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Italo Calvino, Las ciudades y la memoria, 2

Las ciudades y la memoria, 2.

Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isadora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracoles marinos, donde se fabrican según las reglas del arte catalejos y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres encuentra siempre una tercera, donde las riñas de gallos degeneran en peleas sangrientas entre los apostadores. Pensaba en todas estas cosas cuando deseaba una ciudad. Isadora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía joven; a Isadora llega a avanzada edad. En la plaza está la pequeña pared de los viejos que miran pasar la juventud; el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos son ya recuerdos. 

Italo Calvino, Las ciudades y la memoria, 2 (Las ciudades invisibles).

Italo Calvino
 

Italo Calvino, Las ciudades continuas, 1

Las ciudades continuas, 1.
La ciudad de Leonia se rehace a si misma todos los días: cada mañana la población se despierta entre sábanas frescas, se lava con jabones apenas salidos de su envoltorio, se pone batas flamantes, extrae del refrigerador más perfeccionado latas aún sin abrir, escuchando las últimas retahílas del último modelo de radio.
En los umbrales, envueltos en tersas bolsas de plástico, los restos de la Leonia de ayer esperan el carro del basurero. No solo tubos de dentífrico aplastados, bombillas quemadas, periódicos, envases, materiales de embalaje, sino también calentadores, enciclopedias, pianos, juegos de porcelana: más que por las cosas que cada día se fabrican, venden, compran, la opulencia de Leonia se mide por las cosas que cada día se tiran para ceder lugar a las nuevas. Tanto que uno se pregunta si la verdadera pasión de Leonia es en realidad, como dicen, gozar de las cosas nuevas y diferentes, y no más bien el expeler, alejar de sí, purgarse de una recurrente impureza. Cierto es que los basureros son acogidos como ángeles, y su tarea de remover los restos de la existencia de ayer se rodea de un respeto silencioso, como un rito que inspira devoción, o tal vez sólo porque una vez desechadas las cosas nadie quiere tener que pensar mas en ellas.
Dónde llevan cada día su carga los basureros nadie se lo pregunta: fuera de la ciudad, claro; pero de año en año la ciudad se expande, y los basurales deben retroceder mis lejos; la importancia de los desperdicios aumenta y las pilas se levantan, se estratifican, se despliegan en un perímetro cada vez más vasto. Añádase que cuanto más sobresale Leonia en la fabricación de nuevos materiales, más mejora la sustancia de los detritos, más resisten al tiempo, a la intemperie, a fermentaciones y combustiones. Es una fortaleza de desperdicios indestructibles la que circunda Leonia, la domina por todos lados como un reborde montañoso.
El resultado es éste: que cuantas más cosas expele Leonia, más acumula; las escamas de su pasado se sueldan en una coraza que no se puede quitar; renovándose cada día la ciudad se conserva toda a sí misma en la única forma definitiva: la de los desperdicios de ayer que se amontonan sobre los desperdicios de anteayer y de todos sus días y años y lustros.
La basura de Leonia poco a poco invadiría el mundo si en el desmesurado basurero no estuvieran presionando, más allá de la última cresta, basurales de otras ciudades que también rechazan lejos de sí montañas de desechos. Tal vez el mundo entero, traspasados los con fines de Leonia, está cubierto de cráteres de basuras, cada uno, en el centro, con una metrópoli en erupción ininterrumpida. Los límites entre las ciudades extranjeras y enemigas son bastiones infectos donde los detritos de una y otra se apuntalan recíprocamente, se superan, se mezclan.
Cuanto más crece la altura, más inminente es el peligro de derrumbes: basta que un envase, un viejo neumático, una botella sin su funda de paja ruede del lado de Leonia, y un alud de zapatos desparejados, calendarios de años anteriores, flores secas, sumerja la ciudad en el propio pasado que en vano trataba de rechazar, mezclado con aquel de las ciudades limítrofes finalmente limpias: un cataclismo nivelará la sórdida cadena montañosa, borrará toda traza de la metrópoli siempre vestida con ropa nueva. Ya en las ciudades vecinas están listos los rodillos compresores para nivelar el suelo, extenderse en el nuevo territorio, agrandarse, alejar los nuevos basurales. 

Italo Calvino, Las ciudades continuas, 1 (Las ciudades invisibles).

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Italo Calvino, Las ciudades y los intercambios, 3

Las ciudades y los intercambios. 3.
Al entrar en el territorio que tiene por capital Eutropia, el viajero no ve una ciudad sino muchas, de igual importancia y no disímiles entre sí, desparramadas en una vasta y ondulada meseta. Eutropia no es una sino todas esas ciudades al mismo tiempo; una sola está habitada, las otras vacías; y esto ocurre por turno. Diré ahora cómo. El día en que los habitantes de Eutropia se sienten abrumados de cansancio y nadie soporta más su trabajo, sus padres, su casa y su calle, las deudas, la gente a la que hay que saludar o que te saluda, entonces toda la ciudadanía decide trasladarse a la ciudad vecina que está ahí esperándolos, vacía y como nueva, donde cada uno tendrá otro trabajo, otra mujer, verá otro paisaje al abrir las ventanas, pasará las noches en otros pasatiempos, amistades, maledicencias. Así sus vidas se renuevan de mudanza en mudanza entre ciudades que por su exposición o su declive o sus cursos de agua o sus vientos se presentan cada una con algunas diferencias de las otras. Como sus respectivas sociedades están ordenadas sin grandes diferencias de riqueza o de autoridad, el paso de una función a otra se produce sin grandes sacudidas; la variedad está asegurada por la multiplicidad de las tareas, de modo que en el espacio de una vida es raro que alguien vuelva a un oficio que ya ha sido el suyo.
De este modo la ciudad repite su vida siempre igual, desplazándose hacia arriba y hacia abajo en su tablero de ajedrez vacío. Los habitantes vuelven a recitar las mismas escenas con actores cambiados; repiten las mismas réplicas con acentos combinados de otra manera; abren alternadamente la boca en bostezos iguales. Sola entre todas las ciudades del imperio, Eutropia permanece idéntica a sí misma. Mercurio, dios de los volubles, a quien está consagrada la ciudad, cumplió este ambiguo milagro.
Italo Calvino, Las ciudades y los intercambios, 3. Las ciudades invisibles. Traducido por Aurora Bernárdez.


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Italo Calvino


Breve teoría de la asimilación literaria

«En el universo de Star Trek hay una civilización llamada Borg, entre lo orgánico y lo cibernético, cuya comprensión del cosmos crece por asimilación: toman los conocimientos científicos y tecnológicos útiles de otras culturas y los hacen suyos incorporando, además, a los prisioneros a sus filas. Funcionan como un macroorganismo —de modo análogo a algunos insectos sociales como las hormigas—, con un comportamiento global altamente eficiente. Los individuos están conectados y toman decisiones con una sola conciencia. Lo más interesante de los Borg es que su motor de acción, lo que les motiva, lo que les impulsa es la perfección, sumar conocimiento y no acumular riqueza o poder político; toman lo mejor de cada cultura y lo integran».

Quizás pueda parecer paradójico, pero he buscado siempre mi originalidad de escritor en la asimilación de otras voces. Las ideas o frases adquieren otro sentido al ser levemente retocadas o situadas en un contexto insólito[ii]. Siempre he sido consciente de que tomar algo en préstamo, es estar rindiendo homenajes, y en este caso rendir homenaje a un autor significa apropiarse de algo que es suyo[iii].
Pasar de leer a escribir, en la estela del deseo, no puede hacerse evidentemente sin la mediación de una práctica de imitación[iv]. Al fin y al cabo, la originalidad no es más que imitación juiciosa. Los escritores más originales toman prestado unos de los otros[v]. Lo canónico es la imitación de las demás obras y es obligado tanto para el artista como para el poeta. Puede decirse que el arte nace de otro arte, como la poesía nace de otra poesía, y esto siempre es cierto: incluso cuando uno cree que simplemente está haciendo hablar al corazón o que está imitando a la naturaleza, está de hecho imitando representaciones, aun sin darse cuenta de ello[vi]. Me gustan, por ejemplo, los pastiches de Proust porque ellos mismos son en realidad actos de amor y constituyen una imitación por deseo[vii]; igualmente, Borges es también un escritor que siempre retoma algo escrito. Al mismo tiempo, en la obra de otros puedes encontrar la inspiración necesaria para no repetirte a ti mismo[viii]. Pero, llegado a ese punto, me enfrento a un problema más general: al que podríamos llamar «robos en el arte». Y éste, en el fondo, es un tipo de robo algo peculiar que, paradójicamente, enriquece al ladrón y al robado. ¿No se enriquece Cézanne, si se me permite el atrevimiento, del robo cometido contra él —o, mejor dicho, a su favor— por Picasso?[ix].
Las citas, para mí, tienen un interés especial ya que uno es incapaz de citar algo que no sean sus propias palabras, quienquiera que las haya escrito[x]. Cuando escribo procuro ayudarme de un cuaderno donde anoto citas robadas de los libros. Me inspiro en ellas. A veces las uso y no menciono sus fuentes[xi]. Siento, por tanto, que he robado fragmentos de obras que, poco a poco, a lo largo de mis lecturas, he ido recogiendo[xii]. En esa ansia por absorber, o por enviar a mi archivo todo tipo de frases aisladas de su contexto, sigo el dictado de los que dicen que un artista lo absorbe todo y que no hay uno solo de ellos que no esté influenciado por algún otro, que no tome de algún otro lo que le pueda hacer falta[xiii]. Quizás, incluso, tendría que haber algo más veloz, algo que te hiciera asimilar los conceptos igual que engulle un portátil los archivos[xiv].
En este sentido, tengo que admitir que mi única originalidad consiste en pensar como propias citas ajenas. En eso reside, tal vez, la destreza de un escritor: en que el lector piense que ha sido él el primero en decirlas[xv]. El poder indeterminado de los libros —de las citas— es incalculable. Es indeterminado precisamente porque el mismo libro, la misma página, pueden tener efectos totalmente dispares sobre sus lectores[xvi]. Al fin y al cabo, hay metáforas que son más reales que las personas que pasan por la calle. Hay imágenes en los rincones de los libros que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres. Hay frases literarias que tienen una personalidad absolutamente humana[xvii]. Por eso yo las asimilo, como los Borg.

Ricardo Reques, Breve teoría de la asimilación literaria.


https://en.wikipedia.org/wiki/Borg
«Soy un Borg y serás asimilado, resistirse es inútil».


NOTAS: Lo entrecomillado es lo propio, y no del todo. El resto es ajeno, pero no tanto.

Sin que sirva de precedente, aquí está el origen de esta breve asimilación:
[ii] «Quizás pueda parecer paradójico, pero he buscado siempre mi originalidad de escritor en la asimilación de otras voces. Las ideas o frases adquieren otro sentido al ser glosadas levemente retocadas, situadas en un contexto insólito». Enrique Vila-Matas.
[iii] «Yo siempre he sido consciente de tomar algo en préstamo, de estar rindiendo homenajes, y en este caso rendir homenaje a un autor significa apropiarse de algo que es suyo». Italo Calvino.
[iv] «Pasar de leer a escribir, en la estela del deseo, no puede hacerse evidentemente sin la mediación de una práctica de Imitación». Roland Barthes.
[v] «La originalidad no es más que imitación juiciosa. Los escritores más originales toman prestado unos de los otros». Voltaire.
[vi] Por lo tanto, lo canónico es la imitación de las demás obras y es obligado tanto para el artista como para el poeta. Puede decirse que el arte nace de otro arte, como la poesía nace de otra poesía, y esto siempre es cierto: incluso cuando uno cree que simplemente está haciendo hablar al corazón o que está imitando a la naturaleza, está de hecho imitando representaciones, aun sin darse cuenta de ello. Italo Calvino.
[vii] «Me gustan los pastiches de Proust porque ellos mismos son en realidad actos de amor y constituyen una imitación por deseo». Roland Barthes.
[viii] «Borges es el típico escritor que siempre retoma algo escrito. Al mismo tiempo, en la obra de otros puedes encontrar la inspiración necesaria para no repetirte a ti mismo». Italo Calvino.
[ix] «Y llegado a ese punto, comprendí que me enfrentaba a un problema más general: al que podríamos llamar «robos en el arte». Y éste, en el fondo, es un tipo de robo algo peculiar que, paradójicamente, enriquece al ladrón y al robado (¿no se enriquece Cézanne, si se me permite el atrevimiento, del robo cometido contra él —o, mejor dicho, a su favor— por Picasso?)». Tullio Pericoli.
[x] «Las citas tienen un interés especial ya que uno es incapaz de citar algo que no sean sus propias palabras, quienquiera que las haya escrito». Wallece Stevens.
[xi]«Procuro ayudarme de un cuaderno donde anoto citas robadas de los libros. Me inspiro en ellas. A veces las uso y no menciono sus fuentes». Elisa Rodríguez Court.
[xii] Siento que también he robado a Vogli quitándole las citas y fragmentos de obras que, poco a poco, a lo largo de sus lecturas, ha ido recogiendo». Ricardo Reques.
[xiii] «En esa ansia por absorber, o por enviar a mi archivo todo tipo de frases aisladas de su contexto, seguí el dictado de los que dicen que un artista lo absorbe todo y que no hay uno solo de ellos que no esté influenciado por algún otro, que no tome de algún otro lo que le pueda hacer falta». Enrique Vila-Matas.
[xiv] «Tendría que haber algo más veloz, algo que te hiciera asimilar los conceptos igual que engulle tu portátil los archivos». Ricardo Reques.
[xv] «Mi única originalidad consiste en pensar como propias citas ajenas. En eso reside la destreza de un escritor: en que el lector piense que ha sido él el primero en decirlas». Alex Chico.
[xvi] «El poder indeterminado de los libros es incalculable. Es indeterminado precisamente porque el mismo libro, la misma página, pueden tener efectos totalmente dispares sobre sus lectores». George Steiner.
[xvii] «Hay metáforas que son más reales que las personas que pasan por la calle. Hay imágenes en los rincones de los libros que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres. Hay frases literarias que tienen una personalidad absolutamente humana». Fernando Pessoa.

Italo Calvino, Las ciudades y la memoria. 1

Las ciudades y la memoria. 1.

Partiendo de allá y andando tres jornadas hacia levante, el hombre seencuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas en bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro, que canta todas las mañanas en lo alto de una torre. Todas estas bellezas el viajero ya las conoce por haberlas visto también en otras ciudades. Pero es propio de ésta que quien llega una noche de septiembre, cuando los días se acortan y las lámparas multicolores se encienden todas a la vez sobre las puertas de las freiduras, y desde una terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, siente envidia de los que ahora creen haber vivido ya una noche igual a ésta y haber sido aquella vez felices.
 Italo Calvino, Las ciudades y la memoria. 1 (Las ciudades invisibles). Traducido por Aurora Barnárdez.

https://es.wikipedia.org/wiki/Italo_Calvino
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Italo Calvino, Las ciudades y los intercambios. 1

Las ciudades y los intercambios. 1.
A ochenta millas de proa al viento rnaestral el hombre llega a la ciudad de Eufamia. donde los mercaderes de siete naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus enjalmas para la vuelta con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar desiertos para venir hasta aquí no es sólo el trueque de mercancías que encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio del Gran Kan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas rebajas de precio. No sólo a vender y a comprar se viene a Eufamia sino también porque de noche junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno dice -como «lobo», «hermana», «tesoro escondido», «batalla», «sarna», «amantes»- los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de batallas. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a evocar todos los recuerdos propios uno por uno, tu lobo se habrá convertido en otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al regresar de Eufamia, la ciudad donde se cambia la memoria en cada solsticio y en cada equinoccio.
Italo Calvino,  Las ciudades y los intercambios. 1. (Las ciudades invisibles). Traducido por Aurora Bernárdez.

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Italo Calvino, El jardín encantado

El jardín encantado.

Giovannino y Serenella caminaban por las vías del tren. Abajo había un mar todo escamas azul oscuro azul claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes blancas. Los rieles eran relucientes y quemaban. Por las vías se caminaba bien y se podía jugar de muchas maneras: mantener el equilibrio, él sobre un riel y ella sobre el otro, y avanzar tomados de la mano, o bien saltar de un durmiente a otro sin apoyar nunca el pie en las piedras. Giovannino y Serenella habían estado cazando cangrejos y ahora habían decidido explorar las vías, incluso dentro del túnel. Jugar con Serenella daba gusto porque no era como las otras niñas, que siempre tienen miedo y se echan a llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino decía: “Vamos allá”, Serenella lo seguía siempre sin discutir.
¡Deng! Sobresaltados miraron hacia arriba. Era el disco de un poste de señales que se había movido. Parecía una cigüeña de hierro que hubiera cerrado bruscamente el pico. Se quedaron un momento con la nariz levantada; ¡qué lástima no haberlo visto! No volvería a repetirse.
-Está a punto de llegar un tren -dijo Giovannino.
Serenella no se movió de la vía.
-¿Por dónde? -preguntó.
Giovannino miró a su alrededor, con aire de saber. Señaló el agujero negro del túnel que se veía ya límpido, ya desenfocado, a través del vapor invisible que temblaba sobre las piedras del camino.
-Por allí -dijo. Parecía oír ya el oscuro resoplido que venía del túnel y vérselo venir encima, escupiendo humo y fuego, las ruedas tragándose los rieles implacablemente.
-¿Dónde vamos, Giovannino?
Había, del lado del mar, grandes pitas grises, erizadas de púas impenetrables. Del lado de la colina corría un seto de ipomeas cargadas de hojas y sin flores. El tren aún no se oía: tal vez corría con la locomotora apagada, sin ruido, y saltaría de pronto sobre ellos. Pero Giovannino había encontrado ya un hueco en el seto.
-Por ahí.
Debajo de las trepadoras había una vieja alambrada en ruinas. En cierto lugar se enroscaba como el ángulo de una hoja de papel. Giovannino había desaparecido casi y se escabullía por el seto.
-¡Dame la mano, Giovannino!
Se hallaron en el rincón de un jardín, los dos a cuatro patas en un arriate, el pelo lleno de hojas secas y de tierra. Alrededor todo callaba, no se movía una hoja. “Vamos” dijo Giovannino y Serenella dijo: “Sí”.
Había grandes y antiguos eucaliptos de color carne y senderos de pedregullo. Giovannino y Serenella iban de puntillas, atentos al crujido de los guijarros bajo sus pasos. ¿Y si en ese momento llegaran los dueños?
Todo era tan hermoso: bóvedas estrechas y altísimas de curvas hojas de eucaliptos y retazos de cielo, sólo que sentían dentro esa ansiedad porque el jardín no era de ellos y porque tal vez fueran expulsados en un instante. Pero no se oía ruido alguno. De un arbusto de madroño, en un recodo, unos gorriones alzaron el vuelo rumorosos. Después volvió el silencio. ¿Sería un jardín abandonado?
Pero en cierto lugar la sombra de los árboles terminaba y se encontraron a cielo abierto, delante de unos bancales de petunias y volúbilis bien cuidados, y senderos y balaustradas y espalderas de boj. Y en lo alto del jardín, una gran casa de cristales relucientes y cortinas amarillo y naranja.
Y todo estaba desierto. Los dos niños subían cautelosos por la grava: tal vez se abrirían las ventanas de par en par y severísimos señores y señoras aparecerían en las terrazas y soltarían grandes perros por las alamedas. Cerca de una cuneta encontraron una carretilla. Giovannino la cogió por las varas y la empujó: chirriaba a cada vuelta de las ruedas con una especie de silbido. Serenella se subió y avanzaron callados, Giovannino empujando la carretilla y ella encima, a lo largo de los arriates y surtidores.
-Esa -decía de vez en cuando Serenella en voz baja, señalando una flor.
Giovannino se detenía, la cortaba y se la daba. Formaban ya un buen ramo. Pero al saltar el seto para escapar, tal vez tendría que tirarlas.
Llegaron así a una explanada y la grava terminaba y el pavimento era de cemento y baldosas. Y en medio de la explanada se abría un gran rectángulo vacío: una piscina. Se acercaron: era de mosaicos azules, llena hasta el borde de agua clara.
-¿Nos zambullimos? -preguntó Giovannino a Serenella.
Debía de ser bastante peligroso si se lo preguntaba y no se limitaba a decir: “¡Al agua!”. Pero el agua era tan límpida y azul y Serenella nunca tenía miedo. Bajó de la carretilla donde dejó el ramo. Llevaban el bañador puesto: antes habían estado cazando cangrejos. Giovannino se arrojó, no desde el trampolín porque la zambullida hubiera sido demasiado ruidosa, sino desde el borde. Llegó al fondo con los ojos abiertos y no veía más que azul, y las manos como peces rosados, no como debajo del agua del mar, llena de informes sombras verdinegras. Una sombra rosada encima: ¡Serenella! Se tomaron de la mano y emergieron en la otra punta, con cierta aprensión. No había absolutamente nadie que los viera. No era la maravilla que imaginaban: quedaba siempre ese fondo de amargura y de ansiedad, nada de todo aquello les pertenecía y de un momento a otro ¡fuera!, podían ser expulsados.
Salieron del agua y justo allí cerca de la piscina encontraron una mesa de ping-pong. Inmediatamente Giovannino golpeó la pelota con la paleta: Serenella, rápida, se la devolvió desde la otra punta. Jugaban así, con golpes ligeros para que no los oyeran desde el interior de la casa. De pronto la pelota dio un gran rebote y para detenerla Giovannino la desvió y la pelota golpeó en un gong colgado entre los pilares de una pérgola, produciendo un sonido sordo y prolongado. Los dos niños se agacharon en un arriate de ranúnculos. En seguida llegaron dos criados de chaqueta blanca con grandes bandejas, las apoyaron en una mesa redonda debajo de un parasol de rayas amarillas y anaranjadas y se marcharon.
Giovannino y Serenella se acercaron a la mesa. Había té, leche y bizcocho. No había más que sentarse y servirse. Llenaron dos tazas y cortaron dos rebanadas. Pero estaban mal sentados, en el borde de la silla, movían las rodillas. Y no lograban saborear los pasteles y el té con leche. En aquel jardín todo era así: bonito e imposible de disfrutar, con esa incomodidad dentro y ese miedo de que fuera sólo una distracción del destino y de que no tardarían en pedirles cuentas.
Se acercaron a la casa de puntillas. Mirando entre las tablillas de una persiana vieron, dentro, una hermosa habitación en penumbra, con colecciones de mariposas en las paredes. Y en la habitación había un chico pálido. Debía de ser el dueño de la casa y del jardín, agraciado de él. Estaba tendido en una mecedora y hojeaba un grueso libro ilustrado. Tenía las manos finas y blancas y un pijama cerrado hasta el cuello, a pesar de que era verano.
A los dos niños que lo espiaban por entre las tablillas de la persiana se les calmaron poco a poco los latidos del corazón. El chico rico parecía pasar las páginas y mirar a su alrededor con más ansiedad e incomodidad que ellos. Y era como si anduviese de puntillas, como temiendo que alguien pudiera venir en cualquier momento a expulsarlo, como si sintiera que el libro, la mecedora, las mariposas enmarcadas y el jardín con juegos y la merienda y la piscina y las alamedas le fueran concedidos por un enorme error y él no pudiera gozarlos y sólo experimentase la amargura de aquel error como una culpa.
El chico pálido daba vueltas por su habitación en penumbra con paso furtivo, acariciaba con sus blancos dedos los bordes de las cajas de vidrio consteladas de mariposas y se detenía a escuchar. A Giovannino y Serenella el corazón les latió aún con más fuerza. Era el miedo de que un sortilegio pesara sobre la casa y el jardín, sobre todas las cosas bellas y cómodas, como una antigua injusticia.
El sol se oscureció de nubes. Muy calladitos, Giovannino y Serenella se marcharon. Recorrieron de vuelta los senderos, con paso rápido pero sin correr. Y atravesaron gateando el seto. Entre las pitas encontraron un sendero que llevaba a la playa pequeña y pedregosa, con montones de algas que dibujaban la orilla del mar. Entonces inventaron un juego espléndido: la batalla de algas. Estuvieron arrojándoselas a la cara a puñados, hasta caer la noche. Lo bueno era que Serenella nunca lloraba.

Italo Calvino, El jardín encantado (Por último, el cuervo). Traducido por Aurora Bernárdez.

Italo Calvino

 

Italo Calvino, La aventura de un matrimonio

La aventura de un matrimonio
El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.
A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.
En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: “¿Qué tiempo hace?”, y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.
A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.
Pero de pronto Elide:
-¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? -y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.
Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. “Lo ha atrapado”, pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al “once”, que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.
La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.
Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo cabía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.
Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después:
-Arriba, un poco de coraje -decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.
Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. Él, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.
La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos.
Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.
Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.

Italo Calvino, La aventura de un matrimonio. 1958 (Los amores difíciles).

Italo Calvino

Las ciudades y los muertos. 3, Italo Calvino

Las ciudades y los muertos. 3. 
No hay ciudad más propensa que Eusapia a gozar de la vida y a huir de los afanes. Y para que el salto de la vida a la muerte sea menos brusco, los habitantes han construido una copia idéntica de su ciudad bajo tierra. Los cadáveres, desecados de manera que no quede más que el esqueleto revestido de piel amarilla, son llevados allá abajo para que sigan con las tareas de antes. De éstas, los momentos de despreocupación son los que gozan de preferencia: los más de ellos se instalan en torno a mesas puestas, o en actitudes de danza, o con el gesto de tocar la trompeta. Sin embargo, todos los comercios y oficios de la Eusapia de los vivos funcionan bajo tierra, o por lo menos aquellos que los vivos han desempeñado con más satisfacción que fastidio: el relojero, en medio de todos los relojes detenidos de su tienda, arrima una oreja apergaminada a un péndulo desajustado; un barbero enjabona con la brocha seca el hueso del pómulo de un actor mientras este repasa su papel clavando en el texto las órbitas vacías; una muchacha de calavera risueña ordeña una osamenta de becerra.
Claro está, son muchos los vivos que piden para después de muertos un destino diferente del que ya les tocó: la necrópolis está atestada de cazadores de leones, mezzosopranos, banqueros, violinistas, duquesas, mantenidas, generales, más de cuantos haya contado nunca ciudad viviente. La obligación de acompañar abajo a los muertos y de acomodarlos en el lugar deseado ha sido confiada a una cofradía de encapuchados. Nadie más tiene acceso a Eusapia de los muertos y todo lo que se sabe de abajo se sabe por ellos.
Dicen que la misma cofradía existe entre los muertos y que no deja de echarles una mano; los encapuchados, después de muertos, seguirán en el mismo oficio aun en la otra Eusapia; se da a entender que algunos de ellos, ya muertos, siguen circulando arriba y abajo. Desde luego, la autoridad de esta congregación en la Eusapia de los vivos está muy extendida.
Dicen que cada vez que descienden encuentran algo cambiado en la Eusapia de abajo; los muertos introducen innovaciones en su ciudad; no muchas, pero sí fruto de ponderada reflexión, no de caprichos pasajeros. De un año a otro, dicen, la Eusapia de los muertos es irreconocible. Y los vivos, para no ser menos, todo lo que los encapuchados cuentan de las novedades de los muertos también quieren hacerlo. Así la Eusapia de los vivos se ha puesto a copiar su copia subterránea.
Dicen que esto no ocurre sólo ahora: en realidad habrían sido los muertos quienes construyeron la Eusapia de arriba a semejanza de su ciudad. Dicen que en las dos ciudades gemelas no hay ya modo de saber cuáles son los vivos y cuáles los muertos.
 Italo Calvino, Las ciudades y los muertos. 3. (Las ciudades invisibles).

Italo Calvino

Las ciudades y los ojos, Italo Calvino

Para la entrada número 100 de este blog, os dejo uno de mis relatos preferidos de uno de mis autores preferentes.

Las ciudades y los ojos. 3 
Después de andar siete días, a través de boscajes, el que va a Baucis no consigue verla y ha llegado. Los finos zancos que se alzan del suelo a gran distancia uno de otro y se pierden entre las nubes, sostienen la ciudad. Se sube por escalerillas. Los habitantes rara vez se muestran en tierra: tienen arriba todo lo necesario y prefieren no bajar. Nada de la ciudad toca el suelo salvo las largas patas de flamenco en que se apoya, y en los días luminosos, una sombra calada y angulosa que se dibuja en el follaje.
Tres hipótesis circulan sobre los habitantes de Baucis: que odian la tierra; que la respetan al punto de evitar todo contacto; que la aman tal como era antes de ellos, y con catalejos y telescopios apuntando hacia abajo no se cansan de pasarle revista, hoja por hoja, piedra por piedra, hormiga por hormiga, contemplando fascinados su propia ausencia.
Italo Calvino, Las ciudades invisibles 














Las ciudades invisibles
Italo Calvino
Traducción: Aurora Bernárdez
Siruela, 2002

Italo Calvino. La leyenda de Carlomagno

El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo al lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.
Italo Calvino. Texto sin título. Seis propuestas para el próximo milenio (1998)












Seis propuestas para el próximo milenio
Italo Calvino
Traducción: Aurora Bernárdez
Ediciones Siruela. Biblioteca Calvino (1998)

Italo Calvino y Mercurio

Para todos los que admiramos la literatura de Italo Calvino, conocer algunos aspectos de su vida resulta entrañable. Ermitaño en Paris nos revela sucesos esenciales que marcaron su vida, forjaron su personalidad y definieron su obra. Cuando en 1984 un periodista del New York Times Book Review preguntó a Italo Calvino qué personaje de ficción o no ficción le hubiera gustado ser, respondió: 
"Me hubiera gustado ser Mercurio. De sus virtudes admiro sobre todo la brevedad en un mundo de brutalidad, su ensoñadora imaginación —como el poeta de la reina Mab— y al mismo tiempo su sabiduría, como voz de la razón en medio de los fanáticos odios entre Capuletos y Montescos. Se mantiene fiel al viejo código de la caballería al precio de su vida, tal vez simplemente por razones de estilo, pero sigue siendo un hombre moderno, escéptico e irónico; un Don Quijote que sabe muy bien qué son los sueños y qué es la realidad, y que vive ambos con los ojos abiertos". 
“I would like to be Mercurio. Among his virtues, I admire above all his lightness, in a world full of brutality, his dreaming imagination —as the poet of Queen Mab— and at the same time his wisdom, as the voice of reason amid the fanatical hatreds of Capulets and Montagues. He sticks to the old code of chivalry at the price of the life perhaps just for the sake of style and yet her is a modern man, skeptical and ironic; a Don Quixote who knows very well what dreams are and what reality is, and he lives both with open eyes”. 








Ermitaño en París. Páginas autobiográficas (Eremita a Parigi
Italo Calvino 
Traducción: Ángel Sánchez Gijón
Editorial Siruela (2004)
Biblioteca Calvino, 13