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Ricardo Reques, Virus

Virus 

Todo ocurrió como lo habían pensado. Un virus de diseño acabaría solo con un pequeño porcentaje de la población mundial, pero inocularía el miedo. Era la excusa perfecta para defender la necesidad de una vacuna. De forma sistemática inyectaron aquel suero a millones de personas: primero a nuestros abuelos, luego a nuestros padres. A los ocho meses comenzó el colapso de sus órganos. El humo de las incineradoras ensombreció el cielo durante meses. 
Nos prometieron un mundo mejor. Todo lo hicieron por nosotros —dijeron—, era la única posibilidad de sobrevivir. La sobrepoblación suponía la mayor amenaza a la vida en el planeta. Había que actuar de forma contundente, adaptarnos a un nuevo orden mundial. Solo quedamos niños y jóvenes junto a unos pocos mayores considerados por ellos mismos como necesarios y que fueron los que orquestaron todo aquello. Nos cuidaron durante años, crecimos y ahora solo vivimos para vengar a nuestros padres.

 Ricardo Reques, Virus.



Ricardo Reques, Carretera de sierra

Carretera de sierra.

Las serpenteantes carreteras de sierra siempre me han gustado más que las rectas autovías. Cada curva incierta es un paisaje nuevo. Cuando puedo elegir y el tiempo no me limita siempre elijo estos caminos. Quizás sea más aventurado ir por una carretera estrecha, con precipicios a los lados, con cambios de rasante y pendientes pronunciadas, pero esa peligrosidad me mantiene alerta, me da mayor control sobre las decisiones que tomo; un breve descuido y mi coche puede salir volando, caer por un terraplén o estrellarse contra un árbol. 
Aquella mañana había que extremar las precauciones, la lluvia no era intensa pero había una neblina que se espesaba en cada vaguada. Fuera, la temperatura era de ocho grados; sin embargo, dentro del coche me sentía confortable, escuchando en ese momento un compact de Shakira; sus juegos de voces y los cambios de ritmo me recordaban sus enloquecidas caderas. 
Bajaba hacia el río y la niebla era cada vez más densa. Si hubiera sacado la mano por la ventanilla seguro que habría podido atrapar un pedazo de nube. La música dejó de sonar y el silencio era húmedo. Ni siquiera con las antiniebla podía distinguir los límites de la carretera. Me concentré en la línea blanca dibujada en su borde derecho y reduje la velocidad al paso de un tractor. 
Pasado el estrecho puente comencé el ascenso que definía el angosto valle encajonado y la niebla, poco a poco, se fue disipando. Primero un atisbo de sol que se iba abriendo entre las nubes me despertó la esperanza de que el día finalmente se despejase y al llegar a la cumbre de una colina el paisaje ya era radiante, y atrás quedaba un mar de nubes reposando sobre el río. Ante mí se abría un lienzo verde salpicado de árboles con el tronco rojo que me recordaban los alcornocales de mi infancia. Ya sin necesidad de luces avanzaba por la carretera que, sin embargo, estaba en mal estado, con tramos sin asfaltar. Se veían algunas casas y, a lo lejos, algún cortijo; también se veía a alguna que otra persona haciendo labores del campo en pequeñas huertas. Bajé la ventanilla y escuché el canto de los pájaros, la temperatura era algo más alta. Caminando por el arcén iba un hombre mayor que parecía cansado. Me detuve junto a él y le pregunté si quería que le llevase a algún sitio. Su cara me resultó familiar. 
Solo cuando se sentó en el coche supe que era mi abuelo, pero él no me reconoció. Me acordé entonces de cuando era niño e iba con él al campo los fines de semana —ese mismo campo de alcornoques por el que ahora pasábamos—, de la chimenea con el fuego que crispaba la madera y era testigo de cuentos e historias que, a duras penas, retengo en mi cabeza, de sus remedios de medicina natural, de sus manos grandes y cálidas que calmaban el dolor de mi vientre, de su confianza en la suerte y en el destino, de su manera franca de afrontar la vida. 
Pero él no me reconocía. Han pasado muchos años. Solo se refería a cosas banales: al viento que se había levantado, a la lluvia que había regado la madrugada, a los zorzales que se agrupaban en aquellos árboles, a cosas que en ese momento no me importaban. No me hablaba de los ancianos días, de las historias de la guerra, de cómo un obús acabó con la vida de su mujer y de su pequeña hija, de cómo fue al frente llevándose de la mano tibia a mi padre cuando tenía sólo dos años; no me hablaba de cómo, con rabia, llegó a ser campeón de boxeo, de la ingenua esperanza que tenía en que algún día le tocase la lotería, de la importancia de cumplir los sueños, de buscar la felicidad perdida entre las cosas cotidianas que siempre olvidamos; no me hablaba de la dureza de su enfermedad, de lo que me prometió poco antes de morir: que vendría a verme, que no me asustase si en mis sueños se aparecía y me seguía contando aquellas historias. 
Atravesé un pequeño túnel justo en el momento en el que por arriba pasaba un tren veloz. El cielo volvía a estar cubierto, la niebla era tenue, la voz envolvente de Shakira regresaba y yo me encontraba de nuevo solo en un invierno frío. 

Ricardo Reques, Carretera de sierra (El enmendador de corazones, 2011).



Breve teoría de la asimilación literaria

«En el universo de Star Trek hay una civilización llamada Borg, entre lo orgánico y lo cibernético, cuya comprensión del cosmos crece por asimilación: toman los conocimientos científicos y tecnológicos útiles de otras culturas y los hacen suyos incorporando, además, a los prisioneros a sus filas. Funcionan como un macroorganismo —de modo análogo a algunos insectos sociales como las hormigas—, con un comportamiento global altamente eficiente. Los individuos están conectados y toman decisiones con una sola conciencia. Lo más interesante de los Borg es que su motor de acción, lo que les motiva, lo que les impulsa es la perfección, sumar conocimiento y no acumular riqueza o poder político; toman lo mejor de cada cultura y lo integran».

Quizás pueda parecer paradójico, pero he buscado siempre mi originalidad de escritor en la asimilación de otras voces. Las ideas o frases adquieren otro sentido al ser levemente retocadas o situadas en un contexto insólito[ii]. Siempre he sido consciente de que tomar algo en préstamo, es estar rindiendo homenajes, y en este caso rendir homenaje a un autor significa apropiarse de algo que es suyo[iii].
Pasar de leer a escribir, en la estela del deseo, no puede hacerse evidentemente sin la mediación de una práctica de imitación[iv]. Al fin y al cabo, la originalidad no es más que imitación juiciosa. Los escritores más originales toman prestado unos de los otros[v]. Lo canónico es la imitación de las demás obras y es obligado tanto para el artista como para el poeta. Puede decirse que el arte nace de otro arte, como la poesía nace de otra poesía, y esto siempre es cierto: incluso cuando uno cree que simplemente está haciendo hablar al corazón o que está imitando a la naturaleza, está de hecho imitando representaciones, aun sin darse cuenta de ello[vi]. Me gustan, por ejemplo, los pastiches de Proust porque ellos mismos son en realidad actos de amor y constituyen una imitación por deseo[vii]; igualmente, Borges es también un escritor que siempre retoma algo escrito. Al mismo tiempo, en la obra de otros puedes encontrar la inspiración necesaria para no repetirte a ti mismo[viii]. Pero, llegado a ese punto, me enfrento a un problema más general: al que podríamos llamar «robos en el arte». Y éste, en el fondo, es un tipo de robo algo peculiar que, paradójicamente, enriquece al ladrón y al robado. ¿No se enriquece Cézanne, si se me permite el atrevimiento, del robo cometido contra él —o, mejor dicho, a su favor— por Picasso?[ix].
Las citas, para mí, tienen un interés especial ya que uno es incapaz de citar algo que no sean sus propias palabras, quienquiera que las haya escrito[x]. Cuando escribo procuro ayudarme de un cuaderno donde anoto citas robadas de los libros. Me inspiro en ellas. A veces las uso y no menciono sus fuentes[xi]. Siento, por tanto, que he robado fragmentos de obras que, poco a poco, a lo largo de mis lecturas, he ido recogiendo[xii]. En esa ansia por absorber, o por enviar a mi archivo todo tipo de frases aisladas de su contexto, sigo el dictado de los que dicen que un artista lo absorbe todo y que no hay uno solo de ellos que no esté influenciado por algún otro, que no tome de algún otro lo que le pueda hacer falta[xiii]. Quizás, incluso, tendría que haber algo más veloz, algo que te hiciera asimilar los conceptos igual que engulle un portátil los archivos[xiv].
En este sentido, tengo que admitir que mi única originalidad consiste en pensar como propias citas ajenas. En eso reside, tal vez, la destreza de un escritor: en que el lector piense que ha sido él el primero en decirlas[xv]. El poder indeterminado de los libros —de las citas— es incalculable. Es indeterminado precisamente porque el mismo libro, la misma página, pueden tener efectos totalmente dispares sobre sus lectores[xvi]. Al fin y al cabo, hay metáforas que son más reales que las personas que pasan por la calle. Hay imágenes en los rincones de los libros que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres. Hay frases literarias que tienen una personalidad absolutamente humana[xvii]. Por eso yo las asimilo, como los Borg.

Ricardo Reques, Breve teoría de la asimilación literaria.


https://en.wikipedia.org/wiki/Borg
«Soy un Borg y serás asimilado, resistirse es inútil».


NOTAS: Lo entrecomillado es lo propio, y no del todo. El resto es ajeno, pero no tanto.

Sin que sirva de precedente, aquí está el origen de esta breve asimilación:
[ii] «Quizás pueda parecer paradójico, pero he buscado siempre mi originalidad de escritor en la asimilación de otras voces. Las ideas o frases adquieren otro sentido al ser glosadas levemente retocadas, situadas en un contexto insólito». Enrique Vila-Matas.
[iii] «Yo siempre he sido consciente de tomar algo en préstamo, de estar rindiendo homenajes, y en este caso rendir homenaje a un autor significa apropiarse de algo que es suyo». Italo Calvino.
[iv] «Pasar de leer a escribir, en la estela del deseo, no puede hacerse evidentemente sin la mediación de una práctica de Imitación». Roland Barthes.
[v] «La originalidad no es más que imitación juiciosa. Los escritores más originales toman prestado unos de los otros». Voltaire.
[vi] Por lo tanto, lo canónico es la imitación de las demás obras y es obligado tanto para el artista como para el poeta. Puede decirse que el arte nace de otro arte, como la poesía nace de otra poesía, y esto siempre es cierto: incluso cuando uno cree que simplemente está haciendo hablar al corazón o que está imitando a la naturaleza, está de hecho imitando representaciones, aun sin darse cuenta de ello. Italo Calvino.
[vii] «Me gustan los pastiches de Proust porque ellos mismos son en realidad actos de amor y constituyen una imitación por deseo». Roland Barthes.
[viii] «Borges es el típico escritor que siempre retoma algo escrito. Al mismo tiempo, en la obra de otros puedes encontrar la inspiración necesaria para no repetirte a ti mismo». Italo Calvino.
[ix] «Y llegado a ese punto, comprendí que me enfrentaba a un problema más general: al que podríamos llamar «robos en el arte». Y éste, en el fondo, es un tipo de robo algo peculiar que, paradójicamente, enriquece al ladrón y al robado (¿no se enriquece Cézanne, si se me permite el atrevimiento, del robo cometido contra él —o, mejor dicho, a su favor— por Picasso?)». Tullio Pericoli.
[x] «Las citas tienen un interés especial ya que uno es incapaz de citar algo que no sean sus propias palabras, quienquiera que las haya escrito». Wallece Stevens.
[xi]«Procuro ayudarme de un cuaderno donde anoto citas robadas de los libros. Me inspiro en ellas. A veces las uso y no menciono sus fuentes». Elisa Rodríguez Court.
[xii] Siento que también he robado a Vogli quitándole las citas y fragmentos de obras que, poco a poco, a lo largo de sus lecturas, ha ido recogiendo». Ricardo Reques.
[xiii] «En esa ansia por absorber, o por enviar a mi archivo todo tipo de frases aisladas de su contexto, seguí el dictado de los que dicen que un artista lo absorbe todo y que no hay uno solo de ellos que no esté influenciado por algún otro, que no tome de algún otro lo que le pueda hacer falta». Enrique Vila-Matas.
[xiv] «Tendría que haber algo más veloz, algo que te hiciera asimilar los conceptos igual que engulle tu portátil los archivos». Ricardo Reques.
[xv] «Mi única originalidad consiste en pensar como propias citas ajenas. En eso reside la destreza de un escritor: en que el lector piense que ha sido él el primero en decirlas». Alex Chico.
[xvi] «El poder indeterminado de los libros es incalculable. Es indeterminado precisamente porque el mismo libro, la misma página, pueden tener efectos totalmente dispares sobre sus lectores». George Steiner.
[xvii] «Hay metáforas que son más reales que las personas que pasan por la calle. Hay imágenes en los rincones de los libros que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres. Hay frases literarias que tienen una personalidad absolutamente humana». Fernando Pessoa.

Ricardo Reques, Cicatrices

Cicatrices

Durante la tarde y hasta que se cierra la noche el anciano contempla un remanso estancado del arroyo Tarumá que se encuentra tapizado por anchas hojas de equinodorus, una planta acuática de flores blancas, grandes y bellas. Silbidos seguidos de largos silencios se suceden entre las hojas. Son las ranas trepadoras curupí (Hypsiboas curupi), una especie endémica, con una distribución muy reducida, descrita muy recientemente por la ciencia. El anciano observa detenidamente como si el tiempo no corriese. Cantan sobre las hojas y a veces se sumergen. Mientras sus pupilas se adaptan a la oscuridad, se fija en las cicatrices que recorren el dorso de los pequeños machos, tatuajes feroces ocasionados por las espinas de sus contrincantes, que son el testimonio de las terribles luchas por defender el territorio que han elegido para atraer a su pareja. Cuando llega el silencio, el anciano retira con cuidado las hojas de equinodorus en las que se han posado los machos con cicatrices más numerosas y profundas. A la mañana siguiente, extiende las hojas para que se sequen al sol y las recorta cuidadosamente en forma cuadrangular para después coserlas como si fuera un cuaderno. Al cabo de los días, cuando las hojas han tomado un color pardo, sobre su haz pueden verse extraños signos que el anciano puede leer en guaraní. Son breves y hermosos poemas escritos en una lengua de la que se pensaba que no había un sistema de signos. El anciano sabe que las ranas con las heridas más profundas cuentan las historias más desgarradoras y conmovedoras. Esa es la única poesía que conoce.
Ricardo Reques, Cicatrices (incluido, sin título, en La rana de Shakespeare).

https://ricardoreques.blogspot.com/p/la-rana-de-shakespe.html
Ricardo Reques

Ricardo Reques, La almohada de la casa gris

La almohada de la casa gris.
«Los hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a las grandes alegrías, y es porque esas penas y esas alegrías vienen embozadas en una inmensa niebla de pequeños incidentes. Y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa».

Miguel de Unamuno, Niebla.
La primera noche reconozco que la usé con cierto reparo, pero enseguida me di cuenta de lo cómoda que resultaba, de lo bien que se adaptaba a mi cabeza para dar cobijo a mi pesar. La había encontrado en unos contenedores que hay junto a la gran casa gris, un lugar que frecuentaba cada vez más porque lograba distraer mis días con algunos libros que rescataba entre revistas y cuadernos que alguien desechaba. 
Al llegar al puente de hierro ―donde nadie me espera―, dejé sobre una piedra un gastado y subrayado ejemplar de Unamuno que había sacado del contenedor de papel y lavé la almohada en la orilla del arroyo frotándola y estrujándola con el jabón verde que aún me quedaba. Después, la dejé secar durante todo el caluroso día al sol. Una de las primeras cosas que aprendí cuando la vida me dio de lado y me convirtió en nómada es que a los mendigos también nos roban; así que ese día, como no podía guardar la almohada mojada en el carrito en el que transporto mis escasas pertenencias, me quedé allí, bajo el puente, con Orfeo a mi lado, observando cómo las hormigas nos hacen creer que trabajan, viendo pasar algunas pocas nubes blancas arropado por el trinar de los gorriones, anotando frases sueltas a modo de versos sin sentido en mi cuaderno, leyendo párrafos al azar del tomo de Unamuno que el anterior propietario tan acertadamente había subrayado con lápiz rojo y midiendo el lento transcurrir de las sombras que van contando las horas. El tejido esponjoso del interior de la almohada, como un cerebro, tarda en secarse. 
Por la noche, el rumor del agua me ayudaba a conciliar el sueño y alejaba de mí algunos miedos como el de no tener apenas recuerdos. Ya no era necesario encender una fogata para calentar mi soledad; la temperatura se mantenía suave por la noche. Aquí, con la brisa en mis sienes no tengo que respirar el aire enrarecido del albergue al que me veo forzado a ir las noches frías de invierno cuando busco algo de calor en un caldo poco sabroso, en el agua templada de las duchas o bajo las gruesas y ásperas mantas de las literas. Nada más tumbarme, después de que Orfeo encontrase acomodo junto a mi costado, noté que no era una almohada cualquiera: sentí cómo aliviaba la presión de mi cuello y me sumergía en una paz de la que no disfrutaba desde hacía mucho tiempo. Ya oigo el respirar de mis propios sueños.
Aquella primera noche me mostró ensoñaciones diferentes a las que solía tener. No tuve duda de que fue aquella almohada la que me hizo vivir, mientras dormía, una vida ajena, infantil y cercana a lo que puede reconocerse como feliz. Fue un sueño lúcido, bien argumentado, sin apenas elementos extraños, como si en lugar de dormir estuviese viendo escenas de un cortometraje donde el niño en el que me había convertido juega alegre con amigos, primos o hermanos. El único elemento reconocible era el jardincito de la casa gris, pero más alegre y cuidado en ese sueño inocente que en la realidad.
Desperté descansado y jovial. Aquella almohada combinaba firmeza y adaptabilidad: apenas sentía el dolor de cervicales al que ya estoy acostumbrado. El sol ya empezaba a calentar y Orfeo tenía las patas empapadas; con la lengua fuera, perseguía a un macho de libélula emperador que delimitaba su territorio con un vigoroso vuelo. Ese día, después de recoger algunos higos maduros que no estaban muy picoteados por los pájaros, volví a trepar por la estructura de hierros cruzados del puente. Sentía el viento en mi nuca y eso me relajaba. Me quedé un rato allí mientras Orfeo, que me cree inmortal, ladraba a una abubilla que pasaba volando junto a él, empequeñecido por la distancia que nos separaba. Orfeo, tenemos que luchar, le grité. Desde allí podía ver la carretera con el fluir de los coches y más allá la monótona y rubia campiña. Sujeto con una mano a una viga de hierro era consciente de que un gesto descuidado podría hacer que todo acabara de una forma rápida, como si solo así, por una vez, pudiera ser dueño de mi destino, ser capaz de borrar el presente… borrar el presente.
Los sueños de las noches siguientes fueron parecidos, aunque protagonizados ahora por un joven más bien tímido al que le gustaba leer, escribir y que, en cambio, no tenía demasiado éxito en el amor. Quizás fueran las novelas que leía las que influían en las expectativas que tenía, en la idealización de lo femenino. El tiempo es algo que no suele faltarme, esa es una de mis riquezas, y no dejo de dar vueltas a mi desordenada cabeza. Una mañana ―mientras pedía limosna apostado junto a la fachada de una sucursal de un banco del que, creo recordar, no hace mucho era cliente―, me di cuenta de que también las lecturas han influido siempre en mí hasta el punto de modificar por ellas rumbos en mi vida. Ahora, por ejemplo, descubro que un personaje de la novela de Unamuno se llama Rosario, igual, si no me engaña la memoria, que la joven a la que no supe mirar con los ojos de otros hombres y cuyo amor rechacé ―de ella sí tengo el recuerdo nítido de la ternura― y que, probablemente, haya sido la mujer que más me haya querido.
La claridad de los sueños, su continuidad en el tiempo como si fueran capítulos de una misma biografía y el hecho de que en gran parte de ellos apareciera la fachada y el jardín de la casa gris me hizo pensar que, tal vez, estaba siendo el protagonista de un suceso fantástico vinculado a la almohada: la sensación de que a través del sueño estaba viviendo o recordando una vida ajena a mí. Veía una mujer con las manos frías y blancas de pianista, una mujer de carácter, llena de arrojo, con unos ojos garzos dulces, con una misteriosa luz espiritual que despertaba con vehemencia mi deseo. Un temor oscuro me indicaba que, tras el recuerdo difuso de la bella fantasía del amor, mi cerebro escondía el dolor profundo del derrotado, algo que no debía de salir de las espirales de la mente, vislumbrarse desde las circunvoluciones de mi cerebro. Aquello me intranquilizó e hizo que, en las noches siguientes, a pesar de su comodidad, renunciase a usar la almohada. Dejé que Orfeo la utilizase como cama, pero desde el principio noté su rechazo. ¿Soñaría alguna vez que es un hombre, se habrá creído alguna vez persona como yo me he creído perro? Orfeo prefería el duro suelo amortiguado solo por su manta tableada y deshilachada que aquel material sintético tan poroso, transpirable y con alta capacidad de adaptarse a la forma del cuerpo para recuperar en pocos segundos su espacio original cuando desaparece la presión ejercida sobre ella.
Sin embargo, mi curiosidad siempre me ha traicionado y con frecuencia es más fuerte que los más temidos presagios. Solo se puede aprender a soñar soñando, como a vivir viviendo. El protagonista de mis sueños se casó con otra mujer hermosa diferente a la que de veras le amaba como a mí me amó Rosario. ¿Se llamaba realmente así aquella joven cuyo rostro apenas esbozo en mi cabeza? Si por las mañanas vivía con intensidad la lectura de Unamuno, por las noches, bastaba con quedarme dormido para sumergirme en una vida tan real, tan bien escrita, que me inspiraba respuestas más próximas a la ciencia ficción que a la triste cotidianidad de mi situación de mendigo. Me parecía como si aquella almohada fuese una especie de almacén de memoria de su anterior propietario, sin duda alguien que debió de vivir toda su vida en la casa gris. Por eso, una mañana que amenazaba tormenta de verano, acompañado de mi fiel Orfeo, me adentré en el jardín de la casa: las plantas estaban secas, parecía que nadie las cuidaba desde hacía tiempo. Llamé al timbre, pero no salió de él ningún sonido y nadie me abrió. Estuve un rato merodeando, asomándome por las ventanas, viendo que dentro no vivía nadie y que parecían estar de mudanza: cajas de cartón amontonadas, estanterías medio vacías, libros por el suelo ―los libros que alguien amó―, cuadros descolgados… Cuando ya me iba a ir se acercó una vecina y me preguntó qué buscaba allí. Al ver, con mirada perforadora, mi aspecto desaliñado, con la espesa barba blanca tan crecida y mi ropa sucia, me amenazó con llamar a la policía. Le expliqué que solo quería hablar con el dueño de la casa pues creía conocerle desde la infancia. Orfeo estaba algo nervioso, parecía alegre. No paraba de dar vueltas sin dejar de mover la cola, olfateando cada rincón, moviéndose con seguridad de un lado a otro. La vecina me dijo que ya no vivía nadie allí, que el dueño se volvió loco, que desapareció hace un par de años después de que su mujer se fuera con otro hombre y que no ha vuelto a saber de él. De vez en cuando una sobrina de aquel hombre se pasa por allí para recoger el correo, ver si todo sigue en orden y hacer limpieza deshaciéndose de lo que no sirve o está viejo. Su intención es alquilar la casa.
Escribí en mi cuaderno algo sobre la ausencia de justicia en la vida. ¿Acaso alguien sabe lo que es amar, lo que es vivir y cuál es la finalidad de la existencia? El dueño de la casa gris, con una vida acomodada, abandona todo movido por la frustración de un amor agotado y yo aquí ausente, todo despreocupado, acompañado solo por Orfeo ―mi confidente―, sin techo, pero tranquilo a pesar de no saber si mañana podremos comer algo. ¿Acaso alguien sabe lo que es amar, lo que es vivir?
«La vida es una nebulosa». La peor pesadilla es constatar una terrible sospecha, el secreto que tu propio cerebro, como un mecanismo de autoprotección, no se atreve a mostrarte. A veces, los recuerdos difícilmente se abren paso entre la espesa niebla que los envuelve. La última noche, antes de deshacerme de la almohada quemándola para siempre, el otoño parecía haberse adelantado, la niebla se había espesado junto al arroyo, los dedos se me quedaban agarrotados mientras escribía en el viejo cuaderno mi propia historia imaginando un final que pudiera sorprender al posible lector. El suelo estaba frío y el colchón húmedo. El viejo Orfeo no paraba de toser. Me parecía que en toda mi vida no había hecho otra cosa que soñar. Quería volver a ser yo, salir de aquella niebla confusa. Y soñé con él, con Orfeo o con un perro parecido, un cachorro que había llegado a la casa gris para hacer compañía al triste matrimonio acabado. Soñé como si viese una película en el cine, como si leyese una novela que absorbiese todo mi juicio, como si cayese en las redes de la más pura ficción. Entonces ocurrió algo, algo que en los sueños puede ocurrir porque escapan de toda lógica. El hombre soñado se levanta de su sillón preferido: «no me quiere... no me quiere... no me quiere...» y devuelve a la estantería la novela Niebla, tantas veces leída. Se le cae un lápiz rojo, pero no se detiene a recogerlo; en lugar de eso se dirige al zaguán de la casa, se mira al espejo ―no me quiere... no me quiere... no me quiere...― y sale dando un portazo. Su perro, tan parecido a Orfeo, le sigue. Lo terrible, lo que me despertó tembloroso de aquel sueño opresivo, fue ver mi rostro, algo más joven, reflejado en aquel espejo.

Ricardo Reques, La almohada de la casa gris.

Ricardo Reques


Prólogo del libro de relatos: Cuentos de la biblioteca viva

Quint Buchholz El embarcadero
El embarcadero: prólogo de un viaje

Una antigua máquina de escribir, unos folios y una cajetilla de tabaco reposan sobre un solitario embarcadero de madera. Unas gaviotas, apenas dibujadas, rompen la monotonía de un cielo sin nubes que se confunde con el mar tranquilo en el horizonte. Esa imagen en sepia que Quint Buchholz dibujó para «El libro de los libros» nos ha acompañado durante los meses que hemos dedicado a escribir cuentos.
El embarcadero es el lugar de partida, el sitio en el que empieza un nuevo viaje a la escritura cuya meta es incierta. Antes de partir, antes de aventurarnos, hemos­ practicado las artes de la navegación: conocemos la forma de atar cabos y de orientar las velas para ver favorecido nuestro avance. Somos capaces de esquivar tormentas y de paliar los momentos de calma. No hay secretos en el manejo de los instrumentos de navegación y sabemos leer el horizonte en las estrellas. Ya pode­mos partir, pero el viaje es siempre soli­tario y cada uno deberá enfrentarse a ese hermosísimo mar, infinito y proceloso, que puede ser la literatura. 
Durante cuatro meses he tenido la satisfacción de reunirme cada semana con los autores de los relatos que componen este volumen en la Biblioteca Viva de al-Andalus. Allí, en el taller que —inspirados por los cursos que impartió Roland Barthes— llamamos La preparación del relato, hemos intentado conocer los mecanismos internos del cuento, dominar ­algunas herramientas narrativas y frecuentar la obra de grandes autores para desvelar secretos de su manera de escri­bir. Pero, sobre todo, hemos intentado que cada tarde fuera inspiradora de un cuento, que cada participante regresase a su casa con la ilusión ­de crear algo nuevo para poderlo compartir, a la semana siguiente, con sus compañeros. Algunos de los cuentistas más importantes que hay en la actualidad se han formado en ­talleres literarios a los que han acudido durante años para aprender a manejar recursos, para perfeccionar su personal estilo y también para dar a conocer sus textos a unos compañeros que ejercen de cómplices y de críticos. Los talleres son muy habituales en muchos países de Sudamérica y Centroamérica como Argentina o México; también lo son en Estados Unidos y en varios países de Europa. Aquí en España, hasta hace pocos años, los cursos de escritura creativa apenas ­existían, pero en algo más de una década se han afianzado y hay algunos que ya gozan de un gran prestigio.
El contenido de nuestro taller tenía un esquema sencillo: en las diferentes sesiones trabajábamos primero aspectos técnicos de la escritura y, después, ­leíamos­ y comentábamos los cuentos que habían ­escrito los ­participantes. Así, poco a poco, de forma privada, han podido ir descubriendo algunas ­virtudes y algunos ­defectos en su forma de narrar. Creo que ­estos ­ejercicios han contribuido a dejar atrás el ­lastre de querer ­deslumbrar con su prosa para ir abriendo, poco a poco, el ­aba­nico de la imaginación y eso les ha permitido ­disfrutar más del ­proceso de escribir. Quizás de ese aprendizaje íntimo nazca una literatura más ­auténtica, más ­singular, con menos impostura.
En este libro se recogen veinticinco cuentos que nacieron en el cobijo de los muros de una biblioteca viva. Son once autores diversos en gustos, experiencias y vidas, pero unidos por la pasión de la literatura y la necesidad de escribir. Esa necesidad, seguramente, es el único motor posible en la literatura y, por tanto, lo que da sentido a lo que escriben. Sin una relación temática o un hilo conductor que una estos cuentos, el lector podrá disfrutar de la sorpresa en cada página por la diversidad de voces y estilos y por la gran imaginación que palpita en ellas. Aquí encontraremos cuentos como los de Ángel Luis Castellano Quesado escritos con la precisa maquinaria interna de los clásicos junto a otros, como los de Fernando Sánchez Mayo, en los que predomina la profundidad psicológica de los personajes. Hay historias que nos conmueven como las de Fernando García Lozano y Rafael Cámaras y cuentos arriesgados e innovadores como los de ­Victor Sánchez Flamil. Antonio Rodríguez Bolancé juega al desconcierto con unos relatos ocultos dentro de otros y el humor y la ensoñación se mezclan en los relatos enlazados de Juan Carlos Trapero Sánchez; ­Azahara Menor Rincón hace materia de las palabras y es la propia sintaxis la que toma el protagonismo. Claudio Cabello Rosa, con sus cuidadas metáforas, nos muestra situaciones opresivas; Ofelia Ara Rouse consigue atmósferas particulares con un texto limpio y directo y Gloria Álvarez de Prada nos invita a viajar a lugares lejanos con historias apasionantes. Todos los cuentos, por muy distintos que sean, consiguen atrapar nuestra atención, secuestran por unos minutos nuestra ­relación con el resto del mundo, nos cautivan e incluso nos transforman. 
Cuando Alfonso Cost me propuso impartir este taller reconozco que tuve mis dudas, pero me lo tomé como un reto personal. Hoy solo puedo ­agradecérselo. El taller La preparación del relato ha sido una experiencia enriquecedora: he tenido la oportunidad de cono­cer a personas brillantes y apasionadas por la ­literatura, he aprendido con ellas y hemos compartido momentos que formarán parte de nuestra memoria. 
La conclusión de un taller de escritura de relatos solo puede ser la misma obra: la colección de cuentos que, en su transcurso, ha podido inspirar. Este ­libro es para muchos de los autores el primer puerto de ese apasionante viaje a la escritura que han iniciado y no puedo evitar sentirme orgulloso de ver lo bien que navegan. Espero encontrarme a todos en futuros puertos.





Autores de los textos: Gloria Álvarez de Prada, Ofelia Ara Rouse, Claudio Cabello Rosa, Rafael Cámaras, Ángel Luis Castellano Quesada, Fernando García Lozano, Azahara Menor Rincón, Antonio Rodríguez Bolancé, Víctor Sánchez Flamil, Fernando Sánchez Mayo y Juan Carlos Trapero.
Ilustraciones: Gloria Álvarez de Prada, Isabel Carrión, Alfonso Cost y Dori Serrano.

Edición de Ricardo Reques y Alfonso Cost.
Ediciones Libro de Arena, 2017.

Ricardo Reques, Comportamiento agresivo intraespecífico en larvas de Salamandra gigante de ojos de fuego

HERPETOLOGICAL JOURNAL, Vol. 5, pp. l5-21 (2022)

Comportamiento agresivo intraespecífico en larvas de Salamandra gigante de ojos de fuego

Asenath Waite.
Biology Department, Miskatonic University. Arkham, Essex County, Massachusetts.
E-mail: a.waite@miskatonic.com


Resumen
El comportamiento social más llamativo en las larvas de urodelos es la agresión entre individuos de la misma especie y se relaciona con la competencia por el espacio y los recursos. Estas interacciones pueden originar lesiones importantes e incluso llegar al canibalismo. En este estudio se analizó, en condiciones de laboratorio (Museo Nacional de Historia Natural de París), el comportamiento agresivo en larvas de la Salamandra gigante de ojos de fuego. Los objetivos básicos fueron: (1) analizar la función visual en el contexto del comportamiento agonístico y (2) examinar si el tamaño relativo del cuerpo entre individuos influye en la frecuencia de las interacciones agresivas. Como control se analizó el posible efecto que pudiese tener el observador sobre la conducta de las larvas de Salamandra gigante de ojos de fuego estudiadas. 
Para los experimentos se seleccionaron al azar parejas de larvas de salamandra y se introdujeron en un acuario. Las condiciones de temperatura, luz, oxígeno disuelto y calidad del agua fueron siempre las mismas. Los ensayos se iniciaron tras un periodo de aclimatación de las larvas a su nuevo entorno (20 minutos). El análisis de los patrones que precedieron a un acto directo de agresión (acercamiento y mordida) reveló, por un lado, que la salamandra que iniciaba la agresión exhibía más patrones de conducta de ataque y, por otro, que el receptor mostraba inicialmente un claro comportamiento de huida. El tamaño relativo del cuerpo afectó significativamente a la frecuencia de los actos agresivos. La proporción de actos agresivos realizados se relacionó positivamente con el tamaño relativo de la larva. El tamaño corporal parece ser una señal importante que se correlaciona con el resultado de interacciones agresivas en larvas de Salamandra gigante de ojos de fuego. Los individuos son capaces de estimar la asimetría de su tamaño con respecto a otras larvas y de evaluar la capacidad de lucha de su adversario en función de su tamaño, pudiendo así ajustar su comportamiento y, en su caso, evitar o propiciar la escalada del encuentro agresivo. Por último se comprobó el efecto del observador en los resultados del experimento mediante el concurso de dieciocho estudiantes becarios elegidos al azar. Lo más relevante fue que, cuando la mirada de las larvas de Salamandra gigante de ojos de fuego se posaban en los ojos del observador, se producían en éstas una serie de movimientos erráticos que concluían con una inhibición de los comportamientos agresivos y, en cambio, un aumento de los de huída. En un 44.4% de las observaciones estos individuos acabaron muriendo víctimas de agresiones de la larva contrincante al no mostrar ninguna resistencia ante sus ataques violentos. En estos casos fueron frecuentes las amputaciones de patas, porciones de cola y branquias antes de la muerte. 
Aunque no forma parte de este estudio y, a falta de otros parámetros externos no controlados, no podemos tener conclusiones, queremos dejar constancia de la posible influencia recíproca recibida de las salamandras. Tras los experimentos se produjo un notable incremento de los comportamientos agresivos y delictivos de los observadores que entraron en contacto visual con las larvas de Salamandra gigante de ojos de fuego. En la actualidad todos los estudiantes que participaron en el control permanecen recluidos en distintos centros penitenciarios del país y algunos, incluso, debido a su conducta extremadamente violenta, en celdas de aislamiento (cuatro de dieciocho casos).

Ricardo Reques, Comportamiento agresivo intraespecífico en larvas de Salamandra gigante de ojos de fuego. 2017.



Ricardo Reques, El secreto guardado en Ramsons Avenue

El secreto guardado en Ramsons Avenue

«Mi único consuelo era la soledad; una soledad 
profunda, oscura, semejante a la de la muerte».
Mary Shelley, Frankenstein. 

Milton Keynes es una ciudad fría, demasiado lógica para esperar que albergue algún misterio. Fue construida casi en su totalidad en los años sesenta con un diseño modernista que acrecienta la sensación de soledad en los frecuentes días de lluvia. La ciudad, a la que me trasladé en 1994 después de doctorarme en la Universidad de Londres, tiene la misma edad que yo. Entré en el Departamento de Biología Animal de la Open University para investigar con Steven Rose aspectos relacionados con la formación de la memoria. Acostumbrado a Londres, nunca pensé que podría vivir en un lugar tan poco hospitalario, con urbanizaciones aisladas y silenciosas conectadas por una red de autovías, aunque rodeadas de amplios pastizales, con arboledas, lagos y algún canal navegable que le dan un artificial aire bucólico. Sin embargo, el salario me permitió adquirir en poco tiempo un piso de Ramsons Avenue, en Conniburrow, un barrio modesto de familias obreras situado al norte de la ciudad. Otros colegas vivían en Oxford o en Londres, pero no me agradaba la perspectiva de tener que viajar todos los días que tuviese clases y tutorías. Además, a los pocos años, conseguí la plaza de profesor titular y me enamoré perdidamente de Carmen, una brillante estudiante postdoctoral española de mirífica belleza.
Desde que la conocí mi ambición académica se extinguió: solo podía pensar en ella, en pasar mi tiempo a su lado. Tras la boda vivimos durante algo más de dos años en aquel piso hasta que, tras el fallecimiento de mi madre, heredé un viejo caserón situado en Somerset, al suroeste de Inglaterra, que había pertenecido a su familia desde hacía varias generaciones. Viajé con Carmen para resolver los papeleos de la herencia. Hacía muchos años que no iba por allí, pero todo estaba tal y como lo recordaba de aquellos veranos de mi infancia: el oscuro y húmedo jardín con árboles centenarios, la vieja biblioteca y aquel siniestro sótano que mi abuelo denominaba «mi gabinete», lleno de tarros, matraces y extraños artefactos, algunos de los cuales habían pertenecido a su abuelo. Aunque amable y cariñoso conmigo, mi abuelo era austero hasta con las palabras y las pocas veces que me permitía husmear en su gabinete apenas respondía a las muchas e ingenuas preguntas que le planteaba. Es posible que en aquella casa naciera mi vocación por la biología.
Con el dinero que saqué de la venta del cottage pude pagar algunas deudas que mi madre había contraído y nos compramos una casa más grande en Baskerfield Grove. Woughton on the Green es un barrio con viviendas unifamiliares ajardinadas y con un amplio espacio verde en los alrededores. Desde nuestra casa podíamos ir andando o en bici a la facultad sin tener que atravesar ninguna de las autovías. A los pocos meses de instalarnos nació Sara. 
Algunos muebles de la casa de mi abuelo, junto con su biblioteca personal y los trastos de su gabinete, los trasladé a la casa de Ramsons Avenue y allí han permanecido almacenados en cajas hasta hace pocos años.
Me resultaba inconcebible que mi relación con Carmen se agotase algún día. Mi vida con ella siempre había sido sencilla, la amaba sin cordura, nos entendíamos bien, respetábamos nuestros espacios y compartíamos los gustos por la ciencia, la música y la literatura. Estábamos tan volcados en la educación de Sara que no fuimos capaces de ver el rápido paso de los años y un día descubrimos que nuestra hija era una adolescente y reclamaba su tiempo independiente para salir con sus amigos. En ese momento me di cuenta de la distancia que me separaba de Carmen. En los últimos años apenas paseábamos los dos solos. Con frecuencia ella salía con sus compañeros y yo me quedaba cuidando de Sara y disfrutando al ver lo rápido que aprendía todo. No sé en qué momento sucedió la ruptura, pero un día Carmen me dijo que hacía tiempo que había conocido a alguien especial y que lo nuestro ya no tenía futuro. Sentí un dolor profundo al ver cómo se quebraba lo más importante de mi vida. Imaginar a Carmen con otro hombre que no era yo me atormentaba día y noche. Mi sentimiento no era de reproche hacía ella, sino hacia mí: quería entender por qué había sucedido; ir más allá, conocer qué había podido encontrar en otro hombre para volverse a enamorar.
A veces renunciar a alguien puede ser el mayor acto de amor. No quise ser un obstáculo en su vida y la dejé ir sin más. Carmen se quedó con la casa y con la custodia de Sara. Ellas siempre habían tenido un vínculo especial y mantenían conversaciones privadas en español en las que yo no podía participar por mi falta de interés y mi falta de aptitud para aprender su idioma. Me llevé el todoterreno y me fui a vivir de nuevo a mi casa de estudiante de Ramsons Avenue.
No me gusta mucho quedar con los compañeros de la facultad, me aburren sus conversaciones; así que, salvo el tiempo que dedicaba a impartir las clases y los ratos que quedaba con mi hija, unido a mi perpetuo insomnio desde que Carmen me dejó, los días me parecían excesivos y absurdos. Cuando supe que el amante de Carmen era Timothy Baker, un profesor de Física Teórica, me mortificaba la idea de encontrármelo accidentalmente por las zonas comunes de la universidad o incluso en el trayecto para ir a mi casa. Para no sucumbir a la depresión y mantener mi mente ocupada, comencé a abrir las cajas que encerraban el pasado de mi abuelo y a hojear sus gastados libros sin saber que aquello me llevaría a la locura.
«La muerte no es el mayor fracaso de la vida. La muerte orgánica es incluso necesaria. El fracaso vital es el olvido, la muerte del pensamiento, de la conciencia». Esas son las primeras frases que encontré al abrir un viejo cuaderno de notas. Mi madre apenas me habló de ello, pero indagar en aquellos papeles me hizo recordar que en mi familia hubo un hombre perseguido por sus investigaciones y callado por sus propios descendientes. Hablo de Andrew Crosse, el abuelo de mi abuelo. Buscando información he visto que Crosse se casó dos veces y tuvo hijos con ambas mujeres, pero el padre de mi abuelo fue un hijo ilegítimo que tuvo con su amante clandestina y con el que mantuvo una secreta, aunque estrecha y paternal relación. Al parecer Crosse, en los últimos años de su vida, ante la repulsa de sus investigaciones por parte de sus colegas y la condena de la iglesia, se hizo extremadamente insociable hasta su muerte en 1855. Quemaron su mansión de Fyne Court con su laboratorio y todos los archivos. Lo que nadie podía saber es que muy cerca de allí vivió la que fue su amante y el hijo de ambos en una casita que él mismo les compró: el cottage, que fue pasando de hijo en hijo hasta llegar a mi madre. El propio Crosse trasladó hasta allí gran parte del material de sus últimos estudios para evitar que fuera destruido. 
Mientras los interrogantes sobre el abandono de Carmen anidaban en mi cerebro, seguí indagando. Entre aquellos papeles encontré una enigmática carta enviada a Crosse y firmada por Mary W. Godwin con fecha de junio de 1816. Mary le explica que se encuentra de vacaciones junto al lago Lemán, en Villa Diodati, con su novio Percy y con unos amigos que le han propuesto un particular reto literario: escribir un relato de terror. Entonces ella se acordó de la conversación que mantuvo con él un tiempo atrás y le enviaba el borrador de su historia esperando que le gustase. No he encontrado el manuscrito al que se refiere y tardé en relacionar a la autora de la misiva con Mary Shelley, la creadora del clásico Frankenstein. Sin embargo, lo más enigmático es el final de aquel párrafo en el que dice: «obviamente, me he cuidado de no revelar el secreto que usted me confesó porque la humanidad aún no está preparada para entenderlo».
Ningún científico es admirado ni reconocido por sus fracasos y, sin embargo, algunos fracasos importantes son los que nos hacen avanzar en el conocimiento. Las principales preocupaciones científicas de Crosse han quedado reflejadas en sus memorias, en sus artículos y en sus conferencias. Una de sus obsesiones fue la que debió de seducir a Mary Shelley cuando acudió a una de sus charlas en la que habló de los misterios de la electricidad, de cómo generarla y acumularla en baterías; de la posibilidad de aplicarla para sacar del letargo a la materia inerte. En sus artículos hay referencias a la «electro-cristalización» de materia inanimada y a unas posibles formas vivas generadas por el impulso eléctrico. Sin embargo, en sus cuadernos encontré algo hasta ahora ignorado, algo que investigaba en el más absoluto secreto. El hecho de dar vida a un organismo inerte lo consideraba un problema técnico que se resolvería con el tiempo, pero su preocupación mayor era la pervivencia de lo que entendía por conciencia, la pervivencia del pensamiento. Experimentó con diferentes animales, incluso con primates, y creyó encontrar signos de importantes progresos. 
Crosse y Mary Shelley mantuvieron correspondencia durante los meses siguientes. La imaginación de Crosse, según lo que se desprende de sus cuadernos, era inagotable. Es posible que en el transcurso de la escritura de su novela la autora incorporara nuevas ideas de Crosse, aunque esto no deja de ser solo una conjetura. Mary Shelley en una de las cartas responde a Crosse sobre un asunto que despertó su interés y que también surgió en Villa Diodati: la idea de la inmortalidad vampírica en el relato escrito por John William Polidori. 
A partir de esa fecha, aunque sus trabajos sobre la electricidad fueron numerosos, en sus cuadernos privados se advierte una obstinación manifiesta por la necesidad de transferir su pensamiento. En un lugar anota: «La vida orgánica es demasiado corta para que la mente pueda hacer grandes progresos». En otra dice: «No tengo tiempo para dejar por escrito todo lo que circula en mi cerebro, el pensamiento es infinitamente más veloz que la mano. He de encontrar la forma de conservar todo lo que hay en mi cabeza para que perdure».
A pesar de la distancia prefería seguir yendo de mi casa a la oficina en bicicleta o andando, incluso los días de viento y lluvia. Eso me ayudaba a mantener la mente despejada y aprovechaba para hacer las compras en el Centro Comercial o en alguna tienda del barrio. La oscuridad deshabitada de la noche solo era interrumpida ocasionalmente por la luz amarillenta y pálida de algunas farolas. En no pocas ocasiones coincidía con Tim, a las mismas horas siempre ―él vivía por la zona del centro―, y me resultaba hiriente cuando lo veía desviarse hacia la casa de Carmen, hacia mi hogar. 
Aquí el invierno es frío y lluvioso, pintado con acuarelas grises. La melancolía del abandono de la mujer a la que he amado durante años ha incubado sombras profundas en mi alma. Ilusiones muertas como el nido que se cae de un árbol. Hay veces que las cosas se hacen sin saber por qué, empujados por un impulso ciego que no responde a una voluntad meditada y solo al final se es consciente de lo realizado. Me llevó casi un año montar aquel artefacto siguiendo las detalladas instrucciones de Crosse y pude perfeccionarlo y actualizarlo con mis conocimientos en biología experimental del cerebro. Utilicé herramientas electrónicas, impensables en los tiempos de Crosse, que redujeron considerablemente el tamaño del aparato y conseguí una mayor eficiencia. Con el lejano anhelo de poder algún día recuperar mi vida perdida me sumergí en un pozo haciendo mías sus privadas obsesiones. A Crosse le faltó tiempo para poder responder a la cuestión de si dos cuerpos diferentes pueden compartir una misma conciencia y una misma memoria. Mi pregunta, en cambio, era más sencilla: saber qué es lo que hizo que Carmen se enamorase de aquel hombre.
Cuando ni la ciencia ni la religión pueden ampararte uno elige los asideros más inesperados para mantener la esperanza. Los escritos de Crosse son tan apasionados que es difícil no sucumbir a ellos y dejarse arrastrar hacia el abismo. Han pasado doscientos años, pero la sociedad sigue sin estar preparada para afrontar los retos de Crosse. Los vacíos enormes en las noches lluviosas de Milton Keynes permiten la posibilidad de secuestrar a un hombre con absoluta impunidad. No me encontré a nadie más por el camino. Tumbé su cuerpo en el asiento de atrás del todoterreno y yo me senté en el lado del copiloto; entonces seguí el protocolo aprendido de memoria. El voltaje de la batería del coche fue suficiente para hacer la trasferencia. De aquel fugaz secuestro Tim no recordaría nada más que un mareo y la pérdida de consciencia durante unos minutos.
Uno por amor puede llegar a hacer actos desesperados, incluso renunciar a sí mismo, a su propia conciencia y a su propia mente. Lo único que temía era llegar a perder los recuerdos de mi hija. Crosse trató de conservar su pensamiento en otro cuerpo, pero murió antes de lograrlo. Yo, en cambio, solo aspiro a volver a poseer el cuerpo de Carmen, sentir de nuevo en mis manos la medida de su cintura, quemar lentamente mis labios en su piel. Desconozco si el experimento ha tenido éxito. Mi mente, en apariencia, no ha cambiado. Pensé que si me transfería la conciencia de Tim sería capaz de entender aquello que enamoró a Carmen e incluso, con el tiempo, podría tratar de volver a reconquistar su corazón. 
No ha sido así. Sin embargo, cuando logro relajarme soy capaz de resolver ecuaciones matemáticas complejas con métodos que me eran desconocidos o descubro habilidades para entender idiomas que nunca estudié. Y por las noches recuerdo con nitidez gestos de placer en el cuerpo de Carmen que nunca mostró conmigo. Eso, lejos de tranquilizarme, me tortura aún más.

Ricardo Reques, El secreto guardado en Ramsons Avenue (Diodati, la cuna del monstruo, editorial Adeshoras, 2016).

Ilustración de Lola Castillo.

Prólogo al libro de relatos "Solo en mi oscuridad", de David Romero

Prólogo
No deja de ser extraño que dos naturalistas vocacionales que dedican sus horas de profesión a estudiar aspectos de la ecología de anfibios y otros grupos de fauna, gasten sus horas libres en una actividad tan opuesta a la vida al aire libre, tan contraria a resolver hipótesis, tan distante a veces de la pura lógica como es la literatura. Por estas pasiones compartidas ―la biología y la literatura― quizás no es casual que David Romero me haya pedido prologar su primer libro de relatos. La ciencia es absorbente; el tiempo que queda para otras tareas cotidianas más o menos necesarias como comer, dormir o relacionarnos es muy escaso. Entonces hacemos literatura a pesar de la ciencia, arañando minutos a las horas de vigilia.
A los biólogos nos gusta plantear nuevas hipótesis, dibujar nuevos escenarios y experimentar. Dentro de la narrativa el relato se presta más que ningún otro género a la experimentación y a la fantasía. Por eso tampoco debe parecer raro que David Romero haya elegido esta forma de narrar para su primer libro. En el caso del microcuento, hay, además, otra semejanza con el mundo de la ciencia: una infatigable búsqueda de la precisión, permutando números por palabras. En el microrrelato se utilizan solo las palabras necesarias para encontrar el resultado final, el efecto buscado desde su esbozo primero, la resolución de la incógnita en la ecuación planteada.
Jorge Volpi, un escritor enamorado de la ciencia, decía que el cerebro es una máquina de futuros. Y eso es parte del trabajo de David Romero cuando elabora modelos predictivos que nos dicen, por ejemplo, qué pasará con una determinada especie animal en un futuro próximo bajo determinadas condiciones ambientales previstas. Lo que hace en su vida real mediante datos objetivos es concebir futuros posibles. Su mundo escrito no es muy diferente, ya que, desde la imaginación, genera imágenes de eventuales mundos, a veces distópicos y deshumanizados que la ciencia y la tecnología están contribuyendo a crear.
Solo en mi oscuridad es el título de esta recopilación de relatos y también una frase que podría resumir su contenido. La soledad es el sentimiento más común en los personajes protagonistas de David Romero. Es una soledad no buscada, una soledad fría ―como la piel de los anfibios― e inevitable donde se esconden los fantasmas que nacen de esa «escritura nocturna» de la que hablaba Ernesto Sabato. Algunos de sus personajes angustiados nos recordarán a los que creó Edgar Allan Poe para asomarse a sus propios abismos, pero viven en mundos más cercanos a los paisajes deshumanizados descritos por Bradbury en los que esta soledad se acrecienta. A veces da la impresión de que son los mismos personajes los que deambulan por diferentes cuentos, en contextos alejados y con apariencias diversas, no solo humanas. 
Pero aquí nada es lo que parece, lo que se muestra como certeza deja de serlo, el narrador se sitúa en una perspectiva distinta a la esperada. De este modo, el autor juega al equívoco manejando con soltura este recurso tan característico de los grandes maestros del cuento y, muy especialmente, del microcuento. En las páginas que siguen a estos párrafos el lector encontrará textos muy variados ―tanto en extensión como en temática y tratamiento―, en los que se alternan el misterio, la ciencia ficción, la crítica social y ecologista, los sueños y las obsesiones. Los sentidos engañan a los personajes, en ocasiones siguen los dictados de la física cuántica, el tiempo deja de ser lineal, se difuminan las fronteras igual que hiciera William Turner en sus paisajes, lo transparente queda velado y aún hay espacio para detenerse a contemplar el detalle y el enigma sin resolver, para lo macabro, lo erótico y lo claustrofóbico. Las mujeres aparecen idealizadas y explícitamente perfectas y son, a menudo, el motor que mueve a los protagonistas. Hay una búsqueda constante de un futuro desconocido que se perfila como una nueva esperanza. En algunos cuentos hay divagaciones con desarrollos cercanos al ensayo. Son historias ancladas en la desidia y en lo cotidiano, con una realidad invadida por una melancolía, una inseguridad y un desaliento ante la oscuridad de horizontes incluso cuando los protagonistas no son humanos. 
John Fowles admite que la clave de su obra literaria reside en la relación que mantiene con la naturaleza. Desconozco si hay esa íntima dependencia en el caso de David Romero. En cualquier caso, hacer ciencia y literatura, unir ambas disciplinas en una misma persona, puede resultar enriquecedor. El científico cada vez más dirigido a ser un especialista en una materia muy concreta, urgido por la productividad, no tiene tiempo ni perspectiva para detenerse a pensar en lo general, en el conjunto, y esa es una visión que puede aportar la literatura que es también, no lo olvidemos, una forma de conocimiento. Decía Edward O. Wilson que nos estamos ahogando en información, mientras que nos morimos por falta de sabiduría. Cada vez son más necesarias las personas multidisciplinares, capaces de sintetizar y unir informaciones que provienen de campos diversos para conseguir tomar las decisiones adecuadas. Por otro lado, la ciencia en la actualidad es un trabajo colectivo, el investigador depende de más personas para hacer un estudio. En cambio, la escritura pertenece a un territorio privado en el que podemos vivir vidas que no tenemos y llegar más allá de los territorios explorados por la física y la biología.
Tal vez la literatura consista en explorar los huecos en los que la ciencia no puede adentrarse, en mostrar esos mundos posibles o imposibles, pero que resultan reveladores de algún aspecto del ser humano, con sus impulsos y sus deseos, con sus contradicciones y sus aciertos y que acaban esbozando una parte de nuestra existencia y nuestra forma de ver el mundo.

Ricardo RequesPrólogo al libro de relatos "Solo en mi oscuridad", de David Romero.













Solo en mi oscuridad
David Romero
BioGea Ediciones 2017