Zorros plateados

El instinto de supervivencia muestra lo mejor y lo peor del ser humano, pero la sensación de que todo se confabula para hacernos sentir desamparados hace aflorar afectos que pueden dar algo de sentido a nuestras vidas. Algunas de las grandes guerras del último siglo y su dramática irrupción en vidas cotidianas recorren transversalmente las páginas de este libro. Zorros plateados es el último volumen de relatos de Manuel Moya (Fuenteheridos, 1960), con el que ha ganado el XXVII Premio Tiflos de Cuento. 
En estas diez historias Manuel Moya nos demuestra una notable sensibilidad ante los más desfavorecidos y una aguda capacidad para observar y escuchar. Con una aparente facilidad logra crear atmósferas especiales describiendo detalles mínimos como la pelusa de los abedules que danzan en el aire, el salitre que carcome los muros de una fachada, el manzano que da sombra en un huerto o el papel de estraza con el que una frutera envuelve unos plátanos.
A lo largo de las páginas de este libro vamos conociendo a personajes que buscan afectos entre el dolor. Son hombres y mujeres que intentan escapar de un destino que zarandea sus vidas: un hombre cuida con amor a su mujer sabiendo que, en realidad, ella nunca le quiso; una madre descubre que el deseo insatisfecho de su antiguo jefe puede provocar en ella el más profundo dolor; el autor de la soledad tiene entre sus heterónimos a sus más cercanos amigos; una extraña pareja formada por una mujer de la Toscana y un joven alemán comparten un gran secreto; dos amigos, a pesar de que la vida los separa, mantienen una ilusión viva desde la infancia; un soldado cambia el rumbo de su decisión cuando encuentra unos pequeños zapatos de una niña junto a una muñeca con pelo de mazorca y paja; un teniente, como los grandes héroes, lucha contra la burocracia y sus superiores por defender la vida de un grupo de personas que huye de la guerra; un anciano tuvo hace tiempo la mala fortuna de encontrar a una joven muerta sin saber que ese fatal hallazgo despertaría el interés en historiadores del arte; una joven pareja vive en Budapest una aventura de amor fantástica; un carpintero sabe que cuando en la aldea no queda ya nadie del gremio, solo él puede construir su propio ataúd.
Manuel Moya consigue conmovernos, igual que hacía Ignacio Aldecoa, con sus humildes pero vibrantes personajes que muestran una realidad cruda y a la vez llena de ternura. Los cuentos suceden en su mayor parte en los años anteriores y posteriores a la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Civil Española y, en cualquier caso, en todos están presentes las secuelas de los regímenes fascistas de Europa y Sudamérica. Son sucesos del pasado, pero también nos hablan del presente, de lo poco que ha cambiado el mundo después de las grandes guerras y de la insensibilidad que mostramos ante sucesos parecidos a los que pudieron padecer nuestros abuelos. El dualismo de los protagonistas impregna algunos cuentos; la frontera entre lo reprochable y lo plausible a veces es tenue. La estructura de los cuentos, la puntuación, los silencios necesarios y el lenguaje que utiliza Moya no solo consiguen mantener al lector atrapado, sino que, al igual que algunos de los personajes, puede llegar a sentir frío, hambre e impotencia. 
Zorros plateados es un libro redondo. Los cuentos tienen un ritmo y una tensión creciente que te arrastran desde el principio hasta el fin y dejan un poso tras la lectura que te obliga a cuestionarte sobre la naturaleza humana y cómo los sucesos nos transforman. Aquí Manuel Moya nos muestra, una vez más —como lo ha hecho en gran parte de su obra literaria—, una noble actitud ante el mundo.







Zorros plateados
Manuel Moya

Edhasa, 2017
Publicado en Culturamas el 15 de septiembre de 2017.

Medardo Fraile, No hay prisa en abrir los ojos

No hay prisa en abrir los ojos
Tras las cortinas se adivinaba ya la luz aún manchada de sombras, pero serían –pensó– las ocho, la hora de levantarse, como todos los días de su vida. ¿Por qué? Se removió en la cama y sintió el cuerpo magullado por la batalla de cada noche, la colcha caída, sábanas arrugadas, las cenizas de tanta gente soñada y muerta doliéndole en la almohada endurecida, pero las siete de la mañana le habían parecido siempre temprano, y las nueve demasiado tarde. Sólo por eso. No había otra razón. ¿Qué prisa tienes? No abras los ojos, no hay prisa. ¿Quién le hablaba? ¿Oía otra voz o se hablaba a sí mismo? Sigue ahí, descansa. No abras los ojos. La noche ha sido terrible y te ha vencido. Sigue durmiendo, abre los ojos hacia ti mismo, mira dentro de ti, donde aún te late el corazón, donde están las cenizas de los que habitan tus sueños en las sombras. Pero eran ya las ocho, ¡las ocho! Y abrió los párpados, y no halló cosa en que poner los ojos, que no fuera recuerdo del olvido.
Medardo Fraile, No hay prisa en abrir los ojos (Antes del futuro imperfecto, Páginas de Espuma).

Medardo Fraile

Historia de lo fantástico

La editorial Iberoamericana-Vervuert, especializada en libros académicos de humanidades, ha publicado con gran acierto Historia de lo fantástico en la cultura española contemporánea (1900-2015). Dirigido por David Roas, el volumen está articulado en catorce capítulos —escritos por diferentes investigadores vinculados al Grupo de Estudios sobre lo Fantástico de la Universidad Autónoma de Barcelona― en los que se hace un amplio recorrido historiográfico por diversas manifestaciones de lo fantástico ―narrativa, teatro, televisión, cine y cómic― en los últimos 115 años, abarcando desde el modernismo hasta la actualidad. Es interesante el análisis transversal que se hace en los diferentes capítulos de la interconexión entre estas formas de ficción.
Este libro tiene algo de reivindicativo al mostrar por primera vez el verdadero valor de lo fantástico en nuestra cultura que, a pesar de no poder compararse con la posición predominante que tradicionalmente se le ha dado al realismo, no se puede obviar su notoria influencia en grandes obras de ficción. Tampoco se puede negar una ya larga tradición de autores interesados en esta forma de expresión —aunque con una presencia casi subterránea y muy relacionada, durante un tiempo, con autores exiliados — ni la existencia de un público fiel y cada vez más numeroso. Esto ha dado lugar a un cambio de percepción que en la actualidad se ve reflejado no solo en su visibilidad con el auge de autores —a partir de la década de los 60 y aún más en los 80— que centran su trabajo creativo en lo fantástico, sino también en el propio interés académico con un incremento considerable del número de estudios rigurosos y sistemáticos sobre esta temática. 
A pesar de ser un tratado de investigación Historia de lo fantástico tiene una estructura que lo hace accesible a un público generalista interesado en los temas tratados y aporta multitud de datos que pueden ser consultados. En los diferentes capítulos se hace una minuciosa recopilación, selección y análisis crítico de una información que hasta ahora estaba muy dispersa y se logra dar una visión global justificada con numerosas referencias bibliográficas.
Lo fantástico se define como una irrupción de algo imposible en la realidad cotidiana ―no solo del personaje que lo protagoniza, sino también del lector― creando una perplejidad y una inseguridad ante lo inexplicable. Esto lo diferencia de otras formas de ficción cercanas con las que a veces hibrida como pueden ser los mundos maravillosos, el realismo mágico, la ciencia ficción, las historias de hadas o de terror. Ese es el marco conceptual de este volumen que engloba también la evolución de la propia definición de lo fantástico y la influencia de autores principalmente de habla inglesa: desde el dominio de lo legendario y su concepción para imaginar excepciones a las leyes científicas conocidas hasta el cuestionamiento de la realidad y la relación del sujeto con ésta en ambientes cotidianos. Incluso, en narrativa y en cine, pero sobre todo en teatro lo fantástico en ocasiones se utiliza como un recurso que, de algún modo, logra mimetizar la realidad social y se convierte en una herramienta para hacer crítica, más o menos soslayada, de los sistemas políticos.
Se pueden destacar los capítulos referidos a análisis comparados absolutamente inéditos en nuestro país como es el de la presencia de lo fantástico en televisión. En todos los casos hay una profundización y una visión global hasta ahora sin precedentes en los estudios sobre lo fantástico en cualquiera de sus manifestaciones. En el caso del teatro, de la televisión y del cómic son muy escasos los estudios previos, mientras que el número y calidad de trabajos sobre lo fantástico en el cine y, sobre todo, en narrativa es significativamente mayor. 
El estudio de la evolución del discurso de lo fantástico en los diferentes periodos estudiados —las poéticas dominantes―, su interdependencia entre las distintas formas de expresión de ficción, junto con la influencia que todo ello ha tenido de la «cultura fantástica» de otros países, es quizás el mayor logro de este volumen. Historia de lo fantástico es un libro de gran interés que, por la cantidad de información recogida en sus páginas, ya es de consulta obligada para todo aquel que quiera profundizar en el significado y la influencia de lo fantástico en la cultura española del último siglo.










Historia de lo fantástico en la cultura española contemporánea (1900-2015).
David Roas (Dir.)
Iberoamericana-Vervuert (2017).

Stig Dagerman, Los juegos de la noche

Los juegos de la noche
A veces, por la noche, cuando la madre llora en el cuarto y sólo pasos desconocidos resuenan en las escaleras, Ake tiene un juego que juega en vez de llorar. Finge ser invisible y poder transportarse adonde quiere, nada más que pensándolo. Aquella noche no había más que un sitio adonde pudiera anhelar dirigirse y en donde Ake está a menudo. Ignora cómo ha llegado allí, sabe solamente que está en una sala. No sabe cómo es, porque no tiene ojos para ella, pero está llena de humo de tabaco, los hombres estallan en risas espantosas sin motivo, las mujeres, que no logran hablar claramente, se inclinan sobre una mesa y ríen de una manera espantosa, ellas también. Esto traspasa a Ake como cuchilladas, pero después de todo se siente feliz de estar allí. En la mesa, alrededor de la cual todos están sentados, hay varias botellas, y cuando un vaso está vacío, una mano desenrosca un tapón y llena de nuevo el vaso.
Ake, que es invisible, se tiende sobre el piso y gatea bajo la mesa sin que ninguno de los convidados lo note. Tiene en la mano una barrena invisible y, sin dudar un instante, la planta en la mesa y se pone a perforarla. Pronto ha atravesado la madera, pero sigue. Siente que su barrena muerde el vidrio y, de pronto, cuando ha perforado el fondo de una botella, el aguardiente corre en un delgado hilo regular por el hueco hecho en la mesa. Reconoce los zapatos de su padre y no osa pensar en lo que pasaría si de pronto él se volviera otra vez visible. Pero en ese momento, con un estremecimiento de alegría, oye a su padre que dice:
-¡Vaya! ¡Ya no hay más nada que beber! -y otra voz que asiente-:Cierto, en ese caso… -y luego todo el mundo se levanta en la sala.
Ake sigue a su padre por las escaleras y, cuando llegan a la calle, lo guía, aunque su padre no se da cuenta, hacia una estación de taxis y cuchichea la dirección exacta al chofer; luego durante todo el trayecto se mantiene en el estribo para controlar que vayan en la buena dirección. Cuando están sólo a algunas cuadras de la casa, Ake anhela estar de vuelta y se encuentra extendido al fondo del sofá de la cocina: oye detenerse un coche abajo en la calle: cuando vuelve a ponerse en marcha se da cuenta de que no era el suyo, y que aquél se ha detenido ante la puerta del inmueble de al lado. El verdadero está, pues, todavía en camino; quizá ha sido obstruido en algún lugar cerca del cruce más próximo; quizá ha sido detenido por un ciclista volcado; suceden tantas cosas a los automóviles…
Pero finalmente llega un automóvil que parece ser el bueno. A algunas puertas de la de Ake, comienza a disminuir la velocidad, costea lentamente la casa de al lado y se detiene con un pequeño rechinamiento justamente ante la puerta precisa. Una puerta se abre, una puerta se cierra con un crujido, alguien silba haciendo tintinear una moneda. Su padre no acostumbra silbar, pero nunca se sabe… ¿Por qué no se pondría a silbar de pronto? El auto arranca y vira en la esquina, luego todo se vuelve silencioso. Ake presta oídos y escucha lo que sucede en la escalera, pero no llega ningún ruido de puerta. Ni el menor clic del dispositivo automático, ni el menor ruido de pasos sordos trepando la escalera.
¿Por qué lo habré dejado yo tan pronto, piensa Ake, en vista de que estábamos tan cerca? Yo habría podido seguirlo hasta la misma puerta. Evidentemente, ahora él está abajo, ha perdido la llave y no puede entrar. Tal vez se va a encolerizar, se va a ir y no regresará hasta que la puerta esté abierta, mañana por la mañana. Y no sabe silbar, es bien sabido, de otra manera me silbaría a mí o a mamá para que le tirásemos la llave.
Tan silenciosamente como le es posible, Ake salta el borde del sofá que rechina como siempre, y choca en la oscuridad con la mesa de la cocina: allí se para como petrificado, sobre el frío linóleo, pero su madre llora con grandes sollozos, regulares como la respiración de un durmiente; ella no ha oído nada, pues se desliza hasta la ventana y aparta suavemente la persiana para mirar afuera. No hay alma viviente en la calle, pero la lámpara encima de la puerta de enfrente está encendida. Se enciende al mismo tiempo que el dispositivo automático de la escalera. En esto se parece exactamente al que está encima de la puerta de Ake.
Pronto Ake comienza a tener frío y con sus pies desnudos vuelve a pasitos al sofá. Para no chocar con la mesa sigue el fregadero con la mano y de pronto la punta de sus dedos toca algo frío y puntiagudo. Deja que sus dedos continúen la exploración durante un instante, luego empuña el mango del cuchillo. Cuando se desliza en su lecho tiene el cuchillo aún. Lo pone bajo la frazada, cerca de él, y de nuevo se hace invisible. Se encuentra en el mismo salón de hace poco, se mantiene a la entrada y mira a los hombres y las mujeres que retienen prisionero a su padre. Se da cuenta de que si su padre debe recobrar la libertad es necesario liberarlo de la misma manera que Fred ha liberado al misionero, cuando éste estaba atado a un poste y se hallaba a punto de ser asado por los caníbales.
Ake avanza a paso de lobo, alza su cuchillo invisible y lo hunde en la espalda del gordo monigote que está sentado junto a su padre. El gordo cae tieso, muerto -Ake le da una vuelta a la mesa- y uno tras otro resbalan de sus sillas sin saber demasiado lo que les sucede. Cuando el padre está al fin liberado, Ake lo arrastra por las escaleras y como no se oye ningún coche en la calle, bajan los escalones muy lentamente, atraviesan la calle y suben a un tranvía. Ake se las arregla para que su padre tenga un asiento en el interior; espera que el cobrador no perciba que ha bebido un poco y que su padre no diga algo desagradable al conductor o acaso tenga un estallido de risa sin motivo,
El canto de un lejano tranvía nocturno, que se amortigua en un viraje, penetra implacablemente en la cocina, y Ake, que ha abandonado ya el tranvía y reposa de nuevo en el sofá, nota que su madre ha dejado de sollozar durante su corta ausencia. En el cuarto la persiana vuela contra el techo con un crujido terrible y cuando ese crujido se ha esfumado, la madre abre la ventana y a Ake le gustaría poder saltar del lecho y correr al cuarto para anunciarle que puede cerrar la ventana otra vez, bajar la persiana e ir a acostarse con toda tranquilidad, porque ahora, de todos modos, el padre no tardará. Va a llegar en el próximo tranvía, yo mismo lo he ayudado a tomarlo”. Pero Ake comprende que esto no serviría de nada, ella nunca le creería. Ella no sabe todo lo que él ha hecho por ella. Cuando están solos por la noche y ella lo supone dormido, no sabe qué viajes él emprende y en qué aventuras él se lanza por ella.
Cuando más tarde el tranvía se detiene en la parada de la esquina, él se mantiene pegado a la ventana y mira afuera por la rendija entre la persiana y las jambas. Los primeros que llegan son dos jóvenes que han debido saltar del tranvía en marcha, se entretienen dándose puñetazos, habitan en la casa nueva al otro lado de la calle. Se oyen las voces de los que han bajado en la esquina y mientras el tranvía iluminado sale de detrás de las casas y atraviesa lentamente la calle de Ake llenándola de hierros viejos, aparecen gentes en pequeños grupos que luego se dispersan en diferentes direcciones. Un hombre de paso vacilante, con su sombrero en la mano como un mendigo, mete la cabeza por la puerta de Ake, pero no es su padre, es el portero.
Ake no se mueve. Sigue esperando. Sabe que muchas cosas pueden retener al pasajero del tranvía en la esquina. Hay varias vidrieras, particularmente la de una zapatería donde su padre quizá se haya detenido antes de entrar para elegir un par de zapatos. La vidriera del vendedor de frutas y legumbres está llena de carteles pintados a mano y habitualmente muchos se paran a mirar los interesantes muñecos que allí hay dibujados. Hay también una distribuidora automática que funciona mal y es posible que el padre haya introducido una pieza de veinte para comprarle una caja de pastillas de regaliz y ahora no logre abrir la puertita.
Mientras Ake se mantiene junto a la ventana y espera que su padre se aleje de la distribuidora, su madre sale de pronto del cuarto y pasa ante la cocina. Como está descalza, Ake no ha oído nada, pero ella seguramente no lo ha notado, porque sin detenerse va hacia la entrada. Ake suelta la persiana que tenía separada y permanece completamente inmóvil en la oscuridad total, mientras su madre busca algo entre los abrigos. Debe ser un pañuelo, porque un momento más larde ella se suena y vuelve al cuarto. Aunque ella está descalza, Ake observa que trata de andar silenciosamente para no despertarlo. Después de haber entrado al cuarto, cierra rápidamente la ventana y baja la persiana con un golpe seco y rápido.
Luego ella se tira en la cama y los sollozos recomienzan exactamente como si no pudiera sollozar más que en esa posición o como si no pudiera evitar llorar cuando se halla tendida.
Después de haber mirado una vez más hacia la calle y encontrarla completamente vacía, aparte de una mujer que se deja acariciar por un marinero bajo el balcón de enfrente, Ake vuelve con pasos afelpados a acostarse. El piso rechina de pronto bajo sus pies y tiene la impresión de que resuena como si él hubiera dejado caer algo. Ahora está horriblemente fatigado; mientras avanza, el sueño se despliega sobre él como una niebla y a través de esa niebla percibe un crujido de pasos en la escalera, pero no van en la buena dirección, sino que descienden en lugar de subir. Tan pronto se ha deslizado bajo el cobertor se sumerge, de mala gana pero rápidamente, en las aguas del sueño y las últimas olas que se cierran encima de su cabeza son dulces como sollozos.
Pero el sueño es tan frágil que no logra retener a Ake apartado de lo que le preocupaba cuando estaba despierto. Seguramente que no ha oído al auto frenar ante la puerta, ni encenderse el dispositivo automático con un pequeño clic, ni el ruido de los pasos trepando la escalera, pero la llave introducida en la cerradura atraviesa el sueño y Ake de pronto se despierta, la alegría lo golpea como un relámpago, lo enciende desde los pies a la cabeza. Pero la alegría se disipa también en una humareda de preguntas. Ake tiene un juego al que se entrega cada vez que despierta de esta manera. Se entretiene en pensar que su padre atraviesa la entrada en dos zancadas y se aposta entre la cocina y el cuarto a fin de que su madre y él puedan ambos oírlo exclamar: Tengo un compañero que se ha caído del andamio y he tenido que acompañarlo al hospital, me he quedado con él toda la noche y no he podido llamarte porque no había teléfono cerca’, o bien: “Imagínense que hemos ganado el premio gordo en la lotería y si he vuelto tan tarde es porque yo quería que ustedes no perdieran el resuello tan pronto. O bien: Imagínense que hoy el patrón me ha regalado un bote de motor y he salido a probarlo y mañana por la mañana temprano salimos los tres. ¿Qué me dicen de eso?
En realidad, esto se desarrolla más lentamente y sobre todo no es tan sorprendente. Su padre no halla el interruptor de la entrada. Finalmente renuncia y tropieza con un armazón de madera que cae a tierra. Reniega y trata de recogerlo, pero en vez de hacerlo vuelca un bulto que estaba junto a la pared. Renuncia entonces y trata de hallar un gancho donde colgar su abrigo, pero cuando al fin ha hallado uno, el abrigo se le desliza también y cae al suelo con un ruido blando. Apoyado en la pared, el padre da a continuación algunos pasos para ir al baño, enciende la luz y, como tantas otras veces, Ake permanece acostado, paralizado para escuchar el ruido de las salpicaduras en el piso. El padre apaga, tropieza en la puerta, jura y entra al cuarteo a través de la cortina que se estremece como una serpiente presta a morder.
Luego todo está silencioso. El padre permanece de pie en el cuarto sin decir una palabra, sus zapatos rechinan débilmente, su respiración es pesada e irregular, pero esos dos ruidos lo vuelven todo todavía más aterradoramente silencioso y en ese silencio un nuevo relámpago golpea a Ake. Es el odio lo que lo enciende y aprieta el mango del cuchillo tan fuerte que le hace daño, aunque no siente dolor. Pero el silencio dura sólo un instante. Su padre comienza a desvestirse. La chaqueta, el chaleco. Tira sus ropas sobre una silla. Se apoya en un armario y deja caer de los pies sus zapatos. La corbata hace un chasquido como un batir de alas. Luego da algunos pasos más por el cuarto, es decir hacia la cama, y se queda inmóvil mientras da cuerda a su reloj. Luego todo se pone silencioso, tan terriblemente silencioso como antes, sólo el reloj roe el silencio como un ratón, el reloj del hombre ebrio.
Y después sucede lo que el silencio esperaba, la madre hace un movimiento desesperado en la cama y el grito brota de su boca como sangre.
-Cochino, cochino, cochino, cochino -exclama ella hasta que su voz muere y todo se vuelve silencioso. Únicamente el reloj roe, roe, y la mano que aprieta el cuchillo está toda húmeda de sudor. Es tan grande la angustia en la cocina que no se podría soportar sin un arma; finalmente, Ake está tan fatigado por el miedo que, sin resistencia, sumerge en el sueño antes que nada la cabeza. Tarde en la noche se despierta de pronto y, por la puerta abierta, oye rechinar la cama de al lado y un dulce murmullo llenar el cuarto; no sabe exactamente lo que esto significa, sino que esos dos ruidos implican la desaparición del miedo por esta noche. Suelta el cuchillo que sostenía su mano y lo rechaza lejos de él, lleno de un deseo ardiente de su propio cuerpo; en el momento de adormecerse, se entrega al último de los juegos de la noche, el que le trae la paz final.
La paz final… sin embargo, no hay fin. Poco antes de las seis de la tarde la madre entra a la cocina donde él, sentado a la mesa, está haciendo su tarea de cálculo. Ella simplemente le saca de las manos, el libro de aritmética y lo hace levantarse del banco.
-Ve a ver a papá -dice arrastrándolo con ella hacia la entrada y poniéndose detrás para cortarle la retirada- ve a ver a papá y dile de mi parte que te dé dinero.
Los días son peores que las noches. Los juegos de la noche son mucho mejores que los del día. Por la noche se puede ser invisible y corretear sobre los techos hasta el sitio donde se tiene necesidad de ustedes. Por el día no se es invisible. Por el día la cosa no va tan rápida, no es tan bueno jugar. Ake cruza la puerta de la casa y no es de ningún modo invisible. El hijo del portero le tira del abrigo para que vaya a jugar a las bolas, pero Ake sabe que su madre está en la ventana y lo siguen con los ojos hasta que ha desaparecido tras la esquina, tanto que él se desprende sin decir palabra y se va corriendo como si alguien fuera en su persecución. Cuando ha doblado la esquina, se pone a andar tan lentamente como le es posible; cuenta los cuadros de la acera y los salivazos que hay en ella. Se le une el hijo del portero, pero Ake no le responde, pues no se le puede decir a nadie que ha salido a buscar al padre con su paga. Al fin, el hijo del portero se cansa y Ake se acerca cada vez más al sitio al que no quiere acercarse. Finge alejarse cada vez más, pero esta no es verdad de ningún modo.
La primera vez él pasa delante del café sin entrar. Merodea tan cerca que el guardia gruñe a su lado. Se mete en una calle transversal y se detiene ante la casa donde se halla el taller de su padre. Un poco más tarde, pasa bajo la puerta cochera y desemboca en el patio y finge creer que su padre está aún allí, que se ha escondido en alguna parte detrás de los toneles o los sacos para que Ake lo busque. Levanta las tapas de los toneles de pintura y cada vez se asombra de no hallar a su padre acurrucado en uno de ellos. Después de haber buscado en el patio durante casi media hora, acaba por comprender que su padre no ha podido esconderse ahí, y se va.
Al lado del café hay una locería y una relojería. Ake se para primero a mirar la vidriera en que se exhiben porcelanas. Trata de contar los perros, primero los perros de raza de la fila delantera, luego los que puede entrever cuando pone sus manos de visera, y pasa revista a los anaqueles y mostradores en el interior de la tienda. El relojero se dispone justamente a bajar la cortina de su comercio, pero por los huecos del enrejado Ake puede ver de todos modos los relojes allá dentro, que hacen tictac. Mira también el reloj que marca la hora exacta y decide que el segundero tiene que dar diez vueltas antes de que él entre.
Ake aprovecha el momento en que el guardia disputa con un individuo que le muestra algo en un periódico para colarse en el café; en seguida avanza corriendo hacia la mesa precisa, a fin de no ser visto por demasiada gente. Su padre no lo ve en seguida, pero uno de los otros pintores hace una señal en dirección de Ake y dice:
-Tu chiquillo está ahí.
El padre pone al hijo en sus rodillas y frota su barba de dos días contra la mejilla. Ake trata de no mirarlo a los ojos, pero de vez en cuando no lo puede evitar, fascinado por las ventanillas rojas en lo blanco de los ojos.
-¿Qué quieres, tú? -dice el padre: su lengua es blanda, pastosa, y tiene que repetir varias veces la misma cosa antes de estar satisfecho él mismo de ello,
-Vengo a buscar dinero.
Su padre entonces vuelve a ponerlo suavemente en el suelo, se echa hacia atrás y ríe tan fuerte que sus camaradas se ven obligados a hacerle señal de callarse. Riéndose, saca su portamonedas, quita torpemente el elástico y busca mucho antes de hallar la pieza de una corona más brillante.
-Toma, Ake -dice- ve a comprarte dulces con esto.
Los otros pintores no quieren ser menos y Ake recibe una corona de cada uno de ellos. Retiene el dinero en su mano mientras, abrumado de confusión yvergüenza, se dirige prudentemente a la salida por entre las mesas. Se muere de miedo de que alguien lo vea salir cuando pase corriendo delante del guardia y que un soplón vaya a decir en la escuela:
-Ayer por la tarde vi salir a Ake de la taberna.
Se detiene de todos modos un instante ante la vidriera del relojero y, mientras la aguja da diez vueltas en torno de su eje, permanece allí, apoyado contra la reja. Él sabe que esta noche deberá jugar aún, pero no sabe a quién odia más de los dos seres por los cuales juega.
Cuando más tarde dobla lentamente la esquina, encuentra la mirada de su madre allá arriba a diez metros del suelo y avanza hacia la puerta del inmueble lentamente con cuanto coraje tiene para ello. Al lado hay un vendedor de leña y se arriesga de todos modos a arrodillarse un momentito y a mirar por el tragaluz a un viejito que recoge carbón en un saco negro. Cuando el viejito ha terminado, la madre está detrás de Ake. Ella lo levanta bruscamente y lo toma por el mentón para captar su mirada.
-¿Qué ha dicho? -cuchichea-.¿Acaso te has comportado de nuevo como un flojo?
-Dijo que iba a venir en seguida -cuchichea Ake en respuesta.
-¿Y el dinero?
-Mamá, cierra los ojos -dice Ake y juega el último de los juegos del día.
Mientras su madre eleva los ojos, Ake desliza suavemente las cuatro piezas de una corona en la mano extendida; luego baja la calle corriendo, sus pies tienen tanto miedo que patinan en el pavimento. Un grito cada vez más fuerte lo persigue a lo largo de las casas pero esto no lo detiene, por el contrario él corre todavía más rápido.

Stig Dagerman, Los juegos de la noche.


Stig Dagerman

Las Bibliotecas imposibles

El universo de Borges, su biblioteca de Babel, está formada por galerías hexagonales en las que, en cuatro de sus caras, se disponen anaqueles repletos de libros distribuidos de forma uniforme. En el centro de cada hexágono hay unos pozos de ventilación y desde allí se pueden ver los interminables pisos superiores e inferiores a cada celda. Los bibliotecarios pueden desplazarse libremente durante su vida por todas las galerías buscando un libro o el catálogo de catálogos de libros. Siguiendo su descripción, una de las caras libres de cada hexágono tiene un angosto zaguán que comunica con otra galería y que está provista de una escalera en espiral para subir o bajar a los pisos superiores o inferiores. En aquella biblioteca borgiana, que contiene todos los libros posibles, necesariamente hay, al menos, un ejemplar del libro de relatos Las bibliotecas imposibles ―publicado de forma muy cuidada por la editorial Cuadernos del Vigía― y también multitud de facsímiles imperfectos de este libro que no difieren sino por una letra o por una coma.
Para conmemorar los diez años que lleva funcionando la Biblioteca Central de Córdoba, Mario Cuenca Sandoval ha reunido a once grandes autores de cuentos unidos por su devoción a lo fantástico, por esa querencia a que sus personajes ―sumidos generalmente en sus quehaceres cotidianos― se aparten de lo que entendemos por realidad. En todos ellos, aunque con estilos y temáticas muy diversas, se aprecia un conocimiento de los grandes maestros del género ―a los que, en algunos casos, hacen su particular homenaje―, así como la influencia del cine, el cómic o los videojuegos.
Conviene leer despacio el generoso prólogo en el que Mario Cuenca Sandoval nos descubre algunas de las bibliotecas ficticias que han pensado autores como Lasswitz, Lem, Asimov, Bradbury, Doctorow o el propio Borges, entre otros, y en el que da un pormenorizado avance de lo que el lector va a encontrar en las páginas de este volumen.
Aquí podemos descubrir una biblioteca minúscula y extraña escondida en otra biblioteca, compartir la obsesión por conservar lo escrito de cualquier agresión externa, hojear los manuscritos de una biblioteca de grandes obras rechazadas por las editoriales, examinar sorprendentes títulos en la Gran Biblioteca de Oz, acompañar a unos investigadores hasta la sede de la biblioteca digital Diabase, intentar evitar el encuentro con el Libro maldito, buscar la forma de escapar descubriendo el Pasaje en la biblioteca de la casa oscura, comprobar algunas de las consecuencias que traen los recortes económicos en cultura por parte de las administraciones públicas, discriminar los libros construidos para confundir la literatura científica con la de ficción, aprender a enamorarse de una persona a través de sus lecturas privadas o adentrarnos en los almacenes del Ministerio de la Ficción donde están escritas todas las posibilidades históricas, mundos futuros imaginados que en cualquier momento podrían servir para construir la realidad. En esta colección de cuentos, la irrupción del elemento fantástico ―esa yuxtaposición conflictiva de órdenes de realidad de la que habla David Roas―, ocurre a veces de un modo muy sutil, casi imperceptible, y otras, en cambio, se apodera del espacio de ficción y los personajes se apartan de toda realidad lógica sucumbiendo a mundos casi oníricos.
Una biblioteca, cualquier biblioteca por modesta que sea, siempre tiene algo de fantástico por lo que contiene. Si en el relato de Borges la certidumbre de que todo está ya escrito abrumaba al narrador hasta anularlo, a muchos lectores nos reconforta el hecho de tener constancia de que sólo a través de la lectura podremos estar acaso un poco más cerca de lo que puede ser la sabiduría. Al fin y al cabo, los libros, parafraseando a Cortázar, van siendo los únicos lugares en los que todavía se puede estar tranquilo.
Con Las bibliotecas imposibles, Mario Cuenca Sandoval y los once autores de estos relatos consiguen hacer un bello homenaje a la fascinación que las bibliotecas despiertan en los lectores al descubrir allí su mejor refugio.





Las bibliotecas imposibles
Autores: José María Merino, Clara Obligado, Lola López Mondéjar, Juan Francisco Ferré, Carmen Velasco, Alberto Chimal, Pablo de Santis, Roberto Valencia, Mercedes Cebrián, Juan Jacinto Muñoz Rengel y Juan Gómez Bárcena. Edición y prólogo: Mario Cuenca Sandoval.
Editorial: Cuadernos del Vigía (2017).

Mijaíl Bulgákov, Un ojo desaparecido

Un ojo desaparecido
Así pues, había transcurrido un año. Justamente un año desde el momento en que llegué a esta misma casa. También entonces colgaba una cortina de lluvia detrás de las ventanas y también entonces las últimas hojas de los abedules se marchitaban melancólicamente. Parecía que nada había cambiado a mi alrededor. Pero yo sí había cambiado mucho. Decidí festejar, en la más completa soledad, esta noche de recuerdos…
Me dirigí por el crujiente suelo a mi dormitorio y me miré en el espejo. Sí, había una gran diferencia. Un año antes, en el espejo recién sacado de la maleta se había reflejado un rostro afeitado. En ese entonces, la raya a un lado adornaba la cabeza de veinticuatro años. Ahora la raya había desaparecido. Los cabellos estaban echados hacia atrás sin ninguna pretensión. Es imposible seducir a nadie con la raya en el pelo si te encuentras a treinta verstas de la línea del ferrocarril. Lo mismo en cuanto al afeitado: sobre mi labio superior se había establecido firmemente una franja que parecía un cepillo de dientes amarillento y duro y mis mejillas se habían vuelto como un rallador, de modo que si durante el trabajo sentía comezón en el antebrazo, era muy agradable rascármelo con la mejilla. Suele ocurrir así si en vez de tres veces a la semana te afeitas sólo una.
En alguna ocasión, en algún lugar… no recuerdo en dónde… leí algo acerca de un inglés que fue a parar a una isla desierta. Era un inglés muy interesante. Estuvo en esa isla hasta tener alucinaciones. Y cuando un barco se acercó y la lancha arrojó a los hombres salvavidas él -anacoreta- los recibió con disparos de revólver, creyendo que se trataba de un espejismo, de un engaño del desierto campo de agua. Pero ese inglés estaba afeitado. Cada día se afeitaba en la isla deshabitada. Recuerdo que este orgulloso hijo de Britania me produjo la más grande admiración. Cuando vine a este lugar, puse en mi maleta una maquinilla de afeitar Gillette, con una docena de hojas de recambio, una navaja y una brocha. Había decidido firmemente que me afeitaría cada tercer día, porque este lugar no era en nada inferior a una isla deshabitada.
Pero sucedió que, en cierta ocasión, un claro día del mes de abril, después de que yo hubiera colocado todos esos encantos ingleses bajo un dorado y oblicuo rayo de luz y hubiera dejado impecable mi mejilla derecha, irrumpió, trotando como un caballo, Egórich, calzado con unas enormes botas rotas, y me informó que una mujer estaba dando a luz en los matorrales del vedado, junto al riachuelo. Recuerdo que con la toalla me limpié la mejilla izquierda y salí a toda prisa acompañado de Egórich. Éramos tres los que corríamos hacia el riachuelo, turbio y crecido en medio de los desnudos sotos de mimbres: la comadrona llevando las pinzas de torsión, un rollo de gasa y un frasco de yodo, yo con los ojos extraviados y saltones y, detrás, Egórich. Éste, a cada cinco pasos, se sentaba en la tierra y, maldiciendo, arrancaba pedazos de su bota izquierda: se le había despegado la suela. El viento volaba a nuestro encuentro, el dulce y salvaje viento de la primavera rusa. La comadrona Pelagueia Ivánovna había perdido su pasador y sus cabellos recogidos en un moño se habían soltado y le golpeaban el hombro.
-¿Por qué demonios te bebes todo tu dinero? -farfullé al vuelo a Egórich-. Es una canallada. Eres el guardián de una clínica y vas vestido como un mendigo.
-Eso no es dinero -dijo Egórich haciendo rechinar con rabia los dientes-. Por veinte rublos al mes todo este sufrimiento… ¡Ah, maldita seas! -Egórich golpeaba el suelo con el pie como un furioso caballo trotón-. Dinero… con eso no sólo no me alcanza para botas, ni siquiera para comer y beber…
-Beber, eso es lo principal para ti -dije con voz afónica, asfixiándome-, por eso vas tan desarrapado…
Junto al puente podrido se oyó un lastimero y débil gemido, que voló sobre el impetuoso torrente y se apagó. Llegamos corriendo y vimos a una mujer desgreñada, que se retorcía de dolor. El pañuelo se le había caído de la cabeza y los húmedos cabellos estaban pegados a su frente sudorosa. La mujer, en su sufrimiento, ponía los ojos en blanco y con las uñas desgarraba su pelliza. Una brillante sangre había salpicado la primera hierba verde, clara y pálida, que había brotado en la tierra fértil y embebida de agua.
-No alcanzó a llegar, no alcanzó a llegar -dijo apresuradamente Pelagueia Ivánovna mientras ella misma, con la cabeza descubierta y parecida a una bruja, deshacía el rollo de gasa.
Allí, con el alegre rugido de las aguas que se precipitaban a través de los oscurecidos pilares de madera del puente, Pelagueia Ivánovna y yo recibimos a un bebé de sexo masculino. Lo recibimos vivo y salvamos a la madre. Luego las dos enfermeras y Egórich, con el pie izquierdo descalzo, libre ya de la odiada suela podrida, llevaron a la parturienta hasta el hospital en una camilla.
Cuando ésta, ya tranquila y pálida, yacía cubierta por las sábanas, cuando el bebé ya había sido colocado en una cuna junto a ella y cuando todo estuvo en orden, le pregunté:
-¿No podías encontrar un lugar mejor que el puente para dar a luz? ¿Por qué no viniste a caballo?
Ella contestó:
-Mi suegro no me dio el caballo. “Son sólo cinco verstas”, me dijo. “Llegarás. Eres una mujer fuerte. Para qué cansar en vano al caballo…”
-Tu suegro es un tonto y un cerdo -respondí.
-Ah, qué gente tan ignorante -añadió compasivamente Pelagueia Ivánovna, y luego, por alguna razón, se rió.
Capté su mirada, que se había detenido en mi mejilla izquierda.
Salí, y en la sala de partos me miré al espejo. El espejo me mostró lo que mostraba normalmente: una fisonomía contraída de tipo claramente degenerativo, con un ojo derecho que aparentemente había recibido un golpe. Pero -y de eso el espejo no tenía la culpa- en la mejilla derecha del degenerado se podía haber bailado como sobre parquet, mientras que en la izquierda se extendía un espeso vello rojizo. El mentón servía de línea divisoria. Me vino a la memoria un libro de tapas amarillas: Sajalín. En ese libro había fotografías de distintos hombres.
«Asesinato, robo, un hacha ensangrentada -pensé yo-, diez años… Qué vida tan original llevo, después de todo, en esta isla deshabitada. Debo ir a terminar de afeitarme…»
Y aspirando el aire de abril que llegaba de los negros campos, escuchando el estruendo que producían los cuervos desde las copas de los abedules y entrecerrando los ojos a causa del primer sol, atravesé el patio dispuesto a terminar de afeitarme. Eran alrededor de las tres de la tarde. Terminé de afeitarme a las nueve de la noche. Nunca, según había podido observar, las cosas inesperadas -como un parto en medio de los matorrales- llegaban solas a Múrievo. En cuanto puse la mano en la abrazadera de la puerta de mi balcón, el hocico de un caballo apareció en el portón de la entrada, junto con una carreta cubierta de suciedad, que se zarandeaba fuertemente. La conducía una campesina que gritaba con voz aguda:
-¡Arre, maldito!
Desde el balcón oí cómo, entre un montón de trapos, gimoteaba un muchachito.
Por supuesto, resultó que tenía la pierna rota y durante dos horas el enfermero y yo estuvimos atareados colocando el vendaje de yeso al niño, que durante esas dos horas estuvo dando alaridos. Después, había que comer y después tuve pereza de afeitarme: quería leer alguna cosa. Después llegó arrastrándose el crepúsculo, el horizonte se oscureció y yo, apresuradamente, por fin terminé de afeitarme. Pero como la dentada Gillette se había quedado olvidada en el agua jabonosa, para siempre quedó en ella una franja oxidada como recuerdo del parto de primavera junto al puente.
Sí… no tenía sentido afeitarse dos veces a la semana. En ocasiones estábamos completamente cubiertos de nieve, aullaba la tormenta, y nos quedábamos sin salir del hospital de Múrievo durante un par de días; ni siquiera había quien fuera a Voznesensk, a nueve verstas de distancia, a traer los periódicos. Durante las largas noches, yo paseaba arriba y abajo por mi gabinete y deseaba ardientemente leer un periódico, como en la infancia había deseado leer El rastreador de Cooper. Pero los aires ingleses no se extinguieron por completo en la isla deshabitada de Múrievo y, de tiempo en tiempo, sacaba del estuche negro el brillante juguetito, me afeitaba con indolencia y salía limpio y terso como el orgulloso habitante de la isla. Lástima que no hubiera nadie que pudiera admirarme.
Pero… sí… hubo, además de éste, otro caso similar. En cierta ocasión, según recuerdo, ya había sacado la maquinilla de afeitar y Axinia me había traído al gabinete el mellado jarro con agua caliente, cuando tocaron amenazadoramente a la puerta y me llamaron. Pelagueia Ivánovna y yo debíamos ir a un lugar terriblemente lejano. Y atravesamos, envueltos en nuestras pellizas de cordero y más parecidos a un negro fantasma que a nosotros mismos, aquel enloquecido océano blanco. La tormenta silbaba como una bruja, aullaba, escupía, reía. Todo había desaparecido y yo experimentaba una conocida sensación de frío en algún lugar de la región del plexo solar ante la sola idea de que pudiéramos confundir el camino en medio de aquella oscuridad que giraba satánicamente alrededor de nosotros y muriéramos todos: Pelagueia Ivánovna, el cochero, el caballo y yo. También, recuerdo, surgió en mí la tonta idea de que, cuando nos estuviéramos congelando y nos encontráramos cubiertos a medias por la nieve, inyectaría morfina a la comadrona, al cochero y a mí mismo… ¿Para qué? Simplemente para no sufrir… «Aun sin morfina te congelarás espléndidamente, médico -recuerdo que me contestó una voz seca y fuerte-, nada te…» ¡Uh-uh-uh!… ¡Ah-ah-ah!…, soplaba la bruja, y nos sacudíamos en el trineo… Seguramente publicarán en algún periódico de la capital, en la última página, que en tales y tales circunstancias perecieron en el cumplimiento de su deber el doctor fulano de tal, junto con Pelagueia Ivánovna, el cochero y un par de caballos. Paz a sus restos en el mar de nieve. Púa…, las cosas que pueden venir a la cabeza cuando el así llamado deber te arrastra y te arrastra…
No perecimos, ni nos extraviamos, sino que llegamos a la aldea Gríshievo, donde, sujetando al bebé por la piernecita, realicé el segundo viraje de mi vida. La parturienta era la esposa del maestro de la aldea y, mientras Pelagueia Ivánovna y yo -ensangrentados hasta los codos y cubiertos de sudor hasta los ojos- a la luz de la lámpara nos ocupábamos del viraje, se oía cómo, al otro lado de la puerta de tablones, el marido sollozaba y se paseaba por la parte oscura de la isba. Acompañado de los gemidos de la parturienta y de los incesantes sollozos del marido, debo confesar que le rompí el brazo al bebé. El niño nació muerto. ¡Ah, cómo me corría el sudor por la espalda! Instantáneamente me vino a la cabeza la idea de que aparecería alguien amenazador, negro y enorme, que irrumpiría en la isba y diría con voz de piedra: «Ajá. ¡Retírenle el título!»
Yo, sintiendo desfallecer mis fuerzas, miraba aquel cuerpecito amarillo e inerte y a la madre del color de la cera, que yacía inmóvil, inconsciente a causa del cloroformo. Por el postigo de la ventana que habíamos abierto para disipar el asfixiante olor del cloroformo, entraba una ráfaga de viento y nieve que se transformaba en una nube de vapor. Cerré el postigo y de nuevo fijé la mirada en la manita fláccida que sostenía la enfermera. Ah, no puedo expresar la desesperación con la que regresé a casa solo, ya que había dejado a Pelagueia Ivánovna para que cuidara de la madre. El trineo se sacudía en medio de la tormenta, que ya había amainado; los sombríos bosques me miraban con reproche, sin esperanza, con desesperación. Me sentía derrotado, deshecho, aplastado por el cruel destino. Él me había arrojado a este lugar perdido y me había obligado a luchar solo, sin ningún tipo de apoyo ni indicaciones. ¡Cuántas dificultades tan increíbles me veo obligado a soportar! A mí pueden traerme cualquier caso complicado o difícil, la mayoría de las veces quirúrgico, y yo debo hacerle frente, con mi rostro sin afeitar, y vencerlo. Y cuando no lo venzo, sufro como ahora, que voy dando tumbos por los baches del camino y he dejado atrás el cadáver de un recién nacido y a su madre. Mañana, en cuanto cese la tormenta, Pelagueia Ivánovna la traerá al hospital y la gran interrogante será: ¿podré salvarla? ¿Y cómo debo salvarla? ¿Cómo entender esa grandiosa palabra? En realidad actúo al azar, no sé nada. Hasta ahora había tenido suerte, algunos casos asombrosos han terminado bien, pero hoy, hoy no he tenido suerte. Ah, mi corazón se siente agobiado por la soledad, el frío, porque no hay nadie alrededor. Quizá he cometido un crimen -con el bracito-. Quisiera irme a algún sitio, caer ante los pies de alguien y decirle que las cosas son así, que yo, el médico tal, he roto el brazo de un bebé. Quítenme el título, soy indigno de él, queridos colegas, envíenme a Sajalín. ¡Oh, qué neurastenia!
Me tumbé en el fondo del trineo y me encogí, para que el frío no me devorara con tanta crueldad. Me sentí como un perro miserable, sin hogar ni experiencia.
Viajamos durante mucho, mucho tiempo, hasta que vimos los destellos del pequeño pero alegre y eternamente familiar farol del portón de entrada del hospital. El farol parpadeaba, se desvanecía, aparecía y desaparecía de nuevo, nos atraía hacia sí. Al verlo, mi alma solitaria se sintió menos apesadumbrada y cuando ya finalmente se afirmó ante mis ojos, cuando creció y se acercó, cuando las paredes del hospital dejaron de ser negras para adquirir su habitual tono blanquecino, yo, mientras atravesaba el portón, me decía a mí mismo:
«Preocuparse por el brazo es una tontería. No tiene ninguna importancia. Se lo rompiste a un bebé que ya estaba muerto. No es en el brazo en lo que debes pensar ahora, sino en que la madre está viva.»
El farol me animó, el familiar balcón también, pero ya dentro de la casa, cuando subía hacia mi gabinete y comencé a sentir el calor de la estufa y a saborear por anticipado el sueño liberador de todos los tormentos, farfullé de la siguiente manera:
«Las cosas son así, pero de todas maneras tengo miedo y me siento muy solo. Muy solo.»
La maquinilla de afeitar estaba sobre la mesa y junto a ella el jarro con el agua, que se había enfriado ya. Con desprecio arrojé la maquinilla al cajón. Sí, en verdad que era un momento muy adecuado para afeitarse…
Había transcurrido un año. Mientras transcurría lentamente me había parecido multifacético, variado, complicado y terrible, pero ahora comprendo que ha pasado como un huracán. Me miro en el espejo y veo las huellas que ha dejado en mi rostro. Los ojos se han vuelto más severos e intranquilos, la boca más firme y viril, la arruga del entrecejo me quedará para toda la vida, como me quedan los recuerdos. Los veo en el espejo correr en un impetuoso torrente. Pero… en otra ocasión también temblé al pensar en mi título y en que algún fantástico tribunal me juzgaría y los terribles jueces me preguntarían:
«¿Dónde está la mandíbula del soldado? ¡Eh! ¡Contesta, malvado sinvergüenza con título universitario!»
¡Cómo no voy a recordarlo! El asunto es que, aunque en el mundo existe el enfermero Demián Lukich que extrae los dientes con la misma habilidad con que un carpintero saca los clavos herrumbrosos de las tablas viejas, el tacto y el sentimiento de mi propia dignidad me sugirieron, desde mis primeros pasos en el hospital de Múrievo, que debía aprender a extraer muelas. Demián Lukich podría ausentarse o enfermar y nuestras comadronas saben hacerlo todo menos una cosa: extraer muelas. Ese no es asunto de ellas.
En consecuencia… Recuerdo perfectamente un rostro sonrosado pero consumido por el sufrimiento que estaba en el taburete frente a mí. Era el de un soldado que, como muchos otros, había vuelto del frente que se desmoronaba después de la revolución. Recuerdo con exactitud la enorme muela agujereada, fuertemente enclavada en la mandíbula. Frunciendo el ceño con expresión de sabiduría y tosiendo con preocupación, coloqué las tenazas en aquella muela. Debo añadir, sin embargo, que en ese momento recordaba con toda claridad el conocido relato de Chéjov acerca de cómo le extrajeron una muela al sacristán. Entonces, por primera vez, me pareció que ese relato no era gracioso. Algo crujió con fuerza en el interior de la boca y el soldado dio un corto alarido:
-|Ay!
Después de eso, cesó la resistencia a mis manos y las tenazas salieron de la boca con un objeto blanco y ensangrentado apretado entre ellas. En ese instante sentí que el corazón me daba un vuelco porque ese objeto superaba, por sus dimensiones, a cualquier diente, aunque éste fuera una muela de soldado. Al principio no comprendí nada, pero luego estuve a punto de echarme a llorar: de las tenazas verdaderamente colgaba una muela de raíces muy largas, pero de la muela colgaba un enorme trozo de hueso, inmaculadamente blanco e irregular.
«Le he roto la mandíbula…», pensé, y las piernas me flaquearon. Dando gracias al destino porque no se encontraban en ese momento junto a mí ni el enfermero ni las comadronas, con un movimiento subrepticio envolví el fruto de mi audaz trabajo en una gasa y lo escondí en mi bolsillo. El soldado se balanceaba en el taburete aferrándose con una mano a la pata del sillón ginecológico y con la otra a la pata del taburete, y me miraba con ojos saltones y completamente atontados. Confundido, le di un vaso con una solución de permanganato de potasio y le ordené:
-Enjuágate la boca.
Fue una acción tonta. El soldado se llenó la boca de la solución y cuando la escupió, ésta salió mezclada con la sangre de color escarlata que ya por el camino se había convertido en un líquido espeso de un color nunca antes visto. Luego, la sangre comenzó a manar de tal forma de la boca del soldado, que yo mismo me asusté. Si le hubiera hecho un corte en la garganta con una navaja de afeitar, seguramente no habría manado con tanta fuerza. Dejé el vaso con el permanganato y me lancé hacia el soldado con bolas de gasa con las que intentaba taparle el agujero abierto en la mandíbula. La gasa se volvió inmediatamente escarlata y, al sacarla, vi con horror que en aquel agujero fácilmente se podía acomodar una ciruela de las de gran tamaño.
«He arruinado a este pobre soldado», pensé con desesperación mientras sacaba largas franjas de gasa de un frasco. Finalmente la sangre se detuvo y unté con yodo el agujero de la mandíbula.
-No comas nada durante tres horas -dije con voz temblorosa a mi paciente.
-Se lo agradezco profundamente -respondió el soldado, mirando con cierto asombro la taza, llena de su sangre.
-Tú, amigo mío -dije con voz lastimera-, haz lo siguiente… Ven mañana o pasado mañana a verme. Necesito… sabes… será necesario examinarte… Tienes al lado una muela sospechosa… ¿De acuerdo?
-Se lo agradezco profundamente -repitió el soldado con aire sombrío, y se alejó sujetándose la mandíbula. Yo me lancé hacia el consultorio y estuve sentado allí durante un tiempo, cogiéndome la cabeza con las manos y balanceándome, como si yo mismo tuviera dolor de muelas. Unas cinco veces saqué del bolsillo la dura y ensangrentada bola, pero siempre volvía a esconderla rápidamente.
Durante una semana viví como extraviado en la niebla, adelgacé y me debilité.
«El soldado tendrá gangrena o septicemia… ¡Ah, demonios! ¿Para qué le habré metido las tenazas en la boca?»
Escenas absurdas me cruzaban por la mente. Por ejemplo, el soldado comienza a temblar. Primero camina, y relata cosas sobre Kérenski y el frente, pero se va poniendo cada vez más silencioso. Ya no está para Kérenski. El soldado está acostado sobre una almohada de percal y delira. Tiene cuarenta grados de temperatura. Todos los aldeanos visitan al soldado. Al final el soldado ya está tendido sobre la mesa, bajo los iconos, con la nariz afilada.
En la aldea comienza el cotilleo.
«¿Cómo habrá podido pasarle esto?»
«El doctor le sacó una muela…»
«Ahí está el asunto…»
Más días, más cotilleo. Una investigación. Aparece un hombre de rostro severo.
«¿Usted le extrajo una muela al soldado…?»
«Sí… yo.»
Exhuman al soldado. Un juicio. El oprobio. Yo soy la causa de la muerte. Y he aquí que ya no soy un médico, sino un hombre desdichado, arrojado por la borda, mejor dicho, un ex hombre.
El soldado no volvía al hospital, yo me deprimía y la bola se llenaba de herrumbre y se secaba sobre el escritorio. Una semana más tarde debía ir a la capital de distrito por el salario del personal. Me marché a los cinco días y, ante todo, fui a ver al médico del hospital de distrito. Ese hombre, con una barbita ahumada por el humo del tabaco, había trabajado durante veinticinco años en el hospital. Había visto de todo. Esa noche, en su gabinete, yo tomaba melancólicamente té con limón y hurgaba en el mantel, hasta que finalmente no resistí y, hablando con rodeos, le conté una historia confusa y falsa: a veces… ocurren ciertas cosas… si alguien extrae una muela… y rompe la mandíbula… puede producirse la gangrena, ¿verdad…? Sabe, un trozo… he leído…
El médico me escuchó un buen rato fijando en mí sus ojos descoloridos bajo cejas hirsutas, y de pronto me dijo:
-Usted le ha roto el alvéolo… En el futuro extraerá muy bien las muelas… Deje el té y vamos a beber un poco de vodka antes de la cena.
En ese momento, y para toda la vida, el soldado que me atormentaba salió de mi cabeza.
¡Ah, el espejo de los recuerdos! Había transcurrido un año. ¡Qué gracioso me resulta ahora recordar ese alvéolo! Yo, a decir verdad, nunca extraeré los dientes como Demián Lukich. ¡Faltaría más! Él extrae unos cinco dientes cada día, mientras que yo uno cada dos semanas. Pero, pese a eso, los extraigo como muchos quisieran poder hacerlo. Y ya no rompo los alvéolos, y si lo hiciera, no me asustaría.
Pero ¿qué importancia tienen los dientes? Cuántas cosas no habré visto y hecho en este año inolvidable.
La noche entraba en la habitación. La lámpara estaba ya encendida y yo, flotando en el amargo olor a tabaco, hacía un balance. Mi corazón se llenó de orgullo. Había hecho dos amputaciones desde la cadera (las de dedos ni siquiera las cuento). ¿Y cuántos raspados? Los tengo anotados dieciocho veces. ¿Y la hernia? ¿Y la traqueotomía? Todo lo he hecho, y ha salido bien. ¡Cuántos abscesos gigantescos he abierto! ¿Y los vendajes en las fracturas? Los he hecho de yeso y almidonados. He arreglado dislocaciones. He hecho intubaciones. Y partos. ¡De todo tipo! Es verdad que no haría cesáreas. Siempre se puede enviar a la parturienta a la ciudad. Pero fórceps, virajes, todos los que quieran.
Recuerdo mi último examen estatal de medicina legal. El profesor me dijo:
-Hable de las heridas a quemarropa.
Comencé a hablar con soltura, y hablé durante mucho rato; por mi memoria visual pasaba flotando la página de un grueso libro de texto. Finalmente quedé agotado; el profesor me miró con repugnancia y dijo con voz cascada:
-Nada parecido a lo que usted acaba de decir ocurre en las heridas a quemarropa. ¿Cuántos sobresalientes tiene?
-Quince -contesté.
El profesor puso frente a mi apellido un aprobado y yo salí de allí rodeado de niebla y vergüenza…
Salí y muy pronto me marché a Múrievo, y aquí estoy, solo. El diablo sabrá lo que ocurre en las heridas a quemarropa. Yo sé que cuando aquí había una persona acostada en la mesa de operaciones y una espuma de burbujas -rosada por la sangre- le salía de la boca no perdí el dominio de mí mismo. No, aunque su pecho había sido destrozado a quemarropa con perdigones para lobos, hasta tal punto que se veía un pulmón y la carne del pecho colgaba a pedazos. Y un mes y medio más tarde ese mismo hombre salió vivo de mi hospital. En la universidad nunca tuve el honor de tener entre mis manos unos fórceps, en cambio aquí, aunque temblando, aprendí a utilizarlos en un momento. No oculto que recibí a un bebé extraño: la mitad de su cabeza estaba hinchada, de color azul purpúreo y sin un ojo. Sentí que me helaba. Escuché vagamente las palabras de consuelo de Pelagueia Ivánovna:
-No es nada, doctor, simplemente le ha puesto en el ojo una de las paletas de los fórceps.
Estuve temblando durante dos días, pero dos días más tarde la cabeza recuperó su estado normal.
Y cuántas heridas he cosido. Cuántas pleuritis purulentas he visto, cuántas neumonías, tifus, cánceres, sífilis, hernias (y las he curado), hemorroides, sarcomas…
Inspirado, abrí el libro de registros y estuve contando durante una hora. ¡Y los conté todos! En un año, hasta esa misma noche, había atendido a 15613 enfermos. Internados había tenido 200 y sólo habían muerto seis.
Cerré el libro y me dispuse a dormir. A mis veinticuatro años, estaba acostado en mi cama en espera de poder conciliar el sueño, y pensaba que mi experiencia era ahora enorme. ¿De qué podía tener miedo? De nada. Había sacado guisantes de los oídos de los niños, había cortado, cortado, cortado… Mi mano era valiente, no temblaba. Había visto toda clase de picardías y aprendido a comprender incomprensibles frases de labios de las campesinas. Me orientaba en ellas como Sherlock Holmes en los documentos misteriosos… El sueño estaba cada vez más cerca…
-Yo… -farfullé, mientras me quedaba dormido-, yo verdaderamente ya no puedo imaginar que me traigan un caso que me ponga en un callejón sin salida…, quizá allá, en la capital, dirán que actúo como un enfermero… qué importa… ellos están bien… en las clínicas y universidades… en los gabinetes de rayos X… en cambio yo aquí… soy todo… y los campesinos no pueden vivir sin mí… Cómo temblaba cuando llamaban a la puerta, cómo me contraía mentalmente por el miedo… En cambio ahora…

***
-¿Cuándo ocurrió esto?
-Hace una semana, padrecito, hace una semana… Lo echó…
Y la campesina comenzó a sollozar.
Era una mañana grisácea del mes de octubre: el primer día de mi segundo año. La noche anterior me había sentido orgulloso y me había jactado de mí mismo mientras lograba conciliar el sueño, y esta mañana estaba de pie, con mi bata, y observaba desorientado…
La mujer sostenía en sus brazos a su hijito de un año como si fuera un tronco; al chiquillo le faltaba el ojo izquierdo. En lugar de un ojo, de su estirado y delgadísimo párpado asomaba un globo de color amarillo, del tamaño de una manzana pequeña. El chiquillo gritaba y pataleaba de dolor, y la campesina sollozaba. Yo no sabía qué hacer. Lo examiné desde todos los ángulos. Demián Lukich y la comadrona estaban de pie detrás de mí. Callaban. Nunca habían visto nada semejante.
«¿Qué puede ser esto…? Una herida cerebral… Hmm… pero está vivo… Sarcoma… Hmm… es demasiado blando… Un horrible tumor nunca visto… Pero a partir de dónde… De lo que fuera el ojo… O quizá el ojo nunca haya existido… en todo caso, ahora no está…»
-Pues bien -dije con aire inspirado-, es necesario operar este problema…
E inmediatamente me imaginé cómo haría una incisión en el párpado, cómo lo abriría y…
«¿Y qué…? ¿Qué ocurrirá más adelante? Tal vez eso provenía del cerebro… Diablos… Es bastante suave… se parece al cerebro…»
-¿Qué? ¿Cortarle? -preguntó la campesina palideciendo-. ¿Cortar en el ojo? No doy mi consentimiento…
Y, horrorizada, se puso a envolver al chiquillo en trapos.
-No tiene ningún ojo -contesté categóricamente-. Observa, no hay lugar para el ojo. Tu niño tiene un extraño tumor…
-Dele unas gotas -dijo la campesina, aterrorizada.
-¿Te estás burlando acaso? ¿Qué tienen que ver las gotas aquí? ¡Ninguna gota lo puede ayudar!
-Entonces qué, ¿se va a quedar sin ojo?
-Te estoy diciendo que no tiene ojo…
-¡Pues hace tres días tenía uno! -exclamó con desesperación la mujer.
«¡Diablos…!»
-No lo sé, quizá en realidad lo tenía… Diablos… Pero es que ahora no lo tiene… Y por último, querida, es mejor que lleves a tu niño a la ciudad. Allí le harán inmediatamente una operación… ¿No es verdad, Demián Lukich?
-Sí -respondió meditabundo el enfermero, evidentemente sin saber qué decir-, es algo nunca visto.
-¿Que lo operen en la ciudad? -preguntó la campesina con horror-. No lo permitiré.
El asunto terminó con que la mujer se llevó a su niño sin permitir que le tocaran el ojo.
Durante dos días estuve rompiéndome la cabeza, me encogía de hombros, hurgaba en la biblioteca, miraba ilustraciones que representaban a niños con ampollas emergiendo en lugar de ojos… Diablos.
Dos días más tarde me había olvidado del chiquillo.

***
Transcurrió una semana.
-¡Ana Zhújova! -grité.
Entró una alegre campesina con un niño en brazos.
-¿De qué se trata? -pregunté como de costumbre.
-El costado me duele, no puedo respirar -comunicó la campesina, y por alguna razón sonrió burlonamente.
El sonido de su voz me hizo estremecer.
-¿No me reconoce? -preguntó la campesina con tono burlón.
-Espera…, espera…, sí… Espera… ¿Este es el mismo niño?
-El mismo. ¿Recuerda, señor doctor, que usted dijo que no había ojo y que era necesario operar para…?
Me quedé atontado. La campesina me miraba con aire victorioso, la risa jugueteaba en sus ojos.
El niño estaba sentado tranquilo en sus brazos y miraba el mundo con sus ojos castaños. No había ni rastro del tumor amarillo.
«Esto es brujería…», pensé desconcertado.
Después, cuando me hube recobrado un poco, tiré cuidadosamente el párpado hacia atrás. El niño lloriqueó, trató de girar la cabeza, pero de todas formas pude ver… una pequeñísima cicatriz en la mucosa… Vaya…
-En cuanto salimos de aquí la otra vez… se reventó…
-No hace falta que me cuentes nada, mujer -dije yo confundido-, lo he comprendido ya…
-Y usted decía que no tenía ojo… Pues le ha salido uno -y la campesina rió burlonamente.
«Lo he comprendido, ¡que el diablo me lleve…! Un enorme absceso se había desarrollado en el párpado inferior, y había hecho a un lado el ojo, lo había cubierto completamente… y cuando se reventó, el pus salió… y todo quedó en su lugar…»

***
No. Nunca, ni siquiera cuando esté quedándome dormido, murmuraré con orgullo que nada me puede asombrar. No. Ha transcurrido un año, y pasará otro y será tan rico en sorpresas como el primero… Eso significa que hay que aprender con humildad.

Mijaíl Bulgákov, Un ojo desaparecido (Fuente: http://buenoscuentos.com/cuentos/un-ojo-desaparecido).

Mijaíl Bulgákov

Laia Jufresa, El esquinista

El Esquinista
Estoy sentado a cielo abierto en la ciudad donde nací. Este espacio que abarco pertenece al antiguo cementerio y esto que escribo hace las veces de testimonio y epitafio. Sé de sobra que los historiadores del arte van a mal interpretarme. Me resigno a ser carroña suya con tal de alcanzar a mis otros destinatarios.
Empiezo desde arriba, 3, 2, 1. Mi nombre es Amauro Montiel. Crecí en esta ciudad, no muy lejos de aquí aunque sí bastante más arriba: en un multifamiliar del tercer nivel urbano. Entonces aún llamábamos a los niveles por su nombre completo, no como los niños de ahora, que no tienen ni idea de dónde viene las siglas UL. Soy bastante viejo. Tan viejo como la Gran Prohibición. Nací exactamente dos meses después de que entrara en vigor el tratado de Qatar. Mi hermana había nacido cinco años antes y, aunque dice no recordarlo, bajó al subsuelo en una ocasión con mi padre, que la llevó a tocar el mar cuando ya se hacía inminente la prohibición. Hay una vieja fotografía 3D. Ella en brazos de él, hacen fila sobre la escalera que cruza la muralla: todavía en construcción pero ya bien anclada en la arena. En la fila, la gente carga niños y frascos porque todavía estaba permitido llevarse consigo unos cuantos gramos de arena a modo de souvenir. El de mi familia viajaba en el bolsillo de mi padre, que en la imagen se distingue abultado.
Crecí sospechando que el privilegio de haber tocado el suelo, olido la tierra, visto el mar, designaba a mi hermana como alguien irrevocablemente superior a mí. Ella, en cambio, nunca le dio mucha importancia y al irse de casa me regaló su frasco de arena, sellado con una etiqueta militar que pone DESINFECTADO. Mi hermana no era superior, pero sí más simple. Quizá también más sabia. Con los años, he aprendido a valorar la sencillez muy por encima de la exuberancia.
He dedicado la gran mayoría de mis ochenta años a mirar hacia abajo. Me pregunté muchas veces si esta obsesión se relaciona con aquella primera gran envidia. Viví en más de veinte departamentos durante mi vida y a todos llevé conmigo el frasco: como una reliquia, como un ídolo. Sé que en la arena no crecía nada, pero era lo más cercano que yo conocí a la tierra, madre primigenia.
Durante mi infancia, no había nada arriba del UL3. Todavía no se impermeabilizaba el país y conocí la lluvia. Jugábamos en jardines que germinaban casi naturalmente sobre los techos hidropónicos del UL2. El rascacielos donde crecí fue derrumbado hace décadas y el barrio entero suplantado por un multifamiliar de mil pisos. Pero entonces aún vivíamos a un par de kilómetros del subsuelo prohibido y en invierno, si el día clareaba, podíamos verlo. O por lo menos lo buscábamos desde la ventana o los puentes. Aquí dudo: ya no sé si lo intuíamos o si realmente se distinguía aún el asfalto arcaico, colado por los hombres del siglo XXI. Me pregunté muchas veces cómo sería caminar allí. Quien esto lea ya ve que no me morí con la duda. O quizá nadie va a leerlo nunca y lo escribo nada más que para convencerme a mí mismo: es real, Amauro, estás aquí, por fin aquí.
El subsuelo, “la tierra firme” como lo llaman los geólogos, fue el tema dominante de mi niñez. Y, a diferencia de otros entusiasmos infantiles, ése nunca menguó. En mi primera pantalla leí obsesivamente los relatos de los hombres antiguos. Busqué imágenes de la gente que viajó en horizontal, de los que navegaron y recorrieron el campo descalzos; de los que dejaron a sus bebés arrastrarse por un suelo aún no letal pero ya irreversiblemente contaminado. Era difícil encontrar imágenes porque en su necedad esa gente pasó siglos retratándose sobre materiales perecederos: ¡plata sobre gelatina! ¡Bits y pixeles! Un subtema del pasado me obsesionó por sobre todos los otros: la sepultura. Sacra o profana. Lo que me fascinaba era el mero, sórdido hecho —no menos inverosímil por histórico— de que durante milenios los hombres enterraron a sus muertos en la misma tierra de la que brotaban sus cultivos.
Llevo unas cinco horas aquí abajo. Mi traje de neopreno tiene una garantía de cincuenta años, pero a mi máscara de oxígeno le quedan dos horas de vida. La emoción que siento por haber encontrado el cementerio -¡ese faro de la intriga en mis fantasías de niño aéreo!- apenas cabe en mi traje de neopreno, mucho menos sabría meterla en esta carta. Estoy por fin aquí: donde ya no puede mirarse hacia abajo. Y sin embargo hay algo abajo. No sean más que residuos y símbolos: estoy aquí, y bajo de mí están los muertos.
En el piso 67 teníamos lo importante, agua y luz del día. Mis padres se habían rebelado contra la norma de un solo hijo y por eso vivíamos en esta ciudad, que era más grande que la suya y por ende más permisiva. Se hicieron una familia y en ella se amurallaron. De pequeño no imaginaba vivir fuera de nuestro núcleo. Quería repetir la historia valiente de estos obreros retrógradas, enfamiliados. No tenía más sueño que ése. Sobre todo no el del arte. Nunca dije “de grande quiero ser esquinista”. Nunca fantaseé con ver mi nombre en la marquesina de una galería abierta. Pero formas, siempre vi. En las vetas de la puerta y entre las huellas de humedad. Cuando alguna vez dije respecto a una mancha de aceite: “es un elefante”, mi padre lo consideró un rato y luego siguió limpiando la mesa, sin tocar la mancha. El aceite fue absorbido por el conglomerado y el elefante envejeció en mi comedor. Mi madre detenía los paseos a medio puente para que yo buscara figuras en los niveles bajos. Tienes talento, me decía, pero todas las madres dicen eso. Crecí pensando que el mío era un caso común. Ni siquiera un caso; la media: que todo el mundo, detrás del mundo aparente percibía otro, el accidental, el escondido. Hasta que a los ocho años me convencí de lo contrario.
Mi abuelo vino a la ciudad y me regaló un libro. Era algo inusitado. Yo había oído hablar de ellos, pero desde luego no poseía ninguno. Era un libro antiquísimo, con fotos 2D del primer nivel de la ciudad. Sin pensarlo, con mi dedo manchado de betún, tracé sobre las fotos figuras que veía y, naturalmente, recibí un severo castigo por hacerlo. Más que nada, recuerdo una sensación de injusticia. No me quedaba nada claro cómo funcionaba el papel de árbol ni por qué era tan grave mi error y quizá por eso obvié que me estaban castigando por haber destruido una reliquia, no por ver figuras entre los edificios. Como sea, el ardor me duró diez años. No dejé de ver cosas, pero sí evité mencionarlas o marcarlas. Mientras tanto, me salió pelo en todas partes, me volví especialista en mis defectos y aprendí a esconderme más y mejor dentro de mí mismo. El miedo al ridículo y las ganas de impresionar (esos dos polos entre los que se teje el doloroso zigzag de todo adolescente) son los peores enemigos de la creatividad y mi caso en nada fue excepcional. El esquinismo me parecía un juego ajeno, de ricos privilegiados, y mi creatividad me parecía infantil, algo que debía trascender, dejar atrás como una piel obsoleta y vergonzosa. Entre otras idioteces de la época, me convencí de que lo importante no era construirse una mirada, sino fijarse una opinión.
Llegué al esquinismo por distraído. Un día, de pie en la azotea de la preparatoria. El maestro explicaba algo sobre la estratosfera, a unos seis kilómetros de nuestras cabezas. Pero yo, de puro aburrimiento, en vez de mirar al cielo miraba hacia abajo. Distinguí entonces bajo de mí, entre las pistas elevadas de la escuela y los estacionamientos del multifamiliar vecino, la caricatura perfecta de mi amigo Alfred, sin “o”. Se lo señalé pero no pudo verlo, así que esa tarde, a escondidas, volví a la escuela y tracé la imagen sobre un panel de acrílico transparente que, sostenido a la altura correcta, unía los puntos y transmitía la idea. Un recurso típico, como descubriría más tarde, de esquinistas principiantes, o pobres, o que tienen el aerógrafo en el taller. Amarré el acrílico a una viga de acero. Volví a casa y le pedí a Alfred que subiera a verse al día siguiente. Por suerte, mi amigo Alfred-sin-o, al que lamento haber perdido por mi estupidez, era una persona de mundo que en cuanto vio el dibujo dio aviso en la dirección.
¿Cómo lo hiciste, Montiel?, preguntó la directora en la azotea.
Se puede quitar, dije.
Quiero decir, ¿cómo lo viste?
Y yo: No sé, sólo lo vi.
Y ella: Si estuviera en mis manos, te daría permiso de trazarlo en el aire.
Le dije que de todos modos no sabría hacerlo y ella me hizo prometerle que me anotaría en un curso de esquinismo con un profesor muy bueno que ella conocía. Luego, pasé lo que recuerdo como un rato muy largo en el techo, solo, con una sonrisa gigante. Algo que no sabía desacomodado acababa de embonar en mí. Las mariposas del halago son una droga bien peligrosa, pero eso lo entendí mucho después.
Inti Sol, se llamaba el maestro que la directora conocía y que, pese a su nombre tautológico, resultó un tipo luminoso. Fue el profesor más sensible que tuve jamás. Hacíamos la clase en exteriores, como debe de ser, y, una vez a la semana dábamos un paseo largo. Como todos en la ciudad por aquel entonces, yo conocía el Bisonte, trazado sobre el viejo periférico elevado, y la Galatea, a la que ya no se accede porque sólo era visible desde el primer nivel urbano. Mis padres nos llevaron alguna vez a ver ambos. Pero fue con Inti que conocí las grandes obras del Noroeste de la ciudad.
Fue en esa época que me enamoré del esquinismo. Del esquinismo en primera persona. Pasé los siguientes años descubriendo la ciudad a paso lento. Estudié a detalle las obras locales, las corregí y aumenté en mi cabeza. Me enseñé perspectiva, composición, soltura. Nos enseñamos unos a otros, también. Cuando en grupo, no solíamos trazar porque había un solo aerógrafo destartalado para todos, pero nos señalábamos los hallazgos y en concebir la idea del otro se concentraban las lecciones. Había juego, aprendizajes, miedo del bueno. Crecíamos juntos. No estaba mejor visto descubrir una medusa que una hamburguesa, la originalidad era el último de nuestros males. Yo tiro por viaje encontraba tumbas. Con muertos que les salían, claro, o algunos dolientes alrededor, porque si no aquello no era más que un prisma rectangular, algo tan fácil de ver que nadie me hubiera dejado malgastar nuestro valioso pigmento en ello. Por esa obsesión mía con los entierros, los compañeros del taller de Inti me apodaron Lápida.
A los diecinueve años tracé mi primera imagen y no fue mortuoria. Una pareja abrazada, de tres cuadras y media. Las líneas quedaron temblorosas, además de que el viejo aerógrafo me falló a la mitad y tuve que improvisarle un sombrero a ella. Como sea, al verlo mis compañeros aplaudieron, a Inti Sol se le salió una lágrima y yo decidí que iría al Colegio Nacional de esquinismo.
Nina, quizá mi obra más famosa, es el retrato de una amiga mía de aquella época que en realidad se llamaba Lîla. Ha sido una fuente importante de diversión, para mí, durante los últimos treinta años, leer las cosas que se han escrito por ignorar este hecho. Las hipótesis son todas sosas, y falsas. Entonces me era imposible confesar la verdadera identidad de Lîla pero aquí está bien. Me digo: Amauro, quizás esta carta es para eso, justamente. Me digo: se lo debes.
La conocí en una azotea donde se improvisaban trueques de pigmentos y veladas de esquinistas en ciernes. Creo que pocos eventos posteriores me han provocado tanta emoción como la que me cimbraba al llegar a esa azotea donde todo me era nuevo e importante, donde todo era apenas en potencia.
Lîla tenía un pelo negro como de satín, y luego todas las deformaciones del adolescente. El tamaño de sus pretensiones la paralizaba y no acertaba a dar ningún primer pasito hacia el trazado. Era tímida, sabelotodo y angulosa. Cuando hablaba solía atropellarse con juicios insoportables y mis amigos no la tragaban, ni ella a ellos. Pero fue mi maestra. Como nadie más, Lîla me enseñó a mirar. Nunca la vi trazar nada pero me regalaba a cada rato descubrimientos. Mira, se está hundiendo, decía levantando un dedo que yo seguía hasta que entre la calle, el farol, el ángulo de la cuadra del segundo nivel y los depósitos de basura del primero, lo veía aparecer: un barco (ese animal mitológico) yéndose a pique.
Una vez pasamos casi una hora de pie en un puente de la zona industrial, aguantando el hedor y viendo fijo una textura móvil, como de espuma, que salía de los tubos de desperdicio de una fábrica y te generaba la ilusión de estar viendo las copas de unos duraznos en flor. Una pieza imposible de capturar, mas no por ello menos obra de arte.
A veces juego a que Lîla no desapareció. Me gusta imaginar que llegó a vieja y aún camina por allí, cerrando un ojo para hacer el encuadre, como hace sesenta años y diciéndome, como solía: El esquinista es ante todo un caminante, Lápida, un explorador. Y yo le diría que sí, que ella siempre supo más que yo, y que perdón. También me gusta imaginarla incurriendo en el pasado por algún pasaje mágico del tiempo: un grupo de hombres sin rostro la encuentran, está muerta pero saben cómo salvarla, la lavan en algún río y la llevan a una era en la que el mundo humano aún recorría la cáscara del planeta.
Un caminante, un explorador: eso era ya el padre del esquinismo. Van Gunten cumplía con su paseo matutino con un fervor religioso, independientemente del clima (político o meteorológico), y esta obsesión suya es, en materia de herencias, tan importante como su obra.
Aunque luego Holanda no ha sido el epicentro del esquinismo ni mucho menos, sí jugó un papel crucial en su nacimiento. Para comenzar, los holandeses inventaron las azoteas interconectadas. No como un asunto de supervivencia, pues todavía se podía respirar a nivel del mar, sino como una apuesta artística: meros caprichos arquitectónicos. Entonces se experimentaba apenas con lo que hoy es norma: los techos verdes, los paseos elevados para unir rascacielos, los muertos congelados con nitrógeno líquido y luego pulverizados de un golpe, el gel de cultivo hidropónico, los generadores de H2O y tantas otras cosas que hoy damos por sentadas. ¿Qué decía? Ah, las primeras azoteas con puentes. Es lógico, pues, que fuera en Holanda que nació el esquinismo: una forma de arte íntimamente ligada a la arquitectura aérea. Los hombres antiguos tuvieron selva, playa, montaña, pampa… nosotros tenemos puentes. Jashpat, autor del gran Chakni Wache de Belice, escribió en la placa junto al mirador para su obra: Los esquinismos se conciben y miran desde los puentes. Lo demás es pintura, graffiti, arte arcaico.
Holanda fue también pionera en amurallarse contra el mar. Muchas familias holandesas debieron pasear sobre la muralla, sin prever que un día se firmaría en Qatar la prohibición universal de bajar al subsuelo y por ende de atravesarla. Pero dos siglos antes de Qatar y de que yo naciera, Van Gunten deambulaba por los puentes elevados de La Haya cuando, al mirar hacia abajo, notó una figura que le divirtió. Pasó varias semanas marcando (¡con hilo de acrílico y cadenas de bolsas de plástico!) el contorno de su archifamosa Los Tres Cocodrilos. Uniendo árboles, cornisas y postes, inventó mi profesión. Cuentan que los vecinos le llevaban bolsas y algunos le ayudaban a anudar. Lo hacían porque lo apreciaban pero sin entender nada, hasta que la figura estuvo trazada en su totalidad. ¡Son tres cocodrilos!, debe haber dicho el primero, probablemente un niño.
Rudimentarios como fueron los métodos de Van Gunten, Los Tres Cocodrilos aún se considera el primer dibujo aéreo; la primera obra de esquinismo. Por eso se restauró, unos cien años más tarde, en su actual versión metálica en UL2. (Su versión falsa, diríamos algunos). Pero desde el original, los hocicos de las tres bestias se forman por las intersecciones de varias calles y este hecho aleatorio le dio su nombre al esquinismo. No recuerdo si Van Gunten usó el término primero en una charla o en alguna entrevista, pero imagino una conversación más o menos pedestre, más o menos así:
—¿Que hizo usted qué?
—Tres cocodrilos.
—¿Que cómo los hizo?
—Juntando esquinas… esquineando… Un esquinismo, eso hice.
Así. Sin diccionarios ni convenciones ni reales academias acuñando nada. Sólo un hombre y los bichos raros que ve y la voluntad de compartirlos (porque ése es el germen que vale, el germen que sigue produciendo locos de mi estirpe), y, pero, luego, el hombre tiene que explicarse. Le sale algo al vuelo, algo insuficiente. Como tal vez todos los nombres. Pero más. Porque lo cierto es que al esquinismo siempre le quedó chico su nombre: un gran número de obras, quizá la mayoría, prescinde de ángulos rectos. Para bien o para mal hemos conservado el apelativo torpe, como homenaje o quizá por comodidad. Quizá lo conservamos para no tener que explicarle al otro el arte que ni siquiera nosotros entendemos del todo. Yo sé mucho sobre el esquinismo, pero nunca lo entendí del todo. Y eso fue algo algo bueno, por supuesto.
A pesar de la lamentable solidificación de la obra de Van Gunten, hay que reconocer que aquel gesto del gobierno holandés abrió camino para nuestro arte. Los siguientes pasos se dieron en la visión de los esquinistas y también, hay que decirlo, de ciertos científicos, con la invención de los aerógrafos a distancia y, desde luego, del pigmento flotante: herramientas que, en mi opinión, siguen siendo irremplazables. Voy a parar ya con todo esto, me disculpo: cuando uno se pone viejo le da por rememorar obviedades.
El Colegio Nacional resultó ser un fiasco. Los profesores estaban muy enterados de la teoría pero alejados de la práctica, a la que habían abandonado como un sueño de juventud. Su frustración era palpable y dotaba el aire de una cualidad pegajosa, en la que uno terminaba sumiéndose hasta confundir el esquinismo con ese triste alquitrán institucional. Éramos moscas en una telaraña, aleteando hasta que la densidad nos apagó el entusiasmo. Y sin embargo me quedé hasta el final. Porque era cómodo. Tenían los aerógrafos, tenían los pigmentos. Además, mi trabajo gustaba y la falta de crítica me mantenía el ego inflado. También los encargos, que ya me permitían vivir de mi arte. Crecieron en mí, simultáneamente, una auto complacencia enfermiza y un odio filoso por la mediocridad, saco en el que metí a todos con los que crucé camino por aquella época. Excepto a Lîla, que seguía sin trazar pero cuya práctica nunca menguaba: cada día caminaba y cada día encontraba composiciones más bellas y complejas que parecían venirle sin esfuerzo. No es cierto, contestaba tajante si yo decía que algo era difícil. Pero qué sabía ella, si ni siquiera se atrevía a trazar, a ser consecuente con su talento. El talento es un regalo, la instigaba yo: no hay nada más mezquino que guardárselo. Pero Lîla no me contestaba.
Sólo mucho más tarde entendí lo que ella siempre supo: no es cierto. Que el esquinismo es difícil es mito. Lo único complejo es renovar la honestidad. Y esto es imprescindible: ese acto de levantar el telón, rajar los nuevos velos y encontrarse de nuevo en el escenario, otra vez desnudo. Todos los días.
El joven esquinista busca guías y recibe un manual de prejuicios: hay que trazar lo que se conoce; abarcar menos de una cuadra es mediocre y más de diez petulante; es vital estar abiertos a la innovación y a las tendencias y a la crítica: ábrase usted por aquí el pecho y canjee su corazón por uno nuevo, uno más inteligente; procure no salirse de la raya punteada. Y allí van las moscas frescas a meterse en la boca abierta de las recetas… Mi abuelo contaba que, cuando lo mandaron a la guerra, “le dieron fusil pero no le dieron parque”. ¿No es precisamente así la juventud?
Pero quizás es necesario envejecer para entender. El esquinismo es más una experiencia que una visión. Una obra maestra te estruja por sorpresa aún cuando grandes letreros la señalan y absurdos pies amarillos en el suelo te recomiendan dónde colocarte para admirarla mejor. Por más que te lo han platicado, nada te prepara para ese momento en que tus ojos se acomodan y del horizonte brota incendiándose Akira, el dragón de Sophie Deveaux.
Volví diez veces en mi vida a Manchester y siempre un nuevo detalle de Akira me inyectaba emociones intensas. En verano, una hilera de casas bajas le entristecía la mirada, en primavera se convertían en pestañas coloridas. Con lluvia parecía moverse y bajo la nieve era un monstruo agazapado, acechando. Los años la embellecían, la dejaban cada vez más simple, más esencial. La última vez que la vi fue desde un foro, donde participaba en un congreso al que me invitaron para opinar sobre si había o no que preservarla. Yo voté en contra. Como único “representante” de Latinoamérica fui severamente criticado por la mayoría de mis colegas de continente. Pero ésta es mi única convicción respecto al esquinismo. He dicho otras cosas que, no dudo, el tiempo sabrá desmentir. Pero sobre el punto de la conservación quedo firme.
Algunas veces, eso sí, mirándola desde lo alto, dudé de mi voto. No por las críticas sino porque una vocecita dentro de mí me acusaba: ¡Egoísta!, ¿por qué negarle a las próximas generaciones esta vista extraordinaria? Si voté en contra es porque preservarla sería convertirla en su caricatura. Habría que desalojar a miles de personas para que otros más afortunados puedan pagarse el boleto a Inglaterra y pararse en un techo a tener un éxtasis estético más que nada para poder contar que estuvieron allí. No, el esquinismo no se trata de eso. Los esquinismos están vivos. Mutan. La vieja barda que delimitaba las llamaradas de Akira fue oxidándose hasta desintegrarse. Fue el dragón más hermoso porque su escupitajo tenía la cualidad del fuego verdadero: era extinguible.
El esquinista enmarca la danza de la urbe, pero está fuera de su poder hacer coreografías. Su trabajo es subrayar, no controlar. Me gusta para hablar de eso una frase de la propia Deveaux: Le matériel du cornerist est la ville et donc aussi le devenir et le mouvement: nuages, chantiers, corps: temps, temps, temps.Tenemos que ser firmes en esto: el esquinismo debe dejar de ser tratado como un arte puramente visual cuando es mucho más un acto escénico. Irrepetible. Longevo, sí, pero efímero. Un dragón que es muchos dragones y un día ya no es más. La cadena de mutaciones en un mismo ser conduce naturalmente a la desaparición. Los viejos entendemos de eso.
A mis cincuenta años me encontré en el cuarto nivel urbano de Sevilla, en el ultimo piso de las nuevas oficinas de Íbera, mirando hacia sus bulliciosos niveles inferiores. Me habían contratado para idear una obra que pudiera verse desde varios miradores que ya se habían instalado. Estaba parado, en más de un sentido, en la punta más alta de mi carrera de esquinista. Pero estaba ciego. Por primera vez en mi vida la ciudad me parecía una ciudad y nada más. Sólo luz, ruido, hormigas humanas.
Colocar primero los miradores y luego idear la obra es un juego válido. Ejercita la mirada e incluso, si uno está lo suficientemente abierto, puede dar lugar a una buena pieza. Sobre todo, puede ser divertido. Lo que no es divertido es pasar las mañanas, tardes y noches de cinco semanas mirando una ciudad hermosa y compleja y no ver nada. Recorría el edificio (espléndido, vacío) como un intruso, oscilando ida y vuelta todo lo largo de la escala emocional, odiando cada día más el paisaje, hasta que decidí renunciar. No podía hacerlo. Llamé y dije que devolvería el cheque. Salí a despedirme de la frustrante vista y sólo entonces la vi. Era de noche, surgió con los faroles. Su largo pelo negro, el Guadalquivir. Brotó completa, como el elefante en la mesa de mi infancia. Apareció de tajo, torpe y hermosa, como la última vez que la vi. Vino a decirme: Si recuerdas que es fácil, te perdono. Vino sólo porque dejé de pelear. El arte es así. Hay que empezar rindiéndosele.
Si pudiera darle algo de parque a algún joven esquinista le diría que sospeche de las complicaciones. En momentos de confusión lo más provechoso es cerrar los ojos. Perdonarse y ponerse a caminar. Al final, regresé el cheque. No cobré por trazar Nina porque entendí finalmente esto: fueron los pagos los que me convirtieron en mercenario. No porque no valiera (eso y más) mi trabajo, sino porque empecé a querer complacer y con ello resbalé lentamente de vuelta hasta la viscosa década de mi adolescencia, todo alejado de mí y de mi imaginación. Mucho antes de Sevilla, el contraste entre mi degradación y la pureza artística de Lîla se me había vuelto insoportable. Yo funcionaba por contratos, mientras que ella siempre dejó que su curiosidad le dictara el paso. Aquí dudo. Pero me digo: se lo debes, Amauro.
Teníamos treinta años. O más bien yo tenía treinta, ella debía tener unos treinta y tres, y acababa de inventarse un nuevo hobby. Con su evacuación definitiva, el primer nivel de la ciudad había quedado desierto, pero aún no estaba sellado y a Lîla le dio por bajar allí y mirar a la inversa: buscar formas ya no abajo sino arriba. Un día la acompañé hasta una barda abandonada que ella había estado frecuentando. Traía una mochilota y pensé que escondía un aerógrafo. Va a trazar, pensé, va a trazar a la inversa y yo voy a estar allí: seré el primer testigo de un arte nuevo, y de la genialidad de esta mujer finalmente haciéndose pública. La seguí entusiasmado, sin preguntar detalles. Bajamos al primer nivel y cuando dimos con la inmensa barda, la escalamos. Al otro lado, había un precipicio que era imposible descifrar. La evaporación de los gases del subsuelo se condensaba en una nube gris y cerrada, un merengue sucio. Nos sentamos en la barda. Arriba de nosotros, se enmarañaban cuatro niveles urbanos. Lîla alzó el brazo y me señaló una forma. Yo no logré distinguirla a pesar de que, según ella, estaba muy fácil de ver. Luego vio otra, pasó lo mismo. Me dolía el cuello y el cielo de fondo me deslumbraba. Ella insistió una, dos, tres veces, el cuello cada vez más torcido, el largo pelo bajándole por la espalda hacía el vacío. Yo me rendí y ella me miró con desprecio. Me levanté para marcharme.
—No te puedes ir, encontré una puerta.
—¿Una puerta a dónde?
—Al subsuelo —le dio unas palmadas a la mochila, —traigo provisiones—. Sacó una máscara de oxígeno y me la tendió. Yo me negué, ella insistió. Es hoy o nunca, decía: Van a sellarlas esta semana, ¿no es lo que siempre has querido?
Le dije que era peligroso, ella me llamó cobarde. Le dije: Ve tú si quieres, y me bajé de la barda. Me alejé de más, empujado por el miedo o la admiración, y cuando finalmente me volví, ni mi amiga ni lo alto de la barda se distinguían ya entre los humos que emanaba el precipicio. Lîla entró en esa nube para siempre. Se fue buscando una puerta imposible, sola con una mochila de víveres, y yo ni siquiera intenté detenerla.
Durante años soñé que regresaba trepando por la barda. O que caía. O que seguía abriendo, una tras otra, puertas cada vez más pesadas. A veces su máscara de oxígeno tenía el rostro de mi hermana. Las pesadillas y la culpa sólo terminaron cuando tracé Nina. También entonces se esfumó el aguijón de la envidia. Me resigné a no tener su talento y decidí unírmele aquí algún día, para seguir aprendiendo de ella. Me tardé tres décadas más en juntar los sobornos necesarios para poder bajar desapercibido, pero lo logré y ahora voy a alcanzarla en el misterio de la tierra firme. Me mostrará las visiones que ha tenido en medio siglo mirando el mundo desde abajo. Exploraremos juntos, enfamiliados. Esta tumba que cavo es para ambos.
Hay que saber que soy viejo, estoy enfermo y voy a morir pronto de todas maneras. No me estoy entregando al drama. Estoy dándole un gran obsequio a mi curiosidad. Estoy aquí, por fin aquí. Subí a la muralla. Miré largo rato el mar. Me llamaba: da tanta tentación saltar, morir como un barco yéndose a pique. Pero yo no bajé para eso. Yo bajé para enterrarme. Los cerebralistas del futuro quizá llamen a esto “mi último gesto”. Lástima por aquellos incapaces de imaginar la alegría de las horas que me esperan: las uñas negras, el abrazo de la arcilla, el peso en el pecho, la posición fetal. Lo que más quiere un viejo es descansar.
Caminé hasta dar con el sitio preciso. Hurgué con las manos. El cansancio hará más placentero mi último sueño: mi caminata estática. A ratos me inunda el miedo, luego se disuelve entre el sudor y el entusiasmo. El suelo, ya lo veo, no es uno sino millones de partículas. La tierra tiene una capa seca, dura, de muertos recientes y residuos químicos: la materia marrón gris de la memoria inmediata. Pero luego, más abajo, hay capas más blandas: húmedas, negras, densas como el olvido, o como lo que cubrimos porque no lográbamos olvidar.
Ahora voy a despedirme. Adiós a mí, a los hombres que fui, y a ustedes: futuro, esperanza. Emprendo la caminata. Soy todo asombro.

Laia Jufresa, El esquinista (Fuente: http://www.laiajufresa.com/leer/).

Laia Jufresa