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John Cheever, Reunión

Reunión
La última vez que vi a mi padre fue en la estación Grand Central. Yo venía de estar con mi abuela en los montes Adirondacks, y me dirigía a una casita de campo que mi madre había alquilado en el cabo; escribí a mi padre diciéndole que pasaría hora y media en Nueva York debido al cambio de trenes, y preguntándole si podíamos comer juntos. Su secretaria me contestó que se reuniría conmigo en el mostrador de información a mediodía, y, cuando aún estaban dando las doce, lo vi venir a través de la multitud. Era un extraño para mí —mi madre se había divorciado tres años antes y yo no lo había visto desde entonces—, pero tan pronto como lo tuve delante sentí que era mi padre, mi carne y mi sangre, mi futuro y mi fatalidad. Comprendí que cuando fuera mayor me parecería a él; que tendría que hacer mis planes contando con sus limitaciones. Era un hombre corpulento, bien parecido, y me sentí feliz de volver a verlo. Me dio una fuerte palmada en la espalda y me estrechó la mano. 
—Hola, Charlie —dijo—. Hola, muchacho. Me gustaría que vinieses a mi club, pero está por las calles sesenta, y si tienes que coger un tren en seguida, será mejor que comamos algo por aquí cerca.
Me rodeó con el brazo y aspiré su aroma con la fruición con que mi madre huele una rosa. Era una agradable mezcla de whisky, loción para después del afeitado, betún, traje de lana y el característico olor de un varón de edad madura. Deseé que alguien nos viera juntos. Me hubiese gustado que nos hicieran una fotografía. Quería tener algún testimonio de que habíamos estado juntos.
Salimos de la estación y nos dirigimos hacia un restaurante por una calle secundaria. Todavía era pronto y el local estaba vacío. El barman discutía con un botones, y había un camarero muy viejo con una chaqueta roja junto a la puerta de la cocina. Nos sentamos, y mi padre lo llamó con voz potente:
Kellner! —gritó—. Garçón! Cameriere! ¡Oiga usted!
Todo aquel alboroto parecía fuera de lugar en el restaurante vacío.
—¿Será posible que no nos atienda nadie aquí? —gritó—. Tenemos prisa.
Luego dio unas palmadas. Esto último atrajo la atención del camarero, que se dirigió hacia nuestra mesa arrastrando los pies.
—¿Esas palmadas eran para llamarme a mí? —preguntó.
—Cálmese, cálmese, sommelier—dijo mi padre—. Si no es pedirle demasiado, si no es algo que está por encima y más allá de la llamada del deber, nos gustaría tomar dos Gibsons con ginebra Beefeater.
—No me gusta que nadie me llame dando palmadas —dijo el camarero.
—Debería haber traído el silbato —replicó mi padre—. Tengo un silbato que sólo oyen los camareros viejos. Ahora saque el bloc y el lápiz y procure enterarse bien: dos Gibsons con Beefeater. Repita conmigo: dos Gibsons con Beefeater.
—Creo que será mejor que se vayan a otro sitio —dijo el camarero sin perder la compostura.
—Ésa es una de las sugerencias más brillantes que he oído nunca —señaló mi padre—. Vámonos de aquí, Charlie.
Seguí a mi padre y entramos en otro restaurante. Esta vez no armó tanto alboroto. Nos trajeron las bebidas, y empezó a someterme a un verdadero interrogatorio sobre la temporada de béisbol. Al cabo de un rato golpeó el borde de la copa vacía con el cuchillo y empezó a gritar otra vez:
Garçon! Cameriere! Kellner! ¡Oiga usted! ¿Le molestaría mucho traernos otros dos de lo mismo?
—¿Cuántos años tiene el muchacho? —preguntó el camarero.
—Eso no es en absoluto de su incumbencia —dijo mi padre.
—Lo siento, señor, pero no le serviré más bebidas alcohólicas al muchacho.
—De acuerdo, yo también tengo algo que comunicarle —dijo mi padre—. Algo verdaderamente interesante. Sucede que éste no es el único restaurante de Nueva York. Acaban de abrir otro en la esquina. Vámonos, Charlie.
Pagó la cuenta y nos trasladamos de aquél a otro restaurante. Los camareros vestían americanas de color rosa, semejantes a chaquetas de caza, y las paredes estaban adornadas con arneses de caballos. Nos sentamos y mi padre empezó a gritar de nuevo:
—¡Que venga el encargado de la jauría! ¿Qué tal los zorros este año? Quisiéramos una última copa antes de empezar a cabalgar. Para ser más exactos, dos Bibsons con Geefeater.
—¿Dos Bibsons con Geefeater? —preguntó el camarero, sonriendo.
—Sabe muy bien lo que quiero —replicó mi padre, muy enojado—. Quiero dos Gibsons con Beefeater, y los quiero de prisa. Las cosas han cambiado en la vieja y alegre Inglaterra. Por lo menos eso es lo que dice mi amigo el duque. Veamos qué tal es la producción inglesa en lo que a cócteles se refiere.
—Esto no es Inglaterra —repuso el camarero.
—No discuta conmigo. Limítese a hacer lo que se le pide.
—Creí que quizá le gustaría saber dónde se encuentra —dijo el camarero.
—Si hay algo que no soporto, es un criado impertinente —declaró mi padre—. Vámonos, Charlie.
El cuarto establecimiento en el que entramos era italiano.
Buongiorno —dijo mi padre—. Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti fortio. Molto gin, poco vermut.
—No entiendo el italiano —respondió el camarero.
—No me venga con ésas —dijo mi padre—. Entiende usted el italiano y sabe perfectamente bien que lo entiende. Vogliamo due cocktail americani. Subito.
El camarero se alejó y habló con el encargado, que se acercó a nuestra mesa y dijo:
—Lo siento, señor, pero esta mesa está reservada.
—De acuerdo —asintió mi padre—. Denos otra.
—Todas las mesas están reservadas —declaró el encargado.
—Ya entiendo. No desean tenernos por clientes, ¿no es eso? Pues váyanse al infierno. Vada all’ inferno. Será mejor que nos marchemos, Charlie.
—Tengo que coger el tren —dije.
—Lo siento mucho, hijito —dijo mi padre—. Lo siento muchísimo. —Me rodeó con el brazo y me estrechó contra sí—. Te acompaño a la estación. Si hubiéramos tenido tiempo de ir a mi club…
—No tiene importancia, papá —dije.
—Voy a comprarte un periódico —dijo—. Voy a comprarte un periódico para que leas en el tren.
Se acercó a un quiosco y pidió:
—Mi buen amigo, ¿sería usted tan amable de obsequiarme con uno de sus absurdos e insustanciales periódicos de la tarde? —El vendedor se volvió de espaldas y se puso a contemplar fijamente la portada de una revista—. ¿Es acaso pedir demasiado, señor mío? —insistió mi padre—, ¿es quizá demasiado difícil venderme uno de sus desagradables especímenes de periodismo sensacionalista?
—Tengo que irme, papá —dije—. Es tarde.
—Espera un momento, hijito —replicó—. Sólo un momento. Estoy esperando a que este sujeto me dé una contestación.
—Hasta la vista, papá —dije; bajé la escalera, tomé el tren, y aquélla fue la última vez que vi a mi padre.

John Cheever, Reunión.


John Cheever


Reunion
The last time I saw my father was in Grand Central Station. I was going from my grandmother's in the Adirondacks to a cottage on the Cape that my mother had rented, and I wrote my father that I would be in New York between trains for an hour and a half, and asked if we could have lunch together. His secretary wrote to say that he would meet me at the information booth at noon, and at twelve o'clock sharp I saw him coming through the crowd. He was a stranger to me - my mother divorced him three years ago and I hadn't seen him since - but as soon as I saw him I felt that he was my father, my flesh and blood, my future and my doom. I knew that when I was grown I would be something like him; I would have to plan my campaigns within his limitations. He was a big, good-looking man, and I was terribly happy to see him again. He struck me on the back and shook my hand. 
“Hi, Charlie,” he said. “Hi, boy. I'd like to take you up to my club, but it's in the Sixties, and if you have to catch an early train I guess we'd better get something to eat around here.” He put his arm around me, and I smelled my father the way my mother sniffs a rose. It was a rich compound of whiskey, after-shave lotion, shoe polish, woolens, and the rankness of the mature male. I hoped that someone would see us together. I wished that we could be photographed. I wanted some record of our having been together.
We went out of the station and up a side street to a restaurant. It was still early, and the place was empty. The bartender was quarrelling with a delivery boy, and there was one very old waiter in a red coat down by the kitchen door. We sat down, and my father hailed the waiter in a loud voice. “Kellner!“ he shouted. “Carbon! Cameriere! You!“ His boisterousness in the empty restaurant seemed out of place. “Could we have a little service here!” he shouted. “Chop-chop.” Then he clapped his hands. This caught the waiter's attention, and he shuffled over to our table.
“Were you clapping your hands at me?” he asked.
“Calm down, calm down, sommelier,” my father said. “If it isn't too much to ask of you--if it wouldn't be above and beyond the call of duty--we would like a couple of Beefeater Gibsons.”
“I don't like to be clapped at,” the waiter said.
“I should have brought my whistle,” my father said. “I have a whistle that is audible only to the ears of old waiters. Now, take out your little pad and your little pencil and see if you can get this straight: two Beefeater Gibsons. Repeat after me: two Beefeater Gibsons.”
“I think you'd better go somewhere else,” the waiter said quietly.
“That,” said my father, “is one of the most brilliant suggestions I have ever heard. Come on, Charlie, let's get the hell out of here.”
I followed my father out of that restaurant into another. He was not so boisterous this time. Our drinks came, and he cross-questioned me about the baseball season. He then struck the edge of his empty glass with his knife and began shouting again. “Garcon! Kellner! Cameriere! You! Could we trouble you to bring us two more of the same.” 
“How old is the boy?” the waiter asked.
“That,” my father said, “is none of your God-damned business.”
“I'm sorry, sir,” the waiter said, “but I won't serve the boy another drink.”
“Well, I have some news for you,” my father said. “I have some very interesting news for you. This doesn't happen to be the only restaurant in New York. They've opened another on the corner. Come on, Charlie.”
He paid the bill, and I followed him out of the restaurant into another. Here the waiters wore pink jackets like hunting coats, and there was a lot of horse tack on the walls. We sat down, and my father began to shout again. “Master of the hounds! Tallyhoo and all that sort of thing. We'd like a little something in the way of a stirrup cup. Namely, two Bibson Geefeaters.”
“Two Bibson Geefeaters?” the waiter asked, smiling.
“You know damned well what I want,” my father said angrily. “I want two Beefeater Gibsons, and make it snappy. Things have changed in jolly old England. So my friend the duke tells me. Let's see what England can produce in the way of a cocktail.”
“This isn't England,” the waiter said.
“Don't argue with me,” my father said. “Just do as you're told.”
“I just thought you might like to know where you are,” the waiter said.
“If there is one thing I cannot tolerate,” my father said, “it is an impudent domestic. Come on, Charlie.”
The fourth place we went to was Italian. “Buon giorno,“ my father said. “Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti, forti. Molto gin, poco vermut.”
“I don't understand Italian,” the waiter said.
“Oh, come off it,” my father said. “You understand Italian, and you know damned well you do. Vogliamo due cocktail Americani. Subito.”
The waiter left us and spoke with the captain, who came over to our table and said, “I'm sorry, sir, but this table is reserved.”
“All right,” my father said. “Get us another table.” 
“All the tables are reserved,” the captain said.
“I get it,” my father said. “You don't desire our patronage. Is that it? Well, the hell with you. Vada all'inferno. Let's go, Charlie.”
“I have to get my train,” I said.
“I sorry, sonny,” my father said. “I'm terribly sorry,” He put his arm around me and pressed me against him. “I'll walk you back to the station. If there had only been time to go up to my club.”
“That's all right, Daddy,” I said.
“I'll get you a paper,” he said. “I'll get you a paper to read on the train.”
Then he went up to a news stand and said, “Kind sir, will you be good enough to favour me with one of your God-damned, no-good, ten-cent afternoon papers?” The clerk turned away from him and stared at a magazine cover. “Is it asking too much, kind sir,” my father said, “is it asking too much for you to sell me one of your disgusting specimens of yellow journalism?”
“I have to go, Daddy,” I said. “It's late.”
“Now, just wait a second, sonny,” he said. “Just wait a second. I want to get a rise out of this chap.”
“Goodbye, Daddy,” I said, and I went down the stairs and got my train, and that was the last time I saw my father.

John Cheever, Reunion.

John Cheever, El brigadier y la viuda del golf

El brigadier y la viuda del golf
No quisiera ser uno de esos escritores que exclaman, al levantarse todas las mañanas: «¡Gogol, Chéjov, Thackeray y Dickens!, ¿qué hubierais hecho con un refugio atómico, cuatro patos de escayola, una pila para pájaros y tres gnomos de largas barbas y gorros encarnados?» Como digo, no quisiera empezar el día así, pero a veces me pregunto qué habrían hecho los que ya están muertos. Y es que el refugio se halla tan dentro de mi paisaje habitual como las hayas y los castaños de Indias de la colina. Lo veo desde la ventana junto a la que escribo. Lo construyeron los Pastern, y se alza en el solar vecino a nuestra propiedad. Bajo un velo de césped reciente y poco tupido, sobresale como una especie de molesto defecto físico, y creo que la señora Pastern colocó esas estatuas alrededor para suavizar el impacto. Es algo muy de su estilo. La señora Pastern era una mujer muy pálida. Sentada en su terraza, en su sala o en cualquier parte, vivía obsesionada por su amor propio. Si le ofrecías una taza de té, respondía: «Es curioso, estas tazas son iguales que las de un juego que regalé el año pasado al Ejército de Salvación.» Si le enseñabas la nueva piscina, decía, dándose una palmada en el tobillo: «Imagino que es aquí donde crían ustedes sus gigantescos mosquitos.» Si le ofrecías un asiento, replicaba: «¡Qué curioso!, es una buena imitación de las sillas estilo reina Ana que heredé de la abuela Delancy.» Sus fanfarronadas resultaban enternecedoras más que otra cosa, y parecían implicar que las noches eran largas, sus hijos desagradecidos y su matrimonio un terrible fracaso. Veinte años antes se la hubiera considerado una viuda del golf(1), y su comportamiento, en conjunto, era quizá el de una persona víctima de una gran aflicción. Normalmente vestía de oscuro y un desconocido podría imaginarse, al verla tomar el tren, que el señor Pastern había muerto; pero no era ése el caso, ni mucho menos. El señor Pastern se paseaba de un lado a otro por el vestuario del club de golf Grassy Brae, gritando: «¡Hay que bombardear Cuba! ¡Hay que bombardear Berlín! ¡Tiradles unas cuantas bombas atómicas para que aprendan quién manda!» El señor Pastern era el brigadier de la infantería ligera de los vestuarios del club, y antes o después declaraba la guerra a Rusia, a Checoslovaquia, a Yugoslavia y a China. 
Todo empezó una tarde de otoño, y ¿quién, después de tantos siglos, es capaz de describir los matices de un día de otoño? Cabe fingir que nunca se ha visto antes nada parecido; aunque quizá resultase todavía mejor imaginar que nunca volverá a haber otro igual. El brillo del sol sobre el césped era como una síntesis de todas las claridades del año. En alguna parte quemaban hojas secas, y el olor del humo, a pesar de su acidez amoniacal, hacía pensar en algo que empieza. El aire azul se extendía, infinito, hasta el horizonte, tirante como la piel de un tambor. Al salir de su casa una tarde a última hora, la señora Pastern se detuvo para admirar la luz de octubre. Era el día de hacer la colecta para la lucha contra la hepatitis infecciosa. A la señora Pastern le habían dado una lista con dieciséis nombres, un montón de prospectos y un talonario de recibos. Su trabajo consistía en visitar a sus vecinos y recoger los cheques que le entregaran. Su casa estaba en un altozano, y antes de subirse al coche contempló las casas que se extendían a sus pies. La caridad, según su propia experiencia, era algo complejo y recíproco, y prácticamente todos los tejados que veía significaban caridad. La señora Balcolm trabajaba para el cerebro. La señora Ten Eyke se ocupaba de la salud mental. La señora Trenchard se encargaba de los ciegos. La señora Horowitz, de las enfermedades de nariz y garganta. La señora Trempler, de la tuberculosis. La señora Surcliffe hacía la colecta para las madres necesitadas. La señora Craven para el cáncer, y la señora Gilkson se hacía cargo de los riñones. La señora Hewlitt presidía la liga para la planificación de la natalidad. La señora Ryerson se ocupaba de la artritis. Y a lo lejos podía verse el techo de pizarra de la casa de Ethel Littleton, un techo que quería decir gota. 
La señora Pastern había aceptado la tarea de ir de casa en casa con la despreocupada resignación de una honesta trabajadora apegada a las tradiciones. Era su destino y su vida. Su madre lo había hecho antes que ella, e incluso su anciana abuela ya recogía dinero para combatir la viruela y para socorrer a las madres solteras. La señora Pastern había telefoneado de antemano a la mayor parte de sus vecinas, y casi todas la estaban esperando. No sentía la inquietud de esos infelices desconocidos que van vendiendo enciclopedias. De vez en cuando se quedaba a hacer una visita y a tomarse una copa de jerez. El dinero recogido superaba ya la cifra del año anterior, y aunque, por supuesto, no era suyo, a la señora Pastern le agradaba llevar en el bolso cheques por cantidades importantes. Estaba anocheciendo cuando entró en casa de los Surcliffe, y allí tomó un whisky con soda. Se quedó mucho rato, y al marcharse era ya completamente de noche y hora de volver a casa y preparar la cena a su esposo. 
— He conseguido ciento sesenta dólares para el fondo contra la hepatitis —le dijo muy excitada al señor Pastern cuando su marido llegó a casa—. He visitado a todas las personas de mi lista, excepto a los Blevin y los Flannagan. Quisiera entregarlo todo mañana por la mañana, ¿te importaría ir a verlos mientras preparo la cena? 
— ¡Pero si no conozco a los Flannagan! —exclamó Charlie Pastern. 
— Nadie los conoce, pero me dieron diez dólares el año pasado. 
El señor Pastern estaba cansado, tenía problemas en los negocios, y ver a su mujer preparando unas chuletas de cerdo le pareció el adecuado colofón de un día poco afortunado. No le disgustó subirse al automóvil y acercarse a casa de los Blevin pensando en que quizá le ofrecieran algo de beber. Pero los Blevin no estaban en casa; la criada le dio un sobre con un cheque y cerró la puerta. Al torcer por el camino particular de los Flannagan intentó recordar si había estado con ellos alguna vez. El apellido lo animó, porque tenía el convencimiento de que sabía «manejar» a los irlandeses. La puerta principal era de cristal, y al otro lado vio un vestíbulo donde una pelirroja algo entrada en carnes arreglaba unas flores. 
— Hepatitis infecciosa —gritó con buen humor. 
La dueña de la casa estuvo un buen rato mirándose al espejo antes de darse la vuelta y dirigirse hacia la puerta, avanzando con pasos muy breves. 
— Entre, por favor —dijo. Su voz aniñada era casi un susurro, aunque saltaba a la vista que la señora Flannagan no era ya una jovencita. Llevaba el pelo teñido, su atractivo declinaba, y debía de estar a punto de alcanzar los cuarenta, pero parecía ser una de esas mujeres que se aferran a los modales y a las gracias de una preciosa niña de ocho—. Su esposa acaba de telefonear —añadió, separando cada palabra exactamente como hacen los niños—, y no estoy segura de tener dinero en metálico, pero si espera un minuto le daré un cheque, si es que soy capaz de encontrar el talonario. Haga el favor de pasar a la sala de estar; allí estará más cómodo. 
Charlie Pastern vio que su anfitriona acababa de encender el fuego y de hacer todos los preparativos necesarios para tomar unas copas, y, como cualquier descarriado, su respuesta ante aquella acogedora recepción fue instantánea. ¿Dónde estará el señor Flannagan? —se preguntó—. ¿Volviendo a casa en el último tren? ¿Cambiándose de ropa en el piso de arriba? ¿Dándose una ducha? En el otro extremo de la habitación había un escritorio donde se amontonaban los papeles y ella empezó a revolverlos, suspirando y haciendo ruidos de aniñada exasperación. 
— Siento muchísimo que tenga que esperar —dijo—, ¿no querrá prepararse algo de beber mientras tanto? Encontrará todo lo necesario encima de la mesa. 
— ¿En qué tren llega su marido? 
— El señor Flannagan no está aquí —dijo ella, bajando la voz—. Lleva seis semanas de viaje... 
— Entonces tomaré una copa, si usted me acompaña. 
— Lo haré si promete no ponerme mucho whisky en el vaso. 
— Siéntese —dijo Charlie—, bébase su cóctel y ya nos ocuparemos después del talonario. La única forma de encontrar las cosas es buscándolas con calma. 
En total se tomaron seis copas. La señora Flannagan se describió a sí misma y explicó las circunstancias de su vida sin una sola vacilación. Su marido fabricaba depresores linguales de material plástico. Viajaba por todo el mundo. A ella no le gustaba viajar. Los aviones la hacían desmayarse, y en Tokio, donde había estado aquel verano, le dieron pescado crudo para desayunar. La señora Flannagan se volvió a casa inmediatamente. Ella y su marido habían vivido anteriormente en Nueva York, donde la señora Flannagan tenía muchos amigos, pero su marido pensó que el campo sería más seguro en caso de guerra. Ella, sin embargo, prefería vivir en peligro a morir de soledad y de aburrimiento. No tenía hijos y no había hecho amistades en Shady Hill. 
— Pero a usted lo había visto ya antes —le dijo a Charlie con terrible timidez, dándole unas palmaditas en la rodilla—. Le he visto cuando pasea a su perro los domingos y conduciendo su descapotable... 
Pensar en la soledad de aquella mujer esperando junto a la ventana conmovió al señor Pastern, aunque todavía lo conmovió más que fuera una persona de generosa anatomía. La pura gordura, Charlie lo sabía muy bien, no cumple en el cuerpo ningún cometido vital, y no sirve para las funciones procreadoras. No tiene más utilidad que proporcionar un almohadillado supletorio al resto de la estructura. Y, conociendo su humilde situación en la escala de las cosas, ¿por qué él, en ese momento de su vida, tenía que sentirse dispuesto a vender su alma por ese almohadillado? Las consideraciones que la señora Flannagan hizo al principio sobre los sufrimientos de una mujer solitaria parecían tan amplias que Charlie no sabía cómo tomarlas; pero al terminar la sexta copa le pasó el brazo alrededor del talle y sugirió que podían subir al piso de arriba y buscar allí el talonario de cheques. 
—Nunca había hecho esto antes —dijo ella más tarde, cuando él se estaba preparando para marcharse. 
Su tono resultaba muy sincero, y a Charlie le pareció encantador. No puso en duda la veracidad de aquellas palabras, aunque las había oído cientos de veces. «No lo he hecho nunca», decían siempre, mientras sus vestidos, al caer, dejaban al descubierto sus blancos hombros. «No lo he hecho nunca», decían mientras esperaban el ascensor en el pasillo del hotel. «No lo he hecho nunca», decían siempre, sirviéndose otro whisky. «Nunca lo había hecho antes», decían siempre mientras se ponían las medias. En los barcos, en los trenes, en hoteles de veraneo, ante paisajes de montaña, decían siempre: «Nunca lo había hecho antes.» 
—¿Dónde has estado? —le preguntó la señora Pastern a su marido con la voz empañada por la tristeza cuando llegó a casa—. Son más de las once. 
— He estado tomando unas copas con los Flannagan. 
— Ella me dijo que su marido estaba en Alemania. 
— Ha vuelto inesperadamente. 
Charlie cenó algo en la cocina y pasó después al cuarto de la televisión para escuchar las noticias. 
— ¡Bombardeadlos! —gritó—. ¡Tiradles unas cuantas bombas atómicas! ¡Que aprendan quién es el que manda! 
Pero aquella noche durmió mal. Charlie pensó primero en su hijo y en su hija, que estaban en la universidad, a muchos kilómetros de distancia. Los quería. Era el único sentido que tenía para él la palabra querer. Después hizo nueve hoyos imaginarios al golf, escogiendo, con todo detalle el hándicap, los palos, la posición de los pies, los contrincantes e, incluso, el tiempo; pero el verde del campo se esfumaba al hacer acto de presencia sus preocupaciones económicas. Había invertido su dinero en un hotel de Nassau, en una fábrica de cerámica de Ohio y en un líquido limpiacristales, y la suerte no le estaba sonriendo. Sus preocupaciones lo sacaron de la cama; encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. A la luz de las estrellas vio los árboles sin hojas. Durante el verano había intentado compensar algunas de sus pérdidas apostando a las carreras, y los árboles desnudos le recordaban que sus boletos debían de yacer aún, como hojas caídas, en la cuneta de la carretera entre Belmont y Saratoga. Arces y fresnos, hayas y olmos; cien al Tres como ganador en la cuarta, cincuenta al Seis en la tercera, cien al Dos en la octava. Los niños, al volver a casa desde el colegio, arrastrarían los pies sobre lo que le parecía ser su propio follaje. Después, al volver a la cama, se acordó sin avergonzarse de la señora Flannagan, planeando dónde se verían la próxima vez y lo que harían. Ya que hay tan pocas posibilidades de olvidar en esta vida, pensó, ¿por qué tendría él que rechazar el remedio, aunque pareciera, como en este caso, un remedio muy casero? 
A Charlie una nueva conquista siempre le levantaba la moral. En una sola noche se volvió generoso, comprensivo, poseedor de un inagotable buen humor, tranquilo, amable con los gatos, con los perros y con los desconocidos, comunicativo y misericordioso. Quedaba, por supuesto, el mudo reproche de la señora Pastern esperándolo por las tardes, pero había sido su fiel servidor, pensaba, durante veinticinco años, y si intentase acariciarla tiernamente durante aquellos días, diría con toda probabilidad: «¡Uf! Ahí es donde me he magullado en el jardín.» La señora Pastern parecía escoger las veladas que pasaban juntos para sacar a relucir las esquinas más aceradas de su personalidad y pasar revista a todos sus agravios. «¿Sabes? — decía—, Mary Quested hace trampas a las cartas.» Sus observaciones se quedaban cortas; no llegaban hasta donde Charlie estaba sentado. Si se trataba de manifestaciones indirectas de descontento, era un descontento que ya no le afectaba. 
El señor Pastern comió con la señora Flannagan en la ciudad y pasaron la tarde juntos. Al salir del hotel, ella se detuvo ante el escaparate de una perfumería. Dijo que le gustaban los perfumes, movió los hombros con coquetería y lo llamó «vidita». Teniendo en cuenta sus aires de adolescente y sus protestas de fidelidad, parecía haber demasiada práctica en su manera de pedir, pensó Charlie; pero le regaló un frasco de perfume. La segunda vez que se vieron, la señora Flannagan se entusiasmó con un salto de cama que vio en un escaparate y él se lo compró. La tercera vez fue un paraguas de seda. Mientras la esperaba en un restaurante donde iban a verse por cuarta vez, Charlie abrigó la esperanza de que no fuera a pedirle alguna joya, porque andaba mal de dinero. La señora Flannagan había prometido llegar a la una, y él dejaba correr el tiempo considerando su situación y aspirando los olores de las salsas, de la ginebra y de las alfombras rojas. La señora Flannagan llegaba siempre tarde, y a la una y media Charlie pidió otro whisky. A las dos menos cuarto notó que el camarero que le atendía cuchicheaba con otro: cuchicheaba, reía y movía la cabeza en dirección a su mesa. En ese momento tuvo el primer presentimiento de que ella pudiera darle de lado. Pero ¿quién era ella? ¿Quién se creía que era para hacerle una cosa así? No era más que una ama de casa con su soledad a cuestas, ni más ni menos. A las dos encargó la comida. Se sentía derrotado. ¿Qué había sido su vida sentimental en aquellos últimos años, excepto una serie de aventuras de una noche, muchas veces deprimentes por añadidura? Pero sin ellas su vida hubiera sido insoportable. 
No tiene nada de extraordinario que lo dejen a uno plantado entre la una y las dos en un restaurante en el centro de Nueva York: una tierra de nadie espiritual, con árboles tronchados, zanjas y agujeros que todos compartimos, desarmados a causa de la decepción de nuestros corazones. El camarero lo sabía, y las risas y las conversaciones intrascendentes alrededor de Charlie agudizaban estos sentimientos. Le parecía elevarse desesperanzadamente sobre su frustración como sobre un mástil, mientras su soledad se hacía cada vez más patente en el abarrotado comedor. Entonces advirtió su demacrada imagen en un espejo, los grises cabellos que se aferraban a su cráneo como los restos de un paisaje romántico, su cuerpo pesado que casi hacía pensar en un Santa Claus de cuartel de bomberos, rellena la panza con uno o dos cojines del peor sofá de la señora Kelly. Apartó la mesa y se encaminó hacia una de las cabinas telefónicas del vestíbulo. 
— ¿No está usted contento con el servicio, monsieur? —le preguntó el camarero. La señora Flannagan respondió al teléfono y dijo con su voz más aniñada: 
— No podemos seguir así. Lo he pensado despacio y no podemos seguir así. No es que yo no quiera, porque eres muy viril, pero mi conciencia no me lo permite. 
— ¿Puedo pasar por ahí esta noche para hablar de ello? 
— Bueno... —contestó ella. 
— Iré directamente desde la estación. 
— Pero tienes que hacerme un favor. 
— ¿Cuál? 
— Ya te lo diré esta noche. Acuérdate de aparcar el coche detrás de la casa, y entra por la puerta trasera. No quiero dar motivo de habladurías a esas viejas cotorras. Recuerda que nunca he hecho esto antes. 
A la señora Flannagan no le faltaba razón, pensó Charlie; tenía una autoestima que mantener. Su orgullo, ¡era tan infantil, tan maravilloso! A veces, atravesando una de las ciudades fabriles de New Hampshire al caer la tarde, Charlie recordaba haber visto, en un callejón o en un camino particular, cerca del río, a una niña vestida con un mantel, sentada sobre un taburete cojo, y agitando su cetro sobre un reino de hierbajos, escorias y unas cuantas gallinas desmedradas. Emociona la pureza y la desproporción de su orgullo, y ésos eran también sus sentimientos hacia la señora Flannagan. 
Aunque aquella noche la señora Flannagan lo hizo entrar por la puerta trasera, en la sala de estar todo seguía igual. El fuego ardía en la chimenea, ella le preparó una copa, y al hallarse otra vez en su compañía, Charlie sintió que se le quitaba un gran peso de encima. Pero la señora Flannagan se mostraba indecisa, dejándose abrazar y rechazándolo al mismo tiempo, haciéndole cosquillas y yéndose luego al otro extremo de la habitación para mirarse al espejo. 
— Primero quiero que me hagas el favor que te he pedido —le dijo. 
— ¿De qué se trata? 
— Adivina. 
— Dinero no puedo darte. Ya sabes que no soy rico. 
— No se me ocurriría pedirte dinero —replicó, muy indignada. 
— ¿De qué se trata, entonces? 
— Algo que llevas encima. 
— El reloj no tiene ningún valor, y los gemelos son de latón. 
— Es otra cosa. 
— Sí, pero dime qué. 
— No te lo diré hasta que prometas dármelo. 
Entonces él la apartó, consciente de que no era difícil tomarle el pelo. 
— No puedo hacer una promesa sin saber qué es lo que quieres. 
— Es una cosa muy pequeña. 
— ¿Cómo de pequeña? 
— Muy chiquitita. 
— Por favor, dime de qué se trata. —Charlie volvió a abrazarla y fue en ese momento cuando se sintió más él mismo: solemne, viril, prudente e imperturbable. 
— No te lo diré si no me lo prometes antes. 
— Pero ¿no ves que no puedo prometértelo? 
— Entonces, vete —dijo ella—. Vete y no vuelvas nunca. 
La señora Flannagan tenía unos modales demasiado infantiles para dar a sus palabras un tono autoritario, pero lograron el efecto deseado. ¿Estaba Charlie en condiciones de volver a una casa donde no encontraría más que a su esposa, ocupada, sin duda, en pasar revista a sus agravios? ¿Volver allí y esperar a que el tiempo y la casualidad le proporcionaran otra amiga? 
— Dímelo, por favor. 
— Promételo. 
— Prometido. 
— Quiero una llave de tu refugio antiatómico —dijo ella. 
La petición de la señora Flannagan cayó sobre Charlie como una bomba y, de repente, se sintió invadido por un inmenso desconsuelo. Todas sus delicadas suposiciones sobre ella —la niña de la ciudad fabril reinando sobre las gallinas— eran absolutamente falsas. Venía pensando en aquello desde el primer momento; ya le daba vueltas en la cabeza cuando encendió el fuego la primera vez, cuando no encontraba el talonario de cheques y le ofreció una copa. La petición de la llave apagó los deseos de Charlie, pero sólo por un momento, porque la señora Flannagan volvió de nuevo a sus brazos y empezó a acariciarle el tórax mientras decía: «Ratoncito, ratoncito, ratoncito, hazte la casa en este rinconcito.» Charlie no tuvo fuerzas para resistirse; era como si le hubieran dado un golpe feroz en las corvas. Y, sin embargo, en algún lugar de su dura cabeza se daba cuenta de lo absurdo y trasnochado de sus insaciables deseos. Pero ¿cómo podía él reformar sus huesos y sus músculos para acomodarse a un mundo nuevo? ¿Cómo educar su carne ávida y vagabunda para que entendiese de política y geografía, de holocaustos y cataclismos? Los pechos de la señora Flannagan eran redondos, fragantes y suaves, y Charlie sacó la llave del llavero —un trozo de metal de cinco centímetros de longitud, tibio por el calor de sus manos, genuino talismán de salvación, defensa contra el fin del mundo— y la dejó caer por el escote de su vestido. 
Los Pastern habían terminado el refugio antiatómico aquella primavera. Les hubiera gustado que fuera un secreto, o al menos que el hecho de su existencia se divulgara paulatinamente, pero los camiones y las excavadoras entrando y saliendo habían bastado para informar a todo el mundo. Había costado treinta y dos mil dólares, y tenía dos retretes con purificadores químicos, reserva de oxígeno, y una biblioteca preparada por un profesor de la Universidad de Columbia con libros seleccionados para inspirar buen humor, tranquilidad y esperanza. Había alimentos para tres meses y varias cajas de bebidas alcohólicas fuertes. La señora Pastern compró los patos de escayola, la pila para pájaros y los gnomos con la intención de darle un aire inocente a la joroba de su jardín; para convertirla en algo aceptable, al menos para sí misma. Porque destacando como destacaba en un escenario tan encantador y doméstico, y simbolizando de hecho la muerte de la mitad —al menos— de la población del mundo, le resultaba, a pesar de la hierba que la recubría, imposible de conciliar con el cielo azul y las nubes blancas. La señora Pastern prefería tener corridas las cortinas en aquel lado de la casa, y así se hallaban la tarde del día siguiente, cuando le servía ginebra al obispo. 
El obispo había llegado inesperadamente. El señor Ludgate, el ministro de su iglesia, telefoneó para decir que el obispo se hallaba en aquella zona y quería darle las gracias por los servicios que prestaba a la comunidad; ¿podían hacerle una visita sin protocolo alguno? La señora Pastern preparó algunas cosas para el té, se cambió de ropa y llegó al vestíbulo en el momento en que llamaban al timbre. 
— ¿Cómo está usted, eminencia? —preguntó—. ¿Quiere usted pasar, eminencia? ¿Le gustaría tomar el té, eminencia, o preferiría más bien una copa? 
— Le agradecería un martini —dijo el obispo. 
Tenía una voz muy agradable y con gran capacidad de convicción. Era un hombre de buena figura, cabellos muy negros, y piel cetrina y elástica con profundas arrugas alrededor de una boca grande; estaba tan ojeroso y su mirada tenía un brillo tan especial, pensó la señora Pastern, como la de una persona que se droga. 
— Con su permiso, eminencia... 
El hecho de que el obispo le pidiera un cóctel la había desconcertado; siempre era Charlie quien se encargaba de preparar las bebidas. Se le cayó el hielo en el suelo de la antecocina, echó aproximadamente medio litro de ginebra en la coctelera e intentó arreglar lo que le parecía un cóctel demasiado fuerte aumentando la proporción de vermut. 
— El señor Ludgate me ha hablado de lo indispensable que es usted en la vida de la parroquia —dijo el obispo al aceptar la copa. 
— Procuro esforzarme todo lo que puedo —respondió la señora Pastern. 
— Tiene usted dos hijos. 
— Sí. Sally está en Smith y Carkie en Colgate. ¡La casa nos parece tan vacía ahora! Los confirmó su predecesor, el obispo Tomlinson. 
— Ah, sí —dijo el obispo—. Sí. 
Tener delante a su eminencia ponía nerviosa a la señora Pastern. Le hubiese gustado darle un aire más natural a la visita; deseaba, por lo menos, que su propia presencia en la sala de estar resultara más real. La señora Pastern sentía una intensa desazón que ya la había asaltado otras veces durante las reuniones de los comités de los que formaba parte, cuando la atmósfera parlamentaria tenía un efecto desintegrador sobre su personalidad. Sentada en su silla, le parecía recorrer la habitación a gatas, reuniendo sus propios fragmentos y pegándolos con alguna de sus virtudes, como Soy una Buena Madre o una Esposa Paciente. 
— ¿Ustedes dos se conocen hace tiempo? —le preguntó la señora Pastern al obispo. 
— ¡No! —exclamó su eminencia. 
— El señor obispo pasaba por aquí —dijo el ministro con voz apenas audible. 
— ¿Podría ver el jardín? —preguntó su eminencia. 
Con el martini en la mano, siguió a la dueña de la casa, saliendo a la terraza por una puerta lateral. La señora Pastern era una entusiasta de la jardinería, pero en aquel momento la situación de sus plantas era poco satisfactoria. El variado ciclo de sucesivas floraciones casi había terminado ya; tan sólo podían verse los crisantemos. 
— Me hubiese gustado enseñárselo en primavera, especialmente al final de la primavera —dijo ella—. La Magnolia stellata es la primera que florece. Luego tenemos los cerezos y los ciruelos japoneses. Cuando acaban, empiezan las azaleas, los laureles y los rododendros. Y debajo de las glicinas hay tulipanes bronceados. Las lilas son blancas. 
— Veo que tienen ustedes un refugio —dijo el obispo. 
— Sí. —La habían traicionado los patos y los gnomos—. Sí, es cierto, pero no tiene nada de especial. En este arriate hay únicamente lirios del valle. Soy de la opinión de que las rosas quedan mejor cortadas en ramos que formando parte de un jardín ornamental; por eso las cultivo detrás de la casa. Los bordes son fraises des bois. Resultan muy dulces y jugosas. 
— ¿Hace mucho que tienen ustedes el refugio? 
— Lo construimos en primavera —dijo la señora Pastern—. Ese seto son camelias japonesas. Más allá está nuestra pequeña huerta: lechugas, hierbas aromáticas y otras cosas por el estilo. 
— Me gustaría ver el refugio —pidió el obispo. 
La señora Pastern se sintió herida, con un dolor que despertaba incluso ecos infantiles, cuando tuvo ocasión de descubrir que sus amigas no venían a visitarla los días de lluvia porque les gustase su compañía, sino para comerse sus pastas y quitarle los juguetes. Nunca había sido capaz de poner buena cara ante el egoísmo, y la señora Pastern llevaba fruncido el entrecejo cuando pasaron junto a la pila para los pájaros y los patos pintados. Los gnomos, con sus gorros voluminosos, los contemplaban a los tres desde lo alto mientras ella abría la puerta con la llave que pendía de su cuello. 
— Encantador —comentó el obispo—. Encantador. Vaya, veo que incluso tienen ustedes una biblioteca. 
— Sí. Se trata de libros escogidos para fomentar el buen humor, la tranquilidad y la esperanza. 
— Una de las desafortunadas características de la arquitectura eclesiástica es que el sótano queda reducido a un pequeño espacio bajo el presbiterio —dijo el obispo—. Esto nos da muy pocas posibilidades de salvar a los fieles, lo cual es un rasgo característico, debería tal vez añadir, de nuestra manera de interpretar el mensaje cristiano. Algunas iglesias tienen sótanos más espaciosos. Pero no quiero hacerle perder más tiempo. 
Su eminencia cruzó el césped para regresar a la casa, dejó la copa del cóctel sobre la barandilla de la terraza y le dio su bendición. 
La señora Pastern se dejó caer sobre los escalones de la terraza y vio alejarse el automóvil del obispo. Su eminencia no había venido a felicitarla, se daba cuenta perfectamente. ¿Era impiedad por su parte sospechar que recorría sus dominios para localizar y elegir posibles refugios? ¿Cabía suponer que pretendía utilizar su consagración episcopal para conseguirlo? El peso de la vida moderna, aunque oliera a plástico — como parecía ser el caso—, se hacía sentir cruelmente sobre los pilares de la religión, de la familia y del Estado. La carga era demasiado pesada, y a la señora Pastern le parecía oír el crujido de los cimientos. Había creído toda su vida en la santidad del sacerdocio, y si su fe era auténtica, ¿por qué no había ofrecido inmediatamente al obispo la seguridad de su refugio? Pero si su eminencia creía en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, ¿para qué necesitaba un refugio? 
Sonó el teléfono y la señora Pastern contestó con fingida despreocupación. Era una mujer llamada Beatrice, que acudía a limpiar la casa dos veces por semana. 
— Soy Beatrice, señora Pastern —dijo la voz al otro extremo del hilo—. Creo que hay algo que debe usted saber. Ya sabe que no me gusta cotillear. No soy como esa tal Adele, que va de señora en señora diciendo que Fulanito no duerme con su mujer, y que Menganito tenía seis botellas de whisky en la basura, y que no fue nadie al cóctel de Zutanito. Yo no soy como esa tal Adele, y usted lo sabe, señora Pastern. Pero hay algo que creo que debe usted saber. Hoy he trabajado para la señora Flannagan; me ha enseñado una llave y me ha dicho que era la llave de su refugio antiatómico, y que se la había dado su marido de usted. No sé si es verdad, pero creo que debe usted saberlo. 
— Gracias, Beatrice. 
El señor Pastern había arrastrado el buen nombre de su mujer en un centenar de escapadas, había echado a perder sus buenas cualidades y despreciado su amor, pero ella nunca había imaginado que llegara a traicionarla en sus planes para el fin del mundo. Vertió lo que quedaba del martini en una copa. Detestaba el sabor de la ginebra, pero sus acumuladas preocupaciones se le antojaban ya como los dolores de una enfermedad, y la ginebra los embotaba, aun a costa de avivar su indignación. Fuera, el cielo se oscureció, cambió el viento y empezó a llover. ¿Qué alternativas se le ofrecían? Podía volver con su madre, pero su madre no tenía un refugio. No era capaz de rezar pidiendo ayuda al cielo. El mundano comportamiento del obispo restaba valor a los consuelos celestiales. No podía pararse a considerar la insensata ligereza de su marido sin beber más ginebra. Y entonces se acordó de la noche —la noche del juicio— en la que habían decidido dejar arder a la tía Ida y al tío Ralph; en la que la señora Pastern había sacrificado a su sobrina de tres años y Charlie a su sobrino de cinco; en la que habían conspirado como asesinos y decidido no tener siquiera piedad con la anciana madre del señor Pastern. 
Estaba muy bebida cuando llegó Charlie. 
— No podría pasarme dos semanas en un agujero con la señora Flannagan —dijo. 
— ¿De qué estás hablando? 
— Le estuve enseñando el refugio al obispo y... 
— ¿Qué obispo? ¿Qué hacía aquí un obispo? 
— No me interrumpas y escucha lo que tengo que decirte. La señora Flannagan tiene una llave de nuestro refugio y se la has dado tú. 
— ¿Quién te ha dicho eso? 
— La señora Flannagan —repitió ella— tiene una llave de nuestro refugio y se la has dado tú. 
Charlie regresó al garaje bajo la lluvia y se pilló los dedos con la puerta. Con la prisa y la indignación se le ahogó el motor y, mientras esperaba a que se vaciara el carburador, tuvo que enfrentarse, a la luz de los faros, con los desechos —acumulados en el garaje— de su despilfarradora vida doméstica. Allí había una fortuna en inservibles muebles de jardín y diferentes herramientas con motor. Cuando el coche se puso en marcha, Charlie salió con gran chirriar de neumáticos a la calle y se saltó un semáforo en el primer cruce, donde, por un momento, su vida estuvo pendiente de un hilo. No le importó. Mientras subía la ladera a toda velocidad, sus manos se aferraban al volante como si estuvieran apretando ya el rollizo y estúpido cuello de la señora Flannagan. Era el honor y la tranquilidad espiritual de sus hijos lo que aquella mujer había pisoteado. Había hecho daño a sus hijos, a sus idolatrados hijos. 
Detuvo el coche a la puerta. Había luz en la casa, y olía a leña quemada, pero estaba todo en silencio; escudriñando a través de una ventana no advirtió ningún signo de vida ni oyó más ruido que el de la lluvia. Intentó abrir la puerta. Estaba cerrada. Entonces golpeó en el marco con el puño. Pasó mucho tiempo antes de que ella saliese del cuarto de estar, y Charlie imaginó que estaba dormida. Llevaba puesto el salto de cama que él le había regalado. Fue hacia la puerta arreglándose el pelo. En cuanto abrió, Charlie se precipitó en el interior de la casa, gritando: 
— ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has hecho esa estupidez? 
— No sé de qué estás hablando. 
— ¿Por qué le dijiste a mi mujer que tenías la llave? 
— Yo no se lo he dicho a tu mujer. 
— ¿A quién se lo has dicho, entonces? 
— No se lo he dicho a nadie. 
La señora Flannagan movió los hombros con coquetería y contempló la punta de sus zapatillas. Como muchos mentirosos incurables, tenía un desmedido respeto por la verdad, que se concretaba en una serie de signos que indicaban que estaba mintiendo. Charlie comprendió que no le diría la verdad, que no se la arrancaría aunque empleara toda la fuerza de sus brazos, y que su confesión, en caso de conseguirla, no le serviría de nada. 
— Dame algo de beber —dijo. 
— Sería mejor que te marcharas y volvieras más tarde, cuando te sientas mejor —repuso la señora Flannagan. 
— Estoy cansado —dijo él—. Muy cansado, terriblemente cansado. No me he sentado en todo el día. 
Charlie entró en la sala de estar y se sirvió un whisky. Se miró las manos, sucias después de un largo día de trenes y pasamanos de escaleras, de picaportes y papeles, y vio en el espejo que tenía el pelo empapado por la lluvia. Salió de la sala de estar y, atravesando la biblioteca, fue hacia el cuarto de baño de la planta baja. La señora Flannagan emitió un sonido muy débil, algo que no llegaba a ser un grito. Cuando Charlie abrió la puerta del cuarto de baño, se encontró cara a cara con un desconocido completamente desnudo. 
Al cerrarla de nuevo se produjo uno de esos breves y densos silencios que preceden a las discusiones a gritos. La señora Flannagan habló primero: 
— No sé quién es y he estado intentando que se marchara... Sé lo que estás pensando y no me importa. Estoy en mi casa, después de todo; yo no te he invitado y no tengo por qué darte explicaciones. 
— Apártate de mí —dijo él—. Apártate de mí antes de que te retuerza el pescuezo. 
Seguía lloviendo mientras Charlie regresaba a su casa, Al entrar oyó ruidos de actividad en la cocina y le llegó olor a comida. Supuso que aquellos sonidos y aquellos olores debían de haber sido uno de los primeros signos de vida en la tierra, y que serían también uno de los últimos. El periódico de la tarde estaba en la sala de estar y, dándole un manotazo, gritó: 
— ¡Tiradles unas cuantas bombas atómicas! ¡Que aprendan quién manda! Y después, dejándose caer en un sillón, preguntó en voz muy baja: 
— Santo cielo, ¿cuándo terminará todo? 
— Llevaba mucho tiempo esperando a que dijeras eso —declaró la señora Pastern tranquilamente, saliendo de la antecocina—. Llevo casi tres meses esperando a que digas precisamente eso. Empecé a preocuparme cuando vi que habías vendido los gemelos y los palos de golf. Me preguntaba qué estaba sucediendo. Después, cuando firmaste el contrato del refugio sin tener un centavo para pagarlo, me di cuenta de cuál era tu plan. Quieres que el mundo se acabe, ¿no es eso? Lo he sabido todo este tiempo, y no quería admitirlo, porque me parecía demasiado cruel, pero todos los días se aprende algo nuevo. 
La señora Pastern se encaminó hacia el vestíbulo y comenzó a subir la escalera. 
— Hay una hamburguesa en la sartén —dijo—, y patatas en el horno; si quieres algo de verdura, puedes calentarte las sobras de brécol. Yo voy a telefonear a los chicos. 
Viajamos a tal velocidad en estos días que sólo recordamos los nombres de unos cuantos sitios. La carga de consideraciones metafísicas tendrá que alcanzarnos en un tren de mercancías, si es que llega a hacerlo. El resto de la historia me lo ha contado mi madre; recibí su carta en Kitzbühel, un lugar donde voy a veces. «Ha habido tantos cambios en las últimas seis semanas —me decía—, que apenas sé por dónde empezar. Lo primero es que los Pastern se han ido, quiero decir, que se han marchado para siempre. Charlie está en la cárcel del condado cumpliendo una condena de dos años por estafa. Sally ha dejado la universidad y trabaja en Macy's, y el chico está todavía buscando trabajo, según he oído. De momento vive con su madre en el Bronx. Alguien ha dicho que salían adelante gracias a la beneficencia pública. Parece que Charlie terminó de gastarse el dinero que había heredado de su madre hace un año, y que desde entonces estuvieron viviendo a crédito. El banco se lo llevó todo y ellos se fueron a un motel de Transford. Después siguieron mudándose de motel en motel, viajando en coches alquilados y sin pagar nunca las cuentas. El motel y la agencia de alquiler de automóviles fueron los primeros en atraparlos. Unas personas muy agradables que se llaman Willoughby le han comprado la casa al banco. Y los Flannagan se han divorciado. ¿Te acuerdas de ella? Solía pasearse por el jardín con una sombrilla de seda. Su marido no tiene que pasarle una pensión ni nada parecido, y alguien la vio el otro día en Central Park West con un abrigo de entretiempo en una noche muy fría. Pero ha vuelto. Fue una cosa muy extraña. Volvió el jueves pasado. Estaba empezando a nevar. Era poco después de comer. Tu madre es una vieja loca, pero vieja y todo nunca deja de sorprenderme el milagro de una nevada. Tenía mucho que hacer, pero decidí dejarlo y quedarme un rato junto a la ventana para ver nevar. El cielo estaba muy oscuro. Era una nevada abundante, de copos gruesos, y lo cubrió todo en seguida como una mancha de luz. Fue entonces cuando vi a la señora Flannagan andando por la calle. Debió de llegar en el tren de las dos y treinta y tres y venir andando desde la estación. Imagino que no debe de tener mucho dinero, porque de lo contrario hubiera cogido un taxi. No llevaba ropa de abrigo e iba con tacones altos, en lugar de botas de agua. Bueno, pues cruzó la calle y atravesó el jardín de los Pastern, quiero decir, lo que era antes el jardín de los Pastern, hasta llegar al refugio antiatómico, y se quedó allí mirándolo. No tengo ni la menor idea de en qué estaba pensando, pero el refugio casi parece una tumba, ¿sabes?, y ella daba la impresión de estar de duelo, allí de pie, cayéndole la nieve sobre la cabeza y los hombros; y me entristeció pensar que apenas conocía a los Pastern. Entonces sonó el teléfono, y era la señora Willoughby. Me dijo que había una mujer muy rara frente a su refugio antiatómico y que si yo sabía quién era. Le respondí que sí, que era la señora Flannagan, que antes vivía en lo alto de la colina. Luego me preguntó qué debía hacer y le dije que lo único que se me ocurría era decirle que se marchara. La señora Willoughby mandó a la doncella, y vi cómo le decía a la señora Flannagan que se fuese; luego, un poco después, la señora Flannagan echó a andar hacia la estación bajo la nieve».

(1) Expresión sin equivalente en castellano, para designar a una mujer que apenas ve a su marido porque éste se pasa la mayor parte del tiempo en el campo de golf. (N. del t.).

John Cheever, El brigadier y la viuda del golf.


John Cheever

John Cheever, El nadador

El nadador
Era uno de esos domingos de mitad de verano en que todo el mundo repite: «Anoche bebí demasiado». Lo susurraban los feligreses al salir de la iglesia, se oía de labios del mismo párroco mientras se despojaba de la sotana en la sacristía, así como en los campos de golf y en las pistas de tenis, y también en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufría los efectos de una terrible resaca.
—Bebí demasiado —decía Donald Westerhazy.
—Todos bebimos demasiado —decía Lucinda Merrill.
—Debió de ser el vino —explicaba Helen Westerhazy—. Bebí demasiado clarete.
El escenario de este último diálogo era el borde de la piscina de los Westerhazy, cuya agua, procedente de un pozo artesiano con un alto porcentaje de hierro, tenía una suave tonalidad verde. El tiempo era espléndido. Hacia el oeste se amontonaban las nubes, tan parecidas a una ciudad vista desde lejos —desde el puente de un barco que se aproximara— que podían haber tenido un nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba. Neddy Merrill, sentado en el borde de la piscina, tenía una mano dentro del agua, y sostenía con la otra una copa: ginebra. Neddy era un hombre enjuto que parecía conservar aún la peculiar esbeltez de la juventud, y, aunque los días de su adolescencia quedaban ya muy lejos, aquella mañana se había deslizado por el pasamanos de la escalera, y en su camino hacia el olor a café que salía del comedor, había dado un sonoro beso en la broncínea espalda a la Afrodita del vestíbulo. Podría haberlo comparado con un día de verano, en especial con las últimas horas de uno de ellos, y aunque le faltase una raqueta de tenis o una vela hinchada por el viento, la impresión era, decididamente, de juventud, de vida deportiva y de buen tiempo. Había estado nadando y ahora respiraba hondo, como si fuera capaz de almacenar en sus pulmones los ingredientes de aquel momento, el calor del sol, y la intensidad de su propio placer. Era como si todo le cupiera dentro del pecho. Doce kilómetros hacia el sur, en Bullet Park, estaba su casa, donde sus cuatro hermosas hijas habrían terminado de almorzar y quizá jugasen al tenis en aquel momento. Fue entonces cuando se le ocurrió que si atajaba por el suroeste podría llegar nadando hasta allí.
No había nada de opresivo en la vida de Neddy, y el placer que le produjo aquella idea no puede explicarse reduciéndola a una simple posibilidad de evasión. Le pareció ver, con mentalidad de cartógrafo, la línea de piscinas, la corriente casi subterránea que iba describiendo una curva por todo el condado. Se trataba de un descubrimiento, de una contribución a la geografía moderna, y le pondría el nombre de Lucinda, en honor a su esposa. Neddy no era ni estúpido ni partidario de las bromas pesadas, pero tenía una clara tendencia a la originalidad, y se consideraba a sí mismo —de manera vaga y sin darle apenas importancia— una figura legendaria. El día era realmente maravilloso, y le pareció que un baño prolongado serviría para acrecentar y celebrar su belleza.
Se desprendió del suéter que le colgaba de los hombros y se tiró de cabeza a la piscina. Neddy sentía un inexplicable desprecio por los hombres que no se tiran de cabeza. Nadó a crol pero de forma poco organizada, respirando unas veces con cada brazada y otras sólo en la cuarta, y sin dejar de contar, de manera casi subconsciente, el un-dos, un-dos, del movimiento de los pies. No era un estilo muy apropiado para largas distancias, pero la utilización doméstica de la natación ha impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en la parte del mundo donde habitaba Neddy, el crol era lo habitual. Sentirse abrazado y sostenido por el agua verde y cristalina, más que un placer, suponía la vuelta a un estado normal de cosas, y a Neddy le hubiese gustado nadar sin bañador, pero eso no resultaba posible, debido a la naturaleza de su proyecto. Salió a pulso de la piscina por el otro extremo —nunca usaba la escalerilla—, y comenzó a cruzar el césped. Cuando Lucinda le preguntó que adónde iba, respondió que iría nadando hasta casa.
Sólo podía utilizar mapas imaginarios o sus recuerdos de los mapas reales, pero eso era suficiente. Primero estaban los Graham, y a continuación los Hammer, los Lear, los Howland, y los Crosscup. Cruzaría Ditmar Street para llegar a casa de los Bunker y después de andar un poco pasaría por casa de los Levy y de los Welcher, para utilizar así también la piscina pública de Lancaster. Luego venían los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era estupendo, y vivir en un mundo con tan generosas reservas de agua parecía poner de manifiesto la misericordia y la caridad del universo. Neddy se sentía en plena forma, y atravesó el césped corriendo. Volver a casa utilizando un camino desacostumbrado lo hacía sentirse peregrino, explorador; lo hacía sentirse un hombre con un destino, y estaba seguro de encontrar amigos a lo largo de todo el trayecto; no tenía la menor duda de que sus amigos ocuparían las orillas del río Lucinda.
Atravesó el seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la de los Graham, anduvo bajo algunos manzanos en flor, pasó junto al cobertizo que albergaba la bomba y el filtro y salió al lado de la piscina de los Graham.
—Caramba, Neddy —dijo la señora Graham—, qué agradable sorpresa. Me he pasado toda la mañana tratando de hablar contigo por teléfono. Déjame que te prepare algo de beber.
Neddy comprendió entonces que, como cualquier explorador, necesitaría hacer uso de toda su diplomacia para conseguir que la hospitalidad y las costumbres de los nativos no le impidieran llegar a su destino. No deseaba desconcertar a los Graham ni mostrarse antipático, pero tampoco disponía de tiempo para quedarse allí. Hizo un largo en la piscina y se reunió con ellos al sol; unos minutos más tarde, la llegada de dos automóviles cargados de amigos que venían de Connecticut le facilitó las cosas. Mientras todos se saludaban efusiva y ruidosamente, Neddy pudo escabullirse. Salió por la puerta principal de la finca de los Graham, pasó por encima de un seto espinoso y cruzó un solar vacío para llegar a casa de los Hammer. La dueña de la casa, al levantar la vista de las rosas, vio a alguien que pasaba nadando, pero no llegó a saber de quién se trataba. Los Lear lo oyeron cruzar la piscina a nado a través de las ventanas abiertas de la sala de estar. Los Howland y los Crosscup habían salido. Al dejar la casa de los Howland, Neddy cruzó Ditmar Street y se dirigió hacia la finca de los Bunker, desde donde, ya a aquella distancia, le llegaba el alboroto de una fiesta.
El agua devolvía el sonido de las voces y de las risas, y daba la impresión de dejarlas suspendidas en el aire. La piscina de los Bunker estaba en alto, y Neddy tuvo que subir unos cuantos escalones hasta llegar a la terraza, donde unas veinticinco o treinta personas charlaban y bebían. Rusty Towers era el único que se hallaba dentro del agua, flotando sobre una balsa de goma. ¡Qué hermosas eran las orillas del río Lucinda y qué maravillosa vegetación crecía en ellas! Acaudalados hombres y mujeres se reunían junto a sus aguas color zafiro, mientras serviciales criaturas de blancas chaquetas les servían ginebra fría. Sobre sus cabezas, una avioneta roja de las que se utilizaban para dar clases de vuelo daba vueltas y más vueltas, y sus evoluciones hacían pensar en el regocijo de un niño subido en un columpio. Ned sintió un momentáneo afecto por aquella escena, una ternura que era casi como una sensación física, motivada por algo tangible. Oyó un trueno a lo lejos. Enid Bunker se puso a gritar nada más verlo.
—¡Mirad quién está aquí! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda dijo que no podías venir, creí que iba a morirme.
Neddy se abrió camino entre la multitud en su dirección, y cuando terminaron de besarse, Enid lo llevó hacia el bar; avanzaron lentamente porque Ned tuvo que pararse para besar a otras ocho o diez mujeres y estrechar la mano de otros tantos hombres. Un barman sonriente que había visto ya antes en un centenar de fiestas le dio una ginebra con tónica, y Ned se quedó allí un instante, temeroso de tener que participar en alguna conversación que pudiera retrasar su viaje. Cuando parecía que iba a verse rodeado, se tiró a la piscina y nadó pegado al borde para evitar la balsa de Rusty. Al salir por el otro lado se cruzó con los Tomlinson; los obsequió con una cordial sonrisa, y echó a andar rápidamente por el sendero del jardín. La grava le hacía daño en los pies, pero ésa era la única sensación desagradable. La fiesta sé celebraba únicamente en los alrededores de la piscina y, al llegar junto a la casa, Ned notó que se había debilitado el sonido de las voces. En la cocina de los Bunker alguien oía por la radio un partido de béisbol. Domingo por la tarde. Tuvo que avanzar en zigzag entre los coches aparcados y llegó hasta Alewives Lane siguiendo el césped que bordeaba el camino de grava de los Bunker. Ned no quería que lo vieran en la carretera en traje de baño, pero no había tráfico y cruzó en seguida los pocos metros que lo separaban del sendero de grava de los Levy, con un cartel de Propiedad Privada y un recipiente cilíndrico de color verde para el New York Times. Todas las puertas y las ventanas de la amplia casa estaban abiertas, pero no había signos de vida; ni siquiera un perro que ladrara. Ned rodeó el edificio y al llegar a la piscina vio que los Levy acababan de marcharse. Sobre una mesa al otro extremo de la piscina, cerca de un cenador adornado con linternas japonesas, había una mesa con vasos, botellas y platos con cacahuetes, almendras y avellanas. Después de atravesar la piscina a nado, Ned se sirvió ginebra en un vaso. Era la cuarta o la quinta copa, y había nadado aproximadamente la mitad del curso del río Lucinda. Se sentía cansado, limpio, y, en ese momento, satisfecho de encontrarse solo; satisfecho con el mundo en general.
Iba a haber una tormenta. La masa de nubes —aquella ciudad— se había elevado y oscurecido, y mientras descansaba allí un momento, oyó otra vez el retumbar de un trueno. La avioneta roja seguía dando vueltas, y a Ned casi le parecía oír la risa placentera del piloto flotando en el aire de la tarde; pero al oír el fragor de otro trueno se puso de nuevo en movimiento. El pitido de un tren lo hizo preguntarse qué hora sería. ¿Las cuatro, las cinco? Se imaginó la estación local, donde, en ese momento, un camarero con el esmoquin oculto bajo un impermeable, un enano con un ramo de flores envuelto en papel de periódico y una mujer que había llorado esperarían el tren de cercanías. Estaba oscureciendo de pronto; era el instante en que los pájaros más estúpidos parecían transformar su canto en un anuncio, preciso y bien informado, de la proximidad de la tormenta. Se produjo entonces un agradable ruido de agua cayendo desde la copa de un roble, como si alguien hubiera abierto una espita. Después, el ruido como de fuentes se extendió a las copas de todos los árboles altos. ¿Por qué le gustaban las tormentas? ¿Por qué se animaba tanto cuando las puertas se abrían con violencia y el viento que arrastraba gotas de lluvia trepaba a empellones por las escaleras? ¿Por qué la simple tarea de cerrar las ventanas de una casa antigua le parecía tan necesaria y urgente? ¿Por qué los primeros compases húmedos de un viento de tormenta constituían siempre el anuncio de alguna buena nueva, de algún suceso reconfortante y alegre? En seguida se oyó una explosión, acompañada de un olor como de pólvora, y la lluvia azotó las linternas japonesas que la señora Levy había comprado en Kyoto dos años antes, ¿o hacía sólo un año?
Ned se quedó en el cenador de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había enfriado el aire, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. La fuerza del viento había arrancado las hojas secas y amarillas de un arce y las había esparcido sobre la hierba y el agua. Como estaban aún a mitad de verano, Ned supuso que el árbol se hallaba enfermo, pero sintió una extraña tristeza ante ese signo del otoño. Hizo unos movimientos gimnásticos, apuró la ginebra y se dirigió hacia la piscina de los Welcher. Eso significaba cruzar el picadero de los Lindley, y le sorprendió encontrar la hierba demasiado crecida y los obstáculos desmantelados. Se preguntó si los Lindley habrían vendido sus caballos o si se habrían ausentado durante el verano, dejando sus animales al cuidado de otras personas. Le pareció recordar que había oído algo acerca de los Lindley y de sus caballos, pero no sabía exactamente qué. Siguió adelante, notando la hierba húmeda contra los pies descalzos, en dirección a la casa de los Welcher, donde se encontró con que la piscina estaba vacía.
Esa ruptura en la continuidad de su río imaginario le produjo una absurda decepción, y se sintió como un explorador que busca las fuentes de un torrente y encuentra un cauce seco. Ned notó que lo dominaba el desconcierto y la decepción. Era bastante normal que los vecinos de aquella zona se marcharan durante el verano, pero nadie vaciaba la piscina. Los Welcher se habían ido definitivamente. Las sillas, las mesas y las hamacas de la piscina estaban dobladas, amontonadas y cubiertas con lonas. Los vestuarios, cerrados, y lo mismo sucedía con todas las ventanas de la casa, y cuando la rodeó hasta llegar al camino de grava que llevaba hasta la puerta principal se encontró con un cartel que decía: «Se Vende», clavado en un árbol. ¿Cuándo había oído hablar de los Welcher por última vez? ¿Cuándo —habría que decir, más exactamente— Lucinda y él se habían disculpado por última vez al recibir una invitación suya para cenar? No daba la impresión de que hubiese transcurrido más de una semana. ¿Le fallaba la memoria o la tenía tan disciplinada contra los sucesos desagradables que llegaba a falsear la realidad? A lo lejos oyó que alguien jugaba un partido de tenis. Aquello lo animó, disipando todas sus aprensiones, y permitiéndole enfrentarse con indiferencia al cielo oscurecido y al aire frío. Aquél era el día en que Neddy Merrill iba a atravesar a nado el condado. ¡Aquel día, precisamente! De inmediato inició la etapa más difícil de su viaje.

Alguien que hubiese salido a pasear en coche aquella tarde de domingo podría haberlo visto, casi desnudo, en la cuneta de la autopista 424, esperando una oportunidad para cruzar al otro lado. Podría habérsele creído la víctima de alguna apuesta insensata, o una persona a quien se le ha estropeado el coche, o, simplemente, un chiflado. Junto al asfalto, con los pies descalzos —entre latas de cerveza vacías, trapos sucios y parches para neumáticos desechados—, expuesto al ridículo, resultaba penoso. Ned sabía desde el principio que aquello era parte de su recorrido, que figuraba en sus mapas, pero al enfrentarse con las largas filas de coches que culebreaban bajo la luz del verano, descubrió que no estaba preparado psicológicamente. Los ocupantes de los automóviles se reían de él, lo tomaban a broma, y llegaron incluso a tirarle una lata de cerveza, y él no tenía ni dignidad ni humor que aportar a aquella situación. Podría haberse vuelto atrás, regresar a casa de los Westerhazy, donde Lucinda estaría aún sentada al sol. No había firmado nada, no había prometido nada, no se había apostado nada, ni siquiera consigo mismo. ¿Por qué, creyendo como creía que toda humana testarudez era susceptible de ceder ante el sentido común, se sabía incapaz de volver atrás? ¿Por qué estaba decidido a terminar el recorrido, aun a costa de poner en peligro su vida? ¿En qué momento aquella travesura, aquella broma, aquella payasada se había convertido en algo muy serio? No estaba en condiciones de volver atrás, ni siquiera recordaba con claridad las verdes aguas de la piscina de los Westerhazy, ni el placer de aspirar los componentes de aquel día, ni las serenas y amistosas voces que se lamentaban de haber bebido demasiado. En una hora aproximadamente, Ned había cubierto una distancia que hacía imposible el regreso.
Un anciano que conducía a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar hasta la mediana de la autopista, donde había una tira de césped. Allí se vio expuesto a las bromas del tráfico que avanzaba en dirección contraria, pero al cabo de unos diez minutos o un cuarto de hora consiguió cruzar. Desde allí sólo tenía que andar un poco para llegar al centro recreativo situado a las afueras de Lancaster, que disponía de varios frontones y de una piscina pública.
La peculiar resonancia de las voces cerca del agua, la sensación de brillantez y de tiempo detenido eran las mismas que anteriormente en casa de los Bunker, pero aquí los sonidos resultaban más fuertes, más agrios y más penetrantes, y tan pronto como entró en aquel espacio abarrotado de gente, Ned tuvo que someterse a las molestias de la reglamentación: «Todos los bañistas tienen que ducharse antes de usar la piscina. Todos los bañistas deben utilizar el pediluvio. Todos los bañistas deben llevar la placa de identificación.»
Ned se duchó, se lavó los pies en una oscura y desagradable solución y llegó hasta el borde de la piscina. Apestaba a cloro y le recordó a un fregadero. Sendos monitores, desde sus respectivas torres, hacían sonar sus silbatos a intervalos aparentemente regulares, insultando además a los bañistas mediante un sistema de megafonía. Ned recordó con nostalgia las aguas color zafiro de los Bunker y pensó que podía contaminarse —echar a perder su prosperidad y disminuir su atractivo personal— nadando en aquella ciénaga, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que aquello no pasaba de ser un remanso de aguas estancadas en el río Lucinda. Se tiró al cloro con ceñuda expresión de disgusto y no le quedó más remedio que nadar con la cabeza fuera para evitar colisiones, pero incluso así lo empujaron, lo salpicaron y le dieron codazos. Cuando llegó al lado menos profundo de la piscina, los dos monitores le estaban gritando:
—¡A ver, ése, ese que no lleva placa de identificación, que salga del agua!
Ned lo hizo así, pero los otros no estaban en condiciones de perseguirlo, y, dejando atrás el desagradable olor de las cremas bronceadoras y del cloro, saltó una valla de poca altura y atravesó los frontones. Le bastó cruzar la carretera para entrar en la parte arbolada de la propiedad de los Halloran. Nadie se había preocupado de arrancar la maleza que crecía entre los árboles, y tuvo que avanzar con grandes precauciones hasta llegar al césped y al seto de hayas recortadas que rodeaba la piscina.
Los Halloran eran amigos suyos; se trataba de unas personas de edad avanzada y enormemente ricos, que se sentían felices cuando alguien los consideraba sospechosos de filocomunismo. Eran reformadores llenos de celo, pero no comunistas; sin embargo, cuando alguien los acusaba de subversivos, como sucedía a veces, parecían agradecerlo y sentirse rejuvenecidos. Las hojas del seto de haya también se habían vuelto amarillas, y Ned supuso que probablemente padecían la misma enfermedad que el arce de los Levy. Gritó «¡hola!» dos veces para que los Halloran advirtieran su presencia y de esa forma la invasión de su intimidad no resultara demasiado brusca. Los Halloran, por razones que nunca le habían sido explicadas, no utilizaban trajes de baño. En realidad, no hacía falta ninguna explicación.
Su desnudez era un detalle de su celo reformista libre de prejuicios, y Ned se quitó cortésmente el bañador antes de entrar en el espacio limitado por el seto de hayas.
La señora Halloran, una mujer corpulenta de cabello blanco y expresión serena, leía el Times. Su marido sacaba hojas de haya de la piscina con una red. No parecieron ni sorprendidos ni disgustados al verlo. Su piscina era quizá la más antigua del condado, un rectángulo construido con piedras cogidas del campo, alimentado por un arroyo. Carecía de filtro o de bomba, y sus aguas tenían la dorada opacidad de la corriente.
—Estoy atravesando a nado el condado —dijo Ned.
—Vaya, no sabía que se pudiera hacer eso —exclamó la señora Halloran.
—Bueno, he empezado en casa de los Westerhazy —dijo Ned—. Debo de haber recorrido unos seis kilómetros.
Dejó el bañador junto al extremo más hondo de la piscina, fue andando hasta el otro lado y nadó aquella distancia. Mientras salía a pulso del agua, oyó decir a la señora Halloran:
—Sentimos mucho que te hayan ido tan mal las cosas, Neddy.
—¿Lo mal que me han ido las cosas? No sé de qué me está usted hablando.
—¿No? Hemos oído que has vendido la casa y que tus pobres hijas…
—No recuerdo haber vendido la casa —dijo Ned—. En cuanto a las chicas, no les ha pasado nada, que yo sepa.
—Sí —suspiró la señora Halloran—. Claro…
Su voz llenaba el aire con una melancolía intemporal, y Ned la interrumpió precipitadamente:
—Gracias por el baño.
—Que tengas una travesía agradable —dijo la señora Halloran.
Al otro lado del seto, Ned se puso el bañador y tuvo que apretárselo. Le estaba un poco grande, y se preguntó si era posible que hubiera perdido peso en una tarde. Tenía frío, estaba cansado, y la desnudez de los Halloran y el agua oscura de su piscina lo habían deprimido. Aquella travesía era demasiado para sus fuerzas, pero ¿cómo podía haberlo previsto mientras se deslizaba aquella mañana por el pasamanos de la escalera o cuando estaba sentado al sol en casa de los Westerhazy? Los brazos no le respondían. Las piernas parecían de goma y le dolían las articulaciones. Lo peor de todo era el frío en los huesos y la sensación de que nunca volvería a entrar en calor. Caían hojas de los árboles y el viento le trajo olor a humo. ¿Quién podía estar quemando hojarasca en aquella época del año?
Necesitaba un trago. El whisky lo calentaría, le levantaría el ánimo, lo sostendría hasta el final de su viaje, renovaría su convicción de que atravesar a nado aquella zona era un proyecto original que exigía valor. Los nadadores que recorren grandes distancias toman coñac. Necesitaba un estimulante. Cruzó la zona de césped delante de la casa de los Halloran, y siguió andando hasta el pabellón que habían construido para Helen, su única hija, y para su marido, Erich Sachs. Ned encontró a los Sachs en su piscina, que era bastante pequeña.
—¡Neddy! —exclamó Helen—. ¿Has almorzado en casa de mi madre?
—No exactamente —dijo Ned—. He entrado un momento a saludar a tus padres. —No parecía que hiciese falta dar más explicaciones—. Siento mucho presentarme así de sorpresa, pero me ha dado un escalofrío de pronto y me preguntaba si podríais ofrecerme una copa.
—Me encantaría hacerlo —dijo Helen—, pero no tenemos nada para beber desde la operación de Eric. Y de eso hace ya tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria, o era acaso que su capacidad para ignorar acontecimientos penosos le había permitido olvidarse de la venta de su casa, de las dificultades de sus hijas, y de la enfermedad de su amigo Eric? La mirada de Ned se desplazó del rostro de Eric a su vientre, donde vio tres cicatrices antiguas, más blancas que el resto de la piel, dos de ellas de treinta centímetros de largo por lo menos. El ombligo había desaparecido, y Ned pensó en el desconcierto de una mano inquisitiva que, al buscar en la cama a las tres de la mañana los atributos masculinos, se encontrara con un vientre sin ombligo, sin unión con el pasado, sin continuidad en la sucesión natural de los seres.
—Estoy segura de que encontrarás algo de beber en casa de los Biswanger—dijo Helen—. Dan una fiesta por todo lo alto. Se les oye desde aquí. ¡Escucha!
Helen alzó la cabeza, y desde el otro lado de la carretera, desde el otro lado de los jardines, de los bosques, de los campos, Ned oyó de nuevo el ruido, lleno de resonancias, de las voces cerca del agua.
—Bueno, voy a darme un remojón —dijo, notando que carecía aún de libertad para decidir sobre su manera de viajar. Se tiró de cabeza al agua fría y faltándole el aliento, casi a punto de ahogarse, cruzó la piscina de un extremo a otro—. Lucinda y yo tenemos muchas ganas de veros —dijo vuelto de espaldas, con el cuerpo orientado ya hacia la casa de los Biswanger—. Sentimos mucho que haya pasado tanto tiempo sin vernos, y os llamaremos cualquier día de éstos.
Ned tuvo que cruzar algunos campos hasta la casa de los Biswanger y los sonidos festivos que salían de ella. Sería un honor para los dueños ofrecerle una copa, se sentirían felices de darle de beber. Los Biswanger los invitaban a cenar —a Lucinda y a él— cuatro veces al año con seis semanas de anticipación. Ellos nunca aceptaban, pero los Biswanger continuaban enviando invitaciones como si fueran incapaces de comprender las rígidas y antidemocráticas normas de la sociedad en la que vivían. Pertenecían a ese tipo de personas que hablan de precios durante los cócteles, que se hacen confidencias sobre inversiones bursátiles durante la cena y que después cuentan chistes verdes cuando están presentes las señoras. No pertenecían al grupo de amistades de Neddy; ni siquiera figuraban en la lista de personas a las que Lucinda enviaba felicitaciones de Navidad. Se dirigió hacia la piscina con sentimientos a mitad de camino entre la conciencia de su superioridad y el deseo de mostrarse amable, y también con algún desasosiego porque parecía que estaba oscureciendo y, sin embargo, aquéllos eran los días más largos del año. La fiesta era ruidosa y había mucha gente. Grace Biswanger pertenecía al tipo de anfitriona que invitaba al óptico, al veterinario, al corredor de fincas y al dentista. No había nadie nadando en la piscina, y el crepúsculo, al reflejarse en el agua, despedía un brillo invernal. Ned se dirigió hacia el bar. Cuando Grace Biswanger lo vio, avanzó hacia él, pero no con gesto afectuoso, como él había esperado, sino de la forma más hostil imaginable.
—Vaya, en esta fiesta hay de todo —comentó alzando mucho la voz—, incluso personas que se cuelan.
Grace no estaba en condiciones de hacerle un feo social, no tenía ni la más remota posibilidad, de manera que Ned no se echó atrás.
—En mi calidad de gorrón —preguntó cortésmente—, ¿tengo derecho a tomar una copa?
—Haga lo que guste —dijo ella—. No parece que las invitaciones signifiquen mucho para usted.
Le dio la espalda y se reunió con otros invitados. Ned se acercó al bar y pidió un whisky. El barman se lo sirvió, pero de forma descortés. El mundo de Ned era un mundo en el que los camareros estaban al tanto de los matices sociales, y verse desairado por un barman a media jornada significaba haber perdido puntos en la escala social. O quizá aquel hombre era novato y le faltaba información. En seguida oyó cómo Grace decía a su espalda:
—Se arruinaron de la noche a la mañana; no les quedó más que su sueldo, y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestáramos cinco mil dólares…
Siempre hablando de dinero. Aquello era peor que llevarse el cuchillo a la boca. Ned se zambulló en la piscina, hizo un largo y se marchó.
La siguiente piscina de la lista, la antepenúltima, pertenecía a su antigua amante, Shirley Adams. Si había sufrido alguna herida en casa de los Biswanger, aquél era el lugar ideal para curarla. El amor —los violentos juegos sexuales, para ser más exactos— era el supremo elixir, el remedio contra todos los males, la píldora mágica capaz de rejuvenecerlo y de devolverle la alegría de vivir. Habían tenido una aventura la semana pasada, o el mes último, o el año anterior. No se acordaba. Pero había sido él quien había decidido acabar, y eso lo colocaba en una situación privilegiada, de manera que cruzó la puerta de la valla que rodeaba la piscina de Shirley repleto de confianza en sí mismo. En cierta forma, era como si la piscina fuese suya, porque la persona amada, especialmente si se trata de un amor ilícito, goza de la posesión de la amante con una plenitud desconocida en el sagrado vínculo del matrimonio. Shirley estaba allí, con sus cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del agua de color azul intenso, iluminada por la luz eléctrica, no despertó en él ninguna emoción profunda. No había sido más que una aventurilla, pensó, aunque Shirley lloraba cuando él decidió romper. Pareció turbada al verlo, y Ned se preguntó si se sentiría aún herida. ¿Acaso iba, Dios no lo quisiera, a echarse a llorar de nuevo?
—¿Qué quieres? —le preguntó ella.
—Estoy nadando a través del condado.
—¡Santo cielo! ¿Te comportarás alguna vez como una persona adulta?
—¿Se puede saber qué te pasa?
—Si has venido buscando dinero —dijo ella—, no voy a darte ni un centavo.
—Puedes darme algo de beber.
—Puedo, pero no quiero. No estoy sola.
—Bueno, me marcho en seguida.
Ned se tiró al agua e hizo un largo, pero cuando intentó alzarse hasta el borde para salir de la piscina, descubrió que sus brazos y sus hombros no tenían fuerza; llegó como pudo a la escalerilla y salió del agua. Al mirar por encima del hombro, vio a un hombre joven en los vestuarios iluminados. Al cruzar el césped —ya se había hecho completamente de noche— le llegó un aroma de crisantemos o de caléndulas, decididamente otoñal, y tan intenso como el olor a gasolina. Levantó la vista y comprobó que habían salido las estrellas, pero ¿por qué tenía la impresión de ver Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se había hecho de las constelaciones de pleno verano? Ned se echó a llorar.
Era probablemente la primera vez que lloraba en toda su vida de adulto, y desde luego la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto frío, tan cansado y tan desconcertado. No entendía los malos modos del barman ni el mal humor de una amante que se había acercado a él de rodillas y le había mojado el pantalón con sus lágrimas. Había nadado demasiado, había pasado demasiado tiempo bajo el agua, y tenía irritadas la nariz y la garganta. Necesitaba una copa, necesitaba compañía y ponerse ropa limpia y seca, y aunque podría haberse encaminado directamente hacia su casa por la carretera, se fue a la piscina de los Gilmartin. Allí, por primera vez en su vida, no se tiró, sino que descendió los escalones hasta el agua helada y nadó dando unas renqueantes brazadas de costado que quizá había aprendido en su adolescencia. Camino de casa de los Clyde, se tambaleó a causa del cansancio y, una vez en la piscina, tuvo que detenerse una y otra vez mientras nadaba para sujetarse con la mano en el borde y descansar. Trepó por la escalerilla y se preguntó si le quedaban fuerzas para llegar a casa. Había cumplido su deseo, había nadado a través del condado, pero estaba tan embotado por la fatiga que su triunfo carecía de sentido. Encorvado, agarrándose a los pilares de la entrada en busca de apoyo, Ned torció por el sendero de grava de su propia casa.
Todo estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que ya se habían ido a la cama? ¿Se habría quedado su mujer a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Habrían ido las chicas a reunirse con ella o se habrían marchado a cualquier otro sitio? ¿No se habían puesto previamente de acuerdo, como solían hacer los domingos, para rechazar las invitaciones y quedarse en casa? Ned intentó abrir las puertas del garaje para ver qué coches había dentro, pero la puerta estaba cerrada con llave y se le mancharon las manos de óxido. Al acercarse más a la casa vio que la violencia de la tormenta había separado de la pared una de las tuberías de desagüe para la lluvia. Ahora colgaba por encima de la entrada principal como una varilla de paraguas, pero no costaría arreglarla por la mañana. La puerta de la casa también estaba cerrada con llave, y Ned pensó que habría sido una ocurrencia de la estúpida de la cocinera o de la estúpida de la doncella, pero en seguida recordó que desde hacía ya algún tiempo no habían vuelto a tener ni cocinera ni doncella. Gritó, golpeó la puerta, intentó forzarla golpeándola con el hombro; después, al mirar a través de las ventanas, se dio cuenta de que la casa estaba vacía.

John Cheever, El nadador.

John Cheever

The Swimmer
It was one of those midsummer Sundays when everyone sits around saying, “I drank too much last night.” You might have heard it whispered by the parishioners leaving church, heard it from the lips of the priest himself, struggling with his cassock in the vestiarium, heard it from the golf links and the tennis courts, heard it from the wildlife preserve where the leader of the Audubon group was suffering from a terrible hangover. “I drank too much,” said Donald Westerhazy. “We all drank too much,” said Lucinda Merrill. “It must have been the wine,” said Helen Westerhazy. “I drank too much of that claret.”
This was at the edge of the Westerhazys’ pool. The pool, fed by an artesian well with a high iron content, was a pale shade of green. It was a fine day. In the west there was a massive stand of cumulus cloud so like a city seen from a distance—from the bow of an approaching ship—that it might have had a name. Lisbon. Hackensack. The sun was hot. Neddy Merrill sat by the green water, one hand in it, one around a glass of gin. He was a slender man—he seemed to have the especial slenderness of youth—and while he was far from young he had slid down his banister that morning and given the bronze backside of Aphrodite on the hall table a smack, as he jogged toward the smell of coffee in his dining room. He might have been compared to a summer’s day, particularly the last hours of one, and while he lacked a tennis racket or a sail bag the impression was definitely one of youth, sport, and clement weather. He had been swimming and now he was breathing deeply, stertorously as if he could gulp into his lungs the components of that moment, the heat of the sun, the intenseness of his pleasure. It all seemed to flow into his chest. His own house stood in Bullet Park, eight miles to the south, where his four beautiful daughters would have had their lunch and might be playing tennis. Then it occurred to him that by taking a dogleg to the south-west he could reach his home by water. 
His life was not confining and the delight he took in this observation could not be explained by its suggestion of escape. 
He seemed to see, with a cartographer’s eye, that string of swimming pools, that quasisubterranean stream that curved across the county. He had made a discovery, a contribution to modern geography; he would name the stream Lucinda after his wife. He was not a practical joker nor was he a fool but he was determinedly original and had a vague and modest idea of himself as a legendary figure. The day was beautiful and it seemed to him that a long swim might enlarge and celebrate its beauty. 
He took off a sweater that was hung over his shoulders and dove in. He had an inexplicable contempt for men who did not hurl themselves into pools. He swam a choppy crawl, breathing either with every stroke or every fourth stroke and counting somewhere well in the back of his mind the one-two one-two of a flutter kick. It was not a serviceable stroke for long distances but the domestication of swimming had saddled the sport with some customs and in his part of the world a crawl was customary. To be embraced and sustained by the light green water was less a pleasure, it seemed, than the resumption of a natural condition, and he would have liked to swim without trunks, but this was not possible, considering his project. He hoisted himself up on the far curb—he never used the ladder—and started across the lawn. When Lucinda asked where he was going he said he was going to swim home. 
The only maps and charts he had to go by were remembered or imaginary but these were clear enough. First there were the Grahams, the Hammers, the Lears, the Howlands, and the Crosscups. He would cross Ditmar Street to the Bunkers and come, after a short portage, to the Levys, the Welchers, and the public pool in Lancaster. Then there were the Hallorans, the Sachses, the Biswangers, Shirley Adams, the Gilmartins, and the Clydes. The day was lovely, and that he lived in a world so generously supplied with water seemed like a clemency, a beneficence. His heart was high and he ran across the grass. Making his way home by an uncommon route gave him the feeling that he was a pilgrim, an explorer, a man with a destiny, and he knew that he would find friends all along the way; friends would line the banks of the Lucinda River. 
He went through a hedge that separated the Westerhazys’ land from the Grahams’, walked under some flowering apple trees, passed the shed that housed their pump and filter, and came out at the Grahams’ pool. “Why, Neddy,” Mrs. Graham said, “what a marvelous surprise. I’ve been trying to get you on the phone all morning. Here, let me get you a drink.” He saw then, like any explorer, that the hospitable customs and traditions of the natives would have to be handled with diplomacy if he was ever going to reach his destination. He did not want to mystify or seem rude to the Grahams nor did he have the time to linger there. He swam the length of their pool and joined them in the sun and was rescued, a few minutes later, by the arrival of two carloads of friends from Connecticut. During the uproarious reunions he was able to slip away. He went down by the front of the Grahams’ house, stepped over a thorny hedge, and crossed a vacant lot to the Hammers’. Mrs. Hammer, looking up from her roses, saw him swim by although she wasn’t quite sure who it was. The Lears heard him splashing past the open windows of their living room. The Howlands and the Crosscups were away. After leaving the Howlands’ he crossed Ditmar Street and started for the Bunkers’, where he could hear, even at that distance, the noise of a party. 
The water refracted the sound of voices and laughter and seemed to suspend it in midair. The Bunkers’ pool was on a rise and he climbed some stairs to a terrace where twenty-five or thirty men and women were drinking. The only person in the water was Rusty Towers, who floated there on a rubber raft. Oh, how bonny and lush were the banks of the Lucinda River! Prosperous men and women gathered by the sapphirecolored waters while caterer’s men in white coats passed them cold gin. Overhead a red de Haviland trainer was circling around and around and around in the sky with something like the glee of a child in a swing. Ned felt a passing affection for the scene, a tenderness for the gathering, as if it was something he might touch. In the distance he heard thunder. As soon as Enid Bunker saw him she began to scream: “Oh, look who’s here! What a marvelous surprise! When Lucinda said that you couldn’t come I thought I’d die.” She made her way to him through the crowd, and when they had finished kissing she led him to the bar, a progress that was slowed by the fact that he stopped to kiss eight or ten other women and shake the hands of as many men. A smiling bartender he had seen at a hundred parties gave him a gin and tonic and he stood by the bar for a moment, anxious not to get stuck in any conversation that would delay his voyage. When he seemed about to be surrounded he dove in and swam close to the side to avoid colliding with Rusty’s raft. At the far end of the pool he bypassed the Tomlinsons with a broad smile and jogged up the garden path. The gravel cut his feet but this was the only unpleasantness. The party was confined to the pool, and as he went toward the house he heard the brilliant, watery sound of voices fade, heard the noise of a radio from the Bunkers’ kitchen, where someone was listening to a ball game. Sunday afternoon. He made his way through the parked cars and down the grassy border of their driveway to Alewives Lane. He did not want to be seen on the road in his bathing trunks but there was no traffic and he made the short distance to the Levys’ driveway, marked with a private property sign and a green tube for The New York Times. All the doors and windows of the big house were open but there were no signs of life; not even a dog barked. He went around the side of the house to the pool and saw that the Levys had only recently left. Glasses and bottles and dishes of nuts were on a table at the deep end, where there was a bathhouse or gazebo, hung with Japanese lanterns. After swimming the pool he got himself a glass and poured a drink. It was his fourth or fifth drink and he had swum nearly half the length of the Lucinda River. He felt tired, clean, and pleased at that moment to be alone; pleased with everything. 
It would storm. The stand of cumulus cloud—that city— had risen and darkened, and while he sat there he heard the percussiveness of thunder again. The de Haviland trainer was still circling overhead and it seemed to Ned that he could almost hear the pilot laugh with pleasure in the afternoon; but when there was another peal of thunder he took off for home. A train whistle blew and he wondered what time it had gotten to be. Four? Five? He thought of the provincial station at that hour, where a waiter, his tuxedo concealed by a raincoat, a dwarf with some flowers wrapped in newspaper, and a woman who had been crying would be waiting for the local. It was suddenly growing dark; it was that moment when the pinheaded birds seem to organize their song into some acute and knowledgeable recognition of the storm’s approach. Then there was a fine noise of rushing water from the crown of an oak at his back, as if a spigot there had been turned. Then the noise of fountains came from the crowns of all the tall trees. Why did he love storms, what was the meaning of his excitement when the door sprang open and the rain wind fled rudely up the stairs, why had the simple task of shutting the windows of an old house seemed fitting and urgent, why did the first watery notes of a storm wind have for him the unmistakable sound of good news, cheer, glad tidings? Then there was an explosion, a smell of cordite, and rain lashed the Japanese lanterns that Mrs. Levy had bought in Kyoto the year before last, or was it the year before that? 
He stayed in the Levys’ gazebo until the storm had passed. The rain had cooled the air and he shivered. The force of the wind had stripped a maple of its red and yellow leaves and scattered them over the grass and the water. Since it was midsummer the tree must be blighted, and yet he felt a peculiar sadness at this sign of autumn. He braced his shoulders, emptied his glass, and started for the Welchers’ pool. This meant crossing the Lindleys’ riding ring and he was surprised to find it overgrown with grass and all the jumps dismantled. He wondered if the Lindleys had sold their horses or gone away for the summer and put them out to board. He seemed to remember having heard something about the Lindleys and their horses but the memory was unclear. On he went, barefoot through the wet grass, to the Welchers’, where he found their pool was dry. 
This breach in his chain of water disappointed him absurdly, and he felt like some explorer who seeks a torrential headwater and finds a dead stream. He was disappointed and mystified. It was common enough to go away for the summer but no one ever drained his pool. The Welchers had definitely gone away. The pool furniture was folded, stacked, and covered with a tarpaulin. The bathhouse was locked. All the windows of the house were shut, and when he went around to the driveway in front he saw a for sale sign nailed to a tree. When had he last heard from the Welchers—when, that is, had he and Lucinda last regretted an invitation to dine with them? It seemed only a week or so ago. Was his memory failing or had he so disciplined it in the repression of unpleasant facts that he had damaged his sense of the truth? Then in the distance he heard the sound of a tennis game. This cheered him, cleared away all his apprehensions and let him regard the overcast sky and the cold air with indifference. This was the day that Neddy Merrill swam across the county. That was the day! He started off then for his most difficult portage. 

Had you gone for a Sunday afternoon ride that day you might have seen him, close to naked, standing on the shoulders of Route 424, waiting for a chance to cross. You might have wondered if he was the victim of foul play, had his car broken down, or was he merely a fool. Standing barefoot in the deposits of the highway—beer cans, rags, and blowout patches— exposed to all kinds of ridicule, he seemed pitiful. He had known when he started that this was a part of his journey—it had been on his maps—but confronted with the lines of traffic, worming through the summery light, he found himself unprepared. He was laughed at, jeered at, a beer can was thrown at him, and he had no dignity or humor to bring to the situation. He could have gone back, back to the Westerhazys’, where Lucinda would still be sitting in the sun. He had signed nothing, vowed nothing, pledged nothing, not even to himself. Why, believing as he did, that all human obduracy was susceptible to common sense, was he unable to turn back? Why was he determined to complete his journey even if it meant putting his life in danger? At what point had this prank, this joke, this piece of horseplay become serious? He could not go back, he could not even recall with any clearness the green water at the Westerhazys’, the sense of inhaling the day’s components, the friendly and relaxed voices saying that they had drunk too much. In the space of an hour, more or less, he had covered a distance that made his return impossible. 
An old man, tooling down the highway at fifteen miles an hour, let him get to the middle of the road, where there was a grass divider. Here he was exposed to the ridicule of the northbound traffic, but after ten or fifteen minutes he was able to cross. From here he had only a short walk to the Recreation Center at the edge of the village of Lancaster, where there were some handball courts and a public pool. 
The effect of the water on voices, the illusion of brilliance and suspense, was the same here as it had been at the Bunkers’ but the sounds here were louder, harsher, and more shrill, and as soon as he entered the crowded enclosure he was confronted with regimentation. “all swimmers must take a shower before using the pool. all swimmers must use the footbath. all swimmers must wear their identification disks.” He took a shower, washed his feet in a cloudy and bitter solution, and made his way to the edge of the water. It stank of chlorine and looked to him like a sink. A pair of lifeguards in a pair of towers blew police whistles at what seemed to be regular intervals and abused the swimmers through a public address system. Neddy remembered the sapphire water at the Bunkers’ with longing and thought that he might contaminate himself—damage his own prosperousness and charm —by swimming in this murk, but he reminded himself that he was an explorer, a pilgrim, and that this was merely a stagnant bend in the Lucinda River. He dove, scowling with distaste, into the chlorine and had to swim with his head above water to avoid collisions, but even so he was bumped into, splashed, and jostled. When he got to the shallow end both lifeguards were shouting at him: “Hey, you, you without the identification disk, get outa the water.” He did, but they had no way of pursuing him and he went through the reek of suntan oil and chlorine out through the hurricane fence and passed the handball courts. By crossing the road he entered the wooded part of the Halloran estate. The woods were not cleared and the footing was treacherous and difficult until he reached the lawn and the clipped beech hedge that encircled their pool. 
The Hallorans were friends, an elderly couple of enormous wealth who seemed to bask in the suspicion that they might be Communists. They were zealous reformers but they were not Communists, and yet when they were accused, as they sometimes were, of subversion, it seemed to gratify and excite them. Their beech hedge was yellow and he guessed this had been blighted like the Levys’ maple. He called hullo, hullo, to warn the Hallorans of his approach, to palliate his invasion of their privacy. The Hallorans, for reasons that had never been explained to him, did not wear bathing suits. No explanations were in order, really. Their nakedness was a detail in their uncompromising zeal for reform and he stepped politely out of his trunks before he went through the opening in the hedge. 
Mrs. Halloran, a stout woman with white hair and a serene face, was reading the Times. Mr. Halloran was taking beech leaves out of the water with a scoop. They seemed not surprised or displeased to see him. Their pool was perhaps the oldest in the country, a fieldstone rectangle, fed by a brook. It had no filter or pump and its waters were the opaque gold of the stream. 
“I’m swimming across the county,” Ned said. 
“Why, I didn’t know one could,” exclaimed Mrs. Halloran. 
“Well, I’ve made it from the Westerhazys’,” Ned said. “That must be about four miles.” 
He left his trunks at the deep end, walked to the shallow end, and swam this stretch. As he was pulling himself out of the water he heard Mrs. Halloran say, “We’ve been terribly sorry to hear about all your misfortunes, Neddy.” 
“My misfortunes?” Ned asked. “I don’t know what you mean.” 
“Why, we heard that you’d sold the house and that your poor children . . .” 
“I don’t recall having sold the house,” Ned said, “and the girls are at home.” 
“Yes,” Mrs. Halloran sighed. “Yes . . .” Her voice filled the air with an unseasonable melancholy and Ned spoke briskly. “Thank you for the swim.” 
“Well, have a nice trip,” said Mrs. Halloran. 
Beyond the hedge he pulled on his trunks and fastened them. They were loose and he wondered if, during the space of an afternoon, he could have lost some weight. He was cold and he was tired and the naked Hallorans and their dark water had depressed him. The swim was too much for his strength but how could he have guessed this, sliding down the banister that morning and sitting in the Westerhazys’ sun? His arms were lame. His legs felt rubbery and ached at the joints. The worst of it was the cold in his bones and the feeling that he might never be warm again. Leaves were falling down around him and he smelled wood smoke on the wind. Who would be burning wood at this time of year? 
He needed a drink. Whiskey would warm him, pick him up, carry him through the last of his journey, refresh his feeling that it was original and valorous to swim across the county. Channel swimmers took brandy. He needed a stimulant. He crossed the lawn in front of the Hallorans’ house and went down a little path to where they had built a house for their only daughter, Helen, and her husband, Eric Sachs. The Sachses’ pool was small and he found Helen and her husband there. 
“Oh, Neddy,” Helen said. “Did you lunch at Mother’s?” 
“Not really,” Ned said. “I did stop to see your parents.” 
This seemed to be explanation enough. “I’m terribly sorry to break in on you like this but I’ve taken a chill and I wonder if you’d give me a drink.” 
“Why, I’d love to,” Helen said, “but there hasn’t been anything in this house to drink since Eric’s operation. That was three years ago.” 
Was he losing his memory, had his gift for concealing painful facts let him forget that he had sold his house, that his children were in trouble, and that his friend had been ill? His eyes slipped from Eric’s face to his abdomen, where he saw three pale, sutured scars, two of them at least a foot long. Gone was his navel, and what, Neddy thought, would the roving hand, bed-checking one’s gifts at 3 a.m., make of a belly with no navel, no link to birth, this breach in the succession? 
“I’m sure you can get a drink at the Biswangers’,” Helen said. “They’re having an enormous do. You can hear it from here. Listen!” 
She raised her head and from across the road, the lawns, the gardens, the woods, the fields, he heard again the brilliant noise of voices over water. “Well, I’ll get wet,” he said, still feeling that he had no freedom of choice about his means of travel. He dove into the Sachses’ cold water and, gasping, close to drowning, made his way from one end of the pool to the other. “Lucinda and I want terribly to see you,” he said over his shoulder, his face set toward the Biswangers’. “We’re sorry it’s been so long and we’ll call you very soon.” 
He crossed some fields to the Biswangers’ and the sounds of revelry there. They would be honored to give him a drink, they would be happy to give him a drink. The Biswangers invited him and Lucinda for dinner four times a year, six weeks in advance. They were always rebuffed and yet they continued to send out their invitations, unwilling to comprehend the rigid and undemocratic realities of their society. They were the sort of people who discussed the price of things at cocktails, exchanged market tips during dinner, and after dinner told dirty stories to mixed company. They did not belong to Neddy’s set—they were not even on Lucinda’s Christmas-card list. He went toward their pool with feelings of indifference, charity, and some unease, since it seemed to be getting dark and these were the longest days of the year. The party when he joined it was noisy and large. Grace Biswanger was the kind of hostess who asked the optometrist, the veterinarian, the real-estate dealer, and the dentist. No one was swimming and the twilight, reflected on the water of the pool, had a wintry gleam. There was a bar and he started for this. When Grace Biswanger saw him she came toward him, not affectionately as he had every right to expect, but bellicosely. 
“Why, this party has everything,” she said loudly, “including a gate crasher.” 
She could not deal him a social blow—there was no question about this and he did not flinch. “As a gate crasher,” he asked politely, “do I rate a drink?” 
“Suit yourself,” she said. “You don’t seem to pay much attention to invitations.” 
She turned her back on him and joined some guests, and he went to the bar and ordered a whiskey. The bartender served him but he served him rudely. His was a world in which the caterer’s men kept the social score, and to be rebuffed by a part-time barkeep meant that he had suffered some loss of social esteem. Or perhaps the man was new and uninformed. Then he heard Grace at his back say: “They went for broke overnight—nothing but income—and he showed up drunk one Sunday and asked us to loan him five thousand dollars. . . .” She was always talking about money. It was worse than eating your peas off a knife. He dove into the pool, swam its length and went away. 
The next pool on his list, the last but two, belonged to his old mistress, Shirley Adams. If he had suffered any injuries at the Biswangers’ they would be cured here. Love—sexual roughhouse in fact—was the supreme elixir, the pain killer, the brightly colored pill that would put the spring back into his step, the joy of life in his heart. They had had an affair last week, last month, last year. He couldn’t remember. It was he who had broken it off, his was the upper hand, and he stepped through the gate of the wall that surrounded her pool with nothing so considered as self-confidence. It seemed in a way to be his pool, as the lover, particularly the illicit lover, enjoys the possessions of his mistress with an authority unknown to holy matrimony. She was there, her hair the color of brass, but her figure, at the edge of the lighted, cerulean water, excited in him no profound memories. It had been, he thought, a lighthearted affair, although she had wept when he broke it off. She seemed confused to see him and he wondered if she was still wounded. Would she, God forbid, weep again? 
“What do you want?” she asked. 
“I’m swimming across the county.” 
“Good Christ. Will you ever grow up?” 
“What’s the matter?” 
“If you’ve come here for money,” she said, “I won’t give you another cent.” 
“You could give me a drink.” 
“I could but I won’t. I’m not alone.” 
“Well, I’m on my way.” 
He dove in and swam the pool, but when he tried to haul himself up onto the curb he found that the strength in his arms and shoulders had gone, and he paddled to the ladder and climbed out. Looking over his shoulder he saw, in the lighted bathhouse, a young man. Going out onto the dark lawn he smelled chrysanthemums or marigolds—some stubborn autumnal fragrance—on the night air, strong as gas. Looking overhead he saw that the stars had come out, but why should he seem to see Andromeda, Cepheus, and Cassiopeia? What had become of the constellations of midsummer? He began to cry. 
It was probably the first time in his adult life that he had ever cried, certainly the first time in his life that he had ever felt so miserable, cold, tired, and bewildered. He could not understand the rudeness of the caterer’s barkeep or the rudeness of a mistress who had come to him on her knees and showered his trousers with tears. He had swum too long, he had been immersed too long, and his nose and his throat were sore from the water. What he needed then was a drink, some company, and some clean, dry clothes, and while he could have cut directly across the road to his home he went on to the Gilmartins’ pool. Here, for the first time in his life, he did not dive but went down the steps into the icy water and swam a hobbled sidestroke that he might have learned as a youth. He staggered with fatigue on his way to the Clydes’ and paddled the length of their pool, stopping again and again with his hand on the curb to rest. He climbed up the ladder and wondered if he had the strength to get home. He had done what he wanted, he had swum the county, but he was so stupefied with exhaustion that his triumph seemed vague. Stooped, holding on to the gateposts for support, he turned up the driveway of his own house. 
The place was dark. Was it so late that they had all gone to bed? Had Lucinda stayed at the Westerhazys’ for supper? Had the girls joined her there or gone someplace else? Hadn’t they agreed, as they usually did on Sunday, to regret all their invitations and stay at home? He tried the garage doors to see what cars were in but the doors were locked and rust came off the handles onto his hands. Going toward the house, he saw that the force of the thunderstorm had knocked one of the rain gutters loose. It hung down over the front door like an umbrella rib, but it could be fixed in the morning. The house was locked, and he thought that the stupid cook or the stupid maid must have locked the place up until he remembered that it had been some time since they had employed a maid or a cook. He shouted, pounded on the door, tried to force it with his shoulder, and then, looking in at the windows, saw that the place was empty.

John Cheever, The Swimmer.