y que, a diferencia de la mía, su conciencia se veía influida por las sustancias controladas.
Sin dejar de llorar, Cheese afirmó que no me entendía y que le daba miedo. Yo le aseguré que era la monda que un punk con municiones como Cheese tuviera miedo de un civil guapo y pulcro como Sick Puppy. Dije que no pasaba nada y me ofrecí para pedirle a Gimlet que le practicara una buena felación; sin embargo, Cheese obvió mi oferta y tomó la mano que le brindé en prueba de amistad y con su mano descuidada me hizo sentarme a su lado en el atractivo banco. Desde el vestíbulo costaba oír a Keith Jarrett.
Cheese repitió que era incapaz de formarse un concepto de un Sick Puppy como yo, y afirmó que tampoco entendía la felicidad que emanaba de mí en todo momento. Le llevó cier­to tiempo dar con la palabra «feliz». Sabes lo que quiero decir, inquirió. Tienes un aire de felicidad total, Sick Puppy. Le ex­pliqué pacientemente a Cheese otra vez mi gran abundancia de ingresos y vestimenta y productos de calidad para el ocio doméstico, sin embargo Cheese sacudió su cabeza mayorita-riamente calva y afirmó que él quería decir otra cosa con la palabra «feliz». Después de seguir preguntándome por qué era feliz, me preguntó si quería a Gimlet. Rodeé los hombros de cuero de Cheese con el brazo de mi americana nueva y le in­formé de que Gimlet para mí era una tía legal, y que en mu­chas ocasiones me hacía feliz porque me practicaba felaciones y me proporcionaba orgasmos placenteros, y me permitía quemarle partes del cuerpo. Dejaron de caer lágrimas por de­trás de las gafas rosadas de Cheese pero él continuó mirándo­me fijamente de una manera que volvió a darme ganas de ha­cerle daño hasta que me planteé la hipótesis de que hubiera entrado en algún tipo de hipnosis inducida por alguna sustan­cia que pudiera provocar que una persona se quedara mirando los objetos como si estos fueran demasiado grandes para poder abarcarlos, a menudo durante largo rato. No sabía si debía de­jar a Cheese en el vestíbulo en estado de hipnosis pero quería escuchar tocar a Keith Jarrett, por tanto, me olvidé de Cheese y me alejé de él en dirección al bebedero público y luego ha­cia las puertas del auditorio. Sin embargo, antes de franquear las puertas del auditorio oí la voz de Cheese que me llamaba y volví a acordarme de Cheese, que ya no me miraba sin verme como un conejito deslumbrado por los faros de mi coche cuando regresé a su banco y ni siquiera tuvo que mirarme transfigurado para decirme que si le confesaba la naturaleza de la felicidad que emanaba de mí en todo momento, me permi­tiría que le quemara un poco y también me permitiría quemar a su prometida, que era medio Negra.
Le comuniqué a Cheese que me había hecho una oferta que no podía rechazar pero que, sin embargo, su pregunta frustraba a un servidor porque ya le había explicado paciente­mente que existían miríadas de momentos y ocasiones en que me sentía feliz. El hecho es que han existido muy pocas cosas que históricamente me hayan hecho infeliz y me hayan dejado el ánimo por los suelos. A modo de ejemplo, una de esas cosas ocurrió cuando en la facultad, en la Brown University, quise alistarme en el programa R.O.T.C. del cuerpo de marines de Estados Unidos para continuar los pasos de mi padre y mi her­mano, que sirven con honor en el ejército, y el coronel de re­clutamiento nos obligó a pasar un test de personalidad estúpi­do y yo suspendí y más adelante, cuando regresé para presentar mis quejas con educación, me sometieron a otro test estúpido y dijeron que también lo había suspendido, y entonces me en­trevistó un médico que vino a las oficinas del R.O.T.C. y lue­go el coronel de reclutamiento de la Brown University telefo­neó a mi padre, que estaba muy ocupado debido a su trabajo en Washington D.C., y todo el asunto cabreó muchísimo a mi padre. El coronel se dirigió constantemente a mi padre como señor y se disculpó por interrumpirle en su trabajo, sin embar­go, nunca llegué a alistarme en ningún programa R.O.T.C. para la formación de oficiales ni en la Brown University ni en ningún otro lugar. Y a modo de ejemplo, otra cosa fue aquella ocasión en Alexandria, Virginia, cuando tenía ocho años y mi hermana diez y mi hermano que ahora porta los códigos nu­cleares para el presidente estaba en la academia militar de Westminster y mi hermana y yo nos encontrábamos en la ha­bitación de mi hermano jugando en su mesa y descubrimos unas revistas en los cajones de abajo y las revistas, que eran eróticas, estaban llenas de hombres y mujeres practicando ac­tos sexuales y leímos las revistas y vimos las fotografías de hombres colocando sus penes en agujeros situados entre las piernas de las mujeres y los hombres y las mujeres parecían muy felices y yo le saqué las bragas a mi hermana y me quité los calzoncillos y coloqué mi pene, que estaba muy excitado debido a las revistas, en un agujero que mi hermana y yo en­contramos entre sus piernas, que era su vagina, pero colocar mi pene en el interior de su vagina no hizo feliz a mi hermana y mi padre entró en la habitación cuando ella lo llamó y nos vio practicando el acto sexual y me llevó a su taller, que estaba junto al cuarto de los juegos en el sótano de casa, y me quemó el pene con su mechero de oro del ejército de Estados Unidos y afirmó que si volvía a tocar a su niñita me abrasaría el pene por completo con su mechero de oro y tuve que ir al médico y conseguir una pomada para mi pene quemado, y estuve tris­te y con el ánimo por los suelos.
Si no fuera de mala educación airear asuntos familiares en público, tal como me enseñaron de niño mis padres, habría inundado a Cheese con ejemplos de ocasiones en las que his­tóricamente había sido infeliz y también le habría comunicado que para mí Gimlet es una tía legal y me hace feliz con fre­cuencia practicándome felaciones y dejándome que la queme, puesto que estos son los dos únicos acontecimientos que me ha­cen feliz en cuestión de flores y abejas. Desgraciadamente, in­cluso a pesar de que soy un tío guapo y atractivo para gran parte de las chicas que he conocido en la escuela y en la vida, cuando quieren practicar el acto sexual mi pene se niega a le­vantarse, y solo se levanta si me hacen una felación, y si me hacen una felación deseo intensamente quemarlas con cerillas o con mi mechero y a la mayoría de las mujeres eso no les gus­ta y son infelices cuando las queman y en consecuencia tienen miedo de hacerme una felación y solo quieren practicar el acto sexual.
Sin embargo Gimlet no tiene miedo y lo hace. Es más, Gimlet sabe que lo que me convertiría en el solucionador de problemas de responsabilidad legal de empresas más feliz de la historia del planeta Tierra sería matar a mi padre, y que mata­ré a mi padre y me bañaré en su sangre en cuanto pueda ha­cerlo sin que me atrapen ni me hallen culpable de su muerte, quizás cuando se haya jubilado y mi madre ya esté débil, y Gimlet promete ayudarme y matar también a su padrastro y me practica felaciones y a veces me deja que la queme.
Conversé con Cheese y mi voz me sonó densa y torpe porque rememorar acontecimientos históricos del pasado afecta con frecuencia mi estado normal de conciencia del modo en que las sustancias controladas afectan a otras perso­nas, y me influye. Comuniqué a Cheese que sintiéndolo mu­cho no podría responder a su pregunta pero que, no obstante, le daría un regalo en metálico de mil dólares si conseguía que su prometida negra me bañara y luego me practicara una fela­ción y luego me permitiera que le quemara con cerillas la par­te posterior de las piernas.
Cheese miró a un servidor durante un rato largo como si estuviera medio hipnotizado y pensé que iba a aceptar el rega­lo y que cerraríamos el trato, sin embargo en ese momento el concierto de piano jazz de Keith Jarrett llegó a la hora del in­termedio y la gente empezó a entrar en el vestíbulo del Irvine Concert Hall. La gente se movía despacio y el corazón me latía despacio en el pecho. La gente salía por las puertas del auditorio conversando, con movimientos a cámara más lenta todavía que en Momentos estelares de la NFL, un programa en el que suelen pasar aquel anuncio en el que la mujer bella y sexy que juega al billar afirma que todos sus hombres llevan colonia English Leather o no llevan nada en absoluto. Mi esta­do normal de consciencia se vio históricamente afectado aún más a medida que Cheese persistió en mirarme fijamente y la gente del vestíbulo pasó a pulular y a comprar refrigerios y be­bidas en el bebedero público y a entrar en los servicios extre­madamente despacio, y el aire del Irvine Concert Hall se vol­vió igual que el hielo iluminado, y la voz de Cheese que empezó a declinar mi ofrecimiento inicial de un trato llegaba desde muy lejos, y sus gafas rosadas empezaron a adoptar el as­pecto de dos puestas de sol apagadas, vistas a través del hielo.
Desde el banco atractivo de aquel vestíbulo que iba a cá­mara lenta intenté ver si Gimlet y Big y Mr. Wonderful y Grope venían a ayudarme a convencer al bueno de Cheese de que aceptara mi ofrecimiento de un regalo, pero en cambio me encontré observando con interés extremo la lenta carrera del hombre atlético, canoso, distinguido y mayor de la ameri­cana. La americana había parecido buena de verdad desde los asientos superiores del Irvine Concert Hall, sin embargo ahora, en el vestíbulo, resultó tener unas solapas estrechas nada atractivas y un corte que no era europeo, características ambas que me desagradan en la ropa. El hombre corría con una len­titud divertida, cargando con la niña del pelo raro, y lo perse­guían por el vestíbulo lento y atestado Mr. Wonderful y Gim­let, que habían dejado atrás a Grope y a Big en su persecución del hombre y la niña del pelo raro. Las bocas de mis amigos Mr. Wonderful y Gimlet estaban muy abiertas como resultado de la risa y la excitación, y Mr. Wonderful sostenía algo metá­lico y brillante en la mano y el pene capilar de Gimlet empe­zaba a despeinarse por encima y sus ojos seguían siendo una pupila negra en lugar de un conjunto de blanco, color y pupi­la, y Gimlet corría despacio vestida de cuero y plástico estiran­do la mano para atrapar el pelo raro de la niña del pelo raro que dormía en los brazos protectores del hombre mayor dis­tinguido que pasó por mi lado corriendo con sus solapas estre­chas. Y cuando vi el rostro bello y pálido de la niña dormida por encima del hombro bamboleante del hombre que corría, aquel rostro me llenó de un gran júbilo y una gran excitación. Y cuando Gimlet y Mr. Wonderful atraparon a cámara lenta al hombre por la parte posterior de su fea americana junto a la entrada del vestíbulo del Irvine Concert Hall, y las uñas con sabor a vainilla de Gimlet y el objeto brillante de Mr. Won­derful casi estaban ya en su pelo raro, la niña del pelo pareció despertarse en los brazos del hombre mayor y clavó una mirada fija e incesante en un servidor, que estaba sentado muy rígido en el banco de Cheese y retirando la mano de Cheese y sus antiestéticas uñas del puño de la manga de mi americana. Y a cámara lenta adopté una expresión tranquilizadora y reconfor­tante y feliz dirigida a la niña rubia y me levanté del banco mientras las manos de Gimlet empezaban a moverse todavía más despacio en el pelo, radiante de la niña y Mr. Wonderful le hizo algo con la cosa brillante al hombre que era el padre de la niña. Y he aquí lo que hice yo.

David Foster Wallace, La niña del pelo raro.

https://es.wikipedia.org/wiki/David_Foster_Wallace
David Foster Wallace





Patricia Highsmith, La perfecta señorita

La perfecta señorita

Theodora, o Thea como la llamaban, era la perfecta señorita desde que nació. Lo decían todos los que la habían visto desde los primeros meses de su vida, cuando la llevaban en un cochecito forrado de raso blanco. Dormía cuando debía dormir. Al despertar, sonreía a los extraños. Casi nunca mojaba los pañales. Fue facilísimo enseñarle las buenas costumbres higiénicas y aprendió a hablar extraordinariamente pronto. A continuación, aprendió a leer cuando apenas tenía dos años. Y siempre hizo gala de buenos modales. A los tres años empezó a hacer reverencias al ser presentada a la gente. Se lo enseñó su madre, naturalmente, pero Thea se desenvolvía en la etiqueta como un pato en el agua.
—Gracias, lo he pasado maravillosamente —decía con locuacidad, a los cuatro años, inclinándose en una reverencia de despedida al salir de una fiesta infantil. Volvía a su casa con su vestido almidonado tan impecable como cuando se lo puso. Cuidaba muchísimo su pelo y sus uñas. Nunca estaba sucia, y cuando veía a otros niños corriendo y jugando, haciendo flanes de barro, cayéndose y pelándose las rodillas, pensaba que eran completamente idiotas. Thea era hija única. Otras madres más ajetreadas, con dos o tres vástagos que cuidar, alababan la obediencia y la limpieza de Thea, y eso le encantaba. Thea se complacía también con las alabanzas de su propia madre. Ella y su madre se adoraban.
Entre los contemporáneos de Thea, las pandillas empezaban a los ocho, nueve o diez años, si se puede usar la palabra pandilla para el grupo informal que recorría la urbanización en patines o bicicleta. Era una típica urbanización de clase media. Pero si un niño no participaba en las partidas de «póquer loco» que tenían lugar en el garaje de algunos de los padres, o en las correrías sin destino por las calles residenciales, ese niño no contaba. Thea no contaba, por lo que respecta a la pandilla.
—No me importa nada, porque no quiero ser uno de ellos —les dijo a sus padres.
—Thea hace trampas en los juegos. Por eso no queremos que venga con nosotros —dijo un niño de diez años en una de las clases de Historia del padre de Thea.
El padre de Thea, Ted, enseñaba en una escuela de la zona. Hacía mucho tiempo que sospechaba la verdad, pero había mantenido la boca cerrada, confiando en que la cosa mejorara. Thea era un misterio para él. ¿Cómo era posible que él, un hombre tan normal y laborioso, hubiese engendrado una mujer hecha y derecha?
—Las niñas nacen mujeres —dijo Margot, la madre de Thea—. Los niños no nacen hombres. Tienen que aprender a serlo. Pero las niñas ya tienen un carácter de mujer.
—Pero eso no es tener carácter —dijo Ted—. Eso es ser intrigante. El carácter se forma con el tiempo. Como un árbol.
Margot sonrió, tolerante, y Ted tuvo la impresión de que hablaba como un hombre de la edad de piedra, mientras que su mujer y su hija vivían en la era supersónica.
Al parecer, el principal objetivo en la vida de Thea era hacer desgraciados a sus contemporáneos. Había contado una mentira sobre otra niña, en relación con un niño, y la chiquilla había llorado y casi tuvo una depresión nerviosa. Ted no podía recordar los detalles, aunque sí había comprendido la historia cuando la oyó por primera vez, resumida por Margot. Thea había logrado echarle toda la culpa a la otra niña. Maquiavelo no lo hubiera hecho mejor.
—Lo que pasa es que ella no es una sinvergüenza —dijo Margot—. Además, puede jugar con Craig, así que no está sola.
Craig tenía diez años y vivía tres casas más allá. Pero Ted no se dio cuenta al principio de que Craig estaba aislado, y por la misma razón. Una tarde, Ted observó cómo uno de los chicos de la urbanización hacía un gesto grosero, en ominoso silencio, al cruzarse con Craig por la acera.
—¡Gusano! —respondió Craig inmediatamente.
Luego echó a correr, por si el chico lo perseguía, pero el otro se limitó a volverse y decir:
—¡Eres un mierda, igual que Thea!
No era la primera vez que Ted oía tales palabras en boca de los chicos, pero tampoco las oía con frecuencia y quedó impresionado.
—Pero, ¿qué hacen solos, Thea y Craig? —le preguntó a su mujer.
—Oh, dan paseos. No sé —dijo Margot—. Supongo que Craig está enamorado de ella.
Ted ya lo había pensado. Thea poseía una belleza de cromo que le garantizaría el éxito entre los muchachos cuando llegara a la adolescencia y, naturalmente, estaba empezando antes de tiempo. Ted no tenía ningún temor de que hiciera nada indecente, porque pertenecía al tipo de las provocativas y básicamente puritanas.
A lo que se dedicaban Thea y Craig por entonces era a observar la excavación de un refugio subterráneo con túnel y dos chimeneas en un solar a una milla de distancia aproximadamente. Thea y Craig iban allí en bicicleta, se ocultaban detrás de unos arbustos cercanos y espiaban riéndose por lo bajo. Más o menos una docena de los miembros de la pandilla estaban trabajando como peones, sacando cubos de tierra, recogiendo leña y preparando papas asadas con sal y mantequilla, punto culminante de todo esfuerzo, alrededor de las seis de la tarde. Thea y Craig tenían la intención de esperar hasta que la excavación y la decoración estuvieran terminadas y luego se proponían destruirlo todo.
Mientras tanto a Thea y a Craig se les ocurrió lo que ellos llamaban «un nuevo juego de pelota», que era su clave para decir una mala pasada. Enviaron una nota mecanografiada a la mayor bocazas de la escuela, Verónica, diciendo que una niña llamada Jennifer iba a dar una fiesta sorpresa por su cumpleaños en determinada fecha, y por favor, díselo a todo el mundo, pero no se lo digas a Jennifer. Supuestamente la carta era de la madre de Jennifer. Entonces Thea y Craig se escondieron detrás de los setos y observaron a sus compañeros del colegio presentándose en casa de Jennifer, algunos vestidos con sus mejores galas, casi todos llevando regalos, mientras Jennifer se sentía cada vez más violenta, de pie en la puerta de su casa, diciendo que ella no sabía nada de la fiesta. Como la familia de Jennifer tenía dinero, todos los chicos habían pensado pasar una tarde estupenda.
Cuando el túnel, la cueva, las chimeneas y las hornacinas para las velas estuvieron acabadas, Thea y Craig fingieron tener dolor de tripas un día, en sus respectivas casas, y no fueron al colegio. Por previo acuerdo se escaparon y se reunieron a las once de la mañana en sus bicicletas. Fueron al refugio y se pusieron a saltar al unísono sobre el techo del túnel hasta que se hundió. Entonces rompieron las chimeneas y esparcieron la leña tan cuidadosamente recogida. Incluso encontraron la reserva de patatas y sal y la tiraron en el bosque. Luego regresaron a casa en sus bicicletas.
Dos días más tarde, un jueves que era día de clases, Craig fue encontrado a las cinco de la tarde detrás de unos olmos en el jardín de los Knobel, muerto a puñaladas que le atravesaban la garganta y el corazón. También tenía feas heridas en la cabeza, como si lo hubiesen golpeado repetidamente con piedras ásperas. Las medidas de las puñaladas demostraron que se habían utilizado por lo menos siete cuchillos diferentes.
Ted se quedó profundamente impresionado. Para entonces ya se había enterado de lo del túnel y las chimeneas destruidas. Todo el mundo sabía que Thea y Craig habían faltado al colegio el martes en que había sido destrozado el túnel. Todo el mundo sabía que Thea y Craig estaban constantemente juntos. Ted temía por la vida de su hija. La policía no pudo acusar de la muerte de Craig a ninguno de los miembros de la pandilla, y tampoco podían juzgar por asesinato u homicidio a todo un grupo. La investigación se cerró con una advertencia a todos los padres de los niños del colegio.
—Sólo porque Craig y yo faltáramos al colegio ese mismo día no quiere decir que fuésemos juntos a romper ese estúpido túnel —le dijo Thea a una amiga de su madre, que era madre de uno de los miembros de la pandilla. Thea mentía como un consumado bribón. A un adulto le resultaba difícil desmentirla.
Así que para Thea la edad de las pandillas —a su modo— terminó con la muerte de Craig. Luego vinieron los novios y el coqueteo, oportunidades de traiciones y de intrigas, y un constante río, siempre cambiante, de jóvenes entre dieciséis y veinte años, algunos de los cuales no le duraron más de cinco días.
Dejemos a Thea a los quince años, sentada frente a un espejo, acicalándose. Se siente especialmente feliz esta noche porque su más próxima rival, una chica llamada Elizabeth, acaba de tener un accidente de coche y se ha roto la nariz y la mandíbula y sufre lesiones en un ojo, por lo que ya no volverá a ser la misma. Se acerca el verano, con todos esos bailes en las terrazas y fiestas en las piscinas. Incluso corre el rumor de que Elizabeth tendrá que ponerse la dentadura inferior postiza, de tantos dientes como se rompió, pero la lesión del ojo debe ser lo más visible. En cambio Thea escapará a todas las catástrofes. Hay una divinidad que protege a las perfectas señoritas como Thea.

Patricia Highsmith, La perfecta señorita.

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Patricia Highsmith

Elena Garro, Teología

Teología.  
Como ustedes no lo ignoran, yo he viajado mucho. Esto me ha permitido corroborar la afirmación de que siempre el viaje es más o menos ilusorio, de que nada nuevo hay bajo el sol, de que todo es uno y lo mismo, etcétera, pero también paradójicamente, de que es infundada cualquier desesperanza de encontrar sorpresas y cosas nuevas: en verdad el mundo es inagotable. Como prueba de lo que digo bastará recordar la peregrina creencia que hallé en Asia Menor, entre un pueblo de pastores, que se cubren con pieles de ovejas y que son los herederos del antiguo reino de los Magos. Esta gente cree en el sueño. «En el instante de dormirte, me explicaron, según hayan sido tus actos durante el día, te vas al cielo o al infierno». Si alguien argumentara: «Nunca he visto partir a un hombre dormido, de acuerdo con mi experiencia, quedan echados hasta que uno despierta», contestarían: «El afán de no creer en nada te lleva a olvidar tus propias noches —¿Quién no ha conocido sueños agradables y sueños espantosos?— y a confundir el sueño con la muerte. Cada uno es testigo de que hay otra vida para el soñador; para los muertos es diferente el testimonio: ahí quedan, convirtiéndose en polvo».
Elena Garro, Teología. 


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Elena Garro

Francisco Ferrer Lerín, La estepa o quizá el desierto

La estepa o quizá el desierto
He visto de nuevo la colina desnuda, la ladera estéril coronada por un resalte rocoso, y no ha sido durante un sueño sino en una secuencia de Hasta que llegó su hora, en ese plano general en el que miles de obreros se afanan en colocar vías de tren y Henry Fonda se aproxima pausado a Charles Bronson que talla una figurita de madera. Sé que, no lejos de allí, existe un cruce de carreteras en el que yo detenía el coche y buscaba una indicación que nadie puso; me perdía, aprendía el concepto de extravío, de soledad. Una carretera recién y mal terminada, mal peraltada, con abombamientos y blandones, una carretera de asfalto gris que no se diferenciaba, al atardecer, de las ralas y desdibujadas cunetas. La visión de hoy, cinematográfica y real, no remeda el vigor de las imágenes soñadas, imágenes que no regresarán (ya no queda tiempo), como nunca regresaron la pareja de águilas perdiceras posadas en un promontorio y aquellos huesos de cabra calcinados por el sol, esparcidos en el fondo de una vaguada polvorienta. Pensé entonces: ¿hubo aquí alguna vez rebaños, hubo gente, hubo aves? Me dijeron que la razón del sueño radicaba en mi pasión ornitológica, en la búsqueda constante de grandes especies necrófagas; pero hoy pienso que esa no era la razón, que el sueño, que la sucesión de esos sueños, era fruto de la conciencia de que ese paisaje, y mi misma vida, culminaban su término.
Francisco Ferrer Lerín, La estepa o quizá el desierto (Libro de la confusión, 2019).
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Francisco Ferrer Lerín

Colette, Canción de la danzarina.

Canción de la danzarina.
¡Oh tú, que danzarina me llamas, sabes hoy que no aprendí a danzar! Me encontraste juguetona y pequeña, danzando en el sendero y persiguiendo a mi sombra azul. Giraba como una abeja, y mis pies y mis cabellos, color de camino, se empolvaban con el polen de un polvo rubio.
Me viste venir de la fuente, meciendo el ánfora en mi cadera, mientras, al compás de mis pasos, sobre mi túnica saltaba el agua en redondas lágrimas, en serpientes de plata, en menudos cohetes rizados que ascendían, helados, hasta mi mejilla. Yo caminaba lenta, seria, mas llamaste danza a mis pasos. No mirabas mi rostro, seguías el movimiento de mis rodillas, el balanceo de mi talle, en la arena leías la forma de mis talones desnudos, la huella de mis dedos abiertos, que comparabas con la de cinco perlas desiguales.
Me dijiste: «Coge esas flores, persigue esa mariposa…» Llamabas danza a mi carrera, y cada reverencia de mi cuerpo inclinado sobre los claveles purpúreos, y el ademán, repetido en cada flor, de echar atrás, por encima de mi hombro, un chal resbaladizo.
En tu casa, sola entre tú y la alta llama de una lámpara, me dijiste: «¡Danza!» y no dancé…
Pero desnuda en tus brazos, sujeta a tu lecho por la cinta de fuego del placer, me llamaste, sin embargo, danzarina, al ver agitarse bajo mi piel, desde mi pecho ofrecido a mis pies crispados, la inevitable voluptuosidad.
Fatigada, anudé mis cabellos, y los contemplabas, dóciles, arrollados a mi frente como serpientes hechizadas por la flauta.
Abandoné tu casa mientras murmurabas:
«La más hermosa de tus danzas no es cuando acudes corriendo, jadeante, poseída de un deseo irritado y atormentado ya, por el camino, el broche de tu vestido. Es cuando de mí te alejas, serenada y con las rodillas temblorosas, y al alejarte me miras, en el hombro tu barbilla. Tu cuerpo me recuerda, oscila y titubea, me echan de menos tus caderas y tus senos me están agradecidos.
»Me miras, vuelta la cabeza, mientras tus pies adivinadores tantean y escogen su camino.
»Te vas, siempre pequeña y maquillada por el sol poniente, hasta no ser, en lo alto de la colina, más esbelta en tu túnica anaranjada que una llama vertical, que danza imperceptiblemente…»
Si tú no me abandonas, iré danzando hasta mi blanca tumba.
Saludaré a la luz, que me hizo hermosa y me vio amada con una danza involuntaria, cada día más lenta.
Una postrera danza trágica me enfrentará con la muerte, mas sólo lucharé para sucumbir con elegancia.
Que los dioses me concedan una caída armoniosa, juntos los brazos en mi frente, doblada una pierna y extendida la otra, como presta a franquear, de un salto ingrávido, el negro umbral del reino de las sombras.
Me llamas danzarina, y, sin embargo, no sé bailar…

Colette, Canción de la danzarina.

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Colette



Ferdinand von Schirach, La escabina.

La escabina
Katharina se crió en Hochschwarzwald. Once granjas a mil cien metros de altura, una capilla y una tienda de comestibles que sólo abría los lunes. Vivían en la última edificación, una granja de tres plantas con la cubierta inclinada. Era la casa de sus abuelos maternos. Detrás de la granja estaba el bosque, detrás las rocas y detrás de nuevo el bosque. Ella era la única niña del pueblo.
El padre era apoderado de una fábrica de papel, y la madre, maestra. Los dos trabajaban abajo, en la ciudad. Después de la escuela, Katharina solía ir a la empresa de su padre; tenía entonces once años. Se sentaba en el despacho mientras él negociaba precios, descuentos y plazos de entrega, escuchaba sus conversaciones telefónicas y él se lo explicaba todo, dedicándole el tiempo que hiciese falta, hasta que ella lo entendía. Durante las vacaciones lo acompañaba en sus viajes de negocios, le hacía las maletas, sacaba sus trajes y esperaba en el hotel a que regresara de sus reuniones. A los trece años le pasaba media cabeza, era muy delgada, de tez clara y cabellos casi negros. Su padre la llamaba Blancanieves y reía cuando alguien le decía que estaba casado con una mujer muy joven.
La primera nevada del año cayó dos semanas después de que Katharina cumpliera catorce años. Era un día muy luminoso y muy frío. Delante de la casa descansaban las nuevas tablas de madera, el padre iba a reparar el tejado antes del invierno. Como todos los días, su madre la llevó a la escuela en coche. Delante de ellas había un camión. La madre no había hablado en toda la mañana.
—Tu padre se ha enamorado de otra mujer —dijo entonces.
La nieve cubría los árboles, la nieve cubría las rocas. Adelantaron al camión; en el lateral se leía «Frutas tropicales», cada letra de un color diferente.
—De su secretaria —añadió la madre.
Conducía demasiado deprisa; Katharina conocía a la secretaria, siempre había sido amable. Sólo podía pensar en que su padre no le había contado nada. Clavó las uñas en la cartera de la escuela hasta que sintió dolor.
El padre se mudó a una casa en la ciudad. Katharina no volvió a verlo nunca más.
Medio año después cegaron las ventanas de la granja con tablas, el agua dejó de correr por las tuberías y se cortó la electricidad. Katharina y su madre se mudaron a Bonn, donde vivían unos parientes.
Katharina necesitó un año para acostumbrarse al dialecto. Escribía artículos políticos para el periódico de la escuela. Cuando tenía dieciséis años, un diario local publicó su primer texto. Se observaba a misma en todo lo que hacía.
Como su examen fue el mejor de bachillerato, tuvo que pronunciar el discurso de despedida en el salón de actos. Le resultó desagradable. Más tarde, en la fiesta de fin de curso, bebió demasiado. Bailó con un chico de su clase. Lo besó, sintió su erección a través de los vaqueros. Llevaba gafas de cuerno de imitación y tenía las manos húmedas. Alguna vez se había fijado en otros hombres, adultos, seguros de mismos, que se habían vuelto cuando ella había pasado a su lado y le habían dicho que era guapa. Pero no había llegado a entablar relación con ellos, pues estaban demasiado alejados de lo que conocía.
El joven la llevó a casa. Ella lo satisfizo en el coche, delante de su casa, mientras pensaba en los errores de su discurso. Luego subió a su apartamento. En el baño volvió a cortarse las muñecas con las tijeras de las uñas. Sangró más que de costumbre. Buscó una venda; frascos y tubos cayeron en el lavamanos. «Soy un artículo deteriorado», pensó.
Concluido el bachillerato, se mudó con una compañera de clase a un apartamento de dos habitaciones y empezó a estudiar Ciencias Políticas. Obtuvo un puesto como ayudante estudiantil tras el segundo semestre, y los fines de semana trabajaba de cuando en cuando como modelo de ropa interior para el catálogo de unos grandes almacenes.
El cuarto semestre realizó las prácticas con un diputado en el parlamento regional. Procedía de Eifel, sus padres tenían allí una tienda de ropa. Era su primer 12 mandato. Parecía una versión mayor de los amigos que había tenido hasta el momento, todavía muy centrado en mismo, más muchacho que hombre, era bajo y recio, de rostro redondo y cordial. Ella no creía en su carrera política, pero no se lo dijo. Durante el viaje por su distrito electoral, la presentó a sus amigos. «Está orgulloso de mí», pensó. Durante la cena conversaron sobre la intervención del día siguiente, él se inclinó por encima de la mesa y la besó. Una vez en el hotel, fueron a la habitación de él. Estaba tan excitado que llegó enseguida. Eso lo hizo sentirse mal; ella intentó tranquilizarlo.
Katharina conservó su apartamento, pero casi siempre dormía en casa de él. A veces hacían viajes, siempre breves, él estaba muy ocupado. Ella corregía sus discursos con cuidado, no quería herirlo. Cuando hacían el amor, él perdía el control de su cuerpo. Eso la conmovía.
No celebró su licenciatura, dijo a sus conocidos y a su familia que estaba demasiado cansada. Su novio llegó tarde a casa de un acto, ella ya se había acostado. Él llevaba la corbata que le había regalado. Había comprado una botella de champán, la abrió y le preguntó si quería casarse con él. Estaba de pie al lado de la cama con una copa en la mano. Le dijo que no tenía que responder inmediatamente.
Esa noche, ella se metió en el baño, se sentó en el suelo de la ducha y dejó correr el agua caliente hasta que casi se le quemó la piel. Siempre estará presente, pensó. Ya lo había experimentado en la escuela, entonces lo había llamado radiación de fondo, como las microondas que se encuentran por todo el universo. Lloró en silencio, luego se sintió mejor y se avergonzó.
—La semana que viene deberíamos ir a casa de mis padres —sugirió él mientras desayunaban.
—No iré contigo —dijo ella.
Luego habló de la libertad de él y de la libertad de ella y de todo lo que todavía les quedaba por experimentar. Habló mucho rato de otras cosas que no funcionaban y que no tenían nada que ver con ellos. Por la ventana abierta penetraba el calor del verano y ella ya no sabía lo que era correcto y lo que no lo era y, llegado cierto momento, ya no le quedó nada más por decir. Se levantó y recogió la mesa que él había puesto. Se sentía herida, vacía y muy cansada.
Volvió a meterse en la cama. Cuando lo oyó llorar en la otra habitación, se levantó y fue junto a él. Volvieron a hacer el amor, como si eso significara algo, pero ya no significaba nada ni tampoco era una promesa.
Por la tarde metió sus cosas en dos bolsas de plástico. Dejó la llave del apartamento sobre la mesa.
—No soy la persona que quiero ser —dijo.
Él no la miró.
Pasó junto a la universidad, siguió caminando por el césped requemado del jardín delantero y subió la avenida hasta el castillo. Se sentó en un banco y encogió las piernas; tenía los zapatos llenos de polvo. La cúpula de la cubierta del castillo brillaba con un tono verde oxidado. El viento cambió hacia el este y ganó fuerza, y empezó a llover.
En su apartamento, el ambiente era sofocante. Se desvistió, se tendió en la cama y enseguida se durmió. Cuando se despertó, oyó la lluvia, el viento y las campanas de la iglesia vecina. Entonces volvió a dormirse y cuando se despertó de nuevo todo estaba muy silencioso.
Empezó a trabajar para una fundación política. Durante las conferencias atendía a los invitados: políticos, empresarios, lobbistas. El hotel olía a jabón líquido; los hombres, en el desayuno, se colocaban la corbata por encima del hombro para no manchársela. Tiempo después sólo conseguía recordar vagamente ese período.
La situación mejoró poco a poco. El presidente de la fundación reconoció su talento: caía bien a la gente y, como era retraída, todos le contaban más de lo que querían. El presidente la nombró su ponente; lo acompañaba, escribía comunicados de prensa, lo asesoraba, sugería estrategias. El presidente decía que era muy buena, pero ella creía que no valía nada, que era una especie de impostora, que su labor era insignificante. A veces se acostaban juntos durante los viajes, como si eso fuera lo propio.
Después de llevar esa vida durante tres años, el cuerpo empezó a dolerle. Iba perdiendo peso. Cuando tenía tiempo libre estaba demasiado agotada para ver a nadie, cualquier encuentro, llamada o correo electrónico la fatigaban. Por las noches dejaba el teléfono junto a la cama.
Entre dos conferencias le arrancaron una muela del juicio. Sufrió un ataque de nervios. Como no podía dejar de llorar, el dentista le administró un calmante. El efecto fue demasiado fuerte, perdió el conocimiento y volvió a despertarse en el hospital.
Se sentó, sólo llevaba una bata abierta por detrás. Una cortina amarilla colgaba delante de la ventana. Luego llegó un psicólogo, era tranquilo y dulce. Habló mucho rato con él. El psicólogo dijo que sus reacciones ante los demás eran de una intensidad excesiva, que debía tener cuidado y comprender que era una persona especial. Si seguía así, acabaría mal.
Una semana más tarde dimitió de la fundación.
Cuatro meses después de sufrir ese colapso, el presidente la llamó. Le preguntó si se encontraba mejor. Una empresa de Berlín buscaba una portavoz y él la había recomendado. Era gente joven, una compañía de software. A lo mejor le interesaba; en cualquier caso, le deseaba suerte.
Sabía que tenía que volver a trabajar, hacía tiempo que los días habían perdido su ritmo. Se puso en contacto con la compañía y una semana más tarde volaba a Berlín. Había estado en esa ciudad con frecuencia, pero sólo conocía los alrededores del barrio gubernamental, las salas de conferencias y los bares climatizados.
El gerente de la compañía era más joven que ella, tenía unos dientes muy blancos y los ojos azul claro. Le enseñó cómo funcionaba la aplicación que había desarrollado su firma. La condujo a través de las salas; también los empleados eran muy jóvenes y la mayoría miraba fijamente las pantallas.
Por la noche, ya en la pensión, acercó el sillón a la ventana abierta, se descalzó y apoyó los pies sobre el pretil. Los árboles que había frente a la casa resplandecían alternativamente en rojo y en verde a la luz de los semáforos. Al otro lado de la calle se encendió la luz en un apartamento, y vio estanterías con libros y cuadros, y en el antepecho de la ventana, entre las cortinas, un jarrón de un blanco azulado. La habitación olía a los tilos y los castaños que había delante de la ventana y al diésel de los taxis de abajo, ante el portal.
A la mañana siguiente regresó en avión. Pensó en su primer novio y en el viaje que habían hecho a la Provenza, luego por la costa y, a través de los Pirineos, hasta España. Había sido su primer gran viaje. El tren avanzaba despacio, se paraba cada media hora en estaciones donde no subía ni bajaba nadie. Los campos de rosas y lavanda junto a las vías; la tierra, clara y acogedora. Ella había apoyado la cabeza en el regazo de su novio, no había podido ver el mar, pero sabía dónde estaba.
Cuando el avión aterrizó, se quedó demasiado tiempo sentada. Alguien le dijo que había llegado el momento de salir del aparato, ella asintió. Al cruzar el vestíbulo del aeropuerto sintió mucho frío. Subió a un taxi; sobre el tablero de mandos había unas fotos pegadas: una mujer con un pañuelo en la cabeza y un niño con una camiseta de fútbol. El coche pasó por un puente, el Rin fluía en toda su amplitud bajo el sol.
Katharina empezó a trabajar en la compañía de software de Berlín. Era sencillo: comunicados de prensa, entrevistas, de cuando en cuando alguna comida con clientes. Era la única mujer del despacho. En una ocasión vio en una pantalla una foto suya: alguien había puesto su cabeza sobre el cuerpo desnudo de una mujer. A veces algún programador intentaba ligar con ella. No salía con gente, prefería estar sola.
La carta de la audiencia provincial estaba impresa en papel reciclado. Le informaban de que durante cinco años debería desempeñar las funciones de escabina. Marcó el número de teléfono que estaba en el encabezamiento de la carta y dijo que era un error, que ella carecía de tiempo. El hombre que la atendió estaba aburrido. Podía intentar que la eximieran, dijo, y sonaba como si hubiera dicho lo mismo con mucha frecuencia. Podía no cumplir esa obligación si era miembro del Parlamento de un land, del Parlamento Federal, del Consejo Federal o del Parlamento Europeo. O si era doctora o enfermera. Todo ello constaba en la Ley Orgánica del Poder Judicial, debería consultarla. Si seguía pensando que aún tenía algún motivo eximente, podía escribir una carta, el tribunal decidiría sobre su solicitud después de haber escuchado a la fiscalía.
Katharina acudió al abogado de la compañía de software. Éste dijo que no tenía posibilidades de salir airosa.
La mañana del primer juicio llegó al juzgado demasiado pronto. Comprobaron su documento de identidad. Tardó en encontrar la sala. Un agente judicial leyó su citación, asintió, abrió la sala del jurado, contigua a la de vistas; tenía que esperar allí. Se sentó a la mesa. Más tarde llegó el juez. Hablaron del tiempo y del trabajo de Katharina. El juez dijo que ese día verían una causa de agresión. El segundo escabino llegó poco antes de que empezara la vista; era maestro en una escuela de formación profesional. Dijo que ése ya era su quinto juicio.
Un par de minutos después de las nueve entraron en la sala de vistas por una puerta lateral. Todos se pusieron en pie. El juez declaró abierta la sesión, pero anunció que antes se tomaría juramento a una escabina. A continuación, leyó frase por frase la fórmula del juramento, Katharina tuvo que repetirlas con la mano derecha alzada, delante tenía un papel con las frases en mayúsculas. Después todos tomaron asiento. El acusado estaba sentado junto a su abogado defensor, un agente judicial leía el periódico. No había público.
El juez saludó al abogado de la defensa y a la fiscal. Preguntó al acusado cuándo había nacido y dónde vivía. El hombre llevaba cuatro meses en prisión preventiva. La secretaria lo escribía todo; estaba sentada junto a Katharina. Su letra era ilegible.
La fiscal se levantó y leyó en voz alta la acusación. El hombre había agredido a su esposa con premeditación. El abogado defensor dijo que su cliente «no declararía por el momento». El juez pidió al agente judicial que llamara a la testigo.
La testigo se sentó, colocó el bolso en el suelo. No estaba obligada a declarar porque era la esposa del acusado, dijo el juez, pero si lo hacía, tenía que decir la verdad.
Había sido por los papelitos amarillos, dijo la mujer. Su marido le escribía notas, llevaba años haciéndolo. Siempre llevaba en el bolsillo un bloc de esas hojas amarillas autoadhesivas. Escribía lo que ella tenía que hacer mientras él se iba a trabajar. Pegaba un papelito en los platos: «fregar»; en la ropa: «lavar»; en la nevera: «queso» o lo que fuera que tuviera que comprar. Pegaba esos papelitos por todas partes. Ella ya no aguantaba más. Le dijo que no podía soportar esos papelitos amarillos, que ella ya sabía lo que tenía que hacer. El hombre no cambió, siguió pegando las notas. Él, que se pasaba todo el día trabajando, tenía que ocuparse también de la casa, decía. Su expresión favorita para referirse a su esposa era «tonta de remate ». Que no valía para nada, repetía cada día, que ella no valía para nada.
Antes de eso, le había reprochado que no pudiera tener hijos. Durante muchos años eso le había dolido. Pero se había acostumbrado y ahora él ya no se lo echaba en cara.
Los veranos casi siempre salían, bueno, iban a una pequeña parcela en una urbanización entre la autopista y el aeropuerto. Tenían allí una casita. Incluso del huerto tenía que ocuparse él, se quejaba el hombre. Tan sólo una vez ella había comprado «por iniciativa propia» unas flores azules en los almacenes de artículos de bricolaje y las había plantado en el jardín. Él las había arrancado. Dijo que no quedaban bien.
El juez hojeó el expediente. El marido ya había sido condenado cuatro veces por maltrato, y en todas esas ocasiones el hospital había llamado a la policía. Recientemente la había golpeado con el remo de un bote neumático. Lo habían condenado y se le había concedido la libertad condicional. Pero en esta causa se hallaba bajo arresto porque, si lo condenaban, podían retirarle la condicional.
—¿Sabe?, cuando bebe deja de ser él —señaló la mujer.
Era un buen hombre, pero la bebida lo había echado a perder.
El día en cuestión, habían hecho una barbacoa en el jardín. Los vecinos también estaban presentes. Pusieron las salchichas en la parrilla. Su esposo estaba sentado a la mesa con los vecinos, al aire libre. Hablaban y bebían cerveza. Ella había ido a la cocina a buscar pan. Luego había vuelto a ocupar su sitio junto a la parrilla. Había sido «la mar de extraño». Oyó hablar a su marido y de repente le dio igual lo que ocurría con las salchichas. Vio cómo reventaban, cómo goteaba la grasa sobre el carbón y se quemaba la carne. Su marido había aparecido y le había gritado que era demasiado tonta hasta para asar la carne y le había dado un pescozón. A ella no le había importado, casi no se había percatado de nada, le daba todo igual. Luego él había dado una patada a la parrilla. El carbón se había salido y había quemado la pierna y el pie a la mujer. Los vecinos la habían llevado al hospital, el marido no los había acompañado. Sólo le habían quedado unas pocas cicatrices.
—Nada serio —dijo ella.
El juez leyó en voz alta el informe de primeros auxilios del hospital. Sí, estaba todo correcto, confirmó la mujer. El juez preguntó al otro escabino y a Katharina si tenían alguna pregunta que hacer a la mujer. El primero negó con la cabeza. Katharina estaba pálida, tenía miedo de que se le quebrara la voz.
—¿En qué pensaba cuando todo le daba igual? —preguntó Katharina.
La mujer levantó la cabeza y la miró. Precisó de unos instantes.
—En nuestro coche —respondió.
Había sido su primer coche, entonces todavía eran muy jóvenes; hacía seis meses que se habían casado. Habían comprado el coche, de segunda mano, a un concesionario; era demasiado caro para ellos, y habían pedido un crédito. Un escarabajo azul claro con el techo practicable y parachoques cromado. El primer día lo habían lavado juntos en la gasolinera, habían pasado el aspirador y sacado brillo a la carrocería. Luego se habían ido a dormir y a la mañana siguiente se habían colocado los dos junto a la ventana y habían contemplado el vehículo, que, abajo en la calle, resplandecía al sol. Él le había pasado el brazo por los hombros. Era en eso en lo que había pensado. Ella había querido hacerle la vida agradable, dijo la mujer, que la vida de su marido fuera bonita, vivir para él.
Katharina miró a la mujer y la mujer miró a Katharina. Katharina empezó a llorar. Lloraba porque la historia de la testigo era su historia, porque entendía la vida de la mujer y porque la soledad se encontraba por doquier. Nadie dijo nada más.
El abogado defensor se puso en pie, debía presentar una «objeción inaplazable», dijo con calma. El juez asintió con la cabeza. El juicio se interrumpiría durante una hora.
En la sala del jurado, el juez dijo que el abogado de la defensa recusaría a Katharina por «sospecha de parcialidad». Si la recusación prosperaba, el proceso se anularía porque no había una escabina sustituta. El juez se sentó; en ese momento parecía muy cansado.
Katharina preguntó si podía disculparse, lo sentía mucho.
—No sirve de nada —dijo el juez—. Vaya a tomar un café y cálmese.
Katharina y el otro escabino fueron a la cafetería del juzgado. Eran cosas que pasaban, dijo el otro escabino, no tenía que reprocharse nada. Alguien colocaba platos y tazas sobre los carritos de servicio.
—No puedo quedarme aquí —dijo Katharina.
Recorrieron escaleras y pasillos y al final salieron a la calle.
Cuando el juicio se reinició, el abogado defensor se levantó y leyó en voz alta su objeción. Un juez podía tener sentimientos y mostrarlos, dijo. La ley quería que fueran personas, no máquinas, quienes juzgaran un delito. Pero la escabina recusada había reaccionado con excesiva intensidad; a un tercero no implicado no le parecería neutral, distanciada e imparcial. Era una objeción complicada, el abogado citó muchas resoluciones de tribunales. Constantemente se refería a Katharina como «la escabina recusada».
En la sala del jurado, Katharina tuvo que escribir una «declaración de carácter oficial»; tres, cuatro frases, según el juez, en las que ella misma tenía que declarar sobre su parcialidad o imparcialidad. Debía decir la verdad. La luz del sol caía a través de la alta ventana. El otro escabino bebía café en un vaso de plástico.
Katharina escribió que lo que el abogado defensor había dicho sobre ella era cierto, era parcial.
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Se levantó la orden de detención contra el acusado, lo dejaron en libertad. Cuatro meses más tarde golpeó a su esposa en la cabeza con un martillo: la mujer murió camino del hospital. En el periódico había una foto de ella.
Katharina escribió una larga carta a la justicia. Quería que la borraran de la lista de escabinos y que la liberasen de esa obligación.
El tribunal rechazó la solicitud.

Ferdinand von Schirach, La escabina (Castigo). Traductora: Susana Andrés Font.

Ferdinand von Schirach