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Breve teoría de la asimilación literaria
Enrique Vila-Matas, El efecto de un cuento
El efecto de un cuento
Era ya de noche en Nueva Orleans cuando a Regis le tembló la mano y le cayó al suelo su vaso de leche, y me dijo: –Anda, repite el cuento, por favor, repítelo.
A Regis, el hijo de mi amiga Soledad, se le veía tan terriblemente afectado por lo que yo acababa de contarle a su madre que no parecía nada conveniente repetirle nada. Era, por otro lado, chocante que el cuento le hubiera hecho aquel efecto, pues no era una historia que pudiera entender fácilmente un niño. Y sin embargo, Regis estaba completamente lívido, como si lo hubiera entendido demasiado bien.
–Anda, repite el cuento.
Insistió como sólo puede hacerlo un niño y acabó doblegando mi resistencia y repetí aquella historia, que era el último relato que escribiera una gran narradora dominicana –un cuento elegíaco y de fantasmas a la vez.
Es un hermoso relato que se abre con la narradora detenida a la orilla de un río mirando los estriberones de un vado y recordándolos uno por uno. Y de pronto se encuentra en la orilla opuesta. Nota que la carretera no es exactamente igual a como era antes, pero en cualquier caso es la misma carretera, y la viajera avanza por ella con un sentimiento de felicidad. El día es espléndido, un día azul. Sólo que el cielo presenta un aspecto vidrioso, que ella no ha visto nunca antes. Es la única palabra que se le ocurre. Vidrioso. Llega a los gastados escalones de piedra que conducen a la que fue su casa y empieza a latirle con fuerza el corazón. Hay dos niños, un chico y una niña pequeña. Ella les hace un saludo con la mano y les dice: “¡Hola!” Pero ellos no contestan ni vuelven la cabeza. Se acerca más a ellos, vuelve a decir: “¡Hola!” Y a renglón seguido: “Aquí vivía yo”. Tampoco contestan. Cuando dice “¡Hola!” por tercera vez, se halla casi junto a ellos y quiere tocarlos. El chico se vuelve, y sus ojos grises miran directamente a los de ella, y dice: “Se ha levantado frío de repente. ¿No lo notas? Vamos adentro”. Le contesta la niña: “Sí, vamos adentro”. La viajera deja caer los brazos con abatimiento y por primera vez se da cuenta de la realidad.
–Aquí vivía yo –dijo Regis también muy abatido.
–Pero ¿qué has entendido de este cuento? –le preguntamos.
No quiso responder. Pasó el resto de la velada en completo silencio, pensativo. Soledad, en su afán de restarle importancia al asunto, repitió la frase con un gesto cómico: –Aquí vivía yo.
Pero el niño no rió. Luego, ella me contó la historia de su abuelo, que, al final de sus días, compró una granja en Montroig, donde todas las noches se reunían a conversar algunos amigos suyos al final de su vida y para que sus amigos no le molestaran más con sus metafísicas provincianas, ordenó que colocaran un cartel a la entrada de su finca, donde pudiera leerse: ¡Aquí se hablaba”.
–Aquí vivía yo –dijo Regis, y se retiró visiblemente triste a su cuarto.
Una hora más tarde, comprobamos que se había dormido profundamente, y quedamos tranquilos.
Pero a la mañana siguiente entró en mi cuarto a cerrar las ventanas mientras me hallaba yo todavía en la cama. Y vi que parecía enfermo. Estaba temblando, ya no estaba lívido sino pálido, y andaba lentamente, muy lentamente, como si llevara tacones y le doliera moverse.
–¿Qué te pasa, Regis?
–Me duele la cabeza.
Será mejor que vuelvas a la cama. Es muy temprano.
–Está bien –dijo.
Y se fue andando como si tuviera pies de plomo. Pero cuando bajé, lo encontré sentado frente a un televisor que hacía días que estaba averiado. Parecía un niño de siete años muy enfermo. Cuando le puse las manos en la frente, noté que tenía fiebre.
–Vete ahora mismo a la cama –le dije–. Estás algo enfermo.
Cuando llegó el médico, le tomó la temperatura. Treinta y ocho grados. Me ausenté un momento cuando llamaron por teléfono preguntando por Soledad y, al regresar, me encontré con la amplia sonrisa del médico.
–No tiene nada –me dijo–, nada. Acaba de confesar que esta mañana se ha puesto mucho papel secante en los pies. Y eso ha provocado que el termómetro registrara fiebre. No tiene nada, nada.
–No tienes nada –le dije.
–Nada, ¿me oyes? Nada –le dijo poco después su madre.
Aquel día teníamos que ir al aeropuerto a buscar a Robert, el marido de Soledad. Y fuimos. Ella y yo. A la vuelta nos entretuvimos los tres en el barrio francés. Nueva Orleans es un buen lugar para abandonarse por completo. Cuando llegamos a la casa, estaba ya anocheciendo. Y el niño estaba fatal, pero que muy mal. Ya no es que tuviera fiebre, que no la tenía, sino que el aspecto de su cara no era precisamente agradable. No creo recordar una cara más triste que aquella.
–¿A qué hora me moriré? –me preguntó.
–¿Qué?
–Tengo derecho a saberlo.
–¿Qué tonterías son ésas? –dijo su padre.
–Ellos me han dicho que voy a morir.
Al día siguiente, Regis había recuperado toda su vitalidad y se reía de cualquier cosa. Todo le hacía gracia. Pero ya no era el mismo. Había terminado la infancia para él. Y se reía, se reía de todo.
Enrique Vila-Matas, El efecto de un cuento (Fuente:Clarín, Revista Ñ).
Enrique Vila-Matas
Enrique Vila-Matas, Una casa para siempre
Una casa para siempre.
De mi madre siempre supe poco. Alguien la mató en la casa de Barcelona, dos días después de que yo naciera.
El crimen fue todo un misterio que creí dar por resuelto el día en que cumplí veinte años, y mi padre, desde su lecho de muerte, reclamó mi presencia y me dijo que, por desconfianza a los adjetivos, estaba aproximándose al momento en que enmudecería radicalmente, pero que antes deseaba contarme algo que juzgaba importante que yo supiera.
―Incluso las palabras nos abandonan ―recuerdo que dijo―, y con eso está dicho todo, pero antes debes saber que tu madre murió porque yo así lo dispuse.
Pensé de inmediato en un asesino a sueldo y, pasados los primeros instantes de perplejidad, comencé a dar por cierto lo que mi padre estaba confesando. Cada vez que pensaba en el hacha ensangrentada sentía que el mundo se hundía a mis pies y que atrás quedaban, patéticamente dibujadas para siempre, las escenas de alegría y plenitud que me había hecho idealizar la figura paterna y forjar la imagen mítica de un hombre siempre levantado antes de la aurora, en pijama, con los hombros cubiertos por un chal, el cigarrillo entre los dedos, los ojos fijos en la veleta de una chimenea, mirando nacer el día, entregándose con implacable regularidad y con monstruosa perseverancia al rito solitario de crear su propio lenguaje a través de la escritura de un libro de memorias o inventario de nostalgias que siempre pensé que, a su muerte, pasaría a formar parte de mi tierna aunque pavorosa herencia.
Pero aquel día de aniversario, en Port de la Selva, se fugó de esa herencia todo instinto de ternura y tan sólo conocí el pavor, el terror infinito de pensar que, junto al inventario, mi padre me legaba el sorprendente relato de un crimen cuyo origen más remoto, dijo él, debía situarse en los primeros días de abril de 1945, un año antes de que yo naciera, cuando sintiéndose él todavía joven y con ánimos de emprender, tras dos rotundos fracasos, una tercera aventura matrimonial, escribió una carta a una joven ampurdanesa que había conocido casualmente en Figueras y que le había parecido que reunía todas las condiciones para hacerle feliz, pues no sólo era pobre y huérfana, lo que a él le facilitaba las cosas, ya que podía protegerla y ofrecerle una notable fortuna económica, sino que, además, era hermosa, muy dulce, tenía el labio inferior más sensual del universo y, sobre todo, era extraordinariamente ingenua y servil, es decir, que poseía un gran sentido de la subordinación al hombre, algo que él, a causa de sus dos anteriores infiernos conyugales, valoraba muy especialmente.
Había que tener en cuenta que su primera esposa, por ejemplo, le había mutilado, en un insólito ataque de furia, una oreja. Mi padre había sido tan desdichado en sus anteriores matrimonios que a nadie debe sorprenderle que, a la hora de buscar una tercera mujer, quisiera que ésta fuera dulce y servil.
Mi madre reunía esas condiciones, y él sabía que una simple carta, cuidadosamente redactada, podría parla. Y así fue. La carta era tan apasionada y estaba tan hábilmente escrita que mi madre no tardó en sentarse en Barcelona. En el centro de un laberinto de callejuelas del Barrio Gótico llamó a la puerta del, y ennegrecido palacio de mi padre, quien al parecer no pudo ni quiso disimular su gran emoción al verla allí en el portal, sosteniendo bajo la lluvia un maletín azul que dejó caer sobre la alfombra al tiempo que, con humilde y temblorosa voz de huérfana, preguntaba si podía pasar.
―Que aquel día llovía en Barcelona ―me dijo padre desde su lecho de muerte―, es algo que nunca pude olvidar, porque cuando la vi cruzar el umbral me pareció que la lluvia era salvaje en sus caderas y me sentí dominado por el impulso erótico más intenso de mi vida.
Ese impulso parecía no tener ya límites cuando ella le dijo que era una experta en el arte de bailar la tirana, una danza medieval española en desuso. Seducido por ese ligero anacronismo, mi padre ordenó que de inmediato se ejecutara aquel arte, lo que mi madre, ansiosa de complacerle en todo y con creces, realizó encantada y hasta la extenuación, acabando rendida en los brazos de quien, sin el menor asomo de cualquier duda, le ordenó cariñosamente que se casara cuanto antes con él.
Y aquella misma noche durmieron juntos, y mi padre, dominado por esa suprema cursilería que acompaña a ciertos enamoramientos, tuvo la impresión de que, tal como había imaginado, acostarse con ella era como hacerlo con un pájaro, pues gorjeaba y cantaba en la almohada, y le pareció que ninguna voz cantaba como la de ella y que incluso sus huesos, como su labio inferior y sus cantos, eran frágiles como los de un pájaro.
―Y esa misma noche, bajo el rumor de la lluvia barcelonesa, te engendramos ―me dijo de repente mi padre con los ojos muy desorbitados.
Un lento suspiro, siempre tan inquietante en un moribundo, precedió a la exigencia de un vaso de vodka. Me negué a dárselo, pero al amenazar con no proseguir su relato, por pura precaución ante el posible cumplimiento de la amenaza, fui casi corriendo a la cocina y, procurando que tía Consuelo no lo viera, llené de vodka dos vasos. Hoy sé que todas mi precauciones eran absurdas porque en aquellos momentos tía Consuelo sólo vivía para alimentar su intriga ante un cuadro oscuro del salón que representaba la coquetería celestial de unos ángeles al hacer uso de una escalera; sólo vivía para ese cuadro, y muy probablemente esa obsesión le distraía de otra: la constante angustia de saber que su hermano, acosado por aquella suave pero implacable enfermedad, se estaba muriendo. En cuanto a él, en aquellos momentos sólo vivía para alimentar la ilusión de su relato.
Cuando hubo saciado su sed, mi padre pasó a contar que el viaje de miel tuvo dos escenarios, Estambul y El Cairo, y que fue en la ciudad turca donde advirtió la primera anomalía en la conducta de su dulce y servil esposa. Yo, por mi parte, advertí la primera anomalía en el relato de mi padre, ya que estaba confundiendo esas dos ciudades con París y Londres, pero preferí no interrumpirle cuando oí que me decía que la anomalía de mi madre no era exactamente un defecto, sino algo así como una peculiar manía. A ella le gustaba coleccionar panes.
En Estambul, ya desde el primer momento, entrar en las panaderías se convirtió en un extraño deporte. Compraban panes que eran perfectamente inútiles, pues no estaban destinados a ser devorados sino más bien a elevar el peso de la gran bolsa en la que reposaba la colección de mi madre. Muy pronto, él protestó y preguntó con notable crispación a qué obedecía aquella rara adoración al pan.
―Algo tiene que comer la tropa ―respondió escuetamente mi madre, sonriéndole como quien le sigue la corriente a un loco.
―Pero Diana, ¿qué clase de broma es ésta? –balbuceó desconcertado mi padre.
―Me parece que eres tú quien está bromeando esas preguntas tan absurdas ―contestó ella con cierto aire de ausencia y esbozando la suave y soñadora mirada de los miopes.
Siete días, según mi padre, estuvieron en Estambul, y eran unos cuarenta los panes que mi madre llevaba en su gran bolsa cuando llegaron a El Cairo. Como era hora avanzada de la noche, él marchaba feliz sabiéndose a salvo de las panaderías cairotas, e incluso se ofreció a llevar la bolsa. No sabía que aquéllas iban a ser sus últimas horas de felicidad conyugal.
Cenaron en un barco anclado en el Nilo y acabaron bailando, entre copas de champán rosado ya la luz de la luna, en la terraza de la habitación del hotel. Pero horas después mi padre despertó en mitad de la noche cairota y descubrió con gran sorpresa que mi madre era sonámbula y estaba bailando frenéticas tiranas sobre el sofá. Trató de no perder la calma y aguardó pacientemente a que ella, totalmente extenuada, regresara al lecho y se sumergiera en el sueño más profundo. Pero cuando esto ocurrió, nuevos motivos de alarma se añadieron a los anteriores. De repente mi madre, hablando dormida, se giró hacia él y le dijo algo que, a todas luces, sonó como una tajante e implacable orden:
―A formar.
Mi padre aún no había salido de su asombro cuando oyó:
―Media vuelta. Rompan filas.
No pudo dormir en toda la noche y llegó a sospechar que su mujer, en sueños, le engañaba con un regimiento entero. A la mañana siguiente, afrontar la realidad significaba, por parte de mi padre, aceptar que en el transcurso de las últimas horas ella había bailado tiranas y se había comportado como un general perturbado al que sólo parecía interesarle dar órdenes y repartir panes entre la tropa. Quedaba el consuelo de que, durante el día, su esposa seguía siendo tan dulce y servil como de costumbre. Pero ése no era un gran consuelo, pues si bien en las noches cairotas que siguieron no reapareció el tiránico sonambulismo, lo cierto es que fueron en aumento y, de forma cada vez más enérgica, las órdenes.
―Y el toque de Diana ―me dijo mi padre― comenzó a convertirse en un auténtico calvario, pues cada día, minutos antes de despertarse, los resoplidos que seguían a los ronquidos de tu madre parecían imitar el sonido inconfundible de una trompeta al amanecer.
¿Deliraba ya mi padre? Todo lo contrario. Era muy consciente de lo que estaba narrando y, además, resultaba impresionante ver cómo, a las puertas de la muerte, mantenía íntegro su habitual sentido del humor. ¿Inventaba? Tal vez y, por ello, probé a mirarle con ojos incrédulos, pero no pareció nada afectado y siguió, serio e inmutable, con su relato.
Contó que cuando ella despertaba volvía a ser la esposa dulce y servil, aunque de vez en cuando, cerca de una panadería o simplemente paseando por la calle, se le escapaban extrañas miradas melancólicas dirigidas a los militares que, en aquel El Cairo en pie de guerra, hacían guardia tras las barricadas levantadas junto al Nilo. Una mañana incluso ensayó algunos pasos de tirana frente a los soldados.
Más de una vez mi padre se sintió tentado de encarar directamente el problema hablando con ella y diciéndole por ejemplo:
―Tienes como mínimo una doble personalidad. Eres sonámbula y, además de bailar tiranas sobre los sofás, conviertes el lecho conyugal en un campo de instrucción militar.
No le dijo nada porque temió que si hablaba con ella de todo eso tal vez fuera perjudicial y lo único que lograra sería ponerla en la pista de un rasgo oculto de su carácter: ciertas dotes de mando. Pero, un día, paseando en camello junto a las pirámides, mi padre cometió el error de sugerirle el argumento de un relato breve que había proyectado escribir:
―Mira, Diana. Es la historia de un matrimonio muy bien avenido, me atrevería a decir que ejemplar. Como todas las historias felices, no tendría demasiado interés de no ser porque ella, todas las noches, se transforma, en sueños, en un militar.
Aún no había acabado la frase cuando mi madre pidió que la bajaran del camello y, tras lanzarle una mirada de desafío, le ordenó que llevara la bolsa de los panes turcos y egipcios. Mi padre quedó aterrado porque comprendió que, a partir de aquel momento, no sólo estaba condenado a cargar con la pesadilla del trigo extranjero, sino que además recibiría orden tras orden.
En el viaje de regreso a Barcelona mi madre mandaba ya con tal autoridad que él acabó confundiéndola con un general de la Legión Extranjera, y lo más curioso fue que ella pareció, desde el primer momento, identificarse plenamente con ese papel, pues se quedó como ausente y dijo que se sentía perdida en un universo adornado con pesados tapetes argelinos, con filtros para templar el pastís y el ajenjo y narguilés para el kif, escudriñando el horizonte del desierto desde la noche luminosa de la aldea enclavada en el oasis.
Ya su llegada a Barcelona, ya instalados en el viejo palacio del Barrio Gótico, los amigos que fueron a visitarles se llevaron una gran sorpresa al verla a ella fumando como un hombre, con el cigarrillo humeante y pendiente de la comisura de los labios, y verle a él con las facciones embotadas y tersas como los guijarros pulidos por la marejada, medio ciego por el sol del desierto y convertido en un viejo legionario que repasaba trasnochados diarios coloniales.
―Tu madre era un general ―concluyó mi padre―, y no tuve más remedio que ganar la batalla contratando a alguien para que la matara. Pero eso sí, aguardé a que nacieras, porque deseaba tener un descendiente. Siempre confié en que, el día en que te confesara el crimen, tú sabrías comprenderme.
Lo único que yo, a esas alturas del relato, comprendía perfectamente era que mi padre, en una actitud admirable en quien está al borde de la muerte, estaba inventando sin cesar, fiel a su constante necesidad de fabular. Ni la proximidad de la muerte le retraía de su gusto por inventar historias. y tuve la impresión de que deseaba legarme la casa de la ficción y la gracia de habitar en ella para siempre. Por eso, subiéndome en marcha a su carruaje de palabras, le dije de repente:
―Sin duda me confunde usted con otro. Yo no soy su hijo. Y en cuanto a tía Consuelo no es más que un personaje inventado por mí.
Me miró con cierta desazón hasta que por fin reaccionó. Vivamente emocionado, me apretó la mano y me dedicó una sonrisa feliz, la de quien está convencido de que su mensaje ha llegado a buen puerto. Junto al inventario de nostalgias, acababa de legarme la casa de las sombras eternas.
Mi padre, que en otros tiempos había creído en tantas y tantas cosas para acabar desconfiando de todas ellas, me dejaba una única y definitiva fe: la de creer en una ficción que se sabe como ficción, saber que no existe nada más y que la exquisita verdad consiste en ser consciente de que se trata de una ficción y, sabiéndolo, creer en ella.
Enrique Vila-Matas, Una casa para siempre (Una casa para siempre. Anagrama. 1988).
Fuente: http://www.enfocarte.com/4.23/cuento.html
Fuente: http://www.enfocarte.com/4.23/cuento.html
Enrique Vila-Matas
La ilusión de Chesterton
Quizás, después de todo, el arte contemporáneo dependa más de la participación del espectador que de la del propio artista. Lo que intenta el artista de nuestros días es, más que nunca, persuadir al público para que experimente una vivencia única en el instante en el que se enfrenta a su obra, y, a la vez, despertar en él una actitud crítica hacia la sociedad actual, obligarle a distanciarse para ver los acontecimientos con una cierta perspectiva. Saber encontrar arte en cualquier rincón de la vida, buscar su significado y educar la curiosidad son las propuestas que nos hace Enrique Vila-Matas en su novela Kassel no invita a la lógica.
Boston, una joven luminosa, consigue, mediante un pequeño engaño, que el narrador acuda a una cita nocturna para hacerle una propuesta original y literaria: participar como escritor invitado en Documenta de Kassel, la ciudad que se convierte, cada cinco años, en el centro mundial del arte contemporáneo. Para este viaje al centro de la vanguardia, lleva en su equipaje un ejemplar de Viaje a la Alcarria de Cela y Romanticismo, de Safranski, pero a su memoria acuden, repetidamente, autores como Raymond Roussel, Nietzche, Kafka o Walser; sobre todo, Robert Walser, con quien comparte ese gusto por vagabundear, por recorrer largos caminos andando, por detenerse a reflexionar sin dejar de pasear. Como si fuera una penitencia, debe permanecer varias horas al día en una mesa, en el interior de un melancólico restaurante chino, escribir y atender a las personas que se acerquen interesándose por su trabajo. Afortunadamente, el resto del tiempo puede dedicarlo a asistir a las numerosas intervenciones y performances dispersas por la ciudad con diferentes propuestas. Así, vive una experiencia sensorial cercana al enamoramiento al entrar en una habitación oscura y ser rozado por alguien, ligeramente, en un hombro. Y, en el interior del museo público más antiguo de Europa, siente el vacío al advertir una brisa artificial que le obliga a subirse el cuello de la chaqueta. Pero el arte contemporáneo representado en Documenta está también muy impregnado por la tragedia de un pasado cercano, y eso lo convierte en un arte gris y desasosegante. Tal vez mostrarnos esas siniestras sombras es una buena forma de decirnos que tenemos que ir hacia la luz. En la estación de tren, una música bella y desconsolada trae el recuerdo lúgubre de las familias judías que allí mismo, incluido el propio compositor de la melodía, fueron deportados a campos de concentración. Junto a un bosque, un bello lugar con un gran lago, multitud de aves huyen enloquecidas ante un ficticio bombardeo aéreo, emulado por altavoces, que logra conmover a las personas que, calladamente, permanecen sentadas imaginando el horror de los obuses destruyendo su ciudad y parte de su futuro. El narrador termina su paseo por la vanguardia en un jardín deconstruido, una especie de estercolero con un penetrante olor a humus donde destaca la estatua de una mujer con un panal de abejas por cabeza. Allí pasa una noche para descubrir que, en esa intervención, se podía resumir todo Documenta. El arte contemporáneo está vivo porque es capaz de sorprender y esto, de algún modo, tiene la suerte de devolver al narrador la confianza y la creatividad para seguir construyendo mundos nuevos. De forma paralela a su particular reflexión sobre la vanguardia artística, nos habla de literatura y de filosofía. Nos detalla, a veces con humor, sus procesos mentales, sus pensamientos y sus delirios. Nos habla de su estado físico, de cómo repercute en el estado mental; hay una mirada hacia atrás que produce extrañeza ante la irreversibilidad del tiempo; nos muestra su relación con el mundo, las dudas sobre decisiones que afectan a su vida, las barreras que la edad impone, el miedo a la soledad...
Chesterton dijo que «hay una cosa que da esplendor a cuanto existe, y es la ilusión de encontrar algo a la vuelta de la esquina». Esta novela nos invita a esa búsqueda azarosa de lo nuevo, a estar atento a lo que sucede alrededor, en una calle, dentro de un autobús, en una exposición de arte o en las páginas de un libro. Por eso, para el narrador, el instante estético en el que contempla a Alka, con las piernas cruzadas hojeando un libro de Cela, es también puro arte. Se trata, en definitiva, de una novela optimista, llena de luz, donde literatura, arte y vida están unidas por la destreza de la pluma de Vila-Matas.
Kassel no invita a la lógica
Enrique Vila-Matas
Seix Barral, 2014
Enrique Vila-Matas, Monólogo del Café Sport
Monólogo del Café SportVerá usted, yo estaba enfermo de literatura, lo mío era grave y alarmante, leía el mundo como si fuera la prolongación de un interminable texto literario, estaba impregnado de literatura, hablaba en libro. No desdeñaba como carne literaria prácticamente nada, es decir, estaba condenado a fijarme en todo: en las lágrimas de la viuda, pero también en sus piernas enloquecedoras, en la mosca que se posaba en la nariz de la carnicera, en la mágica luz que invade las ciudades en el instante final del atardecer. Era un fastidio porque no es que me interesara la literatura, no es que sintiera cierta atracción por ella, no, es que yo era literatura.Estaba muy enfermo de literatura y para colmo, en un intento de curarme un poco, no tuve mejor idea que visitar a mi hijo Rodolfo, ágrafo trágico en Nantes. Fui con el propósito de viajar y airearme un poco, de tratar de huir de mi enfermedad y, de paso, echarle una mano a mi hijo, que llevaba una temporada muy rara, pasaba por momentos delicados pues, tras publicar su peligrosa novela sobre el enigmático caso de los escritores que renuncian a escribir, había quedado atrapado en las redes de su propia ficción y se había convertido en un escritor que, pese a su compulsiva tendencia a la escritura, había quedado totalmente bloqueado, paralizado, ágrafo trágico en Nantes.Fui a verle con la intención de ayudarle, viajé a Nantes sin escuchar a su madre, que me había dicho que visitar precisamente al heredero de todas mis neurosis era lo menos indicado para intentar salir de mi enfermedad. Rosa, mi mujer, tenía toda la razón. En Nantes no me encontré más que con otro enfermo de literatura. Y no sólo eso. Desde el primer momento Rodolfito, que en el fondo me ha odiado siempre, intentó contagiarme sus neurosis, y es más –tardé en saberlo pero en cuanto lo descubrí quedé aterrado–, intentó matarme de una sobredosis de literatura.Regresé a mi casa de Barcelona antes de que Rodolfito cavara mi tumba. Y en los días que siguieron me dediqué, con un grandísimo pero sin duda efectivo esfuerzo, a no pensar en nada que me remitiera a la literatura. Verá usted, pasó entonces algo horrible. Comencé a pensar sólo en la muerte, me pasaba horas enteras pensando en ella. A eso me condujo eludir a la literatura. Incluso cuando dormía pensaba en la muerte. Lloraba en sueños y luego despertaba y le decía a Rosa que no había sido nada, de verdad, sólo un sueño o algo parecido, no ha sido nada. Pero no era un sueño, no era una pesadilla, era una voz lúgubre, la Voz que hasta de noche me rondaba y me decía que iba a morir y que ya faltaba poco. Me despertaba de noche y, tras decirle a Rosa que no era nada, iba a la cocina a beber algo, cualquier cosa con alcohol, y hasta la cocina me seguía mi mujer que, en cuanto me cazaba con una botella de algo; me decía que yo estaba fatal y que de aquella forma no podía continuar y que quizás sería mejor que hiciéramos los dos algún viaje, a ver si podía olvidarme de la muerte, aunque fuera a costa de volver a pensar en la literatura. Y un día ella apareció con dos billetes para las islas Azores.Y aquí estoy yo ahora, ya ve usted, en la isla de Faial, en las Azores, en este encantador Café Sport. Quisiera preguntarle si le interesa la literatura, pero no voy a hacerlo. Tampoco voy a preguntarle por el hombre más feo del mundo, por el feo Tongoy, seguramente no le conoce. Sólo quiero que sepa que el feo Tongoy ayer me cambió la vida, en este bar, en el Café Sport. Seguramente usted no conoce a Tongoy, llegó a esta isla como mi mujer y yo, el pasado viernes. Seguramente no ha hablado con él, pero quizás le haya visto, y si lo ha visto no creo que haya podido olvidarlo, porque es el vivo retrato de Drácula, es el hombre más feo del mundo.Tongoy es de origen chileno, pero también polaco. Es actor, vive en París desde hace medio siglo, procede de una familia de judíos polacos que emigraron a Chile y se instalaron en San Felipe, una pequeña población de ese país. En realidad, él se llama Felipe Schulz, pero su nombre artístico es Felipe Tongoy. Últimamente se ha hecho famoso en Francia por una película en la que interpreta a un siniestro viejo que se dedica a raptar niños. Y en su momento, hace ya bastantes años, fue también algo famoso porque hizo de hombre-libélula en una película de Fellini. Pero no, ya veo que usted no ha visto nunca a Tongoy, ni siquiera en el cine. Yo le vi ayer aquí, en este bar. Rosa se había quedado en el hotel y yo hice una escapada consentida y no sé cómo fue que entablé conversación con él. En escasos minutos se estableció entre los dos una relación de gran confianza, de pronto era como si nos conociéramos de toda la vida. Nos cogimos tan gran confianza que a los pocos minutos yo me atreví a preguntarle en qué momento de su vida había descubierto que era feo.Pues mira, me dijo Tongoy, yo tenía unos siete años y fui de excursión con mi familia. Con nosotros iba Olga, una amiga de mi madre. Olga estaba embarazada y, en un momento dado, tras una larga y extraña discusión, acabó preguntándole a mi madre: « ¿Tú crees que mi bebé sacará la leche de mi sangre?». Al oír esto, le dije a Olga en mi lenguaje de niño: « ¿Pero cómo puedes ser tan tonta?». Ella entonces me miró con rabia y me dijo: «Dios mío, ¿cómo puedes ser tan malo y tan feo?». Cuando volvimos a casa, le pregunté a mi madre si era verdad que yo era feo. Me dijo: «Sólo en Chile». En ese preciso instante me juré que algún día tendría el mundo a mis pies.Tongoy es fantástico. Una vez, cuando era joven, una chica se enamoró de él. Ella iba a comprar a una tienda que estaba situada en el mismo subterráneo donde él vivía. No había luz. La chica llegó a perseguirle. Tongoy le explicó que su entusiasmo se debía a un efecto de luz, que no había que ser tan literaria en la vida y que si supiera que a él le gustaban los hombres se moriría. Así cortó de raíz el sentimiento que había nacido en ella.Tongoy piensa que esa chica era maravillosa, una gran persona, y que en general las historias de amor no son historias sexuales, son historias de ternura. Tongoy piensa que la gente no entiende eso, o no quiere entenderlo. Tongoy, ayer al atardecer, aquí mismo donde estamos usted y yo ahora hablando, me cambió la vida. Verá usted, cuando le oí decir que le había dicho a la chica que no había que ser tan literaria en la vida, me bebí de un solo trago una ginebra y me atreví a contarle mi problema, le expliqué que, cuando lograba dejar de pensar en literatura, pensaba en la muerte, y viceversa. Le hablé de mi círculo infernal. Tongoy, Drácula en el crepúsculo, me escuchó como me escucha usted ahora en estos momentos, con paciencia y comprensión, hasta diría que con ternura.Cuando terminé de hablar, Tongoy me dijo, sin saber que iba a cambiarme la vida: « ¡Pero esto es tremendo! ¿Cómo puedes vivir así? En lugar de dar tantas vueltas a la muerte y la literatura, deberías ser menos egocéntrico y preocuparte por la muerte de la literatura que, de seguir las cosas como van, está al caer. Eso sí que debería quitarte el sueño. ¿Acaso no has visto cómo están arrinconando a la verdadera literatura?».La muerte de la literatura.No sé cómo fue que me vino a la memoria una frase de Nietzsche, que yo siempre he leído de mil formas distintas, depende del sentido que en su momento quiera darle. Para mí es una frase comodín: «Algún día mi nombre evocará el recuerdo de algo terrible, de una crisis como no hubo otra en la tierra».Verá usted, uno no puede ir contra su imaginación, y yo en ese momento, aquí en el Café Sport, hablando con el feo Tongoy, Drácula de todos mis espectáculos, imaginé que algún día mi nombre sería evocado para recordar una crisis terrible que la humanidad había superado gracias a mi heroica conducta cuando, quijote lanza en ristre, habría arremetido contra todos los enemigos de la literatura.Y es más, tuve el más extraño pensamiento que jamás ha tenido un loco en este mundo y me dijo que sería conveniente y necesario, tanto para el aumento de mi honra como para la buena salud de la república de las letras, convertirme en carne y hueso en la memoria de la literatura, en la literatura misma, es decir, en esa actividad que a comienzos de este nuevo siglo vive amenazada de muerte, encarnarme pues en ella e intentar preservarla de su posible desaparición reviviéndola, por si acaso, en mi propia persona.Nada le dije al feo Tongoy de estos pensamientos. Pero, eso sí, le agradecí en silencio que hubiera sabido reconducir el pequeño espectro de mis obsesiones personales hacia un tema más amplio, el de la muerte de la literatura. Le agradecí en silencio que me hubiera ayudado a ver que la lucha contra la muerte de la literatura debía tener prioridad absoluta sobre el combate contra mi propio mal, bien mirado tan pequeño.Y aquí me tiene usted ahora, soy la memoria de la literatura. Lichtenberg decía que un hombre inteligente acostumbra a decir primero en broma lo que después repetirá seriamente. Lo que yo ayer imaginé medio en broma mientras hablaba con Tongoy, hoy ya ni lo imagino ni es broma, lo digo seriamente, soy la memoria de la literatura y estoy en pie de guerra. Hace un rato, Rosa me ha dicho que me encuentra algo cambiado, no sabe lo acertada que está. Porque lo cierto es que se ha producido en mí un pequeño cambio, he tomado la medicina de Tongoy. He dejado atrás mi mal y ahora soy la memoria de la literatura, soy una historia ambulante y no puedo ni quiero ser nada más que eso, porque todo lo que no sea memoria de la literatura me aburre y lo odio, me molesta o estorba.Sólo me apena algo, me entristezco si me pregunto a dónde va la literatura. ¿A dónde quiere usted que vaya? En realidad la literatura va hacia sí misma, hacia su esencia que es la desaparición. Y eso me apena, claro, porque vuelvo a pensar en la muerte aquí y ahora, en este triste atardecer, aquí en el Café Sport.
Enrique Vila-Matas, Monólogo del Café Sport
Enrique Vila-Matas
Niña, de Vila-Matas
Una de las tareas que me impongo como padre es descubrir los temores de mi hija y alejarla lo más posible de ellos. Eso se puede aprender leyendo el párrafo final de Las ciudades invisibles de Italo Calvino que, para Harold Bloom, es una lección de sabiduría: «buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio». Para Anita, la protagonista de Niña, un cuento infantil de Enrique Vila-Matas, uno de sus infiernos es encontrarse en el parvulario con otra niña que se llama igual que ella, por eso le encanta que la llamen, simplemente, Niña. Pero ese no es su único temor. Ahora Niña está de vacaciones, lejos de la otra Anita y con todo el tiempo para jugar y fabular. Inventa aventuras, junto a su hermano imaginario y su gato Beto, en mares imposibles y huye de un temor a algo tan abrumador y desconocido como son los océanos de letras que ve cada mañana en los periódicos que leen sus padres y su hermano mayor y real.
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Ilustración de Anuska Allepuz |
Cuando en medio de la noche, mi hija me llama porque le persigue el lobo aunque sepa que ya no hay lobos malos y que sólo quiere jugar con ella, me doy cuenta de hasta qué punto los cuentos influyen en nuestra realidad y los incorporamos a nuestra vida. Ricardo Piglia reflexiona sobre qué es un lector y recuerda que en una ocasión Joyce pregunta: ¿has soñado alguna vez que estabas leyendo? Soñar con ese momento es algo que da una idea de hasta qué punto la lectura es un placer y también una obsesión, como cuando se sueña en otro idioma que no es el materno o con la persona a la que se ama. Pero mucho antes de que eso suceda, podemos saber que un niño se ha convertido en un lector cuando sueña con las historias que lee, cuando recoge velas frente a una isla que esconde un tesoro, cuando se sumerge a bordo del Nautilus para explorar el fondo de los mares, cuando viaja hasta la luna en un trémulo cohete o cuando sobrevuela enormes acantilados sujetándose con fuerza a las garras de un gigantesco ave-roc.
Siempre es una garantía comenzar a leer de la mano de un autor que tanto ama la buena literatura; un autor que ha sabido descubrirnos a otros escritores y explicarnos las claves que los convierten en grandes autores. Vila-Matas, con esa elegancia de la que hablaba Bolaño, recupera aquí, una vez más, su «despejada mirada hermosamente infantil sobre las cosas» a la que alude en su Dietario voluble, una mirada aún inocente con la que invita a los niños a explorar el abismo antes de iniciar un viaje vertical hacia la madurez.
Ahora voy a leer a mi hija María este cuento que será su primer Vila-Matas. Quizás hoy no lo entienda pero sí dentro de unos meses y, cuando ya sepa leer, querrá conocer de nuevo la aventura de Anita a la que le asustan las letras. Esta es la mejor invitación a la lectura que hace Vila-Matas porque es la primera y porque promete a los pequeños lectores un juego de iniciación, una entrada al mundo de la ficción que es, sin duda, una de las más fascinantes creaciones del ser humano.
Niña
Enrique Vila-Matas
Ilustraciones: Anuska Allepuz
Alfaguara, 2013
Aire de Dylan, de Enrique Vila-Matas
Creo que fue T.S. Eliot quien dijo que Hamlet era un fracaso artístico por la desproporción que hay entre el príncipe y la obra. Es difícil estar de acuerdo con ese fracaso pero lo cierto es que Hamlet, como personaje, destaca por su inteligencia sobre la propia representación teatral o, como dice Harold Bloom, el fenómeno de Hamlet, el príncipe fuera de la obra, por su carisma y el aura de lo sobrenatural que le rodea, consigue que, como personaje, no haya podido ser superado en la literatura de Occidente. Shakespeare es siempre actual porque nos desvela lo universal de nuestro comportamiento. Su personaje Hamlet juega con el propio teatro, lo utiliza como una máscara más en su poliédrica existencia y nos enseña que es más fácil explicar la realidad, su verdad, a través de la ficción. Vila-Matas en su impecable novela Aire de Dylan rescata todos estos elementos y los trae a nuestros días. De hecho Hamlet está constantemente presente en todo el libro. A pesar de que aquí Vila-Matas se aleja en parte de la intertextualidad a la que nos tiene acostumbrados, no se pueden obviar relaciones muy directas con sus propias obras o las de otros grandes escritores como el fracaso de la relación padre e hijo que ya estaba presente en El Mal de Montano, la memoria heredada de Borges, diversas situaciones kafkianas incomprensibles para los personajes protagonistas, la negación de seguir escribiendo como en Bartleby y compañía o referencias explícitas de La verdadera vida de Sebastian Knight de Nabokov y Oblómov de Goncharov, entre los más evidentes,
El narrador acude a un congreso sobre el fracaso y allí escucha una conferencia de Vilnius, un aspirante a cineasta de gran parecido con Bob Dylan cuyo propósito es recopilar la historia del fracaso, que podría ser la propia historia de la humanidad. El objetivo del joven Vilnius es ser él mismo un ejemplo de fracaso en su conferencia por lo que espera que la sala se quede vacía por abandono de los oyentes. Se siente sólo y fracasado en el sentido kafkiano, pero lejos de conseguir su objetivo, acaba cautivando a uno de los oyentes, el narrador. Vilnius sufre incursiones del fantasma de su padre, Juan Lancastre, un escritor postmoderno de culto, «el último gran moderno», que le presta memoria e imaginación y le revela que en realidad su muerte fue inducida. Aquí la memoria se infiltra en la mente de Vilnius de modo involuntario mientras que en Borges es una cesión aceptada por el receptor.
El narrador es un escritor que lleva muchos años haciendo literatura y que sigue tiránicamente las instrucciones que le dicta su horóscopo; pero, igual que le pasaba al de El ruletista, de Cărtărescu, está arrepentido de todo lo que ha escrito y, en su fracaso, decide dejar de escribir hasta que se encuentra con una historia real que le atrapa. Una mudanza le hace coincidir con Vilnius en un barrio de Barcelona (un nuevo Elsinor donde pueden suceder las mismas intrigas, las mismas conspiraciones) y allí conoce las indagaciones detectivescas que han llevado al joven con aire de Dylan hasta Hollywood en busca del origen de una frase supuestamente atribuida a Scott Fitzgerald que le ha marcado existencialmente: «Cuando oscurece siempre necesitamos a alguien». Vilnius está ahora con Débora, la antigua novia de su padre que guarda un gran parecido con la atractiva Scarlett Johansson y juntos hacen una representación teatral, a la que asiste el narrador, en la que hacen pública, al estilo de Hamlet, la sospecha de que Lancastre ha sido asesinado. La malvada y bella madre de Vilnius, con la que mantiene una relación de odio, dice haber destruido la autobiografía que escribía Lancastre y por eso Vilnius y Débora deciden constituir la “Sociedad del aire” —como homenaje a uno de los ready-mades de Duchamp— y editar una biografía apócrifa escrita por el propio narrador. Ni Vilnius ni Débora, como en Oblomov, paradigma de la desidia y la indiferencia, creen en los valores burgueses del esfuerzo y del trabajo, temen la competitividad y piensan que como creadores no es esencial tener un discurso propio: «No hacemos nada, pero somos imprescindibles». Lancastre, en cambio, con una obra cambiante, huidizo de las grandes certezas ha creado una sólida obra gracias al esfuerzo y al alcohol (en esto último quizás pueda recordarnos a Bukowski).
El único enemigo de Hamlet es el propio Hamlet como de Vilnius, el propio Vilnius. A lo largo de la novela se puede ver la transformación del personaje que parte de esas diferencias literarias irreconciliables con su padre hasta el encuentro, desde su única certeza inamovible hasta la personalidad múltiple influenciada por las incursiones del padre en su mente y que le provoca un miedo a la realidad. El propio Lancastre tras su muerte ve cómo la personalidad de su alma se vuelva unívoca. Ni siquiera el narrador se ve libre de esta transformación y, al final, su personal biografía se confunde con la de Lancastre de modo simbiótico. De hecho, la mudanza puede interpretarse como una metáfora del cambio, de la necesidad de transformarse para seguir siendo el mismo, como le pasa al propio Bob Dylan. Este cambio se aprecia incluso en aspectos argumentales generales pues si en los primeros capítulos se habla con ironía del postmodernismo, en el último capítulo se vuelve a él hasta mostrarnos abiertamente la cocina de la escritura. El delirante final tiene una atmósfera que evoca a Poe o mejor a Lovecraft, con el que, al parecer, el narrador guarda un cierto parecido.
Es una novela divertida, irónica, con una mirada escéptica y libre, con personajes empáticos y cargados de humanas contradicciones. De nuevo Vila-Matas, con su buena prosa y sus guiños intertextuales, nos hace disfrutar a todos los amantes de la literatura aunque en esta ocasión de un modo más liviano.
Aire
de Dylan
Enrique
Vila-Matas
Seix Barral. Biblioteca Breve, 2012
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