Katya Adaui, La calle es ahora más corta

La calle es ahora más corta
Había que sacar a los chicos. Los cuentos se agotan, las historias se repiten. Son como los perros los niños, ¿sabe? Cánsalos de día, dormirán de corrido toda la noche.
Mariana de ratona, Gabo de elefante. Los disfraces de las actuaciones del colegio, maleables por el uso, durarían años. ¿A quién no emocionan los niños imitando? Es tan difícil perder a la madre. Esto del Halloween lo hacían con Ana. Yo no sirvo para andar por ahí jodiendo con el timbre, molestando ancianos, vecinos en bata. Soy también un vecino en bata, un anciano. Me sentía el chofer, entrenado para llevarlos de ida y vuelta, solo ida, solo vuelta, al silencio. Yo tampoco hablaba evitando mentir: “Algún día comprenderán todo”.
Mis hijos perdían amigos (a su edad todavía es fácil hacerlos), regresaban con moretones, les enseñé a defenderse: “Si te empujan, tú empujas”. Los familiares de sus compañeros me ofrecen ayuda en caso necesite cualquier cosa. Nunca tengo claro a qué se refieren. Mariana y Gabo dejaron de ser “la mayor” y “el menor”. ¿Con quién podría llamarlos así? Ana me dejó solo tratando de hacer cualquier cosa lo mejor posible. Con lo del seguro fue previsora, mucho más que yo. Tengo el dinero de un par de años. Mi prioridad, Mariana y Gabo. Complacer. Distraer. Llevo la cuenta, un mes sin “¿qué hacemos para que vuelva mamá?”.
Ana no resucitará, aprendí. Maldito Halloween. Por estas fechas aumentan los secuestros de niños, dicen. Te volteas y ya no están. Te volteas y tienen otra familia. Uno se refugia en la enorme habitación vacía sosteniendo una foto, un recuerdo sin testigos: “Este era...”. ¿Cómo privarme de ver a mis hijos transformados en seres sin preguntas? Nos queda el presente.
Mariana muestra un trozo de queso en la mano orgullosa. Gabo hunde un dedo en la hinchada barriga de espuma, el ruido gris de una burbuja reventando (este recuerdo: los elefantes huérfanos sobreviven si se les amarra una colcha alrededor del lomo, es el ondulante peso de la trompa materna amparando… la misma colcha elegida una y otra vez). ¿Debo pintarme bigotes, rugir alto? Mudar la bata por camisa y pantalón. Verme azorado, respetable, dudoso. Un padre. Que los vecinos admitan: conseguirán mirar lo que está vivo. Ana lo hacía tan bien. Antes de salir advierto: “Solo tocaremos los timbres de las casas, olvídense de los edificios”.
–¿Por qué, papá?
–Si se perdieran por los pasillos, ¿qué sería de ustedes sin mí? Lo que callo: ¿Qué sería de mí sin ellos?
Despliegan las bolsas. Delante de las puertas ensayan ejercicios de paciencia enumerando sin equivocarse: Escucho algo, dice Mariana. ¡Ya vienen!, dice Gabo. Ojos febriles. Animales enjaulados creyendo que todo es comestible. Todo alimenta.
Siento un pavor hondo: ¿y qué puedo hacer? Soy alguien que espera. Un amado muere, uno llora la propia muerte. Observo agazapado. A las puertas, a los niños.
Mis hijos ríen y la noche, ríen y la vida.
Su alegría es una opción. Tocamos todos los timbres. Despertamos resistencias, nuestras bolsas insisten: “seremos escuchados”. Con agilidad de tortuga recojo del suelo caramelos esquivantes, uno por uno caen granizando, me digo: la tranquilidad, autorizándome un tiempo de piñatas, las manos infinitas abarcando todo. Debajo de las ventanas gritamos a la sombra de luces brillantes adivinando miradas altísimas, canciones escapándose de un circo. Irresistibles, deseantes. Son mis hijos.
Después sabrán que soy, por ahora, uno de ellos.
Katya Adaui, La calle es ahora más corta (Algo se nos ha escapado, Criatura Editora, 2013; Perú, Borrador Editores, 2011).
Katya Adaui








Algo se nos ha escapado
Katya Adaui

Borrador Editores, 2011
Katya Adaui
Katya Adaui (Lima, 1977). Es autora de la novela Nunca sabré lo que entiendo (Perú, Editorial Planeta 2014) y de los libros de cuentos Algo se nos ha escapado (Argentina y Uruguay, Criatura Editora, 2013; Perú, Borrador Editores, 2011) y Un accidente llamado familia (Perú, Editorial Matalamanga, 2007).

Voluntad de cambio

Brillantemente prologado por Rebeca Martín, el volumen Volver a las andadas nos ofrece una selección de cuentos representativos de la obra de Ricardo Doménech, algunos de ellos premiados en importantes certámenes.
Un matrimonio y su bebé de seis meses salen del pueblo, hambrientos y sin futuro, en busca de un trabajo en algún lugar cercano, pero un año de malas cosechas y la tiranía de los dueños de las tierras despiertan su rebeldía y los arrastran al delirio. Un pastor, cuya hija necesita una costosa operación en la ciudad, celebra con sus amigos su cambio de suerte y despierta las envidias. El narrador describe minuciosamente las escenas y diálogos que se suceden en una taberna madrileña. La mujer del collar de esmeraldas y ojos negros bellísimos, está en el interior de un restaurante de Nueva York, con música de fondo, atenta a todo lo que sucede a su alrededor; mientras, algo va cambiando con sutileza y la tensión crece. Una pareja que estrena un piso tiene problemas con los vecinos que golpean la pared cada vez que ellos hacen el mínimo ruido. En el ejército, en medio de un desfile, ocurre algo inverosímil. El Ministerio de Justicia puede ser un complejo e incomprensible laberinto, repleto de muebles y otros objetos, diseñado para humillar y dificultar el acceso de las personas. Muhammad al-Banna es un lingüista de El Cairo que, a causa de un accidente, vive recluido en su casa y tiene una peculiar forma de enseñar a sus discípulos. Un catedrático regresa ilusionado al pueblo de su infancia después de treinta años, pero los recuerdos no siempre coinciden con la realidad y sus expectativas quedan truncadas al verse rodeado por un ambiente extraño y hostil. Una rendija de luz en una puerta puede ser causa de desvelos y traer recuerdos de la niñez. Un actor descubre durante un rodaje que un colega suyo, que comienza a ser reconocido, guarda un gran parecido con él y, además, lo imita a la perfección. Cuando se emprende la tarea de ordenar un despacho que ha acumulado libros, revistas y montones de papeles durante años, uno nunca sabe a qué se puede enfrentar. 
En esta escogida selección de cuentos, ordenados cronológicamente, se puede apreciar una voluntad de cambio del autor, el deseo de no quedarse estancado o encasillado y de explorar nuevos territorios del relato. En los ambientes rurales, desde el realismo, sus relatos hacen crítica a situaciones de injusticia moral de la posguerra. Posteriormente, utiliza escenarios urbanos para plasmar, como una fotografía, las costumbres y lo cotidiano. Sin embargo, poco a poco, en los cuentos se van abriendo fisuras por las que se cuela lo desconocido y lo fantástico. En un momento, de la realidad conocida, surge un elemento sorprendente que la distorsiona y entra en conflicto con la razón, rematando el relato con un final redondo.










Volver a las andadas
Ricardo Doménech

Editorial Menoscuarto, 2014

Raymond Queneau, Obras completas de Sally Mara

XLVI
El primer obús se hundió en el césped del jardín de la Academia. Después estalló, salpicando de hierba y humus las copias de estatuas antiguas, estatuas de escayola adornadas con gigantescos pámpanos de zinc.
El segundo siguió el mismo camino. Se desprendieron algunos pámpanos.
El tercero desembocó en Lower Abbey Street, sobre un grupo de soldados británicos, a los que hizo migas.
El cuarto se le llevó la cabeza a Caffrey.
Raymond Queneau. Fragmento de Siempre somos demasiado buenos con las mujeres. Traducción: José Escué. En Obras completas de Sally Mara. Blackie Books, 2014

Raymond Queneau








Obras completas de Sally Mara
Raymond Queneau
Obertura: Enrique Vila-Matas
Traducción: Mauricio Wacquez, José Escué y Manuel Serrat Crespo
Blackie Books, 2014


Ramón Gómez de la Serna, La mujer de las manchas preciosas

La mujer de las manchas preciosas
El doctor de las enfermedades secretas se quedó maravillado cuando aquella enferma en su último grado entreabrió sus ropas. “Desnúdese más”, la dijo pálido de emoción, y vio que toda ella estaba llena de las más preciosas manchas, unas manchas de un verde oro como el verdín de las peñas que quedan en los rincones del mar, combinado con otros matices de un verdín de estatua oxidada o de serpiente maravillosamente verde, con reflejos metálicos. Sobre la carne blanca aquel verde resultaba vivo, humano, adorable, lleno de una simpatía extraordinaria, como con suavidades y tersuras de un leve terciopelo verde. Carne de Dafne era aquella carne, y el doctor perdió la cabeza ante aquella carne manchada y corrompida de un modo precioso y adorable, y, sabiendo cómo se corroería su vida por el contacto, pecó y unió su existencia y su muerte a la de aquella mujer de las manchas de un verde inefable.
Ramón Gómez de la Serna, La mujer de las manchas preciosas (Disparates y otros caprichos, Menoscuarto, 2005).

Ramón Gómez de la Serna










Disparates y otros caprichos
Ramón Gómez de la Serna

Menoscuarto, 2005

Desolación urbana

La muerte a veces sucede en medio del bullicio de la vida y entonces, la gran ciudad se muestra como un ser vivo amenazante. Thomas Wolfe escribe un relato extraño y lúcido, en el que nos plantea el problema de la desolación del hombre en las grandes ciudades a través de cuatro muertes fortuitas que el narrador observa.
Es un día soleado de abril, un hombre está detrás de un carrito vendiendo cigarrillos, comidas y bebidas y entonces ocurre: un camión hace una mala maniobra, se sale de la acera y lo aplasta; rápidamente policías, enfermeros y comerciantes hacen que todo vuelva a la normalidad como si allí no hubiera pasado nada. En el frío mes de febrero, a medianoche, un vagabundo de gran porte deambula borracho junto a un edificio en construcción, se golpea con unas vigas y cae como una losa; cerca de allí unos jóvenes se ríen al contemplar la escena. El mes de mayo regala a Nueva York días resplandecientes, la gente va de un lado para otro en oleadas como un reptil que avanza por las avenidas; cada persona, cada individuo, con su vida particular, con sus anhelos y sus problemas y, de forma inesperada, un accidente laboral hace caer al vacío a un hombre como una antorcha ardiendo. En el túnel del metro un hombre de aspecto harapiento que podría ser cualquier hombre, sin nada que lo distinga de millones de hombres, acurrucado en un banco, deja de moverse para siempre; es una muerte sencilla, sin la violencia de las anteriores, aunque igual de dramática y desasosegante. Estas son las cuatro historias sobre personajes anónimos que describe Wolfe con un estilo casi periodístico, pero, a la vez, cargado de poesía. Una lúcida reflexión sobre el sinsentido del ritmo de la vida moderna, de las prisas, de los empujones en el metro para entrar antes que los demás, con el asombro por la mirada distante con la que somos testigos del drama que sufren otros, sin pensar que, en cualquier momento, el azar puede convertirnos en inesperados protagonistas.
En este texto breve, el autor describe imágenes en ocasiones truculentas, poniendo en evidencia la fugacidad de la vida, sin renunciar al lirismo. Hay también una crítica a la frivolidad con la que la gente contempla la muerte, y hasta se ríe de ella, como si fuera algo ajeno a quienes lo hacen. Otras miradas se apartan para no ver, para evitar pensar en esa muerte que constantemente acecha, por eso hay siempre una premura por eliminar cualquier rastro que nos la recuerde. El azar, la fragilidad de lo humano, el anonimato de las grandes ciudades hace más palpable nuestra soledad. Pero como contrapunto, el humo, el olor a gasolina, la negrura del asfalto y el gris de los edificios se enfrentan en ocasiones al azul del cielo, al verdor de los árboles y al aroma de las flores. Esta novela es un acierto más de la editorial Periférica que nos acerca a las obras de algunos grandes autores que no deberían de pasar desapercibidas. De Thomas Wolfe dijo William Faulkner que era el mejor escritor de su generación y Hermana muerte uno de sus escritos más enigmáticos.









Hermana muerte
Thomas Wolfe

Editorial Periférica, 2014

Vladimir Nabokov, El puerto

El puerto
La peluquería, con su techo bajo, olía a rosas ajadas. Unos tábanos zumbaban pesados, insistentes. Los rayos de sol formaban charcos relucientes de miel fundida en el suelo, pellizcaban el cristal de las lociones con sus destellos, y se traslucían a través de la gran cortina de la entrada: una cortina de cuentas de arcilla enhebradas en cuerdas de bambú que se alternaban con cáñamo más grueso, y que se desintegraba en un estrépito iridiscente cada vez que alguien la apartaba a un lado para entrar. Ante él, en el espejo lóbrego, Nikitin vio su propio rostro atezado, los rizos brillantes y como esculpidos de su pelo, el destello de las tijeras que chirriaban sobre sus orejas, y sus ojos se concentraron, severos, como ocurre siempre cuando te miras en el espejo. Había llegado a este antiguo puerto del sur de Francia el día anterior, desde Constantinopla, donde la vida se le había empezado a volver insoportable. Aquella mañana había estado en el consulado de Rusia, y en la oficina de empleo, y había paseado sin rumbo por la ciudad, una ciudad que reptaba en pendiente hasta el mar por tortuosas callejuelas, y ahora, exhausto, postrado a causa del calor, había entrado allí a cortarse el pelo y a refrescarse la mente. El suelo en torno a su sillón estaba ya cubierto por pequeños ratones brillantes desparramados por todas partes: sus mechones cortados. El barbero tomó la espuma y la extendió en su mano. Un escalofrío delicioso le recorrió la coronilla al sentir los dedos del barbero que con firmeza le aplicaban la espesa espuma. A continuación, un corte helado lo sobresaltó, y una toalla esponjosa le cubrió el rostro y el pelo mojado.
Abriéndose paso con los hombros por la ondulante lluvia de la cortina, Nikitin salió a una avenida de considerable pendiente. El lado de la derecha estaba a la sombra; a la izquierda, un arroyo estrecho parpadeaba junto a la acera en un tórrido resplandor; una joven de pelo negro, desdentada y con pecas oscuras, recogía agua del arroyo hirviente en un cubo metálico que guachapeaba; y el arroyo, el sol, la sombra violeta, todo fluía y se derramaba hacia el mar: un paso más y, en la distancia, entre unos muros, se perfilaba su brillo compacto de zafiro. Eran pocos los peatones que caminaban por la zona de sombra. Nikitin se encontró con un negro que subía vestido con un uniforme colonial, cuyo rostro parecía un chanclo mojado. En la acera, una silla de paja acogía en su asiento a un gato que saltó en una especie de bote amortiguado. Una estridente voz provenzal empezó a charlotear atropelladamente en alguna ventana. Una persiana verde restallaba contra el marco de su ventana. En un puesto callejero, entre los moluscos púrpura que olían a algas marinas, los limones disparaban oro granulado.
Al llegar al mar, Nikitin se detuvo para mirar entusiasmado al denso azul que, en la distancia, se mudaba en plata cegadora, y también al juego de luces que delicadamente moteaba la gavia de un yate. Luego, incómodo con el calor, fue en busca de un pequeño restaurante ruso cuya dirección había anotado antes en un tablón de anuncios del consulado.
El restaurante, como la peluquería, no estaba demasiado limpio y hacía también mucho calor. Al fondo, en un amplio mostrador, se veían las frutas y los entremeses a través de olas de un percal grisáceo. Nikitin se sentó y estiró la espalda; la camisa se le pegaba a la piel. En la mesa vecina había dos rusos, evidentemente marineros de un barco francés, y, un poco más allá, un tipo solitario con gafas de montura metálica dorada que no paraba de hacer ruidos y de sorber la sopa con cada cucharada. La dueña, limpiándose las manos hinchadas con una toalla, miró al recién llegado con aire maternal. Dos cachorros lanudos jugaban en el suelo en un revoltijo de cuerpos y patas. Nikitin silbó y una vieja perra en estado lastimoso llegó hasta él y apoyó el hocico en su regazo.
Uno de los marineros se dirigió a él en tono pausado y sereno.
-Mándala a paseo. Te llenará de pulgas.
Nikitin acarició la cabeza de la perra y alzó sus ojos radiantes.
-No les tengo miedo... Constantinopla... Los cuarteles... Ya se pueden imaginar...
-¿Cuándo has llegado? -preguntó un marinero. Voz serena. Camiseta de malla. Tranquilo y competente. Pelo negro bien recortado en la nuca. Frente despejada. Aspecto general decente y plácido.
-Ayer por la noche -contestó Nikitin.
El borscht y el vino tinto peleón le hicieron sudar aún más. Le agradaba tener la oportunidad de relajarse y mantener una conversación tranquila. Los rayos de sol, ardientes, penetraban por el vano de la puerta junto con el brillo del arroyuelo del callejón; desde su esquina debajo del contador del gas, las gafas del viejo ruso centelleaban.
-¿Busca trabajo? -preguntó el otro marinero, que era de mediana edad, ojos azules, con un bigote color morsa pálida, y que también tenía un aspecto limpio y arreglado, al que sin duda contribuían el sol y el salitre marino.
Nikitin dijo con una sonrisa.
-Naturalmente que estoy buscando trabajo... Hoy fui a la oficina de empleo... Hay trabajo, necesitan gente para colocar postes telegráficos, para tejer guindalezas... Pero no acabo de decidirme...
-Ven a trabajar con nosotros -dijo el hombre moreno-. De fogonero o algo así. Ése sí que es un trabajo de hombres, te doy mi palabra... ¡Ah, ahora llegas, Lyalya, nuestros más profundos respetos!
Entró una joven con un sombrero blanco y un rostro dulce, pero sin ningún atractivo especial. Se abrió camino entre las mesas, sonriendo, primero a los cachorros, y luego a los marineros. Nikitin les había preguntado algo pero olvidó su pregunta al mirar a la chica y ver ese movimiento de sus caderas, en el que reconoció inequívocamente las cadencias de la mujer rusa. La dueña miró a su hija con ternura, como si estuviera diciendo: «¡Pobrecilla mía, qué cansada estás!», porque probablemente había pasado toda la mañana en una oficina, o en unos almacenes. Había en ella algo conmovedoramente doméstico que te llevaba a pensar en jabón de violetas o en un campamento de verano en medio de un bosque de abedules. Ni que decir tiene que Francia ya no estaba al otro lado de la puerta. Aquellos movimientos cimbreantes... Espejismos solares.
-No, no es nada complicado -seguía el marinero-. Funciona de la siguiente manera, coges un cubo de hierro y un pozo de carbón. Empiezas a raspar. Al principio suavemente, de manera que el carbón se deslice en el cubo por sí mismo, y luego rascas más fuerte. Cuando has llenado el cubo lo pones en una carretilla. Y lo haces rodar hasta el fogonero mayor. Un golpe de su pala y zas, la puerta del horno ha quedado abierta, un golpe de la misma pala y zas, ya está dentro el carbón, ya sabes, dispuesto de tal forma en abanico sobre el fuego que caiga proporcionadamente por todas partes. Trabajo de precisión. No le quites el ojo a la válvula, y ya sabes, si baja la presión...
En el marco de una de las ventanas que daba a la calle apareció la cabeza de un hombre vestido de blanco y con un panamá.
-¿Cómo estás, mi querida Lyalya?
Apoyó los codos en el alféizar de la ventana.
-Claro que hace mucho calor, en ese lugar es un horno de verdad, vas a trabajar sin ropa, sólo con unos pantalones y una camiseta de malla. La camiseta está negra cuando acabas de trabajar. Como te estaba diciendo, hablando de la presión, se forma una especie de «pelo» en el horno, una especie de incrustación dura como la piedra, que tienes que romper con un atizador así de largo. Es un trabajo duro. Pero después, cuando saltas a cubierta, el sol parece fresco incluso cuando estás en los trópicos. Entonces te duchas, y luego bajas a tu cuarto, directo a tu hamaca, y eso es el cielo, déjame que te diga...
Y mientras tanto, en la ventana:
-E insiste en que me vio en un coche, ¿entiendes? (Lyalya con una voz aguda y toda excitada.)
Su interlocutor, el caballero de blanco, seguía apoyado en el alféizar, en el exterior, el cuadrado de la ventana enmarcaba sus hombros redondeados y su rostro afeitado y suave, iluminado parcialmente por el sol; un ruso que había tenido suerte.
-Y me sigue diciendo que yo llevaba un vestido color lila, cuando ni siquiera tengo un vestido lila -gritaba Lyalya-, e insiste: «Zhay voo zasyur».
El marinero que había estado hablando con Nikitin se volvió y preguntó:
-¿No sabes hablar ruso?
El hombre de la ventana dijo:
-Conseguí traerte esta música, Lyalya. ¿Te acuerdas?
Y entonces se produjo un aura momentánea, y parecía que fuera casi deliberada, como si alguien se estuviera divirtiendo inventándose a esta chica, esta conversación, este pequeño restaurante ruso en un puerto extranjero, un aura de la cotidiana y querida Rusia provinciana, y en ese preciso momento, y debido a una milagrosa y secreta asociación mental, el mundo le pareció más grande a Nikitin, anheló atravesar los océanos, abordar bahías legendarias, escuchar indiscreto las almas de todas las gentes.
-¿Nos preguntaste cuál era nuestra ruta? Indochina -dijo espontáneamente el marinero.
Nikitin pensativo sacó un cigarrillo de la pitillera; en la tapa de madera tenía grabada un águila de oro.
-Debe ser maravilloso.
-¿Pues qué pensabas? Claro que lo es.
-Está bien. Cuéntamelo. Cuéntame algo de Shanghai o Colombo.
-¿Shanghai? La he visto. Cálidas lloviznas, arenas rojas. Tan húmeda como un invernadero. De Ceilán, sin embargo, apenas puedo hablar, no bajé a tierra a visitarla. Me tocaba guardia, sabes.
Con los hombros encogidos, el hombre de la chaqueta blanca le estaba diciendo algo a Lyalya a través de la ventana, suavemente, algo que parecía muy importante. Ella escuchaba, con la cabeza inclinada, acariciándole la oreja a la perra con una mano. La perra, sacando su lengua rosa como el fuego, jadeando alegre y rápida, miraba por el resquicio soleado de la puerta, debatiendo probablemente si merecía la pena salir a tumbarse al sol en el quicio caliente. Y tal parecía que la perra pensara en ruso.
-¿Y dónde tengo que ir a solicitar ese trabajo? -preguntó Nikitin.
El marinero le guiñó un ojo a su compañero como diciendo «Ya te lo decía yo, lo he convencido». A continuación dijo:
-Es muy sencillo. Mañana por la mañana a primera hora, con la fresca, vas al puerto viejo y al muelle dos, donde encontrarás al Jean-Bart. Habla con el piloto. Creo que te contratarán.
Nikitin se quedó observando con mirada cándida y también intensa la frente despejada e inteligente de aquel hombre.
-¿Y antes, en Rusia, en qué trabajabas? -preguntó.
El hombre se encogió de hombros y torció la boca en una sonrisa.
-¿Que qué es lo que era? Un estúpido -respondió por él el del bigote caído con su voz de barítono.
Más tarde, ambos se levantaron. El joven sacó la cartera que llevaba metida en los pantalones, detrás de la hebilla del cinturón, como los marineros franceses. Lyalya se acercó hasta ellos y les dio la mano (con la palma probablemente un punto húmeda) y algo ocurrió que la llevó a reírse en tonos agudos. Los cachorros seguían retozando en el suelo. El hombre de la ventana se dio la vuelta, silbando distraído y tierno. Nikitin pagó y salió despreocupado al aire libre.
Eran más o menos las cinco de la tarde. El azul del mar, entrevisto al final de las largas callejuelas, le hacía daño en los ojos. Las puertas circulares de los baños públicos ardían con el sol.
Volvió a su sórdido hotel y se dejó caer en la cama estirando despacio tras su nuca sus manos entrelazadas, en un estado de beatitud provocado por la borrachera solar. Soñó que volvía a ser un oficial, que caminaba por las colinas de Crimea cubiertas de arbustos de roble y de algodoncillo, segando a su paso las aterciopeladas cabezas de los cardos. Le despertó su propia risa; se despertó y la ventana ya se había tornado azul con el ocaso.
Se asomó al abismo de frescura, meditando: mujeres que pasean. Algunas de ellas rusas. Qué estrella tan grande.
Se alisó el cabello, se quitó el polvo de la punta de los zapatos con una esquina de la manta, comprobó que su cartera seguía en su sitio -sólo le quedaban cinco francos- y salió a vagar por las calles y a gozar de su solitaria ociosidad.
Con la caída de la noche todo había cobrado vida. A lo largo de las callejuelas que descendían hasta el mar, había gente sentada al aire libre, tomando el fresco. Una chica con un pañuelo de lentejuelas... Unas pestañas que no paraban de bailar... Un tendero con su buena barriga, sobre la que lucía un chaleco abierto que dejaba escapar el faldón de la camisa, fumaba sentado a horcajadas en una silla de paja, con los codos apoyados en el respaldo vuelto contra sí. Unos niños saltaban en cuclillas mientras intentaban que navegaran sus barquitos de papel a la luz de una farola, en el arroyuelo negro que corría junto a la estrecha acera. Olía a pescado y a vino. De las tabernas de los pescadores, que brillaban con un rayo amarillo, llegaba la música de unos organillos, el ruido de las palmas golpeando las mesas, gritos metálicos. Y, en la parte alta de la ciudad, a lo largo de la avenida principal, las masas nocturnas paseaban y se reían, y los finos tobillos de las mujeres junto con los zapatos blancos de los oficiales de marina brillaban en relámpagos bajo las nubes de acacias. Aquí y allí, como si fuera un despliegue de llamas de colores de fuegos artificiales que hubieran quedado petrificados, los cafés resplandecían en el atardecer púrpura. Las mesas circulares desplegadas allí mismo en la acera, las sombras de los arces reflejándose en los toldos de rayas, todo ello iluminado desde el interior. Nikitin se detuvo, fantaseando con una jarra de cerveza, fría como el hielo y consistente. Dentro, junto a las mesas, un violín desgranaba sus notas como si fueran manos humanas, acompañado del hondo resonar de las olas de un arpa. Cuanto más banal es la música, más cerca se encuentra del corazón.
En una de las mesas del exterior se encontraba una buscona, toda vestida de verde, balanceando la pierna y jugando con la puntera de su zapato.
Me tomaré esa cerveza, decidió Nikitin. No, será mejor que no... Y luego, otra vez...
La mujer tenía ojos de muñeca. Había algo que le resultaba muy familiar en esos ojos, en esas piernas largas y bien torneadas. Se levantó de repente agarrándose al bolso, como si tuviera prisa por ir a algún sitio. Llevaba una especie de chaqueta larga de un tejido de seda esmeralda que se le pegaba a las caderas. Y se fue, entrecerrando los ojos al compás de la música.
Sería una coincidencia extraña, pensó Nikitin. Algo semejante a una estrella fugaz se precipitó en lo hondo de su memoria, y, olvidándose de su cerveza, la siguió en su camino a través de una callejuela oscura y brillante. Una farola alargaba su sombra. La sombra relampagueó al pasar por un muro y se perdió. Ella caminaba despacio y Nikitin tenía que contener su paso, temiendo, por alguna razón, alcanzarla.
Sí, no cabe duda... Dios, esto es maravilloso.
La mujer se detuvo en el bordillo de la acera. Una bombilla carmesí ardía sobre una puerta negra. Nikitin pasó por delante, volvió, rodeó a la mujer y se detuvo. Con una risa arrullante ella pronunció un término francés para seducirlo.
En aquella luz macilenta, Nikitin vio su rostro hermoso y fatigado y el brillo húmedo de sus dientes diminutos.
-Escucha -le dijo en ruso, sencilla y suavemente-. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, así que ¿por qué no hablar en nuestra lengua?
Ella arqueó las cejas.
-¿Inglés? ¿Hablas inglés?
Nikitin la miró atentamente y luego repitió con una nota de desesperación.
-Vamos, tú sabes que yo lo sé.
-¿Entonces, eres polaco? -preguntó la mujer, arrastrando la última sílaba como hacen en el sur.
Nikitin la dejó estar con una sonrisa sardónica, le embutió en la mano un billete de cinco francos, y desapareció rápidamente cruzando la plaza. Un instante después oyó unas pisadas rápidas tras de sí, y una respiración entrecortada, y también el roce de un vestido. Se volvió a mirar. No había nadie. La plaza estaba oscura y desierta. Una hoja de periódico volaba por las baldosas de la plaza impulsada por el viento de la noche.
Suspiró, volvió a sonreír una vez más, se embutió las manos en los bolsillos, y mirando a las estrellas, que lucían y desaparecían como impulsadas por unos fuelles gigantes, empezó a bajar caminando hacia el mar. Se sentó en el viejo muelle con los pies colgando sobre el agua, contemplando el movimiento rítmico de las olas iluminadas por la luna, y se quedó así sentado durante mucho rato, con la cabeza hacia atrás, apoyada en las palmas de las manos.
Una estrella fugaz cayó despedida, repentina como un latido perdido del corazón. Una fuerte ráfaga de viento, limpia, le atravesó el cabello, pálido en el resplandor nocturno.
Vladimir Nabokov, El puerto (1924).


Vladimir Nabokov

Espejos de la sociedad

No descubro nada cuando afirmo que Manuel Moya es un escritor comprometido con este tiempo, tan tumultuoso como cualquier otro, al que, por encima de todo, le interesa la gente y cómo ésta se desenvuelve en el día a día. De su inconformismo crítico surge la necesidad de contar para mostrar situaciones a las que, a veces, no queremos o no nos gusta mirar. La ficción es también una buena forma de invitarnos a reflexionar sobre nuestra manera particular de encarar determinadas situaciones sociales. No importa que lo exprese en forma de poemas, de novelas o de cuentos porque, al final, lo que logra es mostrarnos vidas y escenarios que pueden estar o no ocultos a nuestros ojos, pero que, en cualquier caso, resultan significativos al revelarlos con el ángulo inusual y a veces sorprendente desde el que contempla el mundo.
Coincide en estos meses que ven la luz dos de sus últimas obras: el libro de relatos Ningún espejo, publicado en El Rodeo Ediciones y la colección de microcuentos titulado Caza mayor, que ha editado Baile del Sol. En ambos casos se trata de una literatura reivindicativa, dentro de una corriente neorrealista, que nos obliga a abrir los ojos para enfrentarnos a la mirada de los perdedores, de los desfavorecidos, de los excluidos de la sociedad feliz, de los que no encuentran consuelo en un universo que se ha construido sin contar con ellos. Sus propuestas ingeniosas unas veces nos despiertan la sonrisa, otras nos incomodan cuando se adivinan situaciones perturbadoras a las que sería más fácil no mirar y nos empuja a plantear la responsabilidad ética que tenemos hacia ellas.
Ningún espejo es una colección de quince relatos vertebrados por problemas comunes en nuestra sociedad. En la superficie, son historias cotidianas que tienen protagonistas humildes, pero en todas ellas subyace otra historia más profunda que demanda la atención del lector. La fatalidad que ronda su vida, la necesidad de tener que lidiar constantemente contra las adversidades y la tremenda soledad, son características comunes en los personajes de Moya que, a pesar de su impotencia y desconsuelo, llegan a conformarse con su suerte. En sus historias se pone de manifiesto la ceguera de la sociedad ante las cosas sencillas que ofrece la naturaleza, donde los anhelos y la esperanza por conseguir un futuro algo mejor son el motor de la vida de estos personajes que no siempre pueden evitar caer en la desesperación, de extrañarse ante una sociedad que no les resulta amable. La crisis económica y de valores, el problema de la emigración, la fidelidad de las parejas, las relaciones sentimentales, la forma de asumir la muerte, el desempleo o la drogadicción forman parte del elenco de temas que preocupan al autor. Su escritura se basa en una atenta observación no sólo de lo que le rodea sino de cómo se cuenta. Así, utiliza monólogos —a veces sin un solo punto en el texto—, con jergas y formas marginales de expresión en personajes a los que siempre trata con ternura. En alguna ocasión los relatos se cruzan o se continúan, Hay cuentos entrañables como “Cerezas”, donde un anciano, que vive en una chabola y cuida un cerezo con la ilusión de que sus nietos puedan verlo, observa cómo la ciudad, en su crecimiento, va engullendo los suburbios de forma amenazante y las nuevas tecnologías ciegan la belleza natural y apagan sus sueños. Otros son originales por la forma con la que son narrados como “Bailar, bailar”, cuya joven protagonista, a la que le atraen los hombres con olor a árbol recién cortado, solo quiere bailar, bailar y huir. La mayor parte de los relatos invitan a considerar nuestra manera de vivir o de morir y esto es muy palpable en "Girasoles" que narra la coincidencia de dos enfermos terminales en una sala de hospital; el lamento de uno de ellos, cuyas creencias religiosas no logran consolar, pone en evidencia dos visiones muy distintas de la vida. Destacan también con fuerza "Los planes de Álvaro", en el que dos hombres, con una amistad forjada en su juventud, vuelven a encontrarse después de muchos años, en los que los deseos de cambiar el mundo se han ido extinguiendo. O los que se desarrollan en un ambiente de drogadicción como “Ratas”, donde se vive un drama romántico actualizado de Romeo y Julieta y “El ahogado”. Pero son especialmente memorables “Sacrificio”, un cuento muy carveriano y el emocionante y desgarrador “Corina”. Son relatos, en definitiva, de gran contenido humano. 
Ricardo Piglia mantiene la tesis de que todo cuento cuenta dos historias, una evidente y otra sumergida, insinuada, que otorga sentido profundo a la superficie del relato. Los cuentos de Manuel Moya son un claro ejemplo de ello porque narran una historia dentro de otra y, casi siempre, lo subterráneo, es lo que más nos conmueve, aquello que nos provoca un movimiento involuntario de desasosiego e inquietud. 
Esta doble lectura aparece también con frecuencia en los microcuentos de Caza mayor, donde el mensaje principal en ocasiones se sostiene con los silencios. Este libro reúne piezas más experimentales, más lúdicas, pero en las que siguen estando presentes las denuncias ante las desigualdades sociales, los ambientes marginales y los abismos a los que se asoman personajes laterales, desubicados y desnortados, los actuales Homo sacer, que no encuentran su lugar dentro de una sociedad cada vez más ciega y más sorda. Aquí Moya nos demuestra su destreza como ilusionista, con microcuentos brillantes, inteligentes, audaces, surreales, provocadores y cargados de estímulos. Al igual que decía Cortázar, entiende la literatura como un juego, irreverente a las normas que se pretenden establecer y eximiéndola de toda solemnidad. Caza mayor es el primer libro de Manuel Moya dedicado íntegramente al microcuento aunque las fronteras que definen el género no están claras en muchos de los textos. En la "Nota final" el autor nos advierte que algunos de estos escritos plantean razonables objeciones al género y que con ello pretende explorar sus fronteras, por otro lado, nunca bien perfiladas. Este juego literario cargado de creatividad verbal e ingenio —donde no faltan variaciones, los giros y la reescritura de algunos relatos—, permite aflorar el asombro ante la vida y ante el comportamiento de los hombres, un desconcierto que se evidencia desde la realidad deformada y se resuelve con humor, con fina ironía y con sorpresa. Aquí, nuevamente, nos muestra su mirada atenta, su gran capacidad para observar y para mostrar con dura claridad lo que sucede a nuestro alrededor. No son textos amables, ni razonables, sus palabras buscan la provocación, zarandear nuestra conciencia, incitarnos a evitar la imparcialidad.
Si en Ningún espejo se puede intuir la presencia de Faulkner, Carver, Benet, Sánchez Ferlosio o Aldecoa, en Caza mayor se rinde un homenaje explícito a autores como Kafka o Monterroso, entre otros. En ambos libros, los cuentos y microcuentos de Moya, nos invitan a reflexionar sobre el mundo que hemos hecho y hasta consigue hacer revolución con las palabras. Aquí se hace tangible la reflexión de Emile Zola cuando afirmaba que algunas obras literarias dicen más sobre el hombre y sobre la naturaleza que los grandes estudios de filosofía o de historia.












Ningún espejo
Manuel Moya
El Rodeo Ediciones, 2014















Caza mayor
Manuel Moya
Baile del Sol, 2014


Hipólito G. Navarro, En beneficio de la música

En beneficio de la música
El primer violín, más que cansado tras el concierto o aturdido por la ovación, calculaba a su manera la intensidad de los aplausos y se sorprendía del inmenso charco de sangre postrado a sus pies. La había sentido correr tibia por entre los dedos y el brazo durante al menos media hora, más que ninguna otra vez en los últimos dos años, aunque no sospechó que perdía tanta. De todas formas le daba igual, pues allí delante el auditorio se derretía en aplausos, un estrépito de palmas que pudo oír triplicado cuando el director de la orquesta lo señaló a él, primer violín, y tuvo que saludar otra vez inclinándose, sujetando su instrumento cubierto con la sangre que seguía manando a borbotones de las yemas de sus dedos cortadas por las cuerdas. «¡Bravo, bravo!», clamaba el público. «¡Bravísimo!», gritó una voz de mujer cuando el primer violín, pasando su instrumento a la otra mano (cientos de pares de ojos estaban pendientes de sus movimientos), se llevó las puntas de sus dedos a la boca con un gesto estudiado delante del espejo, y absorbió de manera voluptuosa la sangre que había comenzado a regalar desde los primeros compases del larghetto. Ante el innúmero público puesto en pie, su paladar de vampiro del éxito saboreó una vez más de sus dedos aquel virtuosismo púrpura de tauromaquia con que sabía disimular la ausencia de otro más técnico al que ni su talento ni sus manos alcanzaban.
Saludó todavía cuatro veces más.
Luego, ya camino del hotel, contemplando en la penumbra del asiento de atrás sus dedos vendados, el primer violín se dijo lo de siempre: «Un concierto memorable.»
Si bien ese pensamiento era una certeza, no dejaba de ser una certeza incompleta sin embargo. El concierto de esa noche, no cabe duda, sería por muchos recordado, pero el primer violín no sería capaz de recordarlo a la mañana siguiente. De esto último estaba tan seguro el segundo violín como de que nada más llegar al hotel tendría que deshacerse del frasquito y el paño con que impregnó de veneno las cuatro cuerdas de aquel artefacto que ya venía desde mucho tiempo atrás dando sombra a su talento.
Hipólito G. Navarro, En beneficio de la música (Los tigres albinos. Pre-Textos, 2000).
Hipólito G. Navarro 









Los tigres albinos
Hipólito G. Navarro

Pre-Textos, 2000