Marguerite Yourcenar, Aquiles o la mentira

Aquiles o la mentira
Habían apagado todas las lámparas. Las sirvientas, en la sala de abajo, tejían a ciegas los hilos de una inesperada trama, que se convertía en la de las Parcas; un inútil bordado colgaba de las manos de Aquiles. El vestido negro de Misandra ya no se distinguía del vestido rojo de Deidamía; el vestido blanco de Aquiles parecía verde bajo la luna. Desde la llegada de aquella joven extranjera en que todas las mujeres presentían un dios, el temor se había introducido en la Isla como una sombra acostada a los pies de la belleza. El día ya no era día, sino la máscara rubia de las tinieblas. Los senos de mujer se hacían coraza en un pecho de soldado. En cuanto Tetis vio formarse en los ojos de Júpiter la película de los combates en que sucumbiría Aquiles, buscó por todos los mares del mundo una isla, una roca, un lecho estanco para flotar sobre el porvenir. Aquella diosa inquieta rompió los cables submarinos que transmitían a la Isla el fragor de las batallas, reventó el ojo del faro que guiaba a los navíos, echó a fuerza de tempestades a los pájaros migratorios que podían llevarle a su hijo mensajes de sus hermanos de armas. Como las campesinas que visten de mujer a sus hijos enfermos para despistar a la Fiebre, ella lo había vestido con sus túnicas de diosa para engañar a la Muerte. Aquel hijo infectado de mortalidad le recordaba la única culpa de su juventud divina: se había acostado con un hombre sin tomar la banal precaución de convertirlo en dios. En el hijo se encontraban los toscos rasgos del padre, revestidos de una belleza que sólo de ella procedía y que algún día le harían más penosa la obligación de morir. Envuelto en sedas, en mil velos de gasa, enredado en collares de oro, Aquiles se había introducido, por orden suya, en la torre de las doncellas; acababa de salir del colegio de los Centauros: cansado de bosques, soñaba con cabelleras; harto de gargantas salvajes, soñaba con senos de mujer. El refugio femenino donde lo encerraba su madre se transformó, para aquel emboscado, en una sublime aventura; era preciso entrar, con la protección de un corsé o de un vestido, en ese amplio continente inexplorado de la Mujer en donde el hombre no ha penetrado hasta ahora sino como un vencedor, y a la luz de los incendios de amor. Tránsfuga del campo de los machos, Aquiles venía a intentar aquí la suerte única de ser algo diferente a sí mismo. Para los esclavos, él pertenecía a la raza asexuada de los amos; el padre de Deidamía llevaba la aberración hasta amar en él a la virgen que no era; tan sólo las dos primas se negaban a creer en aquella muchacha demasiado parecida a la imagen ideal que un hombre se hace de las mujeres. Aquel joven ignorante de las realidades del amor empezaba, en el lecho de Deidamía, su aprendizaje de luchas, estertores y subterfugios; su desvanecimiento sobre aquella tierna víctima servía de sustituto a un goce más terrible, que él no sabía dónde tomar, cuyo nombre ignoraba y que no era otro sino la Muerte. El amor de Deidamía, los celos de Misandra rehacían de él el duro contrario de una mujer. Ondeaban las pasiones en la torre como chales de seda atormentados por la brisa. Aquiles y Deidamía se aborrecían como los que se aman; Misandra y Aquiles se amaban como los que se aborrecen. Aquella enemiga de fuertes músculos se convertía para Aquiles en lo equivalente a un hermano; aquel rival delicioso enternecía a Misandra como si fuera una especie de hermana. Cada ola que por la Isla pasaba traía consigo unos mensajes: los cadáveres griegos, impulsados a alta mar por inauditos vientos, eran otros tantos residuos del ejército naufragado por no tener ayuda de Aquiles. Buscábanlos los proyectores bajo un disfraz de astro. La gloria, la guerra, vagamente entrevistas entre las nieblas del porvenir, le parecían queridas exigentes cuya posesión le obligaría a cometer innumerables crímenes: en el fondo de aquella prisión de mujeres creía poder escapar a los ruegos de sus futuras víctimas. Una barca embarazada de reyes hizo un alto al pie del apagado faro, que no era sino un escollo más: Ulises, Patroclo y Tersites, advertidos por una carta anónima, habían anunciado su visita a las princesas. Misandra, de súbito complaciente, ayudaba a Deidamía a colocar unas horquillas en el pelo de Aquiles. Sus anchas manos temblaban, como si acabara de dejar caer un secreto. Las puertas abiertas de par en par dejaron entrar a la noche, a los reyes, al viento, al cielo cuajado de signos. Tersites respiraba agitadamente, cansado de subir la escalera de los mil escalones y se frotaba con las manos sus angulosas rodillas de inválido: parecía un rey que, por cicatería, se hubiera convertido en su propio bufón. Patroclo, vacilante ante el hurón escondido entre aquellas Damas, tendía al azar sus manos enguantadas de hierro. La cabeza de Ulises recordaba una moneda usada, roída y herrumbrosa, en la que aún se distinguían las facciones del rey de Ítaca. Con la mano a modo de visera, como un marino en la punta de un mástil, examinaba a las princesas adosadas a la pared como una triple estatua de mujer. Los cabellos cortos de Misandra, sus grandes manos que sacudían con fuerza las de los jefes, su desenfado, hicieron que, en un principio, él la tomara por escondite de un varón. Los marineros de la escolta desclavaban unos cajones y desembalaban —mezcladas con los espejos, las joyas y los neceseres de esmalte— las armas de Aquiles, que él sin duda se apresuraría a esgrimir. Pero los cascos que manejaban las seis manos pintadas recordaban los que utilizan los peluqueros; los cintos reblandecidos se convertían en cinturones femeninos; entre los brazos de Deidamía, un escudo redondo parecía una cuna. Como si el disfraz fuera un maleficio del que nada escapaba en la Isla, el oro se convertía en plata sobredorada, los marinos en máscaras y los reyes en buhoneros. Tan sólo Patroclo resistía al sortilegio, lo rompía como una hoja desnuda. Un grito de admiración de Deidamía lo señaló a la atención de Aquiles, que saltó hacia aquel acero vivo, tomó entre sus manos la dura cabeza cincelada como el pomo de una espada, sin percatarse de que sus velos, sus pulseras y sus sortijas hacían de su ademán un arrebato de enamorada. La lealtad, la amistad, el heroísmo, dejaban de ser palabras de hipócritas que disfrazan sus almas: la lealtad residía en aquellos ojos que permanecían límpidos ante el amasijo de mentiras; la amistad podría albergarse en los corazones de ambos; la gloria sería su porvenir. Patroclo, ruborizándose, rechazó aquel abrazo de mujer. Aquiles retrocedió, dejó caer los brazos, vertió unas lágrimas que no hacían sino perfeccionar su disfraz de doncella, pero que proporcionaron a Deidamía nuevas razones para preferir a Patroclo. Miradas, sonrisas interceptadas como si fueran una correspondencia amorosa, la turbación del joven abanderado, medio ahogado por aquella marea de encajes, convirtieron el desconcierto de Aquiles en un furioso ataque de celos. El muchacho vestido de bronce eclipsaba las imágenes nocturnas que de Deidamía conservaba Aquiles, y el uniforme superaba, a sus ojos de mujer, el pálido destello de un cuerpo desnudo. Aquiles cogió torpemente una espada, que soltó inmediatamente, y utilizó sus manos para apretar el cuello de Deidamía, sus manos envidiosas del éxito de una compañera. Los ojos de la mujer estrangulada saltaron como dos largas lágrimas; intervinieron los esclavos; las puertas, al cerrarse con un ruido de millares de suspiros, ahogaron los últimos estertores de Deidamía: los reyes, desconcertados, se hallaron al otro lado del umbral. La habitación de las Damas se llenó de una oscuridad sofocante, interna, que nada tenía que ver con la noche. Aquiles, arrodillado, escuchaba cómo la vida de Deidamía se escapaba de su garganta lo mismo que el agua del cuello demasiado estrecho de una jarra. Se sentía más separado que nunca de aquella mujer que él había tratado, no sólo de poseer, sino de ser: cada vez menos cercana, a medida que él iba apretando su cuello, el enigma de ser una muerta venía a añadirse en ella al misterio de ser una mujer. Palpaba con horror sus senos, sus caderas, sus cabellos desnudos. Se levantó, tanteando las paredes en donde ya no se abría ninguna salida, avergonzado de no haber reconocido en los reyes los secretos emisarios de su propio valor, seguro de haber dejado escapar su única probabilidad de ser un dios. Los astros, la venganza de Misandra, la indignación del padre de Deidamía, se unirían para mantenerlo encerrado en aquel palacio sin fachada a la gloria: sus mil pasos en torno al cadáver compondrían en lo sucesivo la inmovilidad de Aquiles. Unas manos casi tan frías como las de Deidamía se posaron en su hombro: se quedó estupefacto al oír a Misandra proponerle la huida antes de que estallara sobre él la cólera del padre todopoderoso. Confió su muñeca a la mano de aquella fatal amiga y siguió los pasos de aquella muchacha, que tan bien se desenvolvía en las tinieblas, sin saber si Misandra obedecía a un rencor o a una gratitud sombría, si llevaba por guía a una mujer que se vengaba o a una mujer a quien él había vengado. Las puertas cedían y luego volvían a cerrarse: las desgastadas baldosas se hundían suavemente bajo sus pies como el blando hueco de una ola; Aquiles y Misandra continuaban su descenso en espiral, cada vez más deprisa, como si su vértigo fuera un peso. Misandra contaba los escalones, desgranaba en voz alta una suerte de rosario de piedra. Por fin encontraron una puerta que daba al acantilado, a los diques, a las escaleras del faro: el aire salado como la sangre y las lágrimas brotó y salpicó el rostro de la extraña pareja aturdida por aquella marea de frescor. Con una risa dura, Misandra detuvo a la hermosa criatura, ya preparada para saltar, y le tendió un espejo en donde el alba le permitía ver su rostro, como si ella no hubiera consentido en llevarlo hasta la luz del día sino para infligirle, en un reflejo más espantoso que el vacío, la prueba pálida y maquillada de su no-existencia de dios. Pero su palidez de mármol, sus cabellos que ondeaban al viento como el penacho de un casco, su maquillaje mezclado con el llanto que se le pegaba a las mejillas como la sangre de un herido, mostraban, al contrario, dentro del estrecho marco, todos los futuros aspectos de Aquiles, como si aquel delgado espejo hubiera encarcelado al porvenir. La hermosa criatura solar se arrancó el cinturón, se deshizo del chal y quiso liberarse de sus asfixiantes gasas, pero temió exponerse más al fuego de los centinelas si cometía la imprudencia de mostrarse desnudo. Durante un instante, la más dura de aquellas dos mujeres divinas se inclinó sobre el mundo, dudando si tomar sobre sus propios hombros la carga del destino de Aquiles, de Troya en llamas y de Patroclo vengado, ya que ni el más perspicaz de los dioses o de los carniceros hubiera podido distinguir aquel corazón de hombre de su propio corazón. Prisionera de sus senos, Misandra empujó las dos hojas de la puerta, que gimieron en su nombre, e impulsó con el codo a Aquiles hacia todo lo que ella no podría ser. La puerta volvió a cerrarse tras la enterrada viva: libre como un águila, Aquiles corrió a lo largo de la barandilla, bajó precipitadamente las escaleras, descendió veloz por las murallas, saltó precipicios, rodó como una granada, se disparó como una flecha, voló como una Victoria. Las rocas le rasgaban los vestidos sin morder su carne invulnerable: la ágil criatura se detuvo, desató sus sandalias y ofreció a las plantas de sus pies descalzos una probabilidad de ser heridas. La escuadra levaba anclas: se oían voces de sirenas que cruzaban el mar; la arena, agitada por el viento, apenas grababa los pies ligeros de Aquiles. Una cadena tensada por la resaca amarraba la barca al malecón y sus máquinas se estremecían para una próxima marcha: Aquiles se subió al cable de las Parcas con los brazos abiertos, sostenido por las alas de sus chales flotantes, protegido como por blanca nube por las gaviotas de su madre marina. De un salto, aquella muchacha despeinada en quien nacía un dios subió a la popa del navío. Los marineros se arrodillaron, prorrumpieron en exclamaciones, saludaron con maravillados exabruptos la llegada de la Victoria. Patroclo abrió los brazos, creyó reconocer a Deidamía; Ulises movió la cabeza; Tersites se echó a reír. Nadie sospechaba que aquella diosa no era una mujer.

Marguerite Yourcenar, Aquiles o la mentira.


Marguerite Yourcenar

Ignacio Aldecoa, Los bisoñés de don Ramón

Los bisoñés de don Ramón

Él era rubito, gordito, culoncito. Su madre era muy buena cristiana y su padre muy trabajador. Se llamaba Ramón Martínez García, aunque familiarmente lo disminuyesen con un apodo que sonaba a batería de cocina; en la casa le decían el señorito Cuchín.
Cuchín, en el colegio, sacaba las mejores notas. Nunca participó en los bruscos juegos de los compañeros de menor talla intelectual, que, greñudos y sucios, arrastraban con ellos un aroma especial hecho de sudorcillo, tinta, lapiceros recién afilados y palo de regaliz. Cuando llegó el tiempo de hacer la primera comunión fue elegido para el rezo de presentación.
Su madre, aquel día, fue una isla de felicidad rodeada de enhorabuenas. Enarcaba el busto y mostraba, pechugona, el canal de los senos sobre el que pendía una cruz de oro y pequeños brillantes. Transpiraba vanidad de pavota en su sofoco burgués.
El niño fue creciendo. Muchas veces, cuando llegaban visitas de importancia, la madre le llamaba para que luciese sus habilidades. Si Cuchín estaba estudiando, ella contaba, gordeando el habla:
—Sabes, María, a Cuchín le hemos puesto estudio. Un muchacho tan estudioso como él bien merece los sacrificios de los padres.
Cuando Cuchín no estudiaba era llamado al cuarto de estar para que declamase.
—Vamos a ver, Cuchín —decía su mamá—, recítanos esa fábula tan bonita que has aprendido en el colegio esta semana.
Y el niño se subía encima de una silla, sin más, y comenzaba, engolado como un sermoneador malo:
Admiróse un portugués
de ver que en su tierna infancia
todos los niños de Francia…
Las visitas se hacían lenguas de la inteligencia de Cuchín, y aconsejaban, aparatosas y picaruelas:
—¡Qué bien, qué bien! No estudies tanto, Cuchín, que te vas a quedar calvo.
Luego le sometían a un interrogatorio, al que contestaba con enérgica precisión.
—Cuchín, ¿y tú qué vas a ser?
—Ministro, señora.
—Pero ¿no te gustaría más ser ingeniero, por ejemplo?
—No, señora. Yo seré ministro.
Una de ellas, que tenía un hijo que quería ser bombero y otro revisador de contadores, se asombraba y, luego, picada por el niño, le preguntaba, buscándole las cosquillas.
—Pero ¿no te parece que es muy difícil, Cuchín?
—No, señora.
E intervenía la madre del genio sonriendo de la contestación de su vástago.
—Mira, Josefina, cuando el niño lo dice es que lo será. ¡Menuda cabeza tiene! El profesor de matemáticas, que ya sabes que es lo principal, me dijo el otro día, cuando fui a pagar la cuenta del colegio: «Señora, bien puede usted estar orgullosa de su hijo. Ha aprendido las cuatro reglas con gran facilidad, lo que a otro le cuesta cinco, a él le cuesta uno.»
La visita asentía con la cabeza, entre crédula y dudosa.
A última hora llegaba el padre de la oficina, frotándose las manos y sonriendo becerril. Después de saludar, preguntaba:
—¿Y Cuchín, dónde está?
—Estudiando, Marcelo.
—Anda, dile que venga.
La madre hacía un gesto pomposo llamando a la criada.
—Serafina, Serafina.
Aparecía la sirvienta.
—Diga, señora.
—Haz el favor de decir al señorito Cuchín que su padre está aquí, que traiga la carpeta de deberes.
El niño, modosito y solemne, besaba en ambas mejillas a su progenitor, que tenía la tripa a punto de reventar, como una sandía madura.
—Vamos a ver, ¿qué te han puesto hoy?
—Cinco cuentas, papá, y la provincia de Gerona.
—No digas cuentas, hijo mío, acostúmbrate a llamarlas operaciones. ¿Te sabes ya la provincia de Gerona?
—Y todo Cataluña, papá.
—Muy bien. Esto es trabajo adelantado. Para ser un hombre de provecho hace falta trabajar. Toma ejemplo de tu padre, que no era nada, y ya ves: jefe de negociado de primera, y, todavía, joven.
Interrumpía la visita:
—Y tan joven que estás, Marcelo.
—Gracias, Josefina.
Don Marcelo comenzaba a tomar la lección al genio:
—Afluentes del...
Pam, pam, pam. Se los decía todos. La visita se aburría, la visita se despedía, la visita se marchaba llena de celos y rabia hacia la casa. Los niños de la visita pagaban aquella noche los conocimientos geográficos y matemáticos de Cuchín: soplamocos y a la cama sin cenar.

Cuchín fue creciendo en sabiduría, aunque no demasiado en estatura, puesto que arrastraba un algo las posaderas por el entarimado. Acabó el bachiller con sobresalientes. Acabó su carrera de Derecho con notables y se afilió a un partido político moderado, aburrido, triste y feo. Cuchín daba jabón a su jefe:
—Don Francisco, muy bueno su editorial de hoy. ¡Qué nervio, don Francisco! Don Francisco, así acaba usted con la oposición en un mes. Don Francisco, esta noche tenemos fiesta en mi casa, ¿podrá usted acudir? Mire, don Francisco, que la fiesta es en su honor.
—Sí, Ramón, iré, pero sólo un momento. Ya sabes lo que es esto.
—Sí, don Francisco, hay que sacrificarse por la patria.
Cambiaban de tema para hablar de toros.
Don Francisco acudió a la fiesta que en su honor daba la familia de Ramón.
La madre invitó a lo mejor de lo mejor. Había muchas señoras, muchas que no lo eran tanto y bastantes de pega.
—Ramón, don Francisco sube por las escaleras.
—Ahora voy, mamá.
—Date prisa que ya está aquí.
Se abría la puerta. Un criado alquilón cogía el sombrero y el bastón de don Francisco. Ramón le ayudaba a quitarse la capa.
—Este mayo..., hace frío todavía.
—Sí, don Francisco. Ahora voy a permitirme presentarle a mis padres.
—Encantado, señora. Mucho gusto, caballero. Tienen ustedes una alhaja de hijo. Un chico que llegará lejos, muy lejos.
—Y que lo diga usted, don Francisco.
Ramón se puso colorado por aquella salida. Don Francisco sonrió. El gran hombre se estiró el lazo y penetró acompañado de la señora de la casa en el salón.
En el salón había como un vago rumor de corriente admirativa que hacía enarcar el pecho al político.
Una señorita comenzó a tocar una cosa de Chopin en el piano. Los comentarios se reducían a ella, porque era elegante hacerlo. Algún caballero disimulaba un bostezo.
La señora de la casa, pegada al político, se ponía pelmaza de tanto ofrecerle.
—¿Una copa de champán, don Francisco?
—Gracias, señora.
—No hay de qué darlas. ¿De modo que mi querido Cuchín es muy trabajador y le hace a usted un gran papel?
—Mucho, señora.
El político variaba la conversación.
—Dígame, ¿quién es esa joven tan encantadora que toca a Mozart?
Entonces, finamente, la señora le explicaba:
—Es la hija de un subalterno de mi marido, don Francisco.
Y arreglaba la coladura delicadamente, como si fuera un traje de noche pasado de moda.
—Con Chopin en los dedos es una maravilla, ¿no le parece a usted?
El político arrugaba el entrecejo y se ponía serio. Cuchín se acercaba servicial a don Francisco:
—¿Qué tal, se divierte?
—Mucho, Ramón, pero tengo que ausentarme, con gran sentimiento, desde luego.
Don Francisco se levantó cuando la señorita, hija de un subalterno del papá de Ramón, terminó de desafinar el piano. En la puerta, con la capa puesta y el sombrero y el bastón en la mano, reverenció a la señora de la casa:
—Una fiesta deliciosa. He pasado una magnífica velada. Buenas noches, señora; buenas noches, caballero. Hasta mañana, Ramón.
El niño Ramón estaba hecho una furia. Se acercó a su madre en el pasillo:
—¿Qué le has dicho, mamá, para que se haya ido tan temprano?
—Nada, hijito.
—Tú le has dicho algo. Tú has metido la pata.
—¡Pero qué maneras son ésas, hijo! —terciaba el padre.
—Se ha ido, y yo esperaba tanto de esta fiesta.
—Cálmate, otra vez será.
La ausencia de los dueños de la casa se empezó a notar. La madre, conteniendo un suspiro, se adentró en el salón. Instantes después entró el padre. Ramón se metió en su habitación como en una madriguera, con los hombros caídos y casi arrastrándose de puro disgusto.
—¿Y Cuchín? —preguntó la señorita del piano.
—Ha tenido que salir para algo urgente.
Cuchín poco a poco se fue quedando calvo. Primero se le hicieron unas entradas grandes como bahías. Después, el tiempo lo tonsuró. Un noviembre, cuando ya contaba cuarenta y pico de años, se murió su padre. Se quedó solo con su mamá, que ya tenía el pelo blanco y brillante como un duro. Cuchín no se había casado; despreciaba a las mujeres. Era ya secretario de no se sabe qué en un Ministerio. Hacía la ronda a lo que se propuso alcanzar desde niño. La cabeza la tenía igual que el culito de una criatura.
La madre de Cuchín visitaba la cocina.
—Serafina, la sopa, templada. Ya sabes que el señorito no aguanta el calor. Ten cuidado con los empanados. Ya sabes, poca harina. El vino, fresco, sin que esté helado.
—Sí, señora.
—¡Ah!, y dile a Aurelia que no se perfume demasiado para servir la mesa. Pone un insoportable olor a pachulí que le quita el apetito al señorito.
Luego se marchaba al cuarto de estar a dormitar, esperando la llegada del hijo.
Cuchín llegaba siempre tarde, en un coche discreto. Besaba a su madre.
—¿Qué tal, mamá?
—Bien. ¿Y tú, hijo mío?
—Mucho trabajo. Este año es agotador. Zascandileando de aquí para allá. Funerales por no sé quién. Firmas. Estoy hecho la cusca.
Se iban a comer. Comían el uno frente al otro, serios, taciturnos. La madre daba órdenes a la sirvienta:
—Cambíale el plato. Por ahí no, Aurelia. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?
—Sí, señora.
Después de comer, Cuchín se echaba un rato. A las cinco desaparecía.
Algunos días volvía a cenar; la mayoría regresaba de madrugada. Su madre optó por no esperarle.
Un día, revolviendo en los cajones de su hijo, se encontró con una sorpresa desagradable. Cuchín, su niño Cuchín, poseía tres bisoñés. La madre se asustó. No sabía qué pensar. Llamó a Serafina. La vieja sirvienta se quedó muda. Después se recobró.
—Yo creo, señora, que el señorito está todavía joven y querrá presumir, ¿no le parece?
—¿Presumir mi Cuchín? No puede ser. Esto es algo peor.
—Pero ya es mayorcito. Será que de vez en cuando echa una cana al aire.
—¿Una cana al aire? Cierra esa boca de infierno. Llama a Aurelia y vamos a rezar el rosario.
—Señora, Aurelia ha salido con su novio.
—Pues quítate el delantal y vente a rezar.
—Señora, tengo que planchar las camisas del señorito, si no se va a enfadar.
—Pues que se enfade, que más lo estoy yo.
Pasaba el tiempo. Llegó la hora de cenar. La madre esperó en balde la llegada de su Cuchín: la madre no probó bocado. Serafina la instaba.
—Coma, señora, y olvídese; igual es que el señorito tiene novia.
—¿Novia, Serafina? Cuchín no tiene más novia que su madre, y se acabó. ¿Una novia mi hijito? Márchate, Serafina, que voy a tener que llorar.
A las dos de la mañana llegó Cuchín. Traía una mustia flor en el ojal, los ojos turbios, la memoria débil y un bisoñé torcido, de medio lado, casi ridículo, casi chulón. El bisoñé era rubio. Se fue de puntillas, silbando por lo bajo, hacia su habitación. Encendió la luz y creyó que veía visiones. Su madre, en bata y con la cabeza llena de bigudíes, le estaba esperando sentada sobre la cama.
—Buenas noches, mamá.
Por primera vez en su vida ella dejó de tratarlo como a un niño y de llamarle Cuchín.
—Ramón, no te comprendo.
—¿No, mamá?
—¿Qué quieres decir con «no, mamá»?
La escena era de una extrema tirantez. Cuchín se fue quitando lentamente el abrigo. Su madre se espantó.
—¡Una flor! ¿De dónde vendrás? ¡Oh! ¡Y carmín!, carmín en el cuello.
—¿Dónde? —preguntó Cuchín.
—En el lado derecho.
Cuchín se pasó el pañuelo. Lo miró y, divertidamente, dijo:
—Anda, pues es verdad.
—Y tan verdad.
Se hizo de nuevo el silencio. Cuchín se quitó un zapato con mucha dificultad, forcejando lamentablemente.
—¡Cómo vienes, Ramón! Si tu padre te viera. Nunca pensé que pudieras haber caído tan bajo...
—Mamá, yo creo que tengo edad...
—Sois todos iguales. Iguales. Y yo que creí que tenía una joya. Tú no sabes el daño que me has hecho. Además, ¿no te das cuenta del escándalo que estás dando?
—No, mamá.
Desabridamente, la madre respondió:
—Deja de hacerte el ingenuo, Ramón. No vas a hacerme creer que eres tonto y que no te enteras.
La vieja estaba envarada, tremenda, en su papelón de juez.
—¿Y los bisoñés? ¿Para qué los tienes si no para golfear?
—Mira, mamá, es que estar tan calvo como yo no es agradable.
—Pero es digno. Tu padre estaba calvo de tanto pensar. De tanto pensar en ti, no lo olvides.
—Mamá, eso es ridículo —se manifestaba Ramón.
—¿Ridículo? No te conozco, Ramón. ¿Y tú? ¿Tú no te quedaste calvo de trabajar honradamente? ¿Y ahora cómo vienes? Como una mujerzuela, ¿me oyes? Con postizos y añadiduras para tus harto desgraciadas juergas.
—En el sentido estricto no son juergas, mamá, es desesperación.
—¿Desesperación?
Cuchín alzó el gallo y se manifestó con un gran mimo:
—Sí, desesperación; porque yo ya no tengo porvenir, porque yo ya no puedo llegar a más. Madre, madre mía, porque todos mis sueños se han deshecho y yo nunca llegaré a ministro.
La madre se enterneció.
—Me lo debías haber dicho antes.
—Sí, mamá, perdóname. Yo nunca llegaré a ministro.
La madre tuvo un arrebato de emoción.
Cuchín, con soflama, humillaba el gesto.
—Mamá, ¿me perdonas?
—Sí, Ramón.
—Un hombre necesita de vez en cuando divertirse.
—Sí, Ramón.
Y la madre confesó la falta del progenitor de Cuchín, disculpando a su hijo.
—Tu difunto padre, que Dios tenga en su gloria, también de vez en cuando echaba su canita al aire.
Y la madre ayudó a su niño a quitarse el zapato. Después, llena de majestad, se fue hacia su habitación. El secretario, picaresca mente, se miraba al espejo, quitándose el bisoñé. Se hacía muecas. Era un farsante y podía hacer carrera.

Ignacio Aldecoa, Los bisoñés de don Ramón.


Ignacio Aldecoa

Victor Balcells, Homenaje a Ionesco

Homenaje a Ionesco
Mi abuelo tenía, del lado materno, un sobrino que había sido diplomático en el Congo. Allí estuvo casado con una indígena que transportaba agua, cuyos hijos fueron mestizos colonos en el cuerno de África, junto a su tío, que fue secuestrado por un conjunto de piratas del Océano Índico, y cuya mujer se había divorciado de él trágicamente en la plaza roja de Moscú, no sin antes engendrar a un niño con poderes ajedrecísticos que fue campeón mundial, y cuyo abuelo ya había sido campeón mundial, pero de oratoria, al vencer a su tía, una gorda con amplias cuerdas vocales, cuya nieta hablaba al revés, de modo que sus hermanos no entendían nada, pero sí sus doce primos, unos especialistas en matemática, en Galois, en concreto, muerto en un duelo por un lío de faldas; su padre (el de sus primos) fue atropellado por un coche, curiosamente pilotado por su mujer; luego, al llamar a su suegro para confesar el delito, ella se quedó callada; pero su suegro sabía entender los silencios, su padre había sido monje de clausura y había callado toda la vida, incluso al engendrar a su hijo; y más tarde la apostasía le fue concedida por su cuñado, el Obispo de Canterbury entonces, cuyo nieto se casó tres veces seguidas por defunción de sus dos primeras mujeres, y cuya tercera mujer, una estudiante de la universidad de Salamanca...
Conocí a esa tercera mujer, si no me equivoco. Hablaba con las columnas dóricas de la facultad.
No era la misma.
Victor Balcells, Homenaje a Ionesco (Fuente: http://www.enriquevilamatas.com/escritores/escrbalcellsmv1.html).

Victor Balcells




Adolfo Bioy Casares, El calamar opta por su tinta

El calamar opta por su tinta

Más ocurrió en este pueblo en los últimos días que en el resto de su historia. Para medir como corresponde mi palabra recuerden ustedes que hablo de uno de los pueblos viejos de la provincia, de uno en cuya vida abundan los hechos notables: la fundación, en pleno siglo XIX; algo después el cólera –un brote que felizmente no llegó a mayores- y el peligro del malón, 
que si bien no se concretaría nunca, mantuvo a la gente en jaque a lo largo de un lustro en que partidos limítrofes conocieron la tribulación por el indio. Dejando atrás la época heroica, pasaré por alto tantas otras visitas de gobernadores, diputados, candidatos de toda laya, amén 
de cómicos y uno o dos gigantes del deporte. Para morderme la cola concluiré esta breve lista con la fiesta del Centenario de la Fundación, genuino torneo de oratoria y homenajes. 
Como he de comunicar un hecho de primer orden, presento mis credenciales al lector. De espíritu amplio e ideas avanzadas, devoro cuanto libro atrapo en la librería de mi amigo el gallego Villarroel, desde el doctor Jung hasta Hugo, Walter Scott y Goldoni, sin olvidar el último tomito de Escenas matritenses. Mi meta es la cultura, pero bordeo los “malditos treinta años” y de veras temo que me quede por aprender más de lo que sé. En resumen, procuro seguir el movimiento e inculcar las luces entre los vecinos, todos bellas personas, platita labrada, eso sí muy afectos a la siesta que hereditariamente acunan desde la edad media y el oscurantismo. Soy docente –maestro de escuela- y periodista. Ejerzo la cátedra de la péndola en modestos órganos locales, ora factotum de El Mirasol (título mal elegido, que provoca pullas y atrae una enormidad de correspondencia errónea, pues nos tomas por tribuna cerealista), ora de Nueva Patria. 
El tema de esta crónica ofrece una particularidad que no quiero omitir: no sólo ocurrió el hecho en mi pueblo; ocurrió en la manzana donde transcurre mi vida entera, donde se halla mi hogar, mi escuelita –segundo hogar- y el bar de un hotel frente a la estación, al cual acudimos noche a noche, en altas horas, el núcleo con inquietud de la juventud lugareña. El epicentro del fenómeno, el foco si prefieren, fue el corralón de Juan Camargo, cuyos fondos lindan por el costado este con el hotel y por el norte con el patio de casa. Un par de circunstancias, que no cualquiera vincularía, lo anunciaron: me refiero al pedido de los libros y al retiro del molinete de riego. 
Las Margaritas, el petit-hôtel particular de don Juan, verdadero chalet provisto de florido jardín a la calle, ocupa la mitad del frente y apenas parte del fondo del terreno del corralón, donde se amontonan incalculables materiales, como reliquias de buques en el fondo del mar. En cuanto al molinete, giró siempre en el apuntado jardín, al extremo de configurar una de las más viejas tradiciones y una de las más interesantes peculiaridades de nuestro pueblo. 
Un día domingo, a principios de mes, misteriosamente el molinete faltó. Como al cabo de la semana no había reaparecido, el jardín perdió color y brillo. Mientras muchos miraron sin ver, hubo uno a quien la curiosidad embargó desde el primer momento. Ese uno infestó a otros, y a la noche, en el bar, frente a la estación, la muchachada bullía de preguntas y comentarios. De tal modo, al calor de una comezón ingenua, natural, destapamos algo que tenia poco de natural y resultó una sorpresa. 
Bien sabíamos que don Juan no era hombre de cortar el agua del jardín, por descuido, un verano seco. Por de pronto lo reputamos pilar del pueblo. Con fidelidad la estampa retrata el carácter de nuestro cincuentón: elevada estatura, porte corpulento, cabello cano peinado en dóciles mitades, cuyas ondas dibujan arcos paralelos a los del bigote y a los inferiores de la cadena del reloj. Otro detalles revelan al caballero chapado a la antigua: breeches, polainas de cuero, botín. En su vida, regida por la moderación y el orden, nadie, que yo recuerde, computó una debilidad, llámela borrachera, mujerzuela o traspié político. En un ayer que de buen grado olvidaríamos -¿quién de nosotros, en materia de infamia, no arrojó su canita al aire?- don Juan se mantuvo limpio. Por algo le reconocieron autoridad los mismos interventores de la Cooperativa, etcétera, gente muy poco espectable, francamente pelandrunes. Por algo en años ingratos aquel bigotazo constituyó el manubrio del que la familia sana del pueblo se mantuvo colgada. 
Obligatorio es reconocer que este varón señero milita ideas de viejo cuño y que nuestras filas, de suyo idealistas, hasta ahora no produjeron prohombres de temple comparable. En un país nuevo, las ideas nuevas carecen de tradición. Ya se sabe, sin tradición no hay estabilidad. 
Por arriba de esta figura, nuestra jerarquía ad usum no pone a nadie, salvo a doña Remedios, madre y consejera única de tan abultado hijo. Entre nosotros, no sólo porque manu militari arregla cuanto conflicto le someten o no, la llamamos Remedio Heroico. Aunque burlesco, el mote es cariñoso. 
Para completar el cuadro de quienes viven en el chalet, ya no falta sino un apéndice indudablemente menor, el ahijado, don Tadeíto, alumno del turno de la noche de mi escuela. Como doña Remedios y don Juan no toleran casi nunca extraños en la casa, ni en calidad de colaboradores ni de invitados, el muchacho reúne sobre la testa los títulos de peón y dependiente del corralón y de sirvientillo de Las Margaritas. Agreguen a lo anterior que el pobre diablo acude regularmente a mis clases y comprenderán por qué respondo con cajas destempladas a cuantos, por pifia y maldad pura, le endosan el sonsonete de un apodo. Que olímpicamente lo rechazaran del servicio militar me tiene sin cuidado, porque de envidioso no peco. 
El domingo en cuestión, a una hora que se me extravió entre las dos y las cuatro de la tarde, llamaron a mi puerta, con el deliberado afán, a juzgar por los golpes, de voltearla. Tambaleando me incorporé, murmuré: “No es otro”, proferí palabras que no están bien en boca de un maestro y como si esta no fuera época de visitas desagradables abrí, seguro de encontrar a don Tadeíto. Tuve razón. Ahí sonreía el alumno, con la cara tan flacucha que ni siquiera servía de pantalla contra el sol, de lleno en mis ojos. A lo que entendí solicitaba a boca de jarro y con esa voz que de pronto se ahuyenta, textos de primer grado, segundo y tercero. Irritadamente inquirí: 
-¿Podrías informar para qué? 
-Pide padrino –contestó. 
En el acto entregué los libros y olvidé el episodio como si fuera parte de un sueño. 
Horas después, cuando me dirigía a la estación y alargaba el camino con una vuelta para matar el tiempo, advertí en Las Margaritas la falta del molinete. La comenté en el andén, mientras esperábamos el expreso de Plaza de las 19.30 que llegó a las 20.54, y la comenté a la noche, en el bar. No me referí al pedido de textos, ni menos aún vinculé un hecho con otro, porque al primero, ya dije, lo registré apenas en la memoria. 
Supuse que tras un día tan movido retomaríamos el tranco habitual. El lunes, a la hora de la siesta, alborozadamente me dije: “Esta va de veras”, pero todavía cosquilleaba el fleco del poncho la nariz, cuando empezó el estruendo. Murmurando: “Y hoy qué le ha dado. Si lo pesco a las patadas en la puerta pagará lágrimas de sangre”, enfilé las alpargatas y me encaminé al zaguán. 
-¿Ya es una costumbre interrumpir a tu maestro? –espeté al recibir de vuelta la pila de libros. 
La sorpresa me confundió enteramente, porque oí por toda conversación: 
-Pide padrino los de tercero, cuarto y quinto. Logré articular: 
-¿Para qué? 
-Pide padrino –explicó don Tadeíto. 
Entregué los libros y volví al lecho, en pos del sueño. Admito que dormí, pero lo hice, ruego que me crean, en el aire. 
Luego, camino de la estación, comprobé que el molinete no había retomado su puesto y que el tono amarillo se difundía en el jardín. Conjeturé, por lógica, despropósitos y en pleno andén, mientras el físico se lucía ante frívolas bandadas de señoritas, la mente aún trabajaba en la interpretación del misterio. 
Mirando la luna, enorme allá por el cielo, uno de nosotros, creo que Di Pinto, entregado siempre a la quimera romántica de quedar como hombre de campo (¡por favor, ante los amigos de toda la vida!), comentó: 
-La luna se hizo de seca. No atribuyamos, pues, a un pronóstico de lluvia el retiro de un artefacto. ¡Su móvil habrá tenido nuestro don Juan! 
Badaracco, mozo despierto, que presenta un lunar, porque en otra época, aparte del sueldo bancario, cobraba un tanto por delación, me preguntó: 
-¿Por qué no apestillas al respecto al taradito? 
-¿A quién? –interrogué por decoro. 
-A tu alumno – respondió. 
Aprobé el temperamento y lo apliqué esa misma noche, después de clase. Traté de marear primero a don Tadeíto con la perogrullada de que la lluvia entona al vegetal, para atacar por fin a fondo. El diálogo fue como sigue: 
-¿Se descompaginó el molinete? 
-No 
-No lo veo en el jardín. 
-¿Cómo lo va a ver? 
-¿Por qué cómo lo voy a ver? 
-Porque está regando el depósito. 
Aclaro que entre nosotros llamamos depósito a la última barraca del corralón, donde don Juan amontona los materiales de poca venta, por ejemplo, estrafalarias estufas y estatuas, monolitos y malacates. 
Urgido por el deseo de notificar a los muchachos de la novedad sobre el molinete, ya despachaba a mi alumno sin interrogarlo sobre el otro punto. Recordar y chillar fue todo uno. Desde el zaguán don Tadeíto me miró con ojos de oveja. 
-¿Qué hace don Juan con los textos? –grité. 
-Y... –gritó de vuelta- los deposita en el depósito. 
Alelado corrí al hotel, ante mis comunicaciones, tal como lo preví, cundió la perplejidad entre la juventud. Todos formulamos alguna opinión, pues el buen callar en aquel momento era un bochorno, y por fortuna nadie prestó oídos a nadie. O quizá prestara oídos el patrón, el enorme don Pomponio del vientre hidrópico, a quien los del grupo a gatas distinguimos de las columnas, mesas y vajilla, porque la soberbia del intelecto nos ofusca. La voz de bronce, apagada por ríos de ginebra, de don Pomponio, llamó al orden. Siete caras miraron para arriba y catorce ojos quedaron pendientes de una sola cara roja y brillante, que se partía en la boca, para inquirir: 
-¿Por qué no se dan traslado en comitiva y piden explicación a don Juan en persona? 
El sarcasmo despabiló a uno, de apellido Aldini, que estudia por correspondencia y lleva corbata blanca. Enarcando cejas me dijo: 
-¿Por qué no ordenas a tu alumno que espíe las conversaciones entre doña Remedios y don Juan? Después le aplicas la picana. 
-¿Qué picana? 
-Tu autoridad de maestro ciruela –aclaró con odio. 
-¿Don Tadeíto tiene memoria? –preguntó Badaracco. 
-Tiene –afirmé-. Lo que entra en su caletre, por un rato queda fotografiado. 
-Don Juan –continuó Aldini- para todo se aconseja de doña Remedios. 
-Ante un testigo como el ahijado –declaró Di Pinto- hablarán con entera libertad. 
-Si hay misterio, saldrá a relucir –vaticinó Toledo. Chazarreta, que trabajaba de ayudante en la feria, gruñó: 
-Si no hay misterio ¿qué hay? 
Como el diálogo se desencaminaba, Badaracco, famoso por la ecuanimidad, contuvo a los polemistas. 
-Muchachos –los reconvino-, no están en edad de malgastar energías. Para tener la última palabra, Toledo repitió: 
-Si hay misterio, saldrá a relucir. 
Salió a relucir, pero no sin que antes giraran días enteros. 
A la otra siesta, cuando me hundía en el sueño, resonaron, cómo no, los golpes. A juzgar por las palpitaciones, resonaron a un tiempo en la puerta y en mi corazón. Don Tadeíto traía los libros de la víspera y reclamaba los de primer año, segundo y tercero, del ciclo secundario. Porque el texto superior escapa a mi órbita, hubo que comparecer en el negocio de librería de Villarroel, a vivo golpe en la puerta despertar al gallego y aplacarlo posteriormente con la satisfacción de que don Juan reclamaba los libros. Como era de temer, el gallego preguntó: 
-¿Qué mosca picó al tío ese? En la perra vida compró un libro y a la vejez viruela. Va de suyo que el muy chulo los pide en préstamo. 
-No lo tome a la tremenda, gallego –le razoné con palmaditas-. Por lo amargado parece criollo. 
Referí los pedidos previos de textos primarios y mantuve la más estricta reserva en cuanto al molinete, de cuya desaparición, según él mismo me dio a entender, estaba perfectamente compenetrado. Con los libracos debajo del brazo, agregué: 
-A la noche nos reunimos en el bar del hotel para debatir todo esto. Si quiere aportar su grano de arena, allá nos encuentra. 
En el trayecto de ida y vuelta no vimos un alma, salvo al perro barcino del carnicero, que debía de estar de nuevo empachado, porque en sus cabales ni el más humilde irracional se expone a la resolana de las dos de la tarde. 
Adoctriné al discípulo para que me reportara verbatim de las conversaciones entre don Juan y doña Remedios. Por algo afirman que en el pecado está el castigo. Esa misma noche emprendí una tortura que, en mi gula de curioso, no había previsto: escuchar aquellos coloquios puntualmente comunicados, interminables y de lo más insulsos. De cuando en cuando llegó a la punta de mi lengua alguna ironía cruel sobre que me tenían sin cuidado las 
opiniones de doña Remedios acerca de la última partida de jabón amarillo y la franeleta para el reuma de don Juan; pero me refrené, pues ¿cómo delegar en el criterio del mozo la estimación de lo que era importante o no? 
Por descontado que al otro día me interrumpió la siesta con los libros en devolución para Villarroel. Ahí se produjo la primera novedad: don Juan, dijo don Tadeíto, ya no quería textos; quería diarios viejos, que él debía procurar al kilo, en la mercería, la carnicería y la panadería. A su debido tiempo me enteré de que los diarios, como antes los libros, iban a parar al depósito. 
Después hubo un período en que no ocurrió nada. El alma no tiene arreglo: eché de menos los mismos golpes que antes me arrancaban de la siesta. Quería que pasara algo, bueno o malo. Habituado a la vida intensa, ya no me resignaba a la pachorra. Por fin una noche el alumno, tras un prolijo inventario de los efectos de la sal y otras materias nutritivas en el organismo de doña Remedios, sin la más leve alteración de tono que preparara para un cambio de tema, recitó: 
-Padrino dijo a doña Remedios que tienen una visita viviendo en el depósito y que por poco no se la lleva por delante los otros días, porque miraba a una especie de columpio de parque de diversiones al que no había dado entrada en los libros y que él no perdió el aplomo aunque el estado de la misma daba lástima y le recordaba un bagre boqueando fuera de la laguna. Dijo que atinó a traer un balde lleno de agua, porque sin pensarlo comprendió que le pedían agua y él no iba a permitir cruzado de brazos que un semejante muriera. No obtuvo resultado apreciable y prefirió acercar un bebedero a tocar la visita. Llenó el bebedero a baldazos y no obtuvo resultado apreciable. De pronto se acordó del molinete y como el médico de cabecera que prueba, dijo, a tientas los remedios para salvar a un moribundo, corrió a buscar el molinete y lo conectó. A ojos vista el resultado fue apreciable porque el moribundo revivió como si le cayera de lo más bien respirar el aire mojado. Padrino dijo que perdió un rato con su visita, porque le preguntó como pudo si necesitaba algo y que la visita era francamente avispada y al cabo de un cuartito de hora ya picoteaba por acá y por allá alguna palabra en castilla y le pedía los rudimentos para instruirse. Padrino dijo que mandó al ahijado a pedir los textos de los primeros grados al maestro. Como la visita era francamente avispada aprendió todos los grados en dos días y en uno lo que tuvo ganas del bachillerato. Después, dijo padrino, se puso a leer los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo. 
Aventuré la pregunta: 
-¿La conversación fue hoy? 
-Y, claro –contestó-, mientras tomaban el café. 
-¿Dijo algo más tu padrino? 
-Y, claro, pero no me acuerdo. 
-¿Cómo no me acuerdo? –protesté airadamente. 
-Y, usted me interrumpió –explicó el alumno. 
-Te doy la razón. Pero no me vas a dejar así –argumenté-, muerto de curiosidad. A ver, un esfuerzo. 
-Y, usted me interrumpió. 
-Ya sé. Te interrumpí. Yo tengo toda la culpa. 
-Toda la culpa –repitió. 
-Don Tadeíto es bueno. No va a dejar así al maestro, en la mitad de la charla, para seguir mañana o nunca. 
Con honda pena repitió: 
-O nunca. 
Yo estaba contrariado, como si me sustrajeran una ganancia de gran valor. No sé por qué reflexioné que nuestro diálogo consistía en repeticiones y de repente entreví en eso mismo una esperanza. Repetí la última frase del relato de don Tadeíto: 
-Leyó los diarios para enterarse de cómo andaba el mundo. Mi alumno continuó indiferentemente: 
-Dijo padrino que la visita quedó pasmada al enterarse de que el gobierno de este mundo no estaba en manos de gente de lo mejorcito, sino más bien de medias cucharas, cuando no de pelafustanes. Que tal morralla tuviera a su arbitrio la bomba atómica, dijo la visita, era de alquilar balcones. Que si la tuviera a su arbitrio la gente de lo mejorcito, acabaría por tirarla, porque está visto que si alguien la tiene, la tira; pero que la tuviera esa morralla no era serio. Dijo que en otros mundos antes de ahora descubrieron la bomba y que tales mundos fatalmente reventaron. Que los tuvo sin cuidado que reventaran, porque estaban lejos, pero que nuestro mundo está cerca y que ellos temen que una explosión en cadena los envuelva. 
La increíble sospecha de que don Tadeíto se burlaba de mí, me llevó a interrogarlo con severidad: 
-¿Estuviste leyendo Sobre cosas que se ven en el cielo del doctor Jung? Por fortuna no oyó la interrupción y prosiguió: 
-Dijo padrino que la visita dijo que vino de su planeta en un vehículo especialmente fabricado a puro pulmón, porque por allá escasea el material adecuado y que es el fruto de años de investigación y trabajo. Que vino como amigo y como libertador, y que pedía el pleno apoyo de padrino para llevar adelante un plan para salvar el mundo. Dijo padrino que la entrevista con la visita tuvo lugar esta tarde y que él, ante la gravedad, no trepidó en molestar a doña Remedios, para recabarle su opinión, que desde ya descontaba era la suya. 
Como la pausa inmediata no concluía, pregunté cuál fue la respuesta de la señora. 
-Ah, no sé – contestó. 
-¿Cómo ah no sé? –repetí enojado de nuevo. 
-Los dejé hablando y me vine, porque era hora de clase. Pensé yo solo: cuando no llego tarde el maestro se pone contento. 
Envanecida la cara de oveja esperaba congratulaciones. Con admirable presencia de ánimo reflexioné que los muchachos no creerían mi relato, si no llevaba como testigo a don Tadeíto. Violentamente lo empuñé de un brazo y a empujones lo llevé hasta el bar. Ahí estaban los amigos, con el agregado del gallego Villarroel. 
Mientras tenga memoria no olvidaré aquella noche: 
-Señores –grité, a tiempo que proyectaba a don Tadeíto contra nuestra mesa-. Traigo la explicación de todo, una novedad de envergadura y un testigo que no me dejará mentir. Con lujo de detalle don Juan comunicó el hecho a su señora madre y mi fiel alumno no perdió palabra. En el depósito del corralón, aquí nomás, pared de por medio, está alojado -¿adivinen quién?- un habitante de otro mundo. No se alarmen, señores: aparentemente el viajero no dispone de constitución robusta, ya que tolera mal el aire seco de nuestra ciudad –todavía resultaremos competidores de Córdoba- y para que no muera como pescado fuera del agua, don Juan le enchufó el molinete, que de continuo humedece el ambiente del depósito. Es más: aparentemente el móvil del arribo del monstruo no debe provocar inquietud. Llegó para salvarnos, persuadido de que el mundo va camino de estallar por la bomba atómica y a calzón quitado informó a don Juan de su punto de vista. Naturalmente, don Juan, mientras degustaba el café, consultó con doña Remedios. Es de lamentar que este mozo aquí presente –agité a don Tadeíto, como si fuera monigote- se retiró justo a tiempo de no oír la opinión de doña 
Remedios, de modo que no sabemos qué resolvieron. 
-Sabemos –dijo el librero, moviendo como trompa labios mojados y gordos. 
Me incomodó que me corrigieran la plana en una novedad de la que me creía único depositario. Inquirí: 
-¿Qué sabemos? 
-No se amosque usted –pidió Villarroel, que ve bajo el agua-. Si es como usted dice aquello de que el viajero muere si le quitan el molinete, don Juan le condenó a morir. De acá pasé frente a Las Margaritas y a la luz de la luna vi perfectamente el molinete que regaba el jardín como antes. 
-Yo también lo vi –confirmó Chazarreta. 
-Con la mano en el corazón –murmuró Aldini- les digo que el viajero no mintió. Tarde o temprano reventamos con la bomba atómica. No veo escapatoria. 
Como hablando solo preguntó Badaracco: 
-No me digan que esos viejos, entre ellos, liquidaron nuestra última esperanza. 
-Don Juan no quiere que le cambien su composición de lugar –opinó el gallego-. Prefiere que este mundo estalle, a que la salvación venga de otros. Vea usted, es una manera de amar a la humanidad. 
-Asco por lo desconocido –comenté-. Oscurantismo. 
Afirman que el miedo aviva la mente. La verdad es que algo extraño flotaba en el bar aquella noche, y que todos aportábamos ideas. 
-Coraje, muchachos, hagamos algo –exhortó Badaracco-. Por amor a la humanidad. 
-¿Por qué tiene usted, señor Badaracco, tanto amor a la humanidad? –preguntó el gallego. Ruborizado, Badaracco balbuceó: 
-No sé. Todos sabemos. 
-¿Qué sabemos, señor Badaracco? ¿Si usted piensa en los hombres, los encuentra admirables? Yo todo lo contrario: estúpidos, crueles, mezquinos, envidiosos –declaró Villarroel. 
-Cuando hay elecciones –reconoció Chazarreta-, tu bonita humanidad se desnuda rápidamente y se muestra tal cual es. Gana siempre el peor. 
-¿El amor por la humanidad es una frase hueca?
-No, señor maestro –respondió Villarroel-. Llamamos amor a la humanidad a la compasión por el dolor ajeno y a la veneración por las obras de nuestros grandes ingenios, por el Quijote del Manco Inmortal, por los cuadros de Velásquez y de Murillo. En ninguna de ambas formas vale ese amor como argumento para demorar el fin del mundo. Sólo para los hombres existen las obras y después del fin del mundo –el día llegará, por la bomba o por muerte natural- no tendrán ni justificación ni asidero, créame usted. En cuanto a la compasión, sale gananciosa con un fin próximo... Como de ninguna manera nadie escapará a la muerte ¡que venga pronto, para todos, que así la suma del dolor será la mínima!
-Perdemos tiempo en el preciosismo de una charla académica y aquí nomás, pared por medio, muere nuestra última esperanza –dije con una elocuencia que fui el primero en admirar.
-Hay que obrar ahora –observó Badaracco-. Pronto será tarde.
-Si le invadimos el corralón, don Juan a lo mejor se enoja –apuntó Di Pinto.
Don Pomponio, que se arrimó sin que lo oyéramos y por poco nos derriba con el susto, propuso:
-¿Por qué no destacan a este mozo don Tadeíto como piquete de avanzada? Sería lo prudente.
-Bueno –aprobó Toledo-. Que don Tadeíto conecte el molinete en el depósito y que espíe, para contarnos cómo es el viajero de otro planeta.
En tropel salimos a la noche, iluminada por la impasible luna. Casi llorando rogaba Badaracco:
-Generosidad, muchachos. No importa que pongamos en peligro el pellejo. Están pendientes de nosotros todas las madres y todas las criaturas del mundo.
Frente al corralón nos arremolinamos, hubo marchas y contramarchas, cabildeos y corridas. Por fin Badaracco juntó coraje y empujó adentro a don Tadeíto. Mi alumno volvió después de un rato interminable, para comunicar:
-El bagre se murió.
Nos desbandamos tristemente. El librero regresó conmigo. Por una razón que no entiendo del todo su compañía me confortaba.
Frente a Las Margaritas, mientras el molinete monótonamente regaba el jardín, exclamé:
-Yo le echo en cara la falta de curiosidad –para agregar con la mirada absorta en las constelaciones-. Cuántas Américas y Terranovas infinitas perdimos esta noche.
-Don Juan –dijo Villarroel- prefirió vivir en su ley de hombre limitado. Yo le admiro el coraje. Nosotros dos, ni siquiera a entrar aquí nos atrevemos.
Dije:
-Es tarde.
-Es tarde –repitió.


Adolfo Bioy Casares, El calamar opta por su tinta (El lado oscuro de la sombra).


Adolfo Bioy Casares