Elena Román, La relojería

La relojería

La relojería está enclavada en una esquina. En horario de comercio permanece abierta por la puerta que da a la calle más concurrida. La gente entra para comprar relojes, pilas para relojes, correas para relojes, e incluso cucos para relojes. Al anochecer se cierra dicha puerta y se abre la que da a una calle poco transitada y poco iluminada. Individuos con gabardina y sombrero entran entonces. Piden en voz baja una dosis. Tienen ojeras y les tiemblan las manos. Pasan a la trastienda. Personas muy ocupadas compran tiempo. Se lo inyectan en cualquier parque y, aunque se sientan mejor, con frecuencia se aburren y buscan pelea.
 Elena Román, La relojería (Ciudad girándose; Baile del Sol, 2015).

 Elena Román

Sara Mesa, Intolerancia.

Intolerancia 

Teniendo en cuenta la experiencia de años anteriores y también que el sol es cada vez más fuerte y que mi piel se ha desacostumbrado a tomarlo, admitamos que fue una tontería visitar al dermatólogo ―da igual que la consulta la cubriera el seguro―, porque para qué, si ya otras veces fui y los consejos fueron siempre los mismos ―protección, protección: permanece a la sombra, úntate cremitas impagables, tómate capsulitas impagables―, y mis respuestas también fueron siempre las mismas ―no hacer caso, no comprar nada, sin terminar de entender por qué todos los productos prescritos son tan impagables―, y aunque sí es cierto que el dictamen sufrió variaciones con los años ―más drástico cada verano, pues pasé de ser simplemente blanquita a ligeramente alérgica y después reactiva―, esta vez hubo una novedad y es que ya sin ambages el dermatólogo ―un tipo maduro pero de presencia impecable― me calificó de intolerante. Intolerante al sol, matizó con una ancha sonrisa ―dientes blancos, también impecables―, de modo que la protección ha de ser absoluta, total, sin fisuras, insistió, y escribió en un papelito con membrete el nombre de una crema que yo debía usar y de unas nuevas cápsulas ―sustituyen a las anteriores, aclaró―, que también ―imprescindibles― debía usar, aunque bien sabía yo que tampoco iba a poder permitírmelas. Y ya después, cuando metía el papel en un sobre marcado con el mismo membrete ―ordenado y metódico, así es el dermatólogo―, me habló de la sombrilla. No una sombrilla de playa, dijo, eso es obvio, sino una de estas pequeñas que se usan para andar por la calle, tipo parasol chino, perfectas para esa gran sensibilidad cutánea mía, porque ya incluso las fabrican con ofelina, dijo, y ante mi expresión de extrañeza ―ofelina― me explicó que se trata de un tipo de tela que ofrece una protección UVA del ochenta por ciento, y después añadió ―con un tono que me pareció algo burlón― que hoy día las hacen muy bonitas, con diseños orientales ―dragones, flores― pero también, si así lo prefería, más contemporáneas, en todo caso muy ligeras, baratas, duraderas y glamourosas. Pensé que se estaba riendo de mí, pero no, en el fondo bien sabía yo que no.
Pasear con una sombrilla por la calle.
Lo que me faltaba.
Aquí no lo hace nadie... ¡pasear con sombrilla! Sólo de imaginarme así, caminando por mi barrio con una ―digamos, por ejemplo, un parasol con el reborde de encaje y la tela floreada―, dándole vueltas entre los dedos al mango, como si acaso yo ―¡yo!― fuese una damisela del XIX que pasea por un bulevar de París, pero en realidad en mi barrio de bloques de ladrillo y bazares de chinos y el bar Estanco y la peluquería de la Chipi, sólo de imaginarlo, digo, me moría de vergüenza. Así que otra vez vino la misma historia: desoí los consejos, me olvidé, pasé página.
Unos días después, volviendo del súper cargada con las bolsas de plástico ―dañándome los dedos, de tan pesadas―, sentí que me quemaba, o no exactamente que me quemaba, sino que me atacaba algo, que me atacaba el sol para ser más precisa, lo que era una agresión en toda regla, un picor extremo, y no podía rascarme lo más mínimo, no podía siquiera detenerme, pues eran las bolsas tan pesadas, tan difícil era mantener el equilibrio, además de que los congelados, también a su manera, estaban siendo agredidos por el sol. Fue así como me salieron aquellas erupciones. No era la piel quemada exactamente, sino un sarpullido muy fastidioso extendido por el cuello y los brazos, y también rojeces que me salpicaban las mejillas, como en un test de rorschach. Prácticamente en todos los sitios donde me había dado el sol, la piel se me había resentido, y me asusté muchísimo ―además de que escocía bastante―, de modo que me dije algo tengo que hacer, y me armé de valor y compré un parasol por internet, mirando hasta con cierta ilusión las fotos de una página web donde los vendían, con chicas estupendas llevándolas con mucha gracia, chicas modernas, nada de damiselas ridículas del XIX, pero todas, curiosamente, con un ligero tono bronceado, todas de piel sanísima, inmaculada, sin manchas, sin necesidad realmente de usarlas. Y el dermatólogo tenía razón: los parasoles de calle son baratos. Por diecinueve euros, más otros cinco de gastos de envío, escogí uno morado con lunares negros ―modelo polka dots―, en total bastante menos de lo que costaba el tratamiento de cápsulas protectoras para un mes, y además, en 2-3 días recibirá su pedido en casa, enhorabuena.
En 2-3 días también había bajado bastante la erupción ―las duchas de agua helada me calmaban―, así que cuando tuve el parasol entre manos se me había desinflado igualmente el interés ―entusiasmo, diríamos, nunca tuve―, además de que, visto de cerca, parecía simplemente una sombrilla de playa que hubiese encogido. La estructura metálica era también decepcionante ―endeble― y aquello de la ofelina, bueno, había que creérselo, pues la tela tenía un aspecto de lo más corriente. Para colmo, se abría y cerraba con dificultad, así que me dije hasta que no le cojas el truco nada de llevarlo a la calle. Caminaba por la sombra, pero aún así el sol era inevitable, y cruzaba bajo él rapidito, agobiada doblemente, primero por la posibilidad de volverme a quemar ―o a sufrir lo que quiera que fuese que sufría a causa del sol― y después por haberme gastado veinticuatro euros en un parasol que no me atrevía a usar y que, probablemente, nunca usaría. Se lo conté a Trini, la vecina, no porque necesitara compartir mi agobio, sino porque me la encontré por la escalera, mirándome con esa manera tan fija de mirar ―o más bien de escrutar―, tan pretendidamente amable, como queriendo entresacar algo de mí ―algo bueno, sin duda, Dios te bendiga, Trini―, con sus vestidos amplios y esa sonrisa perenne y toda su dulzura de mami de cincuenta, su melena imponente y canosa, y… lo sé, lo sé, me pierdo en los detalles. Justo es por esto ―para no perderme en los detalles― por lo que le conté lo del parasol. Las palabras son buenos lugares a los que aferrarse, aunque no las palabras abstractas ―ridículo, intolerancia, reacción, agobio, capricho o duda― sino las concretas ―parasol, ofelina, veinticuatro, sarpullido, dermatólogo, cápsulas carísimas―, y se lo conté todo con suma concreción. Ella me dijo haz en la vida lo que quieras hacer, deja de atormentarte por lo que los demás puedan pensar, si no cuidas tú de ti misma nadie lo hará por ti, no dejes nunca que nadie te diga lo que has de hacer, y yo asentía, y también pensaba que justamente ella me estaba diciendo lo que debía hacer, y fue, sin duda, un error, me daba cuenta, un grandísimo error, habérselo contado.
Grandísimo porque ahora, cada vez que yo salía de casa y me le encontraba por la escalera, o cada vez que salía y simplemente sabía que ella me veía salir ―desde su ventana o desde dondequiera que estuviese―, pensaba que me estaba juzgando por no llevar el parasol, por no ser capaz de vencer mis prejuicios y mi vergüenza, por ser tan débil, tan influenciable, tan vulnerable y, en definitiva, tan estúpida, aunque lo cierto es que era ella quien me parecía estúpida a mí, pero eso no anulaba mis sentimientos, la sensación de que debía darle cuenta de algo. Por eso una tarde de mucho sol ―de un sol ardiente―, cogí mi parasol polka dots, me asomé al portal, miré a ambos lados y, con cierto esfuerzo, lo abrí. Caminé abochornada unos pasos, con la cabeza gacha, aunque de reojillo me fijaba en los demás viandantes, y sí, no eran imaginaciones mías, me miraban, claramente me miraban con sorpresa ―¿va con paraguas sin que llueva?―, si no con cierta indignación incluso, con conmiseración otros, como si yo no estuviese bien de la cabeza, y según avanzaba por la acera las expresiones iban creciendo en variedad, aunque todas las variaciones dentro de un, digamos, campo de expresiones de tipo negativo: la burla, el estupor, el miedo ―una anciana se cruzó de acera, la vi, la vi―, la risa contenida, las ganas de humillar y de… ¿pegarme? ¿era posible que aquellos adolescentes de la esquina que me observaban y cuchicheaban entre ellos se estuvieran planteando pegarme?
Ya estaba bien.
Lo cerré, de nuevo con esfuerzo, y las miradas cesaron de inmediato, porque llevar un parasol plegado es como no llevar nada, o casi nada. Luego me dije, mira, es mejor así, cuando salga puedo llevarlo en la mano y Trini lo verá y creerá que lo uso y me aplaudirá como la mujer fuerte y libre que espera que yo sea, pero en realidad no lo abriré nunca, casi por una cuestión de seguridad propia es mejor no abrirlo, es preferible cargar con él a todos lados, quemarme, achicharrarme incluso, antes que ir con el parasol abierto acumulando miradas aviesas a mi espalda, porque después de todo qué haría yo si viese a una mujer como yo ―¿te has visto? ¿te has mirado bien? ¿qué tienes tú que ver con las chicas de la página web?―, en un barrio como este ―la Chipi, el Estanco, los chinos, el ladrillo―, con un parasol como el que llevo ahora bajo el brazo ―de lunaritos, por Dios, de lunaritos―, qué pensaría yo acaso ante una como yo, con mi aspecto, en una situación como la mía, tan grotesca. ¿No me darían acaso ganas de reírme? ¿No me vendría de golpe la vergüenza ajena? ¿No pensaría qué tía más loca, qué tía más lamentable, qué se ha creído esa tía? Llegado el caso, sí, ¿no haría yo lo mismo, exactamente lo mismo, que hacen todos?

Sara Mesa, Intolerancia.

Sara Mesa

Manuel Moyano, Origen del mito

Origen del mito

Ejerciendo de médico en las tierras del Norte, fui reclamado cierta noche de tormenta para atender un parto. En aquel lugar dejado de la Providencia se han visto muchas cosas extrañas, y no me sorprendió que el recién nacido tuviera cabeza de becerro. Recomendé ahogarlo con un almohadón, pero a los padres les faltó valor. El varón creció y, mucho tiempo después, habiendo ya cumplido los quince años, vino a visitarme. Me llamaba “buen doctor”, pero había en sus palabras un velo de amarga ironía. Yo no podía apartar la vista de sus astas de toro. “He sabido por mis padres que usted les aconsejó matarme”, dijo. “Así es”, respondí con todo el aplomo de que fui capaz, pues temía que su propósito fuera vengarse por ello. “Debieron hacerle caso”, fue lo único que le oí mugir mientras abandonaba mi consulta. Luego supe que, antes de venir a verme, había corneado a sus progenitores hasta la muerte. También me dijeron que huyó al monte, y que allí construyó una casa de largas e intrincadas galerías para recluirse en su interior. Pero ésa es otra historia.
 Manuel Moyano, Origen del mito.

Manuel Moyano

Ryunosuke Akutagawa, En el bosque

En el bosque

Declaración del leñador interrogado por el oficial de investigaciones de la Kebushi
-Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.
El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que yo me acercaba.
¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los sentidos; la victima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la carretera.

Declaración del monje budista interrogado por el mismo oficial
-Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.
¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago… Lo lamento… no encuentro palabras para expresarlo…

Declaración del soplón interrogado por el mismo oficial
-¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera.
De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él quien mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo. No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado.

Declaración de una anciana interrogada por el mismo oficial
-Sí, es el cadáver de mi yerno. Él no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.
¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.
Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba este destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero… ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que… (Los sollozos ahogaron sus palabras.)

Confesión de Tajomaru
Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.
Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante… Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.
¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras ustedes matan por medio del poder, del dinero y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matan ustedes, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la han matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa irónica.)
Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar a hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña.
Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia… Luego… ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.
Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.
Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos… Era el lugar ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú.
Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato.
Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)
Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido.
Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de veinte… (Sereno suspiro.)
Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada. ¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.
Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.)

Confesión de una mujer que fue al templo de Kiyomizu
-Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos de mi marido… un resplandor verdaderamente extraño… Cada vez que pienso en esa mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia El bandido había desaparecido y mi marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentía en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante; me aproximé a mi marido y le dije:
-Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte! Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas!
Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal. Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:
-Te pido tu vida. Yo te seguiré.
Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame».
Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono.
Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver. Después… ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle… ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido… qué podía hacer. Aunque yo… yo… (Estalla en sollozos.)

Lo que narró el espíritu por labios de una bruja
-El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No lo escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido por los celos. Él le decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¡Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado! Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)
Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos tan horrible! ¡Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas! Palabras que… (Se interrumpe, riendo extrañamente.)
Al escucharlas hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone? No tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza. ¿Quieres que la mate?…»
Solamente por esa actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)
Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa pesadilla. Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que murmuraba:
«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)
Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba. ¡Ah, ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último rayo de sol que desaparecía… Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar…

Ryunosuke Akutagawa, En el bosque.


Ryunosuke Akutagawa

Ambrose Bierce, Un suceso sobre el puente del río Owl

Un suceso sobre el puente del río Owl.

I
Había un hombre parado sobre un puente ferroviario al norte de Alabama, mirando hacia el agua que corría rápidamente unos seis metros más abajo. Tenía las manos atadas a la espalda con una cuerda. Otra cuerda rodeaba holgadamente su cuello, estaba sujeta a una fuerte viga transversal por encima de la cabeza y colgaba hasta la altura de las rodillas. Algunas tablas sueltas, puestas sobre las traviesas, le proporcionaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal dirigidos por un sargento que en su vida civil podía haber sido ayudante del sheriff. No lejos, sobre la misma plataforma provisional, esperaba un oficial vestido con el uniforme de su rango y armado. Era el capitán. En cada extremo del puente había un centinela con su rifle “en posición de firmes”, es decir, vertical delante del hombro izquierdo, el precursor descansando sobre el antebrazo que cruzaba el pecho; posición formal y poco natural que obliga a mantener el cuerpo rígido. No parecía una obligación de estos dos hombres saber lo que estaba ocurriendo en medio del puente; sencillamente bloqueaban los dos extremos de la pasarela. 
Más allá de los dos centinelas no se veía a nadie; los rieles corrían en línea recta durante unos cien metros hasta un bosque, después doblaban y desaparecían. Sin duda, había un puesto de avanzada más adelante. La otra orilla del arroyo era campo abierto y una suave colina subía hasta una estacada de troncos verticales, con troneras para rifles y una única abertura a través de la cual e proyectaba la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. A mitad de camino entre el fuerte y el puente se encontraban los espectadores: una compañía de infantería en posición de descanso, con las culatas de los rifles apoyadas en el suelo, los cañones levemente inclinados hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas sobre los cañones. Un teniente estaba de pie a la derecha de la línea, la punta de su espada en el suelo, y con su mano izquierda descansando sobre la derecha. Salvo el grupo de los cuatro en el medio del puente, nadie se movía. La compañía miraba hacia el puente fijamente, inmóvil. Los centinelas, de cara a la orilla del arroyo, podían haber sido estatuas que adornaran el puente. El capitán, de brazos cruzados, silencioso, observaba el trabajo de sus subordinados sin dar ninguna indicación. La muerte es un dignatario que cuando se anuncia es para ser recibido con formales manifestaciones de respeto, aun por aquellos que están más familiarizados con ella. En el código de honor militar, el silencio y la inmovilidad son formas de defensa. 
El hombre que se disponían a ahorcar tenía aparentemente unos treinta y cinco años. Era un civil, a juzgar por su vestimenta, que era la de un granjero. Sus rasgos eran nobles: nariz recta, boca firme, frente amplia y cabello largo y oscuro peinado hacia atrás, que le caía por detrás de las orejas hasta el cuello de su elegante chaleco. Tenía bigote y una barba en punta, pero no llevaba patillas; sus ojos eran grandes, de un gris oscuro, y poseían esa expresión afectuosa que uno difícilmente hubiera esperado en alguien pronto a morir. Evidentemente no era un asesino vulgar. El código militar, tan amplio en su espíritu, prevé la horca para muchas clases de personas, sin excluir a los caballeros. 
Al culminar los preparativos, los dos soldados se hicieron a un lado y cada uno retiró la tabla sobre la que había estado apoyado. El sargento se volvió hacia el capitán, saludó y se colocó inmediatamente detrás de él, y ésta a su vez se alejó un paso. Estos movimientos dejaron al condenado y al sargento de pie sobre ambos extremos de la tabla que atravesaban tres traviesas del puente. El extremo donde estaba el civil alcanzaba, casi sin tocarla, una cuarta traviesa. Esta tabla se había mantenido horizontal por el peso del capitán, y ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal del capitán el sargento se haría a un lado, la tabla habría de inclinarse y el condenado caería entre dos traviesas. Al condenado este arreglo le pareció sencillo y eficaz. No le habían cubierto la cara ni vendado los ojos. Consideró por un momento su vacilante posición, y luego dejó que su mirada vagara hacia las aguas arremolinadas del arroyo, que corrían enloquecidas bajo sus pies. Un trozo de madera flotante que bailoteaba llamó su atención y sus ojos la siguieron corriente abajo. ¡Con qué lentitud parecía moverse! ¡Qué arroyo tan perezoso! 
Cerró los ojos parea fijar los últimos pensamientos en su mujer y en sus hijos. El agua convertida en oro por el sol temprano, las melancólicas brumas de las orillas a alguna distancia corriente abajo, el fuerte, los soldados, el pedazo de madera, todo lo había distraído. Y ahora tuvo la conciencia de una nueva distracción. A través del recuerdo de sus seres queridos llegaba un sonido que no podía ignorar ni comprender, una percusión seca, nítida, como el golpe del martillo de un herrero sobre un yunque:  tenía esa misma resonancia. Se preguntó qué era, y si estaba inmensamente distante o cerca. Parecía como el tañido de una campana fúnebre. Esperó uno y otro golpe con impaciencia y —no sabía por qué— con temor. Los intervalos de silencio se hicieron cada vez mayores. Los silencios se volvían exasperantes. A medida que eran menos frecuentes, los sonidos aumentaban en fuerza y nitidez. Lastimaban su oído como una cuchillada. Tuvo miedo de gritar. Lo que oía era el tictac de su reloj. 
Abrió los ojos y vio una vez más el agua bajo sus pies. 
“Si pudiera liberar mis manos”, pensó, “podría deshacerme del lazo y lanzarme al agua. Al zambullirme eludiría las balas y nadando con fuerza alcanzaría la orilla, me metería en el bosque y llegaría a casa. Mi casa, gracias a Dios, está todavía fuera de sus avanzadas; mi mujer y mis hijos todavía están más allá de sus líneas invasoras.” 
Mientras estos pensamientos, que aquí tienen que ser puestos en palabras, más que desarrollarse, relampagueaban en la mente del condenado, el capitán hizo una señal al sargento. El sargento se hizo a un lado. 

II 
Peyton Farquhar era un granjero acomodado, miembro de una familia vieja y muy respetada de Alabama. Dueño de esclavos y, como otros dueños de esclavos, político, era naturalmente un secesionista de nacimiento, dedicado con ardor a la causa del Sur. Circunstancias imperiosas, que no viene al caso relatar aquí, le habían impedido unirse a las filas del valeroso ejército que combatió en las desastrosas campañas hasta terminar con la caída de Corinth; irritado por esta vergonzosa limitación anhelaba dar rienda suelta a sus energías y soñaba con la vida libre del soldado, con la oportunidad de destacar. Sentía que esa oportunidad llegaría como le llega a todos durante la guerra. Entretanto, hacía lo que podía. Ninguna tarea era para él demasiado humilde si con ella ayudaba al Sur, ninguna aventura demasiado peligrosa si estaba conforme con el carácter de un civil que tiene corazón de soldado, y que de buena fe y sin muchos escrúpulos acepta por lo menos parte del dicho francamente miserable de que todo vale en el amor y en la guerra. 
Un atardecer, mientras Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco a la entrada de su propiedad, un soldado a caballo, uniformado de gris, llegó hasta el portón y pidió un vaso de agua. La señora Farquhar se alegró de poder servirlo con sus propias manos delicadas. Mientras iba a buscar el agua, su marido se acercó al polvoriento jinete y le pidió ansiosamente noticias del frente. 
—Los yanquis están reparando las vías —dijo el hombre— y se preparan para seguir su avance. Han llegado al puente sobre el río Owl, lo han reparado y han construido una estacada en la orilla norte. El comandante emitió un edicto, que se ve por todas partes, declarando que cualquier civil que sea capturado entorpeciendo la vía, sus puentes, túneles o trenes, ha de ser ahorcado sin más. Yo vi el edicto. 
—¿A qué distancia está el puente sobre el río Owl? —preguntó Farqhar. 
— A unos cincuenta kilómetros. 
—¿No hay fuerzas a este lado del arroyo? 
—Sólo un destacamento de avanzada a medio kilómetro de distancia, sobre las vías, y un centinela a este lado del puente. 
—Suponga que un hombre, un civil propenso a la horca, eludiera la avanzada y pudiera tal vez eliminar al centinela —dijo Farqhar, sonriendo— ¿qué lograría? 
El soldado reflexionó. 
—Yo estuve allí hace un mes —contestó—. Observé que la inundación del invierno pasado había arrimado una cantidad de maderas contra el pilar de troncos que sostiene ese extremo del puente. Esa madera ahora está seca y ardería como yesca. 
La señora trajo el agua y el soldado la bebió. Le dio las gracias ceremoniosamente, se inclinó ante el marido y se fue. Una hora más tarde, al anochecer, pasó otra vez por la plantación, hacia la misma dirección desde la cual había venido. Era un explorador del ejército federado. 

III 
Cuando Peyton Farqhar se desplomó a través del puente quedó inconsciente como si ya estuviera muerto. De este lado lo despertó –le parecía que siglos después— el dolor de una fuerte presión sobre su garganta, seguida por una sensación de ahogo. Punzadas agudas y penetrantes parecían disparar desde su cuello hacia abajo a través de cada fibra del tronco y las extremidades. Se diría que estos dolores relampaguearan a lo largo de líneas de ramificación bien definidas y dieran pulsadas con una frecuencia enloquecida. Parecían corrientes de fuego que lo calentaran a una temperatura intolerable. En cuanto a su cabeza, no era co naciente más que de una sensación de presión, de congestión. Pero estas sensaciones no iban acompañadas del pensamiento. La parte intelectual de su ser ya se había borrado; sólo tenía poder para sentir, y sentir era un tormento. Sentía que se movía. Sumergido en una nube luminosa, de la cual no era ahora más que el centro ardiente, sin sustancia material, se columpiaba a través de increíbles arcos de oscilación, como un enorme péndulo. En un instante, terriblemente repentina, la luz que lo rodeaba disparó hacia arriba con el ruido de una fuerte zambullida; resonó un rugido espantoso en sus oídos y todo fue frío y oscuridad. Volvió entonces la capacidad del pensamiento; supo que la cuerda se había roto y que él había caído al arroyo. No era mayor la sensación de estrangulamiento; el lazo que rodeaba su cuello lo estaba sofocando e impedía que el agua entrara en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! La idea le pareció ridícula. Abrió los ojos en la oscuridad y vio sobre él un rayo de luz. ¡Pero qué lejano, qué inaccesible. Supo que se hundía todavía, porque la luz se atenuaba paulatinamente hasta no ser más que un resplandor. Entonces empezó a crecer y brillar más y advirtió que se acercaba a la superficie; lo supo desganadamente, porque ahora estaba muy cómodo. “Ser ahorcado y ahogarse”, pensó, “no está tan mal; pero no quiero que me disparen. No; no me dispararán, no es justo.” 
No fue consciente del esfuerzo, pero un agudo dolor en la muñeca le indicó que estaba tratando de liberar las manos. Concentró su atención en esa lucha, como un observador perezoso podría observar la proeza de un malabarista sin interesarse por el resultado. ¡Qué esfuerzo espléndido! ¡Qué fuerza magnífica y sobrehumana! ¿Ah, qué hermosa empresa! ¡Bravo! La cuerda cayó; sus brazos se separaron y flotaron hacia arriba, las manos apenas visibles a cada lado, en la luz creciente. Las observó con renovado interés mientras, primero una y luego la otra, tironeaban del lazo que rodeaba su cuello. Lo aflojaron y arrancaron furiosamente, y éste se alejó como una anguila. “¡Átenlo otra vez!”, creyó haber gritado estas palabras a sus manos porque al aflojarse el nudo había sentido el dolor más espantoso de su vida. El cuello le dolía terriblemente; su cerebro estaba incendiado; su corazón, que había estado latiendo débilmente, dio un gran salto, tratando de salírsele por la boca. ¡Todo su cuerpo se estremecía y retorcía con una insoportable angustia! Pero sus manos desobedientes no acataron la orden. Golpearon el agua vigorosamente con rápidos manotazos que lo impulsaban hacia la superficie. Sintió que su cabeza emergía; sus ojos quedaron cegados por la luz del sol; su pecho se expandió convulsivamente, y con un esfuerzo supremo sus pulmones se llenaron del aire que instantáneamente expulsaron con un alarido. 
Ahora estaba en plena posesión de sus sentidos. En realidad, éstos se encontraban sobrenaturalmente agudizados y alerta. Algo en la espantosa perturbación de su organismo los había exaltado y refinado de tal manera que registraban cosas nunca antes percibidas. Sentía las ondas del agua sobre su cara y las oía por separado cuando lo golpeaban. Miró al bosque sobre la orilla del arroyo, vio cada uno de los árboles, las hojas y las venas de cada hoja. Vio hasta los insectos sobre ellas: las langostas, las moscas de cuerpo brillante, las arañas grises estirando sus telas de rama en rama. Notó los colores prismáticos en todas las gotas del rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los mosquitos que bailaban sobre los remolinos del arroyo, el golpeteo de las alas de las libélulas, los chasquidos de las patas de las arañas acuáticas como remos que hubieran levantado su bote. Todo hacía una música perceptible. Un pez se deslizó ante sus ojos y oyó el sonido de su cuerpo partiendo el agua. 
Había salido a la superficie boca abajo; en un instante el mundo visible pareció girar lentamente teniéndolo a él por eje, y vio el puente, el fuerte, los soldados sobre el puente, el capitán, el sargento, los dos soldados, sus verdugos. Eran siluetas contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban señalándolo. El capitán había desenfundado su pistola, pero no disparó; los otros estaban desarmados. Sus movimientos eran grotescos y horribles, sus formas gigantescas. 
De pronto oyó un ruido seco y algo golpeó el agua a pocos centímetros de su cabeza, salpicándole la cara. Oyó una segunda detonación y vio a uno de los centinelas con su rifle a la altura del hombro, y una nubecita de humo azul ascendía desde el cañón. El hombre vio desde el agua el ojo del hombre que estaba sobre el puente observando los suyos a través de la mira del rifle. Notó que era un ojo gris y recordó haber leído que los ojos grises eran los más penetrantes, y que todos los famosos tiradores los tenían. Sin embargo, éste había errado. Un remolino lo había hecho volverse; otra vez estaba mirando hacia el bosque en la orilla opuesta al fuerte. Desde su espalda llegó el sonido de una voz clara y alta con un monótono cántico de tal nitidez que atravesaba y relegaba todos los otros sonidos, hasta el de las ondas en sus oídos. Y aunque no era soldado, había frecuentado los campamentos tanto como para conocer el terrible significado de ese cántico deliberado, arrastrado, aspirado; el teniente que estaba en la orilla se incorporaba al trabajo matinal. Qué fría y despiadadamente, y con qué entonación pareja y calma, que presagiaba e imbuía de tranquilidad a sus hombres, con qué intervalos exactamente medidos, caían esas crueles palabras: 
— ¡Atención, compañía!… ¡Levanten armas!... ¡Listos!...¡Apunten!...¡Fuego! 
Farquhar se zambulló tan profundamente como pudo. El agua rugió en sus oídos como la voz del Niágara, y aún así oyó el trueno amortiguado de la descarga. Al regresar a la superficie, se encontró con brillantes pedazos de metal, extrañamente achatados, que descendían oscilando lentamente. Algunos le tocaron la cara y las manos y siguieron su caída. Uno de ellos se alojó entre su cuello y su camisa; estaba desagradablemente caliente y lo arrancó de allí. 
Al salir a la superficie, jadeando, vio que había estado mucho tiempo bajo el agua; la corriente lo había llevado perceptiblemente más lejos, más cerca de su salvación. Los soldados casi habían terminado de recargar; las baquetas de metal brillaron simultáneamente al ser retiradas de los cañones, giraron en el aire y entraron en sus vainas. Los dos centinelas dispararon de nuevo, independiente, ineficazmente. 
El hombre perseguido veía todo esto por encima de su hombro; ahora estaba nadando vigorosamente a favor de la corriente. Su cerebro tenía energía como sus brazos y sus piernas; pensaba con la rapidez del rayo. 
“El oficial” razonó, “no pecará otra vez por exceso de disciplina. Es tan fácil esquivar una descarga cerrada como un tiro solo. Probablemente ya ha dado la orden de disparo graneado. ¡Que Dios me ampare, no puedo esquivarlos a todos!” 
Un chasquido impresionante a dos metros de distancia fue seguido por un fuerte silbido, que desapareció diminuendo y pareció desplazarse hacia atrás, por el aire, hacia el fuerte; murió con una explosión que sacudió el río hasta lo más profundo. ¡Una cortina de agua que se levantaba se dobló sobre él, le cayó encima, lo dejó ciego, lo ahogó! El cañón había entrado en juego. Mientras sacudía su cabeza para librarse de la conmoción del agua, oyó el tiro desviado que zumbaba por el aire, frente a él, y al instante entraba en el bosque, quebrando y aplastando las ramas. 
“No harán eso otra vez”, pensó “la próxima vez utilizarán una carga de metralla. Debo vigilar el cañón; el humo me avisará: el ruido del disparo llega demasiado tarde; viene después del proyectil. Es un buen cañón.” 
De pronto se sintió dando vueltas y vueltas, girando como una peonza. El agua, las orillas, los bosques, el puente ahora lejano, el fuerte y los hombres, todo se confundía y se esfumaba. Los objetos sólo quedaban representados por sus colores; vetas circulares y horizontales de color, era todo lo que veía. Había sido atrapado en un remolino y giraba con una velocidad que lo mareaba y lo descomponía. Pocos momentos después era arrojado sobre los cantos al pie de la orilla izquierda del arroyo —la orilla sur—, detrás de un saliente que lo ocultaba de sus enemigos. La quietud repentina, el raspar de su mano contra las piedras, lo hicieron volver en sí y llorar de felicidad. Enterró sus dedos en los cantos, los arrojó hacia arriba a manos llenas y los bendijo en voz alta. Parecían diamantes, rubíes, esmeraldas; no podía pensar en nada hermoso a que no se parecieran. Los árboles de la orilla eran enormes plantas de jardín; encontró un orden definido en su disposición, aspiró la fragancia de sus flores. Una extraña luz rosada brillaba a través de los espacios entre sus troncos, y el viento tañía en sus ramas la música de arpas eólicas. No tenía ningún deseo de culminar la huida; estaba satisfecho de poder quedarse en ese lugar encantador hasta que lo volvieran a atrapar. 
Un zumbido y el golpeteo de la metralleta entre las ramas sobre su cabeza lo despertaron del sueño. El frustrado artillero le había disparado una ráfaga de despedida, al azar. Se irguió de un salto, subió con rapidez la pendiente y se perdió en el bosque. 
Caminó todo ese día guiándose por el sol. El bosque parecía interminable; no pudo descubrir ni un claro, ni siquiera un sendero de leñadores. Nunca había sabido que vivía en una región tan salvaje. La revelación tenía algo de estremecedor. Al caer la noche estaba agotado, tenía los pies doloridos y un hambre atroz. El recuerdo de su mujer y de sus hijos lo alentaba a seguir adelante.. Finalmente, encontró un camino que lo llevaba en la dirección que él sabía correcta. Era tan ancho y recto como una calle, pero nadie parecía haber pasado por él. No estaba bordeado por campos abiertos y no se veía ninguna casa por ningún sitio. Los negros cuerpos de los árboles formaban una pared cerrada, a ambos lados, que terminaba en un punto del horizonte, como un diagrama en una lección de perspectiva. Sobre su cabeza, al mirar a través de esta grieta del bosque, brillaban grandes estrellas de oro que le resultaban desconocidas y agrupadas en extrañas constelaciones. Estaba seguro de que se encontraban dispuestas en algún orden cuyo significado era secreto y maligno. El bosque estaba lleno de ruidos singulares, entre los cuales —una vez, otra y una tercera— oyó claras voces en un idioma desconocido. 
El cuello le dolía y al tocárselo con la mano se dio cuenta de que estaba horriblemente hinchado. Supo que tenía un círculo negro donde la cuerda lo había herido. Sus ojos estaban congestionados; ya no podía cerrarlos. Tenía la lengua hinchada por la sed; alivió su fiebre sacándola por entre sus dientes, hasta sentir el aire frío. ¡Con qué suavidad el césped había alfombrado la desierta avenida! ¡Ya no podía sentir el camino bajo sus pies! 
A pesar del sufrimiento, se había quedado sin duda dormido mientras caminaba, porque ahora ve un paisaje diferente. Quizá sólo se ha recuperado de un delirio. En ese momento está de pie frente al portón de su propia casa. Las cosas están como él las dejó, y todo es brillante y hermoso en el sol matinal. Debe de haber viajado la noche entera. Cuando empuja y abre el portón y entra en el camino ancho y blanco, ve un aleteo de prendas femeninas; su mujer, con aspecto fresco y dulce, baja de la terraza para recibirlo. Al pie de los escalones lo espera, con una inefable sonrisa de alegría, una actitud de incomparable gracia y dignidad. ¡Ay, qué hermosa es! Se lanza hacia ella con los brazos extendidos. Cuando está a punto de estrecharla siente un golpe en la nuca que lo desvanece; una luz blanca cegadora incendia todo a su alrededor con el sonido de un cañón. Después todo es oscuridad y silencio. 
Payton Farquhar estaba muerto; su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba suavemente de un lado a otro bajo las maderas del puente sobre el río Owl. 

Ambrose Bierce, Un suceso sobre el puente del río Owl. Traducción de Jorge Ruffinelli.

Ambrose Bierce