La república de los cuervos
Para ser San Vicente y entrar en la Historia como entró, San Vicente necesitó de dos cuervos para hacerse acompañar, quienes, por más señas, le fueron fieles hasta hoy. Ahora bien, de un ave como ésta, tan conveniente y enigmática, se cuentan muchas cosas. La propia Enciclopedia Portuguesa y Brasileña, tras muchos rodeos, afirma que el cuervo es taimado y ladrón y esto, bien entendido, con la debida consideración por la agudeza y por la independencia en el trato que tanta gente le reconoce.
“Me cago en la Enciclopedia”, dice el cuervo. Y para corroborarlo, alza la cola y, zas, despide un churretazo de mierda blanquecina. Mierda blanquecina en una criatura tan negra nadie lo esperaría.
El cuervo en cuestión se llama Vicente. Le pusieron un nombre de santo, como para quejarse, pero ni aun así se siente muy reconocido por ello. Pertenece a una de las últimas tascas lisboetas, una de las que antiguamente, aparte de vino, vendían carbón, petróleo y ramitos de calquesa, pero de eso hace ya muchos años, en la edad de los fogones y del quinqué, y para ese entonces él ni siquiera había nacido. O tal vez sí, que con los cuervos nunca se sabe. Hay quien afirma que pueden durar eternidades.
En la puerta de al lado de la taberna se estableció hacía mucho una mujer que vende huevos y tripicallos, sentada en una mecedora. El Cuervo la conoce y hasta la visita. De ella se dice que mató al marido a base de yemadas envenenadas, si es que alguna vez tuvo marido, pero en concreto lo que de ella se sabe y está a la vista, es que se pasa los días atada al sillón haciendo punto con un cierto mirar airado. Parece una gata gorda de bigotes ensañados, una gata doméstica que se pasa el tiempo dándole a la aguja y contando un, dos, tres, nudo, un, dos, tres, vuelta, para así olvidarse de tiempos pasados. Pero eso no pasa de las apariencias porque, pobrecilla, lo que la consume es aquel corazón que Dios le dio, un corazón tan grande y universal que no le cabe en el pecho. Por eso se pasa el rato meciéndose y meciéndose, en el sillón, como si quisiera dar más aire al pecho o como si tomara impulso para proyectarse por los aires, rumbo a Dios Nuestro Señor.
En sus vueltas diarias el Cuervo nunca se olvida de saludar a la recovera, que siempre lo trata con gran estima, ofreciéndole pedazos de tripa y otros despojos de las aves que cuelga del techo. “Hola, compadre”, lo saluda ella en cuanto lo ve avanzar a saltitos por el umbral de la puerta.
Se llevan muy bien, siempre se llevaron muy bien el uno con el otro. De manera general la recovera lo recibe con una sonrisa para enseguida cambiar hacia lo trágico, llevándose las manos al pecho y volviendo sus ojos al cielo: “Sabes, vecino, mi corazón...”. Con esto ella quiere decir muchas cosas y el Cuervo lo sabe. Anginas de pecho, mareos, medicaciones... Y el Cuervo lo sabe, el Cuervo lo sabe. Falta de aire también. Uno, dos, tres, vuelta, uno, dos, tres, nudo, últimamente las faltas de aire han sido constantes y la pobrecilla se balancea en su mecedora con verdadera angustia. El Cuervo, oyéndola con la mayor atención, remata todas las veces de la misma suerte: “No se preocupe, vecina, no se preocupe, que un día u otro todos los males tienen su fin” y ella entonces deja caer sus bigotes y se pierde, resignada, mirando a través de la puerta la plaza de las Hermanas Descalzas que le cae justo en frente.
La plaza de las Hermanas Descalzas, con la capilla y el hospital del mismo nombre, está siempre arrullando de palomas blancas. El Cuervo cuando no tiene otra cosa que hacer o comienzan a hacerlo rabiar con necedades, se da una vuelta hasta allí. Va para pasar el rato, por importunar. Sólo para crear alboroto en las palomitas de pluma virgen que se pasean por el empedrado dando cabezadas. Es evidente que las palomitas en cuento lo ven acercarse abren sus alas a paso corrido y pecho alzado pues no se fían mucho del personaje libertino que están viendo, pero él avanza derecho, empingorotado y en plan señor. De pasada deja caer algún que otro piropo a ésta o a aquélla. “Muñequita”, “Celosa mía”, pero nunca vuelve su cabeza, como se ve. A ellas se las oye rolar suspiros y temblar de alas, encandiladas ciertamente con su negro perfil espejeado de reflejos azules; se las oye palpitantes y azotadas y cuando llega hasta el otro lado de la plaza, se vuelve para mirarlas de frente: ¡A ver qué es lo que pasa, muñecas!
En la taberna algunos de los bebedores más animados tratan de darle conversación. Comienzan por preguntarle el nombre y, según es costumbre, acaban por llamarle Vicente, otra tontería.
“¿Vicente?, pregunta un día un fulano haciéndose el sorprendido. “¿No serás de la familia de quienes andaban detrás del santo, o es que me equivoco?
Equivocado, y un carajo. El Cuervo que es tabernero por convivencia con el dueño, conoce todas las gilipolleces del vino y como encima, es ateo practicante, la charla de San Vicente y los cuervos de Lisboa, le hace darse el piro, enojado. Desde que se conoce, nunca le han faltado doctores provocándole con miradas o con estupideces sobre la existencia de históricos cuervos en el escudo de Lisboa y en otras fábulas semejantes.
Al fin y al cabo estos parlanchines siempre dicen lo mismo. Describen invariablemente el esqueleto del mártir San Vicente al llegar a Lisboa, entero y muy compuesto, en una barca escoltada por dos cuervos, como se puede ver en el escudo de la ciudad de Lisboa. Dos cuervos, el uno a proa y el otro a popa, siendo así que arribaron al Tajo, dicen ellos, y eso después de haber navegado un puñado de siglos por los mares de la eternidad.
¿Mares de la eternidad? ¿Pero dónde cae eso de la eternidad? Para el Cuervo Tabernario ya la historia del cadáver bullía de gusanos podridos y hedía bastante mal. Créase o no, sólo a costa de mucho vino y de mucha paciencia es posible tragarse una trola de tamaña enormidad.
Pero aún los hay peores y el Cuervo los conoce. Hay un sacristán en la capilla del Hospital de las Hermanas Descalzas que afirma que dichos pájaros de San Vicente aún siguen vivitos y coleando y quien los quiera ver que se acerque a los rincones románticos de la catedral, que los verá anidados a la altura del milagro, continuamente mecidos por un coro de sochantres y de monaguillos. Esto lo oyó el Cuervo en la taberna con los mismos ojos que se ha de comer la tierra y ni se admiró ni se contradijo. El sacristán siempre que se pone a tono con el vino, le da por ponerse franciscano, hermano de los pájaros, de los ángeles y de los peces voladores, sólo para conmover a su audiencia y al Cuervo en particular. El pobre no sabe que Vicente siente escalofrío con ciertos pájaros y hasta las alas se le encrespan cuando los oye nombrar.
“Si pudiera, este capullo me comería con plumas y todo”, suelta él a medio pico, leyendo el brillo piadoso que baila en los morros del sacristán.
Hasta el gorro está de cuervos históricos, hasta el gorro de la barca de San Vicente que anda navegando de boca en boca en cuanto se habla de Lisboa, hasta el gorro de verla por toda la ciudad con aquellas dos aves desvergonzadas, dibujada en estandartes, tallada en la piedra de las fuentes públicas, reproducida en llaveros y en guías turísticas, recortada en la chapa en los faroles de las avenidas engalanadas. Harto de esa fantochada, cómo no, hartísimo. Por otro lado, como cuervo legítimo que es, entiende como una realísima estupidez haberle puesto ese nombre, que si Vicente por aquí, que si Vicente por allá, pues Vicente se llaman todos los cuervos de Lisboa, ¿no te fastidia?
Se sube en el tonel más alto de la casa para mantenerse apartado de la descarada ignorancia que ha tomado la voz del mostrador de la taberna, pero el sacristán de vinazo franciscano sube permanentemente de tono y no para de fabular. Anda con una tal diarrea de lengua que no hay milagro que la apague y lo por eso se repite, igualito, igualito, día por día. Hoy cuenta la Parábola del Santo y de los Peces que entiende él, es una de sus franciscanadas.
El Cuervo Tabernario se sabe de pé a pá que era una vez San Antonio, que andaba descalzo por esos mundos de Dios predicando a los animales y la historia comenzaba así. De ahí en adelante el santo viajaba por montes, por valles y por desiertos, incansable, y cuando quería hacer un milagro alzaba los ojos a Dios Padre y Misericordioso hasta hacer brotar una flor de sangre en el cuerpo que lo convertía en un iluminado y ya no se necesitaba de más para arreglar lo que le viniera en gana. La sangre, aclara el sacristán, no se declaraba siempre en el mismo sitio, sino que era una especie de llaga repentina que igual podía aparecer en la palma de la mano, si lo que había que detener era una tempestad, como al lado del corazón, si había que ordenar un arrepentimiento, o en la planta del pie si había que abrir un sendero a través de las aguas o del fuego. Y de esta manera, el sacristán enumera siempre los mismos casos posibles, pero el Cuervo ni siquiera lo oye. Oye, sí, la manera asaz cruel y ejemplar de cómo el Predicador se hizo mártir al hablar un día a los peces del Amazonas. Ahí, bueno, el caso se puso jodido. Dios le habría ordenado, “Ve y Continúa” y él, por confusión o por cualquier otro desliz, en vez de continuar su discurso, creyó que había recibido órdenes de atravesar el río y enseguida le despuntó en la planta del pie tanta sangre que las aguas se iban apartando a su paso. Feliz y radiante, se metió en la corriente y le dio un aire, porque le cayeron encima bancos de pirañas atraídas por la sangre.
Antes la parábola acababa justo aquí, pues las voraces pirañas se encargaban de dar martirio al Predicador y, amén, el resto Dios lo sabría. Pero esta vez el sacristán tiene algo que añadir, algo de mucho enseñamiento que cambia el rumbo de la historia. Cuenta que el cuerpo del mártir, aunque entregado a las pirañas, quedó intacto por fuera como si se hubiera reducido a una figura hueca. De esta manera durante años y años se vio cómo se deslizaba por el río en imagen serena y generosa, llevando dentro de sí a los peces asesinos.
Un cadáver más flotando, piensa el Cuervo como resumen. Después del San Vicente de Lisboa había tocado el turno al Predicador del Amazonas. Dos mártires más completamente desnortados. Con ello quedaba más que demostrado que el sacristán en cuanto se entonaba vacilaba como un buitre cruzado con un albatros, pues veía cadáveres nadando por todas partes.
Ahora bien, si para el Cuervo Tabernario existe algo para lo que no tenga vocación, es para soportar borrachos y mucho menos borrachos franciscanos, que esos se ponen a solfear de tal modo que dejan a los oyentes sin alas. Por la parte que le toca, el Cuervo cree que ya ha oído lo suficiente y se pone a estirar las patas, encima del barril. Después se dirige hacia la puerta para ver cómo andan las nubes.
Frente a él, en la plaza del hospital, pasa una monja en bicicleta levantando un revuelo de palomas. Como una bruja inmaculada montada sobre una escoba, piensa el Cuervo. Y abre el pico hacia el aire, empalagado. ¿Empalagado o bostezante?
Tan-tan, está tocando la campana de la capilla. Allá que va la monja en bicicleta, como paloma del Espíritu Santo. Y el sacristán ya debiera estar en el altar para recibirla, sólo que esta tarde le dio por catequizar borrachos y de momento no va a abandonar la taberna ni a Dios Padre. Ay, ay, muchas plumas tiene el Cuervo en su triste laborar. Las de éste son cada vez más oscuras y pesadas, a medida que el sol va bajando. Pesadísimas.
Cuando anda así, desilusionado con el mundo, lo primero que se le ocurre es pasarse por donde la vecina recovera. Sabe que va a encontrarla haciendo punto y balanceándose en la mecedora matriarcal a la sombra de las gallinas y de los patos degollados. Hacer punto para las niñas desvalidas es el pasatiempo de la pobre mujer. Sobrevolada por cadáveres desplumados, hace gorros, jerseys y mantitas de cuna en una lana de angora tan suave que hace recordar el plumón de los jilgueros, un, dos, tres, nudo, un, dos, tres, vuelta, ¿cómo tú por aquí, vecino?
El Cuervo salta el escalón y ella, sin dejar de balancearse, extiende el largo gancho con que descuelga a los gallináceos del techo y lo mete en el balde de los desperdicios, de donde lo saca con su pedacito de enjundia, su sobra de tripas, su cresta de gallo, los primores que el Cuervo Tabernero tanto aprecia.
Mientras él come la pobrecilla suspira y cuenta trivialidades- “ay”, dice ella, y el ay de la recovera sirve para todo: si le sale del corazón es un lamento, pero también puede ser un rechazo de enojo, dicho con un giro de cabeza, o un vislumbre de espanto divertido, si sus bigotes indican que sonríe. Ay, niño, dice a veces al Cuervo, en momentos de mayor intimidad.
A pesar de los pesares, da gusto oírla conversar con muchas madejas por medio porque es señora de un corazón universal que abraza a todas las criaturitas desamparadas y a todos los animales de la naturaleza, a excepción de las aves de corral que, palabras de ella, no reconocen a quien las trata ni dan nunca lucro al comercio. A tales bichos une el cerdo que tampoco es de su devoción, pero por otras razones.
El realidad el cerdo, el guarro, como ella prefiere llamarle, un, dos, tres, nudo, un, dos, tres, vuelta, ay, el guarro es un animal campesino que no mira la luz del sol. No tiene ideología el guarro. Tiene el llamado ojo porcino y si aún guarda algún respeto por Dios es porque nunca se ha encontrado con él. Por lo demás, sigue a lo suyo, come todo lo que se le pone a la boca, hasta cadáveres y dice que cada cual se busque la vida como pueda. El cerdo sabe que es cerdo y no le importa, de modo que si alguna vez mandase en el mundo, un, dos, tres, nudo, un, dos, tres, vuelta, éste sería gobernado a trompadas. “Ahí te mueras, jodido cerdo”, remata la recovera.
“Yo conozco a un cerdo llamado Señor Juan”, dice el Cuervo Tabernario, sin parar de picotear.
¿De Lisboa o de la provincia?, pregunta la recovera y luego se lleva la mano a la boca, arrepentida: “Ay, vecino Cuervo, la gente hoy está en todo, Dios nos perdone”.
Se deja en suspenso unos momentos, muy seria, mirando a lo lejos con las manos olvidadas sobre la madeja. ¿Pensando en qué? ¿En Dios? Probablemente en recuerdos sombríos que sólo ella conoce. “En fin”, suspira, y toma de nuevo las agujas.
Tranquilidad en la tienda, sosiego ahí afuera. Un cabeceo incansable, un balancearse como si estuviera sobre las olas. La sombra de ella en el suelo. Agrandándose y empequeñeciéndose a compás, un, dos. La radio de la taberna exhalando sonidos deshilachados por la calle.
“Ayer te vi en el Palacio de Sintra”, dice la recovera sin alzar los ojos de la madeja.
“¿A mí?”, pregunta el Cuervo.
“A ti, a ti, no tienes que esconderte. Andabas paseándote por el techo de una sala, o ¿es que te crees que yo no lo sé?
El Cuervo queda con el pico abierto, pasmado. “¿Por el techo de una sala?, ¿en el Palacio de Sintra?”.
Sí, en el Palacio, mismamente en el Palacio, fue una manera de decir, ya que, por desgracia, la recovera casi no puede salir de aquella mecedora. Lo ha visto, es verdad, pero en una foto.
“Imposible”, contesta el Cuervo. “Te puedo asegurar que andas confundida”.
La recovera soltó una risotada divertida:
“Uy, nada de confusión. Te he visto, amigo mío. Estabas pintado en diversas posiciones sobre un techo muy bonito y debo decirte que salías parecidísimo. Si no eras propiamente tú, sería un hijo tuyo, lo digo por la pinta. ¿Tienes hijos, vecino?
Sólo entonces el prevenido Cuervo entiende que la recovera improvisa, picoteando en la conversación de buena fe. Ningún motivo, por tanto, para preocuparse, podría decirse. Y sin embargo, así quedó la cosa. Quedó y continuará a quedar durante muchísimo tiempo porque sabe perfectamente que el palacio al que la señora se ha referido no tiene cuervos, sino urracas y confundir dos personalidades tan distintas revela, con las debidas disculpas, una lamentable ignorancia. Ignorancia aún más lamentable por haber salido de la boca de una comerciante de aves. Que el pintor de los pájaros hubiera confundido una cosa con otra, bah, tiene un pase, se puede comprender. Hay muchos pintamonas que pintan lo primero que se les pasa por la cabeza y luego les ponen el nombre que les da la real gana. ¿Pero, por Dios, una recovera? Vamos, vamos.
El Cuervo Tabernario está de veras disgustado. Sinceramente. Siempre oyó hablar de la Sala de las Urracas y no de la Sala de los Cuervos al hablar de Sintra. Así es en todas las postales, en todos los álbumes y en todas las fotos, incluyendo, claro, la que fue a parar a manos de la vecina.
El Cuervo a pesar de andar tan hecho a las leyendas y mentirijillas que se cuentan a su respecto y al de su tribu, quedó realmente muy dolido con esta falta de atención de la recovera. A nadie le gusta ser despreciado, ese es el caso, y ya de puestos, adiós vecina, que le vaya bien, que este amigo va a ver si echa una campavía para otro lado.
Sigue al azar, por el atardecer, sin norte ni tiempo fijo. Vagabundear, es como se llama a eso. Airear la cola. El desplante que la recovera le hizo, lo dejó desangelado, como se suele decir. Y ahora, pocas calles más adelante, es un perro el que se mete con él, que era lo que le faltaba.
“Vete al carajo, chucho de mierda”, le suelta sin siquiera mirarlo, y prosigue su marcha.
El otro, perro viejo y menesteroso, hizo como que no lo oía por una cuestión de orgullo. Es un montón de huesos cubierto de moscas, pero incluso en aquel estado, todavía se acuerda de que es un perro. No piensa el estúpido, que si un cuervo es capaz de plantar cara a un azor o a un halcón, con mayor facilidad caería sobre un chucho flaco como él, clavándole las garras en el lomo hasta dejarlo hecho tiras.
El cuervo es un bicho de coraje, dicen los libros y éste, aún con las alas cortadas por la maldad del tabernero con el que vive, defiende su libertad por ser muy desconfiado y saltador. En menos de nada atraviesa una calle, en menos de nada ya está en lo alto, mirando; tan rápido corre como salta y en este preciso momento apunta a los barracones de la orilla del Tajo, que al caer la tarde están necesariamente desiertos. Tranquilidad, es lo que necesita y para eso está en el buen camino. El comercio está casi todo cerrado, la gente camino de sus casas sin tiempo para echar el rato con quien pasa, los autobuses cumplen sus horarios, la marea baja de la ciudad, una ciudad que se escabulle hacia los dormitorios. Se oye un barco roncando en alguna parte del río.
En esto el Cuervo salta hacia una pequeña zona de césped a los pies de un monumento y allí descubre ¿qué?, una moneda. Plata reluciente, con lo que a él le gusta eso. Rápidamente le echa el pico en lo alto y busca un sitio para enterrarla. Un cuervo como cualquier otro ciudadano, tiene todo el derecho a jugar con el dinero, ¿no es así?
“Creo que andas perdido”, dice una voz avinada que parece llegarle desde el Más Allá.
El Cuervo no necesita oír más. Joder, otro borracho. Lisboa está llena de borrachos. Aquel tiene una pinta que no engaña a nadie, y ya lo ven, todo garboso, sobre el pájaro.
Que le huye el pájaro. Que no es estúpido.
“Borroncillo, ven aquí, borroncillo”, le indica el borracho con su mano mientras intenta atraparlo.
Borroncillo lo será tu padre. El Cuervo sin abandonar la moneda lo esquiva con una finta y se aleja, muy digno. Nueva arrancada del borracho, pero otra vez sin resultado. El hijo de su madre viene con los brazos abiertos fingiendo que quiere jugar, pero el Cuervo, con su moneda en el pico como si acabara de salir de una fábula, salta media docena de pasos y vuelve a escabullirse. Corrida por aquí, corrida por allá el despajarado violador de pájaros tropieza en una piedra y queda espatarrado en el césped mientras lo llama con mano amistosa: “Gorrioncillo, gorrioncillo...”.
Gorrioncillo. Aquel, incluso sin estar bebido, es capaz de desplumar un cuervo a bocados y llamarlo perdiz de campo.
Anochece. Ya es hora de tirar para casa. A los pies del monumento quedó el borracho frustrado y un poco más adelante, en una grieta del terreno, va a quedar una moneda de plata depositada por un Cuervo Tabernario. Así es la vida, la curiosidad tiene su momento y el vagabundear también. En las callejuelas del regreso reina un olor a fritanga y hay un desfilar de televisores por las ventanas abiertas, la ciudad en familia. Entre un farol de esquina y un escaparate iluminado a todo color, pasa una vieja conduciendo un gato de pelo azul con su cadena y todo.
¿De pelo azul? De pelo azul el Cuervo jamás había visto a un gato, aunque eso pudiera deberse al reflejo del escaparate. Y un gato con cadena, menos aún. Sólo faltaría que tampoco hubiera visto a la vieja y que en vez de llevarlo, fuese llevada por un gato de ciego.
Decididamente en esta ciudad medida por las leyendas, todo es fábula de museo. Perros desdentados, gatos azules, como acababa de ver, palomas corruptas, de todo. Cuervos, principalmente. Lisboa es una república de cuervos, tiene historias de cuervos para dar y tomar. Mientras, si nos ponemos en ello, lo que encontramos por todos lados son animales de fábula, monstruos domésticos disfrazados de canarios, de cachorros, de micos y de otros miles de animales, y cuervos, propiamente, ni uno. ¿Dónde están? ¿En el escudo de la ciudad? Di. Gente como el sacristán de las Hermanas Descalzas, que pueden creer en esa trola de los dos cuervos desnaturalizados que andan paseándose con un esqueleto por los mares de la eternidad.
El Cuervo Tabernario conoce todo eso, pero no se cree nada.
Él, que es incluso lisboeta de nacimiento con graznar y todo, escucha al experto de ocasión lanzando floreados de este género y prosigue su camino. Como quien dice, el Cuervo Vicente, su criado, y házme el favor de irte a la mierda, que a mí no me toreas tú, so capullo.
Nítido en el negro declarado que le diera la Naturaleza, regresa a la tasca donde tiene su guarida. Pasa por callejuelas y puertas conocidas, pasa junto al hospital, pasa la tienda de la recovera pero..., ¡alto ahí!, en la tienda de la recovera ¿qué es lo que está pasando? Aún hay luz allá dentro y la puerta está entreabierta, ¿trabajando tan tarde la recovera?
Por el sí o por el no, se acerca. Y entra. Y con esa mirada repentina que le es tan familiar da con la mujer muerta en la mecedora. Muerta, no hay la menor duda. Su corazón universal se detuvo. Blanca y matriarcal, está reclinada hacia detrás con los ojos abiertos como si siguiera viva, como si continuara balanceándose al compás de sus agujas.
El Cuervo Tabernario sacude las alas, sin dar crédito. Su amiga, su confidente, su vecina, yace muerta en la mecedora. Tiene los bigotes largos cayéndole por la comisura de la boca y así se parece a una morsa corpulenta sentada en un trono. “Muerta”, se desata él a graznar, saltando contra las paredes, contra el techo, contra las aves degolladas que se alinean en el fondo de la sala. De golpe prende sus garras en el espaldar de la mecedora y se pone a gritar socorro, socorro.
Viene gente, viene la policía, el barrio entero, pero él, el Cuervo, no se aparta de allí. De pico afilado y golpeando las alas se mantiene a la cabecera de la difunta, no consintiendo que nadie le toque un pelo y lanzando, en un cra-crá afligido, la más íntima y personal de todas sus voces.
Aseguran que aún sigue allí.
José Cardoso Pires, La república de los cuervos.
Traducido por Manuel Moya.