Mostrando entradas con la etiqueta Ray Bradbury. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Ray Bradbury. Mostrar todas las entradas

Ray Bradbury, El ruido de un trueno

El Ruido de un Trueno

El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad: 

Safari en el Tiempo S.A 
Safaris a cualquier año del pasado. 
Usted elige el animal. Nosotros lo llevamos allí. 
Usted lo mata. 

Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio. 
-¿Este safari garantiza que yo regrese vivo? 
-No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios.-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta. 
Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios del pergamino, todas las horas apilada en llamas. 
El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los viejos años, como doradas salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en los orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte en verde, al tiempo anterior al comienzo, bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano. 
-¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente. 
-Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antiintenlectual. La gente nos llamó, ya sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a 1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente es Keith. Ahora su única preocupación es... 
Eckels terminó la frase: 
-Matar mi dinosaurio. 
-Un Tyrannosaurus rex. El Lagarto del Trueno, el más terrible mounstro de la historia. Firme este permiso. Si le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces. 
Eckels enrojeció, enojado. 
-¡Trata de asustarme! 
-Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y más emocionate cacería de todos los tiempos. SU cheque está todavía aquí. Rómpalo. 
El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos. 
-Buena suerte –dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición. 
Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz rugiente. 
Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día- noche-día-noche-día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055. 2019. 
¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina rugió. 
Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. 
Eckels se balanceaba en el asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que sus manos apretaban el 
fusil. Había otros cuatro hombres en la Máquina. Travis, el jefe del safari, su asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años llamearon alrededor. 
-¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? –se oyó decir a Eckels. 
-Si da usted en el sitio preciso –dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros, uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades. Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro. 
La Máquina aulló. El tiempo era un película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de lunas. 
-Dios santo –dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto parece Illinois. 
El sol se detuvo en el cielo. 
La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles azules en las rodillas. 
-Cristo no ha nacido aún –dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler... no han existido. 
Los hombres asintieron con movimientos de cabeza. 
-Eso –señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del presidente Keith. 
Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre palmeras y helechos gigantescos. 
-Y eso –dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de metal antigravitatorio. El propósito del Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero. Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún animal que nosotros no aprobemos. 
-¿Por qué? –preguntó Eckels. 
Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre. 
-No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pájaro, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies. 
-No me parece muy claro –dijo Eckels. 
-Muy bien –continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las futuras familias de este individuo, ¿entiende? 
-Entiendo. 
-¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón usted primero uno, luego una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones! 
-Bueno, ¿y eso qué? –inquirió Eckels. 
-¿Eso qué? –gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones sobrevivir?. Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre. Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojados al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide, no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a ese hombre, y destruye usted una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha puesto sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un billón de otros hombres no saldrán nunca de la matriz. Quizá Roma no se alce nunca sobre las siete colinas. Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados unidos. Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera! 
-Ya veo –dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba. 
-Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto, quizá nuestra teoría esté 
equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha liego, una depresión, hambres colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O algo mucho más sutil. Quizá un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? 
¿Quién puede decir que realmente lo sabe? No nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros viajes en el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir nuestras bacterias en una antigua atmósfera. 
-¿Cómo sabemos que animales podemos matar? 
-Están marcados con pintura roja –dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales. 
-¿Para estudiarlos? 
-Exactamente –dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas, La vida es breve. Cuando encontraba alguno que iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta, el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que el manchaba de rojo el costado. No podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro, que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende que cuidadosos somos? 
-Pero si ustedes vinieron esta mañana –dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? 
¿Salimos todos... vivos? 
Travis y Lesperance se miraron. 
-Eso hubiese sido una paradoja –habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones..., un hombre que se encuentra consigo mismo, Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada? Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor Eckels, salimos con vida. 
Eckels sonrió débilmente. 
-Dejemos esto –dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. 
La jungla era alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo por siempre y para siempre. Sonidos como música y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises, murciélagos gigantes nacidos del delirio de una noche febril. 
Eckels, guardando el equilibrio en el estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando. 
-¡No haga eso! –dijo Travis-. ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma... 
Eckels enrojeció. 
-¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus? Lesperance miró su reloj de pulsera. 
-Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡ Quédese en el Sendero! 
Se adelantaron en el viento de la mañana. 
-Qué raro –murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses, toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún. 
-¡Levanten todos el seguro, todos! –ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer. 
-He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero Jesús, esto es caza –comentó Eckels-. Tiemblo como un niño. 
-Ah –dijo Travis. Todos se detuvieron. Travis alzó una mano. 
-Ahí delante –susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real. 
La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si alguien hubiese cerrado una puerta. 
Silencio. 
El ruido de un trueno. 
De la niebla, a cien metros de distancia salió el Tyrannosaurus rex. 
-Jesucristo –murmuró Eckels. 
-¡Chist! 
Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de los árboles, un gran dios del mal, apretando sus delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes, mientras el cuelo de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida que se alzaba fácilmente hacia el cielo. En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas. Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigosamente en el área de sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire. 
-¡Dios mío! –Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna. 
-¡Chist! –Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio. 
-No es posible matarlo. –Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-. Hemos sido unos locos. Esto es imposible. 
-¡Cállese!- siseó Travis. 
-Una pesadilla. 
-Dé media vuelta –ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la Máquina. Le devolveremos mitad del dinero. 
-No imaginé que fuera tan grande –dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme. 
-¡Nos vio! 
-¡Ahí está la pintura roja en el pecho! 
El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas, embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de sangre cruda cruzó la jungla. 
-Sáquenme de aquí –pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí. 
-No corra –dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. 
-Sí. 
Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza. 
- ¡Eckels! 
Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. 
- ¡Por ahí no! 
El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante ton un grito terrible. En cuatro segundos cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol. 
Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla,. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo llevaban las piernas, Y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás. 
Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran Palanca de la cola del reptil se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas, meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los brillantes iris negros. 
Como un ídolo de piedra, Como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo, rojos y resplandecientes. 
El trueno se apagó. 
La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana. 
Billings y Krarner se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los rifles humeantes, juraban continuarnente. 
En la Máquina de¡ Tiempo, cara abajo, yacía Eckelsl estremeciéndose. Había encontrado el camino de vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. 
Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero. 
-Límpiense. 
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una excavadora de vapor en el momento en que se abren: las válvulas o se las cierra herméticamente. Los huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados antebrazos, quebrándolos. 
Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como algo final. 
-Ahí está -Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer y matar al animal. 
Miró a los dos cazadores ¿Quieren la fotografía trofeo? 
-¿Qué? 
-No podemos llevar un trofeo al futuro; El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes al lado. 
Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. 
Caminaron a lo largo del Sendero de Metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo caído, -el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la humeante armadura. 
Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando. 
-Lo siento -dijo al fin. 
- ¡Levántese! -gritó Travis. Eckels se levantó. 
- ¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo dejaremos aquí! 
Lesperance tomó a Travis por el brazo. 
-Espera... 
- ¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! -Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados! Cristo sabe qué multa nos pondrán. 
¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia. ¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia! 
-Cálmate. Sólo pisó un poco de barro. 
- ¡Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí, Eckels! 
Eckels buscó en su chaqueta. 
-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares! 
Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió. 
-Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva. 
- ¡Eso no tiene sentido! 
-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. 
¡Extráigalas! 
La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato, como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies. 
Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados Y rojos hasta los codos. Extendió las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse. 
-No había por qué obligarlo a eso -dijo Lesperance. 
-¿No? Es demasiado Pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil. 
-Vivirá. La Próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 
1492.1776.1812. 
Se limpiaron las caras Y manos. Se cambiaron las camisas Y pantalones. Eckels se había incorporado y se paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos. 
-No me mire -gritó Eckels-. No hice nada. 
-¿Quién puede decirlo? 
-Salí de] sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me arrodille y rece? 
-Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil. 
-Soy inocente. ¡No he hecho nada! 1999.2000.2055. 
La máquina se detuvo. 
-Afuera -dijo Travis. 
El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba s entado detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio. 
Travis miró alrededor con rapidez. 
-¿Todo bien aquí? -estalló. 
-Muy bien. ¡Bienvenidos! 
Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol por la única ventana alta. 
-Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca. Eckels no se movió. 
-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira? 
Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran... eran... Y había una sensación. Se estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo. En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio..., se extendía todo un mundo de calles Y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco... 
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera. 
De algún modo el anuncio había cambiado. 

SEFARI EN EL TIEMPO. S.A. 
SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO 
USTE NOMBRA EL ANIMAL. 
NOSOTROS LO LLEBAMOS 
AYI. USTE LO MATA. 

Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo, temblando. 
-No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No! 
Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta. 
- ¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels. 
Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre sí misma. La mariposa no podía cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía? 
Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca: 
-¿Quién... quién ganó la elección presidencial ayer?' El hombre detrás del mostrador se rio. 
-¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith. Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa? 
Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos. 
-¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina-, no podríamos llevarla allá no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos ... ? 
No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba. 
El ruido de un trueno.

Ray Bradbury


Ray Bradbury, Vendrán lluvias suaves

Vendrán lluvias suaves
Agosto de 2026.
La voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío. Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!
En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.
-Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis -dijo una voz desde el techo de la cocina- en la ciudad de Allendale, California -Repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara-. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.
En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.
Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno!
Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía fuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: Lluvia, lluvia, aléjate… zapatones, impermeables, hoy. Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía.
Fuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta, y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.
A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante.
Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.
Las nueve y cuarto, cantó el reloj, la hora de la limpieza.
De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.
Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.
Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.
Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica.
Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.
La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.
El mediodía.
Un perro aulló, temblando, en el porche.
La puerta de calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.
Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.
El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.
Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe de arce. El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.
Las dos, cantó una voz.
Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.
Las dos y cuarto.
El perro había desaparecido.
En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.
Las dos y treinta y cinco.
Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.
Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.
A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.

Las cuatro y media.
Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.
Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento.
De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales.
Era la hora de los niños.

Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.
Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.
Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí.
Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.
-Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?
La casa estaba en silencio.
-Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin-, elegiré un poema cualquiera.
Una suave música se alzó como fondo de la voz.
-Sara Teasdale. Su autora favorita, me parece…
Vendrán lluvias suaves y olores de tierra,
y golondrinas que girarán con brillante sonido;
y ranas que cantarán de noche en los estanques
y ciruelos de tembloroso blanco 
y petirrojos que vestirán plumas de fuego
y silbarán en los alambres de las cercas; 
y nadie sabrá nada de la guerra,
a nadie le interesara que haya terminado. 
A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si la humanidad se destruye totalmente; 
y la misma primavera, al despertarse al alba,
apenas sabrá que hemos desaparecido.

El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.

A las diez la casa empezó a morir.
Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.
La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.
-¡Fuego! – gritó una voz.
Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:
– ¡Fuego, fuego, fuego!
La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.
La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.
Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.
El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.
De pronto, refuerzos.
De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.
El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.
Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.
La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.
En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante…
Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas!
Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.
El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.
En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.
El derrumbe. El altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.
Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.
La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:
-Hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis, hoy es…

Ray Bradbury, Vendrán lluvias suaves (Crónicas marcianas). Traducido por Francisco Abelenda.


https://es.wikipedia.org/wiki/Ray_Bradbury
Ray Bradbury

Ray Bradbury, Cuento de Navidad

Cuento de Navidad

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque excedía el peso máximo por pocas onzas, al igual que el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.
—¿Qué haremos?
—Nada, ¿qué podemos hacer?
—¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!
La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.
—Ya se me ocurrirá algo —dijo el padre.
—¿Qué…? —preguntó el niño.
El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
—Quiero mirar por el ojo de buey.
—Todavía no —dijo el padre—. Más tarde.
—Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.
—Espera un poco —dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.
—Hijo mío —dijo—, dentro de medía hora será Navidad.
—Oh —dijo la madre, consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.
—Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometisteis.
—Sí, sí. Todo eso y mucho más —dijo el padre.
—Pero… —empezó a decir la madre.
—Sí —dijo el padre—. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
—Ya es casi la hora.
—¿Me prestas tu reloj? —preguntó el niño.
El padre le prestó su reloj. El niño lo sostuvo entre los dedos mientras el resto de la hora se extinguía en el fuego, el silencio y el imperceptible movimiento del cohete.
—¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
—Ven, vamos a verlo —dijo el padre, y tomó al niño de la mano.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
—No entiendo.
—Ya lo entenderás —dijo el padre—. Hemos llegado.
Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.
—Entra, hijo.
—Está oscuro.
—No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.
—Feliz Navidad, hijo —dijo el padre.
Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.

Ray Bradbury, Cuento de Navidad.

https://es.wikipedia.org/wiki/Ray_Bradbury
Ray Bradbury

Ray Bradbury, Calidoscopio.

Calidoscopio

El primer impacto rajó la nave como si fuera un gigantesco abrelatas. Los hombres fueron arrojados al espacio, retorciéndose como una docena de peces fulgurantes. Se diseminaron en un mar oscuro mientras la nave, convertida en un millón de fragmentos, proseguía su ruta semejando un enjambre de meteoritos en busca de un sol perdido.
—Barkley, Barkley, ¿dónde estás?
Voces aterrorizadas, niños perdidos en una noche fría.
—¡Woode, Woode!
—¡Capitán!
—Hollis, Hollis, aquí Stone.
—Stone, soy Hollis. ¿Dónde estás?
—¿Cómo voy a saberlo? Arriba, abajo… Estoy cayendo. ¡Dios mío, estoy cayendo!
Caían. Caían, en la madurez de sus vidas, como guijarros diminutos y plateados. Se diseminaban como piedras lanzadas por una catapulta monstruosa. Y ahora en vez de hombres eran sólo voces.
Voces de todos los tipos, incorpóreas y desapasionadas, con distintos tonos de terror y resignación.
—Nos alejamos unos de otros.
Era cierto. Hollis, rodando sobre sí mismo, sabía que lo era y, de alguna forma, lo aceptó. Se alejaban para recorrer distintos caminos y nada podría reunirles de nuevo. Vestían sus trajes espaciales, herméticamente cerrados, sus pálidos rostros ocultos tras las placas faciales. No habían tenido tiempo de acoplarse las unidades energéticas. Con ellas, habrían sido pequeños botes salvavidas flotando en el espacio. Se habrían salvado, habrían salvado a otros, habrían encontrado a todos hasta unirse para formar una isla de hombres y pensar en alguna salida. Pero ahora, sin las unidades energéticas acopladas a sus hombros, eran meteoritos alocados encaminándose hacia destinos diversos e inevitables.
Pasaron diez minutos. El terror inicial se apagó, dando paso a una calma metálica. Sus voces extrañas empezaron a entrelazarse en el espacio, un telar inmenso y oscuro, cruzándose y volviéndose a cruzar hasta formar el tejido final.
—Stone a Hollis. ¿Cuánto tiempo podremos hablar por radio?
—Depende de tu velocidad y la mía.
—Una hora, supongo.
—Algo así —dijo Hollis, pensativo y tranquilo.
—¿Qué sucedió? —preguntó Hollis al cabo de un minuto.
—El cohete estalló, eso es todo. Los cohetes estallan, ¿sabes?
—¿Hacia dónde caes?
—Creo que me estrellaré en el Sol.
—Yo en la Tierra. De vuelta a la madre Tierra a quince mil kilómetros por hora, arderé como una cerilla.
Hollis pensó en ello con una sorprendente serenidad. Le parecía estar separado de su cuerpo, viéndolo caer y caer en el espacio, con la misma tranquilidad con la que había visto caer los primeros copos de nieve de un invierno muy lejano.
Los otros guardaban silencio. Pensaban en el destino que les había llevado a esto, a caer y caer sin poder hacer nada para evitarlo. Hasta el capitán callaba, porque no había orden o plan que pudiera arreglarlo todo.
—¡Oh, esto es interminable! ¡Interminable, interminable! —exclamó una voz. ¡No quiero morir, no quiero morir! ¡Esto es interminable!
—¿Quién habla?
—No lo sé.
—Creo que es Stimson. Stimson, ¿eres tú?
—Esto es interminable y no me gusta. ¡Dios mío, no me gusta nada!
—Stimson, aquí Hollis. Stimson, ¿me oyes?
Una pausa. Seguían separándose unos de otros.
—¿Stimson?
—Sí —replicó por fin.
—Stimson, tranquilízate. Todos tenemos el mismo problema.
—No quiero estar aquí. Me gustaría estar en cualquier otro sitio.
—Hay una posibilidad de que nos encuentren.
—Si, sí, seguro —dijo Stimson—. No creo en esto, no creo que esté sucediendo realmente.
—Es una pesadilla —dijo alguien.
—¡Cállate! -ordenó Hollis.
—Ven y hazme callar —contestó la voz. Era Applegate. Se reía con toda tranquilidad, sin histeria—. Ven y hazme callar.
Por primera vez, Hollis sintió su impotencia. La cólera se adueñó de él porque en aquel momento deseaba, más que ninguna otra cosa, herir a Applegate. Había esperado muchos años para poder hacerlo…, y ahora era demasiado tarde. Applegate era únicamente una voz radiofónica.
¡Y seguían cayendo y cayendo!
Dos de los hombres se pusieron a gritar, de repente, como si acabaran de descubrir el horror de su situación. Hollis vio a uno de ellos, en una pesadilla, flotando muy cerca de él, chillando y chillando.
—¡Basta!
El hombre estaba casi al alcance de su mano. Gritaba enloquecido. Nunca se callaría. Seguiría chillando durante un millón de kilómetros, mientras se encontrara en el campo de acción de la radio. Fastidiaría a todos los demás e impediría que hablaran entre sí.
Hollis alargó la mano. Era mejor así. Hizo un último esfuerzo y tocó al hombre. Se agarró a su tobillo y fue desplazando la mano hasta llegar a la cabeza. El hombre chilló y se retorció como si estuviera ahogándose. Sus gritos llenaron el universo.
“Da lo mismo —pensó Hollis—. El Sol, la Tierra o los meteoros lo matarán igualmente. ¿Por qué no ahora?”
Hollis aplastó la placa facial del hombre con su puño metálico. Los gritos cesaron. Se apartó del cadáver y lo dejó alejarse siguiendo su propio curso, cayendo y cayendo.
Hollis y los demás seguían cayendo sin cesar en el espacio, en el interminable remolino de un terror silencioso.
—Hollis, ¿sigues ahí?
Hollis no contestó. Una oleada de calor inundó su rostro.
—Aquí Applegate otra vez.
—¿Qué hay, Applegate?
—Hablemos. No podemos hacer otra cosa.
El capitán intervino.
—Ya es suficiente. Tenemos que encontrar una solución.
—Capitán, ¿por qué no se calla?
—¿Qué?
—Ya me ha oído, capitán. No pretenda imponerme su rango, porque nos separan quince mil kilómetros y no tenemos que engañarnos. Tal como dijo Stimson, la caída es interminable.
—¡Compórtese, Applegate!
—No quiero. Esto es un motín de uno solo. No tengo una maldita cosa que perder. Su nave era mala, usted un mal capitán, y espero que se ase cuando llegue al Sol.
—¡Le ordeno que se calle!
—Adelante, vuelva a ordenarlo. —Applegate sonrió a quince mil kilómetros de distancia. El capitán no dijo nada más—. ¿Dónde estábamos, Hollis? Ah, sí, ya recuerdo. También te odio a ti. Pero tú ya lo sabes. Hace mucho tiempo que lo sabes.
Hollis, desesperado, cerró los puños.
—Quiero confesarte algo —prosiguió Applegate—. Algo que te hará feliz. Fui uno de los que votaron contra ti en la Rocket Company, hace cinco años.
Un meteorito surcó el espacio. Hollis miró hacia abajo y vio que no tenía mano izquierda. La sangre brotaba a chorros. De repente, advirtió la falta de aire en su traje. El oxígeno que conservaba en los pulmones le permitió, sin embargo, hacer un nudo a la altura de su codo izquierdo, apretando la juntura y cerrando el escape. La rapidez del suceso no le dio tiempo a sorprenderse. Ninguna cosa podía sorprenderle en aquel momento. Ya cerrado el boquete, el aire volvió a llenar el traje en un instante. Y la sangre, que había brotado con tanta facilidad, quedó comprimida cuando Hollis apretó aún más el nudo, hasta convertirlo en un torniquete.
Todo esto había sucedido en medio de un terrible silencio por parte de Hollis. Los otros hombres conversaban. Uno de ellos, Lespere, hablaba sin cesar de su mujer de Marte, de su mujer venusiana, de su mujer de Júpiter, de su dinero, sus buenos tiempos, sus borracheras, su afición al juego, su felicidad… Hablaba y hablaba, mientras todos caían. Lespere, feliz, recordaba el pasado mientras se precipitaba a la muerte.
¡Todo era tan raro! Espacio, miles de kilómetros de espacio, y voces vibrando en su centro. Ningún hombre al alcance de la vista, sólo las ondas de radio se agitaban tratando de emocionar a otros hombres.
—¿Estás enfadado, Hollis?
—No.
Y no lo estaba. Había recuperado la serenidad. Era una masa insensible, cayendo para siempre hacia ninguna parte.
—Durante toda tu vida quisiste llegar a la cumbre, Hollis. Y yo lo impedí. Siempre quisiste saber lo que había ocurrido. Bien, voté contra ti antes de que me despidieran a mí también.
—No tiene importancia.
Y no la tenía. Todo había terminado. Cuando la vida llega a su fin es como un intenso resplandor. Un instante en el que todos los prejuicios y pasiones se condensan e iluminan en el espacio, antes de que se pueda decir una sola palabra. Hubo un día feliz y otro desdichado, hubo un rostro perverso y otro bondadoso… El resplandor se apaga y se hace la oscuridad.
Hollis pensó en su pasado. Al borde de la muerte, una sola cosa le atormentaba y por ella, únicamente por ella, deseaba seguir viviendo. ¿Sentirían lo mismo sus compañeros de agonía? ¿Tendrían aquella sensación de no haber vivido nunca? ¿Pensarían, como él, que la vida surge y muere antes de poder respirar una vez? ¿Les parecería a todos tan abrupta e imposible, o sólo a él, aquí, ahora, con escasas horas para meditar?
Uno de los otros hombros estaba hablando.
—Bueno, yo viví bien. Tuve una esposa en Marte, otra en Venus y otra en Júpiter. Todas tenían dinero y se portaron muy bien conmigo. Fue maravilloso. Me emborrachaba, y hasta una vez gané veinte mil dólares en el juego.
“Pero ahora estás aquí —pensó Hollis—. Yo no tuve nada de eso. Tenía celos de ti, Lespere. En pleno trabajo envidiaba tus mujeres y tus juergas. Las mujeres me asustaban y huía al espacio, siempre deseándolas, siempre celoso de ti por tenerlas, por tu dinero, por toda la felicidad que podías conseguir con aquella vida alocada. Pero ahora se acabó todo, caemos. Ya no tengo celos de ti. Es mi final y el tuyo y todo parece no haber sucedido nunca.”
Hollis levantó el rostro y gritó por la radio:
—¡Todo ha terminado, Lespere!
Silencio.
—¡Como si nunca hubiese ocurrido, Lespere!
—¿Quién habla? —preguntó Lespere temblorosamente.
—Soy Hollis.
Se sintió miserable. Era la mezquindad, la absurda mezquindad de la muerte. Applegate le había herido y él, Hollis, quería herir a otro. Applegate y el espacio le habían herido.
—Ahora estás aquí, Lespere. Todo ha terminado, como si nunca hubiera sucedido, ¿no es cierto?
—No.
—Cuando llega el final, todo parece no haber ocurrido nunca. ¿Es mejor tu vida que la mía, ahora? Antes, sí, ¿y ahora? El presente es lo que cuenta. ¿Es mejor? ¿Lo es?
—¡Sí, es mejor!
—¿Por qué?
—Porque conservo mis pensamientos, ¡porque recuerdo! —gritó Lespere, muy lejos, indignado, apretando los recuerdos a su pecho con ambas manos.
Y estaba en lo cierto. Hollis lo comprendió mientras una sensación fría como el hielo fluía por todo su cuerpo. Existían diferencias entre los recuerdos y los sueños. A él sólo le quedaban los sueños de las cosas que había deseado hacer, pero Lespere recordaba cosas hechas, consumadas. Este pensamiento empezó a desgarrar a Hollis con una precisión lenta, temblorosa.
—¿Y para qué te sirve eso? —gritó a Lespere—. ¿De qué te sirve ahora? Lo que llega a su fin ya no sirve para nada. No estás mejor que yo.
—Estoy tranquilo —contestó Lespere—. Tuve mi oportunidad. Y ahora no me vuelvo perverso, como tú.
—¿Perverso?
Hollis meditó. Nunca, en toda su vida, había sido perverso. Nunca se había atrevido a serlo. Durante muchos años debió de haber estado guardando su perversidad para una ocasión como la actual. “Perverso”. La palabra martilleó en su mente. Se le saltaron las lágrimas y resbalaron por su cara.
—Cálmate, Hollis.
Alguien había escuchado su voz sofocada.
Era completamente ridículo. Tan sólo un momento antes, había estado aconsejando a otros, a Stimson… Había sentido coraje y creído que era auténtico. Pero, ahora lo comprendía, no se trataba más que de conmoción, y de la “serenidad”, que puede acompañarla. Y ahora trataba de condensar toda una vida de emociones reprimidas en un intervalo de minutos.
—Sé lo que sientes, Hollis —dijo Lespere, ya a treinta mil kilómetros de distancia, con una voz cada vez más apagada—. No me has ofendido.
“Pero, ¿no somos iguales? —se preguntó un aturdido Hollis—. ¿Lespere y yo? ¿Aquí, ahora? Si algo ha terminado, ya está hecho. ¿Qué tiene de bueno, entonces? Los dos moriremos, de una forma o de otra.”
Pero Hollis sabía que todo aquello era puro raciocinio. Era como intentar explicar la diferencia entre un hombre vivo y un cadáver: uno poseía una chispa, un aura, un elemento misterioso, y el otro no.
Y lo mismo ocurría con Lespere y él. Lespere había vivido enteramente, y ello le convertía ahora en un hombre diferente. Y él, Hollis, había estado muerto durante muchos años. Se acercaban a la muerte siguiendo distintos caminos y, con toda probabilidad, si existieran varios tipos de muertes, el de Lespere y el suyo serían tan diferentes como la noche y el día. La cualidad de la muerte, como la de la vida, debe ser de una variedad infinita. Y si uno ya ha muerto una vez, ¿por qué preocuparse de morir para siempre, tal como estaba muriendo él ahora?
Un momento después descubrió que su pie derecho había desaparecido. Estuvo a punto de reír. El aire por segunda vez había escapado de su traje. Se inclinó rápidamente y vio salir la sangre. El meteorito había cortado la carne y el traje hasta el tobillo. Oh, la muerte en el espacio era humorística: te despedaza poco a poco, cual tétrico e invisible carnicero. Hollis apretó la válvula de la rodilla. Sentía dolor y mareo. Luchó por no perder la conciencia, apretó más la válvula y contuvo la sangre, conservando el aire que le quedaba. Se enderezó y prosiguió su caída. No podía hacer más.
—¿Hollis?
Hollis respondió cansinamente, harto de aguardar la muerte.
—Aquí Applegate de nuevo —dijo la voz.
—Sí.
—He estado pensando, y escuchándote. Esto no va bien. Nos convierte en perversos. Es una forma de morir muy mala, nos saca toda la maldad que llevamos dentro. Hollis, ¿me escuchas?
—Sí
—Te mentí. Hace un momento. Te mentí. No voté contra ti. No sé por qué lo dije. Creo que deseaba hacerte daño. Parecías el más indicado. Siempre nos hemos peleado, Hollis. Creo que me estoy haciendo viejo de repente, arrepintiéndome. Cuando oí que tú eras un perverso me avergoncé. Es igual, quiero que sepas que yo también fui un idiota. No hay ni pizca de verdad en todo lo que dije. Y vete al infierno.
Hollis sintió que su corazón volvía a latir. Había estado parado durante cinco minutos. Ahora, todos sus miembros recuperaron el calor. La conmoción había terminado, y los sucesivos ataques de cólera, terror y soledad iban disipándose. Era un hombre recién salido de una ducha fría matutina, listo para desayunar y enfrentarse a un nuevo día.
—Gracias, Applegate.
—No hay de qué. Y anímate, bobo.
—¿Dónde está Stimson? ¿Cómo se encuentra?
—¿Stimson?
Todos escuchaban atentamente:
—Debe de haber muerto.
—No lo creo. ¡Stimson!
Volvieron a escuchar.
Y oyeron una respiración dificultosa, lejana, lenta…
—Es él. Escuchad.
—¡Stimson!
Nadie respondió.
Sólo podían oír una respiración lenta y bronca.
—No contestará.
—Ha perdido el conocimiento. Dios lo ayude.
—Es él, escuchen.
Una respiración apenas audible, el silencio.
—Está encerrado como una almeja. Encerrado en sí mismo, haciendo una perla. Considérenlo así, todo tiene su poesía. Él es más feliz que nosotros.
Stimson flotaba en la lejanía. Todas lo escucharon.
—¡Eh! —dijo Stone.
—¿Qué?
Hollis había contestado con toda su fuerza. Stone, más que ningún otro, era un buen amigo.
—Estoy entre un enjambre de meteoritos, pequeños asteroides.
—¿Meteoritos?
—Creo que es el grupo de Mirmidón, que se desplaza entre Marte y la Tierra y tarda cien años en recorrer su órbita. Me encuentro justo en el medio. Es como un calidoscopio gigante. Hay colores, formas y tamaños de todos los tipos. ¡Dios mío, qué hermoso es todo esto!
Silencio.
—Me voy con ellos —prosiguió Stone—. Me llevan con ellos. Estoy condenado. —Y se rió de buena gana.
Hollis trató de ver algo, pero sin conseguirlo. Allí sólo había las grandes joyas del espacio, los diamantes, los zafiros, las nieblas de esmeraldas y las tintas de terciopelo del espacio, y la voz de Dios confundiéndose entre los resplandores cristalinos. Era algo increíble y maravilloso pensar en Stone acompañando al enjambre de meteoritos. Iría más allá de Marte y volvería a la Tierra cada cinco años. Entraría y saldría de las órbitas de los planetas durante las siguientes miles y miles de años. Stone y el enjambre de Mirmidón, eternos e infinitos, girarían y se modelarían como los colores del calidoscopio de un niño cuando éste levanta el tubo hacia el sol y lo va girando.
—Adiós, Hollis. —La voz de Stone, ya muy debilitada—. Adiós.
—Buena suerte —gritó Hollis, a cincuenta mil kilómetros de distancia.
—No te hagas el gracioso —dijo Stone.
Silencio. Las estrellas se unían más y más entre ellas.
Todas las voces iban apagándose. Todas y cada una seguían su propia ruta; unas hacia el Sol, otras hacia el espacio remoto. Como el mismo Hollis. Miró hacia abajo. Él, y sólo él, volvía solitario a la Tierra.
—Adiós.
—Tómatelo con calma.
-—Adiós, Hollis -dijo Applegate.
Adioses innumerables, despedidas breves. El gran cerebro, extraviado, se desintegraba. Los componentes de aquel cerebro, que habían trabajado con eficiencia y perfección dentro de la caja craneal de la nave espacial, cuando ésta aún surcaba el espacio, morían uno a uno. Todo el significado de sus vidas saltaba hecho añicos. Igual que el cuerpo muere cuando el cerebro deja de funcionar, el espíritu de la nave, todo el tiempo que habían pasado juntos, lo que los unos significaban para los otros, todo eso moría. Applegate ya no era más que un dedo arrancado del cuerpo paterno, ya nunca más sería motivo de desprecio o intrigas. El cerebro había estallado y sus fragmentos inútiles, faltos de misión que cumplir, se desperdigaban. Las voces desaparecieron y el espacio quedó en silencio. Hollis estaba solo, cayendo.
Todos estaban solos. Sus voces se habían desvanecido como los ecos de palabras divinas vibrando en el cielo estrellado. El capitán marchaba hacia el Sol. Stone se alejaba entre la nube de meteoritos, y Stimson, encerrado en sí mismo. Applegate iba hacia Plutón. Smith, Turner, Underwood… Los restos del calidoscopio, las piezas de lo que otrora fue algo coherente, se esparcían por el espacio.
“¿Y yo? —pensó Hollis—. ¿Qué puedo hacer? ¿Puedo hacer algo para compensar una vida terrible y vacía? Si pudiera hacer algo para reparar la mezquindad de todos estos años, el absurdo del que ni siquiera me daba cuenta… Pero no hay nadie aquí. Estoy solo. ¿Cómo hacer algo que valga la pena cuando se está solo? Es imposible. Mañana por la noche me estrellaré contra la atmósfera de la Tierra. Arderé, y mis cenizas se esparcirán por todos los continentes. Seré útil. Sólo un poco, pero las cenizas son cenizas y se mezclarán con la tierra.”
Caía rápidamente, como una bala, como un guijarro, como una pesa metálica. Sereno, ni triste ni feliz… Lo único que deseaba, cuando todos los demás se habían ido, era hacer algo válido, algo que sólo él sabría.
“Cuando entre en la atmósfera, arderé como un meteoro.”
—Me pregunto si alguien me verá —dijo en voz alta.
Desde un camino, un niño alzó la vista hacia el cielo.
—¡Mira, mamá! ¡Mira! —gritó—. ¡Una estrella fugaz!
La estrella blanca, resplandeciente, caía en el polvoriento cielo de Illinois.
—Pide un deseo —dijo la madre del niño—. Pide un deseo.

Ray Bradbury

Ray Bradbury, El lago

El lago

La ola me encerró apartándome del mundo, de los pájaros del cielo, los niños en la arena, mi madre en la playa. Hubo un momento de silencio verde. Luego la ola me devolvió al cielo, a la arena, a los niños que gritaban. Salí del lago y el mundo me esperaba aún, y apenas se había movido entretanto.
Corrí playa arriba.
Mamá me frotó con un toallón.
-Quédate ahí hasta que te seques -dijo.
Me quedé allí, aguardando a que el sol me quitara los abalorios de agua de los brazos. Los reemplacé con carne de gallina.
-Caramba, sopla el viento -dijo mamá. Ponte el sweater.
-Espera, que me estoy mirando la carne de gallina -dije.
-Harold –dijo mamá.
Me puse el sweater y observé las olas que subían y caían en la playa. Pero no torpemente. Muy a propósito, con una especie de verde elegancia. Ni siquiera un borracho se hubiese derrumbado con la elegancia de esas olas.
Era setiembre. Los últimos días, cuando todo empieza a ponerse triste, sin ninguna razón. Sólo había seis personas en la playa, que parecía tan larga y desierta. Los niños dejaron de jugar a la pelota, pues el viento, por algún motivo, los entristecía también, silbando de ese modo, y los niños se sentaron y sintieron que el otoño venía por la costa interminable.
Los kioscos de salchichas habían sido tapados con tablas doradas, guardando así los olores de mostaza, cebolla y carne del prolongado y alegre verano. Era como haber encerrado el verano en una serie de ataúdes. Una a una se golpearon ruidosamente las puertas, y el viento vino y tocó la arena llevándose el millón de huellas de pisadas de julio y agosto. De este modo, ahora, en septiembre, sólo quedaban las marcas de mis zapatillas de tenis, y los pies de Donald y Delaus Arnold, allá, junto al agua.
La arena volaba en cortinas sobre los senderos de piedra, y una lona ocultaba el tiovivo, y todos los caballos se habían quedado saltando en el aire, sostenidos por las barras de bronce, mostrando los dientes, galopando. No había ahora otra música que el viento, escurriéndose entre las lonas.
Yo estaba allí. Todos los otros estaban en la escuela. Yo no. Mañana yo estaría en camino hacia el Oeste, cruzando en tren los Estados Unidos. Mamá y yo habíamos venido a la playa a pasar un último y breve momento.
Había algo raro en aquella soledad y tuve ganas de alejarme, solo.
-Mamá, quiero correr un poco por la playa -dije.
-Muy bien, pero no te entretengas, y no te acerques al agua.

Corrí. La arena giró a mis pies, y el viento me alzó. Ustedes saben cómo es, correr, con los brazos extendidos de modo que uno siente los dedos como velas al viento, como alas.
Mamá, sentada, se empequeñecía a lo lejos. Pronto fue sólo una mota parda, y yo estuve solo.
Un niño de doce no está solo a menudo. Tiene casi siempre gente al lado. No se siente solo dentro de sí mismo. Hay tanta gente alrededor, aconsejando, explicando, y un niño tiene que correr por una playa, aunque sea una playa imaginaria, para sentirse en su mundo propio.
De modo que ahora yo estaba solo de veras.
Me acerqué al agua y dejé que me enfriara el vientre. Antes, siempre había una multitud en la playa, yo no me había atrevido a mirar, a venir aquí y buscar en el agua y decir cierto nombre. Pero ahora…
El agua era como un mago. Lo aserraba a uno en dos. Parecía que uno estuviera cortado en dos partes, y la parte de abajo, azúcar, se fundiera, se disolviera. El agua fresca, y de cuando en cuando una ola que cae elegantemente, con un floreo de encaje.
Dije el nombre. Llamé doce veces.
-¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally!
Cuando es joven y llama así, uno espera realmente una respuesta. Uno piensa cualquier cosa y siente entonces que puede ser real. Y a veces, quizá, uno se equivoca de veras.
Pensé en Tally, que nadaba alejándose en el agua, en el último mes de mayo, las trenzas como estelas, rubias. Se iba riendo, y el sol le iluminaba los hombros menudos de doce años. Pensé en el agua que se aquietó de pronto, en el bañero que se zambullía, en el grito de la madre de Tally, y en Tally que nunca salió…
El bañero trató de sacarla, de convencerla, pero Tally no vino. El bañero regresó con unos trozos de algas en los dedos de nudillos gruesos, y nada más. Tally se había ido y ya no se sentaría cerca de mí en la escuela, nunca más, ni correría detrás de la pelota en las calles de ladrillos. las noches de verano. Se había ido demasiado lejos, y el lago no permitiría que volviese.
Y ahora en el otoño solitario, cuando el cielo era inmenso y el agua era inmensa y la playa tan larga, yo habla ido allí por última vez, solo.
La llamé otra vez y otra vez. ¡Tally, oh, Tally!
El viento me sopló dulcemente en las orejas, como sopla el viento en las bocas de los caracoles, que murmuran. El agua se alzó, me abrazó el pecho, luego las rodillas, subiendo y bajando, así y de otro modo, succionando bajo mis talones.
-¡Tally! ¡Vuelve, Tally!
Yo sólo tenía doce años. Pero sabía cuánto la había querido. Era ese amor que llega cuando el cuerpo y la moral no significan nada todavía. Ese amor que se parece al viento y al mar y a la arena, acostados y juntos para siempre. La materia de ese amor era los días largos y cálidos en la playa, y el zumbido tranquilo de los días monótonos en la escuela. Todos los largos días del último otoño cuando yo le había llevado los libros a casa desde la escuela.
-¡Tally!
La llamé por última vez. Me estremecí. Sentí el agua en la cara y no supe cómo era posible.
El agua no me había salpicado tan arriba.
Volviéndome, retrocedí a la arena y me quedé allí media hora, esperando una sombra, un signo, algo de Tally que me ayudara a recordar.
Luego, de rodillas, hice un castillo de arena, delicado, construyéndolo como Tally y yo lo habíamos construido tantas veces, pero esta vez construí sólo la mitad. Luego me puse de pie.
-Tally, si me oyes, ven y construye el resto.
Me alejé hacia el lunar lejano que era mamá. El agua subió, invadió en círculos el castillo, y lo devolvió poco a poco a la lisura original.
Silenciosamente, caminé por la costa.
Lejos, el tintineo de un tiovivo; pero era sólo el viento.

Al día siguiente me fuí en tren.
Un tren tiene mala memoria. Pronto deja todo atrás. Olvida los maizales de Illinois, los ríos de la infancia, los puentes, los lagos, los valles, las casas, las penas y las alegrías. Las echa atrás y pronto quedan del otro lado del horizonte.
Alargué mis huesos, les puse carne, cambié mi mente joven por otra más vieja, tiré ropas que ya no me servían, pasé del colegio primario al bachillerato, y de ahí a la universidad. Y luego encontré a una joven en Sacramento. La traté un tiempo y nos casamos. Cuando cumplí veintidós años ya casi no recordaba cómo era el Oeste.
Margaret sugirió que pasáramos nuestra luna de miel postergada.
Como la memoria, el tren va y viene. Un tren puede devolvernos rápidamente a todo lo que dejamos atrás hace muchos años.
Lago Bluff, diez mil habitantes, subió en el cielo. Margaret estaba tan bonita con sus elegantes ropas nuevas. No sentía cómo el mundo viejo iba incorporándome a su vida, y Margaret me miraba. Me tomó del brazo cuando el tren se deslizó entrando en Bluff, y un hombre nos escoltó cargando el equipaje.
Tantos años, y las metamorfosis de las caras y los cuerpos. Caminábamos por el pueblo y yo no reconocía a nadie. Había casas con ecos. Ecos de correrías por los senderos de las cañadas. Rostros donde se oían aún unas risas entre dientes: las vacaciones y las hamacas de cadenas, y las subidas y bajadas en los columpios. Pero yo no hacía preguntas y miraba a un lado y a otro y acumulaba recuerdos, como apilando hojas para la hoguera del otoño.
Nos quedamos allí dos semanas, visitando juntos todos los sitios. Fueron días felices. Yo pensaba que estaba enamorado de Margaret. Lo pensaba por lo menos.
En uno de los últimos días paseamos por la costa. El año no estaba tan adelantado como aquel día, hacía tanto tiempo, pero en la playa se veían ya los primeros signos de la deserción próxima. La gente escaseaba; algunos kioscos estaban cerrados y claveteados, y el viento, como siempre, esperaba allí para cantarnos.
Casi vi a mamá sentada en la arena como antes. Sentí otra vez aquellas ganas de estar solo. Pero no me atreví a hablarle de eso a Margaret. Callé y esperé.
Cayó el día. La mayoría de los niños se había retirado ya, y sólo quedaban unos pocos hombres y mujeres que tomaban sol, al viento.
El bote del bañero se acercó a la costa. El hombre salió a la orilla, lentamente, con algo en los brazos.
Me quedé quieto. Contuve el aliento y me sentí pequeño, con sólo doce años de edad, minúsculo, infinitesimal, y asustado. El viento aullaba. No podía ver a Margaret. Sólo veía la playa, y al bañero que venía lentamente con un bulto gris no muy pesado en las manos, y la cara casi tan arrugada y gris.
No sé por qué lo dije:
-Quédate aquí, Margaret.
-¿Pero por qué?
-Quédate aquí, eso es todo.
Fui lentamente por la arena, playa abajo, hacia donde estaba el bañero. El hombre me miró.
-¿Qué es? -pregunté.
El hombre siguió mirándome largo rato. No podía hablar. Puso el saco gris en la arena, y el agua murmuró alrededor subiendo y bajando.
-¿Qué es? -insistí.
-Extraño -dijo el bañero, en voz baja.
Esperé.
-Extraño -dijo otra vez, dulcemente-. Nunca ví nada más extraño. Está muerta desde hace mucho tiempo.
Repetí las palabras del hombre.
El hombre asintió.
-Diez años, diría yo. Este año no se ahogó ningún niño. Se ahogaron aquí doce niños desde 1933, pero los encontramos a todos a las pocas horas. A todos excepto a uno, recuerdo. Este cuerpo… bueno, debió de haber estado diez años en el agua. No es… agradable.
Clavé los ojos en el saco gris.
-Ábralo –dije.
No sé por qué lo dije. El viento gritaba más.
El hombre tocó el saco aquí y allá.
-¡De prisa, hombre, ábralo! –grité.
-Será mejor que no –dijo él. Luego quizá me vio la cara-. Era una niña tan pequeña…
Abrió sólo una parte. Fue suficiente.
La playa estaba desierta. Sólo había el cielo y el viento y el agua y el otoño que se acercaba solitario. Bajé la cabeza y miré.
Dije algo, una vez y otra. Un nombre. El bañero miraba.
-¿Dónde la encontró? -pregunté.
-Playa abajo, allá, en los bajíos. Ha pasado mucho, mucho tiempo, ¿no?
Sacudí la cabeza.
-Sí, sí. Oh Dios, sí, sí.
Pensé: la gente crece. Yo he crecido. Pero ella no ha cambiado. Es pequeña todavía. Es joven todavía. La muerte no permite crecimientos o cambios. Todavía tiene el pelo rubio. Será siempre joven, y yo la querré siempre, oh Dios, la querré siempre.
El bañero cerró otra vez el saco.
Un momento después eché a caminar por la playa, solo. Me detuve, miré algo. Aquí es donde la encontró el bañero, me dije.
Aquí, a orillas del agua, se alzaba un castillo de arena, la mitad de un castillo. Tally una mitad, y yo la otra.
Lo miré. Me arrodillé junto al castillo de arena y vi las huellas de los pies menudos, que venían del lago y volvían al lago, y no regresaban.
Entonces entendí.
-Te ayudaré a terminarlo –dije.
Lo hice. Construí el resto muy lentamente, luego me incorporé y me alejé sin volver la cabeza, para no ver cómo las olas lo deshacían, como se deshacen todas las cosas.
Caminé por la playa hasta el sitio donde una mujer extraña, llamada Margaret, me esperaba sonriendo…

Ray Bradbury, El lago (1944) (traducido por Francisco Abelenda).

Ray Bradbury

The lake

The wave shut me off from the world, from the birds in the sky, the children on the beach, my mother on the shore. There was a moment of green silence. Then the wave gave me back to the sky, the sand, the children yelling. I came out of the lake and the world was waiting for me, having hardly moved since I went away. 
I ran up on the beach. 
Mama swabbed me with a furry towel. "Stand there and dry," she said. 
I stood there, watching the sun take away the water beads on my arms. I replaced them with goose-pimples. 
"My, there's a wind," said Mama. "Put on your sweater." 
"Wait'll I watch my goose-bumps," I said. 
"Harold," said Mama. 
I put the sweater on and watched the waves come up and fall down on the beach. But not clumsily. On purpose, with a green sort of elegance as those waves. 
Even a drunken man could not collapse with such elegance as those waves. 
It was September. In the last days when things are getting sad for no reason. The beach was so long and lonely with only about six people on it. The kids quit bouncing the ball because somehow the wind made them sad, too, whistling the way it did, and the kids sat down and felt autumn come along the endless shore. 
All of the hot-dog stands were boarded up with strips of golden planking, sealing in all the mustard, onion, meat odors of the long, joyful summer. It was like nailing summer into a series of coffins. 
One by one the places slammed their covers down, padlocked their doors, and the wind came and touched the sand, blowing away all of the million footprints of July and August. It got so that now, in September, there was nothing but the mark of my rubber tennis shoes and Donald and Delaus Arnold's feet, down by the water curve. 
Sand blew up in curtains on the sidewalks, and the merry-go-round was hidden with canvas, all of the horses frozen in mid-air on their brass poles, showing teeth, galloping on. With only the wind for music, slipping through canvas. 
I stood there. Everyone else was in school. I was not. Tomorrow I would be on my way west across the United States on a train. Mom and I had come to the beach for one last brief moment. 
There was something about the loneliness that made me want to get away by myself. "Mama, I want to run up the beach aways," I said. 
"All right, but hurry back, and don't go near the water." 

I ran. Sand spun under me and the wind lifted me. You know how it is, running, arms out so you feel veils from your fingers, caused by wind. Like wings. 
Mama withdrew into the distance, sitting. Soon she was only a brown speck and I was all alone. Being alone is a newness to a twelve-year-old child. He is so used to people about. The only way he can be alone is in his mind. There are so many real people around, telling children what and how to do, that a boy has to run off down a beach, even if it's only in his head, to get by himself in his own world. 
So now I was really alone. 
I went down to the water and let it cool up to my stomach. Always before, with the crowd, I hadn't dared to look, to come to this spot and search around in the water and a certain name. But now... water is like a magician. Sawing you in half. It feels as if you were cut in two, part of you, the lower part, sugar, melting, dissolving away. Cool water, and once in a while a very elegantly stumbling wave that fell with a flourish of lace. 
I called her name. A dozen times I called it. 
"Tally! Tally! Oh Tally!" 
You really expect answers to your calling when you are young. You feel that whatever you may think can be real. And some times maybe that is not so wrong. 
I thought of Tally, swimming out into the water last May, with her pigtails trailing, blond. She went laughing, and the sun was on her small twelve-year-old shoulders. I thought of the water settling quiet, of the life guard leaping into it, of Tally's mother screaming, and of how Tally never came out...
The life guard tried to persuade her to come out, but she did not. He came back with only bits of water-weed in his big-knuckled fingers, and Tally was gone. She would not sit across from me at school any longer, or chase indoor balls on the brick streets on summer nights. She had gone too far out, and the lake would not let her return. 
And now in the lonely autumn when the sky was huge and the water was huge and the beach was so very long, I had come down for the last time, alone. 
I called her name again and again. Tally, oh, Tally! 
The wind blew so very softly over my ears, the way wind blows over the mouths of sea-shells to set them whispering. The water rose, embraced my chest, then my knees, up and down, one way and another, sucking under my heels. 
"Tally! Come back, Tally!" 
I was only twelve. But I know how much I loved her. It was that love that comes before all significance of body and morals. It was that love that is no more bad than wind and sea and sand lying side by side forever. It was made of all the warm long days together at the beach, and the humming quiet days of droning education at the school. All the long autumn days of the years past when I had carried her books home from school. 
Tally! 
I called her name for the last time. I shivered. I felt water on my face and did not know how it got there. The waves had not splashed that high. 
Turning, I retreated to the sand and stood there for half an hour, hoping for one glimpse, one sign, one little bit of Tally to remember. Then, I knelt and built a sand castle, shaping it fine, building it as Tally and I had often built so many of them. But this time, I only built half of it. Then I got up. 
"Tally, if you hear me, come in and build the rest." 
I walked off toward that far-away speck that was Mama. The water came in, blended the sand-castle circle by circle, mashing it down little by little into the original smoothness. 
Silently, I walked along the shore. 
Far away, a merry-go-round jangled faintly, but it was only the wind. 

The next day, I went away on the train. 
A train has a poor memory; it soon puts all behind it. It forgets the cornlands of Illinois, the rivers of childhood, the bridges, the lakes, the valleys, the cottages, the hurts and the joys. It spreads them out behind and they drop back of a horizon. 
I lengthened my bones, put flesh on them, changed my mind for an older one, threw away clothes as they no longer fitted, shifted from grammar to high-school, to college. And there was a young woman in Sacramento. I knew her for a time, and we were married. By the time I was twenty-two, I had almost forgotten what the East was like. 
Margaret suggested that our delayed honeymoon be taken back in that direction. 
Like a memory, a train works both ways. A train can bring rushing back all those things you left behind so many years before. 
Lake Bluff, population 10,000, came up over the sky. Margaret looked so handsome in her fine new clothes. She watched me as I felt my old world gather me back into its living. She held my arm as the train slid into Bluff Station and our baggage was escorted out. 
So many years, and the things they do to people's faces and bodies. When we walked through the town together I saw no one I recognized. There were faces with echoes in them. Echoes of hikes on ravine trails. Faces with small laughter in them from closed grammar schools and swinging on metal-linked swings and going up and down on teeter-totters. But I didn't speak. I walked and looked and filled up inside with all those memories, like leaves stacked for autumn burning. 
We stayed on two weeks in all, revisiting all the places together. The days were happy. I thought I loved Margaret well. At least I thought I did. It was on one of the last days that we walked down by the shore. 
It was not quite as late in the year as that day so many years before, but the first evidences of desertion were coming upon the beach. People were thinning out, several of the hot-dog stands had been shuttered and nailed, and the wind, as always, waited there to sing for us. 
I almost saw Mama sitting on the sand as she used to sit. I had that feeling again of wanting to be alone. But I could not force myself to speak of this to Margaret. I only held onto her and waited. It got late in the day. Most of the children had gone home and only a few men and women remained basking in the windy sun. 
The life-guard boat pulled up on the shore. The life-guard stepped out of it, slowly, with something in his arms. 
I froze there. I held my breath and I felt small, only twelve years old, very little, very infinitesimal and afraid. The wind howled. I could not see Margaret. I could see only the beach, the life guard slowly emerging from the boat with a gray sack in his hands, not very heavy, and his face almost as gray and lined. 
"Stay here, Margaret," I said. I don't know why I said it. 
"But, why?" 
"Just stay here, that's all..." 
I walked slowly down the sand to where the life guard stood. He looked at me. 
"What is it?" I asked. 
The life guard kept looking at me for a long time and he couldn't speak. He put the gray sack on the sand, and water whispered wet up around it and went back. 
"What is it?" I insisted. 
"Strange," said the life guard, quietly. 
I waited. "Strange," he said, softly. 
"Strangest thing I ever saw. She's been dead a long time." 
I repeated his words. 
He nodded. "Ten years, I'd say. There haven't been any children drowned here this year. There were twelve children drowned since 1933, but we found all of them before a few hours had passed. All except one, I remember. This body here, why it must be ten years in the water. It's not---- pleasant." 
I stared at the gray sack in his arms. "Open it," I said. I don't know why I said it. The wind was louder. 
He fumbled with the sack. 
"Hurry, man, open it!" I cried. 
"I better not do that," he said. Then perhaps he saw the way my face must have looked. "She was such a little girl..." 
He opened it only part way. That was enough. 
The beach was deserted. There was only the sky and the wind and the water and the autumn coming on lonely. I looked down at her there. 
I said something over and over. A name. The life guard looked at me. "Where did you find her?" I asked. 
"Down the beach, that way, in the shallow water. It's a long, long time for her, isn't it?" 
"Yes, it is. Oh God, yes it is." 
I thought: people grow. I have grown. But she has not changed. She is still small. She is still young. Death does not permit growth or change. She still has golden hair. She will be forever young and I will love her forever, oh God, I will love her forever. 
The life guard tied up the sack again. 
Down the beach, a few moments later, I walked by myself. I stopped, and looked down at something. This is where the life guard found her, I said to myself. 
There, at the water's edge, lay a sand castle, only half-built. Just like Tally and I used to build them. She half and I half. 
I looked at it. I knelt beside the sand castle and saw the small prints of feet coming in from the lake and going back out to the lake again and not returning. 
Then, I knew. 
"I'll help you finish it," I said. 
I did. I built the rest of it up very slowly, then I arose and turned away and walked off, so as not to watch it crumble in the waves, as all things crumble. 
I walked back up the beach to where a strange woman named Margaret was waiting for me, smiling...

Ray Bradbury, The lake (1944).