Francisco Ferrer Lerín, 2-3-65

2-3-65
18:30 h. - Empiezo a separarme de la pared enca­lada. Además un molesto hormigueo me impide cerciorarme de la totalidad de los espectadores. Doy a Margie un nombre acabado en “o”.
18:35 h. - Ni la fisura es tan grande ni el hombre de la camisa azul me odia tan profundamente. Margie me acaricia.
18:37 h. - Ya me he separado bastante de la pared encalada. Olvido ahora el lugar de mi nacimiento y momentáneamente río. Un hombre alto con los brazos caídos ríe también de mi travesura. Margie ha subi­do a la torre.
18:39 h. - El hombre alto de los brazos caídos juega con los hombros de Margie. Un aire general de fiesta acude al lugar de los acontecimientos. Formo con la cortina de la puerta un gracioso contorno. Se aplaude en el foro. La otra mujer del otro invitado se despide.
18:47 h. - Una distancia superior a la que yo hu­biese deseado me separa de la pared encalada. Contemplo tranquilamente la fi­sura hasta que la necesidad ineludible de ser interrogado prefigura una violen­ta discusión. Uno de los comparsas es derribado de su montura y ya en el suelo su mirada se cruza con la mía. Hay un ins­tante caótico. Debo repetir que fui ecuá­nime y un viejo militar arrastra a Margie hasta los espectadores.
18:55 h. - Pasó quizá una nube ante mis ojos pero algo que no puedo perdonarme impidió a mi acusador articular la frase decisiva. Estoy de nuevo afuera y añado a la ante­rior observación de la fisura una fugaz impresión de hastío. Tengo a Margie a mi lado con sus hermosos cabellos pe­netrando en mi boca. Alguien golpea sua­vemente la puerta. Entran Brad y su ma­dre. La anciana no halla la facilidad de otras veces. Se disculpa y huye. Brad la deja.
18:59 h. - Brad me entrega el arma. Todos ríen.
19:00 h. - Tanto el hombre de la camisa azul co­mo un grueso sector de público investigan en un libro anaranjado sus posibili­dades de subsistencia. Creen equivocado un párrafo anodino que narra las se­cuencias finales de un drama. Incluso la turba intenta captar la tonada fluyente de un río que se describe en la última parte de la obra. La vieja arma da un agudo chasquido al apoyar mi dedo índi­ce en su fláccido gatillo.
19:15 h. - Muere el hombre de la camisa azul y un grueso sector de público. Margie se incli­na y besa a la mujer de Brad. Una con­fusión superpone las imágenes de la ma­dre y de la esposa. Brad asegura a Mar­gie que su madre ha sido realmente be­sada.
19:19 h. - Aparece el resto de los invitados que in­cluyen por esta vez a todos los miembros del juicio y al hombre de los brazos caí­dos. Este último saluda a Margie. Brad entrega personalmente tibios dones a to­da la concurrencia. Hay un general bienestar. Brad hace salir al grupo por la puerta trasera.
19:30 h. - Margie conduce a Brad al pie de un in­menso árbol. Allí le confiesa su identidad. Me abstengo de abrazar a la mujer de Brad. Aparece un dolor difícilmente localizable. Enumero otros lugares. La mu­jer de Brad profiere por fin la acusación. Sin embargo es ya demasiado tarde.
19:44 h. - Una casa rojiza iluminada por un foco inseguro en su pedestal de caña. Un hom­bre sale y saluda. Define su posición an­te el amplio horizonte de risotadas. Detiene primero a Brad y a su ambigua es­posa. Vuelve luego sus ojos hacia el foco y el elevado calor funde su másca­ra. Es inevitable una parodia de huida a cargo de la madre de Brad. Además una lengua excesivamente carnosa reco­rre mi estómago convocándome a un ric­tus indebido. Oigo mi nombre acentuan­do la anciana la preclara “o” final. Real­mente es una situación inútil. Intento ex­plicar la relación completa de los hechos. Por fin aparece Margie.
19:58 h. - Retorno a la fisura en compañía de mi hermana Margie. Noto una brutal opresión en mi pecho.
20:01 h. - Se me agota el léxico y he de nombrar a mis descubridores con la palabra que po­seo aún.
20:02 h. - Grito “Brad”.
Francisco Ferrer Lerín, 2-3-65. (La hora oval, OCNOS-Editorial Llibres de Sinera, 1971).

Francisco Ferrer Lerín


Amy Hempel, La cosecha

La cosecha

El año en que empecé a decir florero en vez de ties­to, un hombre al que apenas conocía estuvo a punto de matarme accidentalmente.
El hombre no sufrió ninguna herida cuando el otro coche chocó contra nosotros. El hombre, al que había conocido hacía una semana, me sujetaba en el asfalto de una manera que daba a entender que era mejor que yo no me viese las piernas. Recuerdo que sabía que no debía mirar, y sabía también que miraría si él no me lo impidiese.
El frontal de su ropa estaba manchado con mi sangre.
—Tú te pondrás bien, pero este jersey está para tirar a la basura —me dijo.
El miedo al dolor me hizo gritar. Pero no sentía dolor alguno. En el hospital, después de que me pusieran unas inyecciones, supe que había dolor en la habitación…, sólo que no sabía de quién era ese dolor.
Una de mis piernas necesitó cuatrocientos puntos de sutura. Cuando se lo contaba a la gente, se convertían en quinientos, porque nunca nada es tan malo como podría serlo.
Los Cinco días que tardaron en saber si podrían salvarme la pierna o no los alargaba a diez.
El abogado era el único que usaba esa palabra. Pero no llegaré a esa parte hasta dentro de un par de párrafos.
Hablábamos del físico, de lo importante que es. Crucial, diría yo.
Creo que el aspecto físico es crucial.
Pero aquel tipo era abogado. Se sentaba en una silla de plástico que acercaba a mi cama. Lo que él entendía por físico era lo que valdrían ante un tribunal de justi­cia los daños ocasionados en mi físico.
Me atrevería a jurar que al abogado le gustaba decir tribunal de justicia. Me contó que había tenido que exa­minarse tres veces antes de poder ingresar en el colegio de abogados. Me dijo que sus amigos le regalaron unas tarjetas espléndidamente impresas, con las letras en re­lieve, pero que donde tenía que poner Abogado ponía Abogado Por Fin.
Había conseguido a esas alturas tantas indemniza­ciones, que yo no podría aspirar ya a convertirme en azafata de vuelo. El hecho de que a mí nunca se me hu­biese ocurrido convertirme en tal cosa era, según él, algo legalmente irrelevante.
—Hay otro asunto —me dijo—. Tenemos que ha­blar de la cuestión de la nubilidad.
Lo normal era que yo hubiese salido con un ¿nubi­qué?, aunque sabía, desde que lo mencionó, lo que sig­nificaba aquello.
Yo tenía dieciocho años, así que le dije:
—En principio, ¿no podemos hablar de parejabi­lidad?
El hombre al que conocía de una semana ya no iba a yerme al hospital. El accidente le hizo volver con su mujer.
—¿Crees que el físico es importante? —le pregunté al hombre antes de que se marchase.
—Al principio no —me contestó.
En mi vecindario hay un individuo que era profesor de química hasta que una explosión le destrozó la cara y se la dejó descarnada. Lo que queda de él va siempre muy bien trajeado de oscuro y con zapatos abrillantados. Cuando va a la ciudad universitaria lleva un maletín. «Qué consuelo», decía su familia y la gente. Hasta que su mujer cogió a los niños y se largó.
En el solárium, una mujer me enseñó una fotogra­fía: «Éste era el aspecto que tenía mi hijo antes.»
El anochecer lo pasaba yo en la zona de diálisis. A nadie le importaba que estuviese allí siempre y cuando hubiera un sillón libre. Había un televisor de pantalla panorámica que era mejor que el de la sala de rehabili­tación. La noche de los miércoles veíamos un programa en el que unas mujeres vestidas con ropa cara apare­cían en decorados lujosos y juraban destruirse entre sí.
A mi lado se sentaba un hombre que sólo pronun­ciaba números de teléfono. Si le preguntabas cómo se sentía, contestaba: «924-3130». 0 bien: «757-1366». Nos imaginábamos lo que esos números podrían indicar, pero la verdad es que nadie le echaba cuenta.
A veces, a mi otro lado se sentaba un chico de doce años. Tenía unas pestañas espesas y oscuras debido a la medicación que tomaba para la presión arterial. Era el siguiente en la lista de trasplantes, tan pronto como cosechasen un riñón —porque era ése el verbo que empleaban ellos: «cosechar».
La madre del chico rezaba por los conductores bo­rrachos.
Yo rezaba por hombres que no fuesen demasiado exquisitos.
«¿No somos todos —pensaba yo— la cosecha de al­guien?»
Transcurrida una hora, una enfermera de planta empujaba mi silla de ruedas y me devolvía a la habita­ción.
—¿Por qué veis esa basura? —me preguntaba—. ¿Por qué no me preguntáis cómo me ha ido el día?
Antes de acostarme, hacía quince minutos de ejerci­cios con una pelota de goma. Uno de los medicamentos estaba agarrotándome los dedos. El médico decía que tendría que tomarlo hasta que no pudiese abotonarme la blusa: una figura retórica para alguien que sólo lleva­ba un camisón.
—Obras de caridad —decía el abogado.
Se desabotonó la camisa y me mostró el lugar en que un acupuntor le había masajeado el pecho con ja­rabe de cola, le había clavado cuatro agujas y le había dicho que la cura verdadera eran obras de caridad.
—¿La cura de qué? —le pregunté.
—Eso es irrelevante —me contestó
Tan pronto como supe que me pondría bien, estuve se­gura de que me había muerto y no lo sabía. Me pasaba los días como una cabeza cercenada que logra terminar una frase. Ansiaba el momento de librarme de mi vida aparente.
El accidente tuvo lugar al atardecer, así que era en ese tramo del día cuando me afloraba con más fuerza esa sensación. El hombre al que había conocido la semana anterior me llevaba a cenar cuando ocurrió todo. Nos dirigíamos a un restaurante en la playa, en una ba­hía desde la que se divisaban las luces de la ciudad. Un sitio desde el que se veía toda la ciudad sin tener que oír su bullicio.
Mucho tiempo después, fui a aquella playa sola. Yo conducía el coche. Era el primer día bueno de playa. Llevaba puestos unos pantalones cortos.
En la orilla me desenrollé la venda elástica y fui me­tiéndome en el agua sin vacilar. Un muchacho, con tra­je de submarinista, se quedó mirando mi pierna. Me preguntó si me lo había hecho un tiburón. Había avis­tamientos de tiburones blancos a lo largo de aquella franja de costa.
Le contesté que sí, que me lo había hecho un ti­burón.
—¿Y vas a volver a meterte en el agua?
—Voy a volver a meterme en el agua —le contesté.
Cuando cuento la verdad omito muchos detalles. Me pasa lo mismo cuando escribo una historia. Voy a em­pezar a contar lo que omití de «La cosecha», y quizá empieces a preguntarte por qué tuve que omitirlo.
No hubo ningún otro coche. Sólo hubo un coche: el coche que me embistió cuando yo iba de paquete en la motocicleta de aquel hombre. Pero hay que tener pre­sente lo incómodo que resulta pronunciar todas esas sí­labas: motocicleta.
El conductor del coche era periodista. Trabajaba para un periódico local. Era joven, recién licenciado y acudía a una reunión de trabajo para cubrir la información relativa a una amenaza de huelga. Si hubiese dicho que yo era por aquel entonces estudiante de periodismo, es algo que tal vez no habrías admitido en «La cosecha».
Durante los años que siguieron, cada vez que abría el periódico buscaba la firma de aquel periodista. Fue él quien sacó a la luz los entresijos del Templo del Pueblo, lo que tuvo como consecuencia la huida de JimJones a la Guayana. Después cubrió la noticia del suicidio ma­sivo que tuvo lugar en Jonestown. En la sala de juntas del San Francisco Chronicle, a medida que el número de víctimas iba elevándose hasta llegar a novecientas, las cifras eran anunciadas como si aquello fuese una mara­tón benéfica de donaciones. Entre los cientos de vícti­mas, un letrero clavado en la pared decía: CHÚPATE ÉSA, JUAN CORONA.*
En la sala de urgencias, lo que le sucedió a una de mis piernas no requirió cuatrocientos puntos de sutura, sino poco más de trescientos. Exageré el número antes incluso de empezar a exagerarlo, porque es verdad que nunca nada es tan malo como podría serlo.
Mi representante legal no era ningún abogado-por fin. Era socio de uno de los bufetes de abogados más antiguos de la ciudad. Nunca se desabotonó la camisa para enseñarme las marcas de acupuntura, ya que él ja­más hubiera hecho una cosa así.
«Nubilidad» era el título original de «La cosecha». El daño ocasionado a mi pierna fue considerado cosmético, aunque hoy, quince años después, sigo sin poder arrodillarme. La noche antes del juicio llegamos a un acuerdo por el que yo recibiría una indemni­zación de casi cien mil dólares. La compañía asegurado­ra del periodista subió doce dólares con cuarenta y tres centavos mensuales.
Hubo quien insinuó que me había frotado la pierna con hielo, para exagerar las cicatrices, antes de levantar­me la falda ante el tribunal, tres años después del acci­dente. Pero no había hielo alguno en el juzgado, de modo que no tuve ocasión de someterme a aquella prue­ba moral.
El hombre de una semana, el dueño de la motoci­cleta, no estaba casado. Pero, al creer tú que tenía mu­jer, ¿no tenía que hacer yo algo? ¿Y no me lo merecía?
Después del accidente, aquel hombre se casó. La chica con la que se casó era modelo. («¿Crees que el físico es importante?», le pregunté a aquel hombre antes de que se marchara. «Al principio no», me respondió.)
Además de ser una belleza, la chica valía su peso en oro. ¿Habrías admitido en «La cosecha» que la modelo fuese también una rica heredera?
Es verdad que nos dirigíamos a cenar cuando ocu­rrió el accidente. Pero ese lugar en donde podías ver todo sin tener que oír nada no era una playa en la bahía. Era la cima del monte Tamalpais. La cena la llevábamos nosotros y subíamos por la serpenteante carretera de montaña. Ésta es la versión que contiene una ironía per­fecta, así que no te importará si digo que, durante los meses siguientes, desde mi cama del hospital, tuve una visión espectacularmente ominosa de aquella montaña.
Habría añadido otra parte a la historia si alguien hubiese podido darle crédito. Pero, ¿quién se la habría creído? Yo estaba presente y no me lo creía.
La tercera vez que entré en el quirófano, hubo un intento de fuga en el Centro de Adaptación de Máxima Seguridad, contiguo al pabellón de los condenados a muerte, en la prisión de San Quintín. George Jackson, apodado El Hermano Soledad, un joven negro de veinti­nueve años, sacó una pistola del calibre 38 que le habían pasado de matute, gritó: «Esto se acabó», y abrió fuego. Jackson cayó abatido en el tiroteo, así como tres guar­dias y dos presidiarios que ejercían de camareros lleván­doles la comida a los demás reclusos.
Otros tres guardias fueron apuñalados en el cuello. La prisión está a cinco minutos en coche del Hospital Mann General, de modo que trasladaron allí a todos los guardias heridos. El traslado de los heridos lo realizaron tres cuerpos diferentes de policía, incluyendo la policía de carretera y los ayudantes del sheriff del Condado de Mann, fuertemente armados.
Policías con rifles fueron apostados en el tejado del hospital. También los había en los pasillos, desde donde indicaban mediante gestos a los pacientes y a las visitas que regresaran a su habitación.
Cuando me sacaron del posoperatorio, a última hora del día, vendada desde la cintura hasta los tobillos, tres policías y un sheriff armado me cachearon.
En las noticias de aquella noche, mostraron algunas imágenes del motín. Sacaron a mi cirujano hablando con los periodistas, a los que indicaba, con un dedo en la garganta, cómo le había salvado la vida a uno de los guardias cosiéndole una brecha que iba de oreja a oreja.
Lo vi en la televisión y, dado que se trataba de mi médico, que los pacientes del hospital estamos ensimismados y que yo estaba drogada, pensé que el cirujano hablaba de mí. Pensé que decía: «Bueno, ella ha muerto. Se lo estoy comunicando en su propia cama.»
La psiquiatra que me atendió a petición del ciruja­no me aseguró que esa sensación era normal. Me dijo que las víctimas de un trauma no asimilado creen a me­nudo que están muertas y que no lo saben.
Los grandes tiburones blancos que se deslizan por las aguas cercanas a mi casa atacan de una a siete perso­nas al año. Su presa principal es el abulón. Teniendo en cuenta que el medio kilo de abulón cuesta treinta y cin­co dólares, y que su precio sigue subiendo, el Ministerio de Pesca confía en que los ataques de tiburones no mer­me la población de abulones.

*Juan Corona, asesino en serie norteamericano que, en 1971, mató, en el plazo de seis semanas, a 25 trabajadores inmigrantes. (N. de la t.).

Amy Hempel, La cosecha (Cuentos completos, Seix Barral). 2009.

Traducción del inglés de Luis Zapata

Amy Hempel

María Alcantarilla, Íngrid

Íngrid.

Íngrid nunca habla con nadie. A veces siente cómo el asco la retuerce y entonces saldría al jardín y, con un hacha, comenzaría a sajar el tronco mientras la savia le salpica la cara y los pequeños trozos, las lascas, se hunden una a una en sus retinas, provocándole el placer de la ceguera. Pero no. Solo se mece. Intenta empujarse con más fuerza cada día, más alto, más alto, hasta que las ganas de vomitar la hacen pararse y desgastar la punta de sus botas sobre la tierra seca. Trazando dos pequeños caminos, dos líneas por las que ver, a base de insistir en la frenada, la otra cara del mundo. O el mar. Quién sabe. 
—Será mejor que te acuestes. Mírate.
—Tengo ganas de olvidarte.
—Lo sé. Pero aquí estamos.
Íngrid lo recuerda. Recostada sobre el brazo del sofá vuelve a ser niña. Sabía que su padre llegaría en cualquier momento y, sin embargo, no dejaba de balancear el cuerpo en aquel columpio como si, a base de empujar, pudiese llegar definitivamente a arriba. 
—¿Vas a dormir ahí?
—Llevo días haciéndolo.
—Mañana volverá a dolerte el cuello.
—¿Te importa eso acaso?
Cada tarde era lo mismo: las clases, la maestra oronda de religión repitiendo oraciones en voz alta —hasta que no te la aprendas, no podrás irte a tu casa—, la vuelta con los cuadernos a la espalda, al menos veinte minutos de caminata sola; los compañeros en grupo, frente a ella, y el barrio llenándose de años mientras al fondo, respira, ve su columpio intacto trazando una paralela con el enorme tronco del roble. 
Esta noche ha bebido. La noche pasada también bebió y cree que todas las noches anteriores ha hecho lo mismo. Pero tampoco podría jurárselo a nadie. Como si el tiempo se encogiese o se estirase a la misma velocidad con la que sus intestinos crujen al notar las embestidas. 
—Claro que me importa. Hace días que no dormimos juntos y lo echo de menos.
Lleva semanas pensando en dejarlo e intentar rehacer su vida pero, al amanecer, la resaca es más fuerte que la angustia: ajusta la realidad al olvido y a las pequeñas punzadas que recorren sus sienes como serpientes vivas y, entonces, le parece que no todo es tan malo y que quizá marcharse no es tan buena idea. Sin embargo, cuando comienza a caer el sol, ya no es lo mismo. Toda la oscuridad es como una pregunta interminable y entre el vaho del alcohol y la nostalgia le parece a Íngrid que el mundo es tan mezquino y tan cruel como lo ha sido siempre. Que no podría estar más tiempo cerca de él si pretende seguir viva. A Íngrid, en realidad, nunca le ha gustado la noche. Todo es una sombra y por eso, la mayoría de veces, vuelve a la cama junto a él y se acurruca muy cerca para protegerse. Hace años que viven de la misma manera y piensa que para el resto tampoco es demasiado diferente. 
El gato se ha tumbado sobre sus piernas, en el sofá, y el peso del felino la tranquiliza. Antes ha dado varias vueltas sobre sí y ha comenzado a ronronear como si los tres fueran felices. Como si en aquella casa alguien pudiese sonreír o dormir en paz, a pesar de todo. Lo envidia, envidia su cuerpo libre y su manera de enroscarse sin necesidad de nadie: su falta de apego por todo lo vivo. 
—Yo también echo de menos muchas cosas.
—No creo que estés en condiciones de decir nada.
—Claro que no, siempre es lo mismo.
—Deja ya las frases hechas, Íngrid. 
¡Íngrid. Íngrid. Íngrid! Está cansada de oír su nombre. De escucharlo a él mientras farfulla y piensa que de verdad tiene razón en algo. Pero es estúpido. Simula que la quiere. Simula que la cuida mientras vuelve a preparar esa sopa asquerosa con calabaza y puerros, y no sabe qué más, y le habla desde la cocina como si en realidad se conociesen de algo. Te va a sentar muy bien, ya verás. Es la que más te gusta. Y escucha el metal de la olla sobre la cuchara metálica también y siente ganas de volcarse el agua caliente sobre la cara y emular a una de esas santas a las que, con tanto cariño y admiración, se refería su maestra entonces, en la escuela. Ya casi está lista, y siempre es la misma frase. 
A veces Íngrid piensa que los años son una simple tortura para obligarnos a entender que nadie puede decidir nada. Ni siquiera estar solos o matar a alguien o, no sabe, cortarle los dedos uno a uno y echarlos a la sopa por ver si asoma algo de carne entre tanta verdura lacia. Solo falta el avioncito. Abre, Íngrid, y trágatelo todo. 
—¡Y a mí me cansas tú, joder!
—Vamos a la cama, Íngrid. No seas cabezota.
Le gustaría viajar. Hace años que tiene la costumbre de abrir un atlas y, con los ojos cerrados, posar el dedo en algún sitio como una mosca vaguea antes de invierno. Benarés, Katmandú, Angola, Praga, Cabo Verde, Guyana Francesa. Todo tiene color frente a su gris diario. Quizá allí es donde viven. Donde las mujeres de verdad son valientes y entierran a sus hombres porque ya no los aman. Donde de noche se baila y entonces el miedo se expande como la música y se hace más pequeño hasta desaparecer y ver el mundo de un modo más amable. Guatemala, Círculo Polar Ártico, Estonia, Lesoto. Una vez vio una película en la que dos ciervos se amaban. Pero no era eso. Dos ciervos se amaban en el sueño de dos personas que también lo hacían y era un modo de encontrarse por las noches. Aunque cada uno durmiese en una cama distinta y en una casa distinta y hasta en dos países diferentes. Desde entonces se pregunta si eso es posible. Encontrarse con quien realmente desea y pasar la noche juntos en el bosque, en el río, sin necesidad siquiera de contacto. Sin necesidad de que nadie meta la sucia mano bajo las mantas para alcanzar su sexo desprovisto de ropa, algo húmedo no para quien lo toca sino para otra persona que aún la está esperando. 
—Odio que me llames cabezota.
—Pero lo eres. Y no digas nada de lo que mañana vayas a arrepentirte.
Tiene la sensación de que los días se repiten. Como entonces. Cuando su madre ya no estaba en casa y a él no le importaba si llovía o hacía sol o era la hora del almuerzo. A veces piensa que quizá esta situación sea un castigo. Por no haberle dicho nada a su madre o, no sabe, porque a veces las historias se repiten y no nos damos cuenta. Como una especie de deuda adquirida que ella desconoce. De ahí esto y él y todas las ollas con sopa que no se va a comer nunca.
El gato se ha marchado y a Íngrid le da vueltas la cabeza y mira hacia el exterior, por la ventana y piensa que alguien se ha encargado de oscurecerlo todo y que también se ha llevado el columpio para que sepa que aún puede sentirse algo más sola. Camina hacia la nevera a buscar hielo mientras escucha cómo él se lava los dientes, dos puertas más allá de la cocina, y canturrea una canción que le estomaga. Cada vez más fuerte. Piensa en gritarle, en decirle que se calle para siempre pero desiste en el intento y entre los dedos, dos cubitos gotean como si en vez de hielo llevase su propio corazón entre las manos. Podría marcharse, piensa Íngrid mientras rellena el vaso sucio. A fin de cuentas, todos en algún momento lo hacemos. Da igual el tiempo que hayamos compartido: un año, dos años, tres. Una vida entera. Podría largarse de una vez y tirar la llave de esa casa por el primer retrete que encuentre de camino a ningún sitio, pero la realidad es que no lo hace. 
—¿Te espero en la cama?
Vas a tener que esperarme para siempre, piensa Íngrid mientras entorna un ojo intentando enfocar un espacio que cada instante le resulta más difuso. El llanto comienza a emborronar la poca perspectiva que le queda, la del ojo derecho, y se deja vencer en un sofá sobre el cual podría identificar cada una de las manchas de la misma manera que hace años sabe en qué lugar del mapa posa su dedo exactamente. Birmania, Ottawa, Medellín, Las Islas Svalbard. Los intentos por mantenerse despierta ya no sirven para nada y siente cómo el mismo par de brazos anchos y el mismo par de manos agrietadas, sucias, llenas de cayos alrededor de las uñas, toman su cuerpo menudo y lo levantan de camino al dormitorio.
—Buenas noches, papá —farfulla Íngrid.

María Alcantarilla, Íngrid (http://www.enriquevilamatas.com/escritores/escralcantarillam1.html).

María Alcantarilla

Patricia Highsmith, La paridora

La paridora

Para Elaine, el matrimonio significaba hijos. El matrimonio significaba también otras muchas cosas, naturalmente, tales como crear un hogar, levantar la moral a su marido, ser una alegre compañera, todo eso. Pero sobre todo, hijos… para eso servía el matrimonio, ése era su sentido.
Elaine, cuando se casó con Douglas, se propuso convertirse en la criatura de su imaginación, y al cabo de cuatro meses lo había logrado. La casa deslumbraba por su limpieza y encanto, sus fiestas eran un éxito, y Douglas tuvo un pequeño ascenso en su empresa, la Compañía de Seguros Atenas. Sólo faltaba un detalle: Elaine no estaba embarazada. Una consulta a su médico corrigió este problema, ya que algo estaba desviado; pero pasaron tres meses más y Elaine aún no había concebido. ¿Sería culpa de Douglas? De mala gana, con cierta timidez, Douglas fue a ver al médico y éste declaró que estaba en perfectas condiciones. ¿Qué pasaba, entonces? Unas pruebas más minuciosas revelaron que el óvulo fertilizado (de hecho, al menos un óvulo había sido fertilizado) había viajado hacia arriba en lugar de hacia abajo, en aparente desafío a la fuerza de la gravedad, y en vez de desarrollarse en algún sitio, simplemente se había desvanecido.
—Debería levantarse de la cama y hacer el pino —le dijo a Douglas un bromista de la oficina, después de un par de copas a la hora de comer.
Douglas se rió cortésmente. Pero puede que hubiera algo de verdad en aquello. ¿No había dicho el médico algo semejante? Esa tarde, Douglas le sugirió a Elaine la idea del pino.
A eso de la medianoche, Elaine saltó de la cama y se puso cabeza abajo, los pies contra la pared. Su cara adquirió un tono rosa fuerte. Douglas se alarmó, pero Elaine aguantó como una espartana, hasta que, después de casi diez minutos, acabó derrumbándose.
Así nació su primer hijo, Edward. Edward echó a rodar la bola, y algo menos de un año después llegaron las gemelas. Los padres de Elaine y de Douglas estaban encantados. Ser abuelos era para ellos una alegría tan grande como lo había sido convertirse en padres, y ambos matrimonios dieron una fiesta para celebrarlo. Tanto Douglas como Elaine eran hijos únicos, así que los abuelos se sentían felices de que continuara su descendencia. Elaine ya no tenía que hacer el pino. Diez meses más tarde nació un segundo hijo, Peter. Después vino Philip y luego, Madeleine.
Con ésta había ya seis niños pequeños en la casa, y Elaine y Douglas tuvieron que trasladarse a un apartamento algo mayor, que tenía una habitación más. Se mudaron precipitadamente, sin darse cuenta de que el casero no era muy aficionado a los niños (le habían mentido diciéndole que tenían cuatro), especialmente a los pequeñitos, que berreaban por la noche. Al cabo de seis meses les pidió que se marcharan…, puesto que era evidente que Elaine tendría pronto otro hijo. A estas alturas, Douglas se encontraba en apuros económicos, pero sus padres le regalaron 2.000 dólares y los de Elaine aportaron 3.000 para que dieran la entrada de una casa a quince minutos de coche de la oficina de Douglas.
—Me alegro de que tengamos casa propia, cariño —le dijo a Elaine—. Pero tenemos que controlar hasta el último céntimo si queremos pagar la hipoteca. Yo creo que, al menos durante algún tiempo, no deberíamos tener más hijos. Siete, después de todo…
El pequeño Thomas ya había nacido. Elaine había dicho desde el principio que la planificación familiar sería asunto suyo, no de Douglas.
—Lo comprendo, Douglas. Tienes toda la razón.
Desgraciadamente, Elaine reveló un oscuro día de invierno que estaba embarazada otra vez.
—No me lo puedo explicar. Como sabes, estoy tomando la píldora.
Eso era lo que Douglas había supuesto, ciertamente. Se quedó sin habla durante unos minutos. ¿Cómo se las iban a arreglar? Ya había notado que Elaine estaba embarazada, pero llevaba días tratando de convencerse de que eran sólo imaginaciones suyas, causadas por la preocupación. Los padres de ambos ya les hacían regalos de cumpleaños de cincuenta o cien dólares —y con nueve cumpleaños en la familia, había cumpleaños con mucha frecuencia— y él sabía que no les era posible contribuir con más. Era asombroso cuánto dinero gastaban solamente en zapatos para siete críos. Sin embargo, cuando Douglas vio la beatífica y satisfecha sonrisa de Elaine, apoyada en las almohadas de la cama del hospital, con un niño en un brazo y una niña en el otro, no pudo lamentar estos nacimientos, que hacían el número nueve de sus hijos. Pero sólo llevaban algo más de siete años casados. Y si esto seguía así…
Una mujer de su círculo de amistades comentó:
—¡Oh, Elaine se queda embarazada cada vez que Douglas la mira!
A Douglas no le divirtió el cumplido implícito a su virilidad.
—¡Entonces deberían hacer el amor con la luz apagada! contestó el gracioso de la oficina—. ¡Ja, ja, ja! Está claro que la única razón es que Douglas la está mirando.
—¡Esta noche no la mires ni de refilón, Doug! —gritó alguien, y hubo grandes carcajadas.
Elaine sonrió dulcemente. Ella imaginaba —no, estaba segura— que las otras mujeres la envidiaban. Las mujeres sin hijos, o con un solo hijo, no eran más que bolsas de judías secas, en su opinión. Bolsas de judías verdes secas.
Las cosas fueron de mal en peor, desde el punto de vista de Douglas. Hubo, sí, un intervalo de seis meses durante el cual Elaíne estuvo tomando la píldora y no se quedó embarazada, pero, de pronto, lo estuvo otra vez.
—No puedo entenderlo —le dijo a Douglas y a su médico.
Era verdad que Elaine no podía entenderlo, porque se había olvidado de que había olvidado acordarse de tomar la píldora… fenómeno que el médico había encontrado antes.
El médico no hizo ningún comentario. Sus labios estaban sellados por la ética.
Como si fuese en venganza porque Elaine se hubiera apartado de la fecundidad por algún tiempo, por haber intentado ponerle una tapadera al cuerno de la abundancia, la naturaleza le arrojó quintillizas. Douglas no pudo ni enfrentarse a la perspectiva del hospital y se pasó cuarenta y ocho horas en la cama. Después tuvo una idea: llamaría a algunos periódicos y les pediría una cantidad por entrevistas y también por las fotografías que quisieran hacer a las quintillizas. Dio dolorosos pasos en este sentido, ya que tal explotación era contraria a su carácter. Pero los periódicos no picaron. Muchísima gente tenía quintillizos hoy en día, le dijeron. Los sextillizos podrían interesarles, pero los quintillizos, no. Harían una foto, pero no pagarían nada. La foto sólo sirvió para que recibieran propaganda de las organizaciones de planificación familiar y cartas desagradables, o abiertamente insultantes, de ciudadanos particulares que les decían hasta qué punto contribuían a la polución. Los periódicos habían mencionado que tenían catorce hijos después de unos ocho años de matrimonio.
Puesto que al parecer la píldora no servía, Douglas propuso hacerse algo él. Elaine se mostró radicalmente contraria a ello.
—¡Pero entonces no sería lo mismo! —gritó.
—Querida, todo sería lo mismo. Excepto…
Elaine le interrumpió. No llegaron a ninguna parte.
Tuvieron que mudarse una vez más. La casa era lo bastante grande para dos adultos y catorce niños, pero los gastos añadidos que suponían las quintillizas hacían imposibles los pagos de la hipoteca. Así que Douglas y Elaine y Edward, Susan y Sarah, Peter, Thomas, Philip y Madeleine, los gemelos Ursula y Paul y las quintillizas Louise, Pamela, Helen, Samantha y Brigid se trasladaron a una casa de alquiler… término legal dado a cualquier construcción que albergara a más de dos familias, pero que en el lenguaje común significaba un suburbio; eso es exactamente lo que era. Ahora vivían rodeados de familias que tenían casi tantos hijos como ellos.
Douglas, que a veces se traía trabajo a casa, se taponaba los oídos con algodón y pensaba que se iba a volver loco. "No hay peligro de que me vuelva loco si pienso que me estoy volviendo loco", se decía a sí mismo, intentando animarse. Elaine, después de todo, estaba tomando la píldora otra vez.
Pero se quedó embarazada de nuevo. A estas alturas los abuelos ya no estaban tan encantados. Resultaba evidente que el número de vástagos había hecho descender el nivel de vida de Douglas y Elaine; lo cual era la última cosa que deseaban los abuelos. Douglas vivía en un ardiente resentimiento contra el destino y con una desesperada esperanza de que sucediera algo, algo desconocido y quizá imposible, mientras veía a Elaine engordar día a día. ¿Sería posible que fueran quintillizos otra vez? Aterradora idea. ¿Qué pasaba con la píldora? ¿Era Elaine una excepción a las leyes de la química? Douglas daba vueltas en su cabeza a la ambigua respuesta del médico cuando le hizo esta pregunta. El médico fue tan vago al respecto que Douglas había olvidado no sólo sus palabras, sino hasta el sentido de lo que dijo. De todas formas, ¿quién podía pensar con tanto ruido? Enanitos con pañales tocaban diminutos xilofones y soplaban en una gran variedad de cuernos y silbatos. Edward y Peter se peleaban por montar el caballito. Todas las niñas rompían a llorar por nada, esperando conseguir la atención y el respaldo de su madre. Philip era propenso a los cólicos. Todas las quintillizas estaban echando los dientes simultáneamente.
Esta vez fueron trillizos. ¡Increíble! En tres habitaciones del piso no había más que cunas y una cama individual en cada una, en la que dormían por lo menos dos niños. Si sus edades variaran más, pensaba Douglas, sería un poco más tolerable, pero la mayoría de ellos todavía gateaban por el suelo, y al abrir la puerta del piso uno creía haber entrado en una guardería por equivocación. Pero no. Los diecisiete eran obra suya. Los nuevos trillizos se balanceaban en un ingenioso corralito suspendido del techo, porque no quedaba nada de espacio en el suelo. Se les alimentaba y se les cambiaban los pañales a través de los barrotes, lo cual hacía pensar a Douglas en un zoológico.
Los fines de semana eran un infierno. Sus amigos simplemente no aceptaban ya sus invitaciones. ¿Quién podía reprochárselo? Elaine tenía que pedir a los invitados que hablaran muy bajo, y aun así, algo despertaba siempre a alguno de los pequeños antes de las nueve de la noche, y entonces todos empezaban a berrear, incluso los de siete y ocho años que querían participar en la fiesta. Por lo tanto, su vida social era nula, y más valía así, porque no tenían dinero para fiestas.
—Pero yo me siento realizada, cariño —dijo Elaine, poniendo una mano tranquilizadora en la frente de Douglas, que estaba sentado estudiando unos papeles de la oficina, un domingo por la tarde.
Douglas, sudando a causa de los nervios, estaba trabajando en un rinconcito de lo que llamaban el cuarto de estar. Elaine estaba a medio vestir, lo cual era habitual en ella, porque cuando se estaba vistiendo siempre la interrumpía algún niño para pedir algo, y además Elaine estaba aún criando a los últimos. De repente, a Douglas se le ocurrió algo, se levantó y salió para ir al teléfono más próximo. El y Elaine no tenían teléfono y habían tenido que vender el coche.
Douglas llamó a una clínica y se informó sobre la vasectomía. Le dijeron que había una lista de espera de cuatro meses, si quería que la operación fuese gratuita. Douglas dijo que sí y dio su nombre. Mientras tanto, se imponía la castidad. Tampoco era ningún sacrificio. ¡Dios mío! ¡Diecisiete ya! En la oficina Douglas mantenía la cabeza baja. Hasta las bromas se habían agotado. Sentía que la gente le compadecía y que evitaban el tema de los hijos. Solamente Elaine era feliz. Parecía estar en otro mundo. Incluso había empezado a hablar como los niños. Douglas contaba los días que faltaban para la operación. Se la iba a hacer sin decirle nada a Elaine. Llamó una semana antes para confirmar la fecha y le dijeron que tendría que esperar otros tres meses, porque la persona que le había dado la cita debía haberse equivocado.
Douglas colgó violentamente. El problema no era la abstinencia, era sólo su condenada mala suerte, sólo la lata de esperar otros tres meses. Tenía un miedo irracional a que Elaine se quedara embarazada otra vez por sí misma.
—¡Mírala! —chilló Douglas al vacío—. ¡La imagen de la maternidad cuando apenas puede andar!
Arrebató la muñeca del cochecito de juguete y la arrojó por la ventana.
—¡Doug! ¿Qué te ocurre?
Elaine corrió hacia él con un seno desnudo y el pequeño Charles pegado a él como una lamprea.
Douglas atravesó de un puntapié el costado de una cuna, luego agarró el caballito y lo estrelló contra la pared. De una patada lanzó la casa de muñecas por los aires y cuando cayó la aplastó de un pisotón.
—¡Maaa—mááá!
—¡Paaa—pááá!
—¡Uuu—uuu!
—¡Buu—juuu—uu—juu—u! —partiendo de media docena de gargantas.
Ahora había un espantoso bullicio, por lo menos quince niños estaban gritando, además de Elaine. Los juguetes eran el objetivo de Douglas. Pelotas de todos los tamaños salieron volando a través de los cristales de las ventanas, seguidas de silbatos de plástico y pianitos, coches y teléfonos, luego, osos de peluche, sonajeros, pistolas, espadas de goma y tirachinas, anillos de dentición y rompecabezas. Estrujó dos biberones y se rió con regocijo de lunático mientras la leche salía a chorros por las tetinas. La expresión de Elaine pasó de la sorpresa al horror. Se asomó por una ventana rota y gritó.
Douglas tuvo que ser apartado de una construcción de juguete que estaba destrozando con la pesada base de un tentempié en forma de payaso. Un interno le dio un golpe en el cuello que le dejó inconsciente. Al volver en sí, Douglas se encontró en una celda acolchada. Exigió una vasectomía. Le pusieron una inyección. Cuando se despertó, volvió a vociferar pidiendo una vasectomía. Le concedieron su deseo ese mismo día.
Entonces se sintió mejor, más tranquilo. Estaba lo bastante cuerdo, sin embargo, para darse cuenta de que, por así decirlo, su mente estaba "ida". Era consciente de que no quería hacer nada. No quería ver a ninguno de sus viejos amigos, a todos los cuales sentía que había perdido, en cualquier caso. Tampoco deseaba especialmente seguir viviendo. Vagamente recordaba que era objeto de burla por haber engendrado diecisiete hijos en muchos menos años que ésos. ¿O eran diecinueve? ¿O veintiocho? Había perdido la cuenta.
Elaine vino a verle. ¿Estaba otra vez embarazada? No. Imposible. Era sólo que estaba acostumbrado a verla embarazada. Parecía remota. Ella estaba realizada, recordó Douglas.
—Ponte otra vez cabeza abajo. Invierte el proceso —le dijo Douglas con una sonrisa estúpida.
—Está loco —le dijo Elaine al interno, desesperanzada, y se alejó calmosamente.

Patricia Highsmith, La paridora (Pequeños cuentos misóginos).
Traducido por Maribel de Juan Guyatt.

Patricia Highsmith