Patricia Esteban Erlés, El juego

El juego.

Sigo castigada. Al asomarme a la puerta entornada de mi cuarto escucho el rumor de sus voces a través del hueco de la escalera. Mi madre solloza bajito, mi padre sube el tono cuando habla de ese sanatorio suizo en el que el doctor Ocampo le ha recomendado internarme. Escucho el sonido de sus pasos, ploploplop, y su voz acercándose y alejándose luego, porque no deja de moverse de un lado para otro como el tigre amarillo del zoológico. Seguramente camina con las manos a la espalda como cuando está muy enfadado, mientras mamá llora sentada en su sillón, con las piernas muy juntas y un pañuelo blanco hecho una bola entre las manos. Hay que tomar una decisión, Mercedes, le dice mi padre, y después se hace el silencio. 
Van a llevarme allí, no sé si Laurita vendrá conmigo, pero a mí seguro que me llevan. Tú tienes la culpa, le digo muy enfadada, girándome desde la puerta. Mi hermana gemela Laurita sonríe, sentada sobre la cama y encoge los hombros. Está acostumbrada a librarse de todos los castigos; pese a que yo sólo hago lo que ella me ordena, siempre se libra.
Me cortarán el pelo al cero en ese asqueroso colegio para niñas malas, me pondrán un vestido de arpillera, me encerrarán en un cuarto lleno de ratones y cucarachas y sólo beberé el agua de lluvia que pueda recoger en la palma de la mano, a través de los barrotes de un ventanuco. Les he dicho la verdad y no me han creído. Tengo miedo. Ahora lloro bajito, hihihi, como nuestro cocker Jasper, tumbado a la sombra de su sauce favorito cuando me acerqué a él con el trofeo de papá en la mano. El año pasado mi padre se quedó tercero en el torneo del club y le dieron aquel ridículo señor de bronce, con gorra y un palo de golf levantado, que pesaba una burrada. De verdad que yo no tenía nada en contra del pobre Jasper, fue mi hermana Laurita, como siempre, la que me ordenó que tomara el trofeo de la vitrina y lo atara a un extremo de nuestra cuerda de saltar, quien me susurró que Jasper sufría mucho por culpa del reuma y era mejor para todos que anudara muy fuerte el otro extremo del saltador a su cuello. Me negué al principio, como de costumbre, pero Laurita me dijo que entonces jugaríamos a lo de la muerte, y eso sí que no.
Jasper estaba ciego y apenas podía mover las patitas de atrás porque ya tenía doce años. Lloriqueó bajito cuando me arrodillé junto a él para acariciarle sus orejas, largas y rizadas como la peluca de un rey francés, y no dejó de hacerlo mientras lo llevaba en brazos hasta el borde de la piscina. Después lo vi patalear brevemente en la superficie, tratando de mantenerse a flote, pero enseguida le fallaron las fuerzas y se fue al fondo. Al mirarlo allí abajo, tan quieto, pensé que ya no daba tanta pena, porque en realidad no parecía un perrito, sino más bien la sombra de una araña negra y muy gorda. Al cabo de una hora Laurita y yo estábamos tumbadas tan tranquilas sobre mi cama, leyendo a medias un libro de Los Cinco que nos gusta mucho, cuando escuchamos el alarido de mi madre en el jardín.
La verdad es que últimamente Laurita está muy pesada, pero mi padre no cree una palabra de lo que digo, y mamá se echa a llorar cuando acuso a Laurita de obligarme a hacer cosas. Claro, ellos no tienen que aguantar el juego de la muertita, si no también harían todo lo que ella les pidiera. Detesto ese juego, mamita querida, le confesé a mi madre la penúltima vez, Laurita es mala y dice que se morirá delante de mí si no le obedezco. Pero mamá me miró como si no entendiera, con sus ojos abiertos como platos y algunos fragmentos de su muñeco Otellito entre las manos, sin dejar de susurrar una y otra vez, ¿Por qué lo has hecho, Victoria, por qué? Ella no se imagina la pena que me dio estampar contra el suelo el muñeco negro de porcelana que había pertenecido a mi abuela de Cuba. Hasta tuve que cerrar los ojos para hacerlo. Sabía que aquel bebé de color chocolate, que tenía las manitas gordezuelas levantadas como si estuviera muy contento y fuera a empezar a aplaudir de un momento a otro, era el último recuerdo que le quedaba a mi mamá de la suya. Era lindo de verdad, Otellito, tan lindo, sonreía con la boca abierta y tenía los dientes muy blancos, y hasta un poco de pelusilla negra muy rizada en lo alto de su cabecita. Mi abuela Silvia le había tejido el jersey y el pantalón de punto azul celeste que llevaba, también los diminutos patucos con botones de nácar, y mamá lavaba a mano aquellas prendas cada semana para evitar que cogieran polvo en lo alto del armario. Luego, mientras la ropa se secaba a la sombra, envuelta en una toalla blanca como si fuera un tesoro, frotaba con un paño húmedo los brazos y las piernas de Otellito, su cara de negrito feliz, y tarareaba una canción de cuna que la abuela Silvia le había enseñado cuando vivían en La Habana. Yo sabía cómo iba a dolerle encontrar a Otellito hecho trizas, que también a ella se le iba a partir el corazón en un montón de pedazos pequeños que nadie iba a poder recomponer, pero Laurita se cruzó de brazos y agitó la cabeza de un lado para otro mientras yo le suplicaba y le ofrecía mis canicas de vidrio azul, la bañera con patas de latón de mi casa de muñecas, hasta el guardapelo de oro que me regaló nuestra madrina. Qué tonta eres, me dijo, ¿para qué quiero un guardapelo que tiene dentro un mechón mío, si puede saberse? Rompe el muñeco o jugamos, dijo, y lo siguiente que recuerdo es que me subí a una silla para alcanzar al inocente de Otellito, que estaba allí, como siempre, sentado en su esquina del armario de nogal de mis padres, tan feliz. Ni siquiera el terrible golpe contra los azulejos consiguió quitarle la sonrisa de los labios, tan sólo se la partió por la mitad.
Me alejo deprisa de la puerta porque escucho los pasos cansinos de mi madre al pie de la escalera. Corro hacia la cama y empujo bruscamente a Laurita, para que me haga un sitio. Disimula, viene mamá, le digo entre dientes, así es que nos sentamos a lo indio y nos ponemos a jugar a piedra, papel o tijera. Mamá se detiene junto a la puerta y da dos golpecitos muy suaves. Pregunta en un susurro, ¿Estás ahí, Victoria?, con una voz tan triste que me tiembla la garganta al contestarle que sí, que estamos las dos, aquí, jugando tranquilamente. Mamá ahoga un sollozo al otro lado, lo sé, y espera un poco con la mano puesta en el tirador antes de entrar. Laurita y yo no decimos nada cuando la vemos aparecer, tan sólo sonreímos de oreja a oreja para que se calme y vea que todo está bien ahora. Pero mamá no sonríe. Parece un fantasma triste, le están saliendo canas plateadas por toda la cabeza y ese horrible vestido negro dos tallas más grande le queda fatal. Se sienta en la cama de Laurita y arregla el cojín en forma de corazón. Después me mira.
-Victoria. ¿Por qué?
Ya estamos. Sólo me habla a mí, como siempre, y la sonrisa se borra de mi rostro. Me enfado, me enfado mucho. Quiero que me crea y empiezo a contarle otra vez, desde el principio lo de la muertita, para que vea que no miento. Me estoy poniendo roja de rabia. Cierro los ojos. Le digo que Laurita se empeñó en jugar a eso por primera vez un domingo por la mañana, a la vuelta de misa, y que luego insistía siempre en volver a hacerlo. Le cuento cómo subíamos corriendo escaleras arriba, mientras papá se quedaba leyendo el diario en la sala de estar y ella marchaba a la cocina a supervisar la tarea de Matilde, nuestra cocinera. Yo caminaba unos pasos por detrás de Laura y la veía trotar hasta el dormitorio de ellos, que era su lugar favorito para morirse. Entonces se tumbaba en la cama de matrimonio y levantaba el brazo para indicarme con un gesto imperioso que entornase la puerta de la alcoba. Así lo hacía yo, que nunca supe llevarle la contraria, a pesar de que aquel juego me aterraba.
Mi madre me pide por favor que me calle, pero no le hago caso. En lugar de eso le digo que no soportaba mirar a Laurita cuando se quedaba tan quieta, pero no podía hacer otra cosa. Me quedaba junto a la cama, viendo flotar sus rizos negros contra el almohadón de raso, como la cabellera fosilizada de aquella actriz famosa que se tiró al río y salió en todos los periódicos. Cuando mi hermana cerraba sus ojos era como si se apagaran de pronto todas las estrellitas blancas que le brillaban dentro. Laurita parecía más que nunca una muñeca, y me daba miedo mirar sus fosas nasales de adorno, sus largas pestañas disecadas en torno a los párpados, las manitas cruzadas sobre el pecho igual que las de la abuela Silvia cuando aquel hombre flaco de la funeraria nos dijo que podíamos pasar a verla, porque ya estaba arreglada. El vestido de seda azul que mamá nos ponía a las dos los domingos dejaba de ser idéntico al mío y se convertía en la tulipa inmóvil de una lamparita. Las piernas de Laura parecían dos palillos enfundadas en sus medias blancas, y terminaban en un par de merceditas de charol negro, muy relucientes y con sus suelas nuevas.
Yo estaba viva y mi hermana Laurita se había muerto. Parada junto a la cama la realidad y el juego se mezclaban hasta convertirse en una sola cosa, yo estaba viva y mi hermana gemela se había muerto. Me sentía culpable de seguir de pie y de temblar como una hoja, con los ojos llenos de lágrimas que apenas podía contener, mientras mi hermana se quedaba quieta para siempre y con los zapatos puestos. Eso era lo peor, sus zapatos nuevos que nunca llegarían a gastarse. Entonces corría hacia el armario, abría la puerta y me escondía dentro. Me quedaba allí encogida mucho rato, hasta que Laurita empezaba a reírse y a saltar sobre el colchón, gritándome que era una sonsa y una cobardica, y yo me picaba y salía hecha una furia cuando no podía más, con las mejillas rojísimas por la falta de aire.
Ya no estoy enfadada, ahora me río acordándome de mi cara roja como un tomate, de las ruidosas carcajadas de Laurita señalándome, muerta de la risa y dando patadas en la cama de mis padres. Cuando termino de contarle todo esto a mi madre me doy cuenta de que ni siquiera espero ya que me crea. Mamá saca del puño de jersey su pañuelo arrugado y se seca el rastro que las lágrimas han dejado en sus mejillas. Laurita me mira con ojos llenos de rencor. Yo miro a mamá, expectante y entonces ella dice, y sé que me lo dice a mí:
-Cariño, tu hermana está muerta. ¿Entiendes eso?
Pero no le contesto ni que sí ni que no. Miro a Laurita, que ahora saca la lengua y se lleva el dedo a la altura de la sien, dándole vueltas. Me entra la risa. Sí, claro, muerta, qué sabrá ella.

Patricia Esteban Erlés, El juego (Azul ruso, Páginas de Espuma, 2010).


Patricia Esteban Erlés

Mercè Rodoreda, Mi Cristina y otros cuentos

El invierno era oscuro y liso, sin hojas; tan sólo con hielo, y escarcha, y luna helada. No podía moverme, porque andar en invierno es andar delante de todo el mundo y yo no quería que me viesen. Y cuando llegó la primavera con las pequeñas y alegres hojas, prepararon el fuego en medio de la plaza, con leña seca, bien cortada. 
Vinieron a buscarme cuatro hombres del pueblo; los más viejos. Yo no quería seguirles, y así lo grité desde dentro, y entonces vinieron otros hombres jóvenes, con las manos grandes y fajas; hundieron la puerta a golpes de hacha. Y yo gritaba: me estaban sacando de mi casa; a uno de ellos le mordí y me dio un puñetazo en mitad de la cabeza. Me cogieron por los brazos y las piernas y me arrojaron como una rama más encima del montón, me ataron de pies y manos y allí me dejaron con la falda arremangada. Volví la cabeza. La plaza estaba llena de gente, los jóvenes delante de los viejos y los niños a un lado, con ramitas de olivo en la mano y el delantal nuevo de los domingos. Y, mirando a los niños, le vi: estaba junto a su mujer –vestida de oscuro, la trenza rubia–, y le pasaba la mano por encima del hombro. Volví la cabeza de nuevo y cerré los ojos. Cuando los abrí, dos viejos se acercaron con teas encendidas y los niños se pusieron a cantar la canción de la bruja quemada. Era una canción muy larga, y cuando la terminaron los viejos dijeron que no podían prender el fuego, que yo no les dejaba, y entonces el cura se acercó a los niños con una bacina llena de agua bendita y les ordenó mojar las ramitas de olivo e hizo que me las echaran encima y pronto estuve cubierta de ramitas de olivo de tiernas hojas. Y una vieja menuda, jorobada y sin dientes se echó a reír y se fue, y al cabo de un rato volvió con dos espuertas llenas de tronquillos muy secos de brezo y dijo a los viejos que los esparciesen por todo alrededor de la hoguera, y ella misma les ayudó a hacerla, y entonces el fuego prendió. Subían cuatro columnas de humo y cuando las llamas se alzaron pareció que de los pechos de todo aquel gentío surgiera un enorme suspiro de paz, las llamas se alzaron en persecución del humo y yo lo vi todo a través de una cascada de agua rojiza –y a través de aquella cascada, cada hombre, cada mujer y cada niño era una sombra feliz porque yo ardía. 
Los bajos de la falda habían ennegrecido, sentía el fuego en los riñones y, de vez en cuando, una llama mordía mis rodillas. Me pareció que las cuerdas que me ataban estaban quemadas. Y entonces sucedió algo que me hizo rechinar los dientes: los brazos y las piernas se me iban acortando como los cuernos de un caracol al que una vez toqué con los dedos, y por debajo de la cabeza, donde el cuello se junta con los hombros, sentí algo que se estiraba y me pinchaba. Y el fuego crepitaba y la resina hervía… Vi que algunos de los que me miraban levantaban los brazos y que otros corrían y tropezaban con los que aún estaban quietos, y todo un lado de la hoguera se hundió con gran estrépito de chispas, y cuando el fuego volvió a prender en la leña desparramada me pareció oír que alguien decía: es una salamandra. Y me puse a andar por encima de las ascuas muy poco a poco; la cola me pesaba.

Mercè RodoredaMi Cristina y otros cuentos. Traducido por José Batlló.


Mercè Rodoreda

Luisa Carnés, La chivata

La chivata 

¿Quién era? No podía ser la madre del niño recién nacido, de aquel niño de piel rosada, llena de arrugas, cuyos puñitos apretados eran los únicos puños que podían cerrarse ante las miradas agudas de las celadoras. No podía ser la madre recién llegada, cuyo hijo acababa casi de abrir los ojos a la luz de aquellas galerías, cuya claridad no descubría graciosos pájaros, ni iluminaba un solo árbol, un árbol siquiera, que pudiera contar el paso de las estaciones con su desgranar de capullos en cada rama o su crujir de hojas secas bajo los invisibles dedos del viento. No podía ser aquella madre nueva, cuyos labios pálidos sellaban el camino de la libertad del marido («Podéis matarme, pero no diré por dónde se fue»). 
Su cabello apretado en rueda sobre la nuca todavía no encanecía. Sus manos alzaban al hijo para que recibiera el rayo de sol que paseaba despacio, de doce a una, por el patio, para que recibiera el aire delgado que a las oscuras celdas no quería pasar. No podía ser tampoco la madre del niño doliente, que no sabía lo que era un caballo, ni menos aún conocía la leche de la vaca mugidora, e ignoraba que dos hileras de casas formaban una calle, y varias casas puestas en rueda forman una plaza. El niño de piernas de alambre, que desconocía otras aves que no fueran aquellas que cruzaban por encima del penal, con un ruido que hacía temblar todos sus pequeños huesos. 
No podía ser tampoco la maestra. La maestra no era joven ni bella. Sus manos se habían deformado con ropas ajenas. Había lavado en lavaderos públicos, en pilas frías, por las cuales pasaban ropas de todas partes, pero sobre todo señaladas con un signo (USA) que la maestra conocía muy bien; en lavaderos de hospitales, oscuros, húmedos, acompañada a veces de algún cadáver, en espera de la noche para ser rescatado por la tierra. Así se enclavijaron los dedos de sus manos, mientras los niños españoles no sabían que dos y dos son cuatro. Cuando en las batas tiesas de un hospital aparecieron unas hojitas en contra de Franco y de los yanquis, la maestra fue puesta en cautiverio. Y ahora sus dedos torcidos apenas pueden sostener el pedazo de lápiz que escribe, para los hijos de las presas, cuántos días tiene un año sin leche, sin pájaros, sin juguetes, y con aquellas grandes alas de metal norteamericano traspasando los aires… No podía ser tampoco la maestra. 
No podía ser la anciana de los zuecos (otro beso de amor sobre un camino). Le preguntaban «¿Dónde está tu hijo?», y ella respondía «¡Sábelo Dios!». Y ahora estaba allí, en el día eterno de la cárcel, con sus viejos zuecos, que nadie podía arrancarle de los pies y que producían durante todo el día un ruido seco por las galerías y el patio, añorando las viejas piedras de la aldea. No podía ser tampoco la vieja de los zuecos 
¿Pues quién entonces?, ¿quién era? ¿Carlota, la de los ataques; Jacinta, la Madrileña; Pepa, la Tuerta (culpa fue del vergajazo de la funcionaria); Maruja, la Liviana (flaca como un perro flaco, saltarina y ligera como un alambre azotado por el vendaval); Filo, la Asturiana; Carmen; Amparo…? ¿Quién de ellas? ¿Cuál de todas aquellas sombras de mujer era «ella»? 
—Bueno, yo no digo que si aquella o la de más allá, pero entre nosotras está la prójima. 
—¿Tú, no quedrás decir…? Pero, ¿por qué me miras? ¿Tengo yo cara de chivata? 
—¡Mía esta!… Estás enfrente de mí. A algún lao tiene una que mirar. 
—Pero, casualmente, me has mirao a mí. 
—Pues eso habrá sido, casualmente… ¡Mía esta! 
Estaban en el patio. El sol, ya alto, apenas calentaba. Alto, alto. La madre joven levantaba a su hijo entre las manos —el niño de carina menuda, como una cereza arrugada—, pero no lograba que el infante alcanzara aquella débil flecha amarillenta que apuntaba a una pared gris. La Liviana tiritaba dentro de su toquilla negra, y con sus largos brazos rodeaba su propio cuerpo. Carmen, María, Angustias, Filo, hacían guantes y pañitos de perlé, y la anciana de los zuecos medía las losas frías de aquel pozo que se comía los colores, los senos, las caderas, la juventud de las reclusas. 
—Tú dices, pero una tiene que recelar de todo. Aquí todas somos de confianza, pero ¿quién dio el soplo el día de la clase política?, ¿y la noche de la lectura del periódico? ¿Cómo se supo quién escondía la bandera republicana el año pasado? 
—Tiene razón. Todo eso es más que sospechoso. Las funcionarias no son adivinas. ¡Hay que ahorcar a la que… ! 
—No puede ser una política. 
—Tié que ser una de las comunes, que se haya infiltrao. 
—¿Pero quién puede ser, quién? Otra vez a mirar, a buscar con los ojos, en los ademanes, de un grupo en otro (no podían ser más de cinco). ¿Quién? ¿Quién? Y otra vez, la misma de antes: 
—¡Y dale!… Mira pa’ otro lao, tú. 
—¡Pues a algún sitio tengo que mirar, ¡mía esta!… 
Siguieron mirándose unas a otras después, en el comedor, y más tarde al formar en la galería para que las contara la celadora. Y en los días que vinieron. No había descanso. No se sabía quién era, pero se la sentía en todas partes. Se la sentía como algo impalpable, pegajoso y frío, algo que enmudecía el labio y hacía cerrar las manos debajo de los delantales y en los bolsillos de las batas. Era algo contra lo que era difícil luchar. Porque, ¿cómo se defiende la gente de una sombra? Y eso era la chivata, una sombra que resbalaba sobre el patio y la galería; una oreja adherida a todas las celdas, arañando en todos los cerebros y robando los pensamientos, quizá antes de que nacieran. 
Había introducido en el penal algo peor que el hielo: la desconfianza. La desconfianza sellaba las bocas y enfriaba los corazones de las presas. Los corazones, antes tan encendidos en amor. Se cerraban las mujeres dentro de sí mismas como lo hacían cada noche en las celdas con sus cuerpos las funcionarias. Y en la oscuridad casi total — solo la pequeña bombilla de carbón al final de la galería— se adivinaba al poder maligno deslizándose ante las puertas, captando los suspiros, las lágrimas, los anhelos de libertad y de justicia, la nana de la madre joven, de pechos henchidos, que soñaba para su hijo un rayo de sol, como la madre del niño raquítico soñaba para el suyo un caballo con cola de algodón. 

II 
—Os digo que es ella. 
—¡No puede ser! 
—Es la que mejor cumple las tareas. 
—Con su cuenta y razón. 
—Es la primera que reclama a las funcionarias… 
—Y hasta la metieron en celda de castigo el mes pasado. 
—Sí, menuda celda de castigo… ¿Sabéis cómo se llama su celda?; la Puerta del Sol. Mi hermana la vio en la calle hace dos semanas. 
—¿Cómo es posible? 
—Toma, siéndolo. Entra y sale de la cárcel como Pedro por su casa. ¿Qué más pruebas queréis? 
—Si fuera verdad, era para matarla. 
—Y tanto que lo es. Mi hermana no inventa infundios. Me lo escribió en un papelito. Aquí está. Pasarlo a las demás, con cuidado. 
—Sí, con tiento… La anciana de los zuecos contaba baldosas en el patio. La madre joven había conseguido al fin que su hijo aprisionara en sus puñitos cerrados el rayo de sol, y reía: 
—¡Qué rico solecito para mi niño! 
Carmen, Filo, Carlota, María y Angustias movían entre los dedos las agujas de hacer croché. El pequeño papel blanco pasó entre sus dedos ligeros, entre los aleteos juguetones. En él unas letras a lápiz decían: «Cuidado con la Liviana. La he visto en la calle». Entre los dedos de la última se convirtieron en diminutos pétalos, que más tarde desaparecieron en el retrete. 
—¿Lo creéis ahora? 
—¡Qué horror! 
—Es la más interesada en las clases políticas. 
—La más interesada en la lectura del periódico. 
—¡Qué descanso para todas! 
—Cuando yo decía que «ella» estaba entre nosotras… 
—Pero lo decías mirándome a mí. 
—¡Vaya manía que te ha entrao! Bien sabe Dios que no te miraba a ti ni a ninguna, pero desconfiaba de todas. Alguna de nosotras tenía que ser. 
—Eso sí. 
—¡Y pensar que ella tiene el secreto de nuestro trabajo! 
—Y sabe cómo entran las cartas en la cárcel. 
—Y cómo salen. 
—Ya se nos estropeó lo del 14 de abril. 
—¡Que te crees tú eso! 
—veréis como hay cacheo el 14. 
—¿Y qué que lo haya? En peores nos hemos visto. 
—¡Y tanto! 
—Callarse, que ahí viene… 
Pero como eran cinco en el corro, la Liviana pasó de largo. 
—¿Se habrá olido algo? Es muy larga. 
—Es que somos cinco. 
—Es verdad. 
—Cumple bien el reglamento. 
—Demasiado bien. La madre aupaba en sus brazos al niño recién nacido, que seguía apretando en sus puñitos el sol, que tendía a escaparse. 
—¡Qué solecito tan rico para mi niño! 
Los zuecos de la anciana seguían arañando las losas del patio, buscando acaso los perdidos pedruscos de la aldea. 

III 
Ya el sol calentaba aquel 14 de abril, pero a nadie le extrañó ver a la maestra envuelta en la manta de su catre. Llevaba algunas semanas que se quejaba de tercianas, pero apenas le hacían caso las funcionarias, y por todo tratamiento le suministraban dos aspirinas al día. A nadie le extrañó verla aquel 14 de abril envuelta en la manta, tiritar bajo el sol alegre, que envolvía en su calor al niño de carita de cereza arrugada, como metida en alcohol. 
A pesar del cacheo de la mañana, las funcionarias no habían prohibido la hora del paseo en el patio, aunque estaban más vigilantes que de costumbre en las galerías altas que miraban al patio. Por la mañana, después del desayuno, cuando las reclusas atendían al aseo de sus celdas, sonó un timbre largo rato, y la jefa de galería apareció a lo lejos. 
—¡Cacheo tenemos! 
Venía la jefa acompañada de otras dos celadoras de la prisión. La jefa gritó: 
—¡Todas afuera! ¡Cada una de pie al lado de su celda! Las celadoras subalternas registraron a las mujeres una por una. Registraron las celdas, una por una. Nada quedó sin registrar. Sus manos palpaban las pobres prendas remendadas, arrancaban de las paredes los retratos familiares, deshacían los catres. 
—¿Dónde están las banderas? 
—¿Dónde las habéis metido, cochinas? Cien banderas que se había llevado el viento. —Buscad, no dejéis nada sin mirar. 
Otra vez, las manos temblonas de las celadoras rasgaron papeles y arrugaron trapos limpios. Los libros, si alguno había, quedaban destrozados. Dentro de los secos pechos de las tres celadoras, los corazones negros trepidaban como locomotoras. 
—¿Dónde están?… ¿Dónde las habéis metido? 
Las cien mujeres de aquella galería aparecían tiesas, pegadas a las puertas de sus celdas abiertas. Eran cien estatuas sin vida. Los ojos miraban fríamente a las tres mujeres que destrozaban sus pobres prendas. Levantaban los colchones de borra apelmazada, vaciaban los viejos baúles, las cajas de cartón, donde crecían las labores de croché que más tarde venderían en la calle los familiares de las presas; el trabajo que se convertiría en mejor pan, en «café, café», o en lana para los calcetines del invierno. Todo era apretujado, pisoteado, pero las banderas no aparecían. Y en aquella galería había cien mujeres. Las mujeres eran estatuas erguidas ante sus celdas. 
Entre ellas estaba la de la Liviana, desarticulados los largos brazos y piernas, pegada a la puerta oscura como una delgada oblea. Y la madre joven, rebosantes los pechos hasta mojar la fea bata. Y la anciana de los zuecos, impaciente por emprender su interminable caminata en busca de la aldehuela que no se vislumbraba en patios ni pasillos. Y la maestra, tiritando de frío en 14 de abril. 
—¿Por qué tiemblas tú? —inquirió la jefa. 
—Me siento mal. 
—Tiene calentura —dijo la madre joven. 
—Cuando acabéis, dadle a esta dos aspirinas —ordenó la jefa a las celadoras. 
Media hora más tarde quedaron solas las reclusas. Cada cual se entregó a la tarea de arreglar sus pobres bienes destrozados. Reían y cantaban, y se abrazaban unas a otras. Una vez que la Liviana intentó abrazar a una de ellas se sintió rechazada, y oyó una voz muy baja que le dijo: 
—¡Quita de ahí, Judas! 
La Liviana fingió no haber oído nada. Siguió haciendo su vida ordinaria: el taller, la labor de croché, como todas. Nadie le volvió a decir nada. Pero empezó a sentirse sola. A la hora del paseo en el patio comenzó a sentirse sola. Sorprendió en sus compañeras miradas que no conocía. Le llegaba un sordo rumor de voces, como el ruido airado del mar cuando se escucha desde lejos, al otro lado de una montaña. Abría mucho los ojos y los oídos pero nada oía ni veía, salvo las miradas extrañas, que avanzaban hacia algo, que buscaban algo sin acabar de posarse en nada. Y aquel ruido sordo de las voces sin palabras, aquel como fino oleaje que la cercaba… Arriba, en la galería superior, las celadoras vigilaban el patio, pero estaban muy lejos. No podía reclamar su atención. No encontraba el medio de comunicarles su miedo, de hacerlas partícipes de aquella amenaza que sentía sobre sí y la llenaba de temor. Nunca supo lo que era el temor, esa cosa que enfría las manos y paraliza las piernas. Eso que debían sentir las presas políticas cuando la Falange las llamaba a declarar a la dirección de Seguridad, y que ella desconocía. 
Desde arriba las celadoras veían el patio como lo veían siempre, florecido de cabezas de mujer a falta de flores auténticas, ni siquiera con la más leve brizna de hierba asomando entre las piedras. No podía traspasarlas aquel sordo rumor como de mar que comienza a embravecer. No podían ver aquellas miradas que cambiaban. Ahora tenían una expresión solo captada por la Liviana, aquellas miradas que al fin convergieron en un punto, como aquel que llega a una cita. Y acallaron aquel rumor, que no tenía nada de humano, para dar paso a un grito extraño, desarticulado, que no era de temor ni de alegría ni de odio, proferido por cien gargantas. Que ahogó el de la Liviana antes de nacer. En el barullo alguien dijo: 
—Todavía están ahí las funcionarias. 
Y alguien: 
—No importa. Tiene que ser ahora. Así se acordó. 
La manta en que se arrebujaba la maestra voló sobre muchas cabezas. El grito se dividió en gritos. Pero ahora eran de alegría, contenida por mucho tiempo, más bien desconocida de siempre. Era la locura del silencio transformado en voz y luego en cántico. Cantaban canciones infantiles, y mientras las sílabas formaban en sus labios palabras candorosas, las voces eran aullidos sin forma que atraían las miradas de las celadoras de la galería superior. Cantaban y golpeaban sobre la manta de la maestra con tercianas que, después de revolotear sobre las cabezas, había caído al suelo. Golpeaban sobre la manta con risas y alaridos. 
La madre joven entregó a su hijo a la vieja de los zuecos y golpeó también con fuerza. Todas golpeaban ciegamente encima de la manta, con los pies y las manos. Golpeaban por ellas y por las demás reclusas del penal. Golpeaban por sus hombres presos o muertos, por sus propias penas y por las ajenas. Golpeaban por los cautivos víctimas de las delaciones, por los eternos días de la cárcel, por las noches sin sueño, por los años sin pan y sin leche, por la juventud sin amor, por la niñez de los niños que no conocían de España más que unas celdas estrechas y unos altos muros grises… 
Cuando aquel flaco cuerpo de la Liviana, aquella fea rata delatora, dejó de ofrecer resistencia debajo de la manta, sintieron miedo, un miedo colectivo, que es más profundo y trágico que el miedo de un solo ser, que es un miedo que no cabe en el mundo. Pensaron: «La hemos matado». No, ellas no querían matar. No querían devolver muerte por muerte. Querían castigar. Demostrar a las celadoras que la chivata no había podido interrumpir en la cárcel el trabajo de las políticas, cortar su apasionada esperanza, su confianza en el mañana de España y la propia confianza, la amorosa confianza de unas en otras, la mutua ayuda, la solidaridad, la comprensión. Todo eso tan bello, tan alentador, que las ayudaba a sobrellevar la larga espera redentora, el mañana español que sería esplendoroso, como lo era ya para otros pueblos de la tierra… 
Con temor, alguna tiró de una punta de la manta de la maestra y se vio a la Liviana moverse, sentarse en el suelo, recogerse sobre sí misma, extender sus brazos, con aire dolorido, a las celadoras, que miraban la escena con estupor, que hasta entonces no comprendieron. 
—¡Socorro! ¡Me matan! —gritó la chivata con las pocas fuerzas que le quedaban. 
Y las celadoras acudieron de todas partes en su ayuda. Pero iba a ser difícil encontrar a las culpables. Habría que castigar a las cien mujeres de las cien celdas del piso bajo del penal. Mientras la Liviana era atendida en la enfermería de los golpes sufridos aquella noche del 14 de abril, en las celdas del piso bajo, cien voces gritaban una canción de la guerra española que en este momento, para las reclusas, era una canción de victoria: El ejército del Ebro, una noche el río pasó, y a las tropas invasoras, buena paliza les dio. 
Cuando las funcionarias encendieron las luces de la galería baja, cien banderitas republicanas ondearon a través de los ventanucos de las cien celdas, bajo las bombillas de carbón.

Luisa Carnés, La chivata.


Luisa Carnés

Carmen Martín Gaite, Con los maquis arriba en el cerro

Con los maquis arriba en el cerro.

Me acuerdo que en la guerra fui con ella a escondidas, varias tardes, a llevarles comida a unos rojos del pueblo que andaban escondidos por política, los maquis los llamaban, y yo no lo entendía porque eran el Basilio y el Gaspar, amigos de la infancia de mi madre; se los encontró un día ella por lo intrincado estando de paseo, ya cerca de las ruinas, salieron de repente, se hincaron de rodillas: “Ay, Teresa, por Dios, no digas a nadie de que estamos aquí, pero sube otro día y tráenos de comer, nos morimos de hambre”. Y a nadie se lo dijo, sólo a mí, ni la familia de ellos, ni nadie lo sabía en qué lugar paraban, pero a mí me lo dijo, me dijo “es un secreto” y sabía seguro que yo se lo guardaba. 
“A la niña la traigo para no venir sola, pero ella es como yo”, les explicó la primera tarde que fuimos, y a mí me había advertido por el monte arriba que tenían barba de mucho tiempo y la ropa rota y que por eso les llevábamos las mudas además de comida, que vivían en el hueco de una peña con bichos y que casi no los iba a conocer, que no tuviera miedo, pero sí, miedo iba a tener yo, una novela es lo que me parecía tener aquel secreto a medias con mamá y escaparnos las dos al monte en plena tarde y coger cosas de la despensa a espaldas de la abuela; llegábamos arriba con nuestros paquetes, merendábamos con los hombres aquellos del monte, nos preguntaban un poco por mi padre y el tuyo que estaban en Barcelona, o creíamos eso por lo menos: ¿Sabes algo del marido y del niño?, y no, no sabíamos nada, pero me parece que lo preguntaban un poco por cumplir, que mi padre aquí en este pueblo nunca fue simpático a nadie, le llamaban el profesor; suspiraban: “Es que esto es una catástrofe, Teresa, una catástrofe”, y ella les daba noticia que yo no entendía de la marcha de la guerra, incluso alguna vez les subió periódicos, y cuando nos íbamos, nos besaban mucho y solían llorar; ni siquiera en el cine había visto llorar yo a hombres así con barba, tan hechos y derechos y soñaba con ellos, inventaba oraciones en la cama para que se salvaran, uno no se salvó, le pillaron de noche aquel invierno unos guardias civiles, merodeando el pueblo y se murió del tiro, ahí bajando a la fuente; Gaspar escapó a Francia me parece, y pasada la guerra su mujer nos mandaba aguardiente de yerbas por la Virgen de Agosto; la primera borrachera que me cogí en la vida fue con ese aguardiente la noche de Santiago, en una fiesta que hubo aquí en casa, fue también la primera vez que me besó un chico, el Genín, un sobrino del maestro, abajo en el parque, luego me daba siempre mucha vergüenza verle y el sabor del aguardiente de yerbas lo aborrecí para toda la vida. 

Carmen Martín Gaite, Con los maquis arriba en el cerro (Retahílas).

Carmen Martín Gaite

Rosa Chacel, La última batalla

La última batalla.

Los creyentes estaban agolpados en la falda de la colina alrededor del Profeta. 
–Combatid a los infieles hasta que ni uno solo pueda dar lugar con su existencia a la tentación. Luchad olvidando los bienes de la tierra, porque mayores serán los que alcanzaréis muriendo por la fe. Él es misericordioso. 
–¿Cómo sabremos que llegaremos hasta Él después de morir? 
–Bien claro estáis viendo la raya del horizonte, donde el cielo y la tierra parecen telas de distintos colores, tan fuertemente cosidas que no se ven las puntadas. No obstante, ha bastado que un esclavo llegase de lejos, arrebatado por el terror, a deciros que los infieles vienen armados contra vosotros. ¡Esto ha bastado para que creáis! ¡Y no os basta que el Profeta os diga que el que está más allá de la raya de vuestro principio os espera más allá de la raya de vuestro fin! 
–Danos una señal y creeremos. 
Entonces el Profeta tomó cuatro aves. Eran un águila, un pavo, un cuervo y un gallo. Las cortó en pedazos, conservó consigo las cabezas y mandó que repartiesen los trozos por las colinas. 
Las vísceras descuajadas, los miembros rotos, mal recubiertos por la miseria ensangrentada de las plumas, fueron arrojados lejos, en las cumbres. El Profeta los llamó por sus nombres, y tan pronto como sus nombres fueron pronunciados, se los vio venir con vuelo sereno y cierto a recobrar sus cabezas de la mano del Profeta. 
La batalla fue breve. Cada creyente degolló cien infieles, sin que al volver a colgarse el sable a la cintura le quedase en el brazo el recuerdo de cien golpes. 
El viento del desierto se llevó los siglos de sobre la tierra, innumerables e irreconocibles como la arena de las dunas. 
Alrededor del Profeta volvieron a agolparse los creyentes en la falda de la colina. 
–¿No lucharéis por la fe? ¿No seréis capaces de afrontar la muerte por alcanzar la infinita ventura que se os ha prometido? 
–¿Cómo sabremos que esa ventura nos aguarda? 
–¿Preguntasteis al salir del seno de vuestras madres qué bienes iba a ofreceros la vida? No, y sin embargo los obtuvisteis. Si en ese instante alguien os hubiera dicho los males que os aguardaban, no hubierais podido retroceder. Así será en el día de los días. Él premia y castiga. 
–Danos una señal y creeremos. 
Entonces el Profeta tomó cuatro aves: un águila, un pavo, un cuervo y un gallo. Las cortó en pedazos, guardó consigo las cabezas y mandó que los restos confundidos fuesen arrojados por los valles. 
Así que la orden estuvo cumplida, llamó a las aves por sus nombres, y cuando los cuatro nombres fueron pronunciados se vio venir volando tres aves: el gallo, el cuervo y el pavo; el águila no volvió. 
El Profeta les devolvió sus cabezas y quedó con la del águila en la mano. 
Los que estaban próximos se inclinaron para ver morir la cabeza del águila, y el Profeta, que siempre había inclinado la palma de la esperanza sobre la cabecera de los moribundos, se inclinó sobre su propia mano, considerando lo que sostenía en ella. ¡Por primera vez la muerte! 
Su irrevocable realidad, su amargura, fue transformando los rasgos de aquella cabeza invicta. Los párpados blanquearon envejecidos, secos, y el pico inerte como máquina desarticulada, como hueso sin vida, se aguzó descarnado en las comisuras acerbamente. 
Las otras aves, desde una rama, esplendían su milagrosa integridad, y el Profeta, señalándolas, recobró el aliento para exhortar a los creyentes a la lucha. 
La lucha no fue muy larga; cada creyente segó la vida de cincuenta infieles, y sus fuerzas fueron apenas mermadas. 
El sol desde su altura vio pasar los siglos como reiteradas, estultas ovejas, hasta que nuevamente volvieron a agolparse los creyentes alrededor del Profeta en la colina. Y nuevamente volvieron a dudar. Y nuevamente fueron corroborados. 
Esta vez el Profeta tomó solo a tres aves y no volvieron más que dos: el pavo no volvió. 
La cabeza del pavo murió en la mano del Profeta como una flor o como una joya que pudiera marchitarse: las esmeraldas de su copete se apagaron. 
Pero el Profeta mostró a las dos aves que en la rama mantenían su inocencia intacta, y arengó a los creyentes. 
Antes que sus últimas palabras hubieran hecho alzarse los brazos armados, se alzó en el horizonte el polvo que levantaban avanzando los caballos de los infieles. 
Y la lucha fue larga, porque los infieles eran numerosos y los creyentes solo lograron cada uno atravesar el corazón de veinticinco infieles, volviendo quebrantados, pero victoriosos, a reposar en la fe. 
Los siglos llegaron y partieron como las ondas. Los creyentes volvieron a agolparse alrededor del Profeta. La duda volvió a alzar su anhelante murmullo y el testimonio volvió a ser otorgado. El Profeta sacrificó dos aves, desparramó sus cuerpos y pronunció sus nombres. Pronunció dos nombres, pero volvió un ave sola. La cabeza del cuervo murió, transformando su desolado color, que había sido brillante como la noche, en parda derrota mancillada. El azabache de los ojos se retrajo como la piel de las uvas secas. El pico bruñido se hizo opaco y entre los pelos que le asomaban de las narices le quedó el hediondo rastro de su aliento. 
El Profeta señaló al gallo que, posado en la rama, mantenía la radiante fidelidad de su pecho inmaculado, y quiso hablar, pero el galope de los caballos apagó su voz. 
La lucha fue larga y horrorosa. 
Los creyentes solo podían exterminar cinco infieles cada uno, y la ira prolongada rugió durante días y noches como una catarata de sangre. 
Los creyentes vencedores pudieron llegar restañando sus heridas hasta las gradas del Templo del Dios único. 
El tiempo pasó arrastrando su manto. Los creyentes volvieron a agolparse en la colina junto al Profeta. 
La duda volvió a pedir, y el Santo quiso otorgar: nadie vio que temblase su mano al dividir el ave. 
Los trozos del gallo fueron repartidos por los montes, y el Profeta pronunció su nombre con la voz de la oración. Lo llamó una y cien veces, y el gallo no vino. 
La corola de su cabeza se mustió en la mano del Profeta, los ojos dorados, amantes del desvelo, se enturbiaron bajo una fría membrana y el pico entreabierto dejó ver la lengua inerte y la garganta hueca por donde ya no pasaría más que el silencio. 
¿Qué exhortación, qué arenga podía pronunciar ahora? La voz no acudía a los labios del Profeta, pero las lágrimas pugnaban por acudir a sus ojos y las sentía brotar de diversas fuentes, no sabiendo a cuál de ellas dejar paso. Así pues, no alcanzaron a brotar, porque antes de que brotasen llegó silbando una lanza y le atravesó el pecho. 
Entonces empezó la lucha. La lucha sin igual, por ser la lucha entre iguales: cada uno de ellos no podía exterminar más que a uno de los otros. 
Ahora luchaban los que ya no creían con los que nunca habían creído. Réprobos contra réprobos, luchando eternamente, traspasándose, mezclándose como corrientes encontradas de dos sustancias que no pudieran fundirse. 
De Oriente a Occidente y de Occidente a Oriente, las dos olas de rencor se penetraban y envolvían el mundo. 
Los que siempre habían sido infieles luchaban por el placer de hundir sus espadas en los pechos cuya llama no habían conocido. Los que ya no eran creyentes, por la ira de sentirse descubiertos en una desnuda ansiedad, en un indigente vacío, dentro del cual ya, solo por el dolor, podían recordar la vida. 
Réprobos contra réprobos se encontraban en el otro lado del globo y seguían luchando. A su paso engendrando réprobos, sin soltar la espada sangrienta, envolviendo al planeta en el vaho letal de la condenación, en el anillo gaseiforme del mal íntegro, del mal sensible que prolifera en su pertinaz conjunción con los sentidos. Porque la voz del mal penetra en los oídos y engendra el mal, la imagen del mal penetra en los ojos y engendra el mal, el contacto del mal posee a las manos y engendra el mal, y hasta el olor y el sabor de sus emanaciones como las de la carroña en el páramo engendran el mal. 
Las almas, entretanto, vagando desnudas por el campo de batalla, no las de los muertos, las de los vivos. 
Inermes, estériles, pronunciando solo la blasfemia sin fórmula, sin freno, sin límites de su silencio. 
Y lentamente, uno por uno, equitativamente, aniquilándose en milenios de giros, en superpuestas capas anulares de tiempo y de perdición. Hasta que, al fin, un día –en medio de la irrevocable noche–, dos solos, únicos, frente a frente, hundan sus aceros con simultánea y certera calma en sus corazones, sabiendo, al fin, concluyente su dolor, que durará sin agonía hasta que llegue para todos los que fueron el día inevitable. Y entonces, ¡ah, si supieran! 

Rosa Chacel, La última batalla.

Rosa Chacel