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Sara Mesa, Arbolito

Arbolito.
En realidad, casi todo lo que cuento trata de otra cosa.
Quiero decir, parece que va de algo, pero hay otro algo detrás, agazapado, presto a saltar en el momento en que menos lo espero.
Puede pasar con lo más tonto, que en ocasiones esconde en su interior, como una almendrita tras su cáscara, lo más jugoso.
De hecho, es en lo más tonto, en lo anecdótico, lo trivial y lo cotidiano, en esos soplos de vida que me asaltan aquí y allá sin darse la menor importancia, donde más me sucede.
Me fijo en tonterías y solo con el paso del tiempo comprendo que de tonterías nada, que ahí hay miga.
O sea, que mi curiosidad está un poco confundida y bastante desviada.
Y si a veces acierta, es justo porque apunta hacia el lado incorrecto.
Esto debo explicarlo con ejemplos, así que contaré aquello que nos pasó una vez en Dying Street.
Dying Street, sobra decirlo, no es el verdadero nombre de la calle. La habíamos bautizado así para no llamarla directamente Calle de Los Moribundos, que tampoco es su verdadero nombre pero sí el más ajustado.
Solíamos recorrerla en nuestros largos paseos nocturnos con Fúlner. Parecía gustarle. Olisqueaba las aceras estrechas, el aroma a puchero del día siguiente, la tortilla de la cena, sofrito y pan tostado. Casas chatas, de una sola planta. Casas de pueblo, encaladas o recubiertas con azulejos feos –azulejos de cuarto de baño–, y su plaza de aparcamiento de minusválidos en la entrada, una de cada dos casitas con su plaza –quien dice minusválidos dice ancianos y enfermos–.
Por las ventanas semiabiertas los veíamos acostados, con la mirada perdida en el televisor, escuchando la radio o simplemente dormitando, en camas hospitalizadas, algunos con botella de oxígeno y mascarilla, escuchimizados y casi siempre solos.
El olor de Dying Street, la calle de aquellos a quienes solo les quedan tres telediarios, es el de la atención low cost a domicilio –que no es atención ni es nada–.
¿Por qué se habían juntado tantos en esa calle?
Y luego aquella casa diminuta, con la puerta siempre abierta, protegida de las inundaciones con un simple panel de madera cruzado a media altura, y la señora dentro, pesada, greñosa, con las piernas hinchadas, hundida en el sofá a tan solo dos metros de la tele, encendida día y noche a todo trapo.
Pasábamos por delante, Fúlner se asomaba a curiosear y nuestras miradas se cruzaban durante unos segundos, la de la señora y la nuestra, sin saludarnos, porque se saluda a quien se ve por la calle pero no a quien está dentro de su casa.
Pobre mujer, decíamos, pero lo decíamos sin dramatismo, la vida en Dying Street no da para más líos, es ley natural: unos nacen, otros mueren y otros se quedan aquí, un poco rezagados, esperando. ¿Iría alguien a verla?, nos preguntábamos. ¿Por qué nunca cierra la puerta? ¡Qué casa más pequeña! Pobre mujer, repetíamos, y lo de los tres telediarios, etc.
Incluso con el frío, la puerta abierta. Incluso con el frío de diciembre, la Navidad y todo eso. ¿Cómo es Dying Street un 24 de diciembre a las, pongamos, nueve de la noche?
Fuimos porque a Fúlner hay que sacarlo de todos modos y porque, qué diablos, Dying Street está a solo diez minutos de casa.
Las lucecitas navideñas nos reconfortaron ya desde la esquina. Bueno, dijimos, al menos alguien está de celebración, al menos eso.
Se reflejaban en la pared de enfrente, parpadeando, un-dos-tres-un-dos-tres, azules-rojas-verdes, muy alegres.
En algunas fachadas colgaban papanoeles de los chinos o eso tan chovinista, tan poco cristiano si uno lo piensa bien, de Cristo nació aquí, y guirnaldas de plástico, y ramas de acebo, también de plástico.
Pero las lucecitas, ah, las lucecitas no venían de cualquier lado, salían de aquella casa, la de la puerta siempre abierta.
Fúlner, inmune a la danza de colores, avanzaba con el hocico pegado al suelo –¿Hay menú especial esta vez, querido Fúlner? ¿Cordero? ¿Pavo?–, pero nosotros nos dejamos llevar por la alegría boba, superficial, de imaginar una fiesta familiar en la que la señora, la de las piernas hinchadas y las greñas, era esta vez el centro.
El ruido del televisor contribuía lo suyo a nuestra fabulación, un ruido festivo, bullicioso, que enmascaraba la verdad hacia la que nos acercábamos, aquella que descubrimos al pasar ante la puerta, y es que la mujer estaba sola, en el mismo lugar de siempre, viendo la tele igual que siempre, solo que con un pequeño arbolito artificial que echaba rágafas de luces, psicodelia desmesurada también del chino.
Nuestras miradas, entonces, se encontraron.
En la nuestra no sé lo que había; en la suya, repentino, un brillito de entusiasmo. Niña, niña, me llamó, acércate un momento.
¿Quería felicitarme? ¿Quizá solo buscaba charlar un rato, una noche como esa, en que la soledad se adensa y se hace intolerable? Entré como pude, saltando sobre el panel de madera.
En qué puedo ayudar, dije. La señora señaló el arbolito. Se lo habían regalado sus nietos, explicó, cuando fueron a verla un poco antes. Es muy bonito, dije. ¿Tú podrías apagarlo?, me pidió. Sí, supongo que sí, pero ¿por qué? ¡Es tan bonito!, repetí.
Porque las luces me dan en la cara y yo no puedo levantarme, dijo.
Dios. Era cierto. Ese resplandor como de discoteca proyectado sobre sus ojos. Le habían dejado aquello y ahora iba a estar encendido toda la noche.
¿Pero ellos ya no vuelven?, pregunté. Oh, no, no pueden, van ahora a visitar a la otra abuela, la que está enferma. ¡Enferma!, pensé. Yo ya me duermo pronto, continuó, pero con el arbolito es imposible, ¿me lo apagas? ¿Y el televisor? La señora me enseñó el mando a distancia, sonriente. No hacía falta. ¿Y no tiene frío con la puerta abierta? No, con la manta no, lo prefiero así porque, si me pasa algo, pego un grito y viene algún vecino. ¿Los vecinos la cuidan?, pregunté. Bueno, aquí estamos todos igual, pero en lo que podemos… ¿Y la cena? ¿Ha cenado usted ya? Sí, sí, me traen la cena a las ocho, todas las noches a eso de las ocho. ¿Entonces está bien? Ahora me miraba como si no comprendiera mi inquietud, con cierta impaciencia o incluso un poco molesta. ¡Pues claro! ¡Con que me apagues el arbolito ya me vale!
Apagué el arbolito, eché un último vistazo alrededor, me marché. Feliz Navidad, dije. Feliz Navidad, respondió.
Más tarde, recordándolo, nos dio la risa: el absurdo en forma de arbolito navideño.
Pobre mujer, decíamos, los nietos le dejaron un regalo envenenado, y después nos reíamos sin parar.
Y sin embargo, debo subrayar algo: Dying Street no es una calle triste. Es una calle pobre, y la pobreza es triste, pero eso es otro asunto. Así que quizá esto no va del arbolito, ni de la soledad en Navidad y a lo mejor tampoco va de la pobreza, sino de algo más hondo y personal, mucho más complicado de apresar.
Algo que no se deja ver debido a tantas luces.




Sara Mesa



Sara Mesa, Intolerancia.

Intolerancia 

Teniendo en cuenta la experiencia de años anteriores y también que el sol es cada vez más fuerte y que mi piel se ha desacostumbrado a tomarlo, admitamos que fue una tontería visitar al dermatólogo ―da igual que la consulta la cubriera el seguro―, porque para qué, si ya otras veces fui y los consejos fueron siempre los mismos ―protección, protección: permanece a la sombra, úntate cremitas impagables, tómate capsulitas impagables―, y mis respuestas también fueron siempre las mismas ―no hacer caso, no comprar nada, sin terminar de entender por qué todos los productos prescritos son tan impagables―, y aunque sí es cierto que el dictamen sufrió variaciones con los años ―más drástico cada verano, pues pasé de ser simplemente blanquita a ligeramente alérgica y después reactiva―, esta vez hubo una novedad y es que ya sin ambages el dermatólogo ―un tipo maduro pero de presencia impecable― me calificó de intolerante. Intolerante al sol, matizó con una ancha sonrisa ―dientes blancos, también impecables―, de modo que la protección ha de ser absoluta, total, sin fisuras, insistió, y escribió en un papelito con membrete el nombre de una crema que yo debía usar y de unas nuevas cápsulas ―sustituyen a las anteriores, aclaró―, que también ―imprescindibles― debía usar, aunque bien sabía yo que tampoco iba a poder permitírmelas. Y ya después, cuando metía el papel en un sobre marcado con el mismo membrete ―ordenado y metódico, así es el dermatólogo―, me habló de la sombrilla. No una sombrilla de playa, dijo, eso es obvio, sino una de estas pequeñas que se usan para andar por la calle, tipo parasol chino, perfectas para esa gran sensibilidad cutánea mía, porque ya incluso las fabrican con ofelina, dijo, y ante mi expresión de extrañeza ―ofelina― me explicó que se trata de un tipo de tela que ofrece una protección UVA del ochenta por ciento, y después añadió ―con un tono que me pareció algo burlón― que hoy día las hacen muy bonitas, con diseños orientales ―dragones, flores― pero también, si así lo prefería, más contemporáneas, en todo caso muy ligeras, baratas, duraderas y glamourosas. Pensé que se estaba riendo de mí, pero no, en el fondo bien sabía yo que no.
Pasear con una sombrilla por la calle.
Lo que me faltaba.
Aquí no lo hace nadie... ¡pasear con sombrilla! Sólo de imaginarme así, caminando por mi barrio con una ―digamos, por ejemplo, un parasol con el reborde de encaje y la tela floreada―, dándole vueltas entre los dedos al mango, como si acaso yo ―¡yo!― fuese una damisela del XIX que pasea por un bulevar de París, pero en realidad en mi barrio de bloques de ladrillo y bazares de chinos y el bar Estanco y la peluquería de la Chipi, sólo de imaginarlo, digo, me moría de vergüenza. Así que otra vez vino la misma historia: desoí los consejos, me olvidé, pasé página.
Unos días después, volviendo del súper cargada con las bolsas de plástico ―dañándome los dedos, de tan pesadas―, sentí que me quemaba, o no exactamente que me quemaba, sino que me atacaba algo, que me atacaba el sol para ser más precisa, lo que era una agresión en toda regla, un picor extremo, y no podía rascarme lo más mínimo, no podía siquiera detenerme, pues eran las bolsas tan pesadas, tan difícil era mantener el equilibrio, además de que los congelados, también a su manera, estaban siendo agredidos por el sol. Fue así como me salieron aquellas erupciones. No era la piel quemada exactamente, sino un sarpullido muy fastidioso extendido por el cuello y los brazos, y también rojeces que me salpicaban las mejillas, como en un test de rorschach. Prácticamente en todos los sitios donde me había dado el sol, la piel se me había resentido, y me asusté muchísimo ―además de que escocía bastante―, de modo que me dije algo tengo que hacer, y me armé de valor y compré un parasol por internet, mirando hasta con cierta ilusión las fotos de una página web donde los vendían, con chicas estupendas llevándolas con mucha gracia, chicas modernas, nada de damiselas ridículas del XIX, pero todas, curiosamente, con un ligero tono bronceado, todas de piel sanísima, inmaculada, sin manchas, sin necesidad realmente de usarlas. Y el dermatólogo tenía razón: los parasoles de calle son baratos. Por diecinueve euros, más otros cinco de gastos de envío, escogí uno morado con lunares negros ―modelo polka dots―, en total bastante menos de lo que costaba el tratamiento de cápsulas protectoras para un mes, y además, en 2-3 días recibirá su pedido en casa, enhorabuena.
En 2-3 días también había bajado bastante la erupción ―las duchas de agua helada me calmaban―, así que cuando tuve el parasol entre manos se me había desinflado igualmente el interés ―entusiasmo, diríamos, nunca tuve―, además de que, visto de cerca, parecía simplemente una sombrilla de playa que hubiese encogido. La estructura metálica era también decepcionante ―endeble― y aquello de la ofelina, bueno, había que creérselo, pues la tela tenía un aspecto de lo más corriente. Para colmo, se abría y cerraba con dificultad, así que me dije hasta que no le cojas el truco nada de llevarlo a la calle. Caminaba por la sombra, pero aún así el sol era inevitable, y cruzaba bajo él rapidito, agobiada doblemente, primero por la posibilidad de volverme a quemar ―o a sufrir lo que quiera que fuese que sufría a causa del sol― y después por haberme gastado veinticuatro euros en un parasol que no me atrevía a usar y que, probablemente, nunca usaría. Se lo conté a Trini, la vecina, no porque necesitara compartir mi agobio, sino porque me la encontré por la escalera, mirándome con esa manera tan fija de mirar ―o más bien de escrutar―, tan pretendidamente amable, como queriendo entresacar algo de mí ―algo bueno, sin duda, Dios te bendiga, Trini―, con sus vestidos amplios y esa sonrisa perenne y toda su dulzura de mami de cincuenta, su melena imponente y canosa, y… lo sé, lo sé, me pierdo en los detalles. Justo es por esto ―para no perderme en los detalles― por lo que le conté lo del parasol. Las palabras son buenos lugares a los que aferrarse, aunque no las palabras abstractas ―ridículo, intolerancia, reacción, agobio, capricho o duda― sino las concretas ―parasol, ofelina, veinticuatro, sarpullido, dermatólogo, cápsulas carísimas―, y se lo conté todo con suma concreción. Ella me dijo haz en la vida lo que quieras hacer, deja de atormentarte por lo que los demás puedan pensar, si no cuidas tú de ti misma nadie lo hará por ti, no dejes nunca que nadie te diga lo que has de hacer, y yo asentía, y también pensaba que justamente ella me estaba diciendo lo que debía hacer, y fue, sin duda, un error, me daba cuenta, un grandísimo error, habérselo contado.
Grandísimo porque ahora, cada vez que yo salía de casa y me le encontraba por la escalera, o cada vez que salía y simplemente sabía que ella me veía salir ―desde su ventana o desde dondequiera que estuviese―, pensaba que me estaba juzgando por no llevar el parasol, por no ser capaz de vencer mis prejuicios y mi vergüenza, por ser tan débil, tan influenciable, tan vulnerable y, en definitiva, tan estúpida, aunque lo cierto es que era ella quien me parecía estúpida a mí, pero eso no anulaba mis sentimientos, la sensación de que debía darle cuenta de algo. Por eso una tarde de mucho sol ―de un sol ardiente―, cogí mi parasol polka dots, me asomé al portal, miré a ambos lados y, con cierto esfuerzo, lo abrí. Caminé abochornada unos pasos, con la cabeza gacha, aunque de reojillo me fijaba en los demás viandantes, y sí, no eran imaginaciones mías, me miraban, claramente me miraban con sorpresa ―¿va con paraguas sin que llueva?―, si no con cierta indignación incluso, con conmiseración otros, como si yo no estuviese bien de la cabeza, y según avanzaba por la acera las expresiones iban creciendo en variedad, aunque todas las variaciones dentro de un, digamos, campo de expresiones de tipo negativo: la burla, el estupor, el miedo ―una anciana se cruzó de acera, la vi, la vi―, la risa contenida, las ganas de humillar y de… ¿pegarme? ¿era posible que aquellos adolescentes de la esquina que me observaban y cuchicheaban entre ellos se estuvieran planteando pegarme?
Ya estaba bien.
Lo cerré, de nuevo con esfuerzo, y las miradas cesaron de inmediato, porque llevar un parasol plegado es como no llevar nada, o casi nada. Luego me dije, mira, es mejor así, cuando salga puedo llevarlo en la mano y Trini lo verá y creerá que lo uso y me aplaudirá como la mujer fuerte y libre que espera que yo sea, pero en realidad no lo abriré nunca, casi por una cuestión de seguridad propia es mejor no abrirlo, es preferible cargar con él a todos lados, quemarme, achicharrarme incluso, antes que ir con el parasol abierto acumulando miradas aviesas a mi espalda, porque después de todo qué haría yo si viese a una mujer como yo ―¿te has visto? ¿te has mirado bien? ¿qué tienes tú que ver con las chicas de la página web?―, en un barrio como este ―la Chipi, el Estanco, los chinos, el ladrillo―, con un parasol como el que llevo ahora bajo el brazo ―de lunaritos, por Dios, de lunaritos―, qué pensaría yo acaso ante una como yo, con mi aspecto, en una situación como la mía, tan grotesca. ¿No me darían acaso ganas de reírme? ¿No me vendría de golpe la vergüenza ajena? ¿No pensaría qué tía más loca, qué tía más lamentable, qué se ha creído esa tía? Llegado el caso, sí, ¿no haría yo lo mismo, exactamente lo mismo, que hacen todos?

Sara Mesa, Intolerancia.

Sara Mesa

Atracción por lo extraño

La oposición de lo real y de lo ideal —decía Stirner— es inconciliable y lo uno no puede nunca llegar a ser lo otro. Cualquier intento por conseguirlo no deja de ser una manipulación. Esa frontera entre la realidad y lo idealizado, entre lo vivido y lo esperado es explorada por Sara Mesa en su novela Cicatriz, publicada por Anagrama.
¿Puede haber una relación duradera e íntima entre dos personas sin apenas tener contacto físico? Esa posibilidad existe desde que se inventó la escritura, pero internet hace que sea algo sencillo y, de hecho, en la actualidad las relaciones de personas alejadas geográficamente, con mayor o menor grado de intimidad, es ya algo cotidiano. Sonia conoce a Knut de forma casual, cuando el hastío de un monótono trabajo de becaria en una biblioteca le empuja a buscar distracción en las redes y participar en un foro literario. Knut, con su personalidad excéntrica, individualista y marginal despierta la curiosidad de Sonia desde el principio y comienzan a escribirse mensajes a diario —ella breves e improvisados, él esmerados y extensos—. Así se inicia una relación en la que cada uno de los personajes teje una red entre realidades y falsedades para conseguir en cada momento lo que les interesa. Knut tiene un carácter extraño, es servicial, metódico, perfeccionista; se expresa educadamente, y es un ladrón de videojuegos y libros. Muchos hemos estado tentados de robar algún libro alguna vez en unos grandes almacenes, pero Knut lo hace con frecuencia profesional. Esa es su causa, su manera anárquica de luchar contra el sistema de mercado, su forma de dejar de ser él mismo una propiedad de la sociedad. Comienza a enviar libros a Sonia como pago por existir y Sonia —fascinada por el misterio que envuelve a Knut— no sabe rechazarlos y no puede evitar entrar en una espiral que va creciendo con el tiempo. Aunque ella cree tener el control, en realidad es presa de la manipulación de su obsesivo y neurótico amigo. Para mentir, advierte Miguel Catalán, se necesita imaginación, fantasía, planificación estratégica y una buena memoria. Quien engaña ha de pensar más que quien dice la verdad y requiere de un mayor esfuerzo intelectual y Knut, con su gran inteligencia, es especialista en construir un mundo de irrealidades.
Sonia escribe relatos y él los analiza. Leen y hablan de Proust, Flaubert, Tolstoi, Cheever, Nabokov, Joyce, Benet, o Kafka entre otros. Para Knut no hay un placer comparable a pensar y eso seduce a Sonia. Ella, tras un paréntesis en la relación con Knut ―en el que conoce a otro hombre y se casa―, comienza a vivir dos relaciones en paralelo, descubre la infidelidad sin sexo y se plantea el conflicto antagónico entre una poderosa atracción hacia su amigo a la vez que un profundo rechazo. Sonia es liviana, evita el conflicto, huye de él con el silencio y sucumbe al chantaje pero Knut, que conoce a la perfección la forma de pensar de Sonia, se crece en el reto. A pesar de llevar vidas muy distintas, ambas son igual de absurdas, la anormalidad de la existencia de Knut les rescata de la monótona cotidianidad, igual que hace la fantasía en medio de la realidad, hasta el punto de convertirse en el hombre más importante en la vida de Sonia.
Sara Mesa, como en El trepanador de cerebros o después en Cuatro por cuatro, sigue indagando en los perfiles psicológicos de las minorías que rompen las normas, de los excluidos del grupo, de personajes inadaptados que no encuentran su lugar en el mundo y del derecho que tienen a elegir ser diferentes. Eso entronca con parte de la filosofía del denostado Stirner cuando defiende la unicidad de un egoísmo radical y propone al individuo libre de cadenas sociales, que saca de la sociedad lo que ésta puede ofrecerle sin importarle el resto, que decide dejar de formar parte de una cultura egoísta para ser él mismo un egoísta —único propietario de sus decisiones— que sólo defiende su causa sin entrar en consideraciones de si es buena o mala, justa o injusta.
Cicatriz tiene una estructura original con un recorrido cronológico a saltos y una construcción donde se intercala la voz del narrador —focalizada en el personaje femenino— con los diálogos en correos electrónicos que intercambian los personajes y no faltan recursos que podrían ser más propios del cuento, como los silencios estratégicos o la elipsis. Todo esto hace que el texto sea ágil y cautivador, muy recomendable.









Sara Mesa
Cicatriz

Anagrama, 2015
Publicado en Cuadernos del Sur el 23 de mayo de 2015

Sara Mesa, Picabueyes

Picabueyes
Vuelve sin levantar la vista del suelo, las zapatillas emborronadas por las lágrimas que no terminan de caer del todo. Le arden los ojos. Vuelve bajo el sol que le golpea en los hombros desnudos, en la nuca sudorosa, sin rabia, sin resentimiento. Vuelve únicamente acompañada por el miedo: el miedo de llegar tarde, de llegar sola, de llegar sin la bici.
- ¿Dónde está la bicicleta? -preguntarán las tías.
- ¿De dónde vienes? -preguntarán también.
Ella tendrá que inventar una excusa. La olvidó en una esquina, se la prestó a unos niños que luego desaparecieron.
Se la robaron.
- ¿Quién te la robó? -preguntarán desconfiadas, sabias.
Esa sabiduría resentida, murmura ella para sí. Las tías locas, posesivas, guardianas. Las tías. Los veranos.
No le pueden robar la bici en un pueblo tan pequeño. A plena luz del día. Sin que nadie lo vea, sin que nadie intervenga. No van a creerla. Aprieta el paso, piensa otras alternativas. Se seca las lágrimas con el antebrazo y siente el picor del polvo en los ojos y el escozor de la sal en los rasguños. Al caerse se llenó de tierra. Se raspó todo el brazo, la rodilla derecha. El pantalón se le pega ahora en la herida. Late. Sangra un poco. La mancha se va extendiendo paulatinamente hacia abajo. Marrón oscuro, en el azul gastado de los jeans.
Los días largos, los picabueyes que la miran pasar metidos en el fango de los arrozales. El camino estrecho, arenoso, flanqueado por juncos, hierbas secas. Si al menos pudiera lavarse las manos. Cada vez que se frota los ojos sabe que se restriega la suciedad por las mejillas. Está tan sucia que averiguarán que se cayó. No va a poder evitar que al final lo sepan. Hace calor y tiembla. Se cayó. De acuerdo, admitirá que se cayó.
Pero por qué tan lejos. Por qué en los caminos de los arrozales. Por qué fuera del pueblo. Eso no podría explicarlo. Dónde quedó la bici. Por qué no la lleva consigo. Cómo justificar lo del pinchazo, la cadena reliada. Sobre todo, cómo explicar que se quedó tan lejos, que pesaba, que solo pudo transportarla consigo los diez primeros metros.
Los radios de la rueda girando levemente, brillando levemente bajo el sol de agosto.
Y las risas de fondo.
Los veranos allí, en los arrozales, mientras sus amigas disfrutan de la playa, untándose crema bajo el sol, preparándose para la animación de la noche.
Los veranos allí, su sangre joven, y el pueblo del que quiere escapar aunque sea en una bici vieja con los neumáticos gastados, aunque sea por los caminos de los arrozales por donde no va nadie, los caminos prohibidos, solitarios, donde ella puede pedalear más rápido, imaginar quizá, aunque sea fugazmente, el sabor de una libertad que no conoce.
Los caminos donde no la verá nadie, porque allí nunca hay nadie, salvo los picabueyes, los ratones de campo, los mosquitos que le acribillan los tobillos, los brazos, algún milano que sobrevuela el cielo casi blanco.
Nadie salvo al final, junto al muro de contención.
Un grupo de personas junto a un coche viejo, y ella que no sabe si debe seguir pedaleando o dar la vuelta.
- No te fíes de la gente -dicen siempre las tías-. No te fíes.
¿Por qué no ha de fiarse? Un grupo de personas junto a un coche, todavía lejanas, solo es eso. ¿Son dos o tres? ¿Dos fuera y uno más dentro del coche? ¿Lo que hay apoyado junto al muro es una moto? ¿Una moto, un coche, tres personas?
Una masa informe entre la polvareda que se va definiendo a medida que ella pedalea y se acerca. En cuanto los alcance girará a la derecha por un nuevo camino, pero no, no va a dar la vuelta. Jamás dará la vuelta, por qué desconfiar y verse ahora forzada a dar la vuelta.
Y los chicos la miran, dos desde fuera del coche -uno apoyado sobre el capó del Clío maltratado por las carreras en el campo- y otro desde dentro, con el brazo sobre la ventanilla medio bajada, y una suave sonrisa en todos ellos pendiendo de sus labios, de sus bocas hambrientas de crueldad y diversión. La miran y entrecruzan solo un par de palabras que ella no puede oír porque jadea y pedalea más fuerte tras el giro, y es entonces, cuando les da la espalda, cuando siente la piedra que rebota en la bici, se asusta y acelera, y siente la otra piedra, la piedra final que le hace tambalearse, levantar las manos del manillar, descontrolar, derrapar, caerse junto a las hierbas secas y el fango del reborde del cultivo.
Ahora camina apresurada, la herida que le late, las sienes que le laten, el corazón desbocado, y el pueblo perfilándose al fin entre la reverberación del aire cálido. El pueblo, las tías, el verano. Cómo ocultar ahora que vio desde el suelo los zapatos de los chicos, cómo ocultar las carcajadas crueles, la patada humillante. El brillo de la navaja que se acerca a ella y luego se desvía enseguida para clavarse en un neumático. Los radios de la rueda dando vueltas, la cadena ya fuera de lugar, sus brazos engrasados, raspados, las risas que no cesan. Una mano que le agarra los pechos, primero uno, luego otro, como con cierto miedo, sin lascivia. Ella sin tiempo todavía de asustarse. La bici, piensa. Las tías, piensa. Y ellos dejan de manosearla. También se asustan porque ella no se mueve, se repliega y espera simplemente. Ríen más fuerte, pero desconcertados, sin saber qué hacer luego. Quizá son más jóvenes que ella. Unos críos que recién empiezan a probar, a probarse. En ese pueblo los niños de diez años conducen por los caminos de los arrozales con el permiso de sus padres embrutecidos e incultos. Lo dijeron las tías.
- No debes ir por allí, no hay que fiarse.
Lo dijeron. Malditas tías, son ellas peores que los chicos, piensa ella. Los chicos que se marchan enseguida y la dejan tirada en el borde del fango, bajo el sol mudo, bajo el dios impasible que jamás actuó cuando hizo falta. Las chicharras tenaces que no rompen sin embargo el silencio.
Se levanta, se sacude, mira la bici rota, imposible de transportar desde tan lejos. A pesar de todo lo intenta, sin lloriquear, sin quejarse, únicamente apresurada por la hora.
Pero no llegará, no llegará a tiempo. La deja en el camino.
Tan lejos, y ahora sí está llegando. Los pies doloridos, la mancha en la rodilla aún más extendida, más oscura, parda, rojiza, delatadora. El dolor sordo, amortiguado, que le atormenta menos que las dudas. El picor en los ojos.
¿Qué decirles ahora a las tías?
¿Qué decirles?
Sara Mesa, Picabueyes (Diez bicicletas para treinta sonámbulos. Demipage, 2013)
Sara Mesa


Diez bicicletas para treinta sonámbulos
Luis Landero, Antonio Muñoz Molina, José Ovejero, Andrés Neuman, Isabel Mellado, Cristina Fallarás, Juan Gracia Armendáriz, José María Merino, Catherine François, Santiago Auserón, Elsa Fernández-Santos, Guillermo Aguirre, Juan Aparicio Belmonte, Jordi Doce, Ricardo Menéndez Salmón, Juan Carlos Mestre, Fernando Aramburu, Francisco Javier Irazoki, Álvaro Valverde, Lola Huete Machado, Marta Caballero, Antonio Orejudo, Andrés Rubio, Marta Sanz, Ángela Medina, Eduardo Laporte, Juan Martínez de las Rivas, Felipe Benítez Reyes, Sara Mesa, Agustín Fernández Mallo, Luis Eduardo Aute.
Prólogo: Eloy Tizón
Demipage, 2013