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Antonio Tabucchi, Dama de Porto Pim

Dama de Porto Pim

Todas las noches canto, porque para eso me pagan, pero las canciones que has escuchado eran pesinhos y sapateiras para los turistas que están de paso y para aquellos americanos que se ríen allá al fondo y que dentro de poco saldrán tambaleándose. Mis canciones de verdad son sólo cuatro chamaritas, porque mi repertorio es reducido, y yo casi soy viejo, y además fumo demasiado, y tengo la voz ronca. Tengo que ir vestido con este balandrau azoriano que se llevaba antaño, porque a los americanos les gusta lo pintoresco, luego vuelven a Texas y cuentan que han estado en un tugurio de una isla remota donde había un viejo vestido con una capa arcaica que cantaba el folklore de su gente. Quieren la viola con cuerdas de cobre, que da este sonido de feria melancólica, y yo les canto modinhas empalagosas en las que la rima siempre es la misma, pero tanto da porque ellos no lo entienden y como ves beben gin tónic. Pero tú, en cambio, ¿qué andas buscando, por qué vienes aquí todas las noches? Tú eres curioso y buscas algo más, porque es la segunda vez que me invitas a beber, pides vino de cheiro como si fueses uno de aquí, eres extranjero y finges hablar como nosotros, pero bebes poco y además te callas y esperas que hable yo. Has dicho que eres escritor, y quizás tu oficio tenga algo que ver con el mío. Todos los libros son estúpidos, nunca hay mucha verdad en ellos, y sin embargo cuántos he leído en los últimos treinta años, no tenía nada mejor que hacer, he leído muchos e italianos también, naturalmente todos traducidos, el que más me ha gustado se llamaba Canaviais no vento, de una tal Deledda, ¿lo conoces? Y además tú eres joven y te gustan las mujeres, he visto cómo mirabas a esa mujer tan guapa de cuello largo, la has estado mirando toda la noche, no sé si estás con ella, también ella te miraba y tal vez te parezca extraño pero todo esto ha despertado algo en mí, será porque he bebido demasiado. Siempre he elegido el demasiado en la vida, y eso es una perdición, pero no se puede hacer nada cuando se nace así.
Frente a nuestra casa había una atafona, en esta isla se llamaba así, era una especie de noria que giraba sobre sí misma, ahora ya no existen, te hablo de hace muchos años, tú todavía no habías nacido. Cuando pienso en ella oigo todavía su chirrido, es uno de los ruidos de mi infancia que permanece en mi memoria, mi madre me mandaba con el cántaro a buscar agua y yo para aliviar el esfuerzo acompañaba el movimiento con una canción de cuna, y a veces me dormía de verdad. Además de la noria había un muro bajo pintado de cal y luego la sima acantilada y al fondo el mar. Éramos tres hermanos y yo era el más joven. Mi padre era un hombre lento, comedido en sus gestos y en sus palabras, con los ojos tan claros que parecían de agua, su barco se llamaba «Madrugada», que era también el nombre de la casa de mi madre. Mi padre era ballenero, como lo había sido su padre, pero en una cierta época del año, cuando las ballenas no pasan, se dedicaba a la pesca de las morenas, y nosotros íbamos con él, y también nuestra madre. Ahora se ha perdido la usanza, pero cuando yo era niño se practicaba un rito que formaba parte de la pesca. Las morenas se pescan de noche, con luna creciente, y para llamarlas se usaba una canción sin palabras: era un canto, una melodía primero susurrante y lánguida y después aguda, jamás he oído un canto tan lastimero, parecía que viniese del fondo del mar o de ánimas perdidas en la noche, era un canto antiguo como nuestras islas, ahora ya nadie lo conoce, se ha perdido, y quizás más vale así porque llevaba en sí una maldición, un destino, como un sortilegio. Mi padre salía con su barca, era de noche, movía los remos muy despacio, a plomo, para no hacer ruido, y nosotros, mis hermanos y mi madre, nos sentábamos en el acantilado y empezábamos el canto. Había veces en que los demás callaban y querían que las llamase yo, porque decían que mi voz era más melodiosa que la de nadie y que las morenas no podían oponer resistencia. No creo que mi voz fuese mejor que la de los demás: querían que cantase yo únicamente porque era el más joven y se decía que a las morenas les gustaban las voces claras. A lo mejor era una superstición sin fundamento, pero eso es lo de menos.
Luego nosotros crecimos y mi madre murió. Mi padre se volvió más taciturno, y a veces, por la noche se sentaba sobre el muro del acantilado y miraba al mar. Ahora sólo salíamos para las ballenas, nosotros tres éramos altos y fuertes, y mi padre nos confió arpones y lanzas, como su edad mandaba. Luego, un día, mis hermanos nos dejaron. El mediano se fue a América, lo dijo el mismo día en que se iba, yo fui al puerto a despedirle, mi padre no vino. El otro se fue a hacer de camionero al continente, era un muchacho alegre al que siempre le había gustado el ruido de los motores, cuando el agente de policía vino a comunicarnos el accidente yo estaba solo en casa y a mi padre se lo conté en la cena.
Los dos seguimos con lo de las ballenas. Ahora era más difícil, había que recurrir a jornaleros, porque no se puede salir siendo menos de cinco, y mi padre hubiera querido que me casase, porque una casa sin mujer no es una verdadera casa. Pero yo tenía veinticinco años y me gustaba jugar al amor, todos los domingos bajaba al puerto y cambiaba de novia, en Europa eran tiempos de guerra y en las Azores la gente iba y venía, cada día atracaba un barco aquí o en otro lugar, y en Porto Pim se hablaban todas las lenguas.
La encontré un domingo en el puerto. Iba vestida de blanco, tenía los hombros descubiertos y llevaba un sombrero de encaje. Parecía salida de un cuadro y no de uno de aquellos barcos cargados de personas que huían a las Américas. La miré largamente y ella, también me miró. Es extraño cómo el amor puede entrar dentro de nosotros. En mí entró al observar dos arruguitas apenas insinuadas que tenía en torno a los ojos y pensé: ya no es muy joven. Pensé eso porque quizás a aquel muchacho que era yo entonces una mujer madura le parecía más vieja de lo que en realidad era. Que tenía poco más de treinta años lo supe sólo mucho más tarde, cuando saber su edad ya no servía para nada. Le di los buenos días y le pregunté si podía serle útil. Me indicó la maleta que se hallaba a sus pies. Llévala al Bote, me dijo en mi lengua. El Bote no es un lugar para señoras, dije yo. Yo no soy una señora, respondió, soy la nueva propietaria.
Al domingo siguiente volví a bajar a la ciudad. El Bote en aquellos tiempos era un local extraño, no era exactamente una fonda de pescadores y yo sólo había entrado una vez. Sabía que había dos reservados en la parte de atrás donde decían que se jugaba dinero, y la estancia del bar tenía una bóveda baja, con un espejo de cuerpo entero con arabescos y mesitas de madera de higuera. Los clientes eran todos extranjeros, parecía que estuviesen todos de vacaciones, en realidad se pasaban el día espiándose, cada uno fingiendo ser de un país que no era el suyo, y en los intervalos jugaban a las cartas. Faial, en aquellos años, era un lugar increíble. Detrás del mostrador había un canadiense bajo, con las patillas en punta, se llamaba Denis y hablaba el portugués como los de Cabo Verde, le conocía porque el sábado iba al puerto a comprar pescado, en el Bote se podía cenar, el domingo por la noche. El fue quien más tarde me enseñó el inglés.
Quería hablar con la dueña, dije. La señora no llega hasta las ocho, respondió con superioridad. Me senté a una mesa y pedí la cena. Hacia las nueve entró ella, había otros clientes, me vio y me dirigió un saludo distraído, y luego fue a sentarse a un rincón donde estaba un señor mayor con bigote blanco. Sólo entonces me di cuenta de lo hermosa que era, de una hermosura que hacía arder mis sienes, era eso lo que me había traído hasta allí, pero hasta aquel momento no había logrado comprenderlo con exactitud. Y, en aquel momento, lo que comprendía se ordenó dentro de mí con claridad y casi me dio vértigo. Me pasé toda la noche mirándola, con los puños apoyados en las sienes, y cuando salió la seguí a una cierta distancia. Caminaba ligera, sin darse la vuelta, como a quien le tiene sin cuidado que le sigan o no, atravesó la puerta de la muralla de Porto Pim y emprendió el descenso de la bahía. Al otro lado del golfo, donde termina el promontorio, solitaria entre las rocas, entre un cañaveral y una palmera, hay una casa de piedra. Quizás la hayas visto, ahora es una casa deshabitada y las ventanas se están cayendo, tiene un algo siniestro, tarde o temprano se derrumbará el tejado, si no se ha derrumbado ya. Ella vivía allí, pero entonces era una casa blanca, con recuadros azules en torno a puertas y ventanas. Entró y cerró la puerta y la luz se apagó. Yo me senté sobre una roca y esperé. En medio de la noche se encendió una ventana, ella se asomó y yo la miré. Las noches en Porto Pim son silenciosas, basta susurrar en la oscuridad para oírse a distancia. Déjame entrar, le supliqué. Ella cerró la persiana y apagó la luz. Estaba saliendo la luna, con un velo encarnado de luna estival. Sentía una congoja, el agua chapoteaba en torno a mí, todo era tan intenso y tan inalcanzable, y me acordé de cuando era niño y por la noche llamaba a las morenas desde el acantilado: y entonces tuve una fantasía, no pude contenerme, y empecé a cantar aquel canto. Lo canté muy despacio, como un lamento o una súplica, con una mano en la oreja para guiar la voz. Al poco rato la puerta se abrió y entré en la oscuridad de la casa y me encontré en sus brazos. Me llamo Yeborath, dijo tan sólo.
¿Tú sabes lo que es la traición? La traición, la de verdad, es cuando sientes vergüenza y desearías ser otro. Yo habría deseado ser otro cuando fui a despedirme de mi padre y sus ojos me seguían mientras envolvía el arpón en el hule y lo colgaba de un clavo en la cocina y me ponía en bandolera la viola que me había regalado al cumplir veinte años. He decidido cambiar de oficio, dije rápidamente, voy a cantar a un local de Porto Pim, vendré a verte el sábado. Pero aquel sábado no fui, ni al otro tampoco, y mintiéndome a mí mismo me decía que iría el próximo sábado. Y así llegó el otoño, y pasó el invierno, y yo cantaba. También hacía otros pequeños trabajos, porque a veces algunos parroquianos bebían demasiado y para sostenerles o echarles a la calle hacía falta un brazo robusto que Denis no poseía. Y luego escuchaba lo que decían los parroquianos que fingían estar de vacaciones, es fácil escuchar las confidencias de los demás cuando se canta en una taberna, y como ves también es fácil hacerlas. Ella me esperaba en la casa de Porto Pim y ahora ya no tenía que llamar. Yo le preguntaba: ¿quién eres?, ¿de dónde vienes?, por qué no dejamos a todos estos individuos absurdos que simulan jugar a cartas, quiero estar contigo para siempre. Ella se reía y me daba a entender la razón de aquella vida que llevaba, y me decía: espera un poco más y nos iremos juntos, debes confiar en mí, es todo lo que puedo decirte. Luego salía desnuda a la ventana y me decía: canta tu reclamo, pero en voz baja. Y mientras yo cantaba me pedía que la amase, y yo la poseía de pie, ella apoyada en el antepecho, mientras miraba la noche como si esperase algo.
Ocurrió el diez de agosto. Por San Lorenzo el cielo está lleno de estrellas fugaces, conté trece al volver a casa. Encontré la puerta cerrada, y llamé. Luego volví a llamar, con más fuerza, porque estaba la luz encendida. Ella me abrió y se quedó en la puerta, pero yo la aparté con un brazo. Me voy mañana, dijo, la persona que esperaba ha vuelto. Sonreía como si me diera las gracias, y quién sabe por qué pensé que pensaba en mi canto. En el fondo del cuarto se movió una figura. Era un hombre anciano y se estaba vistiendo. ¿Qué quiere?, le preguntó en aquella lengua que ahora yo ya entendía. Está borracho, dijo ella, antes era ballenero pero ha dejado el arpón por la viola, durante tu ausencia me ha hecho de criado. Dile que se vaya, dijo él sin mirarme.
Sobre la bahía de Porto Pim había un claro reflejo. Recorrí el golfo como si fuese un sueño, cuando de pronto te encuentras en la otra punta del paisaje. No pensaba en nada, porque no quería pensar. La casa de mi padre estaba a oscuras, porque él se acostaba temprano. Pero no dormía, como suele sucederles a los viejos que yacen inmóviles en la oscuridad como si fuese una forma de sueño. Entré sin encender la luz, pero él me oyó. Has vuelto, murmuró. Yo fui a la pared del fondo y descolgué mi arpón. Me movía a la luz de la luna. No se va a cazar ballenas a estas horas de la noche, dijo él desde su jergón. Es una morena, dije yo. No sé si entendió lo que quería decir, pero no replicó ni se movió. Me pareció como si me hiciese un gesto de despedida con la mano, pero tal vez fuese mi imaginación o un juego de sombras de la penumbra. No he vuelto a verlo, murió mucho antes de que yo cumpliese mi pena. Tampoco he vuelto a ver a mi hermano. El año pasado me llegó una fotografía suya, es un hombre gordo con el pelo blanco rodeado de un grupo de desconocidos que deben ser sus hijos y sus nueras, están sentados en el mirador de una casa de madera y los colores son muy exagerados, como en las postales. Me decía que podía ir a vivir con él, allí hay trabajo para todos y la vida es fácil. Me pareció casi grotesco. ¿Qué quiere decir una vida fácil, cuando la vida ya ha sido?
Y si te quedas un poco más y la voz no se quiebra, esta noche te cantaré la melodía que marcó el destino de esta vida mía. No la he cantado desde hace treinta años y a lo mejor la voz no aguanta. No sé por qué lo hago, se la regalo a esa mujer del cuello largo y a la fuerza que tiene un rostro para aflorar en otro, y esto tal vez me ha tocado alguna fibra. Y a ti, italiano, que vienes aquí todas las noches y se ve que estás sediento de historias verdaderas para convertirlas en papel, te regalo esta historia que has escuchado. También puedes poner el nombre de quien te la ha contado, pero no el nombre con el que me conocen en este tugurio, que es un nombre para turistas de paso. Escribe que ésta es la verdadera historia de Lucas Eduino, que mató con el arpón a la mujer que había creído suya, en Porto Pim.
Ah, al menos en una cosa no me había mentido, lo descubrí en el proceso. Se llamaba realmente Yeborath. Si eso tiene alguna importancia.

Antonio Tabucchi, Dama de Porto Pim.

Antonio Tabucchi


A contratiempo, Antonio Tabucchi

A contratiempo
Ocurrió así:
El hombre había embarcado en un aeropuerto italiano, porque todo empezaba en Italia, y que fuera Milán o Roma era secundario, lo importante es que fuese un aeropuerto italiano que permitiera tomar un vuelo directo para Atenas, y desde allí, tras una breve espera, un enlace para Creta con la Aegean Airlines, porque de eso estaba seguro, de que el hombre había viajado con la Aegean Airlines, de modo que había cogido en Italia un avión que le permitía enlazar desde Atenas con Creta alrededor de las dos de la tarde, lo había visto en el horario de la compañía griega, lo que significaba que éste había llegado a Creta alrededor de las tres, tres y media de la tarde. El aeropuerto de salida tiene, en todo caso, una importancia relativa en la historia de quien había vivido aquella historia, es una mañana de un día cualquiera de finales de abril de dos mil ocho, un día espléndido, casi veraniego. Lo que no es un detalle insignificante, porque el hombre que estaba a punto de coger el avión, meticuloso como era, le daba mucha importancia al tiempo y consultaba un canal vía satélite dedicado a la meteorología de todo el globo, y el tiempo, según había visto, era realmente espléndido en Creta: veintinueve grados durante el día, cielo despejado, humedad dentro de los límites consentidos, un tiempo de playa, el ideal para tumbarse en esas arenas blancas de las que hablaba su guía, sumergirse en el mar azul y gozar de unas merecidas vacaciones. Porque ése era también el motivo del viaje de aquel hombre que estaba a punto de vivir esa historia: unas vacaciones. Y en efecto eso fue lo que pensó, sentado en la sala de espera de los vuelos internacionales de Roma-Fiumicino, mientras esperaba que el altavoz lo llamara para embarcar hacia Atenas.
Y por fin está en el avión, cómodamente instalado en clase preferencial —es un viaje pagado, como se verá después—, agasajado por las atenciones de los asistentes de vuelo. Su edad es difícil de establecer, incluso para quien conocía la historia que el hombre estaba viviendo: digamos que entre los cincuenta y los sesenta, delgado, robusto, de aspecto sano, pelo entrecano, bigotitos finos y rubios, anteojos de plástico para la presbicia colgados del cuello. La profesión. También acerca de este punto para quien conocía su historia había cierta incertidumbre. Podía tratarse de un manager de una multinacional, uno de esos anónimos hombres de negocios que se pasan la vida en una oficina y cuyos méritos son reconocidos un día por la sede central. Pero también de un biólogo marino, uno de esos estudiosos que, observando al microscopio las algas y los microorganismos sin moverse de su laboratorio, son capaces de afirmar que el Mediterráneo se convertirá en un mar tropical como tal vez lo fuera hace millones de años. Pero también esa hipótesis le parecía poco satisfactoria, los biólogos que estudian los mares no siempre están encerrados en sus laboratorios, recorren playas y acantilados, hasta se sumergen, realizan hallazgos científicos personales, y aquel pasajero adormecido en su asiento de preferente en un vuelo para Atenas no tenía realmente aspecto de biólogo marino, tal vez los fines de semana iba al gimnasio y mantenía en buena forma su propio cuerpo, nada más. Pero, en realidad, si realmente iba al gimnasio, ¿para qué iba? ¿Con qué objeto mantener su cuerpo con aquel aspecto tan juvenil? Realmente no había motivo: con la mujer a la que había considerado la compañera de su vida ya hacía tiempo que había terminado, no tenía nueva compañera ni amante, vivía solo, se guardaba mucho de cualquier compromiso serio, aparte de alguna rara aventura de esas que pueden ocurrir a todos. Tal vez la hipótesis más creíble es que fuera un naturalista, un moderno seguidor de Linneo, y que se dirigiera a un congreso a Creta junto con otros expertos en hierbas y en esas plantas medicinales que abundan en Creta. Porque una cosa era cierta, estaba de camino hacia un simposio de estudiosos como él, el suyo era un viaje que premiaba una vida entera de trabajo y de abnegación, el simposio tenía lugar en la ciudad de Retimno, iba a alojarse en un hotel formado por bungalós, a pocos kilómetros de Retimno, adonde un coche a su servicio lo llevaría cada tarde, y tenía todas las mañanas a su disposición.
El hombre se despertó, sacó de la bolsa de mano la guía de Creta y buscó el hotel donde iba a alojarse. El resultado lo tranquilizó: dos restaurantes, una piscina, servicio de habitaciones, el hotel, cerrado durante el invierno, no abría hasta mediados de abril, lo que significaba que debían ser poquísimos los turistas, los clientes habituales, los nórdicos sedientos de sol, como los definía la guía, estaban aún en sus casitas boreales. Una amable voz ante el micrófono rogó que se abrocharan los cinturones, había empezado el descenso hacia Atenas, donde aterrizarían al cabo de unos veinte minutos aproximadamente. El hombre cerró la mesita y puso derecho el respaldo del asiento, metió la guía en la bolsa de mano y sacó de la redecilla del asiento de delante el periódico que había distribuido la azafata y al que no había prestado atención. Era un periódico con muchos suplementos en color, como ya es costumbre en los fines de semana, el de economía y finanzas, el de deportes, el de decoración y el magazine. Descartó todos los suplementos y abrió el magazine. En la portada, en blanco y negro, había una fotografía del hongo de la bomba atómica, con este titular: «Las grandes imágenes de nuestro tiempo». Empezó a hojearlo con cierta reluctancia. Después de un anuncio de dos estilistas junto a un jovencito con el torso desnudo, que por un momento tomó por una de esas grandes imágenes de nuestro tiempo, la primera verdadera imagen de nuestro tiempo: la losa de piedra de una casa de Hiroshima en la que, a causa del calor de la explosión atómica el cuerpo de un hombre se había licuado dejando impresa su propia sombra. No la había visto nunca y se sorprendió, sintiendo una especie de remordimiento contra sí mismo: aquello había ocurrido más de sesenta años antes, ¿cómo era posible que no la hubiera visto nunca? La sombra sobre la piedra estaba de perfil, y en ese perfil le pareció reconocer a su amigo Ferruccio, que en la víspera del Año Nuevo de mil novecientos noventa y nueve, poco antes de medianoche, sin motivos comprensibles se tiró del décimo piso de un edificio de Vía Cavour. ¿Cómo era posible que la silueta de Ferruccio, aplastada contra el suelo el treinta y uno de diciembre de mil novecientos noventa y nueve, se pareciera a la silueta absorbida por una piedra de una ciudad japonesa en mil novecientos cuarenta y cinco? La idea era absurda, y sin embargo se le cruzó por la mente con toda su absurdidad. Siguió hojeando la revista, y entretanto su corazón empezó a latir con un ritmo desordenado, uno-dos-pausa, tres-uno-pausa, dos-tres-uno, pausa-pausa-dos-tres, las llamadas extrasístoles, no era nada patológico, se lo había asegurado el cardiólogo tras un día entero de pruebas, sólo una cuestión de ansia. Pero, entonces, ¿por qué? No podían ser aquellas imágenes las que le provocaban tanta emoción, eran cosas lejanas. Aquella niña desnuda con los brazos levantados que corría al encuentro de la cámara fotográfica con el trasfondo de un paisaje apocalíptico ya la había visto más de una vez sin experimentar una impresión tan violenta, y ahora en cambio le provocó una intensa turbación. Pasó la página. Al borde de una fosa había un hombre arrodillado con las manos unidas, mientras un muchachito de aspecto sádico le apuntaba con una pistola a la sien. Jemeres Rojos, decía el pie de foto. Para confortarse se obligó a pensar que eran asuntos de lugares lejanos y definitivamente alejados en el tiempo, pero pensarlo no fue suficiente, una extraña forma de emoción, que era casi un pensamiento, le estaba diciendo lo contrario, aquella atrocidad había ocurrido ayer, mejor dicho, había ocurrido justo esa mañana, mientras él estaba cogiendo el avión, y como por arte de magia había sido impresa en aquella página que estaba mirando. La voz por megafonía comunicó que a causa del tráfico aéreo el aterrizaje se retrasaría un cuarto de hora, y mientras tanto los pasajeros podían disfrutar del panorama. El avión dibujó una amplia curva, inclinándose a la derecha; por la ventanilla del lado contrario consiguió divisar el azul del mar mientras la suya encuadraba la blanca ciudad de Atenas, con una mancha de verde en el medio, un parque indudablemente, y la Acrópolis después, se veía perfectamente la Acrópolis, y el Partenón, notó que las palmas de sus manos estaban húmedas de sudor, se preguntó si no sería una especie de pánico provocado por el avión que daba vueltas sin sentido, y mientras tanto miraba la fotografía de un estadio donde unos policías de cascos con viseras apuntaban con sus fusiles ametralladores a un grupo de hombres descalzos, y debajo estaba escrito: Santiago de Chile, 1973. Y en la página de al lado una fotografía que le pareció un montaje, un truco indudablemente, no podía ser verdad, no la había visto nunca: en el balcón de un palacio decimonónico se veía al papa Juan Pablo II, junto a un general de uniforme. El Papa era sin duda el Papa, y el general era sin duda Pinochet, con ese pelo untado de brillantina, el rostro regordete, los bigotitos y los anteojos Ray-Ban. El pie de foto rezaba: Su Santidad el Pontífice en su visita oficial a Chile, abril de 1987. Se puso a hojear a toda prisa la revista, como ansioso por llegar hasta el final, casi sin mirar las fotografías, pero ante una tuvo que detenerse, se veía a un chico de espaldas vuelto hacia una furgoneta de la policía, el muchacho tenía los brazos levantados como si el equipo de sus amores hubiera marcado un gol, pero, mirándola mejor, se entendía perfectamente que estaba cayendo hacia atrás, que algo más fuerte que él lo había abatido. Debajo estaba escrito: Génova, julio de 2001, reunión de los ocho países más ricos del mundo. Los ocho países más ricos del mundo: la frase le provocó una extraña sensación, como algo al mismo tiempo comprensible y absurdo, porque era comprensible y sin embargo absurdo. Cada fotografía tenía una página plateada como si fuera Navidad, con la fecha en caracteres grandes. Había llegado al dos mil cuatro, pero vaciló, no estaba seguro de querer ver la fotografía siguiente, ¿cómo era posible que mientras tanto el avión siguiera dando vueltas sin sentido?, pasó la página, se veía un cuerpo desnudo arrojado al suelo, evidentemente era un hombre, pero en la foto su zona púbica estaba desenfocada, un soldado con un uniforme de camuflaje extendía una pierna hacia el cuerpo como si alejara con el pie un saco de basura, el perro que sujetaba de una correa intentaba morderle una pierna, los músculos del animal estaban tan tensos como la cuerda que lo sujetaba, en la otra mano el soldado sostenía un cigarrillo. Debajo estaba escrito: cárcel de Abu Ghraib, Irak, 2004. Después de ésa, llegó al año en el que él se hallaba, el año de gracia de dos mil ocho después de Cristo, es decir se halló en sincronía, eso fue lo que pensó por más que no supiera con qué, pero sincrónico. Ignoraba cuál sería la imagen con la que estaba en sincronía, pero no pasó la página, y mientras tanto el avión estaba aterrizando por fin, vio la pista que corría por debajo de él con las rayas blancas intermitentes que a causa de la velocidad se convertían en una raya única. Había llegado.

El aeropuerto Venizelos parecía nuevo y reluciente, sin duda lo habían construido con ocasión de las Olimpíadas. Se congratuló consigo mismo por ser capaz de llegar hasta la sala de embarque para Creta evitando leer los letreros en inglés, el griego que había aprendido en el instituto seguía siéndole útil, qué curioso. Cuando bajó en el aeropuerto de Hania en un primer momento no se dio cuenta de que ya había llegado a su destino: en el breve vuelo desde Atenas a Creta, poco menos de una hora, se había quedado profundamente dormido, olvidándose de todo, según le pareció, incluso de sí mismo. Hasta tal extremo que cuando por la escalerilla del avión salió a aquella luz africana se preguntó dónde estaba, y por qué estaba allí, y hasta quién era, y en aquel estupor de nada se sintió incluso feliz. Su maleta no tardó en aparecer en la cinta, justo al salir de las salas de embarque estaban las oficinas de alquiler de coches, ya no se acordaba de las instrucciones, ¿Hertz o Avis? Si no era una sería la otra, por suerte adivinó a la primera, con las llaves del coche le entregaron un mapa de carreteras de Creta, una copia del programa del simposio, la reserva hotelera y el trazado del recorrido que había de seguir para llegar hasta el complejo turístico donde estaban alojados los congresistas. Que a esas alturas se sabía de memoria, porque se lo había estudiado una y otra vez en su guía, muy rica en mapas de carreteras: desde el aeropuerto hay que bajar directamente a la carretera costera, no queda otro remedio, a menos que se quiera ir hacia las playas de Marathi, se gira a la izquierda, porque en caso contrario acaba uno al oeste, y él iba al este, hacia Heraklion, se pasa por delante del Hotel Doma, se recorre la Venizelos y se siguen los letreros en verde que señalan una autopista, pero que es en realidad una autovía costera, que se abandona poco después de Georgopolis, una localidad de vacaciones que es recomendable evitar, como especificaba la guía, y se siguen los letreros del hotel, Beach Resort, era muy fácil.
El automóvil, un Volkswagen negro aparcado al sol, estaba al rojo vivo, pero apenas dejó que se enfriara con las ventanillas abiertas, entró como si llegara tarde a una cita, aunque no llegara tarde ni hubiera cita alguna, eran las cuatro de la tarde, tardaría poco más de una hora en llegar al hotel, el simposio no empezaba hasta la noche del día siguiente, con un banquete oficial, tenía más de veinticuatro horas de libertad, ¿qué prisa tenía? Ninguna prisa. Al cabo de unos cuantos kilómetros de carretera un cartel turístico señalaba la tumba de Venizelos, a pocos centenares de metros de la carretera principal. Decidió hacer una breve parada para refrescarse antes del viaje. Cerca de la entrada del monumento había una heladería, con una gran terraza al aire libre desde la que se dominaba la pequeña ciudad. Se sentó en una mesita, pidió un café a la turca y un sorbete de limón. La ciudad que contemplaba había pertenecido a los venecianos y después a los turcos, era hermosa, y de un candor tal que casi hería los ojos. Ahora se sentía realmente bien, con una energía insólita, el malestar que había experimentado en el avión se había desvanecido completamente. Estudió el mapa de carreteras: para llegar hasta la autovía de Heraklion podía atravesar la ciudad o rodear el golfo de Souda, unos cuantos kilómetros más. Escogió el segundo itinerario, el golfo desde lo alto era muy hermoso y el mar, de un azul intenso. La bajada desde la colina hasta Souda fue muy agradable, por detrás de la vegetación baja y el tejado de algunas casas se veían pequeñas ensenadas de arena blanca, le entraron muchas ganas de darse un baño, apagó el aire acondicionado y bajó la ventanilla para recibir en el rostro aquel aire caliente que olía a mar. Superó el pequeño puerto industrial, el centro habitado y llegó al cruce en el que, tras girar a la izquierda, la carretera se adentraba en el recorrido costero que llevaba a Iraklion. Puso el intermitente a la izquierda y se detuvo. Un coche por detrás de él tocó el claxon invitándolo a proseguir: por el otro carril no venía nadie. Él no avanzó, dejó que el coche lo adelantara, después puso el intermitente a la derecha y tomó la dirección opuesta, donde un letrero rezaba Mourniès.
Y ahora estamos siguiendo a ese ignoto personaje que ha llegado a Creta para dirigirse a una amena localidad marina y que en determinado momento, bruscamente, por un motivo ignoto también, ha tomado una carretera que lleva a las montañas. El hombre prosiguió hasta Mourniès, cruzó la aldea sin saber hacia dónde iba, como si supiese adónde ir. En realidad no pensaba, conducía y nada más, sabía que estaba yendo hacia el sur, el sol, aún en lo alto, estaba ya a sus espaldas. Desde que había cambiado de dirección volvía a notar aquella sensación de ligereza que durante unos pocos instantes había experimentado en la mesita de la heladería mirando desde lo alto el amplio horizonte: una ligereza insólita, y al mismo tiempo una energía de la que no conservaba memoria, como si hubiera vuelto a ser joven, una suerte de leve ebriedad, casi una pequeña felicidad. Llegó hasta una aldea que se llamaba Fournès, atravesó el centro con seguridad, como si ya conociera la carretera, se detuvo en un cruce, la carretera principal proseguía hacia la derecha, él tomó por otra secundaria que indicaba Lefka Ori, los montes blancos. Prosiguió tranquilo, la sensación de bienestar se estaba transformando en una especie de alegría, se le vino a la cabeza un aria de Mozart y sintió que podía reproducir sus notas, empezó a silbarlas con una facilidad que lo sorprendió, desentonando de manera lastimosa en un par de pasajes, lo que le provocó risa. La carretera se estaba enfilando entre las ásperas gargantas de una montaña. Era un lugar hermoso y agreste, el automóvil corría por una estrecha franja de asfalto que seguía el lecho de un torrente seco, en determinado momento el lecho del torrente desapareció entre las piedras y el asfalto acabó en un sendero de tierra, en una llanura baldía entre montañas inhospitalarias; entretanto la luz iba menguando, pero él seguía adelante como si ya conociese la carretera, como alguien que obedece a una memoria antigua o a una orden recibida en sueños, y de repente sobre un palo torcido vio un letrero de hojalata con unos orificios, como si hubiera sido agujereado por disparos o por el tiempo, que rezaba: Monastiri.
Lo siguió como si fuera lo que estaba esperando hasta que vio un pequeño monasterio con un tejado semiderruido. Comprendió que había llegado. Bajó del coche. La puerta desvencijada de aquellas ruinas colgaba hacia el interior. Pensó que en aquel lugar ya no quedaba nadie, una colmena de abejas debajo del pequeño pórtico parecía ser su único guardián. Bajó y aguardó como si tuviera una cita. Se había hecho casi de noche. Por la puerta apareció un fraile, era muy viejo y se movía con dificultad, tenía aspecto de anacoreta, con el pelo descuidado sobre los hombros y una barba amarillenta, qué quieres, le preguntó en griego. ¿Entiendes italiano?, contestó el viajero. El viejo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Un poco, murmuró. He venido a darte el relevo, dijo el hombre.

De modo que así había sido, y no había otra conclusión posible, porque aquella historia no preveía otras conclusiones posibles, pero quien conocía esta historia sabía que no podía permitir que concluyera de esa manera, y aquí daba un salto temporal. Y gracias a uno de esos saltos temporales que sólo en la imaginación son posibles, se hallaba en el futuro, en relación con ese mes de abril de dos mil ocho. Cuántos años más no se sabe, y quien conocía la historia mantenía cierta ambigüedad al respecto, veinte años, por ejemplo, que para la vida de un hombre son muchos, porque si en el dos mil ocho un hombre de sesenta años está aún en la plenitud de sus fuerzas, en el dos mil veintiocho será un viejo, con el cuerpo desgastado por el tiempo.
Así imaginaba la continuación de la historia quien conocía esta historia, de modo que aceptemos encontrarnos en el año dos mil veintiocho, como pretendía quien conocía esta historia y había imaginado su continuación.
Y, llegados a este punto, quien imaginaba la continuación de esta historia veía a dos jóvenes, un chico y una chica, con sendos pantalones cortos de cuero y botas de senderismo, que estaban haciendo un viaje por las montañas de Creta. La chica le decía a su compañero: a mí me parece que esa vieja guía que encontraste en la biblioteca de tu padre es completamente descabellada, el monasterio a estas alturas sólo será un montón de piedras repleto de lagartijas, ¿por qué no volvemos hacia el mar? Y el chico contestaba: creo que tienes razón. Pero justo cuando decía eso ella replicaba: bueno, no, sigamos adelante un poco más, nunca se sabe. Y, efectivamente, bastaba dar la vuelta a la áspera colina de piedras rojas que cortaba una parte del paisaje y el monasterio estaba allí, mejor dicho, sus ruinas, y los chicos seguían avanzando, entre las gargantas soplaba el viento y levantaba el polvo, la puerta del monasterio se había derrumbado, nidos de avispas defendían aquel tugurio vacío, y los chicos ya habían vuelto la espalda a tanta melancolía cuando oyeron una voz. En el vano ciego de la puerta había un hombre, era viejísimo y tenía un aspecto horrible, con una larga barba blanca sobre el pecho y el pelo alborotado sobre los hombros. Oooh, llamó la voz, nada más. Los chicos se detuvieron. El hombre preguntó: ¿entendéis italiano? Los chicos no contestaron. ¿Qué ha ocurrido desde dos mil ocho?, preguntó el viejo. Los chicos se miraron, no tenían valor para intercambiarse ni una sola palabra. ¿Tenéis alguna fotografía?, preguntó otra vez el viejo, ¿qué ha ocurrido desde dos mil ocho? Después hizo un gesto con la mano, como para alejarles, aunque quizá estuviera espantando las avispas que revoloteaban bajo el pórtico, y volvió a entrar en la oscuridad de su tugurio.

El hombre que conocía esta historia sabía que no podía acabar de ninguna otra manera. Antes de escribirlas, a él le gustaba contarse sus historias. Y se las contaba de manera tan perfecta, con todos sus detalles, palabra por palabra, que puede decirse que estaban escritas en su memoria. Se las contaba preferentemente a última hora de la tarde, en la soledad de aquella gran casa vacía, o ciertas noches en las que no conseguía conciliar el sueño, ciertas noches en las que el insomnio no le concedía más remedio que la imaginación, poca cosa, pero la imaginación le daba una realidad tan viva como para parecer más real que la realidad que estaba viviendo. Con todo, lo más difícil no era contarse sus historias, eso era fácil, era como si las palabras con las que se las contaba las viera escritas en la pantalla oscura de su habitación, cuando la fantasía le dejaba con los ojos de par en par. Y aquella historia precisamente, que se había contado ya tantas veces que le parecía un libro ya impreso y que en las palabras mentales con las que se la contaba era facilísima de decir, era en cambio dificilísima de escribir con los caracteres del alfabeto a los que debía recurrir cuando el pensamiento ha de hacerse concreto y visible. Era como si le faltara el principio de realidad para escribir su relato, y era por esto, para vivir la realidad efectual de lo que era real en él pero que no conseguía volverse real en verdad, por lo que había escogido aquel lugar.
Su viaje había sido preparado al detalle. Llegó al aeropuerto de Hania, recogió la maleta, entró en las oficinas de Hertz, recogió las llaves del coche. ¿Tres días?, le preguntó con asombro el empleado. ¿Qué tiene de raro?, dijo él. Nadie viene de vacaciones a Creta sólo tres días, contestó sonriendo el empleado. Tengo un largo fin de semana, dijo él, para lo que tengo que hacer me basta.
Era hermosa la luz de Creta, no era mediterránea, era africana; para llegar hasta el Beach Resort emplearía una hora y media, dos como mucho, incluso yendo despacio llegaría hacia las seis, una ducha y se pondría a escribir de inmediato, el restaurante del hotel estaba abierto hasta las once, era un jueves por la tarde, contó: viernes, sábado y domingo enteros, tres días enteros. Bastarían, en su cabeza estaba ya todo escrito.
Por qué giró a la izquierda en aquel semáforo no hubiera sabido explicarlo. Los postes de la autovía se distinguían nítidamente, cuatrocientos o quinientos metros más y embocaría la carretera costera para Heraklion. Y en cambio giró a la izquierda, donde un pequeño letrero azul le indicaba una localidad ignota. Pensó que había estado ya allí, porque en un instante lo vio todo: una carretera arbolada con casas diseminadas, una plaza austera con un feo monumento, una cornisa de rocas, una montaña. Fue como un relámpago. Es esa cosa extraña que la medicina no sabe explicar, se dijo, lo llaman déjà vu, un ya visto, no me había ocurrido nunca. Pero la explicación que se dio no lo consoló, porque el ya visto perduraba, era más fuerte que lo que veía, envolvía como una membrana la realidad circunstante, los árboles, los montes, las sombras de la tarde, incluso el aire que estaba respirando. Se sintió preso del vértigo y temió ser absorbido por él, pero fue un instante, porque al dilatarse aquella sensación experimentaba una extraña metamorfosis como un guante que al darse la vuelta arrastra consigo la mano que cubría. Todo cambió de perspectiva, en un santiamén sintió la ebriedad del descubrimiento, una sutil náusea y una mortal melancolía, pero también una sensación de liberación infinita, como cuando por fin entendemos algo que sabíamos desde siempre y no queríamos saber: no era el ya visto lo que lo engullía en un pasado jamás vivido, era él quien lo estaba capturando en un futuro aún por vivir. Mientras conducía por aquella carreterilla entre olivares que lo llevaba hacia las montañas, era consciente de que en determinado momento habría de encontrar un viejo cartel oxidado repleto de agujeros en el que estaba escrito: Monastiri. Y que lo seguiría. Ahora todo estaba claro.

Antonio Tabucchi, A contratiempo (El tiempo envejece deprisa).
Traducción de Carlos Gumpert.

Antonio Tabucchi