Sophia de Mello Breyner Andresen, El viaje

El viaje
La carretera avanzaba entre campos y a veces se veían lomas. Era a comienzos de septiembre y la mañana se extendía a través de la tierra, vasta de luz y plenitud. Todas las cosas parecían encendidas.
Y dentro del coche que los llevaba, la mujer dijo al hombre:
-Esto está en mitad de la vida.
A través de los cristales, las cosas huían hacia atrás. Las casas, los puentes, las montañas, las aldeas, los árboles y los ríos huían devorados sucesivamente. Era como si fuese la propia carretera quien los engullese.
Apareció un cruce. Tomaron a la derecha y siguieron adelante.
-Debemos estar al llegar -dijo el hombre.
Y continuaron.
Árboles, campos, casas, puentes, montañas, ríos huían hacia atrás, se deslizaban hacia adelante.
La mujer miró con inquietud a su alrededor y dijo:
-Nos hemos debido de equivocar. Hemos tomado por la carretera que no es.
-Ha tenido que ser en el cruce -dijo el hombre, deteniendo el coche-. Tomamos hacia el oeste y debíamos haber tomado hacia el este. Hay que volver al cruce.
La mujer reclinó la cabeza y vio que el sol ya había subido en el cielo y cómo las cosas perdían despacio su sombra. También vio que el rocío ya se había secado en las hierbas de la cuneta.
-Vamos -dijo ella.
El hombre giró el volante, el coche dio media vuelta en la carretera y volvieron hacia atrás.
La mujer, cansada, cerró un poco los ojos, apoyó la cabeza en el respaldo y se puso a imaginar el lugar hacia donde iban. Era un lugar donde nunca antes habían estado. Tampoco conocían a nadie que hubiera estado allí. Sólo lo conocían por el mapa y por el nombre. Decían que era un lugar maravilloso.
Pensó que la casa sería silenciosa, apacible y blanca, rodeada de rosales; pensó que el jardín debía ser grande y verde, recorrido por murmullos.
Alguien le había dicho que por el jardín corría un río claro, brillante y transparente. En el fondo del río se veía la arena y piedrecitas limpias y pulidas. En las orillas crecía césped, mezclado con trébol. Y árboles de copa redonda, cargados de frutos crecían por todo ese prado.
-En cuanto lleguemos -dijo ella-, nos bañamos en el río.
-Nos bañamos en el río y luego nos tendemos en el césped -dijo el hombre, con los ojos fijos en la carretera.
Y ella imaginó con sed el agua clara y fría rodeando sus hombros e imaginó el césped donde los dos se tumbaran, uno junto al otro, a la sombra del follaje y de los frutos. Allí pararían. Allí habría tiempo de posar los ojos en las cosas. Tiempo para tocar las cosas. Podrían allí respirar despacio el aire de los rosales. Todo allí sería tranquilidad y presencia. Habría silencio para escuchar el murmullo diáfano del río. Silencio para decir las graves y puras palabras pesadas de paz y de alegría. Nada allí les iba a faltar: el deseo sería estar ya allí.
A través de los cristales campos, casas, puentes, montañas y ríos huían hacia atrás.
-Tenemos que estar a punto de llegar al cruce -dijo el hombre.
Y continuaron.
Ríos, campos, pinares y montañas. Y pasó media hora.
-Ya teníamos que haber llegado al cruce -dijo el hombre.
-Seguramente nos hemos equivocado de camino -dijo la mujer.
-No, nos hemos podido equivocar -dijo el hombre-. No había más camino que éste.
Y continuaron.
-El cruce tenía que haber aparecido ya -dijo el hombre.
-Y, bueno, ¿qué es lo que vamos a hacer?
-¿Y qué vamos a hacer ahora?
-Seguir hacia adelante.
-Pero nos perderemos.
-No veo otro camino -dijo el hombre.
-Y continuaron.
Encontraron ríos, montañas; atravesaron ríos, campos, montes; dejaron atrás ríos, campos, montes. Huían los paisajes, empujados hacia atrás.
-Cada vez estamos más perdidos -dijo la mujer.
-Pero ¿donde hay otro camino? -preguntó el hombre.
Y detuvo el automóvil.
A la izquierda había un gran páramo vacío; a la derecha una colina arbolada.
-Vamos a subir a lo alto de la colina -dijo el hombre-. Desde allí se deben avistar todos los caminos de alrededor.
Subieron a lo alto de la colina y no vieron carreteras, pero avistaron a un labrador cavando en una huerta.
Caminaron en su dirección y le preguntaron si sabía el camino hacia el cruce.
-Sí -dijo el labrador-, es para allá.
-¿Podría indicarnos?
-Claro que podría pero antes debo acabar esta acequia para que pase el agua. Tardo ya muy poco.
-Lo esperamos -dijo el hombre.
-Tengo sed -dijo la mujer.
-Ahí, atrás de esos riscos -dijo el labrador apuntando al otro lado de los riscos -hay una fuente. Id a beber mientras voy acabando la acequia.
Caminaron en la dirección que el labrador les indicara y detrás de los riscos encontraron la fuente.
La fuente caía desde lo alto y se introducía en la tierra, derecha, limpia y brillante como una espada.
Allí bebieron y quedaron con la cara, el pelo salpicados de gotas, rieron de alegría con la frescura del agua, olvidados del cansancio, del camino perdido, del viaje. La mujer se sentó en una piedra cubierta de musgo, el hombre se sentó a su lado y los dos permanecieron un rato con las manos enlazadas, inmóviles, callados.
Más tarde un pájaro se posó muy cerca de la fuente y el hombre dijo.
-Hay que irse.
Se alzaron y tomaron hacia la huerta pero el labrador no estaba. Vieron cómo el agua corría por las acequias; vieron el perejil y la hierbabuena creciendo a cada lado, pero ni rastro del labrador.
-No nos ha querido esperar -dijo el hombre.
-¿Por qué nos mentiría?
-Igual no nos mintió. A lo mejor no pudo esperarnos o tal vez se olvidara de nosotros.
-¿Y ahora qué hacemos?
-Volveremos al coche y seguiremos la dirección que el labrador nos apuntó.
Subieron y bajaron la colina en dirección al automóvil, pero cuando llegaron a la carretera el automóvil había desaparecido.
-Debemos habernos equivocado y venir por otra dirección.
-O que alguien nos haya robado el coche.
-¿Dónde se habrá metido el labrador?
-A lo mejor a ido a la fuente a buscarnos.
-Hay que encontrar a alguien -dijo la mujer.
-Volvamos a la fuente, seguramente el labrador haya ido allí.
Y otra vez se pusieron en camino.
Subieron y descendieron la colina y atravesaron el huerto.
Olía a yerbabuena y a tierra recién regada. Pero al otro lado de los riscos no encontraron la fuente.
-No debe ser aquí -dijo el hombre.
-Era aquí -dijo la mujer-. Era aquí. Tengo miedo. Volvamos rápido a la carretera.
Y fueron a la carretera a buscar el automóvil.
-¿Qué vamos a hacer? -preguntó la mujer.
-Alguien pasará -respondió el hombre.
Continuaron por la carretera. El sol seguía ascendiendo sobre el cielo.
-Estoy cansada -dijo la mujer.
-En cuanto lleguemos a donde vamos descansarás, tendida sobre el césped, a la sombra de los árboles y los frutos.
-Para eso hay que encontrar ya el camino -dijo la mujer.
A lo lejos entre pinos avistaron una casa.
-Vamos allá -dijo el hombre-. Tal vez allí haya alguien que nos sepa indicar el camino.
Hacía una leve brisa y los pinos se mecían.
Llamaron a la puerta pero nadie respondió. Aguzaron los oídos y les pareció escuchar voces. Llamaron de nuevo. Nadie les respondió. Esperaron. Llamaron nuevamente, con fuerza, espaciadamente, nítidamente, despacio. Los golpes resonaron pero nadie les respondió.
Entonces el hombre empujó con el hombro derecho hasta forzar la puerta, pero la casa estaba vacía.
Era una casita de labradores. Una casa desnuda, donde sólo se inscribían los gestos de la vida. Había una cocina y dos cuartos. En un saliente de la pared encalada estaba una imagen; frente a la imagen ardía un candil de aceite; a su lado alguien había puesto un ramito de flores benditas de pascua.
Nadie había en la cocina. Nadie en los cuartos. Nadie en las traseras donde estaban secándose unas ropas, colgadas en el tendal, gesticulando en la brisa.
En el horno la ceniza estaba aún caliente y sobre una mesa había pan y vino.
-Tengo hambre -dijo la mujer.
Se sentaron y comieron.
¿Qué hacemos ahora? -preguntó la mujer.
Volveremos a la carretera y seguiremos viaje -dijo el hombre.
Salieron y atravesaron el pinar pero la carretera había desaparecido.
-Tengo miedo -dijo la mujer-. Cada vez tengo más miedo. Todo desaparece.
-Estamos juntos -dijo el hombre.
-¿Pero qué vamos a hacer sin carretera?
-Vamos a volver a la casa -dijo el hombre- y allí esperaremos hasta que lleguen los dueños y nos indiquen por dónde va el camino y nos ayuden.
Y de nuevo atravesaron el pinar, pero en el lugar donde había estado la casa sólo había un pequeño claro y piedras extendidas por el suelo.
Ambos se quedaron mudos. La mujer se dejó caer en el suelo y tendida entre las piedras lloró con la cara pegada a la tierra.
-Venga, vámonos -dijo el hombre.
-¿Hacia dónde? -preguntó ella.
-Hay que encontrar algún camino.
-Para qué si luego perdemos todo lo que encontramos.
El hombre se arrodilló junto a la mujer y le limpió la cara de lágrimas y de tierra.
La levantó más tarde y siguieron hacia adelante.
Atravesaron el pinar y dieron con un campo.
Pero no se veía camino alguno.
En mitad del campo había un manzano cargado de manzanas rojas, brillantes y redondas.
-¿Qué bonitas! -dijo la mujer.
Tomó una para ella y otra para el hombre. Se sentaron ambos sobre la hierba bajo la sombra tranquila del árbol y la carne firme, fresca y limpia de la manzana estalló entre sus dientes.
Era ya el comienzo de la tarde y en el brillante día, apoyados en el oscuro y rugoso tronco, descansaron en silencio, oyendo sólo el levísimo rumor de la tierra bajo el sol.
Tras eso el hombre dijo:
-Vámonos.
Se levantaron y se fueron.
Y en el extremo de aquel campo, junto al vallado que lo separaban del otro campo, la mujer exclamó:
-Teníamos que haber cogido algunas manzanas más para llevárnoslas. No sabemos dónde estamos, ni cuánto tendremos que andar para volver a encontrarnos algo de comer.
-Tienes razón -dijo el hombre.
Y volviendo hacia atrás, caminaron hacia el manzano que en mitad del campo se dibujaba redondo.
Sin embargo al llegar al pie del árbol vieron que de las ramas, entre las hojas, habían desaparecido todas las manzanas.
-Alguien ha debido pasar por aquí y sin vernos ha cogido todas las manzanas -dijo el hombre.
-Ah -exclamó la mujer-, ¿pero tan rápido? ¡Tan deprisa desaparece todo! Encontramos cosas, están allí, pero cuando volvemos, desaparecen. Y ni siquiera sabemos quién se las lleva o cómo se deshacen.
Con la cabeza gacha y en silencio retomaron la caminata.
Atravesaron sucesivos campos pero no hallaron a nadie que los guiara y les respondiera. Junto a un vallado vieron en el suelo un recipiente de corcho y un búcaro de barro.
La mujer destapó el recipiente y escuadriñó dentro del búcaro.
-Vacíos -dijo ella.
-¿Dónde estará el dueño?
Miraron alrededor y no avistaron a nadie. Llamaron pero nadie les respondía.
-Igual están al otro lado de la valla -dijo la mujer.
Atravesaron el vallado pero al otro lado no vieron a ningún hombre. Lo que vieron fue un arroyuelo que corría casi escondido entre tréboles y vinagreras. Arrodillados se lavaron las manos y la cara. En la concavidad de sus manos la mujer bebió y dio de beber al hombre.
-Si hubiéramos traído el búcaro -dijo ella- podríamos llevar un poquito de agua para el camino.
-Y en el recipiente podríamos llevar algo de fruta. Volvamos a buscarlos.
Atravesaron de nuevo la valla.
Pero el búcaro apareció roto y el recipiente de corcho completamente roído.
-¿Quién lo habrá roto?
-Tal vez la brisa o algún animal al pasar.
-¿Quién lo habrá carcomido?
-Las ratas, las serpientes, los topos, los perros salvajes.
-Así ya no nos sirven.
-Vámonos cuanto antes de aquí -dijo la mujer.
Era ya la mitad de la tarde cuando vieron un gran bosque, en cuya orilla partía un carril.
-Vamos hacia el carril. Yendo por aquí hemos de encontrarnos con gente. Los carriles se hacen para que pasen gente. Los carriles se hacen para llegar a otros lugares donde hay gente.
Y entraron en el bosque.
Robles, castaños, tilos y álamos, cedros y pinos entrecruzaban sus ramas. Grandes rayos de sol oblicuos pasaban por entre los troncos. El aire era verde y dorado.
-¡Qué bosque más bonito! -exclamó la mujer.
-Muy bonito, sí - exclamó el hombre.
Aquí y allá crujía una rama seca. A veces una piña caía desde lo alto. Se oía el murmullo de la brisa en las hojas altas. Se oía el canto de los pájaros escondidos. Se oía el silencio del musgo y de la tierra.
Y mecidos por la belleza, en la fragancia y en la música del bosque, el hombre y la mujer siguieron adelante por el carril con las manos entrelazadas.
Hasta que a lo lejos oyeron el ruido de un hacha. Siguieron caminando y acercándose al lugar de donde provenía el sonido.
-¡Viene de allí! -dijo la mujer.
Y saliendo del camino tomaron hacia la derecha.
Encontraron a un leñador cortando leña.
-Estamos perdidos -dijo el hombre-, andamos buscando un camino que nos lleve a la carretera.
-Id siempre siguiendo el camino -dijo el leñador- y encontraréis la carretera.
-Gracias -dijo el hombre.
Y los dos regresaron por donde habían venido.
-Pero no encontraron el carril.
-¿Cómo puede ser que lo hayamos perdido? -dijo la mujer.
-Vamos a pedirle al leñador que nos guíe -dijo el hombre.
Regresaron al lugar donde habían hablado con el leñador, pero allí sólo encontraron leña cortada. El leñador había desaparecido.
-Se ha ido enseguida -dijo la mujer.
-No debe andar lejos. Llamémosle.
Lo llamaron repetidas veces. Pero ninguna voz, ningún ruido humano les respondió. Sólo oyeron cantos de pájaros, sonido de ramas secas al crujir, murmullos de brisa en las hojas.
-Escuchemos en silencio -dijo el hombre-. No puede haberse ido muy lejos, incluso puede que aún se oigan sus pasos.
Y escucharon en silencio.
Pero sólo oyeron la bulla del bosque.
-Conozco una mejor manera de escuchar -dijo la mujer.
Y se puso de rodillas y pegó primero uno y luego el otro oído a la tierra.
Pero sólo pudo escuchar el sonido palpitante de la tierra.
-Sólo escucho la tierra.
-Sigamos adelante -respondió el hombre.
Y continuaron.
Encontraron el bardal cargado de moras.
-¡Qué buenas! -dijo la mujer.
El hombre tomó un buen puñado de moras y las extendió en la mano de la mujer. Ella las probó y volvió a decir.
-¡Qué ricas!
Riendo, los dos comenzaron a coger moras y habiendo reunido una cantidad grande de ellas, se sentaron en el suelo para comérselas. La luz oblicua de la tarde pasaba entre los oscuros troncos y encendía el verdor de las hojas. Cuando acabaron de comer, dijo el hombre:
-Hay que irse. Tenemos que encontrar la carretera y el lugar donde vamos.
-¿Pero cómo podremos buscar esa tierra si ni siquiera sabemos dónde estamos?
-Hay que buscarla, sí -respondió el hombre.
Se levantaron para ponerse en marcha.
-Un momento -dijo la mujer-. Quiero llevarme moras.
Y desatando el nudo del pañuelo que traía al cuello, lo abrió y lo extendió sobre la tierra. Ambos comenzaron a coger moras hasta que reunieron un gran montón dentro del pañuelo. Después ataron de dos en dos las cuatro puntas.
-Venga -dijo el hombre pasando el dedo entre ambos nudos.
Y retomaron su camino.
Iban cogidos de la mano a través del aire dorado y verde.
-¡Qué bonito es este bosque! -dijo la mujer.
-Lo es -respondió el hombre- pero la carretera no aparece.
La mujer echó la cabeza hacia atrás y respiró profundamente el olor de los árboles y de la tierra. Extendió la mano en el aire y en la punta de sus dedos se posó una mariposa.
-Ay -dijo ella- incluso perdida, puedo ver lo perfumado y lo bello que es todo. Incluso sin saber si he de llegar, me apetece reír y cantar en honor de la belleza de las cosas. Incluso en este camino que no sé a dónde nos lleva, los árboles son verdes y frescos como si los alimentara una certeza profunda. Incluso aquí la voz se posa con levedad en nuestros rostros como si nos reconociera. Tengo un miedo de aúpa y sin embargo estoy alegre.
-El aire y la luz -dijo el hombre- son buenos y bellos. Si no anduviésemos perdidos, esta caminata sería un fantástico viaje, pero ni el aire ni la luz saben mostrarnos por dónde queda la carretera.
Oyeron un pequeño murmullo cristalino y al dar unos cuantos pasos más, encontraron un río.
Era un pequeño, estrecho y claro río en cuyas orillas crecían flores salvajes rosadas y blancas.
El hombre y la mujer se echaron de bruces sobre el suelo, acercaron sus caras al agua y comenzaron a beber.
-¡Qué agua más limpia! -exclamó la mujer-. ¿Por qué no nos bañamos?
Se desnudaron y entraron en el río.
Ahora riendo, ahora en silencio, nadaron mucho rato. Buceaban con los ojos abiertos, tocando las piedritas pulidas del fondo, atravesando un mundo suspendido, transparente y verde. Truchas azules se deslizaban junto a sus gestos.
Luego se tendieron bajo la sombra dorada del bosque y sobre el césped de las orillas. El perfil de la mujer se recortaba entre las flores.
-Esto es casi como la tierra donde íbamos -dijo ella.
-Lo es -respondió él- pero esto es sólo un lugar de paso.
Ambos se alzaron y vistieron.
-¿Vamos? -preguntó él.
-Espera un momento -respondió la mujer-. Primero querría coger unas flores para llevar.
Arrodillándose en el suelo comenzó a hacer un ramo. El hombre se fijó en que ella tomaba las flores arrancándolas con toda su raíz y preguntó.
-¿Por qué las coges con la raíz?
-Porque quiero trasplantarlas en la tierra donde vamos. No sé si habrá allí flores como éstas -respondió la mujer.
Y continuaron.
El día ya comenzaba a caer.
-Tengo hambre -dijo la mujer.
-Tenemos las moras -dijo el hombre.
Puso el pañuelo en el suelo y desató los nudos.
Pero el pañuelo estaba vacío.
Durante unos instantes permanecieron callados. Después el hombre dijo:
-Las puntas del pañuelo estarían seguramente mal atadas y las moras se han ido cayendo a medida que íbamos andando. Una por una. No me he dado cuenta de que cayeran.
-Tengo hambre -volvió a decir la mujer.
-Sigamos adelante -dijo el hombre.
Vieron a lo lejos entre los árboles una roja claridad.
-Se esta poniendo el sol -exclamó la mujer-. Se está poniendo el sol.
-Vamos, date prisa -dijo el hombre-. Se nos echa encima la noche y no encontramos el camino.
Y se fueron casi corriendo.
Entre las sombras del crepúsculo oyeron voces de pronto.
-¡Gente! -exclamó el hombre- ¡Estamos salvados!
-¿Salvados? -preguntó la mujer.
Y de nuevo se oyeron voces.
-Van por ese lado -dijo la mujer, indicando la izquierda.
-No, van por el otro lado -dijo el hombre apuntando a la derecha.
Pero según iban corriendo, las voces se iban volviendo más distantes.
-¡Van más de prisa que nosotros! -se quejó la mujer.
-Pero -respondió el hombre- si conseguimos seguir al menos su dirección, estaremos a salvo.
Así fueron, escuchando y corriendo, mientras las sombras del crepúsculo crecían. Hasta que las voces dejaron de oírse y la noche fue cayendo espesa y cerrada.
La luna aún no había aparecido. Por todos lados eran rodeados de sombras, ruidos, murmullos que ellos confundían con bultos, pasos, voces, pero que sólo eran oscuridad, troncos de árboles, ramas tronchadas y secas que crujían, susurros del bosque.
-¿Nos hemos perdido? -preguntó la mujer.
-No lo sabemos -dijo el hombre.
Siguieron despacio, cogidos de la mano, en silencio, uno junto al otro.
Hasta que al fin vieron que acababa el bosque.
Llenos de esperanza, avanzaron hacia el espacio descubierto, pero al salir del bosque, se toparon con un abismo.
Asomados a él, otearon. Sin embargo a la luz de las estrellas nada veían delante salvo un pozo de oscuridad, mientras un frío marmóreo les tocaba la cara.
-Es un precipicio -dijo el hombre-. La tierra está separada frente a nosotros. No podemos dar ni un paso más.
-Mira -respondió la mujer.
Y apuntó a un estrecho camino que corría junto al abismo. A la izquierda tenía un muro de piedra y a la derecha el vacío.
-Vamos -dijo el hombre.
-Siento miedo -dijo la mujer.
-Estamos juntos -respondió el hombre-, no tengas miedo.
Y siguieron por la trocha.
El hombre iba por delante y la mujer lo seguía agarrańdose con la mano izquierda a los riscos y con la derecha a los hombros de él.
Caminaban en silencio bajo el brillo oscuro de las estrellas, midiendo cada gesto y cada paso.
Pero de repente el cuerpo del hombre osciló y rodaron piedrecitas. Él le gritó a la mujer.
-¡Agárrame!
Pero ya el hombre se escurría de las manos de ella. Y la mujer gritó:
-Agárrate a la tierra.
Pero ya ninguna voz le respondió, pues en el gran, nítido y sonoro silencio sólo se escuchaba el rodar de las piedras.
Ella estaba sola, vestida de terror, agarrada al suelo frente al vacío.
-¡Responde!
Ella estaba tendida en tierra, con las manos enterradas en la tierra y comenzó a gritar como quien se pierde en mitad de un sueño. Después dejó de gritar y murmuró.
-Tengo que buscarlo.
Siguió el rastro por el camino, tanteando el suelo con los dedos en busca de un pasaje por donde pudiera bajar y buscar al hombre. Pero no había ningún pasaje.
Entonces trató de descender por la propia vertiente del abismo. Sujetándose a los arbustos y raíces se dejó escurrir a lo largo del precipicio. Pero sus pies no encontraban el menor apoyo donde pudieran afirmarse. El talud descendía a plomo, pues era una pared lisa de piedra desnuda.
-Tengo que regresar al camino -pensó la mujer- y buscar un pasaje más adelante.
Pero la trocha había desaparecido. Lo que ahora había no era sino un estrecho reborde donde ella no cabía, donde ni los pies cabían. Un reborde sin salida. Allí se quedó, de lado, con un pie frente al otro, con el lado derecho de su cuerpo en la piedra de arriba y el lado izquierdo ya bañado por la respiración fría y basta del abismo. Sintió que los arbustos y las raíces a las que se agarraba cedían con lentitud en su caída bajo el peso de su cuerpo. Comprendía que ahora sería ella la que estaba a punto de caer en el abismo. Supo que cuando las raíces cediesen, no se podría agarrar a nada, ni siquiera a sí misma. Era ella la que de un instante a otro se iría a perder.
Supo que sólo le restaban algunos momentos.
Entonces giró la cara hacia el otro lado del abismo. Trató de ver a través de la oscuridad. Pero sólo se veía oscuridad.
Ella sin embargo pensó:
-Del otro lado del abismo tiene que haber alguien.
Y comenzó a llamar.

Sophia de Mello Breyner Andresen, El viaje (De Histórias da Terra e do Mar). Traducido por Manuel Moya.

Sophia de Mello Breyner Andresen


Sophia de Mello Breyner Andresen, El silencio

El silencio
Fue complicado. Primero dejó los restos de comida en el cubo de basura. Después pasó los platos y cubiertos por agua corriente, bajo el grifo. Después los sumergió en un recipiente con agua caliente y jabón y con un estropajo lo limpió todo hasta dejarlo reluciente. Después volvió a calentar agua y la echó en el fregadero con dos medidas de sonasol y de nuevo lavó platos, cubiertos, tenedores y cuchillos. En seguida pasó los platos y los cubiertos por agua limpia y los puso a secar sobre el escurridor de piedra.
Sus manos habían quedado ásperas, esta­ba cansada de estar tanto rato de pié y le dolían un poco las espaldas, pero sentía dentro de sí misma una gran­ limpieza, como si en vez de lavar la vajilla, lo que hubiera lavado fuera su alma. La luz sin abat-jour de la cocina hacía brillar los azulejos blancos. Allá afuera, en la dulce noche estiva, un ciprés se mecía blanda­mente.
El pan estaba en su cesto, la ropa en su cajón, los vasos en el armario. El vaivén, la agitación del tumulto del día descansaban. 
Lo que había era una gran serenidad. Todo estaba en su sitio y el día acabado.
Y Joana atravesó despacio su casa.
Iba abriendo y cerrando puertas, abriendo y cerrando luces. Los cuartos desaparecían en la oscuridad y surgían de lo oscuro en la claridad.
Un dulce silencio flotaba como una sed extendida.
El silencio dibujaba las paredes, cubría las mesas, enmarcaba los retratos. El silencio esculpía los volúmenes, recortaba las líneas, daba profundidad a los espacios. Todo era plástico y vibrante, denso de la propia realidad. El silencio como un hondo estremecimiento recorría la casa.
Las cosas conocidas —el tabique, la puerta, el espejo— mostraban una por una su belleza y su serenidad. Y en las ventanas abiertas la noche de junio mostraba su rostro radiante y suspenso.
Joana dio lentamente una vuelta por la casa. To­có los cristales, la cal, la madera. Hacía mucho que cada objeto había encontrado su lugar en la casa. Y era como si ese lugar, como si la relación entre la mesa, el espejo o la puerta, fuesen la expresión de un orden que traspasaba la casa.
Los objetos parecían atentos. Y la mujer que lavó la vajilla buscaba el centro de esa atención. Siempre lo buscaba, ¿pero quién podría captarlo?
El silencio ahora se hacía mayor. Era como una flor que se hubiera abierto completamente y y alisase todos sus pétalos.
Y alrededor de todo este silencio los astros de la noche exterior giraban lentamente y su movimien­to imperceptible tomaba para sí el orden y el silencio de la casa.
Con las manos sobre la pared blanca Joa­na respiró dulcemente. Aquél era su reino, aquella su paz en la contemplación nocturna. Desde el orden y el silencio del universo se alzaba una infinita libertad: ella respiraba esa libertad que era la ley de su vida, el alimento de su ser.
La paz que la rodeaba era abierta y transparente. La forma de las cosas era un signo, una escritura. Una escritura que ella no entendía pero que reconocía.
Atravesó la sala y se inclinó sobre la ventana abierta frente al puro instante azul de la noche.
Brillaban las estrellas, íntimas y distantes. Y le pareció que entre ella, la casa y las estrellas se hubiera establecido desde siempre una alianza. Era como si el peso de su conciencia fuera necesario al equilibrio de las constelaciones, como si una intensa unidad atravesara todo el universo.
Y ella habitaba esa unidad, estaba presen­te y viva en la relación de las cosas y la propia reali­dad atenta la abrigaba en su inmensa y aguda presencia.
En el aire, en la cal, en el cristal, tocaba su felici­dad y esa felicidad era unidad en su centro.
Se asomó a la ventana y apoyó sus codos en la piedra fresca del alféizar.
Una leve brisa agitó las ramas de los cedros. En el río, ronca, pitó una sirena. Desde la torre se escucharon dos campanadas. Entonces fue cuando oyó el grito.
Un largo grito agudo, desmedido. Un grito que atravesaba las paredes, las puertas, el salón, las ramas del cedro.
Joana se giró en la ventana. Hubo una pau­sa. Un pequeño e inmóvil momento de suspenso, de dudas. De inmediato nuevos gritos se alzaron, atravesando la noche. Estaban gritando en la calle, del otro lado de la casa. Era una voz de mujer. Una voz desnuda, desgarrada, solitaria. Una voz que de grito en grito se iba deformando, desfi­gurando hasta quedar en un aullido. Un aullido ronco y ciego. Después la voz se iba adelgazando, bajaba, tomaba un ritmo de sollozo, un tono de la­mento. Pero de inmediato volvía a crecer, con furia, con rabia, con desesperación, con violencia.
En la paz de la noche, de arriba a abajo, los gritos abrieron una grieta, una herida, y así como el agua comienza por anegar el interior seco al abrirse una rendija en el casco de un barco, del mismo modo ahora, por la rendija que abrieran los gritos, el terror, el desorden, la división y el pánico, penetraban en el interior de la casa, del mundo, de la noche.
Joana se alejó de la ventana que daba al jardín, atravesó el salón, el pasillo y el cuarto, y al otro lado de la casa, se asomó a la ventana que daba a la calle.
La mujer se veía mal, apoyada en la pared, a media luz, del otro lado de la acera. Sus gritos desnudos, próximos, desmedidos atestaban la penumbra. En su voz la tierra y la vida habían desnudado sus velos y su pudor y mostraban su abismo, revelaban su desorden, su tiniebla. De una a otra punta de la calle los gritos corrían golpeando las puertas cerradas.
Se trataba de una calle estrecha, comprimida entre edifi­cios descoloridos, pesados y tristes. Era allí la noche plomiza, el aire turbio, quieto y pegajoso.
Perros callejeros olisqueaban por las aceras y rebuscaban en los contenedores de basura en busca de restos, cáscaras, pescuezos de una gallina degollada.
El enorme edificio de la cárcel cubría todo el lado izquierdo de la calle con altas paredes cor­tadas por ventanucos enrejados. Sobre esa pared se recostaba la mujer. A veces er­guía la cara y entonces podía ver el rostro torcido y desfi­gurado por el grito. Junto a ella se dibujaba la silueta de un hombre. Era tarde. Las puertas y ventanas estaban cerradas sobre la gente ya dormida y por la calle no pasaba ni un alma. Sólo de tanto en tanto se escuchaba un chirriar de coches al girar la esquina.
El hombre intentaba llevarse a la mujer y cuando los gritos disminuían un instante, le imploraba que callase, le pedía:
— Venga, vámonos ya.
Pero ella no lo escuchaba. Gritaba como si estuviera sola en el mundo, como traspasada por toda compañía y toda razón y hubiera encontrado la pura soledad. Gritaba contra las paredes, contra las piedras, contra la sombra de la noche. Elevaba su voz como si la arrancara del suelo, como si su desesperación y su dolor bro­tasen del propio suelo que la soportaba. Elevaba su voz como si quisiera llegar con ella hasta los confines del universo y allí tocar a alguien, despertar a alguien, obligar a alguien a responderle. Gritaba contra el silencio.
A veces callaba un momento y echaba hacia atrás la nuca como quien espera una respuesta.
Entonces, de nuevo, el hombre le imploraba:
—Cállate, cállate. Vámonos ya de aquí.
Pero ella volvía a gritar y golpeaba con sus puños la pared de la cárcel como si así pretendiera forzar la respuesta de la piedra. Gritaba como si quisiera llegar a un ausente, despertar a un durmiente, arrullar a una conciencia impasible y, enajenada, tocar el corazón de un muerto.
A través de las paredes, de las puertas, de las calles, de la ciudad, gritaba hacia el fondo del universo, hacia el fondo del espacio, hacia el fondo de la ocultación de la noche, hacia el fondo del silencio.
De repente calló, inclinó la cabeza y se tapó el rostro con las manos. Entonces el hombre le cubrió la cabeza con el pañuelo, la apartó de la pared, le pasó un brazo alrededor de los hombros, y, despacio, juntos, bajaron la calle y giraron en la esquina.
Durante algún tiempo fluctuó en el aire pesa­do de la calle un eco de sollozos y de pasos que se alejaban y disminuían. Después se impuso el silencio.
Un silencio opaco y siniestro donde se oía el trajinar de los perros.
Joana volvió al salón. Todo ahora, des­de el fuego de la estrella hasta el brillo pulido de la me­sa, se le era desconocido. Todo se había vuelto accidente absurdo, sin nexo, sin reino. Las cosas no eran suyas, ni eran ella, ni estaban con ella. Todo se volvía ajeno, todo se volvía ruina irreconocible.
Y tocando sin sentir el cristal, la made­ra, la cal, Joana atravesó como una extranjera su propia casa.

Sophia de Mello Breyner Andresen, El silencio (Histórias da Terra e do Mar). Traducido por Manuel Moya.

Sophia de Mello Breyner Andresen

Julio Jurado, Libre albedrío

Libre albedrío
Ribadeo-Lugo. Aquella mujer hermosa guardaba un océano sin orillas en el altillo del dormitorio; y como yo solía ser bastante imprudente no hice caso a mis amigos y llamé una noche a su puerta.
Enseguida tuve el presentimiento de que se iba a producir una catástrofe, nada más verla, con sus pequeños pies desnudos, mojados, con un ligero vestido ciñéndose obsceno a mi atónita mirada. La suya fue una mirada adusta, que se posó sobre mi solo un instante, el tiempo justo para que yo perdiera el sentido y desapareciese en el piélago de sus ojos.
Desde entonces nado sin tregua a través de aguas cristalinas y prendas maliciosas, que mecen un cuerpo que ya no conozco, rescatado para siempre por el libre albedrío de aquella mujer hermosa.
Con evidente abandono sueño, cuando la pereza envejece en el horizonte, con la playa de arena fina, que me auxilie en su amanecer sereno y me arroje otra vez a la vida. 

Julio Jurado, Libre albedrío (Traspiés voluntarios. Construcción o derribo de una conducta, Adeshoras, 2018).

Julio Jurado