Ricardo Reques, El secreto guardado en Ramsons Avenue

El secreto guardado en Ramsons Avenue

«Mi único consuelo era la soledad; una soledad 
profunda, oscura, semejante a la de la muerte».
Mary Shelley, Frankenstein. 

Milton Keynes es una ciudad fría, demasiado lógica para esperar que albergue algún misterio. Fue construida casi en su totalidad en los años sesenta con un diseño modernista que acrecienta la sensación de soledad en los frecuentes días de lluvia. La ciudad, a la que me trasladé en 1994 después de doctorarme en la Universidad de Londres, tiene la misma edad que yo. Entré en el Departamento de Biología Animal de la Open University para investigar con Steven Rose aspectos relacionados con la formación de la memoria. Acostumbrado a Londres, nunca pensé que podría vivir en un lugar tan poco hospitalario, con urbanizaciones aisladas y silenciosas conectadas por una red de autovías, aunque rodeadas de amplios pastizales, con arboledas, lagos y algún canal navegable que le dan un artificial aire bucólico. Sin embargo, el salario me permitió adquirir en poco tiempo un piso de Ramsons Avenue, en Conniburrow, un barrio modesto de familias obreras situado al norte de la ciudad. Otros colegas vivían en Oxford o en Londres, pero no me agradaba la perspectiva de tener que viajar todos los días que tuviese clases y tutorías. Además, a los pocos años, conseguí la plaza de profesor titular y me enamoré perdidamente de Carmen, una brillante estudiante postdoctoral española de mirífica belleza.
Desde que la conocí mi ambición académica se extinguió: solo podía pensar en ella, en pasar mi tiempo a su lado. Tras la boda vivimos durante algo más de dos años en aquel piso hasta que, tras el fallecimiento de mi madre, heredé un viejo caserón situado en Somerset, al suroeste de Inglaterra, que había pertenecido a su familia desde hacía varias generaciones. Viajé con Carmen para resolver los papeleos de la herencia. Hacía muchos años que no iba por allí, pero todo estaba tal y como lo recordaba de aquellos veranos de mi infancia: el oscuro y húmedo jardín con árboles centenarios, la vieja biblioteca y aquel siniestro sótano que mi abuelo denominaba «mi gabinete», lleno de tarros, matraces y extraños artefactos, algunos de los cuales habían pertenecido a su abuelo. Aunque amable y cariñoso conmigo, mi abuelo era austero hasta con las palabras y las pocas veces que me permitía husmear en su gabinete apenas respondía a las muchas e ingenuas preguntas que le planteaba. Es posible que en aquella casa naciera mi vocación por la biología.
Con el dinero que saqué de la venta del cottage pude pagar algunas deudas que mi madre había contraído y nos compramos una casa más grande en Baskerfield Grove. Woughton on the Green es un barrio con viviendas unifamiliares ajardinadas y con un amplio espacio verde en los alrededores. Desde nuestra casa podíamos ir andando o en bici a la facultad sin tener que atravesar ninguna de las autovías. A los pocos meses de instalarnos nació Sara. 
Algunos muebles de la casa de mi abuelo, junto con su biblioteca personal y los trastos de su gabinete, los trasladé a la casa de Ramsons Avenue y allí han permanecido almacenados en cajas hasta hace pocos años.
Me resultaba inconcebible que mi relación con Carmen se agotase algún día. Mi vida con ella siempre había sido sencilla, la amaba sin cordura, nos entendíamos bien, respetábamos nuestros espacios y compartíamos los gustos por la ciencia, la música y la literatura. Estábamos tan volcados en la educación de Sara que no fuimos capaces de ver el rápido paso de los años y un día descubrimos que nuestra hija era una adolescente y reclamaba su tiempo independiente para salir con sus amigos. En ese momento me di cuenta de la distancia que me separaba de Carmen. En los últimos años apenas paseábamos los dos solos. Con frecuencia ella salía con sus compañeros y yo me quedaba cuidando de Sara y disfrutando al ver lo rápido que aprendía todo. No sé en qué momento sucedió la ruptura, pero un día Carmen me dijo que hacía tiempo que había conocido a alguien especial y que lo nuestro ya no tenía futuro. Sentí un dolor profundo al ver cómo se quebraba lo más importante de mi vida. Imaginar a Carmen con otro hombre que no era yo me atormentaba día y noche. Mi sentimiento no era de reproche hacía ella, sino hacia mí: quería entender por qué había sucedido; ir más allá, conocer qué había podido encontrar en otro hombre para volverse a enamorar.
A veces renunciar a alguien puede ser el mayor acto de amor. No quise ser un obstáculo en su vida y la dejé ir sin más. Carmen se quedó con la casa y con la custodia de Sara. Ellas siempre habían tenido un vínculo especial y mantenían conversaciones privadas en español en las que yo no podía participar por mi falta de interés y mi falta de aptitud para aprender su idioma. Me llevé el todoterreno y me fui a vivir de nuevo a mi casa de estudiante de Ramsons Avenue.
No me gusta mucho quedar con los compañeros de la facultad, me aburren sus conversaciones; así que, salvo el tiempo que dedicaba a impartir las clases y los ratos que quedaba con mi hija, unido a mi perpetuo insomnio desde que Carmen me dejó, los días me parecían excesivos y absurdos. Cuando supe que el amante de Carmen era Timothy Baker, un profesor de Física Teórica, me mortificaba la idea de encontrármelo accidentalmente por las zonas comunes de la universidad o incluso en el trayecto para ir a mi casa. Para no sucumbir a la depresión y mantener mi mente ocupada, comencé a abrir las cajas que encerraban el pasado de mi abuelo y a hojear sus gastados libros sin saber que aquello me llevaría a la locura.
«La muerte no es el mayor fracaso de la vida. La muerte orgánica es incluso necesaria. El fracaso vital es el olvido, la muerte del pensamiento, de la conciencia». Esas son las primeras frases que encontré al abrir un viejo cuaderno de notas. Mi madre apenas me habló de ello, pero indagar en aquellos papeles me hizo recordar que en mi familia hubo un hombre perseguido por sus investigaciones y callado por sus propios descendientes. Hablo de Andrew Crosse, el abuelo de mi abuelo. Buscando información he visto que Crosse se casó dos veces y tuvo hijos con ambas mujeres, pero el padre de mi abuelo fue un hijo ilegítimo que tuvo con su amante clandestina y con el que mantuvo una secreta, aunque estrecha y paternal relación. Al parecer Crosse, en los últimos años de su vida, ante la repulsa de sus investigaciones por parte de sus colegas y la condena de la iglesia, se hizo extremadamente insociable hasta su muerte en 1855. Quemaron su mansión de Fyne Court con su laboratorio y todos los archivos. Lo que nadie podía saber es que muy cerca de allí vivió la que fue su amante y el hijo de ambos en una casita que él mismo les compró: el cottage, que fue pasando de hijo en hijo hasta llegar a mi madre. El propio Crosse trasladó hasta allí gran parte del material de sus últimos estudios para evitar que fuera destruido. 
Mientras los interrogantes sobre el abandono de Carmen anidaban en mi cerebro, seguí indagando. Entre aquellos papeles encontré una enigmática carta enviada a Crosse y firmada por Mary W. Godwin con fecha de junio de 1816. Mary le explica que se encuentra de vacaciones junto al lago Lemán, en Villa Diodati, con su novio Percy y con unos amigos que le han propuesto un particular reto literario: escribir un relato de terror. Entonces ella se acordó de la conversación que mantuvo con él un tiempo atrás y le enviaba el borrador de su historia esperando que le gustase. No he encontrado el manuscrito al que se refiere y tardé en relacionar a la autora de la misiva con Mary Shelley, la creadora del clásico Frankenstein. Sin embargo, lo más enigmático es el final de aquel párrafo en el que dice: «obviamente, me he cuidado de no revelar el secreto que usted me confesó porque la humanidad aún no está preparada para entenderlo».
Ningún científico es admirado ni reconocido por sus fracasos y, sin embargo, algunos fracasos importantes son los que nos hacen avanzar en el conocimiento. Las principales preocupaciones científicas de Crosse han quedado reflejadas en sus memorias, en sus artículos y en sus conferencias. Una de sus obsesiones fue la que debió de seducir a Mary Shelley cuando acudió a una de sus charlas en la que habló de los misterios de la electricidad, de cómo generarla y acumularla en baterías; de la posibilidad de aplicarla para sacar del letargo a la materia inerte. En sus artículos hay referencias a la «electro-cristalización» de materia inanimada y a unas posibles formas vivas generadas por el impulso eléctrico. Sin embargo, en sus cuadernos encontré algo hasta ahora ignorado, algo que investigaba en el más absoluto secreto. El hecho de dar vida a un organismo inerte lo consideraba un problema técnico que se resolvería con el tiempo, pero su preocupación mayor era la pervivencia de lo que entendía por conciencia, la pervivencia del pensamiento. Experimentó con diferentes animales, incluso con primates, y creyó encontrar signos de importantes progresos. 
Crosse y Mary Shelley mantuvieron correspondencia durante los meses siguientes. La imaginación de Crosse, según lo que se desprende de sus cuadernos, era inagotable. Es posible que en el transcurso de la escritura de su novela la autora incorporara nuevas ideas de Crosse, aunque esto no deja de ser solo una conjetura. Mary Shelley en una de las cartas responde a Crosse sobre un asunto que despertó su interés y que también surgió en Villa Diodati: la idea de la inmortalidad vampírica en el relato escrito por John William Polidori. 
A partir de esa fecha, aunque sus trabajos sobre la electricidad fueron numerosos, en sus cuadernos privados se advierte una obstinación manifiesta por la necesidad de transferir su pensamiento. En un lugar anota: «La vida orgánica es demasiado corta para que la mente pueda hacer grandes progresos». En otra dice: «No tengo tiempo para dejar por escrito todo lo que circula en mi cerebro, el pensamiento es infinitamente más veloz que la mano. He de encontrar la forma de conservar todo lo que hay en mi cabeza para que perdure».
A pesar de la distancia prefería seguir yendo de mi casa a la oficina en bicicleta o andando, incluso los días de viento y lluvia. Eso me ayudaba a mantener la mente despejada y aprovechaba para hacer las compras en el Centro Comercial o en alguna tienda del barrio. La oscuridad deshabitada de la noche solo era interrumpida ocasionalmente por la luz amarillenta y pálida de algunas farolas. En no pocas ocasiones coincidía con Tim, a las mismas horas siempre ―él vivía por la zona del centro―, y me resultaba hiriente cuando lo veía desviarse hacia la casa de Carmen, hacia mi hogar. 
Aquí el invierno es frío y lluvioso, pintado con acuarelas grises. La melancolía del abandono de la mujer a la que he amado durante años ha incubado sombras profundas en mi alma. Ilusiones muertas como el nido que se cae de un árbol. Hay veces que las cosas se hacen sin saber por qué, empujados por un impulso ciego que no responde a una voluntad meditada y solo al final se es consciente de lo realizado. Me llevó casi un año montar aquel artefacto siguiendo las detalladas instrucciones de Crosse y pude perfeccionarlo y actualizarlo con mis conocimientos en biología experimental del cerebro. Utilicé herramientas electrónicas, impensables en los tiempos de Crosse, que redujeron considerablemente el tamaño del aparato y conseguí una mayor eficiencia. Con el lejano anhelo de poder algún día recuperar mi vida perdida me sumergí en un pozo haciendo mías sus privadas obsesiones. A Crosse le faltó tiempo para poder responder a la cuestión de si dos cuerpos diferentes pueden compartir una misma conciencia y una misma memoria. Mi pregunta, en cambio, era más sencilla: saber qué es lo que hizo que Carmen se enamorase de aquel hombre.
Cuando ni la ciencia ni la religión pueden ampararte uno elige los asideros más inesperados para mantener la esperanza. Los escritos de Crosse son tan apasionados que es difícil no sucumbir a ellos y dejarse arrastrar hacia el abismo. Han pasado doscientos años, pero la sociedad sigue sin estar preparada para afrontar los retos de Crosse. Los vacíos enormes en las noches lluviosas de Milton Keynes permiten la posibilidad de secuestrar a un hombre con absoluta impunidad. No me encontré a nadie más por el camino. Tumbé su cuerpo en el asiento de atrás del todoterreno y yo me senté en el lado del copiloto; entonces seguí el protocolo aprendido de memoria. El voltaje de la batería del coche fue suficiente para hacer la trasferencia. De aquel fugaz secuestro Tim no recordaría nada más que un mareo y la pérdida de consciencia durante unos minutos.
Uno por amor puede llegar a hacer actos desesperados, incluso renunciar a sí mismo, a su propia conciencia y a su propia mente. Lo único que temía era llegar a perder los recuerdos de mi hija. Crosse trató de conservar su pensamiento en otro cuerpo, pero murió antes de lograrlo. Yo, en cambio, solo aspiro a volver a poseer el cuerpo de Carmen, sentir de nuevo en mis manos la medida de su cintura, quemar lentamente mis labios en su piel. Desconozco si el experimento ha tenido éxito. Mi mente, en apariencia, no ha cambiado. Pensé que si me transfería la conciencia de Tim sería capaz de entender aquello que enamoró a Carmen e incluso, con el tiempo, podría tratar de volver a reconquistar su corazón. 
No ha sido así. Sin embargo, cuando logro relajarme soy capaz de resolver ecuaciones matemáticas complejas con métodos que me eran desconocidos o descubro habilidades para entender idiomas que nunca estudié. Y por las noches recuerdo con nitidez gestos de placer en el cuerpo de Carmen que nunca mostró conmigo. Eso, lejos de tranquilizarme, me tortura aún más.

Ricardo Reques, El secreto guardado en Ramsons Avenue (Diodati, la cuna del monstruo, editorial Adeshoras, 2016).

Ilustración de Lola Castillo.

2 comentarios:

  1. Un placer leerte, Ricardo. Un relato que seduce y que, hasta en la forma, destila complicidad con los románticos de aquél encuentro.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias por tu comentario, me alegra mucho que te haya gustado. Esa era mi intención: hacer un relato actual que, a la vez, tuviese un aire romántico y en el que se reflejasen algunas de las inquietudes que debieron de estar latentes en aquel encuentro en Villa Diodati.

      Eliminar