E.T.A. Hoffmann, El hombre de arena

El hombre de arena

Nataniel a Lotario
Sin duda estarán inquietos porque hace tanto tiempo que no les escribo. Mamá estará enfadada y Clara pensará que vivo en tal torbellino de alegría que he olvidado por completo la dulce imagen angelical tan profundamente grabada en mi corazón y en mi alma. Pero no es así; cada día, cada hora, pienso en ustedes y el rostro encantador de Clara vuelve una y otra vez en mis sueños; sus ojos transparentes me miran con dulzura, y su boca me sonríe como antaño, cuando volvía junto a ustedes. ¡Ay de mí! ¿Cómo podría haberles escrito con la violencia que anidaba en mi espíritu y que hasta ahora ha turbado todos mis pensamientos? ¡Algo espantoso se ha introducido en mi vida! Sombríos presentimientos de un destino cruel y amenazador se ciernen sobre mí, como nubes negras, impenetrables a los alegres rayos del sol. Debo decirte lo que me ha sucedido. Debo hacerlo, es preciso, pero sólo con pensarlo oigo a mi alrededor risas burlonas. ¡Ay, querido Lotario, cómo hacer para intentar solamente que comprendas que lo que me sucedió hace unos días ha podido turbar mi vida de una forma terrible! Si estuvieras aquí podrías ver con tus propios ojos; pero ciertamente piensas ahora en mí como en un visionario absurdo. En pocas palabras, la horrible visión que tuve, y cuya mortal influencia intento evitar, consiste simplemente en que, hace unos días, concretamente el 30 de octubre a mediodía, un vendedor de barómetros entró en mi casa y me ofreció su mercancía. No compré nada y lo amenacé con precipitarlo escaleras abajo, pero se marchó al instante.
Sospechas sin duda que circunstancias concretas que han marcado profundamente mi vida conceden relevancia a este insignificante acontecimiento, y así es en efecto. Reúno todas mis fuerzas para contarte con tranquilidad y paciencia algunas cosas de mi infancia que aportarán luz y claridad a tu espíritu. En el momento de comenzar te veo reír y oigo a Clara que dice: «¡son auténticas chiquilladas!» ¡Ríanse! ¡Ríanse de todo corazón, se lo suplico! Pero ¡Dios del cielo!, mis cabellos se erizan, y me parece que los conjuro a burlarse de mí en el delirio de la desesperación, como Franz Moor conjuraba a Daniel. Vamos al hecho en cuestión.
Salvo en las horas de las comidas, mis hermanos y yo veíamos a mi padre bastante poco. Estaba muy ocupado en su trabajo. Después de la cena, que, conforme a las antiguas costumbres, se servía a las siete, íbamos todos, nuestra madre con nosotros, al despacho de nuestro padre, y nos sentábamos a una mesa redonda. Mi padre fumaba su pipa y bebía un gran vaso de cerveza. Con frecuencia nos contaba historias maravillosas, y sus relatos lo apasionaban tanto que dejaba que su pipa se apagase; yo estaba encargado de encendérsela de nuevo con una astilla prendida, lo cual me producía un indescriptible placer. También a menudo nos daba libros con láminas; y permanecía silencioso e inmóvil en su sillón apartando espesas nubes de humo que nos envolvían a todos como la niebla. En este tipo de veladas, mi madre estaba muy triste, y apenas oía sonar las nueve, exclamaba: «Vamos, niños, a la cama… ¡el Hombre de Arena está al llegar…! ¡ya lo oigo!» Y, en efecto, se oía entonces retumbar en la escalera graves pasos; debía ser el Hombre de Arena. En cierta ocasión, aquel ruido me produjo más escalofríos que de costumbre y pregunté a mi madre mientras nos acompañaba:
—¡Oye, mamá! ¿Quién es ese malvado Hombre de Arena que nos aleja siempre del lado de papá? ¿Qué aspecto tiene?
—No existe tal Hombre de Arena, cariño —me respondió mi madre—. Cuando digo “viene el Hombre de Arena” quiero decir que tienen que ir a la cama y que sus párpados se cierran involuntariamente como si alguien les hubiera tirado arena a los ojos.
La respuesta de mi madre no me satisfizo y mi infantil imaginación adivinaba que mi madre había negado la existencia del Hombre de Arena para no asustarnos. Pero yo lo oía siempre subir las escaleras.
Lleno de curiosidad, impaciente por asegurarme de la existencia de este hombre, pregunté a una vieja criada que cuidaba de la más pequeña de mis hermanas, quién era aquel personaje.
—¡Ah, mi pequeño Nataniel! —me contestó—, ¿no lo sabes? Es un hombre malo que viene a buscar a los niños cuando no quieren irse a la cama y les arroja un puñado de arena a los ojos haciéndolos llorar sangre. Luego los mete en un saco y se los lleva a la luna creciente para divertir a sus hijos, que esperan en el nido y tienen picos encorvados como las lechuzas para comerles los ojos a picotazos.
Desde entonces, la imagen del Hombre de Arena se grabó en mi espíritu de forma terrible; y, por la noche, en el instante en que las escaleras retumbaban con el ruido de sus pasos, temblaba de ansiedad y de horror; mi madre sólo podía entonces arrancarme estas palabras ahogadas por mis lágrimas: «¡El Hombre de Arena! ¡El Hombre de Arena!» Corría al dormitorio y aquella terrible aparición me atormentaba durante toda la noche.
Yo tenía ya la edad suficiente como para pensar que la historia del Hombre de Arena y sus hijos en el nido de la luna creciente, según la contaba la vieja criada, no era del todo exacta; sin embargo, el Hombre de Arena siguió siendo para mí un espectro amenazador. El terror se apoderaba de mí cuando lo oía subir al despacho de mi padre. Algunas veces duraba su ausencia largo tiempo; luego, sus visitas volvían a ser frecuentes; aquello duró varios años. No podía acostumbrarme a tan extraña aparición, y la sombría figura de aquel desconocido no palidecía en mi pensamiento. Su relación con mi padre ocupaba cada vez más mi imaginación, la idea de preguntarle a él me sumía en un insuperable temor, y el deseo de indagar el misterio, de ver al legendario Hombre de Arena, aumentaba en mí con los años. El Hombre de Arena me había deslizado en el mundo de lo fantástico, donde el espíritu infantil se introduce tan fácilmente. Nada me complacía tanto como leer o escuchar horribles historias de genios, brujas y duendes; pero, por encima de todas las escalofriantes apariciones, prefería la del Hombre de Arena que dibujaba con tiza y carbón en las mesas, en los armarios y en las paredes bajo las formas más espantosas. Cuando cumplí diez años, mi madre me asignó una habitación para mí solo, en el corredor, no lejos de la de mi padre. Como siempre, al sonar las nueve el desconocido se hacía oír, y había que retirarse. Desde mi habitación lo oía entrar en el despacho de mi padre, y poco después me parecía que un imperceptible vapor se extendía por toda la casa. La curiosidad por ver al Hombre de Arena de la forma que fuese crecía en mí cada vez más. Alguna vez abrí mi puerta, cuando mi padre ya se había ido, y me deslicé en el corredor; pero no pude oír nada, pues siempre habían cerrado ya la puerta cuando alcanzaba la posición adecuada para poder verle. Finalmente, empujado por un deseo irresistible, decidí esconderme en el gabinete de mi padre, y esperar allí mismo al Hombre de Arena.
Por el semblante taciturno de mi padre y por la tristeza de mi madre supe una noche que vendría el Hombre de Arena. Pretexté un enorme cansancio y abandonando la sala antes de las nueve fui a esconderme detrás de la puerta. La puerta de la calle crujió en sus goznes y lentos pasos, tardos y amenazadores, retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras. Mi madre y los niños pasaron apresuradamente ante mí. Abrí despacio, muy despacio, la puerta del gabinete de mi padre. Estaba sentado como de costumbre, en silencio y de espaldas a la puerta. No me vio, y corrí a esconderme detrás de una cortina que tapaba un armario en el que estaban colgados sus trajes. Después los pasos se oyeron cada vez más cerca, alguien tosía, resoplaba y murmuraba de forma singular. El corazón me latía de miedo y expectación. Muy cerca de la puerta, un paso sonoro, un golpe violento en el picaporte, los goznes giran ruidosamente. Adelanto a mi pesar la cabeza con precaución, el Hombre de Arena está en medio de la habitación ¡el resplandor de las velas ilumina su rostro! ¡El Hombre de Arena, el terrible Hombre de Arena, es el viejo abogado Coppelius que a veces se sienta a nuestra mesa! Pero el más horrible de los rostros no me hubiera causado más espanto que el de aquel Coppelius. Imagínate un hombre de anchos hombros con una enorme cabeza deforme, una tez mate, cejas grises y espesas bajo las que brillan dos ojos verdes como los de los gatos y una nariz gigantesca que desciende bruscamente sobre sus gruesos labios. Su boca torcida se encorva aún más con su burlona sonrisa; en sus mejillas dos manchas rojas y unos acentos a la vez sordos y silbantes se escapan de entre sus dientes irregulares. Coppelius aparecía siempre con un traje color ceniza, de una hechura pasada de moda, chaqueta y pantalones del mismo color, medias negras y zapatos con hebillas de estrás. Su corta peluca, que apenas cubría su cuello, terminaba en dos bucles pegados que soportaban sus grandes orejas, de un rojo vivo, e iba a perderse en un amplio tafetán negro que se desplegaba aquí y allá en su espalda y dejaba ver el broche de plata que sujetaba su lazo. Aquella cara ofrecía un aspecto horrible y repugnante, pero lo que más nos chocaba a nosotros, niños, eran aquellas grandes manos velludas y huesudas; cuando él las dirigía hacia algún objeto, nos guardábamos de tocarlo. Él se había dado cuenta de esto y se complacía en tocar los pasteles o las frutas confitadas que nuestra madre había puesto sigilosamente en nuestros platos; entonces él gozaba viendo nuestros ojos llenos de lágrimas al no poder ya saborear por asco y repulsión las golosinas que él había rozado. Lo mismo hacía los días de fiesta, cuando nuestro padre nos servía un vasito de vino dulce. Entonces se apresuraba a coger el vaso y lo acercaba a sus labios azulados, y reía diabólicamente viendo cómo sólo podíamos exteriorizar nuestra rabia con leves sollozos. Acostumbraba a llamarnos los animalitos; en presencia suya no nos estaba permitido decir una sola palabra y maldecíamos con toda nuestra alma a aquel personaje odioso, a aquel enemigo que envenenaba deliberadamente nuestra más pequeña alegría. Mi madre parecía odiar tanto como nosotros al repugnante Coppelius, pues, desde el instante en que aparecía, su dulce alegría y su despreocupada forma de ser se tornaban en una triste y sombría gravedad. Nuestro padre se comportaba con Coppelius como si éste perteneciera a un rango superior y hubiera que soportar sus desaires con buen ánimo. Nunca dejaba de ofrecerle sus platos favoritos y descorchaba en su honor vinos de reserva.
Al ver entonces a Coppelius me di cuenta de que ningún otro podía haber sido el Hombre de Arena; pero el Hombre de Arena ya no era para mí aquel ogro del cuento de la niñera que se lleva a los niños a la luna, al nido de sus hijos con pico de lechuza. No. Era una odiosa y fantasmagórica criatura que dondequiera que se presentase traía tormento y necesidad, causando un mal durable, eterno.
Yo estaba como embrujado, con la cabeza entre las cortinas, a riesgo de ser descubierto y cruelmente castigado. Mi padre recibió alegremente a Coppelius.
—¡Vamos! ¡al trabajo! —exclamó el otro con voz sorda quitándose la levita.
Mi padre, con aire sombrío, se quitó la bata y los dos se pusieron unas túnicas negras. Mi padre abrió la puerta de un armario empotrado que ocultaba un profundo nicho donde había un horno. Coppelius se acercó, y del hogar se elevó una llama azul. Una gran cantidad de extrañas herramientas se iluminaron con aquella claridad. Pero, ¡Dios mío, qué extraña metamorfosis se había operado en los rasgos de mi anciano padre! Un dolor violento y terrible parecía haber cambiado la expresión honesta y leal de su fisonomía, que se había contraído de forma satánica. ¡Se parecía a Coppelius! Éste manejaba unas pinzas incandescentes y atizaba los carbones ardientes del hogar. Creí ver a su alrededor figuras humanas, pero sin ojos. En su lugar había cavidades negras, profundas, horribles.
—¡Ojos, ojos! —gritaba Coppelius con voz sorda, amenazadora.
Grité y caí al suelo, violentamente abatido por el miedo. Entonces Coppelius me cogió.
—¡Pequeña bestia! ¡Pequeña bestia! —dijo haciendo crujir los dientes de un modo espantoso. Diciendo esto me arrojó al horno, cuya llama prendía ya mis cabellos.
—Ahora —exclamó— ya tenemos ojos, ¡ojos! ¡un hermoso par de ojos de niño! —Y con sus manos cogió del hogar un puñado de carbones ardientes que se disponía a arrojar a mis ojos, cuando mi padre, con las manos juntas, le imploró:
—¡Maestro! ¡Maestro! ¡Deja los ojos a mi Nataniel! ¡Déjaselos!
Coppelius se echó a reír de forma estrepitosa.
—Que el niño conserve sus ojos para que éstos realicen su trabajo en el mundo; pero, puesto que está aquí, observemos atentamente el mecanismo de sus pies y de sus manos.
Sus dedos apretaron todas las articulaciones de mis miembros, que crujieron, y me retorció las manos y los pies de una forma y de otra.
—¡Esto no está del todo bien! ¡Tan bien como estaba! ¡El viejo lo ha entendido perfectamente!
Coppelius murmuraba esto mientras me retorcía; pero pronto todo se volvió oscuro y confuso a mi alrededor; un dolor nervioso agitó todo mi ser; no sentí nada más. Un vapor dulce y cálido se derramó sobre mi rostro; desperté como del sueño de la muerte. Mi madre estaba inclinada sobre mí.
—¿Está aquí el Hombre de Arena? —balbucí.
—No, mi niño, está muy lejos; se fue hace mucho, no te hará daño.
Así decía mi madre, y me besaba estrechando contra su corazón al niño querido que le era devuelto.
¿Para qué cansarte por más tiempo con estas historias, querido Lotario? Fui descubierto y cruelmente maltratado por Coppelius. La ansiedad y el miedo me causaron una ardiente fiebre que padecí durante algunas semanas; «¿Está aún aquí el Hombre de Arena?» Éstas fueron las primeras palabras de mi salvación y el primer signo de mi curación. Sólo me queda contarte el instante más horrible de mi infancia; después te habrás convencido de que no hay que acusar a mis ojos de que todo me parezca sin color en la vida; pues un sombrío destino ha levantado una densa nube ante todos los objetos, y sólo mi muerte podrá disiparla.
Coppelius no volvió a aparecer, se dijo que había abandonado la ciudad.
Había transcurrido un año, y cierta noche, según la antigua e invariable costumbre, estábamos sentados en la mesa redonda. Nuestro padre estaba muy alegre y nos contaba historias divertidas que le habían sucedido en los viajes de su juventud. En el momento en que el reloj daba las nueve oímos sonar los goznes de la puerta de la casa, y unos graves pasos retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras.
—¡Es Coppelius! —dijo mi madre palideciendo.
—Sí, es Coppelius —repitió mi padre con voz entrecortada.
Las lágrimas asomaron a los ojos de mi madre:
—¡Padre! ¿es preciso?
—Por última vez —respondió—. Viene por última vez, te lo juro. Ve con los niños. Buenas noches.
Yo estaba petrificado, me faltaba el aire. Mi madre, viéndome inmóvil, me cogió del brazo.
—Ven, Nataniel —me dijo—. Me dejé llevar a mi habitación—. Estate tranquilo y acuéstate. ¡Duerme! —me dijo al irse. Pero un terror invencible me agitaba y no pude cerrar los ojos. El horrible, el odioso Coppelius estaba ante mí, con sus ojos destellantes, sonriéndome hipócrita, e intentaba alejar su imagen. Era cerca de media noche cuando se oyó un golpe violento, como la detonación de un arma de fuego. La casa entera se tambaleó, alguien pasó corriendo por delante de mi cuarto y la puerta de la calle se cerró estrepitosamente de un porrazo.
—¡Es Coppelius! —grité fuera de mí, y salté de la cama. Oí gemidos; corrí a la habitación de mi padre, la puerta estaba abierta, se respiraba un humo asfixiante, y una criada gritaba:
—¡El señor! El señor!
Delante del horno encendido, en el suelo, yacía mi padre muerto, con la cara destrozada. Mis hermanas, de rodillas a su alrededor, clamaban y gemían. Mi madre había caído inmóvil junto a su marido.
—¡Coppelius, monstruo infame! ¡Has asesinado a mi padre! —grité. Y caí sin sentido. Dos días más tarde, cuando colocaron su cuerpo en el ataúd, sus rasgos habían vuelto a ser serenos y dulces como lo fueron durante toda su vida. Aquella imagen mitigó mi dolor, pensé que su alianza con el infernal Coppelius no lo había llevado a la condenación eterna.
La explosión había despertado a los vecinos, el suceso causó sensación, y las autoridades, que tuvieron conocimiento del mismo, requirieron la presencia de Coppelius. Pero había desaparecido de la ciudad sin dejar rastro.
Si te dijera, querido amigo, que el vendedor de barómetros no era otro sino el miserable Coppelius, comprenderías el horror que me produjo tan desgraciada y enemiga aparición. Llevaba otro traje, pero los rasgos de Coppelius están demasiado profundamente marcados en mi alma como para poder equivocarme. Además, Coppelius ni siquiera ha cambiado de nombre. Se hace pasar aquí —según tengo oído—, por un mecánico piamontés llamado Giuseppe Coppola.
Estoy decidido a vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase. No digas nada a mi madre de este encuentro cruel. Saluda a la encantadora Clara; le escribiré con una mayor presencia de ánimo.
Queda con Dios, etcétera.

Clara a Nataniel
Es cierto que hace mucho que no me has escrito pero creo, sin embargo, que me llevas en tu alma y en tus pensamientos; pues pensabas vivamente en mí cuando, queriendo enviar tu última carta a mi hermano Lotario, la suscribiste a mi nombre. La abrí con alegría y sólo me di cuenta de mi error al ver estas palabras: «¡Ay, mi querido Lotario!» Sin duda no debería haber seguido leyendo y debí entregar la carta a mi hermano. Alguna vez me has reprochado entre risas el que yo tuviera un espíritu tan apacible y tranquilo que si la casa se derrumbara, antes que huir, colocaría en su sitio una cortina mal puesta; pero apenas podía respirar y todo daba vueltas ante mis ojos, mi querido Nataniel, al saber la infortunada causa que ha turbado tu vida. Separación eterna, no verte nunca más, este presentimiento me atravesaba como un puñal ardiente. Leí y volví a leer. Tu descripción del repugnante Coppelius es horrible. Así he sabido la forma cruel en que murió tu anciano y venerable padre. Mi hermano, a quien remití lo que le pertenecía, intentó tranquilizarme, sin conseguirlo. El fatal vendedor de barómetros Giuseppe Coppola me perseguía, y casi me avergüenza confesar que ha turbado, con terribles imágenes, mi sueño siempre profundo y tranquilo. Pero de pronto, desde la mañana siguiente, todo me parece distinto. No estés enfadado conmigo, amor mío, si Lotario te dice que a pesar de tus funestos presentimientos sobre Coppelius no se altera mi serenidad en absoluto. Te diré sinceramente lo que pienso. Las cosas terribles de que hablas tienen su origen dentro de ti mismo, el mundo exterior y real tiene poco que ver. El viejo Coppelius sin duda era repelente, pero, como odiaba a los niños, esto producía en ustedes, niños, verdadero horror hacia él.
El Hombre de Arena de la niñera se asoció en tu imaginación infantil al viejo Coppelius quien, sin que te dieras cuenta, permaneció en ti como un fantasma de tus primeros años. Sus entrevistas nocturnas con tu padre no tenían otro objeto que realizar experimentos de alquimia, cosa que afligía a tu madre pues posiblemente costaba mucho dinero; y aquella ocupación, además de llenar a su esposo de una engañosa esperanza de sabiduría, lo apartaba del cuidado de su familia. Tu padre sin duda causó su muerte por imprudencia suya, y Coppelius no es culpable. ¿Creerías que ayer pregunté a un viejo vecino boticario si los experimentos químicos podían causar explosiones mortales? Asintió describiéndome largamente a su manera cómo se hacían tales cosas, citándome gran número de palabras extrañas que no he podido retener en mi memoria. Ahora vas a enfadarte con tu Clara; dices: «en su frío espíritu no entra ni un solo rayo misterioso de los que tantas veces abrazan al hombre con sus alas invisibles; ella percibe tan sólo la superficie coloreada del mundo y se alegra como un niño a la vista de frutas cuya dorada cáscara esconde un mortal veneno.»
¡Ah, mi bienamado Nataniel! ¿Acaso no piensas que el sentimiento de un poder enemigo que se agita de manera funesta sobre nuestro ser, no puede penetrar en las almas sonrientes y serenas? Perdóname si yo, una simple jovencita, intento expresar lo que siento ante la idea de una lucha semejante. Quizá no encuentro las palabras adecuadas y tú te ríes, no de mis pensamientos, sino de mi torpeza para expresarlos. Si realmente existe un poder oculto que tan traidoramente hunde sus garras en nuestro interior para cogernos y arrastrarnos a un camino peligroso que habríamos evitado, si tal fuerza existe, debe doblegarse ante nosotros mismos, pues sólo así ganará nuestra confianza y un lugar en nuestro corazón, lugar que necesita para realizar su obra. Si tenemos la suficiente firmeza, el valor necesario para reconocer el camino hacia el que deben conducirnos nuestra vocación y nuestras inclinaciones, para caminar con paso tranquilo, nuestro enemigo interior perecerá en los vanos esfuerzos que haga por ilusionarnos. También es cierto, añade Lotario, que la tenebrosa presencia a la que nos entregamos crea con frecuencia en nosotros imágenes tan atrayentes que nosotros mismos producimos el engaño que nos consume. Es el fantasma de nuestro propio Yo cuya influencia mueve nuestra alma y nos sumerge en el infierno o nos conduce al cielo. ¡Te das cuenta, querido Nataniel! Mi hermano y yo hemos hablado de oscuras fuerzas y poderes que a mí, después de haber escrito, no sin esfuerzo, lo más importante, se me aparecen sosegadas, profundas. Las últimas palabras de Lotario no las entiendo del todo bien, sólo intuyo lo que piensa; sin embargo, me parece rigurosamente cierto. Te lo suplico, aparta de tu pensamiento al odioso abogado Coppelius y al vendedor de barómetros Coppola. Convéncete de que esas extrañas figuras no tienen influencia sobre ti. Sólo la creencia en su poder enemigo las vuelve enemigas. Si cada línea de tu carta no expresara la profunda exaltación de tu espíritu, si el estado de tu alma no afligiera mi corazón, podría bromear sobre tu Hombre de Arena y tu abogado alquimista. ¡Alégrate! Me he prometido estar a tu lado como un ángel guardián y arrojar al odioso Coppola de una loca carcajada si viniera a turbar tu sueño. No le temo en absoluto, ni a él ni a sus horribles manos que no podrían estropearme las golosinas ni arrojarme arena a los ojos.
Hasta siempre, mi bienamado Nataniel, etcétera.

Nataniel a Lotario
Me resulta muy penoso el que Clara, por un error que causó mi negligencia, haya roto el sello de mi carta y la haya leído. Me ha escrito una epístola llena de una profunda filosofía, según la cual me demuestra explícitamente que Coppelius y Coppola sólo existen en mi interior y que se trata de fantasmas de mi Yo que se verán reducidos a polvo en cuanto los reconozca como tales. Uno jamás podría imaginar que el espíritu que brilla en sus claros y estremecedores ojos, como un delicioso sueño, sea tan inteligente y pueda razonar de una forma tan metódica. Se apoya en tu autoridad. ¡Han hablado de mí los dos juntos! Le has dado un curso de lógica para que pueda ver las cosas con claridad y razonadamente. ¡Déjalo! Además, es cierto que el vendedor de barómetros Coppola no es el viejo abogado Coppelius. Asisto a las clases de un profesor de física de origen italiano que acaba de llegar a la ciudad, un célebre naturalista llamado Spalanzani. Conoce a Coppola desde hace muchos años y, por otra parte, es fácil observar su acento piamontés. Coppelius era alemán, pero no un alemán honesto. Aun así, no estoy del todo tranquilo. Tú y Clara pueden seguir considerándome un sombrío soñador, pero no puedo apartar de mí la impresión que Coppola y su espantoso rostro causaron en mí. Estoy contento de que haya abandonado la ciudad, según dice Spalanzani. Este profesor es un personaje singular, un hombre rechoncho, de pómulos salientes, nariz puntiaguda y ojos pequeños y penetrantes. Te lo podrías imaginar mejor que con mi descripción mirando el retrato de Cagliostro realizado por Chodowiecki y que aparece en cualquier calendario berlinés; así es Spalanzani. Hace unos días, subiendo a su apartamento, observé que una cortina que habitualmente cubre una puerta de cristal estaba un poco separada. Ignoro yo mismo cómo me encontré mirando a través del cristal. Una mujer alta, muy delgada, de armoniosa silueta, magníficamente vestida, estaba sentada con sus manos apoyadas en una mesa pequeña. Estaba situada frente a la puerta, y de este modo pude contemplar su rostro arrebatador. Pareció no darse cuenta de que la miraba, y sus ojos estaban fijos, parecían no ver; era como si durmiera con los ojos abiertos. Me sentí tan mal que corrí a meterme en el salón de actos que está justo al lado. Más tarde supe que la persona que había visto era la hija de Spalanzani, llamada Olimpia, a la que éste guarda con celo, de forma que nadie puede acercarse a ella. Esta medida debe ocultar algún misterio, y Olimpia tiene sin duda alguna tara. Pero, ¿por qué te escribo estas cosas? Podría contártelas personalmente. Debes saber que dentro de dos semanas estaré con ustedes. Tengo que ver a mi ángel, a mi Clara. Entonces podrá borrarse la impresión que se apoderó de mí (lo confieso) al leer su carta tan fatal y razonable. Por eso no le escribo hoy.
Mil abrazos, etcétera.

Nadie podría imaginar algo tan extraño y maravilloso como lo que le sucedió a mi pobre amigo, el joven estudiante Nataniel, y que voy a referirte, lector. ¿Acaso no has sentido alguna vez tu interior lleno de extraños pensamientos? ¿Quién no ha sentido latir su sangre en las venas y un rojo ardiente en las mejillas? Las miradas parecen buscar entonces imágenes fantásticas e invisibles en el espacio y las palabras se exhalan entrecortadas. En vano los amigos te rodean y te preguntan qué te sucede. Y tú querrías pintar con sus brillantes colores, sus sombras y sus luces destellantes, las vaporosas figuras que percibes, y te esfuerzas inútilmente en encontrar palabras para expresar tu pensamiento. Querrías reproducir con una sola palabra todo cuanto estas apariciones tienen de maravilloso, de magnífico, de sombrío horror y de alegría inaudita, para sacudir a los amigos como con una descarga eléctrica, pero toda palabra, cada frase, te parece descolorida, glacial, sin vida. Buscas y rebuscas, y balbuces y murmuras, y las tímidas preguntas de tus amigos vienen a golpear, como el soplo del viento, tu ardiente imaginación hasta acabar apagándola. Pero si tú, como un hábil pintor, trazas un rápido esbozo de tales imágenes interiores, del mismo modo puedes también animar con poco esfuerzo los colores y hacerlos cada vez más brillantes, y las diversas figuras fascinan a los amigos que te ven en medio del mundo que tu alma ha creado. Debo confesar que, a mí, querido lector, nadie me ha preguntado por la historia del joven Nataniel; pero tú sabes que yo pertenezco a esa clase de autores que cuando se encuentra en el estado de ánimo que acabo de describir se imagina que cuantos lo rodean, e incluso el mundo entero, le preguntan, «¿qué te pasa? ¡cuéntanos!» Así, una fuerza poderosa me obliga a hablarte del fatal destino de Nataniel. Su vida singular me impresionaba, y por esta razón me atormentaba la idea de comenzar su historia de una manera significativa, original. «Érase una vez…» bonito principio, para aburrir a todo el mundo. «En la pequeña ciudad de S…., vivía…» algo mejor, si se tiene en cuenta que prepara ya el desenlace. O bien entrar in medias res: «—¡Váyase al diablo! —exclamó colérico con los ojos llenos de furia y de espanto el estudiante Nataniel cuando el vendedor de barómetros Giuseppe Coppola… » Así había empezado ya a escribir cuando creí ver algo de burla en la enfurecida mirada de Nataniel, aunque la historia no es en absoluto divertida. No me vino a la mente ninguna frase que reflejara el estallido de colores de la imagen que brillaba en mi interior. Decidí entonces no empezar. Toma, querido lector, las tres cartas que mi amigo Lotario me invitó a compartir como el esbozo del cuadro que me esforzaré, en el curso de la narración, en animar cada vez con más colorido, lo mejor que pueda. Quizá consiga, como un buen retratista, dar a algún personaje un toque expresivo de manera que al verlo lo encuentres parecido al original, aun sin conocerlo, y te parecerá verlo en persona. Quizá creerás, lector, que no hay nada tan maravilloso y fantástico como la vida real, y que el poeta se limita a recoger un pálido brillo, como en un espejo sin pulir.
Para que desde el principio quede claro lo que es necesario saber, hay que añadir como aclaración a las cartas que, inmediatamente después de la muerte del padre de Nataniel, Clara y Lotario, hijos de un pariente lejano también recientemente fallecido, fueron recogidos por la madre de aquél. Clara y Nataniel sintieron una fuerte inclinación mutua, contra la que nadie tuvo nada que oponer. Estaban, pues, prometidos cuando Nataniel abandonó la ciudad para proseguir sus estudios en G. Aquí se encuentra mientras escribe su última carta y asiste al curso del célebre profesor de física Spalanzani.
Ahora podría continuar mi relato tranquilamente, pero la imagen de Clara se presenta ante mis ojos tan llena de vida que no puedo apartarla de mí, como me pasaba siempre que me miraba dulcemente.
No podía decirse que Clara fuese bella, esto pensaban al menos los entendidos en belleza. Sin embargo, los arquitectos elogiaban la pureza de las líneas de su talle; los pintores decían que su nuca, sus hombros y su seno eran tal vez demasiado castos, pero todos amaban su maravillosa cabellera que recordaba a la de la Magdalena y coincidían en el color de su tez, digno de un Battoni. Uno de ellos, un auténtico extravagante, comparaba sus ojos a un lago de Ruisdael, donde se reflejan el azul del cielo, el colorido del bosque y las flores del campo, la vida apacible. Poetas y virtuosos iban más lejos y decían:
—¡Cómo hablan de lagos y de espejos! No podemos contemplar a esta muchacha sin que su mirada haga brotar de nuestra alma cantos y armonías celestes que nos sobrecogen y nos animan. ¿Acaso no cantamos nosotros también, y alguna vez hasta creemos leer en la tenue sonrisa de Clara que es como un cántico, no obstante algunos tonos disonantes?
Así era. Clara poseía la imaginación alegre y vivaz de un niño inocente, un alma de mujer tierna y delicada, y una inteligencia penetrante y lúcida. Los espíritus ligeros y presuntuosos no tenían nada que hacer a su lado, pues ella, sin muchas palabras, conforme a su temperamento silencioso, parecía decirles con su mirada transparente y su sonrisa irónica: «Queridos amigos, ¿pretenden que mire sus tristes sombras como auténticas figuras animadas y con vida?» Por esta razón Clara fue acusada por muchos de ser fría, prosaica e insensible. Pero otros, que veían la vida con más claridad, amaban fervorosamente a esta joven y encantadora muchacha; pero nadie tanto como Nataniel, quien se dedicaba a las ciencias y a las artes con pasión. Clara le correspondía con toda su alma. Las primeras nubes de tristeza pasaron por su vida cuando se separó de ella. ¡Con cuánta alegría se arrojó en sus brazos cuando él, al volver a su ciudad natal, entró en casa de su madre, como había anunciado en su última carta a Lotario! Sucedió entonces lo que Nataniel había imaginado; en el momento en que volvió a ver a Clara desapareció la imagen del abogado Coppelius y la fatal y razonable carta de Clara, que tanto lo había contrariado.
Sin embargo, Nataniel tenía razón cuando escribía a su amigo Lotario que su encuentro con el repugnante vendedor de barómetros había ejercido una funesta influencia en su vida. Todos sintieron desde los primeros días de su estancia que Nataniel había cambiado su forma de ser. Se hundía en sombrías ensoñaciones y se comportaba de un modo extraño, no habitual en él. La vida era sólo sueños y presentimientos; hablaba siempre de cómo los hombres, creyéndose libres, son sólo juguete de oscuros poderes, y humildemente deben conformarse con lo que el destino les depara. Aún iba más lejos, y afirmaba que era una locura creer que el arte y las ciencias pueden ser creados a nuestro antojo, puesto que la exaltación necesaria para crear no proviene de nuestro interior sino de una fuerza exterior de la que no somos dueños.
Clara no estaba de acuerdo con esos delirios místicos pero era inútil refutarlos. Sólo cuando Nataniel afirmaba que Coppelius era el principio maligno que se había apoderado de él en el momento en que se escondió tras la cortina para observarlo, y que aquel demonio enemigo turbaría su dichoso amor, Clara decía seriamente:
—Sí, Nataniel, tienes razón, Coppelius es un principio maligno y enemigo, puede actuar de forma espantosa, como una fuerza diabólica que se introduce visiblemente en tu vida, pero sólo si no lo destierras de tu pensamiento y de tu alma. Mientras tú creas en él, existirá; su poder está en tu credulidad.
Nataniel, irritado al ver que Clara sólo admitía la existencia del demonio en su interior, quiso probársela por medio de doctrinas místicas de demonios y fuerzas oscuras, pero Clara interrumpió la discusión con una frase indiferente, con gran disgusto de Nataniel. Pensó entonces que las almas frías encerraban estos profundos misterios sin saberlo, y que Clara pertenecía a esta naturaleza secundaria, por lo cual decidió hacer todo lo posible para iniciarla en tales secretos. Al día siguiente, mientras Clara preparaba el desayuno, fue a su lado y empezó a leer diversos pasajes de libros místicos, hasta que Clara dijo:
—Pero, mi querido Nataniel, ¿y si yo te considerase a ti como el principio diabólico que actúa contra mi café? Porque, si me pasara el día escuchándote mientras lees y mirándote a los ojos como tú quieres, el café herviría en el fuego y no desayunaríais ninguno.
Nataniel cerró el libro de golpe y se dirigió malhumorado a su habitación. En otro tiempo había escrito cuentos agradables y animados que Clara escuchaba con indescriptible placer, pero ahora sus composiciones eran sombrías, incomprensibles, vagas, y podía sentir en el indulgente silencio de Clara que no eran de su gusto. Nada era peor para Clara que el aburrimiento; su mirada y sus palabras dejaban ver que el sueño se apoderaba de ella. Las obras de Nataniel eran de hecho muy aburridas. Su disgusto por el frío y prosaico carácter de Clara fue en aumento, y Clara no podía vencer el mal humor que le producía el sombrío y aburrido misticismo de Nataniel; y así, sus almas se fueron alejando una de otra, sin que se dieran cuenta.
La imagen del odioso Coppelius, como el mismo Nataniel podía reconocer, cada vez era más pálida en su fantasía, y hasta le costaba a menudo un esfuerzo darle vida y color en sus poemas, donde aparecía como un horrible espantajo del destino. Finalmente, el atormentado presentimiento de que Coppelius destruiría su amor le inspiró el tema de una de sus composiciones. Se describía a él mismo y a Clara unidos por un amor fiel, pero de vez en cuando una mano amenazadora aparecía en su vida y les arrebataba la alegría. Cuando por fin se encontraban ante el altar aparecía el horrible Coppelius que tocaba los maravillosos ojos de Clara; éstos saltaban al pecho de Nataniel como chispas sangrientas encendidas y ardientes, luego Coppelius se apoderaba de él, lo arrojaba a un círculo de fuego que giraba con la velocidad de la tormenta y lo arrastraba en medio de sordos bramidos, de un rugido como cuando el huracán azota la espuma de las olas en el mar, que se alzan, como negros gigantes de cabeza blanca, en furiosa lucha. En medio de aquel salvaje bramido oyó la voz de Clara:
—¿No puedes mirarme? Coppelius te ha engañado, no eran mis ojos los que ardían en tu pecho, eran ardientes gotas de sangre de tu propio corazón… yo tengo mis ojos, ¡mírame!
Nataniel piensa: “Es Clara, y yo soy eternamente suyo”. Es como si dominase el círculo de fuego donde se encuentra, y el sordo estruendo desaparece en un negro abismo. Nataniel mira los ojos de Clara, pero es la muerte la que lo contempla amigablemente con los ojos de Clara.
Mientras Nataniel escribía este poema estaba muy tranquilo y reflexivo, limaba y perfeccionaba cada línea, y volcado por completo en la rima, no descansaba hasta conseguir que todo fuera puro y armonioso. Cuando terminó y leyó el poema en voz alta, el horror se apoderó de él y exclamó espantado:
—¿De quién es esa horrible voz?
Enseguida le pareció, sin embargo, que había escrito un poema excelente, y que podría inflamar el frío ánimo de Clara, sin darse cuenta de que así conseguiría sobresaltarla con terribles imágenes que presagiaban un destino fatal que destruiría su amor.
Nataniel y Clara se hallaban sentados en el pequeño jardín de su madre. Clara estaba muy alegre porque Nataniel, desde hacía tres días durante los cuales había trabajado en el poema, no la había atormentado con sus sueños y presentimientos. También Nataniel hablaba con entusiasmo y alegría de cosas divertidas, de modo que Clara dijo:
—Ahora vuelvo a tenerte, ¿ves cómo hemos desterrado al odioso Coppelius?
Nataniel entonces se acordó de que llevaba el poema en el bolsillo y de que deseaba leérselo. Sacó las hojas y comenzó su lectura.
Clara, esperando algo aburrido como de costumbre, y resignándose, empezó a hacer punto. Pero, del mismo modo que se van levantando los negros y cada vez más sombríos nubarrones, dejó caer su labor y miró fijamente a Nataniel a los ojos. Éste seguía su lectura fascinado, con las mejillas encendidas y los ojos llenos de lágrimas. Cuando terminó suspiró profundamente abatido, cogió la mano de Clara y sollozando exclamó desconsolado:
—¡Ah, Clara, Clara! —Clara lo estrechó contra su pecho y le dijo dulcemente pero seria:
—Nataniel, querido Nataniel, ¡arroja al fuego esa loca y absurda historia!
Nataniel se levantó indignado y exclamó apartándose de Clara:
—Eres un autómata inanimado y maldito —y se alejó corriendo.
Clara se echó a llorar amargamente, y decía entre sollozos:
—Nunca me ha amado, pues no me comprende.
Lotario apareció en el cenador y Clara tuvo que contarle lo que había sucedido; como amaba a su hermana con toda su alma, cada una de sus quejas caía como una chispa en su interior de tal modo que el disgusto que llevaba en su corazón desde hacía tiempo contra el visionario Nataniel se transformó en una cólera terrible. Corrió tras él y le reprochó con tan duras palabras su loca conducta para con su querida hermana, que el fogoso Nataniel contestó de igual manera. Los insultos de fatuo, insensato y loco, fueron contestados por los de desgraciado y vulgar. El duelo era inevitable. Decidieron batirse a la mañana siguiente detrás del jardín y conforme a las reglas académicas, con afilados floretes. Se separaron sombríos y silenciosos. Clara había oído la violenta discusión, y al ver que el padrino traía los floretes al atardecer, presintió lo que iba a ocurrir.
Llegados al lugar del desafío se quitaron las levitas en medio de un hondo silencio, e iban a abalanzarse uno sobre otro con los ojos relampagueantes de ardor sangriento cuando apareció Clara en la puerta del jardín. Separándolos, exclamó entre sollozos:
—¡Locos, salvajes, tendrán que matarme a mí antes que uno de ustedes caiga! ¿Cómo podría seguir viviendo en este mundo si mi amado matara a mi hermano o mi hermano a mi amado?
Lotario dejó caer el arma y bajó los ojos en silencio; pero Nataniel sintió renacer dentro de sí toda la fuerza de su amor hacia Clara de la misma manera que lo había sentido en los hermosos días de la juventud. El arma homicida cayó de sus manos y se arrojó a los pies de Clara diciendo:
—¿Podrás perdonarme alguna vez tú, mi querida Clara, mi único amor? ¿Podrás perdonarme, querido hermano Lotario?
Lotario se conmovió al ver el profundo dolor de su amigo. Derramando abundantes lágrimas se abrazaron los tres y se juraron permanecer unidos por el amor y la fidelidad.
A Nataniel le pareció haberse librado de una pesada carga que lo oprimía, como si se hubiera liberado de un oscuro poder que amenazaba todo su ser. Permaneció aún durante tres felices días junto a sus bienamados hasta que regresó a G., donde debía permanecer un año más antes de volver para siempre a su ciudad natal.
A la madre de Nataniel se le ocultó todo lo referente a Coppelius, pues sabían que no podía pensar sin horror en aquel hombre a quien, al igual que Nataniel, culpaba de la muerte de su esposo.
¡Cuál no sería la sorpresa de Nataniel cuando, al llegar a su casa en G., vio que ésta había ardido entera, y que sólo quedaban de ella los muros y un montón de escombros! El fuego había comenzado en el laboratorio del químico, situado en el piso bajo. Varios amigos que vivían cerca de la casa incendiada habían conseguido entrar valientemente en la habitación de Nataniel, situada en el último piso, y salvar sus libros, manuscritos e instrumentos, que trasladaron a otra casa donde alquilaron una habitación en la que Nataniel se instaló. No se dio cuenta al principio de que el profesor Spalanzani vivía enfrente, y no llamó especialmente su atención observar que desde su ventana podía ver el interior de la habitación donde Olimpia estaba sentada a solas. Podía reconocer su silueta claramente, aunque los rasgos de su cara continuaban borrosos. Pero acabó por extrañarse de que Olimpia permaneciera en la misma posición, igual que la había descubierto la primera vez a través de la puerta de cristal, sin ninguna ocupación, sentada junto a la mesita, con la mirada fija, invariablemente dirigida hacia él; tuvo que confesarse que no había visto nunca una belleza como la suya, pero la imagen de Clara seguía instalada en su corazón, y la inmóvil Olimpia le fue indiferente, y sólo de vez en cuando dirigía una mirada furtiva por encima de su libro hacia la hermosa estatua, eso era todo. Un día estaba escribiendo a Clara cuando llamaron suavemente a la puerta. Al abrirla, vio el repugnante rostro de Coppola. Nataniel se estremeció; pero recordando lo que Spalanzani le había dicho de su compatriota Coppola y lo que le había prometido a su amada en relación con el Hombre de Arena, se avergonzó de su miedo infantil y reunió todas sus fuerzas para decir con la mayor tranquilidad posible:
—No compro barómetros, amigo, así que ¡váyase!
Pero Coppola, entrando en la habitación, le dijo con voz ronca, mientras su boca se contraía en una odiosa sonrisa y sus pequeños ojos brillaban bajo unas largas pestañas grises:
—¡Eh, no barómetros, no barómetros! ¡También tengo bellos ojos…, bellos ojos!
Nataniel, espantado, exclamó:
—¡Maldito loco! ¡Cómo puedes tú tener ojos! ¡Ojos!… ¡Ojos!…
Al instante puso Coppola a un lado los barómetros y empezó a sacar del inmenso bolsillo de su levita lentes y gafas que iba dejando sobre la mesa.
—Gafas para poner sobre la nariz. Ésos son mis ojos, ¡bellos ojos! —y, mientras hablaba, seguía sacando más y más gafas, tantas que empezaron a brillar y a lanzar destellos sobre la mesa.
Miles de ojos centelleaban y miraban fijamente a Nataniel, pero él no podía apartar su mirada de la mesa, y Coppola continuaba sacando cada vez más gafas y cada vez eran más terribles las encendidas miradas que disparaban sus rayos sangrientos en el pecho de Nataniel.
Éste, sobrecogido de terror, gritó:
—¡Detente, hombre maldito! —cogiéndolo del brazo en el momento en que Coppola hundía de nuevo su mano en el bolsillo para sacar más lentes, por más que la mesa estuviera ya cubierta de ellas.
Coppola se separó de él suavemente con una sonrisa forzada, diciendo:
—¡Ah, no son para usted, pero aquí tengo bellos prismáticos! —y recogiendo los lentes empezó a sacar del inmenso bolsillo prismáticos de todos los tamaños.
En cuanto todas las gafas estuvieron guardadas Nataniel se tranquilizó, y acordándose de Clara se dio cuenta de que el horrible fantasma sólo estaba en su interior, ya que Coppola era un gran mecánico y óptico, y en modo alguno el doble del maldito Coppelius. Por otra parte, las lentes que Coppola había extendido sobre la mesa no tenían nada de particular, y menos de fantasmagórico, por lo que Nataniel decidió, para reparar su extraño comportamiento, comprarle alguna cosa. Escogió unos pequeños prismáticos muy bien trabajados, y, para probarlos, miró a través de la ventana. Nunca en su vida había utilizado unos prismáticos con los que pudieran verse los objetos con tanta claridad y pureza. Involuntariamente miró hacia la estancia de Spalanzani. Olimpia estaba sentada, como de costumbre, ante la mesita, con los brazos apoyados y las manos cruzadas. Por primera vez podía Nataniel contemplar la belleza de su rostro. Sólo los ojos le parecieron algo fijos, muertos. Sin embargo, a medida que miraba más y más a través de los prismáticos le parecía que los ojos de Olimpia irradiaban húmedos rayos de luna. Creyó que ella veía por primera vez y que sus miradas eran cada vez más vivas y brillantes. Nataniel permanecía como hechizado junto a la ventana, absorto en la contemplación de la belleza celestial de Olimpia…
Un ligero carraspeo lo despertó como de un profundo sueño. Coppola estaba detrás de él:
–Tre Zechini. Tres ducados.
Nataniel, que había olvidado al óptico por completo, se apresuró a pagarle:
—¿No es verdad? ¡Buenos prismáticos, buenos prismáticos! —decía Coppola con su repugnante voz y su odiosa sonrisa.
—Sí, sí —respondió Nataniel contrariado—. Adiós, querido amigo.
Coppola abandonó la habitación, no sin antes lanzar una mirada de reojo sobre Nataniel, que lo oyó reír a carcajadas al bajar la escalera.
—Sin duda —pensó Nataniel— se ríe de mí porque he pagado los prismáticos más caros de lo que valen.
Mientras decía estas palabras en voz baja le pareció oír en la habitación un profundo suspiro que le hizo contener la respiración sobrecogido de espanto. Se dio cuenta de que era él mismo quien había suspirado así. «Clara tenía razón —se dijo a sí mismo— al considerarme un visionario, pero lo absurdo, más que absurdo, es que la idea de haber pagado a Coppola los prismáticos más caros de lo que valen me produzca tal terror, y no encuentro cuál puede ser el motivo.»
Se sentó de nuevo para terminar la carta a Clara, pero una mirada hacia la ventana le hizo ver que Olimpia aún estaba allí sentada, y al instante, empujado por una fuerza irresistible, cogió los prismáticos de Coppola y ya no pudo apartarse de la seductora mirada de Olimpia hasta que vino a buscarlo su amigo Segismundo para asistir a clase del profesor Spalanzani.
A partir de aquel día la cortina de la puerta de cristal estuvo totalmente echada, por lo que no pudo ver a Olimpia, y los dos días siguientes tampoco la encontró en la habitación, si bien apenas se apartó de la ventana mirando a través de los prismáticos. Al tercer día estaba la ventana cerrada. Lleno de desesperación y poseído de delirio y ardiente deseo, salió de la ciudad. La imagen de Olimpia flotaba ante él en el aire, aparecía en cada arbusto y lo miraba con ojos radiantes desde el claro riachuelo. El recuerdo de Clara se había borrado, sólo pensaba en Olimpia y gemía y sollozaba:
—Estrella de mi amor, ¿por qué te has alzado para desaparecer súbitamente y dejarme en una noche oscura y desesperada?
Cuando Nataniel volvió a su casa observó una gran agitación en la de Spalanzani. Las puertas estaban abiertas, y unos hombres metían muebles; las ventanas del primer piso estaban abiertas también, y unas atareadas criadas iban y venían mientras carpinteros y tapiceros daban golpes y martilleaban por toda la casa.
Nataniel, asombrado, se detuvo en mitad de la calle. Segismundo se le acercó sonriente y le dijo:
—¿Qué me dices de nuestro viejo amigo Spalanzani?
Nataniel aseguró que no podía decir nada, puesto que nada sabía de él, y que le sorprendía bastante que aquella casa silenciosa y sombría se viera envuelta en tan gran tumulto y actividad. Segismundo le dijo entonces que al día siguiente daba Spalanzani una gran fiesta con concierto y baile a la que estaba invitada media universidad. Se rumoreaba que Spalanzani iba a presentar por primera vez a su hija Olimpia, que hasta entonces había mantenido oculta, con extremo cuidado, a las miradas de todos. Nataniel encontró una invitación, y, con el corazón palpitante, se encaminó a la hora fijada a casa del profesor, cuando empezaban a llegar los carruajes y resplandecían las luces de los adornados salones. La reunión era numerosa y brillante. Olimpia apareció ricamente vestida, con un gusto exquisito. Todos admiraron la perfección de su rostro y de su talle. La ligera inclinación de sus hombros parecía estar causada por la oprimida esbeltez de su cintura de avispa. Su forma de andar tenía algo de medido y de rígido. Causó mala impresión a muchos, y fue atribuida a la turbación que le causaba tanta gente.
El concierto empezó. Olimpia tocaba el piano con una habilidad extrema, e interpretó un aria con voz tan clara y penetrante que parecía el sonido de una campana de cristal. Nataniel estaba fascinado; se encontraba en una de las últimas filas y el resplandor de los candelabros le impedía apreciar los rasgos de Olimpia. Sin ser visto, sacó los lentes de Coppola y miró a la hermosa Olimpia. ¡Ah!… entonces sintió las miradas anhelantes que ella le dirigía, y que a cada nota le acompañaba una mirada de amor que lo atravesaba ardientemente. Las brillantes notas le parecían a Nataniel el lamento celestial de un corazón enamorado, y cuando finalmente la cadencia del largo trino resonó en la sala, le pareció que un brazo ardiente lo ceñía; extasiado, no pudo contenerse y exclamó en voz alta:
—¡Olimpia!
Todos los ojos se volvieron hacia él. Algunos rieron. El organista de la catedral adoptó un aire sombrío y dijo simplemente:
—Bueno, bueno.
El concierto había terminado y el baile comenzó. «¡Bailar con ella…, bailar con ella!», era ahora su máximo deseo, su máxima aspiración, pero ¿cómo tener el valor de invitarla a ella, la reina de la fiesta?
Sin saber ni él mismo cómo, se encontró junto a Olimpia, a quien nadie había sacado aún; cuando comenzaba el baile, y después de intentar balbucir algunas palabras, tomó su mano. La mano de Olimpia estaba helada y él se sintió atravesado por un frío mortal. La miró fijamente a los ojos, que irradiaban amor y deseo, y al instante le pareció que el pulso empezaba a latir en su fría mano y que una sangre ardiente corría por sus venas. También Nataniel sentía en su interior una ardorosa voluptuosidad. Rodeó la cintura de la hermosa Olimpia y cruzó con ella la multitud de invitados.
Creía haber bailado acompasadamente, pero la rítmica regularidad con que Olimpia bailaba y que algunas veces lo obligaba a detenerse, le hizo observar enseguida que no seguía los compases. No quiso bailar con ninguna otra mujer, y hubiera matado a cualquiera que se hubiese acercado a Olimpia para solicitar un baile. Si Nataniel hubiera sido capaz de ver algo más que a Olimpia, no habría podido evitar alguna pelea, pues murmullos burlones y risas apenas sofocadas se escapaban de entre los grupos de jóvenes, cuyas curiosas miradas se dirigían a Olimpia sin que se pudiera saber por qué.
Excitado por la danza y por el vino, había perdido su natural timidez. Sentado junto a Olimpia y con su mano entre las suyas, le hablaba de su amor exaltado e inspirado con palabras que nadie, ni él ni Olimpia, habría podido comprender. O quizá Olimpia sí, pues lo miraba fijamente a los ojos y de vez en cuando suspiraba:
—¡Ah…, ah…, ah…!
A lo que Nataniel respondía:
—¡Oh, mujer celestial, divina criatura, luz que se nos promete en la otra vida, alma profunda donde todo mi ser se mira…! —y cosas parecidas.
Pero Olimpia suspiraba y contestaba sólo:
—¡Ah…, ah…!
El profesor Spalanzani pasó varias veces junto a los felices enamorados y les sonrió con satisfacción.
Aunque Nataniel se encontraba en un mundo distinto, le pareció como si de pronto oscureciera en casa del profesor Spalanzani. Miró a su alrededor y observó espantado que las dos últimas velas se consumían y estaban a punto de apagarse. Hacía tiempo que el baile y la música habían cesado.
—¡Separarnos, separarnos! —exclamó furioso y desesperado Nataniel. Besó la mano de Olimpia y se inclinó sobre su boca; sus labios ardientes se encontraron con los suyos helados. Se estremeció como cuando tocó por primera vez la fría mano de Olimpia, y la leyenda de la novia muerta le vino de pronto a la memoria; pero al abrazar y besar a Olimpia sus labios parecían cobrar el calor de la vida.
El profesor Spalanzani atravesó lentamente la sala vacía, sus pasos resonaban huecos y su figura, rodeada de sombras vacilantes, ofrecía un aspecto fantasmagórico.
—¿Me amas? ¿Me amas, Olimpia? ¡Sólo una palabra! —murmuraba Nataniel.
Pero Olimpia, levantándose, suspiró sólo:
—¡Ah…, ah…,!
—¡Sí, amada estrella de mi amor! —dijo Nataniel—, ¡tú eres la luz que alumbrará mi alma para siempre!
—¡Ah…, ah…! —replicó Olimpia alejándose.
Nataniel la siguió, y se detuvieron delante del profesor.
—Ya veo que lo ha pasado muy bien con mi hija —dijo éste sonriendo—: así que, si le complace conversar con esta tímida muchacha, su visita será bien recibida.
Nataniel se marchó llevando el cielo en su corazón.
Al día siguiente la fiesta de Spalanzani fue el centro de las conversaciones. A pesar de que el profesor había hecho todo lo posible para que la reunión resultara espléndida, hubo numerosas críticas y se dirigieron especialmente contra la muda y rígida Olimpia, a la que, a pesar de su belleza, consideraron completamente estúpida; se pensó que ésta era la causa por la que Spalanzani la había mantenido tanto tiempo oculta. Nataniel escuchaba estas cosas con rabia, pero callaba; pues pensaba que aquellos miserables no merecían que se les demostrara que era su propia estupidez la que les impedía conocer la belleza del alma de Olimpia.
—Dime, por favor, amigo —le dijo un día Segismundo—, dime, ¿cómo es posible que una persona sensata como tú se haya enamorado del rostro de cera de una muñeca?
Nataniel iba a responder encolerizado, pero se tranquilizó y contestó:
—Dime, Segismundo, ¿cómo es posible que los encantos celestiales de Olimpia hayan pasado inadvertidos a tus clarividentes ojos? Pero agradezco al destino el no tenerte como rival, pues uno de los dos habría tenido que morir a manos del otro.
Segismundo se dio cuenta del estado de su amigo y desvió la conversación diciendo que en amor era muy difícil juzgar, para luego añadir:
—Es muy extraño que la mayoría de nosotros haya juzgado a Olimpia del mismo modo. Nos ha parecido —no te enfades, amigo— algo rígida y sin alma. Su talle es proporcionado, al igual que su rostro, es cierto. Podría parecer bella si su mirada no careciera de rayos de vida, quiero decir, de visión. Su paso es extrañamente rítmico, y cada uno de sus movimientos parece provocado por un mecanismo. Su canto, su interpretación musical tiene ese ritmo regular e incómodo que recuerda el funcionamiento de una máquina, y pasa lo mismo cuando baila. Olimpia nos resulta muy inquietante, no queremos tener nada que ver con ella, porque nos parece que se comporta como un ser viviente pero que pertenece a una naturaleza distinta.
Nataniel no quiso abandonarse a la amargura que provocaron en él las palabras de Segismundo. Hizo un esfuerzo para contenerse y respondió simplemente muy serio:
—Para ustedes, almas prosaicas y frías, Olimpia resulta inquietante. Sólo al espíritu de un poeta se le revela una personalidad que le es semejante. Sólo a mí se han dirigido su mirada de amor y sus pensamientos, sólo en el amor de Olimpia he vuelto a encontrarme a mí mismo. A ustedes no les parece bien que Olimpia no participe en conversaciones vulgares, como hacen las gentes superficiales. Habla poco, es verdad, pero esas pocas palabras son para mí como jeroglíficos de un mundo interior lleno de amor y de conocimientos de la vida espiritual en la contemplación de la eternidad. Ya sé que esto para ustedes no tiene ningún sentido, y es en vano hablar de ello.
—¡Que Dios te proteja, hermano! —dijo Segismundo dulcemente, de un modo casi doloroso—, pero pienso que vas por mal camino. Puedes contar conmigo si todo… no, no quiero decir nada más.
Nataniel comprendió de pronto que el frío y prosaico Segismundo acababa de demostrarle su lealtad y estrechó de corazón la mano que le tendía.
Había olvidado por completo que existía una Clara en el mundo a la que él había amado; su madre, Lotario, todos habían desaparecido de su memoria. Vivía solamente para Olimpia, junto a quien permanecía cada día largas horas hablándole de su amor, de la simpatía de las almas y de las afinidades psíquicas, todo lo cual Olimpia escuchaba con gran atención.
Nataniel sacó de los lugares más recónditos de su escritorio todo lo que había escrito, poesías, fantasías, visiones, novelas, cuentos, y todo esto se vio aumentado con toda clase de disparatados sonetos, estrofas, canciones que leía a Olimpia durante horas sin cansarse. Jamás había tenido una oyente tan admirable. No cosía ni tricotaba, no miraba por la ventana, no daba de comer a ningún pájaro ni jugaba con ningún perrito, ni con su gato favorito, ni recortaba papeles o cosas parecidas, ni tenía que ocultar un bostezo con una tos forzada; en una palabra, permanecía horas enteras con los ojos fijos en él, inmóvil, y su mirada era cada vez más brillante y animada. Sólo cuando Nataniel, al terminar, cogía su mano para besarla, decía:
—¡Ah! ¡ah! —y luego— buenas noches, mi amor.
—¡Alma sensible y profunda! —exclamaba Nataniel en su habitación—: ¡Sólo tú me comprendes!
Se estremecía de felicidad al pensar en las afinidades intelectuales que existían entre ellos y que aumentaban cada día; le parecía oír la voz de Olimpia en su interior, que ella hablaba en sus obras. Debía ser así, pues Olimpia nunca pronunció otras palabras que las ya citadas. Pero cuando Nataniel se acordaba en los momentos de lucidez, de la pasividad y del mutismo de Olimpia (por ejemplo, cuando se levantaba por las mañanas y en ayunas) se decía:
—¿Qué son las palabras? ¡Palabras! La mirada celestial de sus ojos dice más que todas las lenguas. ¿Puede acaso una criatura del Cielo encerrarse en el círculo estrecho de nuestra forma de expresarnos?
El profesor Spalanzani parecía mirar con mucho agrado las relaciones de su hija con Nataniel, prodigándole a éste todo tipo de atenciones, de modo que cuando se atrevió a insinuar un matrimonio con Olimpia, el profesor, con gran sonrisa, dijo que dejaría a su hija elegir libremente.
Animado por estas palabras y con el corazón ardiente de deseos, Nataniel decidió pedirle a Olimpia al día siguiente que le dijera con palabras lo que sus miradas le daban a entender desde hacía tiempo: que sería suya para siempre. Buscó el anillo que su madre le diera al despedirse, para ofrecérselo a Olimpia como símbolo de unión eterna. Las cartas de Clara y de Lotario cayeron en sus manos; las apartó con indiferencia. Encontró el anillo y, poniéndoselo en el dedo, corrió de nuevo junto a Olimpia. Al subir las escaleras, y cuando se encontraba ya en el vestíbulo, oyó un gran estrépito que parecía venir del estudio de Spalanzani. Pasos, crujidos, golpes contra la puerta, mezclados con maldiciones y juramentos:
—¡Suelta! ¡Suelta de una vez!
—¡Infame!
—¡Miserable!
—¿Para esto he sacrificado mi vida? ¡Éste no era el trato!
—¡Yo hice los ojos!
—¡Y yo los engranajes!
—¡Maldito perro relojero!
—¡Largo de aquí, Satanás!
—¡Fuera de aquí, bestia infernal!
Eran las voces de Spalanzani y del horrible Coppelius que se mezclaban y retumbaban juntas. Nataniel, sobrecogido de espanto, se precipitó en la habitación. El profesor sujetaba un cuerpo de mujer por los hombros, y el italiano Coppola tiraba de los pies, luchando con furia para apoderarse de él. Nataniel retrocedió horrorizado al reconocer el rostro de Olimpia; lleno de cólera, quiso arrancar a su amada de aquellos salvajes. Pero al instante Coppola, con la fuerza de un gigante, consiguió hacerse con ella descargando al mismo tiempo un tremendo golpe sobre el profesor, que fue a caer sobre una mesa llena de frascos, cilindros y alambiques, que se rompieron en mil pedazos. Coppola se echó el cuerpo a la espalda y bajó rápidamente las escaleras profiriendo una horrible carcajada; los pies de Olimpia golpeaban con un sonido de madera en los escalones.
Nataniel permaneció inmóvil. Había visto que el pálido rostro de cera de Olimpia no tenía ojos, y que en su lugar había unas negras cavidades: era una muñeca sin vida.
Spalanzani yacía en el suelo en medio de cristales rotos que lo habían herido en la cabeza, en el pecho y en un brazo, y sangraba abundantemente. Reuniendo fuerzas dijo:
—¡Corre tras él! ¡Corre! ¿A qué esperas? ¡Coppelius me ha robado mi mejor autómata! ¡Veinte años de trabajo! ¡He sacrificado mi vida! Los engranajes, la voz, el paso, eran míos; los ojos, te he robado los ojos, maldito, ¡corre tras él! ¡Devuélveme a mi Olimpia! ¡Aquí tienes los ojos!
Entonces vio Nataniel en el suelo un par de ojos sangrientos que lo miraban fijamente. Spalanzani los recogió y se los lanzó al pecho. El delirio se apoderó de él y, confundidos sus sentidos y su pensamiento, decía:
—¡Huy… Huy…! ¡Círculo de fuego! ¡Círculo de fuego! ¡Gira, círculo de fuego! ¡Linda muñequita de madera, gira! ¡Qué divertido…!
Y precipitándose sobre el profesor lo agarró del cuello. Lo hubiera estrangulado, pero el ruido atrajo a algunas personas que derribaron y luego ataron al colérico Nataniel, salvando así al profesor. Segismundo, aunque era muy fuerte, apenas podía sujetar a su amigo, que seguía gritando con voz terrible:
—Gira, muñequita de madera.

E.T.A. Hoffmann, El hombre de arena (Traducción de Nicolás Gelormini).


https://es.wikipedia.org/wiki/E._T._A._Hoffmann
E.T.A. Hoffmann

Rudyard Kipling, El jardinero

El jardinero.

En el pueblo todos sabían que Helen Turrell cumplía sus obligaciones con todo el mundo, y con nadie de forma más perfecta que con el pobre hijo de su único hermano. Todos los del pueblo sabían, también, que George Turrell había dado muchos disgustos a su familia desde su adolescencia, y a nadie le sorprendió enterarse de que, tras recibir múltiples oportunidades y desperdiciarlas todas, George, inspector de la policía de la India, se había enredado con la hija de un suboficial retirado y había muerto al caerse de un caballo unas semanas antes de que naciera su hijo. Por fortuna, los padres de George ya habían muerto, y aunque Helen, que tenía treinta y cinco años y poseía medios propios, se podía haber lavado las manos de todo aquel lamentable asunto, se comportó noblemente y aceptó la responsabilidad de hacerse cargo, pese a que ella misma, en aquella época, estaba delicada de los pulmones, por lo que había tenido que irse a pasar una temporada al sur de Francia. Pagó el viaje del niño y una niñera desde Bombay, los fue a buscar a Marsella, cuidó al niño cuando tuvo un ataque de disentería infantil por culpa de un descuido de la niñera, a la cual tuvo que despedir y, por último, delgada y cansada, pero triunfante, se llevó al niño a fines de otoño, plenamente restablecido a su casa de Hampshire.
Todos esos detalles eran del dominio público, pues Helen era de carácter muy abierto y mantenía que lo único que se lograba con silenciar un escándalo era darle mayores proporciones. Reconocía que George siempre había sido una oveja negra, pero las cosas hubieran podido ir mucho peor si la madre hubiera insistido en su derecho a quedarse con el niño. Por suerte parecía que la gente de esa clase estaba dispuesta a hacer casi cualquier cosa por dinero, y como George siempre había recurrido a ella cuando tenía problemas, Helen se sentía justificada —y sus amigos estaban de acuerdo con ella— al cortar todos los lazos con la familia del suboficial y dar al niño todas las ventajas posibles. Lo primero fue que el pastor bautizara al niño con el nombre de Michael. Nada indicaba hasta entonces, decía la propia Helen, que ella fuera muy aficionada a los niños, pero pese a todos los defectos de George siempre lo había querido mucho, y señalaba que Michael tenía exactamente la misma boca que George, lo cual ya era un buen punto de partida. De hecho, lo que Michael reproducía con más fidelidad era la frente, amplia, despejada y bonita de los Turrell. La boca la tenía algo mejor trazada que el tipo familiar. Pero Helen, que no quería reconocer nada por el lado de la madre, juraba que era un Turrell perfecto, y como no había nadie que se lo discutiera, la cuestión del parecido quedó zanjada para siempre.
En unos años Michael pasó a formar parte del pueblo, tan aceptado por todos como siempre lo había sido Helen: intrépido, filosófico y bastante guapo. A los seis años quiso saber por qué no podía llamarle «mamá», igual que hacían todos los niños con sus madres. Le explicó que no era más que su tía, y que las tías no eran lo mismo que las mamás, pero que si quería podía llamarle «mamá» al irse a la cama, como nombre cariñoso y secreto entre ellos dos. Michael guardó fielmente el secreto, pero Helen, como de costumbre, se lo contó a sus amigos, y cuando Michael se enteró se puso furioso.
—¿Por qué se lo has dicho? ¿Por qué? —preguntó al final de la rabieta.
—Porque lo mejor es decir siempre la verdad —respondió Helen, que lo tenía abrazado mientras él pataleaba en la cuna.
—Bueno, pero cuando la verdad es algo feo no me parece bien.
—¿No te parece bien?
—No, y además —y Helen sintió que se ponía tenso—, además, ahora que lo has dicho ya no te voy a llamar «mamá» nunca, ni siquiera al acostarme.
—Pero ¿no te parece una crueldad? —preguntó Helen en voz baja.
—¡No me importa! ¡No me importa! Me has hecho daño y ahora te lo quiero hacer yo. ¡Te haré daño toda mi vida!
—¡Vamos, guapo, no digas esas cosas! No sabes lo que…
—¡Pues sí! ¡Y cuando me haya muerto te haré todavía más daño!
—Gracias a Dios yo me moriré mucho antes que tú, cariño.
—¡Ja! Emma dice que nunca se sabe —Michael había estado hablando con la anciana y fea criada de Helen—. Hay muchos niños que se mueren de pequeños, y eso es lo que voy a hacer yo. ¡Entonces verás!
Helen dio un respingo y fue hacia la puerta, pero los llantos de «¡mamá, mamá!» le hicieron volver y los dos lloraron juntos.
Cuando cumplió los diez años, tras dos cursos en una escuela privada, algo o alguien le sugirió la idea de que su situación familiar no era normal. Atacó a Helen con el tema, y derribó sus defensas titubeantes con la franqueza de la familia.
—No me creo ni una palabra —dijo animadamente al final—. La gente no hubiera dicho lo que dijo si mis padres se hubieran casado. Pero no te preocupes, tía. He leído muchas cosas de gente como yo en la historia de Inglaterra y en las cosas de Shakespeare. Para empezar, Guillermo el Conquistador y… bueno, montones más, y a todos les fue estupendo. A ti no te importa que yo sea… eso, ¿verdad?
—Como si me fuera a… —empezó ella.
—Bueno, pues ya no volvemos a hablar del asunto si te hace llorar.
Y nunca lo volvió a mencionar por su propia voluntad, pero dos años después, cuando contrajo las anginas durante las vacaciones, y le subió la temperatura hasta los 40 grados, no habló de otra cosa hasta que la voz de Helen logró traspasar el delirio, con la seguridad de que nada en el mundo podía hacer que cambiaran las cosas entre ellos.
Los cursos en su internado y las maravillosas vacaciones de Navidades, Semana Santa y verano se sucedieron como una sarta de joyas variadas y preciosas, y como tales joyas las atesoraba Helen. Con el tiempo, Michael fue creándose sus propios intereses, que fueron apareciendo y desapareciendo sucesivamente, pero su interés por Helen era constante y cada vez mayor. Ella se lo devolvía con todo el afecto del que era capaz, con sus consejos y con su dinero, y como Michael no era ningún tonto, la guerra se lo llevó justo antes de lo que prometía ser una brillante carrera.
En octubre tenía que haber ido a Oxford con una beca. A fines de agosto estaba a punto de sumarse al primer holocausto de muchachos de los internados privados que se lanzaron a la primera línea del combate, pero el capitán de su compañía de milicias estudiantiles, en la que era sargento desde hacía casi un año, lo persuadió y lo convenció para que optara a un despacho de oficial en un batallón de formación tan reciente que la mitad de sus efectivos seguía llevando la guerrera roja, del antiguo ejército, y la otra mitad estaba incubando la meningitis debido al hacinamiento en tiendas de campaña húmedas. A Helen le había estremecido la idea de que se alistara directamente.
—Pero es la costumbre de la familia —había reído Michael.
—¿No me irás a decir que te has seguido creyendo aquella vieja historia todo este tiempo? —dijo Helen (Emma, la criada, había muerto hacía años)—. Te he dado mi palabra de honor, y la repito, de que… que… no pasa nada. Te lo aseguro.
—Bah, a mí no me preocupa eso. Nunca me ha preocupado —replicó Michael indiferente—. A lo que me refería era a que de haberme alistado ya habría entrado en faena… Igual que mi abuelo.
—¡No digas esas cosas! ¿Es que tienes miedo de que acabe demasiado pronto?
—No caerá esa breva. Ya sabes lo que dice K.
—Sí, pero el lunes pasado me dijo mi banquero que era imposible que durase hasta después de Navidad. Por motivos financieros.
—Ojalá tenga razón. Pero nuestro coronel, que es del ejército regular, dice que va a ir para largo.
El batallón de Michael tuvo buena suerte porque, por una casualidad que supuso varios «permisos», fue destinado a la defensa costera en trincheras bajas de la costa de Norfolk; de ahí lo enviaron al norte a vigilar un estuario escocés, y por último lo retuvieron varias semanas con rumores infundados de un servicio en algún lugar apartado. Pero, el mismo día en que Michael iba a pasar con Helen cuatro horas enteras en una encrucijada ferroviaria más al norte, lanzaron al batallón al combate a raíz de la matanza de Loos y no tuvo tiempo más que para enviarle un telegrama de despedida.
En Francia, el batallón volvió a tener suerte. Lo destacaron cerca del Saliente, donde llevó una vida meritoria y sin complicaciones, mientras se preparaba la batalla del Somme, y disfrutó de la paz de los sectores de Armentieres y de Laventie cuando empezó aquella batalla. Un jefe de unidad avisado averiguó que el batallón estaba bien entrenado en la forma de proteger sus flancos y de atrincherarse, y se lo robó a la División a la que pertenecía, so pretexto de ayudar a poner líneas telegráficas, y lo utilizó en general en la zona de Ypres.
Un mes después, y cuando Michael acababa de escribir a Helen que no pasaba nada especial y por lo tanto no había que preocuparse, un pedazo de metralla que cayó en una mañana de lluvia lo mató instantáneamente. El proyectil siguiente hizo saltar lo que hasta entonces habían sido los cimientos de la pared de un establo, y sepultó el cadáver con tal precisión que nadie salvo un experto hubiera podido decir que había pasado algo desagradable.
Para entonces el pueblo ya tenía mucha experiencia de la guerra y, en plan típicamente inglés, había ido elaborando un ritual para adaptarse a ella. Cuando la jefa de correos entregó a su hija de siete años el telegrama oficial que debía llevar a la señorita Turrell, observó al jardinero del pastor protestante:
—Le ha tocado a la señorita Helen, esta vez.
Y él replicó, pensando en su propio hijo:
—Bueno, ha durado más que otros.
La niña llegó a la puerta principal toda llorosa, porque el señorito Michael siempre le daba caramelos. Al cabo de un rato, Helen se encontró bajando las persianas de la casa una tras otra y diciéndole a cada ventana:
—Cuando dicen que ha desaparecido significa siempre que ha muerto.
Después ocupó su lugar en la lúgubre procesión que había de pasar por una serie de emociones estériles. El pastor protestante, naturalmente, predicó la esperanza y profetizó que muy pronto llegarían noticias de algún campo de prisioneros. Varios amigos también le contaron historias completamente verdaderas, pero siempre de otras mujeres a las que al cabo de meses y meses de silencio, les habían devuelto sus desaparecidos. Otras personas le aconsejaron que se pusiera en contacto con secretarios infalibles de organizaciones que podían comunicarse con neutrales benévolos y podían extraer información incluso de los comandantes más reservados de los hunos. Helen hizo, escribió y firmó todo lo que le sugirieron o le pusieron delante de los ojos. Una vez, en uno de sus permisos, Michael la había llevado a una fábrica de municiones, donde vio cómo iba pasando una granada por todas las fases, desde el cartucho vacío hasta el producto acabado. Entonces le había asombrado que no dejaran de manosear en un solo momento aquel objeto horrible, y ahora, al preparar sus documentos, pensaba: «Me están transformando en una afligida pariente».
En su momento, cuando todas las organizaciones contestaron diciendo que lamentaban profunda o sinceramente no poder hallar, etc., algo en su fuero interno cedió y todos sus sentimientos —salvo el de agradecimiento por esta liberación— acabaron en una bendita pasividad. Michael había muerto, y su propio mundo se había detenido, y ella se había parado con él. Ahora ella estaba inmóvil y el mundo seguía adelante, pero no le importaba: no le afectaba en ningún sentido. Se daba cuenta por la facilidad con la que podía pronunciar el nombre de Michael en una conversación e inclinar la cabeza en el ángulo apropiado, cuando los demás pronunciaban el murmullo apropiado de condolencia.
Cuando por fin comprendió que aquello era que se estaba empezando a consolar, el armisticio con todos sus repiques de campanas le pasó por encima y no se enteró. Al cabo de un año más había superado todo su aborrecimiento físico a los jóvenes vivos que regresaban, de forma que ya podía darles la mano y desearles todo género de venturas casi con sinceridad. No le interesaba para nada ninguna de las consecuencias de la guerra, ni nacionales ni personales; sin embargo, sintiéndose inmensamente distante, participó en varios comités de socorro y expresó opiniones muy firmes —porque podía escucharse mientras hablaba— acerca del lugar del monumento a los caídos del pueblo que éste proyectaba construir.
Después le llegó, como pariente más próxima, una comunicación oficial —que respaldaban una carta dirigida a ella en tinta indeleble, una chapa de identidad plateada y un reloj— en la que se le notificaba que se había encontrado el cadáver del teniente Michael Turrell y que, tras ser identificado, se le había vuelto a enterrar en el Tercer Cementerio Militar de Hagenzeele, con indicación de la letra de la fila y el número de la tumba.
De manera que ahora Helen se vio empujada a otro proceso de la transformación: a un mundo lleno de parientes contentos o destrozados, seguros ya de que existía un altar en la tierra en el que podían consagrar su cariño. Y éstos pronto le explicaron, y le aclararon con horarios transparentes, lo fácil que era y lo poco que perturbaría su vida el ir a ver la tumba de su propio pariente.
—No es lo mismo —como dijo la mujer del pastor protestante— que si lo hubieran matado en Mesopotamia, o incluso en Gallípoli.
La agonía de que la despertaran a una especie de segunda vida llevó a Helen a cruzar el Canal de la Mancha, donde, en un nuevo mundo de títulos abreviados, se enteró de que a Hagenzeele—Tres se podía llegar cómodamente en un tren de la tarde que enlazaba con el transbordador de la mañana, y de que había un hotelito agradable a menos de tres kilómetros del propio Hagenzeele, donde se podía pasar una noche con toda comodidad y ver a la mañana siguiente la tumba del caído. Todo esto se lo comunicó una autoridad central que vivía en una chabola de tablas y cartón en las afueras de una ciudad destruida, llena de polvareda de cal y de papeles agitados por el viento.
—A propósito —dijo la autoridad—, usted sabe dónde está su tumba, evidentemente.
—Sí, gracias —dijo Helen, y mostró la fila y el número escritos en la máquina de escribir portátil del propio Michael. El oficial hubiera podido comprobarlo en uno de sus múltiples libros, pero se interpuso entre ellos una mujerona de Lancashire pidiéndole que le dijera dónde estaba su hijo, que había sido cabo del Cuerpo de Transmisiones. En realidad se llamaba Anderson, pero como era de una familia respetable se había alistado, naturalmente, con el nombre de Smith, y había muerto en Dickiebush, a principios de 1915. No tenía el número de su chapa de identidad ni sabía cuál de sus dos nombres de pila podía haber utilizado como alias, pero a ella le habían dado en la Agencia Cook un billete de turista que caducaba al final de Semana Santa y, si no encontraba a su hijo antes, podía volverse loca. Al decir lo cual cayó sobre el pecho de Helen, pero rápidamente salió la mujer del oficial de un cuartito que había detrás de la oficina y entre los tres, llevaron a la mujer a la cama turca.
—Esto pasa muy a menudo —dijo la mujer del oficial, aflojando el corsé de la desmayada—. Ayer dijo que lo habían matado en Hooge. ¿Está usted segura de que sabe el número de su tumba? Eso es lo más importante.
—Sí, gracias —dijo Helen, y salió corriendo antes de que la mujer de la cama turca empezara a sollozar de nuevo.
El té que se tomó en una estructura de madera a rayas malvas y azules, llena hasta los topes y con una fachada falsa, le hizo sentirse todavía más sumida en una pesadilla. Pagó su cuenta junto a una inglesa robusta de facciones vulgares que, al oír que preguntaba el horario del tren a Hagenzeele, se ofreció a acompañarla.
—Yo también voy a Hagenzeele —explicó—. Pero no a Hagenzeele—Tres; el mío está en la Fábrica de Azúcar, pero ahora lo llaman La Rosiére. Está justo al sur de Hagenzeele—Tres. ¿Tiene ya habitación en el hotel de aquí?
—Sí, gracias. Les envié un telegrama.
—Estupendo. A veces está lleno y otras veces casi no hay un alma. Pero ahora ya han puesto cuartos de baño en el antiguo Lion d’Or, el hotel que está al oeste de la Fábrica de Azúcar, y por suerte también se lleva una buena parte de la clientela.
—Yo soy nueva aquí. Es la primera vez que vengo.
—¿De verdad? Yo ya he venido nueve veces desde el Armisticio. No por mí. Yo no he perdido a nadie, gracias a Dios, pero me pasa como a tantos, que tienen muchos amigos que sí. Como vengo tantas veces, he visto que les resulta de mucho alivio que venga alguien para ver… el sitio y contárselo después. Y además se les pueden llevar fotos. Me encargan muchas cosas que hacer —rió nerviosa y se dio un golpe en la Kodak que llevaba en bandolera—. Ya tengo dos o tres que ver en la Fábrica de Azúcar, y muchos más en los cementerios de la zona. Mi sistema es agruparlas y ordenarlas, ¿sabe? Y cuando ya tengo suficientes encargos de una zona para que merezca la pena, doy el salto y vengo. Le aseguro que alivia mucho a la gente.
—Claro. Supongo —respondió Helen, temblando al entrar en el trenecillo.
—Claro que sí. Qué suerte encontrar asientos junto a las ventanillas, ¿verdad? Tiene que ser así, porque si no no se lo pedirían a una, ¿no? Aquí mismo llevo por lo menos 10 ó 15 encargos —y volvió a golpear la Kodak—. Esta noche tengo que ponerlos en orden. ¡Ah! Se me olvidaba preguntarle. ¿Quién era el suyo?
—Un sobrino —dijo Helen—. Pero lo quería mucho.
—¡Claro! A veces me pregunto si sienten algo después de la muerte. ¿Qué cree usted?
—Bueno, yo no… No he querido pensar mucho en ese tipo de cosas —dijo Helen casi levantando las manos para rechazar a la mujer.
—Quizá sea mejor —respondió ésta—. Supongo que ya debe de bastar con la sensación de pérdida. Bueno, no quiero preocuparla más.
Helen se lo agradeció, pero cuando llegaron al hotel, la señora Scarsworth (ya se habían comunicado sus nombres) insistió en cenar a la misma mesa que ella, y después de la cena, en un saloncito horroroso lleno de parientes que hablaban en voz baja, le contó a Helen sus «encargos», con las biografías de los muertos, cuando las sabía, y descripciones de sus parientes más cercanos. Helen la soportó hasta casi las nueve y media, antes de huir a su habitación.
Casi inmediatamente después sonó una llamada a la puerta y entró la señora Scarsworth, con la horrorosa lista en las manos.
—Sí… sí…, ya lo sé —comenzó—. Está usted harta de mí, pero quiero contarle una cosa. Usted… usted no está casada, ¿verdad? Bueno, entonces quizá no… Pero no importa. Tengo que contárselo a alguien. No puedo aguantar más.
—Pero, por favor…
La señora Scarsworth había retrocedido hacia la puerta cerrada y estaba haciendo gestos contenidos con la boca.
—Dentro de un minuto —dijo—. Usted… usted sabe lo de esas tumbas mías que le estaba hablando abajo, ¿no? De verdad que son encargos. Por lo menos algunas —paseó la vista por la habitación—. Qué papel de pared tan extraordinario tienen en Bélgica, ¿no le parece? Sí, juro que son encargos. Pero es que hay una… y para mí era lo más importante del mundo. ¿Me entiende?
Helen asintió.
—Más que nadie en el mundo. Y, claro, no debería haberlo sido. No tendría que representar nada para mí. Pero lo era. Lo es. Por eso hago los encargos, ¿entiende? Por eso.
—Pero ¿por qué me lo cuenta a mí? —preguntó Helen desesperada.
—Porque estoy tan harta de mentir. Harta de mentir… siempre mentiras… año tras año. Cuando no estoy mintiendo, tengo que estar fingiendo, y siempre tengo que inventarme algo, siempre. Usted no sabe lo que es eso. Para mí era todo lo que no tenía que haber sido… lo único verdadero… lo único importante que me había pasado en la vida, y tenía que hacer como que no era nada. Tenía que pensar cada palabra que decía y pensar todas las mentiras que iba a inventar a la próxima ocasión ¡y esto años y años!
—¿Cuántos años? —preguntó Helen.
—Seis años y cuatro meses antes y dos y tres cuartos después. Desde entonces he venido a verle ocho veces. Mañana será la novena y… y no puedo… no puedo volver a verle sin que nadie en el mundo lo sepa. Quiero decirle la verdad a alguien antes de ir. ¿Me comprende? No importo yo. Siempre he sido una mentirosa, hasta de pequeña. Pero él no se merece eso. Por eso… por eso… tenía que decírselo a usted. No puedo aguantar más. ¡No puedo, de verdad!
Se llevó las manos juntas casi a la altura de la boca y luego las bajó de repente, todavía juntas, lo más abajo posible, por debajo de la cintura. Helen se adelantó, le tomó las manos, inclinó la cabeza ante ellas y murmuró:
—¡Pobrecilla! ¡Pobrecilla!
La señora Scarsworth dio un paso atrás, pálida.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Así es como se lo toma usted?
Helen no supo qué decir y la otra mujer se marchó, pero Helen tardó mucho tiempo en dormirse.
A la mañana siguiente la señora Scarsworth se marchó muy de mañana a hacer su ronda de encargos y Helen se fue sola a pie a Hagenzeele—Tres. El cementerio todavía no estaba terminado, y se hallaba a casi dos metros de altura sobre el camino que lo bordeaba a lo largo de centenares de metros. En lugar de entradas había pasos por encima de una zanja honda que circundaba el muro limítrofe sin acabar. Helen subió unos escalones hechos de tierra batida con superficie de madera y se encontró de golpe frente a miles de tumbas. No sabía que en Hagenzeele—Tres ya había 21,000 muertos. Lo único que veía era un mar implacable de cruces negras, en cuyos frontis había tiritas de estaño grabado que formaban ángulos de todo tipo, No podía distinguir ningún tipo de orden ni de colocación en aquella masa; nada más que una maleza hasta la cintura, como de hierbas golpeadas por la muerte, que se abalanzaban hacia ella. Siguió adelante, hacia su izquierda, después a la derecha, desesperada, preguntándose cómo podría orientarse hacia la suya. Muy lejos de ella había una línea blanca. Resultó ser un bloque de 200 ó 300 tumbas que ya tenían su losa definitiva, en torno a las cuales se habían plantado flores, y cuya hierba recién sembrada estaba muy verde. Allí pudo ver letras bien grabadas al final de las filas y al consultar su papelito vio que no era allí donde tenía que buscar.
Junto a una línea de losas había arrodillado un hombre, evidentemente un jardinero, porque estaba afirmando un esqueje en la tierra blanda. Helen fue hacia él, con el papelito en la mano. Él se levantó al verla y, sin preludio ni saludos, preguntó:
—¿A quién busca?
—Al teniente Michael Turrell… mi sobrino —dijo Helen lentamente, palabra tras palabra, como había hecho miles de veces en su vida.
El hombre levantó la vista y la miró con una compasión infinita antes de volverse de la hierba recién sembrada hacia las cruces negras y desnudas.
—Venga conmigo —dijo—, y le enseñaré dónde está su hijo.
Cuando Helen se marchó del cementerio se volvió a echar una última mirada. Vio que a lo lejos el hombre se inclinaba sobre sus plantas nuevas y se fue convencida de que era el jardinero.

Rudyard Kipling, El jardinero.


https://es.wikipedia.org/wiki/Rudyard_Kipling
Rudyard Kipling


Mariana Enríquez, El Aljibe

El aljibe
"I am terrified by this dark thing
That sleeps in me;
All day I feel its soft, feathery turnings, its malignity".

Sylvia Plath


Josefina recordaba el calor y el hacinamiento dentro del Renault 12 como si el viaje hubiera sucedido apenas unos días atrás y no cuando ella tenía seis años, pocos días después de Navidad, bajo el asfixiante sol de enero. Su padre manejaba, casi sin hablar; su madre iba en el asiento de adelante y en el de atrás había quedado atrapada entre su hermana y su abuela Rita, que pelaba mandarinas e inundaba el auto con el olor de la fruta recalentada. Iban de vacaciones a Corrientes, a visitar a los tíos maternos, pero eso era sólo una parte del gran motivo del viaje, que Josefina no podía adivinar. Recordaba que ninguno hablaba mucho; su abuela y su madre llevaban anteojos oscuros y sólo abrían la boca para alertar sobre algún camión que pasaba demasiado cerca del auto, o para pedirle a su padre que disminuyera la velocidad, tensas y alertas a la espera de un accidente.
Tenían miedo. Siempre tenían miedo. En verano, cuando Josefina y Mariela querían bañarse en la Pelopincho, la abuela Rita llenaba la pileta con apenas diez centímetros de agua y vigilaba cada chapoteo sentada en una silla bajo la sombra del limonero del patio, para llegar a tiempo si sus nietas se ahogaban. Josefina recordaba que su madre lloraba y llamaba a médicos y ambulancias de madrugada si ella o su hermana tenían unas líneas de fiebre. O las hacía faltar a la escuela ante un inofensivo catarro. Nunca les daba permiso para dormir en casa de amigas, y apenas las dejaba jugar en la vereda; si lo hacía, podían verla vigilándolas por la ventana, semiescondida detrás de las cortinas. A veces Mariela lloraba de noche, diciendo que algo se movía debajo de su cama, y nunca podía dormir con la luz apagada. Josefina era la única que nunca tenía miedo, como su padre. Hasta aquel viaje a Corrientes.
Apenas recordaba cuántos días habían pasado en casa de los tíos, ni si habían ido a la Costanera o a caminar por la peatonal. Pero se acordaba perfectamente de la visita a la casa de doña Irene. Ese día el cielo estaba nublado, pero el calor era pesado, como siempre en Corrientes antes de una tormenta. Su padre no las había acompañado; la casa de doña Irene quedaba cerca de la de los tíos, y las cuatro habían ido caminando acompañadas de la tía Clarita. No la llamaban bruja, le decían La Señora; su casa tenía un patio delantero hermoso, un poco demasiado recargado de plantas, y casi en el centro había un aljibe pintado de blanco; cuando Josefina lo vio se soltó de la mano de su abuela y corrió ignorando los aullidos de pánico para verlo de cerca y asomarse al pozo. No pudieron detenerla antes de que viera el fondo y el agua estancada en lo profundo.
Su madre le dio un cachetazo que la habría hecho llorar si Josefina no hubiera estado acostumbrada a esos golpes nerviosos que terminaban en llantos y abrazos y “mi nenita, mi nenita, mirá si te pasa algo”. Algo como qué, había pensado Josefina. Si ella nunca había pensado en tirarse. Si nadie iba a empujarla. Si ella sólo quería ver si el agua reflejaba su cara, como siempre sucedía en los aljibes de los cuentos, su cara como una luna con cabello rubio en el agua negra.
Josefina la había pasado bien esa tarde en casa de La Señora. Su madre, su abuela y su hermana, sentadas sobre banquetas, habían dejado que Josefina curioseara las ofrendas y chucherías que se amontaban frente a un altar; la tía Clarita, respetuosa, esperaba mientras tanto en el patio, fumando. La Señora hablaba, o rezaba, pero Josefina no podía recordar nada extraño, ni cánticos, ni humaredas, ni siquiera que tocara a su familia. Solamente les susurraba lo suficientemente bajo como para que ella no pudiera escuchar nada, y qué le importaba: sobre el altar descubría escarpines de bebé, ramos de flores y ramas secas, fotografías en color y blanco negro, cruces decoradas con lazos rojos, estampitas de santos, muchos rosarios —de plástico, de madera, de metal plateado y la fea figura del santo al que su abuela le rezaba, San La Muerte, un esqueleto con su guadaña, repetida en diferentes tamaños y materiales, algunas veces tosco, otras tallado al detalle, con los huecos de los globos oculares negrísimos y la sonrisa amplia.
Al rato, Josefina se aburrió y La Señora le dijo: “Chiquita, por qué no te acostás en el sillón, andá”. Ella lo hizo y se durmió al instante, sentada. Cuando despertó, ya era de noche y la tía Clarita se había cansado de esperar. Tuvieron que volver caminando solas. Josefina se acordaba que, antes de salir, había tratado de volver a mirar dentro del aljibe, pero no se había animado. Estaba oscuro y la pintura blanca brillaba como los huesos de San La Muerte; era la primera vez que sentía miedo. Volvieron a Buenos Aires pocos días después. La primera noche en casa, Josefina no había podido dormir cuando Mariela apagó el velador.

***
Mariela dormía tranquilamente en la camita de enfrente, y ahora el velador estaba en la mesa de luz de Josefina, que recién tenía sueño cuando las agujas fosforescentes del reloj de Hello Kitty marcaban las tres o las cuatro de la madrugada. Mariela se abrazaba a un muñeco y Josefina veía que los ojos de plástico brillaban humanos en la semioscuridad. O escuchaba cantar un gallo en plena noche y recordaba —pero ¿quién se lo había dicho?— que ese canto, a esa hora, era señal de que alguien iba a morir. Y debía ser ella, así que se tomaba el pulso —había aprendido a hacerlo viendo a su madre, que siempre les controlaba la frecuencia de los latidos cuando tenían fiebre—. Si eran demasiado rápidos, tenía tanto miedo que ni siquiera se atrevía a llamar a sus padres para que la salvaran. Si eran lentos, se apoyaba la mano en el pecho para controlar que el corazón no se detuviera. A veces se dormía contando, atenta al minutero. Una noche había descubierto que la mancha de revoque en el techo, justo sobre su cama —el arreglo de una gotera— tenía forma de rostro con cuernos, la cara del diablo. Eso sí se lo había dicho a Mariela; pero su hermana, riéndose, dijo que las manchas eran como las nubes, que se podían ver distintas formas si uno las miraba demasiado. Y que ella no veía ningún diablo, le parecía un pájaro sobre dos patas. Otra noche había escuchado el relincho de un caballo o un burro… pero las manos le empezaron a transpirar cuando pensó que debía ser el Alma Mula, el espíritu de una muerta que transformado en mula no podía descansar y salía a trotar de noche. Eso se lo había contado a su padre; él le besó la cabeza, dijo que eran pavadas y a la tarde lo había escuchado gritarle a su madre: “¡Que tu vieja deje de contarle pelotudeces a la nena! ¡No quiero que le llene la cabeza, ignorante supersticiosa de mierda!”. La abuela negaba haberle contado nada, y no mentía. Josefina no tenía idea de dónde había sacado esas cosas, pero sentía que las sabía, como sabía que no podía acercar la mano a una hornalla encendida sin quemarse, o que en otoño tenía que ponerse un saquito sobre la remera porque de noche refrescaba.
Años después, sentada frente a uno de sus tantos psicólogos, había tratado de explicarse y racionalizar cada miedo: lo que Mariela había dicho del revoque podía ser cierto, a lo mejor le había escuchado contar esas historias a la abuela porque eran parte de la mitología correntina, a lo mejor un vecino del barrio tenía un gallinero, a lo mejor la mula era de los botelleros que vivían a la vuelta. Pero no se lo creía. Su madre solía ir a las sesiones y explicaba que ella y su madre eran “ansiosas” y “fóbicas”, que por cierto podían haberle contagiado esos miedos a Josefina; pero se estaban recuperando, y Mariela había dejado de sufrir terrores nocturnos, así que “lo de Jose” sería cuestión de tiempo.
Pero el tiempo fueron años, y Josefina odiaba a su padre porque un día se había ido dejándola sola con esas mujeres que ahora, después de años de encierro, planeaban vacaciones y salidas de fin de semana mientras ella se mareaba cuando llegaba a la puerta; odiaba haber tenido que dejar la escuela y que su madre la acompañara a rendir los exámenes cada fin de año; odiaba que los únicos chicos que visitaban su casa fueran amigos de Mariela; odiaba que hablaran de “lo de Jose” en voz baja, y sobre todo odiaba pasarse días en su habitación leyendo cuentos que de noche se transformaban en pesadillas. Había leído la historia de Anahí y la flor del seibo, y en sueños se le había aparecido una mujer envuelta en llamas; había leído sobre el urataú, y ahora antes de dormirse escuchaba al pájaro, que en realidad era una chica muerta, llorando cerca de su ventana. No podía ir a La Boca porque le parecía que debajo de la superficie del riachuelo negro había cuerpos sumergidos que seguro intentarían salir cuando ella estuviera cerca de la orilla. Nunca dormía con una pierna destapada porque esperaba la mano fría que la rozara. Cuando su madre tenía que salir, la dejaba con la abuela Rita; y si se retrasaba más de media hora, Josefina vomitaba porque la tardanza sólo podía significar que se había muerto en un accidente. Pasaba corriendo frente al retrato del abuelo muerto al que jamás había conocido porque podía sentir cómo la seguían sus ojos negros, y nunca se acercaba al cuarto donde estaba el viejo piano de su madre porque sabía que cuando nadie lo tocaba, se ocupaba de hacerlo el diablo.

***
Desde el sillón, con el pelo tan grasoso que parecía siempre húmedo, veía pasar el mundo que se estaba perdiendo. Ni siquiera había ido al cumpleaños de quince de su hermana, y sabía que Mariela se lo agradecía. Iba de un psiquiatra a otro desde hacía tiempo, y ciertas pastillas le habían permitido empezar la secundaria, pero sólo hasta tercer año, cuando había descubierto que en los pasillos del colegio se escuchaban otras voces bajo el murmullo de los chicos que planeaban fiestas y borracheras; cuando desde adentro del baño, mientras hacía pis, había visto pies descalzos caminando por los azulejos y una compañera le dijo que debía ser la monja suicida que años atrás se había colgado del mástil. Fue inútil que su madre y la directora y la psicopedagoga le dijeran que ninguna monja se había matado jamás en el patio; Josefina ya tenía pesadillas sobre el Sagrado Corazón de Jesús, sobre el pecho abierto de Cristo que en sueños sangraba y le empapaba la cara, sobre Lázaro, pálido y podrido levantándose de una tumba entre las rocas, sobre ángeles que querían violarla.
Así que se había quedado en casa, y de vuelta a rendir materias cada fin de año con certificado médico. Y mientras tanto Mariela volvía de madrugada en autos que frenaban en la puerta, y se escuchaban los gritos de los chicos al final de una noche de aventuras que Josefina ni siquiera podía imaginar. Envidiaba a Mariela incluso cuando su madre le gritaba porque la cuenta del teléfono era impagable; si sólo ella hubiera tenido alguien con quién hablar. Porque no le servía el grupo de terapia, todos esos chicos con problemas reales, con padres ausentes o infancias llenas de violencia que hablaban de drogas y sexo y anorexia y desamor. Y sin embargo seguía yendo, siempre en taxi, de ida y de vuelta —y el taxista tenía que ser siempre el mismo, y esperarla en la puerta, porque se mareaba y los latidos de su corazón no la dejaban respirar si se quedaba sola en la calle. No había subido a un colectivo desde aquel viaje a Corrientes y la única vez que había estado en el subterráneo gritó hasta quedarse afónica, y su madre tuvo que bajarse en la estación siguiente; ésa vez la había zamarreado y arrastrado por las escaleras, pero a Josefina no le importó porque tenía que salir de cualquier manera de ese encierro, ese ruido, esa oscuridad serpenteante.

***
Las pastillas nuevas, celestes, casi experimentales, relucientes como recién salidas del laboratorio, eran fáciles de tragar y en apenas un rato lograban que la vereda no pareciera un campo minado; hasta la hacían dormir sin sueños que pudiera recordar, y cuando apagó el velador una noche, no sintió que las sábanas se enfriaban como una tumba. Seguía teniendo miedo, pero podía ir al kiosko sola sin la seguridad de morir en el trayecto. Mariela parecía más entusiasmada que ella. Le propuso salir juntas a tomar un café, y Josefina se atrevió —en taxi ida y vuelta, eso sí—; esa tarde había podido hablar como nunca con su hermana, y se sorprendió planeando ir al cine (Mariela prometió salir en mitad de la película si hacía falta) y hasta confesando que a lo mejor tenía ganas de ir a la facultad, si en las aulas no había demasiada gente y las ventanas o puertas le quedaban cerca. Mariela la abrazó sin vergüenza, y al hacerlo tiró una de las tazas de café al piso, que se partió justo a la mitad. El mozo juntó los restos sonriente, y cómo no, si Mariela era hermosa con sus mechones de pelo rubio sobre la cara, los labios gruesos siempre húmedos y los ojos apenas delineados de negro para que el verde del iris hipnotizara a los que la miraban.
Salieron varias veces más a tomar café —lo del cine nunca pudo concretarse— y una de esas tardes, Mariela le trajo los programas de varias carreras que podían gustarle a Josefina —Antropología, Sociología, Letras—. Pero parecía inquieta, y ya no con el nerviosismo de las primeras salidas, cuando debía estar preparada para llamar de urgencia a un taxi —o a una ambulancia, en el peor de los casos— para llevar a Josefina de vuelta a casa o a la guardia de un hospital. Acomodó los mechones de largo pelo rubio detrás de las orejas y encendió un cigarrillo.
—Jose— le dijo. —Hay una cosa.
—¿Qué?
—¿Te acordás cuando viajamos a Corrientes? Vos tendrías seis años, yo ocho…
—Sí.
—Buen, ¿te acordás que fuimos a una bruja? Mamá y la abuela fueron porque ellas eran como vos, así, que tenían miedo todo el tiempo, y se fueron a curar.
Josefina ahora la escuchaba atentamente. El corazón le latía muy rápido, pero respiró hondo, se secó las manos en los pantalones y trató de concentrarse en lo que decía su hermana, como le había recomendado su psiquiatra (”Cuando viene el miedo”, le había dicho, “prestale atención a otra cosa. Cualquier cosa. Fijate qué está leyendo la persona que tenés al lado. Leé los carteles de las publicidades, o contá cuántos autos rojos pasan por la calle”.)
—Y yo me acuerdo que la bruja dijo que podían volver si les pasaba otra vez. A lo mejor podrías ir. Ahora que estás mejor. Yo sé que es una locura, parezco la abuela con sus boludeces de la provincia, pero a ellas se les pasó ¿o no?
—Mariel, yo no puedo viajar. Vos sabés que no puedo.
—¿Y si yo te acompaño? Me la banco, en serio. Lo planeamos bien.
—No me animo. No puedo.
—Buen. Si te animás, pensalo, qué se yo. Yo te ayudo en serio.

***
La mañana que intentó salir de la casa para ir a anotarse en la facultad, Josefina descubrió que el trayecto de la puerta al taxi le resultaba infranqueable. Antes de poner un pie en la vereda le temblaban las rodillas, y ya lloraba. Hacía varios días que notaba un estancamiento y hasta un retroceso en el efecto de las pastillas; había vuelto esa imposibilidad de llenar los pulmones, o mejor, a esa atención obsesiva que le prestaba a cada inspiración, como si tuviera que controlar la entrada de aire para que el mecanismo funcionara, como si se estuviera dándose respiración boca a boca para mantenerse viva. Otra vez se paralizaba ante el menor cambio de lugar de los objetos de su habitación, otra vez tenía que encender ya no sólo la luz del velador, sino el televisor y la lámpara de techo para dormir, porque no soportaba ni una sola sombra. Esperaba cada síntoma, los reconocía; pero por primera sentía algo por debajo de la resignación y la desesperación. Estaba enojada. También estaba agotada, pero no quería volver a la cama a tratar de controlar los temblores y la taquicardia, ni arrastrarse hasta el sillón en pijama para pensar en el resto de su vida, en un futuro de hospital psiquiátrico o enfermeras privadas —porque no podía recurrir al suicidio, ¡si tenía tanto miedo de morirse!
En cambio, empezó a pensar en Corrientes y La Señora. Y en cómo era la vida en su casa antes del viaje. Recordó a su abuela llorando en cuclillas al lado de la cama, rezando para que parara la tormenta, porque le tenía miedo a los rayos, a los truenos, a los relámpagos, incluso a la lluvia. Recordó que su madre miraba por la ventana con ojos desorbitados cada vez que se inundaba la calle, y cómo gritaba que se iban a ahogar todos si no bajaba el agua. Recordó que Mariela nunca quería ir a jugar con los hijos de los vecinos, ni siquiera cuando la venían a buscar, y se abrazaba a sus muñecos como si temiera que se los robaran. Se acordó de que su padre llevaba a su madre una vez por semana al psiquiatra, y que ella siempre volvía semidormida, directo a la cama. Y hasta se acordó de doña Carmen, que se encargaba de hacerle los mandados y cobrarle la jubilación a su abuela, que no quería —no podía, ahora Josefina lo sabía— salir de la casa. Doña María llevaba diez años muerta, dos más que su abuela, y después del viaje a Corrientes sólo visitaba para tomar el té, porque todos los encierros y terrores se habían terminado. Para ellas. Porque para Josefina, recién empezaban.
¿Qué había pasado en Corrientes? ¿La Señora se había olvidado de “curarla” a ella? Pero, si no tenía que curarla de nada, si Josefina no tenía miedo. Pero entonces, si poco después había empezado a padecer lo mismo que las otras, ¿por qué no la habían llevado con La Señora? ¿Por qué no la querían? ¿Y si Mariela se equivocaba? Josefina empezó a comprender que el enojo era el límite, que si no se aferraba al enojo y lo dejaba llevarla hasta un micro de larga distancia, hasta La Señora, nunca podría salir de ese encierro, y que valía la pena morir intentándolo.
Esperó a Mariela despierta una madrugada, y le hizo un café para despejarla.
—Mariel, vamos. Me animo.
—¿Adónde?
Josefino tuvo miedo de que su hermana retrocediera, retirara el ofrecimiento, pero se dio cuenta que no le entendía sólo porque estaba bastante borracha.
—A Corrientes, a ver a la bruja.
Mariela la miró completamente lúcida de golpe.
—¿Estás segura?
—Ya lo pensé, tomo muchas pastillas y duermo todo el camino. Si me pongo mal… me das más. No hacen nada. Como mucho, dormiré un montón.

***
Josefina subió casi dormida al micro; lo esperó al lado de su hermana en un banco, roncando con la cabeza apoyada sobre el bolso. Mariela se había asustado cuando la vio tomar cinco pastillas con un trago de Seven—Up, pero no le dijo nada. Y funcionó, porque Josefina despertó recién en la terminal de Corrientes, con la boca llena de sabor ácido y dolor de cabeza. Su hermana la abrazó durante todo el viaje en taxi hasta la casa de los tíos, y Josefina intentó no partirse los dientes de tanto rechinarlos. Se fue directo a la pieza de la tía Clarita, que las esperaba, y no aceptó comida ni bebida ni visitas de parientes; apenas podía abrir la boca para tragar las pastillas, le dolían las mandíbulas y no podía olvidar la ráfaga de odio y pánico en los ojos de su madre cuando le dijo que se iba a buscar a la bruja, ni cómo le había dicho: “Sabés bien que es al pedo” con tono triunfal. Mariela le había gritado “yegua hija de puta”, y no quiso escuchar ninguna explicación; encerrada en la habitación con Josefina, se quedó toda la noche despierta sin hablar, fumando, eligiendo remeras y pantalones frescos para el calor de Corrientes. Cuando salieron para la terminal Josefina ya estaba drogada, pero bastante consciente como para notar que su madre no había salido de su pieza para despedirlas.
La tía Clarita les dijo que La Señora seguía viviendo en el mismo lugar, pero estaba muy vieja y ya no atendía a la gente. Mariela insistió: sólo para verla habían venido a Corrientes, y no se iban a ir hasta que las recibiera. En los ojos de Clarita asomaba el mismo miedo que en el de su madre, se dio cuenta Josefina. Y también supo que no las iba a acompañar, así que apretó el brazo de Mariela para interrumpir sus gritos (”¡Pero qué mierda te pasa, por qué vos tampoco la querés ayudar, no ves cómo está!”) y le susurró: “Vamos solas”. En las tres cuadras hasta la casa de La Señora, que le parecieron kilómetros, Josefina pensó en ese “¡no ves como está!” y se enojó con su hermana. Ella también podría ser linda si no se le cayera el pelo, si no tuviera esas aureolas sobre la frente que dejaban ver el cuero cabelludo; podría tener esas piernas largas y fuertes si fuera capaz de caminar al menos una vuelta manzana; sabría cómo maquillarse si tuviera para qué y para quién; sus manos serían bellas si no se comiera las uñas hasta la cutícula; su piel sería dorada como la de Mariela si el sol la tocara más seguido. Y no tendría los ojos siempre enrojecidos y las ojeras si pudiera dormir o distraerse con algo más que la televisión o internet.
Mariela tuvo que aplaudir en el patio de La Señora para que abriera la puerta, porque la casa no tenía timbre. Josefina miró el jardín, ahora muy descuidado, las rosas muertas de calor, las azucenas exangües, las plantas de ruda por todas partes, crecidas hasta alturas insólitas. La Señora apareció en el umbral cuando Josefina localizó el aljibe semiescondido entre pastos, la pintura blanca tan descascarada que era posible ver los ladrillos rojos debajo.
La Señora las reconoció enseguida, y las hizo pasar. Como si las esperara. El altar seguía en pie, pero tenía el triple de ofrendas, y un San La Muerte enorme, del tamaño de un crucifijo de capilla; dentro de los ojos huecos brillaban lucecitas intermitentes, seguramente de una guirnalda eléctrica navideña. Quiso sentar a Josefina en el mismo sillón donde se había dormido casi veinte años atrás, pero tuvo que correr a buscar un balde, porque habían empezado las arcadas; Josefina vomitó fluidos intestinales y sintió que el corazón le obturaba la garganta, pero La Señora le puso una mano en la frente.
—Respirá hondo, criatura, respirale.
Josefina le hizo caso, y por primera vez en muchos años volvió a sentir el alivio de los pulmones llenos de aire, libres, ya no atrapados detrás de las costillas. Tuvo ganas de llorar, de agradecerle; tuvo la seguridad de que La Señora la estaba curando. Pero cuando levantó la cabeza para mirarla a los ojos, tratando de sonreír con los dientes apretados, vio pena y arrepentimiento en La Señora.
—Nena, no hay nada que hacerle. Cuando te trajeron acá, ya estaba listo. Le tuve que tirar al aljibe. Yo sabía que los santitos no me lo iban a perdonar, que Añá te iba a traer de vuelta.
Josefina negó con la cabeza. Se sentía bien. ¿Qué quería decirle? ¿Estaría de verdad vieja y ya loca, como había dicho la tía Clarita? Pero La Señora se levantó suspirando, se acercó al altar y trajo de vuelta una foto vieja. La reconoció: su madre y su abuela, sentadas en un sillón, y entre ellas Mariela a la derecha y un hueco a la izquierda, donde debía estar Josefina.
—Me dieron una pena, una pena. Las tres con malos pensamientos, con carne de gallina, con un daño de muchos años. Yo me sobresaltaba de mirarlas nomás, eructaba, no les podía sacar de adentro los males.
—¿Qué males?
—Males viejos, nena, males que no se pueden decir —La Señora se santiguó. —Ni el Cristo de las Dos Luces podía con eso, no. Era viejo. Muy atacadas estaban. Pero vos nena no estabas. No estabas atacada. No sé por qué.
—¿Atacada de qué?
—¡Males! No se pueden decir —La Señora se llevó un dedo a los labios, pidiendo silencio, y cerró los ojos. —Yo no podía sacarles lo podrido y meterlo adentro mío porque no tengo esa fuerza, y no la tiene nadie. No podía fluidar, no podía limpiar. Podía nomás pasarlos, y los pasé. Te los pasé a vos, nena, cuando dormías acá. El Santito decía que no te iba a atacar tanto, porque estabas pura vos. Pero el Santito me mintió, o yo no le entendí. Ellas te los querían pasar, que te iban a cuidar decían. Pero no te cuidaron. Y yo le tuve que tirar. A la foto, la tiré al aljibe. Pero no se puede sacar. No te los puedo sacar nunca porque los males están en la foto tuya en el agua, y ya se habrá pudrido la foto. Ahí quedaron en la foto tuya, pegados a vos.
La Señora se tapó la cara con las manos. Josefina creyó ver que Mariela lloraba, pero no le prestó atención porque trataba de entender.
—Se quisieron salvar ellas, nena. Ésta también —Y señaló a Mariela —Era chica pero era bicha, ya.
Josefina se levantó con el resto de aire que le quedaba en los pulmones, con la nueva fuerza que le endurecía las piernas. No iba a durar mucho, estaba segura, pero por favor que fuera suficiente, suficiente para correr hasta el aljibe y arrojarse al agua de lluvia y ojalá que no tuviera fondo, ahogarse ahí con la foto y la traición. La Señora y Mariela no la siguieron, y Josefina corrió todo lo que pudo pero cuando alcanzó los bordes del aljibe las manos húmedas resbalaron, las rodillas se agarrotaron y no pudo, no pudo trepar, y apenas alcanzó a ver el reflejo de su cara en el agua antes de caer sentada entre los pastos crecidos, llorando, ahogada, porque tenía mucho mucho miedo de saltar.

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Mariana Enríquez