Francisco Ayala, La vida por la opinión

La vida por la opinión.
Esto no son cuentos. Ocurre que, por su carácter vehemente, o quizá por falta de experiencia cívica, los españoles han propendido siempre a tomar la política demasiado a pechos. La última guerra civil los dejó deshechos, orgullosísimos, y con la incómoda sensación de haber sufrido una burla sangrienta. Apenas les consolaba ahora, rencorosamente, el ver a sus burladores enzarzados a su vez en el mismo juego siniestro -pues había comenzado en seguida la que se llamaría luego Segunda Guerra Mundial…
Yo soy uno de aquellos españoles. Habiendo leído a Maquiavelo por curiosidad profesional y aun por el puro gusto, no ignoraba que la política tiene sus reglas; que es una especie de ajedrez, y nada se adelanta con volcar el tablero. Pero si envidiaba -y cada día envidio más- la prudente astucia de los italianos, que saben vivir, también me daba cuenta de que, por nuestra parte, nos complacemos nosotros en no tener remedio, y estamos siempre abocados a abrir de nuevo el tajo y caer al hoyo. Ningún escarmiento nos basta, ni jamás aprendemos a distinguir la política de la moral. Recién derrotados, ¿no estábamos cifrando acaso todas nuestras esperanzas en el triunfo de aquellas mismas potencias que, atados de pies y manos, acababan de entregarnos a la voracidad fascista? Sí; como tantos otros exiliados, esperaba yo desde la otra orilla del océano lo mismo que esperaban en la Península millones de españoles: la caída de la sucursal que el eje Berlín-Roma tenía instalada en Madrid; lo mismo que, con temerosa expectativa, aguardaban también los titulares, partidarios y beneficiarios de ese régimen.
Unos y otros, los españoles de ambos bandos estábamos engañados en nuestros cálculos. Podían ser éstos correctos, e irreprochables los razonamientos en que se fundaban; pero ¿a qué confundir lógica e historia, que son dos asignaturas tan distintas? Después de aniquilar a Mussolini y Hitler, las democracias tendieron amorosa mano a su tierno retoño, que se tambaleaba; no fuera, ¡por Dios!, a caerse. En vista de lo cual, amigos, lasciate ogni esperanza.
Para entonces -año de 1945- vivía yo en la ciudad de Río de Janeiro, por cuyo puerto pasaban, rumbo al sur, algunos escapados de aquel infierno. Tuve ocasión de hablar con varios. Recuerdo, entre otros, a un joven de acaso treinta años, o no muchos más, tan nervioso el infeliz que cuando alguien lo interpelaba, saltaba con un repullo. Y se comprende: nueve años había vivido con la barba sobre el hombro, de un lugar a otro, bajo nombre supuesto. Era un maestrito de Ávila, quien, al producirse la sublevación militar en 1936, escapó de la ciudad, y huido había estado desde entonces, prácticamente, hasta ahora. No iba a ser tan cándido -me explicó- que estando inscripto en el Partido Socialista se quedara allí para que lo liquidaran. Su familia había tenido amistad con el diputado don Andrés Manso, y así le fue a su familia. (No conseguí que me contara -ni tampoco me pareció discreto, piadoso, insistir demasiado- lo que a su familia le había pasado. En cuanto al señor Manso, es bien sabido cómo su apellido sugirió a las nuevas autoridades la idea de hacerlo lidiar públicamente en la plaza de toros, y que esa muerte le dieron.) En fin, mientras nos tomábamos nuestros cafeciños en un bar de la avenida Copacabana hasta la hora en que salía su barco, el hombre me contó lo que buenamente quiso, con miradas de soslayo a las mesas vecinas y siempre en palabras medio envueltas, acerca de la que él llamaba su odisea -una odisea de tierra adentro cuyos puertos habían sido poblachones manchegos o andaluces donde trabajaba por nada, apenas por poco más que la comida (y esto era lo prudente), y de donde se largaba tan pronto como lo juzgaba también prudente, casi todas las veces a pie, hacia otro pueblo cualquiera, pues en todos ellos hay estudiantes rezagados a quienes preparar para los exámenes, u opositores al cuerpo de correos o de aduanas, encantados de aprovechar los servicios de profesor tan menesteroso.
¿Que por qué no había intentado salir antes de España? Pues a la espera de que concluyese la guerra mundial y, con el triunfo de las democracias… ¿Que por qué, ahora que había terminado, se iba? Ésta era la cosa.
Sonrió con una sonrisa amarga, y se bebió de un trago el café dulzón (echaba a sus jícaras una cantidad absurda de azúcar, las saturaba: años y años hacía que el azúcar faltaba en España). Me contó luego que la noticia del triunfo laborista en las elecciones inglesas le había sorprendido (aunque, claro está, no fue sorpresa, lo esperaba; la buena racha había empezado); en fin, cuando se supo la noticia estaba él en cierto pueblo de la provincia de Córdoba, creo que me dijo Lucena, donde se ocupaba en llevarle los libros a un estraperlista de marca mayor, aunque no del todo mala persona, a final de cuentas. Aquella noche, en la oscuridad del cine, se formó un tole tole colosal, con gritos, vivas, mueras y palabras gruesas, hasta que encendieron la luz, y no pasó nada. En lugar de las medidas naturales, se produjo al otro día un fenómeno increíble: las gentes del régimen estaban despavoridas en el pueblo. Es claro: en Madrid, ya los grandes capitostes estarían liando el petate; pero los jerarcas provincianos, con menos recursos, tenían que acudir a congraciarse por todos los medios, y buscaban a los parientes de las víctimas, les daban explicaciones no pedidas, querían convidar, se sinceraban: «Ven acá, hombre, Fulano; anda, vamos a tomarnos una copa de coñac, que tengo que hablar contigo. Mira, yo quiero que sepas… A ti te han contado que a tu padre fui yo quien… Sí, sí, no digas que no. Yo sé muy bien que te han metido esa idea en la cabeza; es más, me consta que Mengano ha sido quien te vino con el cuento. Pero, ¿sabes tú por qué? Pues, precisamente, para sacarse él el muerto de encima. Escúchame, hombre: es bueno que estés enterado de cómo pasó todo. Resulta que ese canallita de Mengano… Pero tómate otra copa de coñac.» Etcétera. Y a vuelta de vueltas se producían protestas de amistad, ofrecimientos de un empleo «digno de ti» o de participación en algún negocio, porque, «lo que yo digo, hoy por ti y mañana por mí»; mientras que los ahora solicitados, que no se chupaban el dedo (¿quién, hoy día, no sabe latín en España?), callaban, asentían, se contemplaban la punta de los zapatos, saltándoles dentro del pecho el corazón de gozo a la vista de portentos tales.
Pero, ¿qué sucedió? Sucedió que, antes de que todo se fuera por la posta, le faltó tiempo al compañero Bevin, ahora elevado a ministro del Exterior, para levantarse en la Cámara de los Comunes y ofrecerle a Franco la seguridad de que el nuevo gobierno británico no daría paso alguno en contra suya. Esto ocurrió en agosto; en septiembre empezaron los juicios de Nuremberg, y también los camaradas soviéticos olvidaron magnánimamente que cierta División Azul los había combatido sin declaración de guerra en el suelo mismo de la Santa Rusia.
«Entonces yo -prosiguió el maestrito socialista de Ávila- me eché a andar hacia la frontera portuguesa, pude cruzarla, y aquí estoy ahora rumbo a Buenos Aires, donde tengo parientes.»
No he vuelto a saber nada de él; espero que le haya ido bien, y que tenga a estas horas los nervios más tranquilos.
Esto, como antes decía, no son cuentos. Es que los españoles jamás terminamos de aprender las reglas del juego; somos incapaces de entender la política: la tomamos demasiado a pechos, nos obcecamos, nos empecinamos, y…
Si cuestión fuera de escribir un cuento, bien podría ello hacerse a base de lo que me relató otro fugitivo que, pocos meses después, llegó a mi puerta con carta de presentación de uno de mis antiguos amigos. Se trataría de un «caso de honra», y el cuento podría llevar un título clásico: La vida por la opinión. Pero ¿cómo escribirlo, digo, cómo adobar en una ficción hechos cuya simple crudeza resulta mucho más significativa que cualquier aderezo literario? Me limitaré a referir lo que él me dijo.
Mi nuevo visitante era un sevillano gordete, peludo y de ojos azules, tostado todavía del sol y del aire marino. Llegó a casa, y se instaló en una butaca de la que no había de rebullir ni moverse en cinco horas. Más que nada, quería orientarse, que orientara yo sus pasos primeros por el Nuevo Mundo. Le ofrecí un cigarrillo, y lo rechazó con una sonrisa. «Antes fumaba», me explicó; y yo comprendí que ese antes era antes de la guerra, «pero dejé de fumar, porque hubiera sido un peligro constante. La colilla olvidada en un cenicero, el mero olor del humo, hubiera bastado a delatar la presencia de un hombre en mi casa». Entonces me contó su historia.
Pero al reproducirla debo adelantarme a advertir que es una historia bastante inverosímil. A la invención literaria se le exige verosimilitud; a la vida real no puede pedírsele tanto.
El gordete era también profesor (¡dichosa actividad docente!); pero éste, no de primeras letras como el maestro de Ávila, sino de enseñanza secundaria; era de los que por entonces se llamaron cursillistas, profesores formados a toda prisa para cubrir las plazas de los institutos que la República había creado, y estaba destinado en uno de Cádiz, o cerca de Cádiz, cuando empezó la danza llamada Glorioso Movimiento tuvo que esconderse, claro está: durante la pasada campaña electoral había trabajado con entusiasmo por uno de los partidos republicanos…
Catedrático reciente de un reciente instituto, nuestro hombre estaba también recién casado: se había casado hacia pocas semanas, al principio de las vacaciones estivales, y el susodicho movimiento o danza de la muerte sorprendió a los tórtolos anidados en casa de la madre del novio, viuda, que vivía en Sevilla. Allí se encontraban en aquella fecha memorable.
Se recordará que en Sevilla la lucha fue larga y la confusión grande. Ante la perspectiva del previsible desenlace, el joven profesor imaginó y puso en práctica un ingenioso expediente que le permitiera salvar el pellejo; y fue, conseguir de un albañil vecino suyo que, con el mayor secreto, le ayudara a preparar un escondite, especie de pozo excavado en el rincón oscuro de la sala interior donde el nuevo matrimonio tenía instalada su alcoba; un agujero del ancho de cuatro losetas, y lo bastante hondo para que él se metiera de pie; tras de lo cual, ajustando en su sitio aquellas cuatro losetas pegadas sobre una tabla a modo de tapadera, no había medio de que se notara nada debajo de la cama.
Lo acordado era que nadie sino la madre y la esposa, ellas y nadie más, conocerían su presencia en la casa y su escondite. El albañil amigo, un buen hombre que nunca hubiera hablado, porque en ello le iba la vida, tampoco podía hablar ya, pues de todas maneras los fascistas lo liquidaron no bien se hubieron apoderado del barrio; de modo que era secreto garantizado: la madre y la esposa; el resto de la familia, hermanos, tíos, primos y demás parientes, cuando se interesaban por su paradero obtenían de ambas mujeres la mismísima respuesta que los vecinos curiosos y que las patrullas falangistas: Felipe (Felipe se llamaba) desapareció el día tal sin dejar dicho adónde iba, y desde entonces no habían vuelto a tener noticias suyas; lo más probable era que en aquellos momentos estuviese el infeliz bajo tierra. Esto, entre lágrimas y suspiros que el interesado escuchaba, embutido allí como un apuntador de teatro.
Su vida se redujo, pues, con esto a la de un ratón que a la menor alarma corre a refugiarse en su agujero; o mejor, a la de un topo. En el agujero mismo, sólo se metía cuando alguien llegaba a la casa, ya fueran falangistas husmeantes, y a veces otros imprecisos investigadores, que él oía trajinar, rebuscar e interrogar, y amenazar y hasta maltratar a su madre y a su mujer, saltándosele el corazón de temor y de ira; no sólo -digo- se enterraba vivo cada vez que venían en su busca quienes quisieran matarlo (y no tardaron poco en convencerse y desistir), sino también cuando acudían a preguntar por él quienes lo querían bien: sus hermanos mayores, casados, su suegro, algún temeroso amigo. Y las dos mujeres, que habían sabido mantenerse irreductibles en su negativa, incluso las veces que las llevaron a declarar en el cuartelillo dejándolo a él más muerto que vivo, irreductibles fueron también frente a los que se angustiaban por su suerte. Oculto a pocos metros de ellos, escuchaba esas conversaciones morosas en que se hablaba de lo que estaba ocurriendo y con indignada lástima se comentaba el destino de algún conocido que había caído en sus manos, volviendo siempre al tema de nuestro pobre Felipe, y qué habría sido de él, mientras el pobre Felipe, a dos pasos, se distraía con su charla o, aburrido pronto de los largos silencios, se impacientaba, deseoso de que por fin dieran término a la visita y se marcharan para poder salir de su escondrijo.
Pero si en éste se refugiaba tan sólo cuando llegaba gente a la casa, vivía por lo demás encerrado en ella como un topo, sin salir nunca de la habitación oscura. Habían decidido, por astuta precaución, tener abiertas de par en par las puertas de la calle durante todo el santo día -era la mejor manera de disipar sospechas-, y él se lo pasaba en la alcoba del fondo. Ahí hacía su vida, si vida podía llamarse a semejante confinamiento en el que, para estar ocupado en algo y no volverse loco, se entretenía en tejer toquillas de lana, que su madre vendía luego, o se aplicaba a tareas increíbles, tales como la de redactar, con una letrita minúscula de cegato, un galimatías exclusivamente compuesto por nombres y adjetivos inusuales, expurgados con paciencia benedictina del diccionario cuyos volúmenes adornaban el estantito junto al rincón. A base de vocablos como «dipneo», «gurdo» y «balita», que rebuscaba durante horas y cuyas más raras acepciones retenía en la memoria, iba escribiendo en un cuaderno -que, llegado el caso, sepultaba consigo en el agujero- un absurdo relato ininteligible, a pesar de hallarse formado por palabras todas ellas legítimas de la lengua castellana.
Me tendió el cuaderno, que traía dentro de una cartera; me hizo leer dos o tres párrafos, y aguardó el efecto con sonrisa satisfecha. Yo estaba de veras fascinado: aquello era un arcano; era poesía pura. «¿Cree usted que se podrá hacer algo con este trabajo?», me preguntó. No supe qué contestarle. Agregó: «Me da pena la idea de destruirlo. Son casi nueve años de esfuerzo».
Casi nueve años, pronto se dice. ¡Qué no será capaz de soportar el ser humano! Nueve años, casi. Primero, con la esperanza de que el gobierno republicano ganara la guerra; después, con la esperanza de que las democracias triunfaran del eje Berlín-Roma. Como un topo, nueve años. Y no es que careciera el hombre de compensaciones durante ese tiempo. Aunque los recursos económicos de la casa escaseaban, de un modo u otro procuraban las mujeres prepararle platos sabrosos (y él protestaba, divertido: «Van ustedes a hacer que me ponga gordísimo, y un día no cabré en el agujero. Ha de pasarme como al ratón de la fábula, sino que al revés: él se quedó preso dentro, y yo no voy a poder meterme cuando haga falta.» Ellas se reían, y contestaban a su broma con otras por el estilo). Sin trabajar, tenía Felipe las dos cosas por las cuales, según el libro del Arcipreste, trabaja el hombre: mantenencia, y fembra placentera, pues a la noche disfrutaba el amor conyugal, sazonado por cierto con las especias picantes del furtivo, ya que más de una vez, empujado por alarmas que no siempre resultaron falsas, tuvo que saltar de la cama y esconderse a toda prisa bajo ella, para meterse entero, de cabeza, en el seno de la tierra.
Nueve años, uno tras otro, siempre a la espera de poder asomar sin peligro a la luz del día. Hasta que, por fin, empezó a parecer que se divisaba la salida del largo túnel: desembarco aliado en África, ídem en las playas de Normandía… El momento se acercaba; la hora iba a sonar; ya era cosa hecha: la democracia había destruido al totalitarismo; y, para colmo, los laboristas ingleses, en cuya propaganda electoral se había usado con mucho efecto el tema de España, ganaban el gobierno.
Por Sevilla corrió esta noticia como reguero de pólvora. Llorando de gozo la pobre vieja, la madre de Felipe le preparó aquel día a su hijo un frito riquísimo de criadillas y sesos con pimientos morrones, y trajo una botella de sidra; brindaron los tres alegremente. Y a la noche el matrimonio se abandonó a las naturales efusiones sin precaución, ni postcaución, de clase alguna, puesto que la libertad, y la felicidad, estaban a la vista.
Eso pensaban ellos. Pero ya es sabido lo que ocurrió. Expectativas que tan seguras parecían, se desinflaron en seguida. Y Felipe volvió, rabiosamente, a su diccionario, en busca de palabras raras con que seguir hinchando el volumen de su absurdo manuscrito; encarnizado y oscuro, procuraba no pensar en nada, ahora.
¡No pensar en nada! ¡Como si se pudiera acaso no pensar en nada! El cuaderno crecía y crecía, y seguía creciendo. Pero he aquí que también el vientre de la descuidada esposa empezó muy pronto a dar señales ostensibles de que el fugaz momento de la esperanza no había sido infecundo.
Y esto, que -de no haberse malogrado aquella esperanza- hubiera completado el cuadro de su ventura, en las circunstancias actuales debía traerle a nuestro pobre topo serias tribulaciones. Felipe era hombre de honor. Si todo el mundo, si Sevilla entera lo daba por ausente, ¿con qué cara?…, ¿a dónde iría a parar ese honor cuando se hiciera notorio y no pudiera ocultarse más el embarazo de su esposa? Con toda claridad -pues ya hemos podido darnos cuenta de que era persona tan lúcida como, a pesar de todo, razonablemente previsora- se le planteó este problema no bien el calendario, vigilado con ansiedad por todos tres en la casa, autorizó los primeros barruntos, confirmando los temores de marido, mujer y suegra. De ahí en adelante sería una carrera desesperada con el mismo calendario. No era posible, a pesar de todos los desengaños, que los aliados triunfantes sostuvieran en España al engendro de Mussolini y Hitler. Los juicios de Nuremberg habían comenzado, y el comandante de la División Azul era, en Madrid, capitán general de la región. ¿Cómo no iban los rusos, caramba…?
Pero, supongamos que no -se decía Felipe-. Pongámonos en lo peor, ya que esa gente no da señales de tener prisa ninguna. Digamos que, entre unas cosas y otras, siguen pasando semanas y meses, llega el momento en que ya no pueda disimularse más la preñez de mi mujer. ¿Quién va a adivinar entonces que el gallo tapado es nada menos ni nada más que su legítimo esposo? Felipe está huido, Felipe falta de Sevilla hace dos años; y ahora su señora nos sale con una barriga… No, eso no, eso nunca. ¡Nunca! ¡Mejor la muerte! Aunque me dejen como al gallo de Morón, yo tengo que cantar en lo alto del palo y hacer que me vean antes de que nadie pueda figurarse cosas. ¡Bueno fuera!… Por otro lado -pensaba Felipe-, si el tiempo corre y la situación no cambia, ¿hasta cuándo voy a seguir yo agazapado aquí como un conejo, asustado como un ratón, metido en este agujero como un topo? ¿Es que no voy a asomar ya nunca a la luz del día? ¡De ningún modo! Correría su suerte; y si querían matarlo, que lo mataran.
Decidido, pues, a salir del escondite, nuestro hombre, que no carecía de recursos, urdió para ello una trama de negociaciones, con cierto tufillo a contubernio, que había de darle resultado positivo. Descubriéndose a un cierto pariente suyo que tenía vinculaciones oficiales, le encargó de sondear a las autoridades. El momento era muy favorable: aún no se habían repuesto éstas del susto pasado; todavía no las tenían todas consigo, y el régimen hacía títeres e insinuaba divertidas morisquetas para congraciarse a los vencedores de la guerra mundial. Cómo se arregló, no lo sé a punto fijo. Mi visitante no se mostraba explícito acerca de los detalles, eludía mis preguntas. Pero el caso es que nuestro gordote, a quien un puntilloso sentimiento del honor había desalojado de su agujero, venía provisto de pasaporte en regla y traía consigo, para venderlos en América, unos cuantos objetos preciosos, imágenes de talla, cofrecillos antiguos y no sé qué más me dijo. De objetos tales está lleno el mundo. El tesoro artístico de España ha debido de sufrir, en siglo y medio, considerables mermas. Si en el muro de una iglesia un lienzo moderno, o primoroso cromo, sustituye a algún viejo retablo, o si falta un crucifijo de marfil, que era bastante feo después de todo, el saqueo se atribuirá a las tropas de Napoleón o, ahora, al vandalismo de los rojos. No quise ver lo que se había confiado a la gestión de mi visitante, ni tampoco supe orientarlo en lo que le interesaba. Tenía urgencia por deshacerse de aquellas cosas; sólo cuando las hubiera vendido podría sacar de Sevilla a su familia: madre, esposa y, ya, una hermosa niña de pocos meses.
«¡Ah! ¿Fue una niña?», dije yo. «Una niña hermosísima, Conchita. Nombre bien español, ¿eh?: Concepción. Y bien sevillano: Murillo no se cansaba de pintar Inmaculadas. Sólo que yo -agregó- bajo esa inicial coloco siempre mentalmente alguna otra palabra: si no Imprudente, o Inoportuna, por lo menos la Incauta Concepción…»
Desde luego, él se había exhibido ampliamente por las calles de Sevilla durante más de un mes antes de emprender su viaje; todo el mundo pudo verlo, y nadie abrigaría duda alguna sobre el embarazo de su mujer; las habladurías estaban eliminadas. «Los primeros días no podía yo ponerme al sol, me dolían los ojos, estaba deslumbrado, no veía, tuve que usar gafas verdes; y también mi cara estaba verde como las acelgas, de tantísimos años en la oscuridad.»
Ahora, tras de cruzar el océano, lucía un saludable color tostado. Con su mano peluda acariciaba todavía, al despedirse de mí, su absurdo manuscrito. Estaba encariñado con él. «Nueve años de mi vida, fíjese; lo mejor de la juventud. ¿Valía para esto la pena…?».

Francisco Ayala, La vida por la opinión.

Francisco Ayala



Lorenzo Silva, La verdadera prueba

La verdadera prueba.

La prueba, esta vez, no fue dar con el hilo. Eso fue tan fácil como estar una mañana en tu mesa, en tu oficina, al igual que todos los días, descolgar el teléfono y recibir aquella información: que unos padres habían acudido a presentar una denuncia por algo que le había ocurrido a su hijo de dieciséis años, y que por lo que estaban contando se trataba de un delito relacionado con tu especialidad y tu responsabilidad y parecía conveniente que te ocuparas tú de llevarlo. Apenas pediste un par de detalles más: en seguida te convenciste de que quien te llamaba lo había hecho con buen criterio. Le rogaste que los atendiera has­ta que llegaras, miraste el reloj y calculaste lo que te lleva­ría trasladarte hasta las dependencias del pueblo donde se había presentado aquella pareja preocupada y angustiada. Colgaste, agarraste la cazadora y el bolso y saliste rauda hacia el aparcamiento.
Por el momento, preferiste ir tú sola. Sabías bien lo que eran esas situaciones, para los afectados y para quien tenía que darles confianza y amparo, además de ocuparse de la diligencia policial de recoger su denuncia, de entra­da, y abordar luego las pesquisas que hicieran falta para acabar de esclarecer la verdad, dar con el responsable y conducirlo delante de un juez. En esas otras fases pos­teriores ya tirarías de tu gente o, dicho de otro modo, de Lola y de Juan, que componían contigo el equipo de de­litos contra mujeres y menores. No sólo te bastabas y te sobrabas para hacer aquella primera exploración, sino que tampoco convenía enfrentar a aquellos padres, que ya ha­bían pasado el mal trago de contar la historia a quien los recibió, a una legión de agentes para dar pelos y señales de lo ocurrido a su hijo.
No fue la prueba aquel primer contacto con ellos, cuando llegaste y los viste hechos un manojo de nervios en un banco del pasillo frente a la oficina de denuncias, esperándote. Les habían dado un café, por lo menos, que los dos mantenían en la mano, el vaso mediado y ya gé­lido, cuando te identificaste y les dijiste que ibas a ser tú la que se ocupara de lo de su hijo. No era plato de gusto ver a dos personas rotas por el eslabón más débil de la cadena de su corazón y sus afectos: la vida que habían traído al mundo y que de pronto sentían que habían falla­do a la hora de orientar y proteger. Sin embargo, aquello, y en circunstancias mucho peores, ya lo habías afrontado muchas veces y habías desarrollado técnicas para llevarlo con la mayor suavidad posible para el otro y para ti mis­ma. Técnicas que te limitaste a aplicar, hasta que estuviste sentada a solas con ellos, mirándolos a los ojos, y les pe­diste que te contaran ordenadamente todo.
Aquel hombre y aquella mujer, calculaste, pasaban ya de los cincuenta, y pensaste en una sociedad que una y otra vez pone a los adolescentes en manos de hombres y mujeres que ya no tienen todo el empuje, o toda la ilusión, o todas las ganas, porque a la paternidad y la maternidad se llega a una edad más avanzada y tal vez menos natural que en otros tiempos y bajo el peso de presiones y ago­bios de toda índole; desde poder pagar la hipoteca hasta mantenerse activo y dinámico en el trabajo para que no te echen y te cambien por un veinteañero con todas las fuerzas intactas y una ilimitada capacidad de sacrificio. De los dos, era al hombre al que se veía más vencido, más desgastado por lo que quiera que la vida le pusiera todas las mañanas en el plato para que tratara de despacharlo; la mujer se mantenía más entera, porque en el plato le caía algo menos amargo y duro o porque, no siendo así, era más fuerte que él. También pasa, y muchas más veces de lo que se piensa. El caso es que fue ella la que se tragó la vergüenza, por ellos, por su hijo, por la historia, por la situación, por aquella mujer con placa que los escuchaba —esto es, tú— y se echó a la espalda, ante la claudicación en que estaba hundido su marido, la tarea de relatar los hechos.
Para ellos todo había empezado cuando advirtieron que su hijo estaba con el ánimo más sombrío que de cos­tumbre, de peor humor y con una propensión inusual a tener estallidos de ira. Al principio lo atribuyeron a la edad y sus desajustes: todos los adolescentes tienen al­guna temporada, larga o corta, en la que se vuelven inso­portables para el prójimo, incluidos los seres más cerca­nos y hasta queridos, porque no se soportan a sí mismos. Sin embargo, aquello fue tomando en seguida una deriva mucho más preocupante: el chico no dormía bien, tenía episodios de ansiedad y una madrugada se despertó con convulsiones. Fue en ese momento cuando los padres, a los que llamó aterrado por aquellos síntomas físicos, pu­dieron atravesar la coraza en la que se había envuelto y acceder a la médula ardiente de su secreto. Aquella noche, el chico se derrumbó y les contó todo.
La historia, como tantas otras, se había iniciado en una red social: o lo que es lo mismo, una de esas nuevas calles oscuras de las que se ha llenado el mundo, adminis­tradas y explotadas con inmenso lucro por corporaciones que no responden, como haría cualquier ayuntamiento, de que en las calles apenas haya farolas, las alcantarillas estén sin tapa y sea posible casi a cada paso meter el pie en un socavón. Ellas se limitan a decir que transitarlas es voluntario y gratis y a seguir acumulando a buen ritmo su patrimonio descomunal, cifrado en primera instancia en datos que se apropian y gestionan sin supervisión de autoridad alguna, y en segunda en los millones de euros y de dólares en que se convierten esos datos y que termi­nan remansados en algún paraíso fiscal después de eludir todas las jurisdicciones tributarias del planeta. La rentabi­lidad es toda suya; los riesgos se traspasan en bloque a la comunidad de la que la obtienen, en una especie de anar­cocapitalismo digital que después de tantos años de ver sus efectos en los más débiles no deja de pasmarte. Pero todo eso te sobrepasa, lo has aceptado hace ya tiempo y tu cometido era otro: escuchar a aquellos padres y averiguar qué le había pasado a su hijo en aquel callejero tenebroso y virtual en el que ya habías visto a tantas caperucitas y caperucitos dar un mal paso y acabar yendo a parar al peor de los bosques.
El comienzo había sido bastante convencional: a tra­vés de la red social en cuestión el chaval había entrado en contacto con una chica más o menos de su edad, que tenía en su perfil unas cuantas fotos con poca ropa y mucho rímel. La relación había subido rápidamente de tempera­tura, de nuevo nada muy novedoso, y se había convertido en una conversación sostenida en el tiempo: un par de semanas, para ser más exactos. Se daba la coincidencia de que la chica, según le dijo, no vivía lejos, y en seguida se planteó la posibilidad de un encuentro físico, léase car­nal, léase sexual, que al chico ilusionó cuanto cabe supo­ner. Sin embargo, la chica le dijo que antes de verse tenía algo muy importante que decirle: resultaba que tenía no­vio, un chico un poco mayor que ella, que no veía mal que ella tuviera relaciones con otros, al revés, le excitaba, pero que le ponía una condición para no estar celoso: acostarse él antes con los chicos con los que ella fuera a tener sexo. Su planteamiento, al principio, fue desconcer­tante para el chaval. Dos días después, y tras una campaña de estimulación y convicción por parte de la chica, con fotos suyas cada vez más subidas de tono, su hambre de ella era tan grande como para pagar el peaje y hacer el sacrificio.
En efecto, había un chico mayor que la chica que acu­dió a la cita y que tuvo relaciones sexuales completas con su hijo. Un chico amable, les contó, que no le trató mal, que le dijo que le ponía que su novia fuera a acostarse luego con el chaval, y que no se preocupara, que él lo veía bien. Se despidió de la forma más educada y le deseó que disfrutara con la chica. Lo malo vino después: cuando la chica no volvió a dar señales de vida, salvo por un men­saje que su hijo recibió en su bandeja de correo electróni­co. Traía como adjunto todas las fotos comprometedoras que él le había estado enviando y tenía un texto tan breve como devastador: «No te olvides de que las tengo». Ahí el muchacho empezó a comprender, fatalmente, que había sido objeto de un engaño monumental, por parte de aque­lla supuesta chica de la que sólo había visto fotos y había leído tórridas palabras.
Pudiste imaginarte el calvario que había vivido aquel chico en los días y semanas sucesivos. Cómo se había derrumbado su autoestima, su fortaleza, su energía para vivir. Cómo lo habían devorado la vergüenza y el mie­do, cómo había colapsado su mente, cómo se le había deshecho el equilibrio emocional hasta arremeter contra aquellos que mejor o peor, con más o menos acierto y dedicación, querían ayudarlo, confortarlo, y a quienes esa percepción destruida y bochornosa de sí mismo le impe­día recurrir. Hasta que la naturaleza hizo su tarea: la an­siedad llevó a la angustia, la angustia al ahogo y el ahogo a la convulsión, propiciando aquella situación en la que se vino al fin abajo.
Escuchaste a la madre, les extrajiste tan delicadamen­te como pudiste toda la información que ellos podían fa­cilitarte, les dijiste que tendrías que hablar con el chaval y que lo harías con cuidado. Que le harías ver que no tenía de qué avergonzarse, que un deseo del todo normal y su inocencia le habían puesto en las manos de una mala per­sona, que era quien debía morirse de vergüenza cuando su acto quedara expuesto, algo que tú y tu equipo os en­cargaríais de conseguir, para que de paso le cayera el cas­tigo severo que la ley contemplaba para un delito que era grave, que se investigaría hasta el fin y que aquel hombre iba a pagar como correspondía. Te recompensó ver que salían de allí tan dolidos y afligidos como entraron, pero no tan agobiados ni sintiéndose tan culpables como te los encontraste al llegar.
No fue, tampoco, la prueba que te aguardaba la ex­ploración del menor: no es un trago fácil nunca, pero no era, ni mucho menos, la primera vez que la hacías. Ahí sí preferiste que te acompañara Juan, que bordó su papel ofreciéndole no sólo un hombro masculino, sino apunta­lando la propia masculinidad herida de aquel chaval. Es­tuvo impecable: sólo te hizo dudar cuando al final le puso la mano en el hombro y le dijo que no se preocupara, que a aquel hijo de puta le iba a salir caro ir por ahí de listo abusando de los demás y que le iba a hacer sentir como la mierda que era. No era muy ortodoxo, ni muy apropiado, pero lo entendiste, cuando viste la expresión de gratitud del chico. Por lo demás, el muchacho ratificó todo lo que los padres habían dicho, y que era lo mismo que les ha­bía contado él. Aparte del relato de los hechos, os facilitó todo el material concreto que os iba a ayudar a ponerle nombre a su agresor: perfiles de redes sociales, comuni­caciones vía chat y aplicaciones de mensajería, direccio­nes de correo. Los hilos electrónicos con los que vosotros tendríais luego que tejer, y tejeríais, la red para atraparlo.
No fue tampoco la prueba la pesca en sí o, si se prefie­re, la cacería que os condujo hasta la pieza que buscabais. No tomaba precauciones excepcionales: parecía creer que el oprobio de la víctima, más la amenaza de difundir esas fotografías que por nada del mundo querría que se vieran, eran más que suficientes para garantizarle total seguridad e impunidad. Una y otra vez, los rastros os llevaban a dos direcciones IP: la de su casa y la del despacho de la firma de consultoría en la que trabajaba. Para amarrarlo le ten­disteis una trampa en una de las redes, usando de sus mis­mas artes, es decir, con el perfil falso de un chico que iba a atraerle sí o sí, por lo que enseñaba y por lo que decía. Picó casi de inmediato, y reprodujo al milímetro la estra­tegia seguida para engañar, atraer y utilizar para su placer a vuestra víctima. Con todo eso había más que suficiente para que un juez firmara una orden de entrada y registro e ir sin más a por el sujeto.
La prueba menos prueba de todas fue detenerle: era un tipo insignificante, que ni por su envergadura ni por su carácter ni por su arrojo habría podido jamás intimidar a persona alguna, y menos a los agentes uniformados de intervención que lo sacaron de la cama, le pusieron las esposas y lo llevaron hasta el sillón donde asistió, quieto y al borde del desmayo, al registro de su piso y la in­cautación de sus ordenadores, móviles y tabletas. En los interrogatorios se negó a declarar, pero tampoco eso tuvo, al final, la menor importancia. Todas las huellas de su ac­tividad estaban en sus memorias y discos duros, esperan­do el día en que alguien las encontrara y le quebrara con ellas el espinazo por los siglos de los siglos. Ni siquiera te sentiste en la necesidad de afearle su comportamiento o de hacerle sentir el desprecio que te inspiraba. Te limitaste a decirle: «Después de tanto cazar, te toca a ti ser la pieza. Te acompaño en el sentimiento».
Ahora, tras entregarlo al juez y verlo desfilar hacia prisión, es cuando se te presenta la verdadera prueba: la que va a decir de qué pasta estás hecha, si eres o no una heroína, una princesa guerrera capaz de mirar al dragón cara a cara sin que te tiemble el pulso, sin que se te nuble la mente, sin que te abandone tu fe en ti misma, en lo que haces y en tus semejantes. Tienes ante ti la lista que te han preparado Juan y Lola, después de varios días de traba­jo exhaustivo con el material extraído de los dispositivos electrónicos del depredador. Su labor se resume en una veintena de nombres, a los que acompañan unos números de teléfono, que han conseguido a partir de las indagacio­nes que han hecho de sus respectivos domicilios a través de las direcciones IP. Han contrastado las fotografías con las que obran en la base de datos del DNI. Todos se pa­recen en ellas lo suficiente a como salen en las imágenes digitales. El mayor tiene diecisiete años, el menor quin­ce. También tenéis los chats, que os permiten deducir que todos ellos recorrieron el camino entero hasta las fauces del monstruo; de ese monstruo que sólo sabía morder en el callejón virtual y nunca habría podido atacarlos en la calle, pero que en sus dominios era tan astuto y activo como mortalmente eficaz. La lista, al lado del nombre de la víctima y el número de teléfono de su casa, tiene el de sus progenitores. Esas personas a las que ahora tienes que llamar y recibir una a una, para contarles lo que les ha pasado a sus hijos. Para encajar su estupor, su dolor, sus ganas de morirse y de matar a alguien, o de matarse ellos. Para tranquilizarlos y pedirles que te traigan cuando pue­dan a los chicos y pongan la denuncia y después no dejen de darles cariño y comprensión, de cuidarlos, de tratar de mantenerlos a salvo de las aceras infames de la vida, de cemento o de bytes, porque la vida sigue, y seguirá mejor con el culpable enfrentado a las consecuencias legales de todos y cada uno de sus actos.
Esa va a ser para ti, verdaderamente, la prueba.

Lorenzo Silva, La verdadera prueba.


Lorenzo Silva

Sara Gallardo, Cosas de la vida

Cosas de la vida.

Había una vez un jubilado que tenía un jardín en Lanús. Había sido jefe de personal en una empresa del Estado.
Su jardín era la admiración y la envidia de todo Lanús. Es una zona que, como se sabe, carece de agua cada dos por tres. El vecindario redacta notas de protesta, y el primero en firmarlas ha sido siempre el jubilado del jardín.
Lo habitual era que llegara el vecino más amigo de pleitos con su documento en la mano, y lo encontrara doblado bajo los rosales, o cubriendo los senderos con guijarros blancos, o pasando el rastrillo por un círculo de césped que parecía, digamos, una esmeralda. Hormiguicidas, abonos y herramientas se veían en el verdoso ambiente creado por una chapa de fibra. Y allí, de pie, sin quitarse casi el sombrero de paja ni sacudirse el barro de los dedos, el jubilado echaba su firma, que era una rúbrica sola, tanto había firmado en tiempos de su jefatura.
Una mañana despertó. Echó de menos el aroma de su jardín. ¿Llovía? Tampoco el agradable pin pin del agua sonaba en su ventana. Salió, inquieto. Se encontró en pleno mar.
Un oleaje verde hamacaba el jardín. Un ventarrón había volteado el espantapájaros.
Cayó al suelo. Cuando recobró fuerzas levantó la cara. Volvió a verse navegando en el mar. Volvió a caer postrado.
Notó, una de las veces que se incorporó, que la espuma salpicaba los jazmines de su verja, coquetamente pintada de blanco. Desesperado, buscó una lona que tenía en previsión de granizos, e intentó cubrirlos. Era difícil. Avanzó dando bandazos, aferrándose a la pequeña verja, nunca pensada para servir de borda. Ató la lona a ella y en unos piquetes de madera que clavó en la tierra. Trabajó con devoción, con rabia.
Mareado, empapado, pensó darse una ducha tibia. Pero se le ocurrió que el agua de su tanque era limitada. La necesitaría para sus plantas, para beber.
Tonterías. Soñaba. Se echó sobre la cama cerrando los ojos.
Soñó que estaba en su despacho, un sueño frecuente en él. Un empleado pedía licencia, su mujer moría. Cuarenta y ocho horas, concedía. El empleado se iba, lágrimas de impotencia salpicando los vidrios de sus anteojos. Estas lágrimas caían sobre la cara del jefe de personal.
No, no eran lágrimas. El viento había cambiado, y un vaho se condensaba sobre el vidrio abierto de la ventana, cayendo luego en gotas sobre él.
Se incorporó. ¿Era cierto, pues? Aquello bailaba. Sosteniéndose contra las paredes, salió.
Era cierto.
El jardín, virando lentamente, cambiaba de rumbo. Ponía proa a una inmensidad igual a la inmensidad que lo rodeaba en todos lados.
Los rosales inclinaban sus mofletes como pidiendo ayuda. Los lavó con agua dulce, sollozándoles al oído.
Pero tenía hambre. Acudió a la despensa. Contenía café soluble y bastantes latas de lengua, caballa, leche en polvo. Detestaba aquello. Eran regalo de su hermana, casada con un empleado de frigorífico.
Porque, como se lo hizo bien presente la mañana que llegó, cargada, sofocada y con las marcas de la soga en las manos, antes de regalar hay que informarse sobre los gustos del prójimo. Él adhería a los principios del vegetarianismo, con una apertura hacia el yogur y los quesos sin sal. Pero la hermana dejó su paquete.
Latas. Y cómo le servían ahora. Gimió, abriendo una.
¿Cuánto tiempo duraría aquello?
O estaba loco. Creería, solamente, encontrarse en el mar, mientras sus vecinos lo miraban compadecidos por encima de la verja. Era fácil suponer sus conjeturas: tantas horas al sol, dedicado a las plantas... ¿O estaría en un manicomio, alucinado? Las gotas que había creído recibir ¿eran inyecciones?
Fuera lo que fuese, aquí estaba. Por las ventanas veía el mar, verde, centelleante ahora que había salido el sol.
¡El sol! Se levantó a mirar su césped. Esmeraldino aún, y fresco. ¿Hasta cuándo?
La desesperación lo hizo prorrumpir en alaridos.
Al atardecer tomó el diario que leía la víspera. Fútbol, cine, historietas. Qué lejano todo. Anotó la fecha. Hizo un almanaque en la última página de un catálogo de semillería.
Sólo quedaba ponerse a dormir. La noche había caído. Afuera, aquel rumor. Adentro, el balanceo.
Siguieron días, noches, mañanas.
Primeros en morir fueron los claveles. Temblando se secaron, marrones. Las rosas vieron volar sus pétalos sobre el desierto. Después los tallos se enroscaron en espirales. El césped murió, a manchas. Un círculo de tierra quedó, pelado, con unas pajas. Volaron también.
La verja, la lona y los jazmines con un crujido cayeron pesadamente al mar.
El jubilado había hecho algunos intentos para distraerse. Prendió el televisor. Pero transmitía unos trazos ondulados que le recordaban demasiado las ondulaciones circundantes. Anotó cada día en su almanaque. Examinó el tanque de agua. Maldijo ser habitante de Lanús Oeste. Las carencias habituales de agua se reflejaban en tres cuartos de tanque vacío. El terror de la sed empezó a obsesionarlo.
Para buscar algún aspecto positivo en su situación, se dijo que el tiempo estaba parejo, y que las olas lo conducirían a algún lado.
Pero vino la calma.
De las angustias de la calma se ha escrito demasiado bien. El perder la esperanza de puerto, el agotar víveres y agua, el fosforecer de presencias extrañas, la agonía.
Un sudor corría por la calva del jubilado en su jardín destruido. Había recogido los guijarros blancos en dos macetas, que guardaba en la cocina, pero el diseño de los canteros se notaba como una risa sin dientes.
Al décimo día de calma, un estrépito puso en marcha el jardín. El mar se precipitaba hacia delante. Era un derrumbe. ¡El final!, pensó, aferrándose al tronco seco de un arbusto. Como en un rapto recordó un programa de televisión. El ganador, niño prodigio, había dicho que los antiguos creían en un mundo plano con una catarata en el borde. El conductor le dio un premio, y todos reían a costa de los antiguos.
–¡Aquí estamos! –se dijo, arrastrado con casa y con jardín hacia el fondo. Los mantuvo una corriente circular, mientras el mar entero hacía un ruido de regurgitación.
Un monstruo apareció. Inmenso bienestar respiraban sus escamas chorreantes, su cabeza que rozaba las bajas nubes de tempestad. De la boca le colgaban vegetaciones fláccidas.
El miedo no se puede imaginar. Del miedo que sintió, sólo diré: como muerto, sin pulso, en el suelo. Una imagen le cruzaba la mente. Había visto la foto de un choque de trenes precisamente en la línea de Lanús. Uno estaba vertical.
Vertical, como cien trenes, la serpiente marina sacó al aire su cuerpo y gozó la vista del mar interminable. Esa vista le dio ganas de moverse. No vio el chalet demasiado cercano y algo atrás. Estaba ahíta, además.
Partes de su cuerpo emergieron mientras se alejaba y hundía otras ondulando, y el jubilado, su jardín y su casa giraban en los remolinos hasta sentir escindidos los átomos del ser.
Esto pasó el trigésimo día de navegación.
Por entonces decidió preservar los vidrios de las ventanas. Una rotura sería grave. La casa era su refugio. Cerró los postigos, y se acostumbró a andar a oscuras por el interior.
Era un alivio.
El sol golpeaba con su maza el jardín. Vestido de pies a cabeza, con sombrero y guantes de jardinero para no ver su carne reducida a jirones, intentó pescar. La falta de verja lo había vuelto tarea peligrosa. Se ataba a la canilla del césped, con un trozo de conserva como sebo. Pasó días fabricándose anzuelos.
Descubrió que a veces pescaba. Se prometió comer de eso, fuera lo que fuese. Si pasaba un día entero sin pesca abriría una lata. Debe decirse que sobre el jardín rampaban y palpitaban toda clase de seres lanzados por las olas o por la iniciativa personal. Le evitaban la fatiga de pescar. Los echaba en una cazuela. Algunos le procuraron erupciones terribles en la piel. Otros dispepsia. Otros nada. Temiendo por su combustible, cocinaba varios platos por vez en el horno. Se acostumbró a la sopa fría. Pero la comida marítima da sed. Su mayor angustia era el descenso de la provisión de agua.
Un día dos aves marinas se pararon en la antena de televisión. Por atavismo las insultó agitando los brazos; que se alejaran de sus sembrados. En pleno ademán quedó quieto. Ave significa tierra.
–¡Tierra! –gritó prosternándose, con la voz quebrada en mil variantes.
No había tierra a la vista. Las aves eran de un desconocido rojo oscuro. Pero no lo notó. Viendo que su alharaca las movía a retirarse suplicó:
–¡Quédense!
Debió verlas alejar, pausadas, hacia el este.
En el este fijó los ojos. Pasó la mañana inútilmente. Mejor carecer de esperanza que ganarla y perderla. Entró en la casa y lloró echado sobre la cama.
A la tarde volvió a mirar. Creyó morir. Se mojó la cabeza. Vio algo como una montaña.
¿Y si, navegando sin rumbo impuesto por él, pasaran lejos? Pero se acercaba.
Hacia el crepúsculo la luz rasante daba en un peñón rojo negruzco, como un coágulo de sangre. La espuma se revolvía en las rompientes.
Ninguna visión, ningún rumor humanos salían de él. Bien mirado parecía moverse, como una rata muerta cubierta de moscas. Las aves marinas lo revestían. Sus graznidos parecían la voz de aquella piedra.
El jubilado cayó de rodillas, alzó los brazos hacia el peñón, clamó. Buscó una sábana y la zarandeó, frenético, pidiendo auxilio. Nada.
Es decir, sí. A medida que el sol desaparecía, la peña pareció formada por caras enormes, tal como viera en el cine las de unos próceres norteamericanos tallados en la montaña. En el cine le habían parecido magníficas. Aquí, no. Tal vez por las deposiciones de las aves, o por la niebla de la rompiente, aquellos rostros de hombres y mujeres parecían, o bien resfriados, con hilos cayendo de las narices, o llorosos, o babeando.
Gritó hasta perder la voz, la fuerza, la vida.
Cuando se puso el sol le entró el terror. Pese a la inquietud por los escollos se encerró en la casa.
¿Qué hacer? No dormir. Buscó unas revistas que tenía debajo de la cama.
En Lanús, su vecino de la izquierda, un pobrete que se contentaba con geranios en macetas, pertenecía a una secta protestante. A menudo charlaba por encima de la verja alabándole el jardín, pero sus intenciones eran proselitistas. Una vez por mes, al despedirse sacaba una publicación de bajo el brazo y decía:
–Tal vez esto lo entretenga.
Eso bastaba para sacarlo de quicio. Pero como quien anda con abono y fosfatos necesita tener papeles a mano, guardaba las revistas. Cuando tenía que envolver desperdicios las usaba. Con la satisfacción de que el vecino alguna vez podía ver sus páginas en el tacho de basura.
¿Qué hacer, esta noche? Trató de concentrarse en la sección humorística. Un humor sano. Nada basado en alcoholismo o adulterios. Casi siempre a propósito de perros o de gatos.
Imposible entenderlo, con el peñón de color coágulo, las rompientes, las aves, las caras, cercanos en la noche.
Se asomó. Trató de ver algo, de oír el ruido de los acantilados. Nada.
Luego, los inconvenientes del mal periodismo son que al leerlo uno piensa en otra cosa. Había sufrido al jubilarse. ¡Qué jefe de personal! El empleado daba parte de enfermo. Que se mejore, decía él, nadie olvidaba en qué forma. Enviaba al médico. Qué médico. Estaban de acuerdo. Cuarenta y ocho horas. Que se mejoren. O se mueran.
Siempre le gustó preguntar a los empleados su filiación política. Tragaban bilis. El distintivo oficial en la solapa de los disidentes le procuró entretenimiento en una época.
Efecto del mal periodismo, quedó dormido en el sillón.
A esa hora empezó el viento. Con una trepidación de la casa. El mar se transformó en un campo de ondas que jugaban al rango arrojándose de espalda en espalda la casa y el jardín y el jubilado, a los tumbos de la cama a la mesa, del sillón a la puerta.
Oyó la antena del televisor arrancada rebotando en el techo con un adiós metálico, perdiéndose en los aires.
Los goznes de un postigo, corroídos, cedieron. Un vidrio quedó descubierto. Por él entró la luz, y vio el oleaje, transparente, tapando el cielo, lamiendo los costados de la casa, filtrándose por las junturas de las ventanas.
Se arrastró. Buscó una lata de goma contra insectos. Pegoteó las junturas de las ventanas, pero el agua entraba, estiraba en carámbanos la goma, goteaba por las puntas.
Cinco días de viento. Cinco días sin comer, sin anotar en el calendario, aferrado a una pata de la cama.
No tuvo fuerzas para abrir la puerta. Destapó temblando una lata de sardinas. Algo repuesto, abrió. Dio un grito.
El jardín estaba un palmo bajo el agua. Sólo sobresalía, en el lado opuesto, la parte que lindó con el vecino protestante, un sector un poco elevado, de ladrillos, donde tuvo tinajas floridas y canteros. Entre la casa y ese sector, el jardín parecía una piscina por donde cruzaban cardúmenes plateados.
Alrededor, mar desnudo hasta el horizonte.
Lágrimas, no tenía ya ni una. Pelo para mesarse, tampoco. Barbas sí, largas y enredadas. Su afeitadora se descompuso los primeros días de navegación.
¿Existe Dios?, se preguntó. Había rezado, es verdad, en momentos de horror excesivo. La noche del peñón, por ejemplo. Su madre se lo enseñó en algún tiempo. Y en un folleto había leído la historia del extraviado en el Himalaya que sobrevivió gracias a extracto de carne y oraciones. ¿Qué oraciones serían? ¿Y qué extracto?
Vamos a ver, ¿qué situación era ésta? ¿Quién previno nunca a un ser humano respecto a este riesgo? Podía demostrarlo: ninguna compañía de seguros lo tiene en su programa.
Nunca aseguró su vida. No creyó justo que su hermana y su cuñado se beneficiaran con su muerte. Pero si una cláusula relativa a una situación semejante hubiera existido, él, al volver...
¡Volver!
¿Volvería?
Se cubrió las orejas con las manos y gritó largamente.
Para tranquilizarse proyectó un plan de acción. Como primera medida tendría que pescar por la ventana. Después, escribiría su historia. Bien, pero carecía de papel blanco. Buscó por la casa. Un papel madera forraba los cajones y estantes del armario. Ya es algo. Con letra chica... Y después, tal vez esto termine un día... No. Las ilusiones hacen daño.
Se sentó a escribir. Puso la fecha. “Intachable empleado, de categoría J 4, en la Dirección General de Personal Automotores y Estadística del Ministerio de Hacienda, entre los años 1928 y 1962, con sólo dos faltas por duelo familiar en toda mi foja de servicios, me jubilé el 24 de marzo de...”
Una voz habló roncamente a sus espaldas.
El lápiz cayó sobre el papel. Una rigidez, de la nuca a los talones, lo inmovilizó.
Volvió a oírla, en un jadeo, un chapoteo. Decía:
–Mi refugio...
A duras penas se dio vuelta. Aferrado al borde de ladrillos de la parte elevada del jardín había un hombre chorreando agua, la cara transfigurada de esperanzas, el sombrero hundido. Ponía los ojos en –el jubilado lo recordó de pronto– el nombre de la casa, fijado con letras cursivas cerca del techo: Mi Refugio.
En el umbral de la puerta, sin moverse, sin sonido en la garganta, lo miró.
El hombre lo vio. Su felicidad aumentó. Jadeaba como si hubiera llegado nadando. Sosteniéndose en los ladrillos hizo un esfuerzo y se izó.
Un crujido de putrefacción y el jardín cedió a su peso como una galleta húmeda. La parte de ladrillo, arrastrándolo, se hundió primero. La mitad del jardín, vertical en el vuelco, desapareció detrás en un torbellino.
El jubilado se acurrucó en el umbral de la puerta. Metió la cara en los puños. Sollozó. Como él mismo se lo definió después, fue un ataque de nervios. Terminado, destapó los ojos poco a poco. El jardín concluía en la mitad de lo que fue círculo de césped. Quizás por efecto de la pérdida de la parte de ladrillos, ya no estaba cubierto de agua. Emergía en declive hacia la casa.
Aquel hombre... No había tierra, ni barco, ni bote, ni leño a la vista. ¿De dónde había venido?
Durante días y noches la cara transmutada de esperanza, el crujido del jardín al romperse, la desaparición entre burbujas se fijaron ante él.
No pudo comer, ni pescar, ni moverse. Lo pasó extendido en la cama, mirando el techo que repetía los reflejos del mar.
Y comenzó la sed. La entretuvo un tiempo gracias a los cubitos de hielo derretidos dentro de la heladera. Siguió con el depósito del inodoro. Después se encontró lamiendo la heladera. Después se encontró lamiendo el inodoro.
Después, como un loco, la lengua colgando seca igual que un cuero, se vio corriendo en círculo, pegando los labios a un hierro húmedo de sal, limpiándolos horrorizado, procurando beber agua de mar y vomitando, tajeándose un brazo para chupar la sangre.
Ni un recuerdo ni una ilusión ni una idea en él salvo la de agua dulce para beber. Miraba las nubes como el ternero en la mañana mira la ubre reservada al ordeño, a un fin ajeno.
¿Y él? Oh, nubes.
Llovió por fin. Era de noche. Ardía de fiebre en el suelo de su cuarto. Oyó llover. Creyó que deliraba pero se arrastró fuera.
¡Llovía! Llorando, riendo, desnudo, se dejó empapar, la boca abierta. El agua le corría por las orejas, le llenaba los ojos. Se lamía; exprimía las barbas en su boca. Sacó tarros, cacerolas, ollas, latas, frascos.
Amaneció en la lluvia, y la lluvia siguió. El jardín en declive dejaba correr hacia la casa una cascada agridulce, que tampoco despreció. Oh, agua. Oh, lluvia.
Siguió un período durante el cual procuró escribir sus experiencias. No le era fácil, pero una especie de serenidad lo investía a medida que daba forma a aquello. Al principio luchó con las palabras. Ni mar, ni serpiente, ni viento, ni peñón rojo o sed figuraban en los escritos que leyó o redactó en su vida.
Esta palabra, vida, lo detenía. ¿Estaba vivo?
¿O muerto?
Trató de recordar ideas oídas sobre la muerte. Nada parecido a esto. En cuanto a vida... Es verdad que algunos días, por ejemplo al pescar un bello pez carnoso después de esperar siete o diez horas, se había sentido más vivo de lo que nunca había estado. Y cuando la lluvia, chorreándole en los ojos y la boca terminó con su sed ¿no fue distinto al vaso de agua mineral que un ordenanza debía traer hasta su despacho a las once y diez?
Sí, pero basta. Basta. Vivo o muerto, exigía una definición. Quería paz. Deseaba una certeza. Silencio. Descanso.
Color mostaza era el mar aquellos días. Había oído mencionar el plancton. Esperaba que no fuera plancton, pues a decir de muchos es lo que comen las ballenas.
Color mostaza. Un pavo asado sobre un mantel blanco. La salsa humea en la salsera. Castañas y ciruelas y piñones en el relleno. Nueces y almendras en un plato. Pan dulce con un moño de seda. Sidra. Es Navidad. ¿Quién, en esa mesa? Una mujer de vestido largo, una niña de trenzas. En el patio los vecinos brindan. Él tiene derecho a comer. Alarga su mano empujando a la niña. Un golpe en los dedos. Había chocado con la chapa de fibra que alguna vez amparó a sus hormiguicidas, caída desde el gran viento.
Conque alucinaciones, se dijo. A escribir.
“Entre los años de 1928 y 1962, sólo dos faltas por duelo familiar, es decir, en treinta y cuatro años. El primer duelo siendo motivado por el deceso de mi señora madre, y el segundo por el de mi esposa, a los quince meses de matrimonio, habiendo celebrado este matrimonio durante los días de feria que se dedicaron en 1935 a desratizar el edificio.”
Bien mirado, era el único error de su vida. Una vida de orden. Ella... para ser sincero, no recordaba su cara. Por otra parte, suicidarse es una infracción al contrato matrimonial. Nadie lo había sabido, por fortuna.
Salió a refrescar la mente.
En el horizonte, una línea como un trazo de alquitrán dividía el cielo del mar. Como las líneas que cruzan los cuadernos de contabilidad, pero con una leve inclinación.
Tropezando con todo, se le ocurrió prender el televisor. Ninguna imagen. Pero una voz a lo mejor femenina, interrumpida por descargas, decía cosas incomprensibles.
–¡Tierra! –gritó por segunda vez en su viaje–. ¡Tierra!
Lo asustó su gañido. Esperó, los ojos puestos en la línea. Llegó a convertirse en una franja; la inclinación pasó a parecer una serranía. La materia no le gustaba, brillante como laca. No pudo esperar más.
Tomó una sábana y alcohol, subió al techo, hizo flamear la bandera de fuego hasta que las llamas le chamuscaron la barba. Soltó. Una brisa la llevó girando al mar. Él perdió el equilibrio y cayó al agua. Varias tejas cayeron cerca de él.
Emergió tragando bocanadas. No sabía nadar. Braceó enloquecido hacia la casa. Recordó al hombre. Mi Refugio, leyó entre dos salpicones.
Pudo agarrarse, trepar, extenderse en la vereda. No se dio tiempo a descansar. De rodillas, miró hacia la costa.
Se alejaba.
Se alejaban ellos. La casa. El jardín. Él.
Bramó golpeando las paredes, maldijo, pataleó.
La costa desapareció.
Por la mañana afloran las decisiones.
Sentado en una silla frente al jardín, el corazón desnudo de ilusión, silbó un viejo tango. A navegar, hasta el fin de los tiempos. No se inmutaría.
Débil es la carne. “Fin de los tiempos” lo hizo volver, esperanzado, a las malas noticias de los días previos a su viaje. Cada país tenía su bomba atómica. Era pues posible que estallara el planeta. ¡Oh, que estallara!
Pero ¿estaba él en el planeta? Si no, ¿dónde? Y si estaba ¿en qué parte?
No iba a turbarse, ahora. Entró en la casa. Cargó el televisor. Lo lanzó al mar.
Un instante pudo verlo aún, reconocible.
Grandes decisiones. Durante su caída al agua había podido ver la casa desde afuera. Debió suponerlo pero nunca lo pensó. Un pesado bigote de moluscos y algas la circundaba. Pececillos y gusanos alborotaban por debajo. Si aquello crecía terminaría hundiéndose. Tomó sus tijeras de podar y comprendió que la tarea era imposible. Para podar en los bordes tendría que meterse en el agua. La parte inferior era de cualquier modo inalcanzable. Y en cuanto al jardín, no se atrevía a pisarlo, vaya que se desprendiera.
Perfectamente. Guardó las tijeras.
Pesca y biografía, decidió.
Pesca y Náutica, sonrió amargamente. Era el nombre de un club de la laguna de Chascomús. Había ido con otros jefes de la empresa a comer pejerreyes en el año 52. No le gustaba el pejerrey, había dicho. ¡No le gustaba el pejerrey! Era vegetariano. ¡Era vegetariano! Sólo faltaba que hubiera dicho que no le gustaba la pesca ni la náutica.
Bien, en esto estamos por ahora. Dio unos golpecitos con los dedos sobre la mesa, como era su costumbre en el despacho. Profesión, navegante. Sonrió, comisuras hacia abajo, tras las barbas. Se había acostumbrado a pasar las manos por ellas, como los patriarcas. Era una sensación sumamente agradable. Las había desenredado, una tarea difícil de olvidar, y las peinaba cada día. En cambio recortaba el pelo de la nuca.
No olía muy bien, hay que decir. ¿Qué olor podía asombrar en esa casa donde el lavado se abolió el primer día, donde la pesca entraba por la ventana y saltaba en el suelo dejando escamas? Ningún asombro. Ni por olor, ni por color, ni por nada. Nada.
Un ejercicio de imaginación tónico cuando se navega es pintarse el abismo subyacente, la hondura que alberga cordilleras; el ambiente, negro; el frío, eterno. Ante él resultan placenteros el salpicar, lo cristalino y la luz de la superficie. Queda subrayado lo precario de nuestra suspensión. Se hace patente la disparidad de los destinos, durmiendo como duermen tantos huesos en el fondo. Se medita en la providencia, en el azar, en el hado.
Regando su jardín, cuántas veces le gustó ver a las hormigas braceando en las corrientes creadas por su manguera. Ahora las consideraba de otra forma. Y suponiendo, nada cuesta, que exista un dios del mar, Neptuno de los antiguos burlados por el niño en la televisión, ¿no encontraría, manejando los hombres y sus barcos, el mismo placer que él tuvo ante el girar de los insectos, salvando por inofensivo o por lindo a alguno en un momento de buen humor? Inofensivo o lindo, ¿desde qué punto de vista? El del jardinero. Había otros sin duda.
La filosofía brota en la soledad. Y en el temblor.
Otra costumbre surgida en la soledad fue hurgarse la nariz. Lo abstuvieron de hacerlo, comprendió, durante los años que llamaba normales, lo bajo de la verja, que no lo aislaba, y la apertura de su despacho a cualquier consultante. El hombre aislado tiene todos los actos de la privacidad a su disposición. Por eso suscita desconfianza. Pues ¿qué actos no supone la fantasía de las gentes?
Son siempre los mismos. Tal vez aquel empleado que rompió sobre su mesa el tintero de ónix proyectando hasta el techo las tapas –quedó la marca para siempre–, aquel que apoplético lo mandó al infierno y quiso incrustarle un sello en la cara
–por suerte había timbre–, aquel hombre que quedó en la calle, cuatro hijos, etcétera, bien, tal vez, sosegado, en su casa, se hurgara la nariz todos los días. O la señorita que le dijo gusano, muy nerviosa como señorita es verdad, a lo mejor se estudiaba el ombligo como él ahora que vivía desnudo... O contaba los dedos de los pies, entidades individuales si las hay.
Mientras pescaba vio una vez como la sombra de una nube. El cielo estaba limpio. ¿Qué gigante se había deslizado por las aguas?
Dejando la pesca salió a la vereda. Contempló los copetes de espuma repitiéndose como los merengues en la plancha del confitero. Alzó los brazos y alabó al dios del mar.
Pensándolo mejor se dijo que el Dios de su madre podía permitir un dios del mar. Un delegado, para expresarlo en forma sindical. Fuera como fuese, alabó.
¡Tantas cosas dio por creídas mientras vivió en Lanús Oeste! Tantas. Es decir, todo.
Cuando aparece el frío, el agua pasa a la categoría de poca cosa.
¿Qué mar era éste en el que entraba?
Primero la niebla. Atravesaba en bocanadas que hacían sentir nostalgia del horizonte. Dejaba formas, que el viento revoleaba.
Las nubes bajaron a pegarse al agua, barrigas de un color sopa unidas al mar por el motear de la nieve. Copos, copos.
Después el hielo cubrió todo el jardín. Brillaba, reflejando en su declive el frente oxidado de la casa.
Ceñido por mantas atadas al cuello, la cintura y las piernas, buscando calor en la cama, alargando las manos hacia el incendio de sus sillas sobre la vereda, vio hechas hielo las reservas de agua. Como faltaban tejas desde que subió al techo, le era imposible crear un resguardo. Forró su cuerpo con las revistas del Ejército de Salvación y ajustó las mantas por encima.
Parecía una crisálida, de las que amortajadas y oscuras esperaban despertar mariposas en el jardín de una vecina.
No cual mariposa ciertamente confiaba despertar, cuando dormía. Si eso puede llamarse dormir.
Había metido la cabeza en una funda que su hermana tejió al crochet para un cojín. El aliento le daba la ilusión de calor. Veía a través de la trama de colores.
Lo peor empezó con los témpanos. Animales congelados como cerezas en un áspic flotaban mirándolo desde el interior de las peñas que, lentas, entrechocando a veces con un sonido, cruzaban junto a él.
Si no ocurría un cambio, sintió que le quedaba poca vida. La idea del descanso le pareció oportuna. Bienvenida.
Notó que por fuera el agua alcanzaba hasta cerca de las ventanas. El peso del hielo, calculó. La casa crujía.
Con un ruido más raro que cualquiera, el jardín restante, quizá por el peso del hielo, se desgajó. El jubilado sintió el vértigo de los remolinos ante sus pies cuando el jardín se hundía, afloraba, y entre dos aguas, como un témpano plano, se alejaba oscilando.
Desde entonces la puerta se abría separada del mar por la nimia vereda.
Innumerables chillidos lo inquietaron un día. Nariz azul, se abandonaba al que creyó postrer ensueño. Levantó la funda de crochet. Era una banda de golondrinas. Venían agotadas. Cubrían el techo. Salió a mirarlas.
Un golpe en el hombro casi lo desvanece. Las letras herrumbrosas no habían soportado el peso de las aves. Mi Refugio rebotó en la vereda, se leyó entre dos ondas y desapareció.
El dolor, el brazo colgante lo condujeron casi a rastras al cuarto de baño. Algo se había quebrado en su hombro. ¿La clavícula? Poco sabía de esto. Envolvió el hombro en tiras de piyama.
Las golondrinas lo habían seguido. Chillando de alivio, cerrando los párpados, se ubicaron sobre el armario, en la cabecera de la cama, en la cocina.
Sólo le quedaba un pescado. Trituró, sosteniendo el cuchillo con la mano izquierda, dos filetes, y los esparció sobre el diario. Las golondrinas se abalanzaron. Derritió hielo. Bebieron.
–Coman. Beban –les dijo–. Son dueñas de la casa.
Lo alegró ver las plumas, los picos, los ojitos. Para evitarles el disgusto de viajar con un cadáver salió a morir en la vereda.
Una muralla parecía oscurecer la luz, como un acantilado. Un barco, junto a la casa. Acorazado, sin ventanas.
Mejor dicho, tenía ventanas. Una fila de ojos de buey tan altos como el tercer piso de un edificio.
Y bien, se dijo. Si quieren encontrarme me encontrarán.
De pie, ya no tenía sillas, alisando sus barbas, contempló el panorama. Los témpanos se iban en rebaño. El agua se había vuelto celeste. Su brazo en cabestrillo estaba insensible.
Cuando despertaron las golondrinas una parte voló con piruetas de felicidad alrededor de la casa, volvió a entrar, se atareó picoteando las salpicaduras de comida en la cocina y en las ollas.
El jubilado levantó los ojos hacia el paredón. Le dio fastidio verlo allí. ¿Por qué no se iba? Se le ocurrió buscar las macetas en que guardaba los guijarros. Intentó hacer puntería en un ojo de buey. A esa altura, con el brazo izquierdo, y dolorido, imposible.
Se entusiasmó. Los guijarros, blancos como copos de maíz, rebotaban en el metal y caían al agua, o sobre el techo de su casa. Olvidó su preocupación por los vidrios de sus ventanas. Afinó la vista. Su puntería mejoró.
Rio. Recordó un día de sus primeros años en que ayudado por su padre hizo centro en el blanco de un parque de diversiones.
Centro. Hizo centro en un ojo de buey. Fue un ruido especial.
Una cara asomó.
Volvió. No miró atrás, a la casa entregada al paso de las golondrinas.
Durmió. Durante horas. Cuando abría los ojos cambiaba de postura, volvía a cerrarlos. Le traían un plato de sopa y una cuchara. La sopa negra, la cuchara pesada. El vapor entraba por su nariz. La sopa descendía. Obraba su reconstrucción.
Arrebujado en las barbas, soñaba. A veces, que su casa crujía en el hielo. A veces, que el jardín bullía de gardenias y de margaritas, y un vecino venía a hacerle firmar un petitorio para el intendente. A veces, que el balanceo lo hacía rodar de la puerta a la mesa.
Entonces abría los ojos y notaba que en efecto el mar se movía más de la cuenta. Pero él estaba en un camarote, con una lamparilla en un rincón. Volvía a cerrar los ojos. Volvía a dormir.
Más adelante, acurrucado en la cubierta, solía ver estrellas. Una vez distinguió la Cruz del Sur. Lloró.
Otro día vio la ciudad de Buenos Aires envuelta en bruma. Chimeneas altas como muchachas esparcían sus mensajes de humo, que se agregaban zigzagueando a la bruma. Un olor a putrefacción, y la ciudad con luces encendidas en los edificios amanecía, bañada en tonos de rosa.
Claro que lloró.
Desde la Dársena hasta Constitución fue a pie. No tenía un centavo.
Del regreso en tren es natural decir: incomodó a los pasajeros por la apariencia y el olor.
En su calle faltaba el agua una vez más.
Allí estaba su casa; en fin, el solar de su casa. Ortigas. Pulquérrimos vecinos le cerraron la puerta en las barbas.
El protestante en cambio compartió con él sus papas y su lata de sardinas. Comió sólo las papas. Sobre la mesa se alineaban los números de la revista.
–Estoy a cargo de la sección humor –dijo el vecino.
Una catarata de lágrimas inundó la cara, las barbas que tenía delante. Nunca había visto cara tan extraña, arrugas como ésas.
Le consiguió un puesto en los comedores del Ejército de Salvación. Allí tuvo su plato de sopa cotidiano. Lo tiene todavía.


Sara Gallardo, Cosas de la vida (El país del humo, 1977).


Sara Gallardo

Camilo José Cela, Pequeña parábola de Chindo, perro de ciego

Pequeña parábola de Chindo, perro de ciego

Chindo es un perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos. Es rabón y tiene la piel sin lustre, corta la alzada, flácidas las orejas. Chindo es un perro hospiciano y sentimental, arbitrario y cariñoso, pícaro a la fuerza, errabundo y amable, como los grises gorriones de la ciudad. Chindo tiene el aire, entre alegre e inconsciente, de los niños pobres, de los niños que vagan sin rumbo fijo, mirando para el suelo en busca de la peseta que alguien, seguramente, habrá perdido ya.
Chindo, como todas las criaturas del Señor, vive de lo que cae del cielo, que a veces es un mendrugo de pan, en ocasiones una piltrafa de carne, de cuando en cuando un olvidado resto de salchichón, y siempre, gracias a Dios, una sonrisa que solo Chindo ve.
Chindo, con la conciencia tranquila y el mirar adolescente, es perro entendido en hombres ciegos, sabio en las artes difíciles del lazarillo, compañero leal en la desgracia y en la obscuridad, en las tinieblas y en el andar sin fin, sin objeto y con resignación.
El primer amo de Chindo, siendo Chindo un cachorro, fue un coplero barbudo y sin ojos, andariego y decidor, que se llamaba Josep, y era, según decía, del caserío de Soley Avall, en San Juan de las Abadesas y a orillas de un río Ter niño todavía.
Josep, con su porte de capitán en desgracia, se pasó la vida cantando por el Ampurdán y la Cerdaña, con su voz de barítono montaraz, un romance andarín que empezaba diciendo:
Si t’agrada córrer mon,
algun dia, sense pressa,
emprèn la llarga travessa
de Ribes a Camprodon,
passant per Caralps i Núria,
per Nou Creus, per Ull de Ter
i Setcases, el primer
llogaret de la planúria.
Chindo, al lado de Josep, conoció el mundo de las montañas y del agua que cae rodando por las peñas abajo, rugidora como el diablo preso de las zarzas y fría como la mano de las vírgenes muertas. Chindo, sin apartarse de su amo mendigo y trotamundos, supo del sol y de la lluvia, aprendió el canto de las alondras y del minúsculo aguzanieves, se instruyó en las artes del verso y de la orientación, y vivió feliz durante toda su juventud.
Pero un día… Como en fábulas desgraciadas, un día Josep, que era ya muy viejo, se quedó dormido y ya no se despertó más. Fue en la Font de Sant Gil, la que está sota un capelló gentil.
Chindo aulló con el dolor de los perros sin amo ciego a quien guardar, y los montes le devolvieron su frío y desconsolado aullido. A la mañana siguiente, unos hombres se llevaron el cadáver de Josep encima de un burro manso y de color ceniza, y Chindo, a quien nadie miró, lloró su soledad en medio del campo, la historia —la eterna historia de los dos amigos Josep y Chindo— a sus espaldas y por delante, como en la mar abierta, un camino ancho y misterioso.
¿Cuánto tiempo vagó Chindo, el perro solitario, desde la Seo a Figueras, sin amo a quien servir, ni amigo a quien escuchar, ni ciego a quien pasar los puentes como un ángel? Chindo contaba el tránsito de las estaciones en el reloj de los árboles y se veía envejecer —¡once años ya!— sin que Dios le diese la compañía que buscaba.
Probó a vivir entre los hombres con ojos en la cara, pero pronto adivinó que los hombres con ojos en la cara miraban de través, siniestramente, y no tenían sosiego en el mirar del alma. Probó a deambular, como un perro atorrante y sin principios, por las plazuelas y por las callejas de los pueblos grandes —de los pueblos con un registrador, dos boticarios y siete carnicerías— y al paso vio que, en los pueblos grandes, cien perros se disputaban a dentelladas el desmedrado hueso de la caridad. Probó a echarse al monte, como un bandolero de los tiempos antiguos, como un José María el Tempranillo, a pie y en forma de perro, pero el monte le acuñó en su miedo, la primera noche, y lo devolvió al caserío con los sustos pegados al espinazo, como caricias que no se olvidan.
Chindo, con gazuza y sin consuelo, se sentó al borde del camino a esperar que la marcha del mundo lo empujase adonde quisiera, y, como estaba cansado, se quedó dormido al pie de un majuelo lleno de bolitas rojas y brillantes como si fueran de cristal.
Por un sendero pintado de color azul bajaban tres niñas ciegas con la cabeza adornada con la pálida flor del peral. Una niña se llamaba María, la otra Nuria y la otra Montserrat. Como era el verano y el sol templaba el aire de respirar, las niñas ciegas vestían trajes de seda, muy endomingados, y cantaban canciones con una vocecilla amable y de cascabel.
Chindo, en cuanto las vio venir, quiso despertarse, para decirles:
—Gentiles señoritas, ¿quieren que vaya con ustedes para enseñarles dónde hay un escalón, o dónde empieza el río, o dónde está la flor que adornará sus cabezas? Me llamo Chindo, estoy sin trabajo y, a cambio de mis artes, no pido más que un poco de conversación.
Chindo hubiera hablado como un poeta de la Edad Media. Pero Chindo sintió un frío repentino. Las tres niñas ciegas que bajaban por un sendero pintado de azul se fueron borrando tras una nube que cubría toda la tierra.
Chindo ya no sintió frío. Creyó volar, como un leve vilano, y oyó una voz amiga que cantaba:
Si t’agrada córrer mon,
algun dia, sense pressa…
Chindo, el perrillo de sangre ruin y de nobles sentimientos, estaba muerto al pie del majuelo de rojas y brillantes bolitas que parecían de cristal.
Alguien oyó sonar por el cielo las ingenuas trompetas de los ángeles más jóvenes.

Camilo José Cela, Pequeña parábola de Chindo, perro de ciego.

Camilo José Cela