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Medardo Fraile, No hay prisa en abrir los ojos

No hay prisa en abrir los ojos
Tras las cortinas se adivinaba ya la luz aún manchada de sombras, pero serían –pensó– las ocho, la hora de levantarse, como todos los días de su vida. ¿Por qué? Se removió en la cama y sintió el cuerpo magullado por la batalla de cada noche, la colcha caída, sábanas arrugadas, las cenizas de tanta gente soñada y muerta doliéndole en la almohada endurecida, pero las siete de la mañana le habían parecido siempre temprano, y las nueve demasiado tarde. Sólo por eso. No había otra razón. ¿Qué prisa tienes? No abras los ojos, no hay prisa. ¿Quién le hablaba? ¿Oía otra voz o se hablaba a sí mismo? Sigue ahí, descansa. No abras los ojos. La noche ha sido terrible y te ha vencido. Sigue durmiendo, abre los ojos hacia ti mismo, mira dentro de ti, donde aún te late el corazón, donde están las cenizas de los que habitan tus sueños en las sombras. Pero eran ya las ocho, ¡las ocho! Y abrió los párpados, y no halló cosa en que poner los ojos, que no fuera recuerdo del olvido.
Medardo Fraile, No hay prisa en abrir los ojos (Antes del futuro imperfecto, Páginas de Espuma).

Medardo Fraile

Medardo Fraile, Una camisa

Una camisa
Fermín Ulía, pobre y todo —desde su barrio pobre— había recorrido ya, si no los siete mares, al menos dos o tres. Es que su barrio estaba en cuesta y entre las ventanas de las casas la ropa iba secándose en drizas débiles que habían cambiado la vela por la camisa y el pañal. Es que en su barrio había trajín al alba y se rompían los amaneceres con farolillos. Es que Fermín era pescador. Iba, a diario, a esa gran fábrica de aceite de hígado de bacalao: al mar; a esa gran fábrica de fósforo.
Los mares le habían visto sobre dos mil quinientas toneladas y sobre embarcaciones pequeñas, chinchorros y barcos por el estilo. Pero Fermín Ulía, viajero de lo insondable, de lo misterioso, no sabía nada de amor. El amor se encontraba yendo por una calle. Le movían corazones de tinta que se adueñaban de los brazos como un salpullido. Era un amor a barlovento, con labios de pez y alma de serrín. Limitaba con el deseo, por un lado, y por otro, con una frase de humor tatuada en el pecho: “La maté porque era mía”. También estaba el amor en la charla de los pescadores bogando hacia la cala. Un amor pendejo y húmedo, como un aperitivo con chistes. Fermín Ulía no había hecho nunca el viaje del amor, que dicen insondable y misterioso. Se devanaba el ánimo y los sesos por iniciarlo con una de esas mozas que, en los puertos, van buscándole la sal a la vida. Y un buen día, estando en éstas y otras, un azar del destino le llevó a Dover por la manga de Francia. De esta manga se sacó Fermín una camisa escocesa, un destino tronchado maravillosamente y una mujer rubia.
Es verdad que el marinero llegó a Dover con la temperatura adecuada, en el hombre, para las grandes pescas. Dentro del buque, dos botellas de aguardiente vacías atestiguaban el algodón echado, en el viaje, a la nostalgia. Pero, de todas formas, la presencia de aquella muchacha en el puerto bastaba para agrandar las letras de Dover en el mapa rosa de Inglaterra. Una pared embreada, al fondo, hacía que su cuerpo y su pelo rubio resaltasen como en un cartelón de propaganda cinematográfica. Era rubia de las de verdad; rubia del norte, y tenía, además, tan buenos picos como la Rosa de los Vientos, aunque, naturalmente, treinta menos. Su nombre era Maureen; se llamaba Mari, María, como una dulce muchacha cualquiera. Cuando Fermín bajó del barco y la miró, creyó que estaba ante las luces del vapor-correo. La estuvo mirando tres minutos; dos de ellos los dedicó a la nariz. La nariz era respingona y le ponía en la expresión un falso resfriado lleno de gracia sin complicaciones. Sonrieron los dos, al mirarse. Era inútil hablar; no se entenderían con palabras. Con miradas sí. Se rieron, de pronto. El marinero enseñó a la muchacha, bajo el casacón de agua, una botella de coñac. Iba a cambiarla por algo típico en un almacén del puerto. Se marcharon juntos, cogidos por los ojos, respondiendo a una mímica elemental con la sonrisa.
Se metieron en los Modernos Almacenes, que eran antiguos y olían a costumbres y modas de otros años. Las dependientas añoraban finuras pasadas y solo esperaban para morir que les clavaran la espina de un rosal. Fermín y María, detrás de un maniquí con paraguas, se dieron el primer beso. Ella tenía los labios tan sabrosos como la anchoa de malla. Pasearon por los almacenes y a Mari le gustó, para él, una camisa escocesa de colores suaves. El marinero, con un guiño significativo, mostró una botella a la dependienta. Mari trataba de impedir que la cambiase. Sacó unas monedas. ¡Ah, vamos! Fermín Ulía lo comprendió. Vaciaron juntos la botella de coñac en un cuarto pequeño con paredes azules. Él se puso en el cuarto la camisa de colores suaves. Tenía, justamente, los colores de una jibia en celo.
Dover se quedó atrás con la muchacha rubia. Fermín volvió a su barrio de pescadores. Iba a la pesca todos los días con la camisa escocesa de marinero. Le ahogaba el recuerdo de su amor cuando bajaba la marea. En sueños veía a Mari entre marsopas voraces. Se despertaba con angustia. El recuerdo, abarloado para siempre a la muchacha, le hacía salir al chicharro y al verdel como el que lleva intención de hacer novillos. Estaba pensando, de codos en el carel del barco, y se veía que una ola —la más pequeña— podría llevárselo en cualquier momento.
Pero lo curioso fue lo que pasó aquella madrugada en que el marinero y su camisa no fueron juntos a pescar. La noche estaba suave, con regazos enormes, casi gelatinosa, y el mar, como un suspiro de muchacho. La camisa, con el gris y el violeta, el amarillo y el rosa recién lavados, había quedado colgada de una cuerda, secándose. El pescador —con sus pensamientos— iba camino de la cala. A eso de las cuatro, sin viento alrededor, la camisa comenzó a moverse. Se agitaba con la angustia de su vacío, como queriendo romper las ligaduras que le apretaban los hombros. Las mangas, retorcidas, subían y bajaban con el soplo de un invisible llanto de tragedia. Se juntaban a veces por los puños, se abrían en cruz. Y el cuerpo, prendido a los hombros, giraba convulso y se doblaba una y otra vez en una misteriosa corriente de tortura. Luego se quedó rígida, extenuada, como un palo; con las mangas señalando al suelo.
Fermín Ulía murió ahogado en el mar, a eso de las cuatro, aquella misma noche.
Medardo Fraile, Una camisa (Cuentos de verdad).

Medardo Fraile

Medardo Fraile, Cuentos de verdad

El mejor homenaje que se puede hacer a un escritor es leerlo. El álbum es uno de mis cuentos preferidos.
Medardo Fraile (Madrid, 1925-Glasgow, 2013)

El álbum 
Entraron aprisa en el café y se sentaron. La impaciencia les encendía los ojos al dejar el paquete sobre la mesa. Ella, apenas sentada, comenzó a abrirlo, mirando con amor, alternativamente, la cinta roja sobre el papel y el rostro de él con ligero orgullo protector y expectante. 
–¿Qué van a tomar? 
–Café con leche. ¿Y tú? 
–Lo mismo. 
En la mesa apareció con pastas de color azul marino, como el traje de los días señalados, el álbum de las chocolatinas. Era un gran día. Habían hablado de él como se habla de cuando llegará un niño. Aquel álbum representaba el tesón del novio en su niñez, que había reunido una estampita tras otra hasta cubrir todas las ventanillas sin paisaje de aquel libro difícil. Sus compañeros de colegio –él lo recordaba– habían dejado en el álbum huecos de desamor y desidia. Y el álbum, ahora flamante sobre la mesa, mostraba la solicitud en el tiempo de un hombre cuidadoso, fiel toda la vida a sus más inocentes alegrías, al objeto de su ilusión más nimia. Para la novia, aquel álbum azul implicaba tesón y constancia. Tenían sobre la mesa el café con leche del amor humilde, pero tenían también dentro del libro las maravillas todas del Universo, y se pusieron a deshojarlas con lentitud amorosa, como si en ello les fuera su felicidad, el sí o el no. 
–No: hoy «Las Mariposas», no –decía ella con tremendo gozo–. Hemos visto ya «Los Grandes Inventos». 
Cada hoja les aproximaba, día tras día, un poco más. El día de «Las Mariposas», ella balanceó sus pestañas en el aire hacia un hombre joven que estaba enfrente sentado, y él –el novio– tuvo celos. Pero ella ni había mirado siquiera a aquel hombre: quería simplemente mariposear con sus finas pestañas. El día de «Las Aves Domésticas» proyectaron un canario naranja transparentándose en el hogar que tendrían, en la ventana con sol: «Mejor, blanco», insinuaba él. «No, tiene que ser naranja», decía resuelta ella, entornando los ojos como si le dañara el agridulce color del pájaro. Las «Aves Exóticas» pusieron sobre el pelo de ella, suave, un sombrerito atrevido de vistosas plumas en una tarde con risa en el mundo, y champaña y «confetti». En «Flores Para Regalo», él la obsequió con doce tulipanes para que no olvidara alguna cosa. Al llegar a «Animales Prehistóricos», tuvo ella miedo y se acercaron más. Él quiso continuar más días viendo «Los Animales Prehistóricos», pero ella se negó y entró en la hoja rutilante de «Las Piedras Preciosas». Ante «Las Piedras Preciosas» él anduvo receloso por sentimiento atávico. Veía en los ojos de ella cierta cortesana desfachatez, ciertas desmesuradas pretensiones, que le tuvieron en desazón toda la tarde y que interpuso entre ellos una pastosa frialdad anfibia. En «Las Algas» enredaron sus dedos, manos, brazos, miradas y palabras. Con «La Evolución del Automóvil» lo pasaron bien, dieron saltos y frenazos bamboleantes sobre sus sillas. Con «Las Fieras» se identificó ella de tal forma, que los ojos se le llenaron de instinto y él se encontró como un domador trágico que de un instante a otro podía perecer. Con «La Fauna del Mar» cruzaron una y otra vez por los ojos de él y de ella los peces cariñosos, perezosos, suaves, del amor, y estuvieron pasando toda la tarde mansa, humildemente. Al llegar a «Las Frutas», ella, con un rubor, posó su mano sobre las manzanas para que él no tuviera ningún pensamiento avanzado, para que no pensara como Adán. 
Terminaron el álbum, y estaban tostados y palpitantes como después de un largo viaje. Era como si volvieran con los mismos recuerdos de una luna de miel respetuosa. Ella esperó todos los días –sobre todo el último– a que él dijera: «El álbum, para ti, te lo regalo». Pero no lo hizo. Llenar aquel libro de cromos había sido la gracia de su niñez, le había proporcionado entrada de honor en todas las visitas. Y cogió su álbum y se lo guardó. Ella, de haberlo tenido, le hubiera devuelto su regalo en palabras llenas de entendimiento y colores, en experiencia del mundo, en primores de planta y honduras de mar. Pero así las tardes fueron enfriándose, se aburrían y hacían tos de las palabras rotas. Y un día ella –que se había enamorado de aquel álbum– le dijo adiós a él. Y él tendrá que sacarlo de nuevo en su vida, cuando llegue la hora, sin atreverse a regalarlo nunca.
Medardo Fraile, El álbum (Cuentos de verdad)















Cuentos de verdad
Medardo Fraile
Ediciones Cátedra, 2000

Rafi, de Medardo Fraile

Rafi 
Tenía un libro.
Se lo había dado el padre Bonifacio hacía más de tres años.
El libro pesaba y era gordo.
En la numeración de las hojas, el número último era el 1108. Ahora se le habían aflojado las pastas y algunas hojas estaban dobladas y tenían tiesuras y manchones de Coca-Cola y mocos.
Cuando iba a ver a la señora tuerta, lo llevaba consigo.
—Mira qué aplicado es el Rafi —decía—. Mira cómo lee.
Y él sonreía con su cara matalona y pícara de niño de la calle.
Lo iba leyendo por segunda vez, poco a poco, desde hacía dos años. A veces, le buscaba un escondrijo en un solar o unas obras y, al cabo de varios días, volvía a buscarlo.
Le hablaba algunas veces.
—A ver si te acabas, gordo. Un día me harto de ti y ya no vengo a buscarte.
Lo acabó por segunda vez en un coche abollado de un garaje desierto. Sentía frío.
Apretó los ojos y, cuando los abrió, le dijo al libro:
—Gordo, ¿qué vamos a hacer ahora? ¿Empezamos de nuevo?
Miró a la tapia grasienta de enfrente, se abrazó al libro con fuerza y comenzó a llorar.
Medardo Fraile, Rafi. 















Escritura y verdad. Cuentos completos
Medardo Fraile

Edición y prólogo: Ángel Zapata
Páginas de Espuma, 2004