La almohada de la casa gris.
«Los hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a las grandes alegrías, y es porque esas penas y esas alegrías vienen embozadas en una inmensa niebla de pequeños incidentes. Y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa».
Miguel de Unamuno, Niebla.
La primera noche reconozco que la usé con cierto reparo, pero enseguida me di cuenta de lo cómoda que resultaba, de lo bien que se adaptaba a mi cabeza para dar cobijo a mi pesar. La había encontrado en unos contenedores que hay junto a la gran casa gris, un lugar que frecuentaba cada vez más porque lograba distraer mis días con algunos libros que rescataba entre revistas y cuadernos que alguien desechaba.
Al llegar al puente de hierro ―donde nadie me espera―, dejé sobre una piedra un gastado y subrayado ejemplar de Unamuno que había sacado del contenedor de papel y lavé la almohada en la orilla del arroyo frotándola y estrujándola con el jabón verde que aún me quedaba. Después, la dejé secar durante todo el caluroso día al sol. Una de las primeras cosas que aprendí cuando la vida me dio de lado y me convirtió en nómada es que a los mendigos también nos roban; así que ese día, como no podía guardar la almohada mojada en el carrito en el que transporto mis escasas pertenencias, me quedé allí, bajo el puente, con Orfeo a mi lado, observando cómo las hormigas nos hacen creer que trabajan, viendo pasar algunas pocas nubes blancas arropado por el trinar de los gorriones, anotando frases sueltas a modo de versos sin sentido en mi cuaderno, leyendo párrafos al azar del tomo de Unamuno que el anterior propietario tan acertadamente había subrayado con lápiz rojo y midiendo el lento transcurrir de las sombras que van contando las horas. El tejido esponjoso del interior de la almohada, como un cerebro, tarda en secarse.
Por la noche, el rumor del agua me ayudaba a conciliar el sueño y alejaba de mí algunos miedos como el de no tener apenas recuerdos. Ya no era necesario encender una fogata para calentar mi soledad; la temperatura se mantenía suave por la noche. Aquí, con la brisa en mis sienes no tengo que respirar el aire enrarecido del albergue al que me veo forzado a ir las noches frías de invierno cuando busco algo de calor en un caldo poco sabroso, en el agua templada de las duchas o bajo las gruesas y ásperas mantas de las literas. Nada más tumbarme, después de que Orfeo encontrase acomodo junto a mi costado, noté que no era una almohada cualquiera: sentí cómo aliviaba la presión de mi cuello y me sumergía en una paz de la que no disfrutaba desde hacía mucho tiempo. Ya oigo el respirar de mis propios sueños.
Aquella primera noche me mostró ensoñaciones diferentes a las que solía tener. No tuve duda de que fue aquella almohada la que me hizo vivir, mientras dormía, una vida ajena, infantil y cercana a lo que puede reconocerse como feliz. Fue un sueño lúcido, bien argumentado, sin apenas elementos extraños, como si en lugar de dormir estuviese viendo escenas de un cortometraje donde el niño en el que me había convertido juega alegre con amigos, primos o hermanos. El único elemento reconocible era el jardincito de la casa gris, pero más alegre y cuidado en ese sueño inocente que en la realidad.
Desperté descansado y jovial. Aquella almohada combinaba firmeza y adaptabilidad: apenas sentía el dolor de cervicales al que ya estoy acostumbrado. El sol ya empezaba a calentar y Orfeo tenía las patas empapadas; con la lengua fuera, perseguía a un macho de libélula emperador que delimitaba su territorio con un vigoroso vuelo. Ese día, después de recoger algunos higos maduros que no estaban muy picoteados por los pájaros, volví a trepar por la estructura de hierros cruzados del puente. Sentía el viento en mi nuca y eso me relajaba. Me quedé un rato allí mientras Orfeo, que me cree inmortal, ladraba a una abubilla que pasaba volando junto a él, empequeñecido por la distancia que nos separaba. Orfeo, tenemos que luchar, le grité. Desde allí podía ver la carretera con el fluir de los coches y más allá la monótona y rubia campiña. Sujeto con una mano a una viga de hierro era consciente de que un gesto descuidado podría hacer que todo acabara de una forma rápida, como si solo así, por una vez, pudiera ser dueño de mi destino, ser capaz de borrar el presente… borrar el presente.
Los sueños de las noches siguientes fueron parecidos, aunque protagonizados ahora por un joven más bien tímido al que le gustaba leer, escribir y que, en cambio, no tenía demasiado éxito en el amor. Quizás fueran las novelas que leía las que influían en las expectativas que tenía, en la idealización de lo femenino. El tiempo es algo que no suele faltarme, esa es una de mis riquezas, y no dejo de dar vueltas a mi desordenada cabeza. Una mañana ―mientras pedía limosna apostado junto a la fachada de una sucursal de un banco del que, creo recordar, no hace mucho era cliente―, me di cuenta de que también las lecturas han influido siempre en mí hasta el punto de modificar por ellas rumbos en mi vida. Ahora, por ejemplo, descubro que un personaje de la novela de Unamuno se llama Rosario, igual, si no me engaña la memoria, que la joven a la que no supe mirar con los ojos de otros hombres y cuyo amor rechacé ―de ella sí tengo el recuerdo nítido de la ternura― y que, probablemente, haya sido la mujer que más me haya querido.
La claridad de los sueños, su continuidad en el tiempo como si fueran capítulos de una misma biografía y el hecho de que en gran parte de ellos apareciera la fachada y el jardín de la casa gris me hizo pensar que, tal vez, estaba siendo el protagonista de un suceso fantástico vinculado a la almohada: la sensación de que a través del sueño estaba viviendo o recordando una vida ajena a mí. Veía una mujer con las manos frías y blancas de pianista, una mujer de carácter, llena de arrojo, con unos ojos garzos dulces, con una misteriosa luz espiritual que despertaba con vehemencia mi deseo. Un temor oscuro me indicaba que, tras el recuerdo difuso de la bella fantasía del amor, mi cerebro escondía el dolor profundo del derrotado, algo que no debía de salir de las espirales de la mente, vislumbrarse desde las circunvoluciones de mi cerebro. Aquello me intranquilizó e hizo que, en las noches siguientes, a pesar de su comodidad, renunciase a usar la almohada. Dejé que Orfeo la utilizase como cama, pero desde el principio noté su rechazo. ¿Soñaría alguna vez que es un hombre, se habrá creído alguna vez persona como yo me he creído perro? Orfeo prefería el duro suelo amortiguado solo por su manta tableada y deshilachada que aquel material sintético tan poroso, transpirable y con alta capacidad de adaptarse a la forma del cuerpo para recuperar en pocos segundos su espacio original cuando desaparece la presión ejercida sobre ella.
Sin embargo, mi curiosidad siempre me ha traicionado y con frecuencia es más fuerte que los más temidos presagios. Solo se puede aprender a soñar soñando, como a vivir viviendo. El protagonista de mis sueños se casó con otra mujer hermosa diferente a la que de veras le amaba como a mí me amó Rosario. ¿Se llamaba realmente así aquella joven cuyo rostro apenas esbozo en mi cabeza? Si por las mañanas vivía con intensidad la lectura de Unamuno, por las noches, bastaba con quedarme dormido para sumergirme en una vida tan real, tan bien escrita, que me inspiraba respuestas más próximas a la ciencia ficción que a la triste cotidianidad de mi situación de mendigo. Me parecía como si aquella almohada fuese una especie de almacén de memoria de su anterior propietario, sin duda alguien que debió de vivir toda su vida en la casa gris. Por eso, una mañana que amenazaba tormenta de verano, acompañado de mi fiel Orfeo, me adentré en el jardín de la casa: las plantas estaban secas, parecía que nadie las cuidaba desde hacía tiempo. Llamé al timbre, pero no salió de él ningún sonido y nadie me abrió. Estuve un rato merodeando, asomándome por las ventanas, viendo que dentro no vivía nadie y que parecían estar de mudanza: cajas de cartón amontonadas, estanterías medio vacías, libros por el suelo ―los libros que alguien amó―, cuadros descolgados… Cuando ya me iba a ir se acercó una vecina y me preguntó qué buscaba allí. Al ver, con mirada perforadora, mi aspecto desaliñado, con la espesa barba blanca tan crecida y mi ropa sucia, me amenazó con llamar a la policía. Le expliqué que solo quería hablar con el dueño de la casa pues creía conocerle desde la infancia. Orfeo estaba algo nervioso, parecía alegre. No paraba de dar vueltas sin dejar de mover la cola, olfateando cada rincón, moviéndose con seguridad de un lado a otro. La vecina me dijo que ya no vivía nadie allí, que el dueño se volvió loco, que desapareció hace un par de años después de que su mujer se fuera con otro hombre y que no ha vuelto a saber de él. De vez en cuando una sobrina de aquel hombre se pasa por allí para recoger el correo, ver si todo sigue en orden y hacer limpieza deshaciéndose de lo que no sirve o está viejo. Su intención es alquilar la casa.
Escribí en mi cuaderno algo sobre la ausencia de justicia en la vida. ¿Acaso alguien sabe lo que es amar, lo que es vivir y cuál es la finalidad de la existencia? El dueño de la casa gris, con una vida acomodada, abandona todo movido por la frustración de un amor agotado y yo aquí ausente, todo despreocupado, acompañado solo por Orfeo ―mi confidente―, sin techo, pero tranquilo a pesar de no saber si mañana podremos comer algo. ¿Acaso alguien sabe lo que es amar, lo que es vivir?
«La vida es una nebulosa». La peor pesadilla es constatar una terrible sospecha, el secreto que tu propio cerebro, como un mecanismo de autoprotección, no se atreve a mostrarte. A veces, los recuerdos difícilmente se abren paso entre la espesa niebla que los envuelve. La última noche, antes de deshacerme de la almohada quemándola para siempre, el otoño parecía haberse adelantado, la niebla se había espesado junto al arroyo, los dedos se me quedaban agarrotados mientras escribía en el viejo cuaderno mi propia historia imaginando un final que pudiera sorprender al posible lector. El suelo estaba frío y el colchón húmedo. El viejo Orfeo no paraba de toser. Me parecía que en toda mi vida no había hecho otra cosa que soñar. Quería volver a ser yo, salir de aquella niebla confusa. Y soñé con él, con Orfeo o con un perro parecido, un cachorro que había llegado a la casa gris para hacer compañía al triste matrimonio acabado. Soñé como si viese una película en el cine, como si leyese una novela que absorbiese todo mi juicio, como si cayese en las redes de la más pura ficción. Entonces ocurrió algo, algo que en los sueños puede ocurrir porque escapan de toda lógica. El hombre soñado se levanta de su sillón preferido: «no me quiere... no me quiere... no me quiere...» y devuelve a la estantería la novela Niebla, tantas veces leída. Se le cae un lápiz rojo, pero no se detiene a recogerlo; en lugar de eso se dirige al zaguán de la casa, se mira al espejo ―no me quiere... no me quiere... no me quiere...― y sale dando un portazo. Su perro, tan parecido a Orfeo, le sigue. Lo terrible, lo que me despertó tembloroso de aquel sueño opresivo, fue ver mi rostro, algo más joven, reflejado en aquel espejo.
Ricardo Reques, La almohada de la casa gris.