Cicatrices
Durante la tarde y hasta que se cierra la noche el anciano contempla un remanso estancado del arroyo Tarumá que se encuentra tapizado por anchas hojas de equinodorus, una planta acuática de flores blancas, grandes y bellas. Silbidos seguidos de largos silencios se suceden entre las hojas. Son las ranas trepadoras curupí (Hypsiboas curupi), una especie endémica, con una distribución muy reducida, descrita muy recientemente por la ciencia. El anciano observa detenidamente como si el tiempo no corriese. Cantan sobre las hojas y a veces se sumergen. Mientras sus pupilas se adaptan a la oscuridad, se fija en las cicatrices que recorren el dorso de los pequeños machos, tatuajes feroces ocasionados por las espinas de sus contrincantes, que son el testimonio de las terribles luchas por defender el territorio que han elegido para atraer a su pareja. Cuando llega el silencio, el anciano retira con cuidado las hojas de equinodorus en las que se han posado los machos con cicatrices más numerosas y profundas. A la mañana siguiente, extiende las hojas para que se sequen al sol y las recorta cuidadosamente en forma cuadrangular para después coserlas como si fuera un cuaderno. Al cabo de los días, cuando las hojas han tomado un color pardo, sobre su haz pueden verse extraños signos que el anciano puede leer en guaraní. Son breves y hermosos poemas escritos en una lengua de la que se pensaba que no había un sistema de signos. El anciano sabe que las ranas con las heridas más profundas cuentan las historias más desgarradoras y conmovedoras. Esa es la única poesía que conoce.
Ricardo Reques, Cicatrices (incluido, sin título, en La rana de Shakespeare).
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