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Pilar Adón, Botellitas

Botellitas.
A Dora Sallter le gustaba coleccionar las botellitas de vidrio de los zumos de frutas que iba tomando durante las vacaciones, porque luego pensaba decorarlas con distintos tonos de verde o de azul, y llenarlas de flores pequeñas con las que adornar su habitación de la ciudad. Era un pequeño lujo que Dora podía permitirse ya que las botellitas no ocupaban mucho espacio y eran capaces de regalarle una belleza singular al rincón elegido para ser agraciado con una flor viva. Un pequeño lujo que iba calmando el ansia de lujos mayores que Dora deseaba obtener y que estaban relacionados, en su mayoría, con la posesión de una casa para ella sola. Una casa grande o pequeña, bonita o fea. Daba lo mismo porque ya se encargaría ella de arreglarla y de cubrirla de elementos hermosos y discretos. Pero, de momento, sabía que tendría que seguir conformándose con sus consuelos triviales, con sus botellitas y las flores por los rincones, porque la gran pretensión todavía no estaba a su alcance. Y no lo estaba debido, también en su mayor parte, a la pereza mental, física y eterna de Oliver Oser, su novio.
Oliver Oser era un chico rubio, pálido y muy delgado, cuya característica facial más notable residía en una pequeña cicatriz sobre el labio inferior que le daba un aspecto algo extraño, no desagradable pero sí un tanto caprichoso y arbitrario, como si todo lo que tuviera a su alrededor le estuviera causando una permanente sensación de asco. Gesto que casi siempre se veía compensado por el profundo color grisáceo de sus ojos que generalmente divagaban sin sentido pero que, en las raras ocasiones en las que decidían posarse sobre cualquier objeto, eran capaces de dotarlo de una luminosidad casi lunar. Y en aquel instante, la mirada extraviada de Oliver había ido a detenerse sobre una de las botellas de zumo de su querida Dora.
– ¿De qué color vas a pintar ésta? –preguntó.
Dora Sallter suspiró, dio un sorbo lento de su vaso lleno de líquido anaranjado y tardó en responder pausadamente, sin ganas:
– No lo sé, Oliver… No lo sé. Siempre me preguntas lo mismo, una y otra vez, y yo siempre te respondo lo mismo una y otra vez. Que no lo sé.
Oliver no se inmutó por la respuesta un tanto agria de su pequeño y dulce amor, y continuó mirando la botella sin parpadear, con los pensamientos fundidos por entre los átomos del vidrio. Y mientras tanto Dora, su dulzura, observaba los besuqueos intensos de la pareja que tenían al lado e imaginaba que aquel chico moreno, fuerte y curtido que abrazaba con tal pasión a su compañera y que era capaz de abrir la boca, succionar y estirar la lengua de esa manera tan firme, con tanta resistencia, seguramente sería capaz también de comprar una buena casa y equiparla con todo lo necesario para vivir en ella sin más preocupaciones. En cambio Oliver… No había más que verle, desentrañando los misterios de la etiqueta de la botella de zumo, navegando por las gotitas que se habían quedado adheridas en el interior, enumerando las baldosas blancas que había en el suelo hasta llegar a una de las baldosas rojas… Oliver nunca compraría una casa, y ella tendría que seguir enclaustrada para siempre en aquella habitación cada vez más escasa, más agobiante, ya que había ido apilando en su interior las mil cosas que seguía comprando año tras año para su hipotética casa futura.
Aquella casa que nunca llegaría si continuaba con Oliver. Y ahí estaba la cuestión. Ahí residía el problema. ¿Por qué seguía con Oliver? No creía quererle en exceso. Tampoco podría decir que se sintiera muy atraída físicamente por él. ¿Entonces? ¿Por qué no se libraba de él y comenzaba a buscar un verdadero hombre, alguien que fuera capaz, monetaria y emocionalmente, de comprar una casa? Alguien como ese chico moreno que seguía succionando y que continuaría así durante mucho tiempo…
– Oliver, cielo –dijo–. ¿Por qué no vas al apartamento y me traes mi chaqueta azul? Está empezando a refrescar y tengo frío. ¿Me harías ese favor, cariño?
Él tardó un poco en despegar los ojos de una de aquellas baldosas rojas que detenían su cuenta de baldosas blancas. Vaciló, aspiró largamente por la nariz y, por fin, levantándose de la silla, fue capaz de responder:
– Por supuesto, mi amor. Vuelvo ahora mismo. No te muevas de aquí. Voy corriendo.
Dora Sallter ya sabía que iría corriendo porque si de algo estaba segura era de que Oliver la quería. Se enamoró de ella como un bobo hacía casi once años y desde entonces no había dejado de hacer cualquier cosa que ella le pidiera. Cualquier cosa.
Volvió de nuevo la cabeza hacia los dos succionadores y vio, con asombro, que estaban discutiendo con una furia inesperada considerando que tan sólo cinco minutos antes se habían bebido los intestinos mutuamente. Ahora se miraban con ira, a ratos con desprecio, y lo que se decían casi a gritos sonaba tan brusco, tan violento, que Dora comenzó a sentir por ellos un desprecio creciente. Oliver y ella no discutían porque él, debía reconocerlo y se le escapó una pequeña sonrisa involuntaria, siempre terminaba cediendo a sus querencias. Tenía que admitir que solía salirse con la suya y eso era, lo sabía, porque Oliver la quería más que a ninguna otra persona en el mundo. La quería mucho y si no compraba la dichosa casa era, para qué negarlo, porque no podía, porque no ganaba lo suficiente en ese trabajo miserable que tenía, en el que día tras día se le menospreciaba y en el que estaba dando lo mejor de sí mismo sin que nadie se lo reconociera. Así que Dora Sallter siguió sonriendo, ahora más ampliamente, mientras la pareja de la mesa contigua no dejaba de pelear a voces. Oliver la amaba, a ella y sólo a ella.
Bebió lentamente el zumo de su vaso y contempló el paseo marítimo mientras esperaba. Luego despegó la etiqueta de la botellita y volvió a mirar hacia el mar. Al rato pidió otro zumo porque la terraza estaba completamente llena y los camareros comenzaban a merodear a su alrededor. Se bebió el zumo, observó largamente el paseo marítimo y quitó de nuevo la etiqueta de la botella. Oliver estaba tardando mucho y eso era algo muy extraño en él. Muy extraño. Dora dirigió su mirada hacia la carretera oscura y mal asfaltada que él había tomado corriendo para llegar al apartamento más rápidamente y, aunque no le gustaba mostrar impaciencia ante las llegadas de Oliver –no quería que él pudiera pensar que estaba expectante–, esta vez se sentía francamente alerta. Oliver estaba tardando mucho. Mucho… De repente Dora Sallter se levantó de la silla y, con los ojos muy abiertos en una expresión de horror, se llevó una mano a la boca. No gritó, no dijo nada, pero se quedó allí de pie, vigilada por los camareros y por los demás clientes de la cafetería, porque Oliver se había ido corriendo hacia aquella carretera estrecha y mal iluminada por la que los coches circulaban a una velocidad considerable y no era muy frecuente el paso de peatones y, sobre todo, especialmente y por encima de cualquier otra consideración, porque Oliver nunca sabía dónde ponía los ojos.

Pilar Adón, Botellitas.

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Pilar Adón


Pilar Adón, El infinito verde

El infinito verde
Corrían las dos tomadas de la mano. Iban a ver el cadáver del loco con los dientes rotos que el padre de su amiga había encontrado la tarde anterior, y corrían entre los charcos, las zarzas, las ramas caídas, la hierba, las flores y las enormes piedras. Tenían prisa porque era tarde, la noche se les iba a echar encima. Así que su amiga iba delante, abriendo el camino, y Sofía se dejaba guiar. Era su amiga quien sabía dónde estaba el cadáver. Su padre se lo había descrito a ella y, por tanto, debía ser ella quien corriera rompiendo las ramas con los pies, haciendo un surco con el cuerpo, dejando un rastro tras de sí al pasar… Sofía iba detrás y a veces se reía.
Las dos respiraban una humedad constante, y cada vez que abrían la boca una nube de vaho aleteaba a su alrededor hasta desaparecer disuelta en el aire. El frío se enroscaba en sus gargantas, apretando con fuerza, y su amiga decía «ya llegamos» cada diez pasos. Sofía se reía diciendo que no llegaban nunca, y entonces la otra chica tiraba más de su mano y repetía: «Ya llegamos».
El verde las rodeaba, el verde limitaba sus movimientos, el verde no permitía ver qué había más allá, el verde ahogaba y no llegaban a su destino nunca. Sofía preguntó que por qué no se daban la vuelta.
—¡Porque no! Porque ya estamos cerca y sería ridículo abandonar ahora. Veremos al muerto, y luego se lo contaremos a las demás.
—Se hace de noche.
—¿Es que quieres que todo el mundo se ría de nosotras? —preguntó casi gritando su amiga, mientras soltaba su mano con violencia.
—No…
—¡Pues entonces vamos!
Y siguieron caminando con más decisión aunque también con menos fuerzas. El frío era cada vez más intenso, como eran más intensos los ecos producidos por los animales.
Llevaban los pies empapados porque el verde no dejaba ver el suelo, el verde ocultaba los charcos, y las dos caían en ellos pensando inocentemente que todo lo que había bajo sus zapatos era tierra. Pero lo cierto era que aquel verde dominaba el recorrido.
—Tiene que ser por aquí —dijo su amiga en voz baja.
Y Sofía no se atrevió a repetir que deberían volver a casa. De todas formas, ya era casi de noche y el camino aparecería igualmente oscuro.
—No puede quedar lejos…
Eran dos excursionistas en busca de la representación fascinante que suponía un desenlace trágico. No puede quedar lejos… Las palabras de su amiga se fueron perdiendo en la distancia verde y, de pronto, Sofía advirtió que había dejado de oír su voz y que todo lo que podía percibir era el sonido de unas pisadas que se alejaban corriendo.
La llamó, gritó, pero no obtuvo respuesta. Tan sólo el rumor de los pasos de su amiga que, cada vez más remoto, se unía a los demás ruidos de la noche, y que pronto se disiparía también, dejándola sola allí, en el centro del verde, rodeada de una aspereza húmeda y asfixiante, limitada por un verde que impedía pensar con claridad.
Repitió su nombre, esta vez en voz baja, y le pareció que la maleza se estremecía ante aquel sonido extraño, así que no volvió a hablar. Intentó avanzar en la dirección que llevaban las dos, pero decidió de inmediato que lo mejor sería darse la vuelta y emprender el camino de regreso. Sin embargo, no supo por dónde debía ir. El espacio abierto unos momentos antes había desaparecido. El bosque se había regenerado: había reconstruido en un segundo los desperfectos que ambas habían ocasionado. Tan sólo el verde que ella pisaba continuaba modificado, aunque se trataba de un espacio muy reducido. Cada vez más reducido… Todo palpitaba a su lado en una transformación inagotable, y únicamente ella creía mantenerse quieta e idéntica.
Lo demás no cesaba. Todo evolucionaba en un fluir de vida y de destrucción, mientras Sofía permanecía cercada por el verde, en el interior de un reino que truncaba cualquier percepción de lo que sucedía en el exterior. Sólo podía reconocer el sonido del viento entre las ramas de los árboles y el chapoteo de algún anfibio que nadaba, en círculos, junto a sus pies.
Debía pensar con tranquilidad. Debía considerar qué hacer, hacia dónde moverse, cómo encontrar a su amiga. Pero le iba a resultar muy difícil, ya que algo extraño estaba sucediendo. El espacio había comenzado a establecer sus verdes vallas en torno a ella, y, además, no era un animal deslizándose bajo el agua lo que producía aquel chapoteo que escuchaba continuamente, lo que le causaba aquel curioso cosquilleo en los pies…
No supo cómo había comenzado el proceso pero, más tarde, cuando ya resultaba imposible intentar siquiera hacer algo, cuando se miró las piernas y luego fue bajando los ojos hasta llegar a los pies, comprendió que ya no tenía pies y que unas curiosas prolongaciones con pelillos flotantes habían surgido directamente de sus talones. Le habían crecido raíces.
Que absorberían las materias necesarias para su crecimiento y desarrollo, y que le servirían de sostén.
Al darse cuenta de lo ocurrido, se sorprendió imaginando lo que podría suceder si una tarde, cuando estuviera casi anocheciendo y la luz empezase a confundirse con las sombras, dos chicas tomadas de la mano se aventuraran a pasar por allí, corriendo, en busca de los restos de aquella otra chica que se había perdido al querer encontrar el cadáver de un loco con los dientes rotos del que había oído hablar. Sintió pánico al imaginar los pies veloces de aquellas dos amigas, pisoteando, arrasando, destrozándolo todo. Le aterraba que pudieran pasar sobre ella y que ella, a causa de su origen diferente, a causa de su extracción no vegetal, careciera de la capacidad intrínseca de recuperación que advertía a su alrededor. Intuía un líquido extraño, de color indefinido, saliendo de su quebrada forma. Un color que no sería del todo rojo y que, tal vez, pudiera comenzar a ser verde. Verde como aquel universo salvaje y hambriento del que ya, sin remedio, formaba parte.
Pilar Adón, El infinito verde (El mes más cruel. Impedimenta, 2010).
Pilar Adón











El mes más cruel
Pilar Adón
Introducción: Marta Sanz
Impedimenta, 2010.