Olga Tokarczuk, De historias finales

De historias finales.

Mientras su esposo polaco Petro yace muerto en la nieve fuera de su casa, la ucraniana Paraskevia piensa en su vida juntos. En este extracto recuerda la guerra, cuando el ejército soviético ocupó las zonas fronterizas del este entre Polonia y Ucrania, donde vivían ella y Petro, y deportó a muchos polacos a Siberia. 

Cada siete años debes repetir la ceremonia de boda porque, como solía decir la tía Marynka, cada siete años te conviertes en una persona diferente. Por lo que conviene renovar todo tipo de contrato, compromiso, hipoteca, datos registrados e identificación personal. Todo tipo de documentos. 
Ya soy mi undécimo yo. Petro es su decimotercero. 
En mis sueños, Petro duplica y triplica, en un momento es joven, al siguiente es viejo. En un momento me grita, al siguiente me abraza. En el sueño de hoy está bebiendo té caliente de su fea taza de porcelana. El té está muy caliente y las gotas de vapor se posan en sus cejas. Luego se congelan y se transforman en carámbanos, por lo que no puede abrir los ojos. Viene a mí como un ciego y me pide que se los quite. Con impotencia, miro alrededor de la cocina en busca de herramientas especiales. Dice «el descongelador» o algo así, y señala un cajón. Eso significa que hay una herramienta para eliminar el hielo de sus ojos y él tiene una. El está preparado para cualquier cosa. 
Hay otra diferencia entre Petro y yo, y me satisface notarlo mentalmente. Al principio buscas similitudes en lugar de diferencias. Te pasas días enteros haciendo todo tipo de preguntas y descubriendo «yo también», «es exactamente lo mismo para mí». Pero el final es diferente. Las similitudes eran solo un engaño inocente. 
No sabía cómo divertirse; tal vez por eso me parecía tan mayor, aunque cuando lo conocí aún no tenía treinta y cinco años. Incluso mientras bailaba en su propia boda estaba cumpliendo con un deber. Sí, el baile le dio placer, porque estaba destinado a hacerlo. Pero fue mecánico. Fuera lo que fuera lo que estaba haciendo, lo hizo y nada más. Cuando estaba pintando la cerca, estaba pintando la cerca. Cuando estaba calificando exámenes, estaba calificando exámenes. Cuando cojeaba, estaba completamente cojo, nadie podía tener ninguna duda al respecto. Cuando estaba en silencio, era como una persona tonta. Es cómico estar en un lugar todo el tiempo, con todo en el mismo sitio, crecer apegado a uno mismo como un perro sin hogar, sin moverse nunca ni un milímetro de donde está acostado y sin dejar de mirar hacia afuera. 
Yo soy lo opuesto; No estoy en un lugar fijo, nadie puede atraparme. Siempre me estoy divirtiendo. Juego a barrer la basura y pelar las patatas, finjo que todo es un juego. Ahora estoy imaginando un juego en el que Petro ha muerto y yace congelado en la terraza, esperando tiempos mejores. Nunca me tomo nada en serio. Ahora me divierto pisoteando letras en la nieve. 
La tía Marynka solía decir que todos los días, justo después del atardecer, el mundo entero se vuelve azul celeste durante tres minutos seguidos. Si piensas en un deseo tan pronto como veas que el mundo se vuelve azul celeste, se hará realidad. Puedo verlo ahora mismo a través de la ventana: el mundo es azul celeste. Y me alivia descubrir que no tengo deseos. 
La primera vez que aparecieron los rusos fue de noche, ocultándose detrás del monótono sonido de sus camiones. Petro gemía con la oreja pegada a la radio. 
Los primeros días estuvieron llenos de rumores. La gente no hacía más que susurrar. Los susurros se elevaron sobre el pueblo y se deslizaron como el humo de una chimenea, sobre los campos de trigo. Luego todo quedó en silencio. Las radios fueron lo primero que se llevaron. Tenías que sentarte en casa y esperar. Empezaron a hacer listas, a escribir cosas y a organizar. De día circulaban en vehículos militares levantando nubes de polvo amarillo de septiembre. 
Petro perdió su trabajo. Por la noche se les oía hacer ruidos en la escuela, donde habían instalado sus alojamientos; seguían disparando a las paredes, disparando a los retratos de Newton y Copérnico. 
A estas alturas estaba claro que deportarían a los polacos. Lo descubrí por Myron. Pero en realidad lo declaró diciendo algo más. Lo expresó así: «Te lo mereces. Te casaste con un anciano y ahora te vas a unir a los osos polares con él». O tal vez fue la tía Marynka quien trajo la noticia. Lo que en realidad dijo en ese momento fue: «Haz algo. Si dejas que te saquen de aquí habrás acabado con los dos». Por si acaso, mientras Petro estaba fuera, quité el icono de la pared y en su lugar colgué el rostro de Stalin recortado del periódico. 
Luego nos colocaron a una pareja de civiles rusos. Eran médicos. A partir de ese día compartimos la cocina y eso Petro no pudo soportar. Pasó días enteros sentado en la cama de nuestra habitación y solo salió cuando esos dos se habían ido de la cocina, para evitar verlos. Pero en realidad eran buenas personas. No pudimos entendernos muy bien, pero ¿cuántas palabras necesitas para comunicarte? Ella era pequeña y bonita, de rostro ancho y labios carnosos, como una pequeña comadreja. Un día, cuando estábamos hablando de vestidos, sintiendo el material de su falda y tocando las hombreras en sus blusas, descubrí que esta chica, Lyuba, no usaba ropa interior. Durante la guerra produjeron muchas armas y lanzacohetes, pero no bragas. Mientras nos estábamos cambiando y probándonos la ropa, me sorprendió ver sus nalgas desnudas y su pequeña bestia peluda sorprendentemente obvia. 
Bragas. Hasta entonces, nunca habían parecido tan importantes, no podían tomarse en serio. Sin embargo, resultó que gracias a las bragas pudimos arreglárnoslas. Empecé a hacer bragas para las esposas de los oficiales en la máquina de coser que los padres de Petro me habían regalado como regalo de bodas. Corté algunos patrones de papel y todos los días hacía docenas de pares de bragas con calicó florido, satén suave y resbaladizo y tela de algodón blanco. El esposo de Lyuba, Fyodor Ivanovich, las recogía envueltas en papel gris y luego nos traía dinero, alcohol y té a cambio. Por primera vez en mi vida estaba trabajando para mí y mi familia. Logramos ir a Truskawiec y ahora fui yo quien lo invitó a tomar un helado; simplemente fluía por nuestros brazos. Las tiendas aún no estaban vacías así que me compré unos bonitos zapatos de primavera y un frasco de perfume. Todavía tenía la petaca en Lewin; aunque vacía, todavía tenía el recuerdo de ese olor, lo que significa que dio la vuelta al mundo conmigo, acostado en silencio en mi tocador mientras otras cosas más importantes se perdían en el camino. Esa botellita rechoncha con el tapón negro de ebonita sobrevivió a todo, pero mi hijo no. 
Esas bragas embotaron nuestros sentidos. Pensé que las bragas eran la clave de todo, que el éxito del negocio de las bragas seguiría y seguiría, protegiéndonos de lo peor. Circulaban rumores de que familias enteras estaban desapareciendo, que los camiones venían a buscarlos al amanecer y se los llevaban hacia el este. Nada de eso había sucedido en nuestro pueblo todavía, tal vez porque los soldados estaban alojados en la escuela, justo al otro lado de la cerca, pero tal vez sea cierto que los árboles te impiden ver el bosque. Primero, miré la morada del diablo al otro lado de la cerca, mientras pretendía estar haciendo algo en el jardín, como tender la ropa en una cuerda atada entre dos ciruelos. Los vi subir corriendo los escalones y desaparecer en el interior del edificio, luego salir con prisa de nuevo, subirse a un jeep y salir veloces. Estudié sus rostros y memoricé sus rangos marcados en sus hombros. Parecían engreidos. La palabra «dormir» se me ocurre ahora cuando lo pienso: estaban tan seguros de sí mismos como si estuvieran dormidos. Como si todo estuviera sucediendo en sus cabezas, mientras ellos, todos esos hombres con uniformes descoloridos abrochados hasta el cuello, sabían todo de principio a fin mientras dormían. Me dijeron lo que tenía que pasar. Todos estaban jugando a un juego de su propia invención. 
Pero uno de ellos, el más importante con estrellas en los hombros, salió de una pesadilla. Al principio pensé que eran dos personas, dos oficiales con el mismo andar y una mano falsa en un guante negro. Siempre que subía los escalones de la escuela, era una persona, y siempre que salía, era otra. Sólo más tarde, cuando lo vi de frente y nuestras miradas se encontraron brevemente, comprendí la verdad: el lado izquierdo de su rostro estaba sin vida, desfigurado por cicatrices que lo tejían en una mueca dolorosa. Su mano izquierda estaba hecha de madera y su pierna izquierda estaba retrasada, incapaz de seguir el ritmo de la derecha. Así que cuando entró en la escuela vi su lado derecho: un rostro joven, de mirada brillante, nariz firme y recta, y una mano que mantenía un cigarrillo en sus labios. Pero cada vez que salía era un manojo de dolor, una criatura que milagrosamente había logrado sobrevivir al fin del mundo y decidió, a pesar de todo, seguir viviendo. 
Me puse mi mejor vestido de flores, me pinté los labios de rojo sangre y me fui a la escuela. No sabía qué haría ni que diría para encantar al doble y que nos dejara en paz. 
Así fue como me encontré cara a cara con Yuri Liberman. Él estaba sentado y yo de pie. Sobre la mesa había una pistola con el cañón apuntado a la estufa de azulejos. Le dije enseguida, en cuanto entré, que mi marido podría tener un apellido polaco, pero que no era polaco, que los dos pertenecíamos a la iglesia Uniata y que, como nos iba bien, porque yo era una buena ama de casa y mi esposo un hombre ingenioso, podría haber algunas personas que nos envidiaban y contaban historias sobre nosotros. Me di cuenta de que sonaba como una niña pequeña —ese tejido de mentiras era lamentable—. Después de todo, tenían documentos que incluían secciones con sentencias emitidas. «Seguro que a la gente no le gustas. Eres tan insolente», dijo en ruso y sonrió con la mitad sana de su rostro. La otra mitad permaneció inmóvil. 
Traté de interpretar ese doble rostro para averiguar cuál sería nuestra sentencia. Alguien llamó y entró, sonó el teléfono y de repente el teniente Liberman estaba ocupado con otra cosa y había dejado de prestarme atención. Perdí la confianza en mí misma y regresé despacio hacia la puerta. Mientras caminaba por la habitación con el auricular en la mano, pude ver su rostro ahora desde uno, ahora desde el otro lado. Su mirada pasó distraídamente sobre mis zapatos, piernas y vestido. 
«Vuelve esta noche. No tengo tiempo ahora», me dijo y colgó el auricular. 
Le dije a Petro que iba a ver a la tía Marynka. Antes de salir de la casa bebí furtivamente un poco de vodka mientras él jugaba con Lalka en el suelo de la cocina. 
Me acerqué hasta la valla, saltando de una sombra de luna en otra. Sentí que me subía la temperatura y debajo del brazo mi vestido estaba húmedo de sudor. El centinela se negó a dejarme entrar a la escuela; me apuntó con su rifle y dijo en ruso: «Vete, mujer», así que me quedé a la sombra de un árbol, moviéndome de un pie a otro y mirando hacia las ventanas. Cuando mi vestido se secó debajo de los brazos, comencé a temblar. «Maldito seas, Liberman, bolchevique». Seguí maldiciéndolo con rabia en voz baja y ya estaba a punto de irme a casa cuando vi la mitad muerta de su rostro en la ventana. No podía verme; estaba mirando a la luna. Tal vez para él era como mirarse en un espejo: ambos tenían dos caras. 
Temblando, salí de las sombras. El rostro de la ventana se volvió brevemente hacia mí y luego desapareció. Poco después apareció en los escalones y se quedó esperando. El centinela fingió que nunca me había visto antes. Liberman me llevó por el pasillo de la escuela y subió las escaleras hasta el apartamento donde Petro y yo habíamos vivido justo después de nuestra boda. Como una versión soñada del novio, me llevó a su casa. Allí, en nuestro antiguo dormitorio, conocía cada desperfecto del suelo, cada marca en la pared. Demasiado destartalada para llevarnos a la nueva casa, nuestra vieja cama doble todavía estaba allí. Me dijo que me sentara. «¿Cuál es tu nombre?» preguntó, mientras se desnudaba lenta y metódicamente, colgando su uniforme en el alto armazón de la cama. Respondí y le di los detalles de Petro, incluida su fecha de nacimiento. Ahora podía ver que todo el lado izquierdo del teniente Liberman estaba dormido: su brazo izquierdo colgaba sin vida por su cuerpo y terminaba en una prótesis, mientras que su pierna izquierda estaba encadenada con una especie de pinza que brillaba a la luz de la luna. No era tímido frente a mí, como si yo no fuera humana. 
Cuando se tumbó encima de mí, imaginé que solo tendría que lidiar con la mitad viva de él. Su cuerpo era ágil y confiado. Después me dijo que era hermosa, pero de una manera bastante casual, porque en realidad no me estaba mirando, era más como si sintiera la necesidad de arrojar algo al vacío entre las paredes empapeladas de la habitación del profesor. 
Cuando llegué a casa, Petro y el niño ya estaban dormidos. Vertí un poco de agua en la palangana y me lavé en la cocina oscura. Sentí un escalofrío de disgusto que retrasó mi sentimiento de pecado. Pero de inmediato vino una insoportable punzada de vergüenza. No lo pienses, Paraskevia de labios finos con tu vestido rojo. El fuego moría en ese intervalo. 
Fui a verlo unas cuantas veces más y aquello estaba destinado a ser un sacrificio. Un dictador lisiado del este, impredecible en sus demandas, dispuesto a todo. Mantuve los ojos cerrados mientras sucedía y traté de volver la cara hacia la pared destartalada, pero él me la acercó a la suya. Quería que lo mirara. Entonces comencé a añorarlo, por el olor a cigarrillos que impregnaba su uniforme de enemigo alienígena, por la sorpresa que traía cada giro de su rostro. Estaba vivo y muerto, era tierno y cruel. Se acostaba conmigo y luego condenaba a muerte a la gente. Su poder era repulsivo, como un aspic solidificante, pero sentí el deseo de someterme a él, derretirme, detenerme y liberarme de la necesidad de hacer cualquier tipo de gesto. Un día lo vi llegar en un vehículo del ejército para supervisar la deportación de Stadnicka y sus padres, los Ruciñskis, y algunos otros vecinos. Me recordó a un pájaro, porque sus ojos estaban vacíos, como los de un gallo. Dicen que los rusos son emocionales y sentimentales. Este era diferente. Quizás no era humano en absoluto. «¿Quién eres tú?» Solía ​​preguntarle, o «¿Qué te pasó?», mientras pasaba el dedo por la larga cicatriz que recorría su pecho. Sonreía y alcanzaba un cigarrillo, pero nunca me decía nada. 
A través de las ventanas de la cocina vimos gente con maletas y bultos formando una columna larga y desesperada. Apenas amanecía. Tomé a la durmiente Lalka en mis brazos. Petro estaba fumando un cigarrillo. ¿Nuestra casa tenía el letrero de un ángel de la guarda pintado con sangre sobre la puerta? Yuri Liberman estaba de pie en el auto, mostrándonos el lado de su rostro donde nunca se pudo detectar ninguna emoción. «¿Qué pasa? ¿Por qué nosotros no? Seguro que mañana es nuestro turno». «Se enterará tarde o temprano», pensé. Después de eso, cada vez más abatido, durante todo el día siguió preguntando: «¿Por qué yo no?». 
Pronto me di cuenta de que estaba embarazada. Fui a ver a la tía Marynka y le conté todo. Me golpeó en la cara, luego me llevó al pueblo de al lado, donde una anciana llamada Matryona me hizo abortar. Pasé la noche en casa de la tía Marynka y ella fue a decirle a Petro que no me encontraba bien. Estuve enferma durante un mes. Marynka nunca se apartó de mi cama, porque yo solo quería morir, quería que el castigo divino cayera sobre mí. Ella pensó que me arrepentía por perder al niño. Pero yo quería morir de añoranza. 
Una vez pasó un soldado ruso, habló con Marynka en la puerta y se fue. Ella no me dijo qué quería. Solo habló de Petro, diciendo: «Debes de aprender a amarlo como si fuera más débil que tú, no más fuerte». 
Luego, los comandantes fueron trasladados a otro lugar, pero nadie sabía dónde. Después, Marynka me dio un pequeño paquete de Liberman, que había traído ese soldado. En él había una dirección, escrita en ruso en un trozo de papel gris, una cadena de oro con una cruz, algunos anillos y un trozo de tela que parecía arrancada de una camisa militar. Lo envolví todo en el papel y lo enterré en el huerto debajo de un ciruelo. Un funeral tardío para el niño. 
Todavía puedo ver algo extraño: el dedo gordo del pie de Liberman, con su uña ligeramente deformada; aquí, en este dedo del pie, todo el poder del hombre de dos caras se derrumba, volviéndose superficial y ridículo. Me avergüenzo de ese dedo del pie. No me avergüenzo de hacer el amor apasionadamente en su escritorio cubierto de documentos o de las oleadas de placer que trajo, aunque no debería de haber sentido nada más que asco. Lo que debería haber permanecido oculto se hizo evidente. 
Durante los meses siguientes, los ucranianos se mudaron a las cabañas abandonadas. Algunos de ellos eran parientes míos, como Horodyski y Kozovich, pero nos miraban con sospecha, no como solían hacerlo. De hecho, Horodyski tenía una esposa polaca, lo que era claramente mejor que tener un marido polaco. De alguna manera las mujeres no llamaban la atención, aunque deberían de haberlo hecho. Después de todo, naciones enteras comenzaron en sus vientres. 
«Dime, ¿es verdad?». Petro me preguntó más tarde, mirándome fijamente a los ojos. 
«No, no lo es», dije. 

Olga Tokarczuk, De historias finales. Traducido del polaco al inglés por Antonia Lloyd-Jones (https://www.wordswithoutborders.org/article/from-final-stories) 

Olga Tokarczuk


From Final Stories.

As her Polish husband Petro lies dead in the snow outside their home, Ukrainian Paraskevia thinks about their life together. In this extract she remembers the war, when the Soviet army occupied the eastern Polish-Ukrainian borderlands, where she and Petro lived, and deported many Poles to Siberia. 

Every seven years you should have a repeat wedding ceremony because—so Aunt Marynka used to say—every seven years you become a different person. So you should renew every sort of contract, commitment, mortgage agreement, recorded data, and personal identification. Every kind of document. 
I am already my eleventh self. Petro is his thirteenth. 
In my dreams Petro doubles and triples, one moment he's young, the next he's old. One moment he's shouting at me, the next he's cuddling up to me. In today's dream he's drinking hot tea from his ugly china cup. The tea's steaming hot, and droplets of steam are settling on his eyebrows. Then they freeze and change into icicles, so he can't open his eyes. He comes to me like a blind man and asks me to get them off him. Helplessly, I look around the kitchen in search of special tools. He says "the de-icer" or something like that, and points at a drawer. That means there's a tool for removing ice from your eyes and he's got one. He's ready for anything. 
There's another difference between Petro and me, and I take satisfaction in noting it mentally. At the beginning you look for similarities rather than differences. You spend whole days asking all sorts of questions and discovering "me too," "it's exactly the same for me". But the end is different. The similarities were just an innocent deception. 
He didn't know how to have fun; maybe that's why he seemed so old to me, though when I first met him he wasn't yet thirty-five. Even while dancing at his own wedding he was performing a duty. Yes, the dancing gave him pleasure, because it was meant to. But it was mechanical. Whatever he was doing, he did just that and nothing else. When he was painting the fence, he was painting the fence. When he was marking tests, he was marking tests. When he limped, he was completely lame-no one could have any doubt about it. When he was silent, he was like a dumb person. It's comical to be in one place the whole time, one time the whole place, to grow attached to yourself like a homeless dog, never shift a millimeter from where you lie, and not keep looking at the outside. 
I'm the opposite; I'm not in a fixed spot, no one can catch me. I'm always having fun. I play at sweeping up the rubbish and peeling the potatoes—I pretend it's all a game. Now I'm playing a game where Petro has died and is lying frozen on the terrace, waiting for better times. I never take anything seriously. Now I'm having fun trampling out letters in the snow. 
Aunt Marynka used to say that every day, just after sunset, the whole world goes sky-blue for three minutes on end. If you think of a wish as soon as you see the world go sky-blue, it will come true. I can see it right now through the window—the world is sky-blue. And I'm relieved to find I haven't any wishes. 
The first time the Russians appeared was at night, hiding behind the monotonous sound of their trucks. Petro was moaning with his ear pressed to the radio. 
The first few days were full of whispers. People did nothing but whisper. The whispers rose over the village and glided like smoke from a chimney, low over the wheat fields. Then it all went quiet. The radios were the first thing they took away. You had to sit at home and wait. They started making lists, writing things down and organizing. By day they drove around in army vehicles raising clouds of yellow, September dust. 
Petro lost his job. At night you could hear them making noises in the school, where they'd set up their billets—they kept shooting at the walls, firing at the portraits of Newton and Copernicus. 
By now it was clear they'd deport the Poles. I found it out from Myron. But he actually stated it by saying something else. He put it like this: "Serve you right. You married an old man, and now you're off to join the polar bears with him." Or maybe it was Aunt Marynka who brought the news. What she actually said at the time was: "Do something. If you let yourself be moved out of here you'll both be done for." Just in case, while Petro was out, I took the icon off the wall and in its place I hung up the face of Stalin cut out of the newspaper. 
Then they billeted a couple of Russian civilians on us. They were doctors. From that day on we shared the kitchen, which Petro couldn't bear. He spent days on end sitting on the bed in our room and only came out when those two had left the kitchen—to avoid seeing them. But in fact they were nice people. We couldn't understand each other very well, but how many words do you need to communicate? She was small and pretty, with a broad face and full lips, like a little weasel. One day, when we were talking about dresses, feeling each other's skirt material and touching the shoulder pads in each other's blouses, I discovered that this girl, Lyuba, didn't wear any underpants. During the war they produced plenty of guns and rocket launchers, but no panties. While we were changing and trying on each other's clothes, I was shocked to catch a glimpse of her naked buttocks and her surprisingly obvious hairy little beast. 
Panties. Until then they had never seemed all that important—they couldn't possibly be taken seriously. Yet it turned out that thanks to panties we could get by. I started making panties for the officers' wives on the sewing machine Petro's parents had given me as a wedding present. I cut out some paper patterns, and every day I made dozens of pairs of panties out of flowery calico, smooth, slippery satin, and white sheet cotton. Lyuba's husband, Fyodor Ivanovich, would collect them wrapped in gray paper, then bring us money, alcohol, and tea in exchange. For the first time in my life I was working for myself and my family. We managed to go to Truskawiec, and now it was me who invited him out for ice cream—it was simply flowing down our arms. The shops weren't empty yet, so I bought myself some beautiful spring shoes and a flask of perfume. I still had the flask at Lewin; though empty, it still bore the memory of that scent, which means it went half way round the world with me, lying quietly in my dressing table while other more important things got lost along the way. That squat little bottle with the black ebonite cap survived it all, but my child did not. 
Those panties dulled our senses. I thought panties were the key to everything, that the success of the panty business would go on and on, protecting us from the worst. Rumors were going round that whole families were disappearing, that trucks came for them at dawn and carried them off to the east. Nothing like that had happened in our village yet, maybe because the soldiers were billeted in the school, just the other side of the fence, but maybe it's true that you can't see the wood for the trees. First I kept an eye on the devil's abode across the fence, while pretending to be doing something in the garden, such as hanging out the washing on a line stretched between two plum trees. I watched them running up the steps and disappearing into the building, then rushing out of it again, leaping into a jeep and dashing off. I studied their faces and memorized the ranks marked on their shoulders. They were cocksure. The word "sleep" occurs to me now as I think of it—they were as sure of themselves as if they were asleep. As if it were all happening in their heads, while they, all those men in faded uniforms tightly buttoned to the neck, knew everything from start to finish in their sleep. They told me what had to happen. They were all playing a game of their own invention. 
But one of them, the most important one with stars on his shoulders, was out of a nightmare. At first I thought it was two people, two officers with the same gait and a false hand in a black glove. Whenever he went up the steps into the school he was one person, and whenever he came out he was another. Only later, when I saw him from the front and our glances briefly met, did I realize the truth: the left side of his face was lifeless, disfigured by scars that knitted it into a painful grimace. His left hand was made of wood, and his left leg lagged behind, unable to keep pace with the right. So as he went into the school I saw his right side—a youthful face, bright-eyed, with a firm, straight nose, and a hand holding a cigarette to his lips. But whenever he came out he was a bundle of pain, a creature that has miraculously managed to survive the end of the world and decided, in spite of all, to go on living. 
I put on my best flowery dress, painted my lips blood-red, and went to the school. I didn't know what I'd do or say to charm the double man into leaving us in peace. 
That was how I came face to face with Yuri Liberman. He was sitting and I was standing. On the table lay a pistol with its barrel aimed at the tile stove. I told him at once, as soon as I came in, that my husband might have a Polish surname, but he wasn't a Pole, that we both belonged to the Uniate church, and as we were doing well, because I was a good housekeeper and my husband was a resourceful man, there might be some people who envied us and told tales about us. I realized I sounded like a little girl—this tissue of lies was pitiful. After all, they had documents including sections that issued sentences. "People are bound to dislike you. You're so insolent," he said in Russian and smiled with the healthy half of his face. The other half remained motionless. 
I tried to interpret this two-facedness to find out what our sentence would be. Someone knocked and entered, the telephone rang, and suddenly Lieutenant Liberman was busy with something else and had stopped paying me any attention. I lost my self-confidence and slunk back to the door. As he paced about the room with the receiver in his hand I could see his face now from one, now from the other side. His gaze passed distractedly over my shoes, legs and dress. 
"Come back this evening. I've no time now," he said to me and put down the receiver. 
I told Petro I was going to see Aunt Marynka. Before leaving the house I furtively drank some vodka while he was playing with Lalka on the kitchen floor. 
I crept along close to the fence, skipping from one patch of moon shadow to the next. I felt myself heating up, and under arm my dress was damp with sweat. The sentry refused to let me into the school; he pointed his rifle at me and said in Russian: "Go away, woman," so I stood in the shadow of a tree, shifting from foot to foot and staring up at the windows. As my dress dried out under the arms I started to shiver. "Damn and blast you, Liberman, you Bolshevik," I kept saying angrily under my breath, and I was just about to go home when I saw the dead half of his face in the window. He couldn't see me; he was looking up at the moon. Maybe for him it was like looking at a mirror—both of them had two faces. 
Shivering, I came out of the shadows. The face in the window briefly turned toward me and then vanished. Soon after he appeared on the steps and stood waiting. The sentry pretended he'd never seen me before. Liberman led me down the school corridor and up the stairs, to the apartment where Petro and I had lived right after our wedding. Like a dream version of the bridegroom he took me into his home. There in our old bedroom I knew every patch of floor, every mark on the wall. Too ramshackle for us to take to the new house, our old double bed was still there. He told me to sit down on it. "What's your name?" he asked, as he undressed slowly and methodically, hanging his uniform on the tall bedstead. I answered, and gave him Petro's details, including his date of birth. Now I could see that the entire left-hand side of Lieutenant Liberman was asleep—his left arm hung lifelessly down his body and ended in a prosthesis, while his left leg was shackled in a sort of caliper that shone in the moonlight. He wasn't shy in front of me, as if I weren't human. 
When he lay on top of me, I imagined I only had to deal with the live half of him. His body was agile and confident. Afterward he told me I was beautiful, but in a rather casual way, because he wasn't actually looking at me—it was more as if he felt it necessary to cast something into the void between the papered walls of the teacher's bedroom. 
When I got home, Petro and the child were already asleep. I poured some water into the basin and washed myself in the dark kitchen. I felt a shudder of disgust, which retarded my sense of sin. But then at once came an unbearable pang of shame. Don't think about it, thin-lipped Paraskevia in your red dress. The fire was dying in the range. 
I went to see him a few times more, and it was meant to be a sacrifice. A crippled eastern dictator, unpredictable in his demands, ready for anything. I kept my eyes shut while it was happening, and tried to turn my face to the shabby wall, but he would pull it toward his. He wanted me to look at him. Then I began to yearn for him, for the smell of cigarettes that permeated his alien enemy uniform, for the surprise brought by every turn of his face. He was alive and dead, tender and cruel. He slept with me, then sentenced people to death. His power was repulsive, like solidifying aspic, yet I felt the desire to submit to it, to melt, to come to a standstill and be free of the need to make any sort of gesture. One day I saw him arrive in an army vehicle to supervise the deportation of Stadnicka and her parents, the Ruciñskis, and some other neighbors. He reminded me of a bird, because his eyes were empty, like a rooster's. They say the Russians are emotional and sentimental. This one was different. Perhaps he wasn't human at all. "Who are you?" I used to ask him, or "What happened to you?" as I drew my finger down the long scar that ran across his chest. He'd smile and reach for a cigarette, but he never told me anything. 
Through the kitchen windows we watched people with suitcases and bundles forming a long, hopeless column. It was barely dawn. I took the sleeping Lalka in my arms. Petro was smoking a cigarette. Did our house have the sign of a guardian angel painted in blood above the door? Yuri Liberman was standing in the car, showing us the side of his face where no emotion could ever be detected. "What happened? Why not us? It's our turn tomorrow for sure." "He'll find out sooner or later," I thought. After that, growing more and more downcast, all day long he kept asking: "Why not me?" 
Soon I realized I was pregnant. I went to see Aunt Marynka and told her everything. She hit me in the face, then took me to the next village, where an old woman called Matryona made me miscarry. I stayed the night at Aunt Marynka's, and she went to tell Petro I was feeling unwell. I was ill for a month. Marynka never left my bedside, because I wanted to die, I wanted divine retribution to come down on me. She thought I regretted losing the child. But I wanted to die of yearning. 
Once a Russian soldier came by, spoke with Marynka in the doorway, and left. She wouldn't tell me what he wanted. She only talked about Petro, saying: "You must learn to love him as if he were weaker than you, not stronger." 
Then the commanders were transferred to some other place, but no one knew where. Afterward Marynka gave me a small package from Liberman, which that soldier had brought. In it there was an address, written in Russian on a scrap of gray paper, a gold chain with a cross, some rings, and a bit of material that looked as if it had been torn from an army shirt. I wrapped it all up in the paper and buried it in the orchard under a plum tree. A belated funeral for the child. 
I can still see a strange thing—Liberman's big toe, with its slightly misshapen nail; here, in this toe, all the power of the man with two faces collapses, becoming superficial and ridiculous. I'm ashamed of that toe. I'm not ashamed of the passionate lovemaking on his desk covered in documents, or the waves of pleasure it brought, though I should have felt nothing but disgust. What should have stayed hidden became plain to see. 
Over the next few months Ukrainians moved into the abandoned cottages. Some of them were relatives of mine, like Horodyski and Kozovich, but they regarded us with suspicion, not as they used to. In fact Horodyski had a Polish wife, which was plainly better than having a Polish husband. Somehow women weren't conspicuous, though they should have been. After all, whole nations got started in their bellies. 
"Tell me, is it true?" Petro asked me later on, staring hard into my eyes. 
"No, it's not," I said. 

Olga Tokarczuk, From Final Stories. Translation by Antonia Lloyd-Jones (https://www.wordswithoutborders.org/article/from-final-stories).

 

Isaac Asimov, Cómo ocurrió

Cómo ocurrió.
Mi hermano empezó a dictar en su mejor estilo oratorio, ése que hace que las tribus se queden aleladas ante sus palabras.
–En el principio –dijo–, exactamente hace quince mil doscientos millones de años, hubo una gran explosión, y el universo…
–Pero yo había dejado de escribir.
–¿Hace quince mil doscientos millones de años? –pregunté, incrédulo.
–Exactamente –dijo–. Estoy inspirado.
–No pongo en duda tu inspiración –aseguré. (Era mejor que no lo hiciera. Él es tres años más joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su inspiración. Nadie más lo hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen feas.)–. Pero, ¿vas a contar la historia de la Creación a lo largo de un período de más de quince mil millones de años?
–Tengo que hacerlo. Ése es el tiempo que llevo. Lo tengo todo aquí dentro –dijo, palmeándose la frente–, y procede de la más alta autoridad.
Para entonces yo había dejado el estilo sobre la mesa.
–¿Sabes cuál es el precio del papiro? –dije.
–¿Qué?
(Puede que esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no incluye asuntos tan sórdidos como el precio del papiro.)
–Supongamos que describes un millón de años de acontecimientos en cada rollo de papiro. Eso significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que hablar mucho para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo tendré que escribir lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabarán cayendo. Además, aunque podamos comprar todo ese papiro, y tú tengas la voz y la fuerza suficientes., ¿quién va a copiarlo? Hemos de tener garantizados un centenar de ejemplares antes de poder publicarlo, y en esas condiciones, ¿cómo vamos a obtener derechos de autor?
Mi hermano pensó durante un rato. Luego dijo:
¿Crees que deberíamos acortarlo un poco?
–Mucho –puntualicé, si esperas llegar al gran público.
– ¿Qué te parecen cien años?
–¿Qué te parecen seis días?
–No puedes comprimir la Creación en solo seis días –dijo, horrorizado.
–Ese es todo el papiro de que dispongo –le aseguré–. Bien, ¿qué dices?
–Oh, está bien –concedió, y empezó a dictar de nuevo–. En el principio… ¿De veras han de ser solo seis días, Aaron?
–Seis días, Moisés –dije firmemente.
Isaac Asimov, Cómo ocurrió.

Isaac Asimov

How it Happened.
My brother began to dictate in his best oratorical style, the one which has the tribes hanging on his words.
"In the beginning," he said, "exactly fifteen point two billion years ago, there was a big bang and the Universe--"
But I had stopped writing. "Fifteen billion years ago?" I said incredulously.
"Absolutely," he said. "I'm inspired."
"I don't question your inspiration," I said. (I had better not. He's three years younger than I am, but I don't try questioning his inspiration. Neither does anyone else or there's hell to pay.) "But are you going to tell the story of the Creation over a period of fifteen billion years?"
"I have to," said my brother. "That's how long it took. I have it all in here," he tapped his forehead, "and it's on the very highest authority."
By now I had put down my stylus. "Do you know the price of papyrus?" I said.
"What?" (He may be inspired but I frequently noticed that the inspiration didn't include such sordid matters as the price of papyrus.)
I said, "Suppose you describe one million years of events to each roll of papyrus. That means you'll have to fill fifteen thousand rolls. You'll have to talk long enough to fill them and you know that you begin to stammer after a while. I'll have to write enough to fill them and my fingers will fall off. And even if we can afford all that papyrus and you have the voice and I have the strength, who's going to copy it? We've got to have a guarantee of a hundred copies before we can publish and without that where will we get royalties from?"
My brother thought awhile. He said, "You think I ought to cut it down?"
"Way down," I said, "if you expect to reach the public."
"How about a hundred years?" he said.
"How about six days?" I said.
He said horrified, "You can't squeeze Creation into six days."
I said, "This is all the papyrus I have. What do you think?"
"Oh, well," he said, and began to dictate again, "In the beginning-- Does it have to be six days, Aaron?"
I said, firmly, "Six days, Moses."

 Isaac Asimov, How it Happened.

Ana María Matute, El tiovivo

El tiovivo.

El niño que no tenía perras gordas merodeaba por la feria con las manos en los bolsillos, buscando por el suelo. El niño que no tenía perras gordas no quería mirar al tiro en blanco, ni a la noria, ni, sobre todo, al tiovivo de los caballos amarillos, encarnados y verdes, ensartados en barras de oro. El niño que no tenía perras gordas, cuando miraba con el rabillo del ojo, decía: “Eso es una tontería que no lleva a ninguna parte. Solo da vueltas y vueltas y no lleva a ninguna parte”. Un día de lluvia, el niño encontró en el suelo una chapa redonda de hojalata; la mejor chapa de la mejor botella de cerveza que viera nunca. La chapa brillaba tanto que el niño la cogió y se fue corriendo al tiovivo, para comprar todas las vueltas. Y aunque llovía y el tiovivo estaba tapado con la lona, en silencio y quieto, subió en un caballo de oro que tenía grandes alas. Y el tiovivo empezó a dar vueltas, vueltas, y la música se puso a dar gritos entre la gente, como él no vio nunca. Pero aquel tiovivo era tan grande, tan grande, que nunca terminaba su vuelta, y los rostros de la feria, y los tolditos, y la lluvia, se alejaron de él. “Qué hermoso es no ir a ninguna parte”, pensó el niño, que nunca estuvo tan alegre. Cuando el sol secó la tierra mojada, y el hombre levantó la lona, todo el mundo huyó, gritando. Y ningún niño quiso volver a montar en aquel tiovivo.
Ana María Matute, El tiovivo.

Ana María Matute


Carmen Laforet, El regreso

El regreso.

Era una mala idea, pensó Julián, mientras aplastaba la frente contra los cristales y sentía su frío húmedo refrescarle hasta los huesos, tan bien dibujados debajo de su piel transparente. Era una mala idea esta de mandarle a casa la Nochebuena. Y, además, mandarle a casa para siempre, ya completamente curado. Julián era un hombre largo, enfundado en un decente abrigo negro. Era un hombre rubio, con los ojos y los pómulos salientes, como destacando en su flacura. Sin embargo, ahora Julián tenía muy buen aspecto. Su mujer se hacía cruces sobre su buen aspecto cada vez que lo veía. Hubo tiempos en que Julián fue sólo un puñado de venas azules, piernas como larguísimos palillos y unas manos grandes y sarmentosas. Fue eso, dos años atrás, cuando lo ingresaron en aquella casa de la que, aunque parezca extraño, no tenía ganas de salir.
–Muy impaciente, ¿eh?… Ya pronto vendrán a buscarle. El tren de las cuatro está a punto de llegar. Luego podrán ustedes tomar el de las cinco y media… Y esta noche, en casa, a celebrar la Nochebuena… Me gustaría, Julián, que no se olvidase de llevar a su familia a la misa del Gallo, como acción de gracias… Si esta Casa no estuviese tan alejada… Sería muy hermoso tenerlos a todos esta noche aquí… Sus niños son muy lindos, Julián… Hay uno, sobre todo el más pequeñito, que parece un Niño Jesús, o un San Juanito, con esos bucles rizados y esos ojos azules. Creo que haría un buen monaguillo, porque tiene cara de listo…
Julián escuchaba la charla de la monja muy embebido. A esta sor María de la Asunción, que era gorda y chiquita, con una cara risueña y unos carrillos como manzanas, Julián la quería mucho. No la había sentido llegar, metido en sus reflexiones, ya preparado para la marcha, instalado ya en aquella enorme y fría sala de visitas… No la había sentido llegar, porque bien sabe Dios que estas mujeres con todo su volumen de faldas y tocas caminan ligeras y silenciosas, como barcos de vela. Luego se había llevado una alegría al verla. La última alegría que podía tener en aquella temporada de su vida. Se le llenaron los ojos de lágrimas, porque siempre había tenido una gran propensión al sentimentalismo, pero que en aquella temporada era ya casi una enfermedad. –Sor María de la Asunción… Yo, esta misa del Gallo, quisiera oírla aquí, con ustedes. Yo creo que podía quedarme aquí hasta mañana… Ya es bastante estar con mi familia el día de Navidad… Y en cierto modo ustedes también son mi familia. Yo… Yo soy un hombre agradecido.
–Pero, ¡criatura!… Vamos, vamos, no diga disparates. Su mujer vendrá a recogerle ahora mismo. En cuanto esté otra vez entre los suyos, y trabajando, olvidará todo esto, le parecerá un sueño…
Luego se marchó ella también, sor María de la Asunción, y Julián quedó solo otra vez con aquel rato amargo que estaba pasando, porque le daba pena dejar el manicomio. Aquel sitio de muerte y desesperación, que para él, Julián, había sido un buen refugio, una buena salvación… Y hasta en los últimos meses, cuando ya a su alrededor todos lo sentían curado, una casa de dicha. ¡Con decir que hasta le habían dejado conducir…! Y no fue cosa de broma. Había llevado a la propia Superiora y a sor María de la Asunción a la ciudad a hacer compras. Ya sabía él, Julián, que necesitaban mucho valor aquellas mujeres para ponerse confiadamente en manos de un loco…, o un ex loco furioso, pero él no iba a defraudarlas. El coche funcionó a la perfección bajo el mando de sus manos expertas. Ni los baches de la carretera sintieron las señoras. Al volver, le felicitaron, y él se sintió enrojecer de orgullo.
–Julián…
Ahora estaba delante de él sor Rosa, la que tenía los ojos redondos y la boca redonda también. Él a sor Rosa no la quería tanto; se puede decir que no la quería nada. Le recordaba siempre algo desagradable en su vida. No sabía qué. Le contaron que los primeros días de estar allí se ganó más de una camisa de fuerza por intentar agredirla. Sor Rosa parecía eternamente asustada de Julián. Ahora, de repente, al verla, comprendió, a quién se parecía. Se parecía a la pobre Herminia, su mujer, a la que él, Julián, quería mucho. En la vida hay cosas incomprensibles. Sor Rosa se parecía a Herminia. Y, sin embargo, o quizá a causa de esto, él, Julián, no tragaba a sor Rosa.
–Julián… Hay una conferencia para usted. ¿Quiere venir al teléfono? La Madre me ha dicho que se ponga usted mismo.
La Madre era la mismísima Superiora. Todos la llamaban así. Era un honor para Julián ir al teléfono.
Llamaba Herminia, con una voz temblorosa allí al final de los hilos, pidiéndole que él mismo cogiera el tren si no le importaba.
–Es que tu madre se puso algo mala… No, nada de cuidado; su ataque de hígado de siempre… Pero no me atreví a dejarla sola con los niños. No he podido telefonear antes por eso… por no dejarla sola con el dolor…
Julián no pensó más en su familia, a pesar de que tenía el teléfono en la mano. Pensó solamente que tenía ocasión de quedarse aquella noche, que ayudaría a encender las luces del gran Belén, que cenaría la cena maravillosa de Nochebuena, que cantaría a coro los villancicos. Para Julián todo aquello significaba mucho.
–A lo mejor no voy hasta mañana… No te asustes. No, no es por nada; pero, ya que no vienes, me gustaría ayudar a las madres en algo; tienen mucho trajín en estas fiestas… Sí, para la comida sí estaré… Sí, estaré en casa el día de Navidad. La hermana Rosa estaba a su lado contemplándolo, con sus ojos redondos, con su boca redonda. Era lo único poco grato, lo único que se alegraba de dejar para siempre… Julián bajó los ojos y solicitó humildemente hablar con la Madre, a la que tenía que pedir un favor especial.
Al día siguiente, un tren iba acercando a Julián, entre un gris aguanieve navideño, a la ciudad. Iba él encajonado en un vagón de tercera entre pavos y pollos y los dueños de estos animales, que parecían rebosar optimismo. Como única fortuna, Julián tenía aquella mañana su pobre maleta y aquel buen abrigo teñido de negro, que le daba un agradable calor. Según se iban acercando a la ciudad, según le daba en las narices su olor, y le chocaba en los ojos la tristeza de los enormes barrios de fábricas y casas obreras, Julián empezó a tener remordimientos de haber disfrutado tanto la noche anterior, de haber comido tanto y cosas tan buenas, de haber cantado con aquella voz que, durante la guerra, habían aliviado tantas horas de aburrimiento y de tristeza a su compañeros de trinchera.
Julián no tenía derecho a tan caliente y cómoda Nochebuena, porque hacía bastantes años que en su casa esas fiestas carecían de significado. La pobre Herminia habría llevado, eso sí, unos turrones indefinibles, hechos de pasta de batata pintada de colores, y los niños habrían pasado media hora masticándolos ansiosamente después de la comida de todos los días. Por lo menos eso pasó en su casa la última Nochebuena que él había estado allí. Ya entonces él llevaba muchos meses sin trabajo. Era cuando la escasez de gasolina. Siempre había sido el suyo un oficio bueno; pero aquel año se puso fatal. Herminia fregaba escaleras. Fregaba montones de escaleras todos los días, de manera que la pobre sólo sabía hablar de las escaleras que la tenían obsesionada y de la comida que no encontraba. Herminia estaba embarazada otra vez en aquella época, y su apetito era algo terrible. Era una mujer flaca, alta y rubia como el mismo Julián, con un carácter bondadoso y unas gafas gruesas, a pesar de su juventud… Julián no podía con su propia comida cuando la veía devorar la sopa acuosa y los boniatos.
Sopa acuosa y boniatos era la comida diaria, obsesionante, de la mañana y de la noche en casa de Julián durante todo el invierno aquel. Desayuno no había sino para los niños. Herminia miraba ávida la leche azulada que, muy caliente, se bebían ellos antes de ir a la escuela… Julián, que antes había sido un hombre tragón, al decir de su familia, dejó de comer por completo… Pero fue mucho peor para todos, porque la cabeza empezó a flaquearle y se volvió agresivo. Un día, después que ya llevaba varios en el convencimiento de que su casa humilde era un garaje y aquellos catres que se apretaban en las habitaciones eran autos magníficos, estuvo a punto de matar a Herminia y a su madre, y lo sacaron de casa con camisa de fuerza y… Todo eso había pasado hacía tiempo… Poco tiempo relativamente. Ahora volvía curado. Estaba curado desde hacía varios meses. Pero las monjas habían tenido compasión de él y habían permitido que se quedara un poco más… hasta aquellas Navidades. De pronto se daba cuenta de lo cobarde que había sido al procurar esto. El camino hasta su casa era brillante de escaparates, reluciente de pastelerías. En una de aquellas pastelerías se detuvo a comprar una tarta. Tenía algún dinero y lo gastó en eso. Casi le repugnaba el dulce de tanto que había tomado aquellos días; pero a su familia no le ocurriría lo mismo.
Subió las escaleras de su casa con trabajo, la maleta en una mano, el dulce en la otra. Estaba muy alta su casa. Ahora, de repente, tenía ganas de llegar, de abrazar a su madre, aquella vieja siempre risueña, siempre ocultando sus achaques, mientras podía aguantar los dolores.
Había cuatro puertas descascarilladas, antiguamente pintadas de verde. Una de ellas era la suya. Llamó.
Se vio envuelto en gritos de chiquillos, en los flacos brazos de Herminia. También en un vaho de cocina caliente. De buen guiso.
–¡Papá…! ¡Tenemos pavo!
Era lo primero que le decían. Miró a su mujer. Miró a su madre, muy envejecida, muy pálida aún a consecuencia del último arrechucho, pero abrigada con una toquilla de lana nueva. El comedorcito lucía la pompa de una cesta repleta de dulces, chucherías y lazos.
–¿Ha… ha tocado la lotería?
–No, Julián… Cuanto tú te marchaste, vinieron unas señoras… De Beneficencia, ya sabes tú… Nos han protegido mucho; me han dado trabajo; te van a buscar trabajo a ti también, en un garaje…
¿En un garaje…? Claro, era difícil tomar a un ex loco como chófer. De mecánico tal vez. Julián volvió a mirar a su madre y la encontró con los ojos llorosos. Pero risueña. Risueña como siempre.
De golpe le caían otra vez sobre los hombros las responsabilidades, angustias. A toda aquella familia que se agrupaba a su alrededor venía él, Julián, a salvarla de las garras de la Beneficencia. A hacerla pasar hambre otra vez, seguramente, a…
–Pero, Julián, ¿no te alegras?… Estamos todos juntos otra vez, todos reunidos en el día de Navidad… ¡Y qué Navidad! ¡Mira!
Otra vez, con la mano, le señalaban la cesta de los regalos, las caras golosas y entusiasmadas de los niños. A él. Aquel hombre flaco, con su abrigo negro y sus ojos saltones, que estaba tan triste. Que era como si aquel día de Navidad hubiera salido otra vez de la infancia para poder ver, con toda crueldad, otra vez, debajo de aquellos regalos, la vida de siempre.

Carmen Laforet, El regreso.


Carmen Laforet