Las situaciones
Papá nos estaba llevando a casa. Tres de nosotros en el asiento de atrás y Lula, que era su favorita, en el asiento de delante.
Lula gritó: ¡Papá, mira!
Al lado del camino, sobre la hierba recién cortada, había algo pequeño, blanco y esponjoso que parecía estar vivo.
Papá, por favor.
Papá rio. Frenó el coche y se detuvo. Lula se bajó corriendo. Nosotros corrimos detrás de ella y encontramos en la hierba recién cortada tres pequeños gatitos blancos, con manchas negras y marrones.
¡Recogimos los gatitos! ¡Eran tan pequeños que cabían en la palma de la mano y pesaban sólo unos cuantos gramos! Cada uno maullaba, sus ojos apenas abiertos. ¡Ay, ay! ¡Nunca habíamos visto algo tan hermoso en nuestras vidas! Corrimos de vuelta al coche, donde papá nos estaba esperando, para pedirle que nos dejara llevarlos a casa.
Al comienzo, papá se negó. Papá dijo que los gatitos se harían caca en el coche.
Lula dijo: Ay, papá, por favor. Prometemos limpiar cualquier caca de los gatitos.
Entonces papá cedió. Lula era su favorita, pero nosotros también estábamos felices de ser las hijas de papá. En el asiento de atrás teníamos a dos de los pequeños gatitos. En el asiento de delante, Lula cargaba al más blanco de los gatitos.
¡Estábamos tan emocionadas! ¡Tan felices con los gatitos! Lula dijo que llamaría Copo de Nieve al gatito más blanco, y nosotros dijimos que llamaríamos a nuestros gatitos Durazno y Ceniza, porque Durazno tenía manchas naranjas sobre su pelo blanco y Ceniza tenía manchas negras en su pelo blanco.
Papá condujo en silencio durante algunos minutos. ¡Nosotros no parábamos de hablar! Si escuchabas atentamente, podías oírlos maullar.
Luego, papá dijo: Me huele a caca.
Nosotros gritamos: ¡No, no!
Sí, me huele a caca.
¡No, papá!
Tres cacas. Lo huelo.
¡No, papá!
(Y era cierto: ninguno de los gatitos se había hecho caca).
Pero papá frenó el coche y se detuvo. En el puente sobre el río, afuera del pueblo y a un par de kilómetros de nuestra casa, hay una rampa empinada. Papá detuvo el coche y le dijo a Lula: dame a Copo de nieve. Y papá nos miró con los ojos entrecerrados por el espejo retrovisor y dijo: dame a Durazno, dame a Ceniza.
Empezamos a llorar. Lula era la que lloraba más fuerte. Pero papá le arrebató el gatito de las manos y se volteó de cara al asiento de atrás, el rostro rojo y el ceño fruncido, y nos quitó a Durazno y a Ceniza. No fuimos tan fuertes ni fuimos tan valientes para impedir que papá nos quitara los gatitos con sus grandes manos. Los gatitos maullaban y temblaban del terror.
Papá se bajó del automóvil y dando grandes pasos trepó la rampa del puente y lanzó a los gatitos por encima de la baranda. Tres manchas pequeñas primero volaron contra el cielo nublado y luego cayeron rápidamente hasta desaparecer.
Cuando papá volvió al coche, Lula gritó: ¿Por qué?
Papá dijo: Porque yo soy el papá, quien decide cómo terminan las cosas.
II. Beso salvaje.
En secreto, a pie, el muchacho viajó hasta Tierra Firme. Vivía en una isla de aproximadamente veinte kilómetros cuadrados, con forma de bota, como Italia. Entre la Isla y Tierra Firme había un puente flotante de tres kilómetros de largo. Sus papás le habían prohibido viajar a Tierra Firme; Tierra Firme era sinónimo de "vida fácil y vagabunda", mientras la vida en la Isla era disciplinada, rigurosa y ceñida a la voluntad de Dios. Sus padres habían roto comunicación con sus parientes en Tierra Firme quienes, en cambio, compadecían a los isleños por incultos, supersticiosos y pobres.
En la Isla había colonias de gatos salvajes, feroces por naturaleza cuando se sentían acorralados, pero inesperadamente hermosos. Una de las colonias estaba compuesta por gatos atigrados, color naranja, con seis dedos en los pies; otra era de gatos negros como la noche y ojos leoninos; otra de gatos de pelo largo y blanco, y ojos verdes y brillosos; y otra, la más grande, gatos como el carey, con franjas plateadas y negras en el lomo, casi color piedra y ojos dorados, que vivían entre las rocas repartidas junto al puente. A los niños de la Isla se les tenía prohibido acercarse a los gatos salvajes o alimentarlos; era peligroso para cualquiera que los quisiera consentir y, mucho más, atraparlos y llevárselos a casa. Incluso los gatitos más pequeños eran conocidos por morder y arañar con furia. Sin embargo, en su camino hacia Tierra Firme, mientras se acercaba al puente colgante, el muchacho no pudo resistir la tentación de lanzarles pedacitos de comida a los gatos de las rocas que lo veían desde lejos con ojos desafiantes (gatito, gatito...). ¡Qué criaturas más hermosas! Un día, atrevido, logró coger a uno de los gatos de entre las rocas, muy delgado, las costillas marcadas y las orejas puntiagudas y atentas. Por un momento sostuvo esa vida temblorosa en sus dedos, como si hubiera sacado su propio corazón de entre su pecho. No obstante, el gato entró en pánico y comenzó a arañar y a luchar contra su mano y le clavó sus afilados dientes en la piel, justo en la base del pulgar. Él lo soltó con un pequeño grito, "¡Mierda!", Y limpió la sangre con su pantalón y siguió caminando por el puente.
En Tierra Firme la vio a ella: una niña que imaginaba de su edad, quizás menor, caminando con otros niños. El viento costero se cubrió de niebla, húmeda y penetrante. Gotas de frío se le habían formado en sus pestañas como lágrimas. El pelo largo de la chica se mecía con el viento. Esa cara perfecta le arrebató su timidez y su vergüenza. Ahora era atrevido: su experiencia con el gato de las rocas no le había desalentado sino que lo había estimulado. Era un chico que pretendía ser un hombre en Tierra Firme, donde se sentía mayor y seguro de sí. Aquí, nadie conocía su nombre, o el apellido de su familia. Caminó junto a la niña y la fue alejando de los otros niños. Quiso saber su nombre. Mariana. Cogió su pequeña mano, al principio ella se resistió pero él la agarró más fuerte. Le besó los labios, suavemente pero con pasión. Ella no se alejó. Él la volvió a besar, esta vez con mucha más fuerza. Ella se hizo a un lado, como queriendo escapar. Pero él no la soltó. La apretó con violencia y la besó con tanta fuerza que sintió la marca de sus dientes contra los suyos. Parecía que ella lo estuviera besando de vuelta aunque con menos firmeza. Ella se retiró: le cogió la mano y, mientras reía, le mordió la carne fresca de su dedo pulgar. Sorprendido, él sólo vio cómo la sangre brotaba. La herida era pequeña pero ¡había tanta sangre! Sus pantalones estaban manchados. Sus botas, salpicadas. Se alejó y la niña corrió de vuelta con los otros niños. Todos ellos jugaban y corrían, ahora los veía, mientras ellos se reían y se burlaban con voz aguda por la playa iluminada con los restos de la tormenta. Ninguno se volvió a mirar.
Volvió corriendo al puente flotante con miedo de que se lo hubiera tragado la tormenta. Pero ahí estaba: golpeado por los vientos costeros, se veía pequeño y desgastado. Era finales de otoño. No recordaba la estación en la que todo comenzó (¿había sido en verano?, ¿en primavera?). El mar se levantó con furia batiendo sus olas. La Isla era casi invisible detrás del velo de niebla. En las olas vio las caras de sus viejos familiares. Hombres con barba gris, mujeres de ceño fruncido. Se le fue el aliento mientras cruzaba el agitado puente. Una vez en la costa, no le prestó atención a la colonia de gatos que lo esperaban con maullidos burlones y miradas traidoras entre las rocas. La herida en el pulgar le dolía y lo avergonzaba: las marcas evidentes de unos dientes afilados clavados en su piel. Con el paso de los días la herida palideció. Cogió un cuchillo de pesca, cauterizado bajo la flama ardiente, y abrió la herida y dejó que volviera a fluir la sangre tibia. Envolvió el pulgar con una venda. Luego explicó que la herida había sido hecha con un anzuelo o un clavo oxidado. Volvió a su vida de antes y ésta muy pronto lo envolvió como las olas que suben por la playa y se estrellan contra las grandes rocas. Habría de llegar el día en el que se removiera el vendaje y viera la pequeña cicatriz punteada en su piel, nunca del todo sanada. En secreto, besaría la cicatriz en un desvanecer de emoción y, con el tiempo, dejaría de recordar por qué.
III. Esperanza.
Papá nos estaba llevando a casa. Sólo dos de nosotros íbamos en la silla de atrás y Esther, que era la favorita de papá, en el asiento de delante.
Esther gritó: ¡Papá, cuidado!
Una criatura negra y peluda, sus piernas moviéndose rápidamente, estaba cruzando la carretera justo en frente del coche de papá. Pudo ser un gato grande o un pequeño zorro. Papá no disminuyó la velocidad por un instante. No movió el volante ni pisó el freno para intentar esquivar la criatura, pero tampoco aceleró para pisarla a propósito.
La llanta delantera derecha dio un pequeño salto.
Hubo un chillido corto, luego silencio.
Papá, por favor. Por favor para.
La voz de Esther era tenue y quejumbrosa y aunque era una voz de súplica, era una voz sin esperanza.
Papá rio. Papá no frenó el coche, no se detuvo. Atrás, nos arrodillamos en el asiento para asomarnos por la ventana trasera y ver, entre la hierba cortada a un lado de la carretera, a la criatura peluda retorcerse de agonía.
¡Papá, detente! Papá, por favor para, el animal está herido. Pero nuestras voces eran tenues y quejumbrosas y sin esperanza. Papá no prestó atención a nuestros lamentos, siguió silbando mientras conducía. En el asiento de delante Esther lloraba a su manera: suave y sin remedio. Y en el asiento de atrás, nosotros permanecimos en silencio.
Uno de nosotros susurró: ¡Era un gatito!
El otro dijo: ¡Era un zorro!
En el puente sobre el río, donde hay una rampa empinada, papá frenó el coche y se detuvo. Frunció el ceño, se le veía irritado y le dijo a Esther: Sal del coche. Y papá enfadado se giró hacia nosotros en el asiento de atrás y sus ojos brillaron de enfado mientras nos decía que nos bajáramos del coche también.
Estábamos asustados. Pero no había lugar para esconderse en la parte de atrás del coche de papá.
Afuera, Esther tiritaba. Un viento frío sopló desde el río envuelto en niebla. Nos acurrucamos junto a Esther mientras papá venía.
Su cara cargaba pesar y remordimiento. Pero era un arrepentimiento por algo que todavía no había ocurrido, aunque ya era inevitable. Calmadamente, papá le lanzó a Esther un golpe seco en la espalda con su puño (la tumbó en el suelo como de un disparo), tan contundente que ella no pudo llorar ni gritar, sólo quedarse en el suelo temblando. Queríamos correr pero no nos atrevimos porque sabíamos que los grandes pasos de papá nos alcanzarían.
Papá nos golpeó, primero a uno y después al otro. A uno en la espalda, como había hecho con Esther, al otro, un golpe descuidado, diagonal junto a la cara, como si en este caso (en mi caso) el niño estuviera tan perdido que se encontrara más allá de toda disciplina. ¡Ay, ay, ay! Habíamos aprendido a tragarnos nuestro llanto.
Con sus largos pasos, papá volvió al coche y encendió un cigarrillo. Esto ya había pasado antes, aunque no de la misma manera. Y, cuando las cosas se asemejan a un momento anterior, es mucho más terrible que si las vives por primera vez. Sobre el suelo abultado, de pasto seco, sollozábamos intentando recuperar el aliento. Esther, que era la mayor, fue la primera en reponerse: gateó hasta donde estábamos Kevin y yo y nos ayudó a levantarnos sobre nuestras inseguras piernas. Seguíamos aturdidos de dolor y con una enferma sensación: no entendíamos que algo se estaba repitiendo de la misma manera a como ya había ocurrido antes. Y sólo, mientras volvía a suceder, recordábamos haberlo vivido ya. Y fue ahí que tuvimos la certeza, como un rayo de luz que ilumina una habitación en penumbra, de que se iba a repetir. En el coche, papá se sentó a fumar. Su puerta estaba abierta hasta la mitad pero el coche se seguía llenando de un humo azulado como niebla.
Entre papá y Esther sucedió algo único para los dos, como una vez fue único entre papá y Lula: si Esther había decepcionado a papá y había sido castigada por decepcionarlo, Esther podía (se esperaba incluso que lo hiciera) referirse al castigo. Esther no retó a papá ni lo siguió decepcionando. Una clara y sencilla pregunta de Esther, a pesar de nuestra sorpresa, pareció bienvenida.
Esther dijo con un nudo en la garganta: ¿Por qué?
Papá dijo: Porque yo soy papá, en quien sus hijos nunca deben perder la esperanza.
Joyce Carol Oates, Las situaciones.
Joyce Carol Oates
The Situations
I. Kittens
Daddy was driving us home. Three of us in the backseat and Lula, who was his favorite, in the passenger's seat.
Lula cried, Oh Daddy!—look.
At the side of the road, in broken grasses, was something small and furry-white, which appeared to be alive.
Oh Daddy, please.
Daddy laughed. Daddy braked the car to a stop. Lula jumped out of the car. We ran back with her, to discover in the broken grasses three small kittens—white, with black and russet markings.
We picked up the kittens! They were so tiny, fitting in the palms of our hands, weighing only a few ounces! Each was mewing, its eyes scarcely open. Oh, oh!—we'd never seen anything so wonderful in our lives! We ran back to the car where Daddy was waiting, to beg Daddy to take them home with us.
At first, Daddy said no. Daddy said the kittens would make messes in the car.
Lula said, Oh Daddy, please. We all promised to clean up any messes the kittens made.
So Daddy gave in. Daddy loved Lula best, but we were happy to be Daddy's children, too.
In the backseat, we had two of the little kittens. In the front, Lula was holding the whitest kitten.
We were so excited! So happy with the kittens! Lula said she would call the whitest kitten Snowflake, and we said we would call our little kittens Pumpkin and Cinder because Pumpkin had orange splotches in his white fur, and Cinder had black splotches in his white fur.
For some minutes, Daddy drove in silence. We did all the chattering! You could hear tiny mews, if you listened hard.
Then, Daddy said, Do I smell a mess?
We cried, No, no!
I think I smell a mess.
No, Daddy!
Three messes. I smell them.
No, Daddy!
(And this was so: None of the kittens had made messes.)
But Daddy braked the car to a stop. At the bridge over the river where there is a steep ramp, outside our town and about two miles from our house, Daddy parked the car and said to Lula, Give me Snowflake, and Daddy squinted at us in the rearview mirror and said, Give me Pumpkin, and give me Cinder.
We began to cry. Lula cried loudest. But Daddy grabbed the little kitten from her and reached into the backseat red-faced and frowning to grab Pumpkin and Cinder from us. We were not strong enough, and we were not brave enough to keep Daddy from taking the kittens from us, in Daddy's big hand. The kittens were mewing loudly by this time and quivering in terror.
Daddy left the car and with big Daddy-strides climbed the ramp to the bridge and threw the kittens over the railing. Three tiny things rising at first against the misty sky, then quickly falling, and gone.
When Daddy returned to the car, Lula cried, Daddy, why?
Daddy said, Because I am Daddy, who decides how things end.
II. Feral kiss.
In secret, by foot, he traveled to the Mainland. He lived on an island of approximately eight square miles, boot-shaped like Italy. Between the Island and the Mainland was a two-mile floating bridge. His parents had forbidden him to journey to the Mainland; the Mainland was the "easy, slack life"; the Island was the life of discipline, severity, God's will. His parents had broken off ties with their relatives who lived on the Mainland, who in turn pitied the Islanders as uneducated, superstitious, and impoverished.
On the Island, there were colonies of feral cats, much inbred, ferocious if cornered or trapped, but surpassingly beautiful—one of the colonies was composed predominantly of flamey-orange tiger cats with six toes, another was predominantly midnight-black cats with tawny eyes, another was predominantly white, long-haired cats with glaring green eyes, and another, the largest colony, predominantly tortoiseshell cats with intricate stone-colored, silver, and black markings, and golden eyes, seemed to thrive in a rough, rock-strewn area near the floating bridge. It was generally forbidden for Island children to approach the feral cats, or to feed them; it was dangerous for anyone to approach the cats in the hope of petting them, still less capturing one of them and bringing it home; even small kittens were known to scratch and bite furiously. Yet, on his way to the Mainland, as he approached the floating bridge, he couldn't resist tossing bits of food to the tortoiseshell cats who regarded him from a little distance with flat, hostile eyes—Kitty? Kitty? Such beautiful creatures! One day, brashly, he managed to seize hold of a young tortoiseshell cat scarcely more than a kitten, very thin, with prominent ribs and high, alert ears, and for a moment, he held its quivering life in his fingers like his own heart seized out of his chest—then the cat squirmed frantically, hissed, scratched, and sank its small sharp teeth into the flesh at the base of his thumb, and he released it with a little cry Damn! and wiped the blood on his pant leg and continued on his journey across the floating bridge.
On the Mainland, he saw her: a girl he imagined to be his own age, or a little younger, walking with other children. The coastal wind was shrouded with mist, damply cold, relentless. Droplets of moisture had formed on his eyelashes like tears. Her long hair whipped in the wind. Her perfect face was turned from him in shyness, or in coyness. He'd grown daring, brash; his experience with the tortoiseshell cat hadn't discouraged but seemed to have encouraged him. He was a boy pretending to be a man here on the Mainland, where he felt to himself older, more confident. And here, no one knew his name, or the name of his family. He walked with the girl, drawing her away from the other children. He asked to know her name—Mariana. He held her small hand, which resisted his initially, as he clutched at it. He kissed her on the lips, lightly yet with much excitement. When she didn't draw away, he kissed her again, with more force. She turned aside as if to run from him. But he clutched her hand and her arm; he gripped her tight, and kissed her so hard, he felt the imprint of her teeth against his. It seemed that she was kissing him in return, though less forcefully. She pulled away. She snatched his hand and, laughing, bit him on the inside of the thumb, the soft flesh at the base of the thumb. In astonishment, he stared at the quick-flowing blood. The wound was so small and yet—so much blood! His pant legs were stained. His boots were splattered. He retreated, and the girl ran to catch up with the other children—all of them running together, he saw now, along the wide, rough beach littered with storm debris, their laughter high-pitched and taunting and not one of them glanced back.
Gripped suddenly by a fear that the bridge had floated away, he returned to the floating bridge. But there it remained, buffeted by coastal winds, and looking smaller, and more weathered. It was late autumn. He could not recall the season in which he'd started out—had it been summer? Spring? The sea lifted in angry churning waves. The Island was near invisible behind a shroud of mist. In the waves, he saw the faces of his older, Island kin. Gray-bearded men, frowning women. He was breathless returning to the Island across the rocking, floating bridge. At shore, he paid no heed to the colony of tortoiseshell cats that seemed to be awaiting him with small taunting mews and sly cat faces, amid the rocks. The wound at the base of his thumb hurt; he was ashamed of his injury, the perceptible marks of small sharp teeth in his flesh. Within a few days, the wound became livid, and with a fishing knife cauterized in flame, he reopened the wound, to let the blood flow hotly again. He wrapped the base of his thumb in a bandage. He explained that he'd injured himself carelessly on a rusted nail or hook. He returned to his life that soon swept over him like waves rising onto the beach, streaming through the rocks. There would be a day when he removed the bandage and saw the tiny serrated scar in the flesh, all but healed. In secret, he would kiss the scar in a swoon of emotion, but in time, he would cease to remember why.
III. Hope.
Daddy was driving us home. Just two of us in the backseat and Esther, who was Daddy's favorite, in the passenger's seat.
Esther cried, Oh Daddy!—look out!
A dark-furry creature was crossing the road in front of Daddy's car, legs moving rapidly. It might have been a large cat, or a young fox. Daddy did not slacken his speed for an instant—he did not turn the wheel or brake the car to avoid hitting the creature, but he did not appear to press down on the gas pedal to strike it deliberately.
The right front wheel struck it with a small thud.
There was a sharp little cry, then silence.
Oh Daddy, please. Please stop.
Esther's voice was thin and plaintive, and though it was a begging sort of voice, it was a voice without hope.
Daddy laughed. Daddy did not brake the car to a stop.
In the back, we knelt on the seat to peer out the rear window—seeing, in the broken grasses at the side of the road, the furry creature writhing in agony.
Daddy—stop! Daddy, please stop, the animal is hurt.
But our voices were thin and plaintive and without hope, and Daddy paid little heed to us but continued driving and humming to himself, and in the front seat, Esther was crying in her soft helpless way, and in the backseat, we were very quiet.
One of us whispered to the other, That was a kitty!
The other whispered, That was a fox!
At the bridge over the river where there's a steep ramp, Daddy braked the car to a stop. Daddy was frowning and irritable, and Daddy said to Esther, Get out of the car. And Daddy turned grunting to us in the backseat, and Daddy's eyes were glaring angry as he told us to get out of the car.
We were very frightened. Yet there was no place to hide in the back of Daddy's car.
Outside, Esther was shivering. A chill wind blew from the mist-shrouded river. We huddled with Esther as Daddy approached.
In Daddy's face, there was regret and remorse. But it was remorse for something that had not yet happened, and could not be avoided. Calmly Daddy struck Esther a blow to the back with his fist, that knocked her down like a shot, so breathless she couldn't scream or cry at first but lay on the ground quivering. We wanted to run away but dared not for Daddy's long legs would catch up with us, we knew.
Daddy struck us, one and then the other. One on the back, as Esther had been struck, and the other a glancing careless blow on the side of the head as if in this case (my case) the child was so hopeless, he was beyond disciplining. Oh, oh, oh!—we had learned to stifle our cries.
In long Daddy-strides, Daddy returned to the car to smoke a cigarette. This had happened before but not quite in this way, and so when a thing happens in a way resembling a prior way, it is more upsetting than if it had not happened before, ever in any way. On the lumpy ground in broken and desiccated grasses, we lay sobbing, trying to catch our breaths. Esther, who was the oldest, recovered first, crawled to Kevin and me and helped us sit up and stand on our shaky stick legs. We were dazed with pain and also with the sick sensation that comes to you when you have not expected something to happen as it did, but, as it begins to happen, you remember that you have in fact experienced it before, and this fact determines, in the way of a sequence of bolts locking a sequence of doors, the certitude that it will recur.
In the car, Daddy sat smoking. The driver's door was open partway, but still the car was filling with bluish smoke like mist.
Between Esther and Daddy, there was a situation unique to Esther and Daddy, as it had once been unique to Lula and Daddy: If Esther had disappointed Daddy, and had been punished for disappointing Daddy, Esther was allowed, perhaps even expected, to refer to this punishment provided Esther did not challenge Daddy, or disappoint Daddy further. A clear, simple question posted by Esther to Daddy often seemed, to our surprise, to be welcomed.
Esther said, a catch in her throat, Oh Daddy, why?
Daddy said, Because I am Daddy, whose children must never give up hope.
Joyce Carol Oates, The Situations