Sara Mesa, Arbolito

Arbolito.
En realidad, casi todo lo que cuento trata de otra cosa.
Quiero decir, parece que va de algo, pero hay otro algo detrás, agazapado, presto a saltar en el momento en que menos lo espero.
Puede pasar con lo más tonto, que en ocasiones esconde en su interior, como una almendrita tras su cáscara, lo más jugoso.
De hecho, es en lo más tonto, en lo anecdótico, lo trivial y lo cotidiano, en esos soplos de vida que me asaltan aquí y allá sin darse la menor importancia, donde más me sucede.
Me fijo en tonterías y solo con el paso del tiempo comprendo que de tonterías nada, que ahí hay miga.
O sea, que mi curiosidad está un poco confundida y bastante desviada.
Y si a veces acierta, es justo porque apunta hacia el lado incorrecto.
Esto debo explicarlo con ejemplos, así que contaré aquello que nos pasó una vez en Dying Street.
Dying Street, sobra decirlo, no es el verdadero nombre de la calle. La habíamos bautizado así para no llamarla directamente Calle de Los Moribundos, que tampoco es su verdadero nombre pero sí el más ajustado.
Solíamos recorrerla en nuestros largos paseos nocturnos con Fúlner. Parecía gustarle. Olisqueaba las aceras estrechas, el aroma a puchero del día siguiente, la tortilla de la cena, sofrito y pan tostado. Casas chatas, de una sola planta. Casas de pueblo, encaladas o recubiertas con azulejos feos –azulejos de cuarto de baño–, y su plaza de aparcamiento de minusválidos en la entrada, una de cada dos casitas con su plaza –quien dice minusválidos dice ancianos y enfermos–.
Por las ventanas semiabiertas los veíamos acostados, con la mirada perdida en el televisor, escuchando la radio o simplemente dormitando, en camas hospitalizadas, algunos con botella de oxígeno y mascarilla, escuchimizados y casi siempre solos.
El olor de Dying Street, la calle de aquellos a quienes solo les quedan tres telediarios, es el de la atención low cost a domicilio –que no es atención ni es nada–.
¿Por qué se habían juntado tantos en esa calle?
Y luego aquella casa diminuta, con la puerta siempre abierta, protegida de las inundaciones con un simple panel de madera cruzado a media altura, y la señora dentro, pesada, greñosa, con las piernas hinchadas, hundida en el sofá a tan solo dos metros de la tele, encendida día y noche a todo trapo.
Pasábamos por delante, Fúlner se asomaba a curiosear y nuestras miradas se cruzaban durante unos segundos, la de la señora y la nuestra, sin saludarnos, porque se saluda a quien se ve por la calle pero no a quien está dentro de su casa.
Pobre mujer, decíamos, pero lo decíamos sin dramatismo, la vida en Dying Street no da para más líos, es ley natural: unos nacen, otros mueren y otros se quedan aquí, un poco rezagados, esperando. ¿Iría alguien a verla?, nos preguntábamos. ¿Por qué nunca cierra la puerta? ¡Qué casa más pequeña! Pobre mujer, repetíamos, y lo de los tres telediarios, etc.
Incluso con el frío, la puerta abierta. Incluso con el frío de diciembre, la Navidad y todo eso. ¿Cómo es Dying Street un 24 de diciembre a las, pongamos, nueve de la noche?
Fuimos porque a Fúlner hay que sacarlo de todos modos y porque, qué diablos, Dying Street está a solo diez minutos de casa.
Las lucecitas navideñas nos reconfortaron ya desde la esquina. Bueno, dijimos, al menos alguien está de celebración, al menos eso.
Se reflejaban en la pared de enfrente, parpadeando, un-dos-tres-un-dos-tres, azules-rojas-verdes, muy alegres.
En algunas fachadas colgaban papanoeles de los chinos o eso tan chovinista, tan poco cristiano si uno lo piensa bien, de Cristo nació aquí, y guirnaldas de plástico, y ramas de acebo, también de plástico.
Pero las lucecitas, ah, las lucecitas no venían de cualquier lado, salían de aquella casa, la de la puerta siempre abierta.
Fúlner, inmune a la danza de colores, avanzaba con el hocico pegado al suelo –¿Hay menú especial esta vez, querido Fúlner? ¿Cordero? ¿Pavo?–, pero nosotros nos dejamos llevar por la alegría boba, superficial, de imaginar una fiesta familiar en la que la señora, la de las piernas hinchadas y las greñas, era esta vez el centro.
El ruido del televisor contribuía lo suyo a nuestra fabulación, un ruido festivo, bullicioso, que enmascaraba la verdad hacia la que nos acercábamos, aquella que descubrimos al pasar ante la puerta, y es que la mujer estaba sola, en el mismo lugar de siempre, viendo la tele igual que siempre, solo que con un pequeño arbolito artificial que echaba rágafas de luces, psicodelia desmesurada también del chino.
Nuestras miradas, entonces, se encontraron.
En la nuestra no sé lo que había; en la suya, repentino, un brillito de entusiasmo. Niña, niña, me llamó, acércate un momento.
¿Quería felicitarme? ¿Quizá solo buscaba charlar un rato, una noche como esa, en que la soledad se adensa y se hace intolerable? Entré como pude, saltando sobre el panel de madera.
En qué puedo ayudar, dije. La señora señaló el arbolito. Se lo habían regalado sus nietos, explicó, cuando fueron a verla un poco antes. Es muy bonito, dije. ¿Tú podrías apagarlo?, me pidió. Sí, supongo que sí, pero ¿por qué? ¡Es tan bonito!, repetí.
Porque las luces me dan en la cara y yo no puedo levantarme, dijo.
Dios. Era cierto. Ese resplandor como de discoteca proyectado sobre sus ojos. Le habían dejado aquello y ahora iba a estar encendido toda la noche.
¿Pero ellos ya no vuelven?, pregunté. Oh, no, no pueden, van ahora a visitar a la otra abuela, la que está enferma. ¡Enferma!, pensé. Yo ya me duermo pronto, continuó, pero con el arbolito es imposible, ¿me lo apagas? ¿Y el televisor? La señora me enseñó el mando a distancia, sonriente. No hacía falta. ¿Y no tiene frío con la puerta abierta? No, con la manta no, lo prefiero así porque, si me pasa algo, pego un grito y viene algún vecino. ¿Los vecinos la cuidan?, pregunté. Bueno, aquí estamos todos igual, pero en lo que podemos… ¿Y la cena? ¿Ha cenado usted ya? Sí, sí, me traen la cena a las ocho, todas las noches a eso de las ocho. ¿Entonces está bien? Ahora me miraba como si no comprendiera mi inquietud, con cierta impaciencia o incluso un poco molesta. ¡Pues claro! ¡Con que me apagues el arbolito ya me vale!
Apagué el arbolito, eché un último vistazo alrededor, me marché. Feliz Navidad, dije. Feliz Navidad, respondió.
Más tarde, recordándolo, nos dio la risa: el absurdo en forma de arbolito navideño.
Pobre mujer, decíamos, los nietos le dejaron un regalo envenenado, y después nos reíamos sin parar.
Y sin embargo, debo subrayar algo: Dying Street no es una calle triste. Es una calle pobre, y la pobreza es triste, pero eso es otro asunto. Así que quizá esto no va del arbolito, ni de la soledad en Navidad y a lo mejor tampoco va de la pobreza, sino de algo más hondo y personal, mucho más complicado de apresar.
Algo que no se deja ver debido a tantas luces.




Sara Mesa



Ricardo Reques, Carretera de sierra

Carretera de sierra.

Las serpenteantes carreteras de sierra siempre me han gustado más que las rectas autovías. Cada curva incierta es un paisaje nuevo. Cuando puedo elegir y el tiempo no me limita siempre elijo estos caminos. Quizás sea más aventurado ir por una carretera estrecha, con precipicios a los lados, con cambios de rasante y pendientes pronunciadas, pero esa peligrosidad me mantiene alerta, me da mayor control sobre las decisiones que tomo; un breve descuido y mi coche puede salir volando, caer por un terraplén o estrellarse contra un árbol. 
Aquella mañana había que extremar las precauciones, la lluvia no era intensa pero había una neblina que se espesaba en cada vaguada. Fuera, la temperatura era de ocho grados; sin embargo, dentro del coche me sentía confortable, escuchando en ese momento un compact de Shakira; sus juegos de voces y los cambios de ritmo me recordaban sus enloquecidas caderas. 
Bajaba hacia el río y la niebla era cada vez más densa. Si hubiera sacado la mano por la ventanilla seguro que habría podido atrapar un pedazo de nube. La música dejó de sonar y el silencio era húmedo. Ni siquiera con las antiniebla podía distinguir los límites de la carretera. Me concentré en la línea blanca dibujada en su borde derecho y reduje la velocidad al paso de un tractor. 
Pasado el estrecho puente comencé el ascenso que definía el angosto valle encajonado y la niebla, poco a poco, se fue disipando. Primero un atisbo de sol que se iba abriendo entre las nubes me despertó la esperanza de que el día finalmente se despejase y al llegar a la cumbre de una colina el paisaje ya era radiante, y atrás quedaba un mar de nubes reposando sobre el río. Ante mí se abría un lienzo verde salpicado de árboles con el tronco rojo que me recordaban los alcornocales de mi infancia. Ya sin necesidad de luces avanzaba por la carretera que, sin embargo, estaba en mal estado, con tramos sin asfaltar. Se veían algunas casas y, a lo lejos, algún cortijo; también se veía a alguna que otra persona haciendo labores del campo en pequeñas huertas. Bajé la ventanilla y escuché el canto de los pájaros, la temperatura era algo más alta. Caminando por el arcén iba un hombre mayor que parecía cansado. Me detuve junto a él y le pregunté si quería que le llevase a algún sitio. Su cara me resultó familiar. 
Solo cuando se sentó en el coche supe que era mi abuelo, pero él no me reconoció. Me acordé entonces de cuando era niño e iba con él al campo los fines de semana —ese mismo campo de alcornoques por el que ahora pasábamos—, de la chimenea con el fuego que crispaba la madera y era testigo de cuentos e historias que, a duras penas, retengo en mi cabeza, de sus remedios de medicina natural, de sus manos grandes y cálidas que calmaban el dolor de mi vientre, de su confianza en la suerte y en el destino, de su manera franca de afrontar la vida. 
Pero él no me reconocía. Han pasado muchos años. Solo se refería a cosas banales: al viento que se había levantado, a la lluvia que había regado la madrugada, a los zorzales que se agrupaban en aquellos árboles, a cosas que en ese momento no me importaban. No me hablaba de los ancianos días, de las historias de la guerra, de cómo un obús acabó con la vida de su mujer y de su pequeña hija, de cómo fue al frente llevándose de la mano tibia a mi padre cuando tenía sólo dos años; no me hablaba de cómo, con rabia, llegó a ser campeón de boxeo, de la ingenua esperanza que tenía en que algún día le tocase la lotería, de la importancia de cumplir los sueños, de buscar la felicidad perdida entre las cosas cotidianas que siempre olvidamos; no me hablaba de la dureza de su enfermedad, de lo que me prometió poco antes de morir: que vendría a verme, que no me asustase si en mis sueños se aparecía y me seguía contando aquellas historias. 
Atravesé un pequeño túnel justo en el momento en el que por arriba pasaba un tren veloz. El cielo volvía a estar cubierto, la niebla era tenue, la voz envolvente de Shakira regresaba y yo me encontraba de nuevo solo en un invierno frío. 

Ricardo Reques, Carretera de sierra (El enmendador de corazones, 2011).



Clarice Lispector, El muerto en el mar de Urca

El muerto en el mar de Urca.

Yo estaba en el apartamento de doña Lourdes, costurera, probándome el vestido pintado por Olly, y doña Lourdes dijo: murió un hombre en el mar, mire a los bomberos. Miré y solo vi el mar que debía estar muy salado, mar azul, casas blancas. ¿Y el muerto?
El muerto en salmuera. ¡No quiero morir!, grité, muda dentro de mi vestido. El vestido es amarillo y azul. ¿Y yo? Muerta de calor, no muerta en el mar azul.
Voy a decir un secreto: mi vestido es lindo y no quiero morir. El viernes el vestido estará en casa, el sábado me lo pondré. Sin muerte, solo mar azul. ¿Existen las nubes amarillas? Existen doradas. Yo no tengo historia. ¿El muerto la tiene? Tiene: fue a tomar un baño de mar a Urca, el bobo, y murió; ¿quién lo mandó? Yo tomo baños de mar con cuidado, no soy tonta, y solo voy a Urca para probarme el vestido. Y tres blusas. Ella es minuciosa en la prueba. ¿Y el muerto? ¿Minuciosamente muerto?
Voy a contar una historia: era una vez un joven a quien le gustaban los baños de mar. Por eso, fue una mañana de jueves a Urca. En Urca, en las piedras de Urca, está lleno de ratones, por eso yo no voy. Pero el joven no les prestaba atención a los ratones. Ni los ratones le prestaban atención a él. Y había una mujer probándose un vestido y que llegó demasiado tarde: el joven ya estaba muerto. Salado. ¿Había pirañas en el mar? Hice como que no entendía. No entiendo la muerte. ¿Un joven muerto?
Muerto por bobo que era. Solo se debe ir a Urca para probarse un vestido alegre. La mujer, que soy yo, solo quiere alegría. Pero yo me inclino frente a la muerte. Que vendrá, vendrá, vendrá. ¿Cuándo? Ahí está, puede venir en cualquier momento. Pero yo, que estaba probándome un vestido al calor de la mañana, pedí una prueba a Dios. Y sentí una cosa intensísima, un perfume intenso a rosas. Entonces, tuve la prueba. Dos pruebas: de Dios y del vestido.
Solo se debe morir de muerte natural, nunca por accidente, nunca por ahogo en el mar. Yo pido protección para los míos, que son muchos. Y la protección, estoy segura, vendrá.
Pero, ¿y el joven? ¿Y su historia? Es posible que fuera estudiante. Nunca lo sabré. Me quedé solamente mirando el mar y el caserío. Doña Lourdes, imperturbable, preguntándome si ajustaba más la cintura. Yo le dije que sí, que la cintura tiene que verse apretada. Pero estaba atónita. Atónita en mi vestido nuevo.

Clarice Lispector, El muerto en el mar de Urca.

Clarice Lispector


Ramón del Valle Inclán, El miedo

El miedo.

Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la tradición familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de una aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla del Pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz baja para darme su devocionario y decirme que hiciese examen de conciencia:
-Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor…
La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba con la biblioteca. La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el retablo campeaba el escudo concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al señor de Bradomín, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero estaba enterrado a la derecha del altar. El sepulcro tenía la estatua orante de un guerrero. La lámpara del presbiterio alumbraba día y noche ante el retablo, labrado como joyel de reyes. Los áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse cargados de fruto. El santo tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios. Su túnica de seda bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un milagro oriental. La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de pájaro prisionero como si se afanase por volar hacia el Santo.
Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas como ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de mis hermanas, se arrodilló ante el altar. Yo, desde la tribuna, solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las avemarías; pero cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas las palabras rituales de la oración. La tarde agonizaba y los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes y augustos, como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar. Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos. Ya sólo distinguía una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio. Era mi madre, que sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en tarde, el viento mecía la cortina de un alto ventanal. Yo entonces veía en el cielo, ya oscura, la faz de la luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su altar en los bosques y en los lagos…
Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados de mi madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre las manos que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio la voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban. y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados del rostro iguales, tristes, nazarenas. Habíame adormecido, y de pronto me sobresaltaron los gritos de mis hermanas. Miré y las vi en medio del presbiterio abrazadas a mi madre. Gritaban despavoridas. Mi madre las asió de la mano y huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas y quedé sobrecogido de terror. En el sepulcro del guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron en mi frente. La capilla había quedado en el mayor silencio, y oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas. De pronto, allá lejos, resonó festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y eclesiástica llamaba:
-¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán…!
Era el Prior de Brandeso que llegaba para confesarme. Después oí la voz de mi madre trémula y asustada, y percibí distintamente la carrera retozona de los perros. La voz grave y eclesiástica se elevaba lentamente, como un canto gregoriano:
-Ahora veremos qué ha sido ello… Cosa del otro mundo no lo es, seguramente… ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán…!
Y el Prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en la puerta de la capilla:
-¿Qué sucede, señor Granadero del Rey?
Yo repuse con voz ahogada:
-¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto dentro del sepulcro…!
El Prior atravesó lentamente la capilla. Era un hombre arrogante y erguido. En sus años juveniles también había sido Granadero del Rey. Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente:
-¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha visto temblar a un Granadero del Rey…!
No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles, contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la calavera del guerrero. La mano del Prior no tembló. A nuestro lado los perros enderezaban las orejas con el cuello espeluznado. De nuevo oímos rodar la calavera sobre su almohada de piedra. El Prior se sacudió:
-¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si son trasgos o brujas!
Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce empotradas en una de las losas, aquella que tenía el epitafio. Me acerqué temblando. El Prior me miró sin despegar los labios. Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré. Lentamente alzamos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante nosotros. Yo vi que la árida y amarillenta calavera aún se movía. El Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para cogerla. La recibí temblando. Yo estaba en medio del presbiterio y la luz de la lámpara caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí con horror. Tenía entre ellas un nido de culebras que se desanillaron silbando, mientras la calavera rodaba por todas las gradas del presbiterio. El Prior me miró con sus ojos de guerrero que fulguraban bajo la capucha como bajo la visera de un casco:
-Señor Granadero del Rey, no hay absolución …¡Yo no absuelvo a los cobardes!
Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus blancos hábitos talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!

Ramón del Valle Inclán, El miedo (Jardín umbrío).

Ramón del Valle Inclán

Marta Rodríguez, Sin título

 

Aquel día de carnaval, pasaba por una calle que desconocía. El viento frío ondeaba mi falda y mi piel descubierta se erizaba. Mi cuerpo fatigado me suplicaba descansar, pero el miedo me pedía andar más rápido. No solo se escuchaban mis pasos sino que además, se podían distinguir otros más rápidos que los míos. Los nervios se apoderaban de mi cuerpo, mas los tacones me impedían correr. Su sombra oscura me alcanzaba y en un acto de segundos, me descalcé y corrí como nunca. Aliviado llegué a casa. Me di cuenta que disfrazarse de mujer no fue una buena opción.

Marta Rodríguez, estudiante de 16 años (2020) del IES Al-Ándalus de Almuñécar, ha ganado el VI Concurso de Microrrelatos contra la violencia de género ‘Mónica Carrión’ con motivo del 25N, Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres.



Javier García Cellino, La sonámbula

La sonámbula
Yo había oído hablar de los sonámbulos, y de cómo se despiertan en sus sueños, pero nunca había visto a ninguno en un trance semejante. Por eso, cuando mi hermana Beatriz entró en el comedor, además de escucharse unos murmullos de admiración por la pericia de mamá al piano —las últimas notas de Parsifal habían sido ejecutadas con insuperable destreza—, comenzaron a oírse también unos leves comentarios sobre la necesidad de no molestar a quien se encuentra en un estado así.
En estos casos un susto es lo menos aconsejable, pues incluso puede llegar a producirse alguna alteración cardíaca de imprevisibles consecuencias: eso fue exactamente lo que dijo don Dimas Orozco, el farmacéutico, persona de quien todos admiraban, además de su intachable conducta, su no menos vastísimo conocimiento sobre las complejas reacciones que rigen la conducta humana.
Al poco rato de hacer Beatriz su aparición, diríase que todos los que estaban reunidos, celebrando las bodas de plata de papá y de mamá, fueran unos expertos en analizar las causas del sonambulismo. En alguna parte he leído que se debe a un desajuste del ciclo circadiano, una excesiva motorización del aparato respiratorio, comentó Alfredo Riquelme, el dueño del París, el restaurante más lujoso de la ciudad; o se trata de una forma frustrada de la histeria, una reacción deliberada del inconsciente: eso mismo explicó, con palabras mullidas por una vetusta sabiduría, Manuela Godoy, dama de alta alcurnia y avanzada edad de quien se comentaba que pertenecía a una logia masónica especializada en temas freudianos. De todo tipo eran las opiniones que los repentinos expertos se entrecruzaban una vez que había desaparecido esa prevención inicial ante la entrada de Beatriz en el comedor.
No sabría decir exactamente si la cara de asombro de mamá se debía al estado de su hija o, más bien, a la escasa indumentaria que llevaba puesta, o si a ambas cosas a la vez, como quizás fuera lo más probable. Para alguien como ella, que mostraba su admiración por la época victoriana y que, en consecuencia, había procurado siempre imbuir en sus hijos un acendrado respeto por las normas morales y un contundente rechazo ante cualquier manifestación erótica, no resultaba precisamente agradable la visión de Beatriz, cubierta —si se podía decir así— con un camisón transparente en el que las mangas rodeaban la cintura. Los muslos, bien visibles —pues la parte baja del camisón había desaparecido—, permitían vislumbrar la zona del pubis, un triángulo que refulgía al contacto con los destellos opalinos que descendían de las lujosas lámparas del techo.
Quizás fuera ese temor a una posible alteración cardíaca de Beatriz el que mantenía fijada la espalda de mi padre al sillón. Don Anselmo Córdoba, mi progenitor, no le iba a la zaga a su mujer en cuanto a puritanismo y mojigatería, algo común en el círculo de amigos que se habían congregado aquella noche en el comedor de casa para festejar con un asado de pavo y unas copitas de vino dulce, la efeméride de los veinticinco años con que mis padres adornaban su rutinaria felicidad.
Mientras tanto, Beatriz continuaba deambulando de un lugar a otro de la habitación, esquivando con suma habilidad las mesas repletas de floreros y los estantes curvados que sobresalían de la biblioteca, en donde se apiñaban, forrados en lustrosos estuches de piel, centurias de innegable sabiduría. Siempre con las manos extendidas hacia adelante y con una novedosa mueca en su rostro difícil de descifrar para mí —que estaba acostumbrado a tratar con el semblante adusto, cuando no hierático, de Beatriz—, los pasos de mi hermana la conducían de una esquina a otra del comedor sin que en ningún momento pareciera que sus intenciones fueran las de desplegar su insomnio por otros rincones de la casa.
Alguien recordó la maestría de mamá al piano, instándola a repetir la pieza musical, a lo que ella accedió, aunque no de muy buena gana. Durante unos minutos, la habitación se llenó con moderatos y adagios sostenidos que distendieron el ambiente. Mas, como era lógico, la última nota nos devolvió de nuevo a la realidad, y con ella, a la visión de Beatriz, que parecía haber encontrado un destino para sus errantes pasos. Con su cuerpo enlazado al de Mario Buesas, que nos miraba a todos como queriéndonos hacer partícipes de su estupor, las manos de Beatriz se ceñían al cuello de nuestro compañero de instituto, hijo del médico de la familia, y que aquella noche había acompañado a sus padres —al igual que habían hecho otros jóvenes— a la fiesta.
No sé lo que pensarían los que estaban reunidos en la sala. A mí me pareció que una columna de plomo ascendía desde el suelo de la habitación hasta confundirse con las arañas de luz que se desprendían del techo. No sabría decir si en aquellos instantes tenía más fuerza el silencio de algunos que los comentarios de los demás, empeñados en quitar importancia a lo que estaba sucediendo: una escena que por momentos se hacía más peligrosa a medida que las manos de Beatriz abandonaron el cuello de Mario para deslizarse por su vientre. Obligado por las circunstancias —don Dimas, el farmacéutico, volvió a referirse a los riesgos de una llamada de atención a quien dormitaba en un sueño de raíces arcanas (ésas fueron sus palabras exactas)—, nuestro compañero de instituto se había visto obligado a abrir sus piernas para que entre ellas se colara una de las de mi hermana, que comenzó a empujar, con firmeza, su rodilla hacia adelante. En ocasiones, y sin duda para no desairar a Beatriz, Mario recorría con sus manos la espalda de ella, que estaba a punto de quedarse completamente desnuda.
La columna de plomo pareció espesarse más, si ello era posible, cuando las manos de Beatriz cedieron su turno a los labios, empeñados en probar la textura de los de Mario, que continuaba con la mirada fija en los invitados, y sobre todo, en su padre. Don Zacarías, que se había ocupado de las paperas y de la rubéola que, inevitablemente, nos repartimos Beatriz y yo durante la niñez, dividía su asombro entre mis padres y el farmacéutico, a quien, por lo visto, estaba lejos de agotársele su repertorio filosófico.
Como a nadie se le ocurrió dirigirse a mi madre para que volviera a regalarnos su destreza pianística, los minutos continuaban discurriendo con una acusada sensación de fatalidad. Hasta que, de pronto, cuando ya la columna de plomo amenazaba con hendir el techo de la habitación y a mi padre no le quedó más remedio que hacer caso a la protesta de sus huesos, aplastados contra el respaldo del sillón, el cuerpo de Beatriz volvió a adoptar la misma posición que tenía cuando penetró en el comedor. Tras unos breves titubeos, y como si alguna fuerza oculta hubiera conseguido liberarla de su laberinto, dejó atrás a Parsifal y al pasmo de los que estábamos allí reunidos, y siempre con aquella enigmática mueca en el rostro, salió en dirección a su cuarto.
Un velo de alivio pareció cubrirlo todo a partir de ese instante. Mi padre, que momentos antes había iniciado el gesto de despegarse del sillón, comenzó a servir vino dulce a los invitados, que ahora aprovechaban para charlar despreocupadamente de sus cosas. Después no hizo falta que nadie le recordara a mamá que era una excelente intérprete al piano.

A la mañana siguiente coincidí con Beatriz en el pasillo de casa. Debo reconocer que me sorprendió la euforia con la que me dio los buenos días, aunque decidí no darle más importancia a aquel cambio en su actitud: la naturaleza humana es mudable y caprichosa —también esa frase se la había escuchado a don Dimas— y además, aquel día había entrado la primavera, lo que siempre predispone a la exaltación del ánimo.
En el patio del instituto estaba Mario, que nada más verme me hizo un guiño con un ojo, al tiempo que me rodeaba, en un gesto cariñoso, con sus brazos, algo inusual en él, que acostumbraba a demostrar una extrema parquedad para exteriorizar sus sentimientos.
El resto de la mañana discurrió entre la atención a los profesores y alguna que otra mirada maliciosa a los pechos de las compañeras de curso. Beatriz y Mario se sentaban juntos, como siempre, en los pupitres de adelante, y se volvían para mirarme con insistencia, de una manera que a mí me parecía enigmática. Al salir aquel día de clase, se fueron juntos, sin esperarme. Yo regresé a casa solo, agradeciendo, tras varios meses de lluvias, aquel sarpullido de luz que comenzaba a dibujarse por el cielo.

Javier García Cellino, La sonámbula (El conferenciante. Septem ediciones).


Javier García Cellino




Italo Calvino, Las ciudades y la memoria, 2

Las ciudades y la memoria, 2.

Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isadora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracoles marinos, donde se fabrican según las reglas del arte catalejos y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres encuentra siempre una tercera, donde las riñas de gallos degeneran en peleas sangrientas entre los apostadores. Pensaba en todas estas cosas cuando deseaba una ciudad. Isadora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía joven; a Isadora llega a avanzada edad. En la plaza está la pequeña pared de los viejos que miran pasar la juventud; el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos son ya recuerdos. 

Italo Calvino, Las ciudades y la memoria, 2 (Las ciudades invisibles).

Italo Calvino
 

Francisco Javier Guerrero, Radiación

 Radiación.

Volver a Prípiat. Aliviar las secuelas de aquella emboscada en el parque de atracciones. 
Ningún lugar muestra mejor que el presente es un espacio vacío. Todo el recinto está ahora invadido por la maleza. La brisa empuja partículas de polvo en suspensión –en lugar de aire fresco- a través de las ramas. Fue allí mismo, a los pies de la noria, cuando escuché por primera vez que Demyan había desaparecido. 
Pero desaparecer no es fácil. Y en muchas ocasiones, lo que no está se revela –y revela- más que lo palpable. Las ausencias no tienen murallas ni esquinas. Son artilugios exactos concebidos con la clara intención de reconocer lo que importa. Poseen la magia del tiempo detenido. El óxido, las raíces levantando la calzada. Todavía recuerdo las palabras de ese chico, un tal Sewick o Shwetz, que trabajaba en la cafetería del cine Prometheus, sus ojos fuera de las órbitas, el sudor. Que si habíamos visto a Demyan. Todos negamos con la cabeza. 
La noche transcurrió como el humo, estirando sus márgenes hasta cada hueco de la ciudad. Mis padres no abrieron la boca durante la cena. Una sopa de col no fue suficiente para eludir el peso de los minutos. Con los platos ya limpios la patrulla de búsqueda llamó a nuestra puerta. Mi padre se levantó de su sillón –los demás nos sentábamos en sillas-, se puso el abrigo y se fue. Todos eran hombres. Y yo, que creía haber alcanzado ya ese estatus, me tuve que quedar en casa. Sé que no descansaron ni un solo minuto, que ayudaron a los guardias a peinar las calles, las plazas, el hotel, los contornos del puerto. Pero se hizo de día. Tuvieron que volver al trabajo. Nosotros a la escuela. La rutina en Prípiat nunca firmó un armisticio hasta esa tarde. 
El ejército había tomado la calle Druzhby, desordenando la armonía habitual que esbozaban los edificios y sus escaparates. Hoy ese paseo es un bosque que, para mi gusto, no ha perdido un ápice de equilibrio ni de belleza. Creo que fue allí, en el supermercado Univermag, donde vi por primera vez llorar a un hombre. Me temí lo peor. Pobre Demyan. A veces el futuro tiene los ojos de barro. Cuando llegué a casa la angustia trepaba por mi pecho como una araña hambrienta. 
Desde la ventana de mi habitación vi pasar dos caravanas de camiones y un grupo de soldados entrando en bloques y tiendas. Sentí un orgullo ridículo. Es lo que tiene no conocer el idioma del aire. Aunque la boca ya me sabía a metal. 
Es por el incendio de la planta, dijo mi madre. Yo me quedé un rato en silencio. ¿Y Demyan?, pregunté al final. Lo siguen buscando. Tu padre ha vuelto a salir con un grupo de vecinos, no te preocupes. Lo encontrarán. 
Pero pasó otra noche cautiva y desarmada. Quizás entonces. 

Volver a Prípiat. 
Han pasado quince años desde aquello. No lo de Demyan ni lo de Chernóbil. Aquello. Lo que será por siempre como una nueva explicación del mundo. Lo que me hizo abandonar súbitamente esta historia. 
Ahora no tengo las motivaciones que tenía. Y a estas alturas es algo que todo el mundo sabe. Que la central nuclear explotó el sábado 26 de abril de 1986. Que a los dos días la ciudad estaba desierta. Que casi cincuenta mil personas fuimos acogidas por familias de ciudades cercanas. Que las autoridades nos comunicaron que en setenta y dos horas regresaríamos. Que no regresamos. 
Que Demyan no apareció. 
Lo más curioso fue la ciudad que se creó de la nada para sustituir a Prípiat a unos cincuenta kilómetros: Slavútych. Durante algunos años sus habitantes –las víctimas del desastre nuclear- disfrutaron de un nivel de vida mayor al de las localidades cercanas. Aunque eso no fue suficiente para algunos. Los padres de Demyan regresaron a Prípiat unos días después del éxodo, eludiendo todas las medidas de seguridad y prohibiciones, para buscar a su hijo. A las tres semanas encontraron sus cadáveres en la plaza Lenin sobre las escaleras que daban acceso al Palacio de Cultura. 
Nosotros nos mudamos a Forsmark con unos familiares lejanos. Allí construimos una nueva vida, sin credos, en una continua huida hacia delante. Mi padre pudo colocarse en la central –somos soñadores simétricos en tierras simultáneas- y mi madre en el albergue. Yo pasé mi adolescencia desertando de mí, soportando la amputación de mis raíces con palabras y palabras, con cuentos, con falsificaciones. De Prípiat uno solo sabía lo que se imaginaba. Y mi fantasía siempre se topaba con el mismo muro: Demyan. Así que regresé en cuanto tuve los recursos suficientes. Aunque la historia se bifurque para invadir distintos cauces, todos desembocan en el mismo mar. 
La primera vez fue decepcionante. No obtuve los permisos para cruzar la zona vallada hasta Prípiat. Y nadie quiso hablar conmigo en Slavútych. La hermética memoria del antiguo régimen no había desaparecido -¿qué lo hace?-. Tuve que abandonar la investigación a medias y reanudar mi vida amañada. Terminé la carrera. Conocí a Elsa. Miré los viñedos. Mi casa azul. Nuestra casa azul. Pasamos algunos años juntos. Ocho. Suficientes para que naciera nuestro único hijo. Mi único hijo. Mi. Único. 

Volver. 
Antes de que el pasado cicatrice. 
Jacob. Así lo llamamos. Es un nombre bonito. Como todos. Intentos fugaces de atrapar lo inasible. La boca y los ojos y los pies y el pelo de su madre. Pero esa forma de hablar y de mirar y de andar y hasta de peinarse. Esa forma. Yo le contaba cuentos antes de dormir. Relatos de mi infancia. Aventuras o anécdotas casi siempre desordenadas. Cómo iban a ser. La historia es un enorme estanque azul sin argumento. Apenas un altar abandonado o el destello de un crimen. Por eso hay que volver. No hay otro refugio. El regreso. La forma. El mundo es redondo para que nosotros podamos salvarnos. Esa forma. 
Pero, ¿y Demyan? Compartí con mi hijo ese misterio. Qué injusta la explosión. Acaparó todos los esfuerzos y todo el protagonismo. Desaparecer así, como él lo hizo, apenas unas horas antes de que todos nos marchásemos, fue como quedarse para siempre. No hay peor forma de eternidad. 
Recopilé varias carpetas con datos. Hablé con decenas de testigos. Até cabos. Empecé a esbozar una posible solución para resolver el enigma. Un final o una desembocadura. Fue como deshojar el infinito. Siempre está uno demasiado lejos. Por eso me acerqué de nuevo a aquellos días y a aquella tierra. Pasé dos semanas en Slavútych con una obcecación inexplicable, a comenzar la historia desde otro tiempo. Aparecieron nuevas pistas, enfoques, posibilidades. Y conseguí permiso para pasar unas horas en Prípiat. Cuando llegué a la antigua estación de autobuses saqué mi portátil y empecé a escribir. Minutos después sonó mi móvil. Alguien del hospital Martina Children´s me dio la noticia sin ninguna emoción. Yo recordé de pronto que un pájaro es un ángel inmaduro. Mi hijo, mi único hijo, mi, único, había muerto. 

Volver. 
¿Acaso hacemos otra cosa que volver y volver? 
Volver a Prípiat. Volver por obligación. Como algo decidido de antemano –igual que el silencio de las flores-. Pero también volver como entretenimiento: la mejor herencia de las cosas invisibles. 
He vuelto, de nuevo, quince años desde la última vez, aprovechando la oferta de una empresa de actividades y viajes de riesgo. Ahora se lleva esta clase de turismo en nuestro diminuto mundo insaciable. Hay quien dice que si nos exponemos a situaciones de peligro es porque no valemos nada. Tampoco hay que exagerar. No hace falta ser muy inteligente para saber que la vida en sí es un juego temible. 
Somos un grupo pequeño. Todos jóvenes –muy jóvenes- menos yo. La guía nos ha paseado por algunos lugares icónicos de la ciudad como el monumento Friendship of the Nations o el Café Portuario, pero también por casas y locales en estado funesto. Nos ha contado la crónica del incidente y sus secuelas con tanto detalle que todo parecía una gran mentira. Antes de bajar del autobús nos dieron a cada uno una máscara anti radiación para que nos la pusiéramos inmediatamente en caso de que los dosímetros –incluidos también en el kit- empezasen a sonar. Y, por supuesto, han sonado. Era parte del show, así que a ninguno nos ha pillado de sorpresa. Aunque todos sabíamos que el yodo 131 ya se descompuso, que apenas hay rastro de estroncio ni de cesio, y que el plutonio y el americio tienen efectos muy bajos sobre el cuerpo humano en Prípiat. 
Para terminar nos hemos detenido en el parque de atracciones. A los pies de la noria. Había llegado el momento de hablar sobre fantasmas. Otro reclamo de la ciudad. Las apariciones en la devastación, entre las ruinas, detrás de algunas ventanas, a través de los árboles. No conviene olvidar que cada uno de nosotros es la suma exacta de todas sus ausencias. Por eso nos apasionan estos asuntos. Por eso quizás la guía ha empezado a hablar con tanto entusiasmo, a mostrarnos fotografías. Y a contarnos aquella leyenda urbana del niño que desapareció dos días antes de que la ciudad quedase desierta. 
Demyan. La brisa empujando partículas de polvo en suspensión. Las raíces levantando la calzada. Los soldados. La noche. Los ecos de una antigua guerra. Slavútych. Forsmark. Mi casa azul. Jacob. 
La historia que nos ha contado la guía daba solidez a mi antigua investigación. Le otorgaba condición de verdad. Muchas veces los cuentos son evocaciones que resurgen como señales de antiguas evidencias. Pobre niño. Pobre Demyan, apareciéndose en los apartamentos vacíos, por calles abandonadas. Sin un fin. 
Ya solo me queda volver. Pero, ¿adónde? 
Sopla un aire glacial. La visita ha concluido y el grupo ha comenzado a moverse. Ahora sé que todas las vidas solo son una advertencia. Yo me he quedado un momento mirando la vieja noria. Las rachas de viento no son suficientes para hacerla girar, pero sí para que sus cabinas empiecen a balancearse.

Francisco Javier Guerrero, Radiación (La vida anticipada, Adeshoras, 2020).

Ilustración de Lola Castillo

Patricia Esteban Erlés, El juego

El juego.

Sigo castigada. Al asomarme a la puerta entornada de mi cuarto escucho el rumor de sus voces a través del hueco de la escalera. Mi madre solloza bajito, mi padre sube el tono cuando habla de ese sanatorio suizo en el que el doctor Ocampo le ha recomendado internarme. Escucho el sonido de sus pasos, ploploplop, y su voz acercándose y alejándose luego, porque no deja de moverse de un lado para otro como el tigre amarillo del zoológico. Seguramente camina con las manos a la espalda como cuando está muy enfadado, mientras mamá llora sentada en su sillón, con las piernas muy juntas y un pañuelo blanco hecho una bola entre las manos. Hay que tomar una decisión, Mercedes, le dice mi padre, y después se hace el silencio. 
Van a llevarme allí, no sé si Laurita vendrá conmigo, pero a mí seguro que me llevan. Tú tienes la culpa, le digo muy enfadada, girándome desde la puerta. Mi hermana gemela Laurita sonríe, sentada sobre la cama y encoge los hombros. Está acostumbrada a librarse de todos los castigos; pese a que yo sólo hago lo que ella me ordena, siempre se libra.
Me cortarán el pelo al cero en ese asqueroso colegio para niñas malas, me pondrán un vestido de arpillera, me encerrarán en un cuarto lleno de ratones y cucarachas y sólo beberé el agua de lluvia que pueda recoger en la palma de la mano, a través de los barrotes de un ventanuco. Les he dicho la verdad y no me han creído. Tengo miedo. Ahora lloro bajito, hihihi, como nuestro cocker Jasper, tumbado a la sombra de su sauce favorito cuando me acerqué a él con el trofeo de papá en la mano. El año pasado mi padre se quedó tercero en el torneo del club y le dieron aquel ridículo señor de bronce, con gorra y un palo de golf levantado, que pesaba una burrada. De verdad que yo no tenía nada en contra del pobre Jasper, fue mi hermana Laurita, como siempre, la que me ordenó que tomara el trofeo de la vitrina y lo atara a un extremo de nuestra cuerda de saltar, quien me susurró que Jasper sufría mucho por culpa del reuma y era mejor para todos que anudara muy fuerte el otro extremo del saltador a su cuello. Me negué al principio, como de costumbre, pero Laurita me dijo que entonces jugaríamos a lo de la muerte, y eso sí que no.
Jasper estaba ciego y apenas podía mover las patitas de atrás porque ya tenía doce años. Lloriqueó bajito cuando me arrodillé junto a él para acariciarle sus orejas, largas y rizadas como la peluca de un rey francés, y no dejó de hacerlo mientras lo llevaba en brazos hasta el borde de la piscina. Después lo vi patalear brevemente en la superficie, tratando de mantenerse a flote, pero enseguida le fallaron las fuerzas y se fue al fondo. Al mirarlo allí abajo, tan quieto, pensé que ya no daba tanta pena, porque en realidad no parecía un perrito, sino más bien la sombra de una araña negra y muy gorda. Al cabo de una hora Laurita y yo estábamos tumbadas tan tranquilas sobre mi cama, leyendo a medias un libro de Los Cinco que nos gusta mucho, cuando escuchamos el alarido de mi madre en el jardín.
La verdad es que últimamente Laurita está muy pesada, pero mi padre no cree una palabra de lo que digo, y mamá se echa a llorar cuando acuso a Laurita de obligarme a hacer cosas. Claro, ellos no tienen que aguantar el juego de la muertita, si no también harían todo lo que ella les pidiera. Detesto ese juego, mamita querida, le confesé a mi madre la penúltima vez, Laurita es mala y dice que se morirá delante de mí si no le obedezco. Pero mamá me miró como si no entendiera, con sus ojos abiertos como platos y algunos fragmentos de su muñeco Otellito entre las manos, sin dejar de susurrar una y otra vez, ¿Por qué lo has hecho, Victoria, por qué? Ella no se imagina la pena que me dio estampar contra el suelo el muñeco negro de porcelana que había pertenecido a mi abuela de Cuba. Hasta tuve que cerrar los ojos para hacerlo. Sabía que aquel bebé de color chocolate, que tenía las manitas gordezuelas levantadas como si estuviera muy contento y fuera a empezar a aplaudir de un momento a otro, era el último recuerdo que le quedaba a mi mamá de la suya. Era lindo de verdad, Otellito, tan lindo, sonreía con la boca abierta y tenía los dientes muy blancos, y hasta un poco de pelusilla negra muy rizada en lo alto de su cabecita. Mi abuela Silvia le había tejido el jersey y el pantalón de punto azul celeste que llevaba, también los diminutos patucos con botones de nácar, y mamá lavaba a mano aquellas prendas cada semana para evitar que cogieran polvo en lo alto del armario. Luego, mientras la ropa se secaba a la sombra, envuelta en una toalla blanca como si fuera un tesoro, frotaba con un paño húmedo los brazos y las piernas de Otellito, su cara de negrito feliz, y tarareaba una canción de cuna que la abuela Silvia le había enseñado cuando vivían en La Habana. Yo sabía cómo iba a dolerle encontrar a Otellito hecho trizas, que también a ella se le iba a partir el corazón en un montón de pedazos pequeños que nadie iba a poder recomponer, pero Laurita se cruzó de brazos y agitó la cabeza de un lado para otro mientras yo le suplicaba y le ofrecía mis canicas de vidrio azul, la bañera con patas de latón de mi casa de muñecas, hasta el guardapelo de oro que me regaló nuestra madrina. Qué tonta eres, me dijo, ¿para qué quiero un guardapelo que tiene dentro un mechón mío, si puede saberse? Rompe el muñeco o jugamos, dijo, y lo siguiente que recuerdo es que me subí a una silla para alcanzar al inocente de Otellito, que estaba allí, como siempre, sentado en su esquina del armario de nogal de mis padres, tan feliz. Ni siquiera el terrible golpe contra los azulejos consiguió quitarle la sonrisa de los labios, tan sólo se la partió por la mitad.
Me alejo deprisa de la puerta porque escucho los pasos cansinos de mi madre al pie de la escalera. Corro hacia la cama y empujo bruscamente a Laurita, para que me haga un sitio. Disimula, viene mamá, le digo entre dientes, así es que nos sentamos a lo indio y nos ponemos a jugar a piedra, papel o tijera. Mamá se detiene junto a la puerta y da dos golpecitos muy suaves. Pregunta en un susurro, ¿Estás ahí, Victoria?, con una voz tan triste que me tiembla la garganta al contestarle que sí, que estamos las dos, aquí, jugando tranquilamente. Mamá ahoga un sollozo al otro lado, lo sé, y espera un poco con la mano puesta en el tirador antes de entrar. Laurita y yo no decimos nada cuando la vemos aparecer, tan sólo sonreímos de oreja a oreja para que se calme y vea que todo está bien ahora. Pero mamá no sonríe. Parece un fantasma triste, le están saliendo canas plateadas por toda la cabeza y ese horrible vestido negro dos tallas más grande le queda fatal. Se sienta en la cama de Laurita y arregla el cojín en forma de corazón. Después me mira.
-Victoria. ¿Por qué?
Ya estamos. Sólo me habla a mí, como siempre, y la sonrisa se borra de mi rostro. Me enfado, me enfado mucho. Quiero que me crea y empiezo a contarle otra vez, desde el principio lo de la muertita, para que vea que no miento. Me estoy poniendo roja de rabia. Cierro los ojos. Le digo que Laurita se empeñó en jugar a eso por primera vez un domingo por la mañana, a la vuelta de misa, y que luego insistía siempre en volver a hacerlo. Le cuento cómo subíamos corriendo escaleras arriba, mientras papá se quedaba leyendo el diario en la sala de estar y ella marchaba a la cocina a supervisar la tarea de Matilde, nuestra cocinera. Yo caminaba unos pasos por detrás de Laura y la veía trotar hasta el dormitorio de ellos, que era su lugar favorito para morirse. Entonces se tumbaba en la cama de matrimonio y levantaba el brazo para indicarme con un gesto imperioso que entornase la puerta de la alcoba. Así lo hacía yo, que nunca supe llevarle la contraria, a pesar de que aquel juego me aterraba.
Mi madre me pide por favor que me calle, pero no le hago caso. En lugar de eso le digo que no soportaba mirar a Laurita cuando se quedaba tan quieta, pero no podía hacer otra cosa. Me quedaba junto a la cama, viendo flotar sus rizos negros contra el almohadón de raso, como la cabellera fosilizada de aquella actriz famosa que se tiró al río y salió en todos los periódicos. Cuando mi hermana cerraba sus ojos era como si se apagaran de pronto todas las estrellitas blancas que le brillaban dentro. Laurita parecía más que nunca una muñeca, y me daba miedo mirar sus fosas nasales de adorno, sus largas pestañas disecadas en torno a los párpados, las manitas cruzadas sobre el pecho igual que las de la abuela Silvia cuando aquel hombre flaco de la funeraria nos dijo que podíamos pasar a verla, porque ya estaba arreglada. El vestido de seda azul que mamá nos ponía a las dos los domingos dejaba de ser idéntico al mío y se convertía en la tulipa inmóvil de una lamparita. Las piernas de Laura parecían dos palillos enfundadas en sus medias blancas, y terminaban en un par de merceditas de charol negro, muy relucientes y con sus suelas nuevas.
Yo estaba viva y mi hermana Laurita se había muerto. Parada junto a la cama la realidad y el juego se mezclaban hasta convertirse en una sola cosa, yo estaba viva y mi hermana gemela se había muerto. Me sentía culpable de seguir de pie y de temblar como una hoja, con los ojos llenos de lágrimas que apenas podía contener, mientras mi hermana se quedaba quieta para siempre y con los zapatos puestos. Eso era lo peor, sus zapatos nuevos que nunca llegarían a gastarse. Entonces corría hacia el armario, abría la puerta y me escondía dentro. Me quedaba allí encogida mucho rato, hasta que Laurita empezaba a reírse y a saltar sobre el colchón, gritándome que era una sonsa y una cobardica, y yo me picaba y salía hecha una furia cuando no podía más, con las mejillas rojísimas por la falta de aire.
Ya no estoy enfadada, ahora me río acordándome de mi cara roja como un tomate, de las ruidosas carcajadas de Laurita señalándome, muerta de la risa y dando patadas en la cama de mis padres. Cuando termino de contarle todo esto a mi madre me doy cuenta de que ni siquiera espero ya que me crea. Mamá saca del puño de jersey su pañuelo arrugado y se seca el rastro que las lágrimas han dejado en sus mejillas. Laurita me mira con ojos llenos de rencor. Yo miro a mamá, expectante y entonces ella dice, y sé que me lo dice a mí:
-Cariño, tu hermana está muerta. ¿Entiendes eso?
Pero no le contesto ni que sí ni que no. Miro a Laurita, que ahora saca la lengua y se lleva el dedo a la altura de la sien, dándole vueltas. Me entra la risa. Sí, claro, muerta, qué sabrá ella.

Patricia Esteban Erlés, El juego (Azul ruso, Páginas de Espuma, 2010).


Patricia Esteban Erlés

Mercè Rodoreda, Mi Cristina y otros cuentos

El invierno era oscuro y liso, sin hojas; tan sólo con hielo, y escarcha, y luna helada. No podía moverme, porque andar en invierno es andar delante de todo el mundo y yo no quería que me viesen. Y cuando llegó la primavera con las pequeñas y alegres hojas, prepararon el fuego en medio de la plaza, con leña seca, bien cortada. 
Vinieron a buscarme cuatro hombres del pueblo; los más viejos. Yo no quería seguirles, y así lo grité desde dentro, y entonces vinieron otros hombres jóvenes, con las manos grandes y fajas; hundieron la puerta a golpes de hacha. Y yo gritaba: me estaban sacando de mi casa; a uno de ellos le mordí y me dio un puñetazo en mitad de la cabeza. Me cogieron por los brazos y las piernas y me arrojaron como una rama más encima del montón, me ataron de pies y manos y allí me dejaron con la falda arremangada. Volví la cabeza. La plaza estaba llena de gente, los jóvenes delante de los viejos y los niños a un lado, con ramitas de olivo en la mano y el delantal nuevo de los domingos. Y, mirando a los niños, le vi: estaba junto a su mujer –vestida de oscuro, la trenza rubia–, y le pasaba la mano por encima del hombro. Volví la cabeza de nuevo y cerré los ojos. Cuando los abrí, dos viejos se acercaron con teas encendidas y los niños se pusieron a cantar la canción de la bruja quemada. Era una canción muy larga, y cuando la terminaron los viejos dijeron que no podían prender el fuego, que yo no les dejaba, y entonces el cura se acercó a los niños con una bacina llena de agua bendita y les ordenó mojar las ramitas de olivo e hizo que me las echaran encima y pronto estuve cubierta de ramitas de olivo de tiernas hojas. Y una vieja menuda, jorobada y sin dientes se echó a reír y se fue, y al cabo de un rato volvió con dos espuertas llenas de tronquillos muy secos de brezo y dijo a los viejos que los esparciesen por todo alrededor de la hoguera, y ella misma les ayudó a hacerla, y entonces el fuego prendió. Subían cuatro columnas de humo y cuando las llamas se alzaron pareció que de los pechos de todo aquel gentío surgiera un enorme suspiro de paz, las llamas se alzaron en persecución del humo y yo lo vi todo a través de una cascada de agua rojiza –y a través de aquella cascada, cada hombre, cada mujer y cada niño era una sombra feliz porque yo ardía. 
Los bajos de la falda habían ennegrecido, sentía el fuego en los riñones y, de vez en cuando, una llama mordía mis rodillas. Me pareció que las cuerdas que me ataban estaban quemadas. Y entonces sucedió algo que me hizo rechinar los dientes: los brazos y las piernas se me iban acortando como los cuernos de un caracol al que una vez toqué con los dedos, y por debajo de la cabeza, donde el cuello se junta con los hombros, sentí algo que se estiraba y me pinchaba. Y el fuego crepitaba y la resina hervía… Vi que algunos de los que me miraban levantaban los brazos y que otros corrían y tropezaban con los que aún estaban quietos, y todo un lado de la hoguera se hundió con gran estrépito de chispas, y cuando el fuego volvió a prender en la leña desparramada me pareció oír que alguien decía: es una salamandra. Y me puse a andar por encima de las ascuas muy poco a poco; la cola me pesaba.

Mercè RodoredaMi Cristina y otros cuentos. Traducido por José Batlló.


Mercè Rodoreda

Luisa Carnés, La chivata

La chivata 

¿Quién era? No podía ser la madre del niño recién nacido, de aquel niño de piel rosada, llena de arrugas, cuyos puñitos apretados eran los únicos puños que podían cerrarse ante las miradas agudas de las celadoras. No podía ser la madre recién llegada, cuyo hijo acababa casi de abrir los ojos a la luz de aquellas galerías, cuya claridad no descubría graciosos pájaros, ni iluminaba un solo árbol, un árbol siquiera, que pudiera contar el paso de las estaciones con su desgranar de capullos en cada rama o su crujir de hojas secas bajo los invisibles dedos del viento. No podía ser aquella madre nueva, cuyos labios pálidos sellaban el camino de la libertad del marido («Podéis matarme, pero no diré por dónde se fue»). 
Su cabello apretado en rueda sobre la nuca todavía no encanecía. Sus manos alzaban al hijo para que recibiera el rayo de sol que paseaba despacio, de doce a una, por el patio, para que recibiera el aire delgado que a las oscuras celdas no quería pasar. No podía ser tampoco la madre del niño doliente, que no sabía lo que era un caballo, ni menos aún conocía la leche de la vaca mugidora, e ignoraba que dos hileras de casas formaban una calle, y varias casas puestas en rueda forman una plaza. El niño de piernas de alambre, que desconocía otras aves que no fueran aquellas que cruzaban por encima del penal, con un ruido que hacía temblar todos sus pequeños huesos. 
No podía ser tampoco la maestra. La maestra no era joven ni bella. Sus manos se habían deformado con ropas ajenas. Había lavado en lavaderos públicos, en pilas frías, por las cuales pasaban ropas de todas partes, pero sobre todo señaladas con un signo (USA) que la maestra conocía muy bien; en lavaderos de hospitales, oscuros, húmedos, acompañada a veces de algún cadáver, en espera de la noche para ser rescatado por la tierra. Así se enclavijaron los dedos de sus manos, mientras los niños españoles no sabían que dos y dos son cuatro. Cuando en las batas tiesas de un hospital aparecieron unas hojitas en contra de Franco y de los yanquis, la maestra fue puesta en cautiverio. Y ahora sus dedos torcidos apenas pueden sostener el pedazo de lápiz que escribe, para los hijos de las presas, cuántos días tiene un año sin leche, sin pájaros, sin juguetes, y con aquellas grandes alas de metal norteamericano traspasando los aires… No podía ser tampoco la maestra. 
No podía ser la anciana de los zuecos (otro beso de amor sobre un camino). Le preguntaban «¿Dónde está tu hijo?», y ella respondía «¡Sábelo Dios!». Y ahora estaba allí, en el día eterno de la cárcel, con sus viejos zuecos, que nadie podía arrancarle de los pies y que producían durante todo el día un ruido seco por las galerías y el patio, añorando las viejas piedras de la aldea. No podía ser tampoco la vieja de los zuecos 
¿Pues quién entonces?, ¿quién era? ¿Carlota, la de los ataques; Jacinta, la Madrileña; Pepa, la Tuerta (culpa fue del vergajazo de la funcionaria); Maruja, la Liviana (flaca como un perro flaco, saltarina y ligera como un alambre azotado por el vendaval); Filo, la Asturiana; Carmen; Amparo…? ¿Quién de ellas? ¿Cuál de todas aquellas sombras de mujer era «ella»? 
—Bueno, yo no digo que si aquella o la de más allá, pero entre nosotras está la prójima. 
—¿Tú, no quedrás decir…? Pero, ¿por qué me miras? ¿Tengo yo cara de chivata? 
—¡Mía esta!… Estás enfrente de mí. A algún lao tiene una que mirar. 
—Pero, casualmente, me has mirao a mí. 
—Pues eso habrá sido, casualmente… ¡Mía esta! 
Estaban en el patio. El sol, ya alto, apenas calentaba. Alto, alto. La madre joven levantaba a su hijo entre las manos —el niño de carina menuda, como una cereza arrugada—, pero no lograba que el infante alcanzara aquella débil flecha amarillenta que apuntaba a una pared gris. La Liviana tiritaba dentro de su toquilla negra, y con sus largos brazos rodeaba su propio cuerpo. Carmen, María, Angustias, Filo, hacían guantes y pañitos de perlé, y la anciana de los zuecos medía las losas frías de aquel pozo que se comía los colores, los senos, las caderas, la juventud de las reclusas. 
—Tú dices, pero una tiene que recelar de todo. Aquí todas somos de confianza, pero ¿quién dio el soplo el día de la clase política?, ¿y la noche de la lectura del periódico? ¿Cómo se supo quién escondía la bandera republicana el año pasado? 
—Tiene razón. Todo eso es más que sospechoso. Las funcionarias no son adivinas. ¡Hay que ahorcar a la que… ! 
—No puede ser una política. 
—Tié que ser una de las comunes, que se haya infiltrao. 
—¿Pero quién puede ser, quién? Otra vez a mirar, a buscar con los ojos, en los ademanes, de un grupo en otro (no podían ser más de cinco). ¿Quién? ¿Quién? Y otra vez, la misma de antes: 
—¡Y dale!… Mira pa’ otro lao, tú. 
—¡Pues a algún sitio tengo que mirar, ¡mía esta!… 
Siguieron mirándose unas a otras después, en el comedor, y más tarde al formar en la galería para que las contara la celadora. Y en los días que vinieron. No había descanso. No se sabía quién era, pero se la sentía en todas partes. Se la sentía como algo impalpable, pegajoso y frío, algo que enmudecía el labio y hacía cerrar las manos debajo de los delantales y en los bolsillos de las batas. Era algo contra lo que era difícil luchar. Porque, ¿cómo se defiende la gente de una sombra? Y eso era la chivata, una sombra que resbalaba sobre el patio y la galería; una oreja adherida a todas las celdas, arañando en todos los cerebros y robando los pensamientos, quizá antes de que nacieran. 
Había introducido en el penal algo peor que el hielo: la desconfianza. La desconfianza sellaba las bocas y enfriaba los corazones de las presas. Los corazones, antes tan encendidos en amor. Se cerraban las mujeres dentro de sí mismas como lo hacían cada noche en las celdas con sus cuerpos las funcionarias. Y en la oscuridad casi total — solo la pequeña bombilla de carbón al final de la galería— se adivinaba al poder maligno deslizándose ante las puertas, captando los suspiros, las lágrimas, los anhelos de libertad y de justicia, la nana de la madre joven, de pechos henchidos, que soñaba para su hijo un rayo de sol, como la madre del niño raquítico soñaba para el suyo un caballo con cola de algodón. 

II 
—Os digo que es ella. 
—¡No puede ser! 
—Es la que mejor cumple las tareas. 
—Con su cuenta y razón. 
—Es la primera que reclama a las funcionarias… 
—Y hasta la metieron en celda de castigo el mes pasado. 
—Sí, menuda celda de castigo… ¿Sabéis cómo se llama su celda?; la Puerta del Sol. Mi hermana la vio en la calle hace dos semanas. 
—¿Cómo es posible? 
—Toma, siéndolo. Entra y sale de la cárcel como Pedro por su casa. ¿Qué más pruebas queréis? 
—Si fuera verdad, era para matarla. 
—Y tanto que lo es. Mi hermana no inventa infundios. Me lo escribió en un papelito. Aquí está. Pasarlo a las demás, con cuidado. 
—Sí, con tiento… La anciana de los zuecos contaba baldosas en el patio. La madre joven había conseguido al fin que su hijo aprisionara en sus puñitos cerrados el rayo de sol, y reía: 
—¡Qué rico solecito para mi niño! 
Carmen, Filo, Carlota, María y Angustias movían entre los dedos las agujas de hacer croché. El pequeño papel blanco pasó entre sus dedos ligeros, entre los aleteos juguetones. En él unas letras a lápiz decían: «Cuidado con la Liviana. La he visto en la calle». Entre los dedos de la última se convirtieron en diminutos pétalos, que más tarde desaparecieron en el retrete. 
—¿Lo creéis ahora? 
—¡Qué horror! 
—Es la más interesada en las clases políticas. 
—La más interesada en la lectura del periódico. 
—¡Qué descanso para todas! 
—Cuando yo decía que «ella» estaba entre nosotras… 
—Pero lo decías mirándome a mí. 
—¡Vaya manía que te ha entrao! Bien sabe Dios que no te miraba a ti ni a ninguna, pero desconfiaba de todas. Alguna de nosotras tenía que ser. 
—Eso sí. 
—¡Y pensar que ella tiene el secreto de nuestro trabajo! 
—Y sabe cómo entran las cartas en la cárcel. 
—Y cómo salen. 
—Ya se nos estropeó lo del 14 de abril. 
—¡Que te crees tú eso! 
—veréis como hay cacheo el 14. 
—¿Y qué que lo haya? En peores nos hemos visto. 
—¡Y tanto! 
—Callarse, que ahí viene… 
Pero como eran cinco en el corro, la Liviana pasó de largo. 
—¿Se habrá olido algo? Es muy larga. 
—Es que somos cinco. 
—Es verdad. 
—Cumple bien el reglamento. 
—Demasiado bien. La madre aupaba en sus brazos al niño recién nacido, que seguía apretando en sus puñitos el sol, que tendía a escaparse. 
—¡Qué solecito tan rico para mi niño! 
Los zuecos de la anciana seguían arañando las losas del patio, buscando acaso los perdidos pedruscos de la aldea. 

III 
Ya el sol calentaba aquel 14 de abril, pero a nadie le extrañó ver a la maestra envuelta en la manta de su catre. Llevaba algunas semanas que se quejaba de tercianas, pero apenas le hacían caso las funcionarias, y por todo tratamiento le suministraban dos aspirinas al día. A nadie le extrañó verla aquel 14 de abril envuelta en la manta, tiritar bajo el sol alegre, que envolvía en su calor al niño de carita de cereza arrugada, como metida en alcohol. 
A pesar del cacheo de la mañana, las funcionarias no habían prohibido la hora del paseo en el patio, aunque estaban más vigilantes que de costumbre en las galerías altas que miraban al patio. Por la mañana, después del desayuno, cuando las reclusas atendían al aseo de sus celdas, sonó un timbre largo rato, y la jefa de galería apareció a lo lejos. 
—¡Cacheo tenemos! 
Venía la jefa acompañada de otras dos celadoras de la prisión. La jefa gritó: 
—¡Todas afuera! ¡Cada una de pie al lado de su celda! Las celadoras subalternas registraron a las mujeres una por una. Registraron las celdas, una por una. Nada quedó sin registrar. Sus manos palpaban las pobres prendas remendadas, arrancaban de las paredes los retratos familiares, deshacían los catres. 
—¿Dónde están las banderas? 
—¿Dónde las habéis metido, cochinas? Cien banderas que se había llevado el viento. —Buscad, no dejéis nada sin mirar. 
Otra vez, las manos temblonas de las celadoras rasgaron papeles y arrugaron trapos limpios. Los libros, si alguno había, quedaban destrozados. Dentro de los secos pechos de las tres celadoras, los corazones negros trepidaban como locomotoras. 
—¿Dónde están?… ¿Dónde las habéis metido? 
Las cien mujeres de aquella galería aparecían tiesas, pegadas a las puertas de sus celdas abiertas. Eran cien estatuas sin vida. Los ojos miraban fríamente a las tres mujeres que destrozaban sus pobres prendas. Levantaban los colchones de borra apelmazada, vaciaban los viejos baúles, las cajas de cartón, donde crecían las labores de croché que más tarde venderían en la calle los familiares de las presas; el trabajo que se convertiría en mejor pan, en «café, café», o en lana para los calcetines del invierno. Todo era apretujado, pisoteado, pero las banderas no aparecían. Y en aquella galería había cien mujeres. Las mujeres eran estatuas erguidas ante sus celdas. 
Entre ellas estaba la de la Liviana, desarticulados los largos brazos y piernas, pegada a la puerta oscura como una delgada oblea. Y la madre joven, rebosantes los pechos hasta mojar la fea bata. Y la anciana de los zuecos, impaciente por emprender su interminable caminata en busca de la aldehuela que no se vislumbraba en patios ni pasillos. Y la maestra, tiritando de frío en 14 de abril. 
—¿Por qué tiemblas tú? —inquirió la jefa. 
—Me siento mal. 
—Tiene calentura —dijo la madre joven. 
—Cuando acabéis, dadle a esta dos aspirinas —ordenó la jefa a las celadoras. 
Media hora más tarde quedaron solas las reclusas. Cada cual se entregó a la tarea de arreglar sus pobres bienes destrozados. Reían y cantaban, y se abrazaban unas a otras. Una vez que la Liviana intentó abrazar a una de ellas se sintió rechazada, y oyó una voz muy baja que le dijo: 
—¡Quita de ahí, Judas! 
La Liviana fingió no haber oído nada. Siguió haciendo su vida ordinaria: el taller, la labor de croché, como todas. Nadie le volvió a decir nada. Pero empezó a sentirse sola. A la hora del paseo en el patio comenzó a sentirse sola. Sorprendió en sus compañeras miradas que no conocía. Le llegaba un sordo rumor de voces, como el ruido airado del mar cuando se escucha desde lejos, al otro lado de una montaña. Abría mucho los ojos y los oídos pero nada oía ni veía, salvo las miradas extrañas, que avanzaban hacia algo, que buscaban algo sin acabar de posarse en nada. Y aquel ruido sordo de las voces sin palabras, aquel como fino oleaje que la cercaba… Arriba, en la galería superior, las celadoras vigilaban el patio, pero estaban muy lejos. No podía reclamar su atención. No encontraba el medio de comunicarles su miedo, de hacerlas partícipes de aquella amenaza que sentía sobre sí y la llenaba de temor. Nunca supo lo que era el temor, esa cosa que enfría las manos y paraliza las piernas. Eso que debían sentir las presas políticas cuando la Falange las llamaba a declarar a la dirección de Seguridad, y que ella desconocía. 
Desde arriba las celadoras veían el patio como lo veían siempre, florecido de cabezas de mujer a falta de flores auténticas, ni siquiera con la más leve brizna de hierba asomando entre las piedras. No podía traspasarlas aquel sordo rumor como de mar que comienza a embravecer. No podían ver aquellas miradas que cambiaban. Ahora tenían una expresión solo captada por la Liviana, aquellas miradas que al fin convergieron en un punto, como aquel que llega a una cita. Y acallaron aquel rumor, que no tenía nada de humano, para dar paso a un grito extraño, desarticulado, que no era de temor ni de alegría ni de odio, proferido por cien gargantas. Que ahogó el de la Liviana antes de nacer. En el barullo alguien dijo: 
—Todavía están ahí las funcionarias. 
Y alguien: 
—No importa. Tiene que ser ahora. Así se acordó. 
La manta en que se arrebujaba la maestra voló sobre muchas cabezas. El grito se dividió en gritos. Pero ahora eran de alegría, contenida por mucho tiempo, más bien desconocida de siempre. Era la locura del silencio transformado en voz y luego en cántico. Cantaban canciones infantiles, y mientras las sílabas formaban en sus labios palabras candorosas, las voces eran aullidos sin forma que atraían las miradas de las celadoras de la galería superior. Cantaban y golpeaban sobre la manta de la maestra con tercianas que, después de revolotear sobre las cabezas, había caído al suelo. Golpeaban sobre la manta con risas y alaridos. 
La madre joven entregó a su hijo a la vieja de los zuecos y golpeó también con fuerza. Todas golpeaban ciegamente encima de la manta, con los pies y las manos. Golpeaban por ellas y por las demás reclusas del penal. Golpeaban por sus hombres presos o muertos, por sus propias penas y por las ajenas. Golpeaban por los cautivos víctimas de las delaciones, por los eternos días de la cárcel, por las noches sin sueño, por los años sin pan y sin leche, por la juventud sin amor, por la niñez de los niños que no conocían de España más que unas celdas estrechas y unos altos muros grises… 
Cuando aquel flaco cuerpo de la Liviana, aquella fea rata delatora, dejó de ofrecer resistencia debajo de la manta, sintieron miedo, un miedo colectivo, que es más profundo y trágico que el miedo de un solo ser, que es un miedo que no cabe en el mundo. Pensaron: «La hemos matado». No, ellas no querían matar. No querían devolver muerte por muerte. Querían castigar. Demostrar a las celadoras que la chivata no había podido interrumpir en la cárcel el trabajo de las políticas, cortar su apasionada esperanza, su confianza en el mañana de España y la propia confianza, la amorosa confianza de unas en otras, la mutua ayuda, la solidaridad, la comprensión. Todo eso tan bello, tan alentador, que las ayudaba a sobrellevar la larga espera redentora, el mañana español que sería esplendoroso, como lo era ya para otros pueblos de la tierra… 
Con temor, alguna tiró de una punta de la manta de la maestra y se vio a la Liviana moverse, sentarse en el suelo, recogerse sobre sí misma, extender sus brazos, con aire dolorido, a las celadoras, que miraban la escena con estupor, que hasta entonces no comprendieron. 
—¡Socorro! ¡Me matan! —gritó la chivata con las pocas fuerzas que le quedaban. 
Y las celadoras acudieron de todas partes en su ayuda. Pero iba a ser difícil encontrar a las culpables. Habría que castigar a las cien mujeres de las cien celdas del piso bajo del penal. Mientras la Liviana era atendida en la enfermería de los golpes sufridos aquella noche del 14 de abril, en las celdas del piso bajo, cien voces gritaban una canción de la guerra española que en este momento, para las reclusas, era una canción de victoria: El ejército del Ebro, una noche el río pasó, y a las tropas invasoras, buena paliza les dio. 
Cuando las funcionarias encendieron las luces de la galería baja, cien banderitas republicanas ondearon a través de los ventanucos de las cien celdas, bajo las bombillas de carbón.

Luisa Carnés, La chivata.


Luisa Carnés