Mostrando entradas con la etiqueta Francisco Ayala. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Francisco Ayala. Mostrar todas las entradas

Francisco Ayala, La vida por la opinión

La vida por la opinión.
Esto no son cuentos. Ocurre que, por su carácter vehemente, o quizá por falta de experiencia cívica, los españoles han propendido siempre a tomar la política demasiado a pechos. La última guerra civil los dejó deshechos, orgullosísimos, y con la incómoda sensación de haber sufrido una burla sangrienta. Apenas les consolaba ahora, rencorosamente, el ver a sus burladores enzarzados a su vez en el mismo juego siniestro -pues había comenzado en seguida la que se llamaría luego Segunda Guerra Mundial…
Yo soy uno de aquellos españoles. Habiendo leído a Maquiavelo por curiosidad profesional y aun por el puro gusto, no ignoraba que la política tiene sus reglas; que es una especie de ajedrez, y nada se adelanta con volcar el tablero. Pero si envidiaba -y cada día envidio más- la prudente astucia de los italianos, que saben vivir, también me daba cuenta de que, por nuestra parte, nos complacemos nosotros en no tener remedio, y estamos siempre abocados a abrir de nuevo el tajo y caer al hoyo. Ningún escarmiento nos basta, ni jamás aprendemos a distinguir la política de la moral. Recién derrotados, ¿no estábamos cifrando acaso todas nuestras esperanzas en el triunfo de aquellas mismas potencias que, atados de pies y manos, acababan de entregarnos a la voracidad fascista? Sí; como tantos otros exiliados, esperaba yo desde la otra orilla del océano lo mismo que esperaban en la Península millones de españoles: la caída de la sucursal que el eje Berlín-Roma tenía instalada en Madrid; lo mismo que, con temerosa expectativa, aguardaban también los titulares, partidarios y beneficiarios de ese régimen.
Unos y otros, los españoles de ambos bandos estábamos engañados en nuestros cálculos. Podían ser éstos correctos, e irreprochables los razonamientos en que se fundaban; pero ¿a qué confundir lógica e historia, que son dos asignaturas tan distintas? Después de aniquilar a Mussolini y Hitler, las democracias tendieron amorosa mano a su tierno retoño, que se tambaleaba; no fuera, ¡por Dios!, a caerse. En vista de lo cual, amigos, lasciate ogni esperanza.
Para entonces -año de 1945- vivía yo en la ciudad de Río de Janeiro, por cuyo puerto pasaban, rumbo al sur, algunos escapados de aquel infierno. Tuve ocasión de hablar con varios. Recuerdo, entre otros, a un joven de acaso treinta años, o no muchos más, tan nervioso el infeliz que cuando alguien lo interpelaba, saltaba con un repullo. Y se comprende: nueve años había vivido con la barba sobre el hombro, de un lugar a otro, bajo nombre supuesto. Era un maestrito de Ávila, quien, al producirse la sublevación militar en 1936, escapó de la ciudad, y huido había estado desde entonces, prácticamente, hasta ahora. No iba a ser tan cándido -me explicó- que estando inscripto en el Partido Socialista se quedara allí para que lo liquidaran. Su familia había tenido amistad con el diputado don Andrés Manso, y así le fue a su familia. (No conseguí que me contara -ni tampoco me pareció discreto, piadoso, insistir demasiado- lo que a su familia le había pasado. En cuanto al señor Manso, es bien sabido cómo su apellido sugirió a las nuevas autoridades la idea de hacerlo lidiar públicamente en la plaza de toros, y que esa muerte le dieron.) En fin, mientras nos tomábamos nuestros cafeciños en un bar de la avenida Copacabana hasta la hora en que salía su barco, el hombre me contó lo que buenamente quiso, con miradas de soslayo a las mesas vecinas y siempre en palabras medio envueltas, acerca de la que él llamaba su odisea -una odisea de tierra adentro cuyos puertos habían sido poblachones manchegos o andaluces donde trabajaba por nada, apenas por poco más que la comida (y esto era lo prudente), y de donde se largaba tan pronto como lo juzgaba también prudente, casi todas las veces a pie, hacia otro pueblo cualquiera, pues en todos ellos hay estudiantes rezagados a quienes preparar para los exámenes, u opositores al cuerpo de correos o de aduanas, encantados de aprovechar los servicios de profesor tan menesteroso.
¿Que por qué no había intentado salir antes de España? Pues a la espera de que concluyese la guerra mundial y, con el triunfo de las democracias… ¿Que por qué, ahora que había terminado, se iba? Ésta era la cosa.
Sonrió con una sonrisa amarga, y se bebió de un trago el café dulzón (echaba a sus jícaras una cantidad absurda de azúcar, las saturaba: años y años hacía que el azúcar faltaba en España). Me contó luego que la noticia del triunfo laborista en las elecciones inglesas le había sorprendido (aunque, claro está, no fue sorpresa, lo esperaba; la buena racha había empezado); en fin, cuando se supo la noticia estaba él en cierto pueblo de la provincia de Córdoba, creo que me dijo Lucena, donde se ocupaba en llevarle los libros a un estraperlista de marca mayor, aunque no del todo mala persona, a final de cuentas. Aquella noche, en la oscuridad del cine, se formó un tole tole colosal, con gritos, vivas, mueras y palabras gruesas, hasta que encendieron la luz, y no pasó nada. En lugar de las medidas naturales, se produjo al otro día un fenómeno increíble: las gentes del régimen estaban despavoridas en el pueblo. Es claro: en Madrid, ya los grandes capitostes estarían liando el petate; pero los jerarcas provincianos, con menos recursos, tenían que acudir a congraciarse por todos los medios, y buscaban a los parientes de las víctimas, les daban explicaciones no pedidas, querían convidar, se sinceraban: «Ven acá, hombre, Fulano; anda, vamos a tomarnos una copa de coñac, que tengo que hablar contigo. Mira, yo quiero que sepas… A ti te han contado que a tu padre fui yo quien… Sí, sí, no digas que no. Yo sé muy bien que te han metido esa idea en la cabeza; es más, me consta que Mengano ha sido quien te vino con el cuento. Pero, ¿sabes tú por qué? Pues, precisamente, para sacarse él el muerto de encima. Escúchame, hombre: es bueno que estés enterado de cómo pasó todo. Resulta que ese canallita de Mengano… Pero tómate otra copa de coñac.» Etcétera. Y a vuelta de vueltas se producían protestas de amistad, ofrecimientos de un empleo «digno de ti» o de participación en algún negocio, porque, «lo que yo digo, hoy por ti y mañana por mí»; mientras que los ahora solicitados, que no se chupaban el dedo (¿quién, hoy día, no sabe latín en España?), callaban, asentían, se contemplaban la punta de los zapatos, saltándoles dentro del pecho el corazón de gozo a la vista de portentos tales.
Pero, ¿qué sucedió? Sucedió que, antes de que todo se fuera por la posta, le faltó tiempo al compañero Bevin, ahora elevado a ministro del Exterior, para levantarse en la Cámara de los Comunes y ofrecerle a Franco la seguridad de que el nuevo gobierno británico no daría paso alguno en contra suya. Esto ocurrió en agosto; en septiembre empezaron los juicios de Nuremberg, y también los camaradas soviéticos olvidaron magnánimamente que cierta División Azul los había combatido sin declaración de guerra en el suelo mismo de la Santa Rusia.
«Entonces yo -prosiguió el maestrito socialista de Ávila- me eché a andar hacia la frontera portuguesa, pude cruzarla, y aquí estoy ahora rumbo a Buenos Aires, donde tengo parientes.»
No he vuelto a saber nada de él; espero que le haya ido bien, y que tenga a estas horas los nervios más tranquilos.
Esto, como antes decía, no son cuentos. Es que los españoles jamás terminamos de aprender las reglas del juego; somos incapaces de entender la política: la tomamos demasiado a pechos, nos obcecamos, nos empecinamos, y…
Si cuestión fuera de escribir un cuento, bien podría ello hacerse a base de lo que me relató otro fugitivo que, pocos meses después, llegó a mi puerta con carta de presentación de uno de mis antiguos amigos. Se trataría de un «caso de honra», y el cuento podría llevar un título clásico: La vida por la opinión. Pero ¿cómo escribirlo, digo, cómo adobar en una ficción hechos cuya simple crudeza resulta mucho más significativa que cualquier aderezo literario? Me limitaré a referir lo que él me dijo.
Mi nuevo visitante era un sevillano gordete, peludo y de ojos azules, tostado todavía del sol y del aire marino. Llegó a casa, y se instaló en una butaca de la que no había de rebullir ni moverse en cinco horas. Más que nada, quería orientarse, que orientara yo sus pasos primeros por el Nuevo Mundo. Le ofrecí un cigarrillo, y lo rechazó con una sonrisa. «Antes fumaba», me explicó; y yo comprendí que ese antes era antes de la guerra, «pero dejé de fumar, porque hubiera sido un peligro constante. La colilla olvidada en un cenicero, el mero olor del humo, hubiera bastado a delatar la presencia de un hombre en mi casa». Entonces me contó su historia.
Pero al reproducirla debo adelantarme a advertir que es una historia bastante inverosímil. A la invención literaria se le exige verosimilitud; a la vida real no puede pedírsele tanto.
El gordete era también profesor (¡dichosa actividad docente!); pero éste, no de primeras letras como el maestro de Ávila, sino de enseñanza secundaria; era de los que por entonces se llamaron cursillistas, profesores formados a toda prisa para cubrir las plazas de los institutos que la República había creado, y estaba destinado en uno de Cádiz, o cerca de Cádiz, cuando empezó la danza llamada Glorioso Movimiento tuvo que esconderse, claro está: durante la pasada campaña electoral había trabajado con entusiasmo por uno de los partidos republicanos…
Catedrático reciente de un reciente instituto, nuestro hombre estaba también recién casado: se había casado hacia pocas semanas, al principio de las vacaciones estivales, y el susodicho movimiento o danza de la muerte sorprendió a los tórtolos anidados en casa de la madre del novio, viuda, que vivía en Sevilla. Allí se encontraban en aquella fecha memorable.
Se recordará que en Sevilla la lucha fue larga y la confusión grande. Ante la perspectiva del previsible desenlace, el joven profesor imaginó y puso en práctica un ingenioso expediente que le permitiera salvar el pellejo; y fue, conseguir de un albañil vecino suyo que, con el mayor secreto, le ayudara a preparar un escondite, especie de pozo excavado en el rincón oscuro de la sala interior donde el nuevo matrimonio tenía instalada su alcoba; un agujero del ancho de cuatro losetas, y lo bastante hondo para que él se metiera de pie; tras de lo cual, ajustando en su sitio aquellas cuatro losetas pegadas sobre una tabla a modo de tapadera, no había medio de que se notara nada debajo de la cama.
Lo acordado era que nadie sino la madre y la esposa, ellas y nadie más, conocerían su presencia en la casa y su escondite. El albañil amigo, un buen hombre que nunca hubiera hablado, porque en ello le iba la vida, tampoco podía hablar ya, pues de todas maneras los fascistas lo liquidaron no bien se hubieron apoderado del barrio; de modo que era secreto garantizado: la madre y la esposa; el resto de la familia, hermanos, tíos, primos y demás parientes, cuando se interesaban por su paradero obtenían de ambas mujeres la mismísima respuesta que los vecinos curiosos y que las patrullas falangistas: Felipe (Felipe se llamaba) desapareció el día tal sin dejar dicho adónde iba, y desde entonces no habían vuelto a tener noticias suyas; lo más probable era que en aquellos momentos estuviese el infeliz bajo tierra. Esto, entre lágrimas y suspiros que el interesado escuchaba, embutido allí como un apuntador de teatro.
Su vida se redujo, pues, con esto a la de un ratón que a la menor alarma corre a refugiarse en su agujero; o mejor, a la de un topo. En el agujero mismo, sólo se metía cuando alguien llegaba a la casa, ya fueran falangistas husmeantes, y a veces otros imprecisos investigadores, que él oía trajinar, rebuscar e interrogar, y amenazar y hasta maltratar a su madre y a su mujer, saltándosele el corazón de temor y de ira; no sólo -digo- se enterraba vivo cada vez que venían en su busca quienes quisieran matarlo (y no tardaron poco en convencerse y desistir), sino también cuando acudían a preguntar por él quienes lo querían bien: sus hermanos mayores, casados, su suegro, algún temeroso amigo. Y las dos mujeres, que habían sabido mantenerse irreductibles en su negativa, incluso las veces que las llevaron a declarar en el cuartelillo dejándolo a él más muerto que vivo, irreductibles fueron también frente a los que se angustiaban por su suerte. Oculto a pocos metros de ellos, escuchaba esas conversaciones morosas en que se hablaba de lo que estaba ocurriendo y con indignada lástima se comentaba el destino de algún conocido que había caído en sus manos, volviendo siempre al tema de nuestro pobre Felipe, y qué habría sido de él, mientras el pobre Felipe, a dos pasos, se distraía con su charla o, aburrido pronto de los largos silencios, se impacientaba, deseoso de que por fin dieran término a la visita y se marcharan para poder salir de su escondrijo.
Pero si en éste se refugiaba tan sólo cuando llegaba gente a la casa, vivía por lo demás encerrado en ella como un topo, sin salir nunca de la habitación oscura. Habían decidido, por astuta precaución, tener abiertas de par en par las puertas de la calle durante todo el santo día -era la mejor manera de disipar sospechas-, y él se lo pasaba en la alcoba del fondo. Ahí hacía su vida, si vida podía llamarse a semejante confinamiento en el que, para estar ocupado en algo y no volverse loco, se entretenía en tejer toquillas de lana, que su madre vendía luego, o se aplicaba a tareas increíbles, tales como la de redactar, con una letrita minúscula de cegato, un galimatías exclusivamente compuesto por nombres y adjetivos inusuales, expurgados con paciencia benedictina del diccionario cuyos volúmenes adornaban el estantito junto al rincón. A base de vocablos como «dipneo», «gurdo» y «balita», que rebuscaba durante horas y cuyas más raras acepciones retenía en la memoria, iba escribiendo en un cuaderno -que, llegado el caso, sepultaba consigo en el agujero- un absurdo relato ininteligible, a pesar de hallarse formado por palabras todas ellas legítimas de la lengua castellana.
Me tendió el cuaderno, que traía dentro de una cartera; me hizo leer dos o tres párrafos, y aguardó el efecto con sonrisa satisfecha. Yo estaba de veras fascinado: aquello era un arcano; era poesía pura. «¿Cree usted que se podrá hacer algo con este trabajo?», me preguntó. No supe qué contestarle. Agregó: «Me da pena la idea de destruirlo. Son casi nueve años de esfuerzo».
Casi nueve años, pronto se dice. ¡Qué no será capaz de soportar el ser humano! Nueve años, casi. Primero, con la esperanza de que el gobierno republicano ganara la guerra; después, con la esperanza de que las democracias triunfaran del eje Berlín-Roma. Como un topo, nueve años. Y no es que careciera el hombre de compensaciones durante ese tiempo. Aunque los recursos económicos de la casa escaseaban, de un modo u otro procuraban las mujeres prepararle platos sabrosos (y él protestaba, divertido: «Van ustedes a hacer que me ponga gordísimo, y un día no cabré en el agujero. Ha de pasarme como al ratón de la fábula, sino que al revés: él se quedó preso dentro, y yo no voy a poder meterme cuando haga falta.» Ellas se reían, y contestaban a su broma con otras por el estilo). Sin trabajar, tenía Felipe las dos cosas por las cuales, según el libro del Arcipreste, trabaja el hombre: mantenencia, y fembra placentera, pues a la noche disfrutaba el amor conyugal, sazonado por cierto con las especias picantes del furtivo, ya que más de una vez, empujado por alarmas que no siempre resultaron falsas, tuvo que saltar de la cama y esconderse a toda prisa bajo ella, para meterse entero, de cabeza, en el seno de la tierra.
Nueve años, uno tras otro, siempre a la espera de poder asomar sin peligro a la luz del día. Hasta que, por fin, empezó a parecer que se divisaba la salida del largo túnel: desembarco aliado en África, ídem en las playas de Normandía… El momento se acercaba; la hora iba a sonar; ya era cosa hecha: la democracia había destruido al totalitarismo; y, para colmo, los laboristas ingleses, en cuya propaganda electoral se había usado con mucho efecto el tema de España, ganaban el gobierno.
Por Sevilla corrió esta noticia como reguero de pólvora. Llorando de gozo la pobre vieja, la madre de Felipe le preparó aquel día a su hijo un frito riquísimo de criadillas y sesos con pimientos morrones, y trajo una botella de sidra; brindaron los tres alegremente. Y a la noche el matrimonio se abandonó a las naturales efusiones sin precaución, ni postcaución, de clase alguna, puesto que la libertad, y la felicidad, estaban a la vista.
Eso pensaban ellos. Pero ya es sabido lo que ocurrió. Expectativas que tan seguras parecían, se desinflaron en seguida. Y Felipe volvió, rabiosamente, a su diccionario, en busca de palabras raras con que seguir hinchando el volumen de su absurdo manuscrito; encarnizado y oscuro, procuraba no pensar en nada, ahora.
¡No pensar en nada! ¡Como si se pudiera acaso no pensar en nada! El cuaderno crecía y crecía, y seguía creciendo. Pero he aquí que también el vientre de la descuidada esposa empezó muy pronto a dar señales ostensibles de que el fugaz momento de la esperanza no había sido infecundo.
Y esto, que -de no haberse malogrado aquella esperanza- hubiera completado el cuadro de su ventura, en las circunstancias actuales debía traerle a nuestro pobre topo serias tribulaciones. Felipe era hombre de honor. Si todo el mundo, si Sevilla entera lo daba por ausente, ¿con qué cara?…, ¿a dónde iría a parar ese honor cuando se hiciera notorio y no pudiera ocultarse más el embarazo de su esposa? Con toda claridad -pues ya hemos podido darnos cuenta de que era persona tan lúcida como, a pesar de todo, razonablemente previsora- se le planteó este problema no bien el calendario, vigilado con ansiedad por todos tres en la casa, autorizó los primeros barruntos, confirmando los temores de marido, mujer y suegra. De ahí en adelante sería una carrera desesperada con el mismo calendario. No era posible, a pesar de todos los desengaños, que los aliados triunfantes sostuvieran en España al engendro de Mussolini y Hitler. Los juicios de Nuremberg habían comenzado, y el comandante de la División Azul era, en Madrid, capitán general de la región. ¿Cómo no iban los rusos, caramba…?
Pero, supongamos que no -se decía Felipe-. Pongámonos en lo peor, ya que esa gente no da señales de tener prisa ninguna. Digamos que, entre unas cosas y otras, siguen pasando semanas y meses, llega el momento en que ya no pueda disimularse más la preñez de mi mujer. ¿Quién va a adivinar entonces que el gallo tapado es nada menos ni nada más que su legítimo esposo? Felipe está huido, Felipe falta de Sevilla hace dos años; y ahora su señora nos sale con una barriga… No, eso no, eso nunca. ¡Nunca! ¡Mejor la muerte! Aunque me dejen como al gallo de Morón, yo tengo que cantar en lo alto del palo y hacer que me vean antes de que nadie pueda figurarse cosas. ¡Bueno fuera!… Por otro lado -pensaba Felipe-, si el tiempo corre y la situación no cambia, ¿hasta cuándo voy a seguir yo agazapado aquí como un conejo, asustado como un ratón, metido en este agujero como un topo? ¿Es que no voy a asomar ya nunca a la luz del día? ¡De ningún modo! Correría su suerte; y si querían matarlo, que lo mataran.
Decidido, pues, a salir del escondite, nuestro hombre, que no carecía de recursos, urdió para ello una trama de negociaciones, con cierto tufillo a contubernio, que había de darle resultado positivo. Descubriéndose a un cierto pariente suyo que tenía vinculaciones oficiales, le encargó de sondear a las autoridades. El momento era muy favorable: aún no se habían repuesto éstas del susto pasado; todavía no las tenían todas consigo, y el régimen hacía títeres e insinuaba divertidas morisquetas para congraciarse a los vencedores de la guerra mundial. Cómo se arregló, no lo sé a punto fijo. Mi visitante no se mostraba explícito acerca de los detalles, eludía mis preguntas. Pero el caso es que nuestro gordote, a quien un puntilloso sentimiento del honor había desalojado de su agujero, venía provisto de pasaporte en regla y traía consigo, para venderlos en América, unos cuantos objetos preciosos, imágenes de talla, cofrecillos antiguos y no sé qué más me dijo. De objetos tales está lleno el mundo. El tesoro artístico de España ha debido de sufrir, en siglo y medio, considerables mermas. Si en el muro de una iglesia un lienzo moderno, o primoroso cromo, sustituye a algún viejo retablo, o si falta un crucifijo de marfil, que era bastante feo después de todo, el saqueo se atribuirá a las tropas de Napoleón o, ahora, al vandalismo de los rojos. No quise ver lo que se había confiado a la gestión de mi visitante, ni tampoco supe orientarlo en lo que le interesaba. Tenía urgencia por deshacerse de aquellas cosas; sólo cuando las hubiera vendido podría sacar de Sevilla a su familia: madre, esposa y, ya, una hermosa niña de pocos meses.
«¡Ah! ¿Fue una niña?», dije yo. «Una niña hermosísima, Conchita. Nombre bien español, ¿eh?: Concepción. Y bien sevillano: Murillo no se cansaba de pintar Inmaculadas. Sólo que yo -agregó- bajo esa inicial coloco siempre mentalmente alguna otra palabra: si no Imprudente, o Inoportuna, por lo menos la Incauta Concepción…»
Desde luego, él se había exhibido ampliamente por las calles de Sevilla durante más de un mes antes de emprender su viaje; todo el mundo pudo verlo, y nadie abrigaría duda alguna sobre el embarazo de su mujer; las habladurías estaban eliminadas. «Los primeros días no podía yo ponerme al sol, me dolían los ojos, estaba deslumbrado, no veía, tuve que usar gafas verdes; y también mi cara estaba verde como las acelgas, de tantísimos años en la oscuridad.»
Ahora, tras de cruzar el océano, lucía un saludable color tostado. Con su mano peluda acariciaba todavía, al despedirse de mí, su absurdo manuscrito. Estaba encariñado con él. «Nueve años de mi vida, fíjese; lo mejor de la juventud. ¿Valía para esto la pena…?».

Francisco Ayala, La vida por la opinión.

Francisco Ayala



Francisco Ayala, El Inquisidor

El Inquisidor
¡Qué regocijo! ¡qué alborozo! ¡Qué músicas y cohetes! El Gran Rabino de la judería, varón de virtudes y ciencia sumas, habiendo conocido al fin la luz de la verdad, prestaba su cabeza al agua del bautismo; y la ciudad entera hacía fiesta.
Aquel día inolvidable, al dar gracias a Dios Nuestro Señor, dentro ya de su iglesia, sólo una cosa hubo de lamentar el antiguo rabino; pero ésta ¡ay! desde el fondo de su corazón: que a su mujer, la difunta Rebeca, no hubiera podido extenderse el bien de que participaban con él, en cambio, felizmente, Marta, su hija única, y los demás familiares de su casa, bautizados todos en el mismo acto con mucha solemnidad. Esa era su espina, su oculto dolor en día tan glorioso; ésa, y -¡sí, también!- la dudosa suerte (o más que dudosa, temible) de sus mayores, línea ilustre que él había reverenciado en su abuelo, en su padre, generaciones de hombres religiosos, doctos y buenos, pero que, tras la venida del Mesías, no habían sabido reconocerlo y, durante siglos, se obstinaron en la vieja, derogada Ley.
Preguntábase el cristiano nuevo en méritos de qué se le había otorgado a su alma una gracia tan negada a ellos, y por qué designio de la Providencia, ahora, al cabo de casi los mil y quinientos años de un duro, empecinado y mortal orgullo, era él, aquí, en esta pequeña ciudad de la meseta castellana -él sólo, en toda su dilatada estirpe- quien, después de haber regido con ejemplaridad la venerable sinagoga, debía dar este paso escandaloso y bienaventurado por el que ingresaba en la senda de salvación. Desde antes, desde bastante tiempo antes de declararse converso, había dedicado horas y horas, largas horas, horas incontables, a estudiar en términos de Teología el enigma de tal destino. No logró descifrarlo. Tuvo que rechazar muchas veces como pecado de soberbia la única solución plausible que le acudía a las mientes, y sus meditaciones le sirvieron tan sólo para persuadirlo de que tal gracia le imponía cargas y le planteaba exigencias proporcionadas a su singular magnitud; de modo que, por lo menos, debía justificarla a posteriori con sus actos. Claramente comprendía estar obligado para con la Santa Iglesia en mayor medida que cualquier otro cristiano. Dio por averiguado que su salvación tenía que ser fruto de un trabajo muy arduo en pro de la fe; y resolvió -como resultado feliz y repentino de sus cogitaciones- que no habría de considerarse cumplido hasta no merecer y alcanzar la dignidad apostólica allí mismo, en aquella misma ciudad donde había ostentado la de Gran Rabino, siendo así asombro de todos los ojos y ejemplo de todas las almas.
Ordenóse, pues, de sacerdote, fue a la Corte, estuvo en Roma y, antes de pasados ocho años, ya su sabiduría, su prudencia, su esfuerzo incansable, le proporcionaron por fin la mitra de la diócesis desde cuya sede episcopal serviría a Dios hasta la muerte. Lleno estaba de escabrosísimos pasos -más, tal vez, de lo imaginable- el camino elegido; pero no sucumbió; hasta puede afirmarse que ni siquiera llegó a vacilar por un instante. El relato actual corresponde a uno de esos momentos de prueba. Vamos a encontrar al obispo, quizás, en el día más atroz de su vida. Ahí lo tenemos, trabajando, casi de madrugada. Ha cenado muy poco: un bocado apenas, sin levantar la vista de sus papeles. Y empujando luego el cubierto a la punta de la mesa, lejos del tintero y los legajos, ha vuelto a enfrascarse en la tarea. A la punta de la mesa, reunidos aparte, se ven ahora la blanca hogaza de cuyo canto falta un cuscurro, algunas ciruelas en un plato, restos en otro de carne fiambre, la jarrita del vino, un tarro de dulce sin abrir… Como era tarde, el señor obispo había despedido al paje, al secretario, a todos, y se había servido por sí mismo su colación. Le gustaba hacerlo así; muchas noches solía quedarse hasta muy tarde, sin molestar a ninguno. Pero hoy, difícilmente hubiera podido soportar la presencia de nadie; necesitaba concentrarse, sin que nadie lo perturbara, en el estudio del proceso. Mañana mismo se reunía bajo su presidencia el Santo Tribunal; esos desgraciados, abajo, aguardaban justicia, y no era él hombre capaz de rehuir o postergar el cumplimiento de sus deberes, ni de entregar el propio juicio a pareceres ajenos: siempre, siempre, había examinado al detalle cada pieza, aun mínima, de cada expediente, había compulsado trámites, actuaciones y pruebas, hasta formarse una firme convicción y decidir, inflexiblemente, con arreglo a ella. Ahora, en este caso, todo lo tenía reunido ahí, todo estaba minuciosamente ordenado y relatado ante sus ojos, folio tras folio, desde el comienzo mismo, con la denuncia sobre el converso Antonio Maria Lucero, hasta los borradores para la sentencia que mañana debía dictarse contra el grupo entero de judaizantes complicados en la causa. Ahí estaba el acta levantada con la detención de Lucero, sorprendido en el sueño y hecho preso en medio del consternado revuelo de su casa; las palabras que había dejado escapar en el azoramiento de la situación -palabras, por cierto, de significado bastante ambiguo- ahí constaban. Y luego, las sucesivas declaraciones, a lo largo de varios meses de interrogatorios, entrecortada alguna de ellas por los ayes y gemidos, gritos y súplicas del tormento, todo anotado y transcrito con escrupulosa puntualidad. En el curso del minucioso procedimiento, en las diligencias premiosas e innumerables que se siguieron, Lucero había negado con obstinación irritante; había negado, incluso, cuando le estaban retorciendo los miembros en el potro. Negaba entre imprecaciones; negaba entre imploraciones, entre lamentos; negaba siempre. Mas -otro, acaso, no lo habría notado; a él ¿cómo podía escapársele?- se daba buena cuenta el obispo de que esas invocaciones que el procesado había proferido en la confusión del ánimo, entre tinieblas, dolor y miedo, contenían a veces, sí, el santo nombre de Dios envuelto en aullidos y amenazas; pero ni una sola apelaban a Nuestro Señor Jesucristo, la Virgen o los Santos, de quienes, en cambio, tan devoto se mostraba en circunstancias más tranquilas…
Al repasar ahora las declaraciones obtenidas mediante el tormento -diligencia ésta que, en su día, por muchas razones, se creyó obligado a presenciar el propio obispo- acudió a su memoria con desagrado la mirada que Antonio María, colgado por los tobillos, con la cabeza a ras del suelo, le dirigió desde abajo. Bien sabía él lo que significaba aquella mirada: contenía una alusión al pasado, quería remitirse a los tiempos en que ambos, el procesado sometido a tortura y su juez, obispo y presidente del Santo Tribunal, eran aún judíos; recordarle aquella ocasión ya lejana en que el orfebre, entonces un mozo delgado, sonriente, se había acercado respetuosamente a su rabino pretendiendo la mano de Sara, la hermana menor de Rebeca, todavía en vida, y el rabino, después de pensarlo, no había hallado nada en contra de ese matrimonio, y había celebrado él mismo las bodas de Lucero con su cuñada Sara. Sí, eso pretendían recordarle aquellos ojos que brillaban a ras del suelo, en la oscuridad del sótano, obligándole a hurtar los suyos; esperaban ayuda de una vieja amistad y un parentesco en nada relacionados con el asunto de autos. Equivalía, pues, esa mirada a un guiño indecente, de complicidad, a un intento de soborno; y lo único que conseguía era proporcionar una nueva evidencia en su contra, pues ¿no se proponía acaso hablar y conmover en el prelado que tan penosamente se desvelaba por la pureza de la fe al judío pretérito de que tanto uno como otro habían ambos abjurado?
Bien sabía esa gente, o lo suponían -pensó ahora el obispo- cuál podía ser su lado flaco, y no dejaban de tantear, con sinuosa pertinacia, para acercársele. ¿No había intentado, ya al comienzo -y ¡qué mejor prueba de su mala conciencia! ¡qué confesión más explícita de que no confiaban en la piadosa justicia de la Iglesia!-, no habían intentado blandearlo por la mediación de Marta, su hijita, una criatura inocente, puesta así en juego?… Al cabo de tantos meses, de nuevo suscitaba en él un movimiento de despecho el que así se hubieran atrevido a echar mano de lo más respetable: el candor de los pocos años. Disculpada por ellos, Marta había comparecido a interceder ante su padre en favor del Antonio María Lucero, recién preso entonces por sospechas. Ningún trabajo costó establecer que lo había hecho a requerimientos de su amiga de infancia y -torció su señoría el gesto- prima carnal, es cierto, por parte de madre, Juanita Lucero, aleccionada a su vez, sin duda, por los parientes judíos del padre, el converso Lucero, ahora sospechoso de judaizar. De rodillas, y con palabras quizás aprendidas, había suplicado la niña al obispo. Una tentación diabólica; pues, ¿no son, acaso, palabras del Cristo: El que ama hijo o hija más que a mí, no es digno de mí?
En alto la pluma, y perdidos los ojos miopes en la penumbrosa pared de la sala, el prelado dejó escapar un suspiro de la caja de su pecho: no conseguía ceñirse a la tarea; no podía evitar que la imaginación se le huyera hacia aquella su hija única, su orgullo y su esperanza, esa muchachita frágil, callada, impetuosa, que ahora, en su alcoba, olvidada del mundo, hundida en el feliz abandono del sueño, descansaba, mientras velaba él arañando con la pluma el silencio de la noche. Era -se decía el obispo- el vástago postrero de aquella vieja estirpe a cuyo dignísimo nombre debió él hacer renuncia para entrar en el cuerpo místico de Cristo, y cuyos últimos rastros se borrarían definitivamente cuando, llegada la hora, y casada -si es que alguna vez había de casarse- con un cristiano viejo, quizás ¿por qué no? de sangre noble, criara ella, fiel y reservada, laboriosa y alegre, una prole nueva en el fondo de su casa… Con el anticipo de esta anhelada perspectiva en la imaginación, volvió el obispo a sentirse urgido por el afán de preservar a su hija de todo contacto que pudiera contaminarla, libre de acechanzas, aparte; y, recordando cómo habían querido valerse de su pureza de alma en provecho del procesado Lucero, la ira le subía a la garganta, no menos que si la penosa escena hubiera ocurrido ayer mismo. Arrodillada a sus plantas, veía a la niña decirle: «Padre: el pobre Antonio María no es culpable de nada; yo, padre -¡ella! ¡la inocente!-, yo, padre, sé muy bien que él es bueno. ¡Sálvalol» Sí, que lo salvara. Como si no fuera eso, eso precisamente, salvar a los descarriados, lo que se proponía la Inquisición… Aferrándola por la muñeca, averiguó en seguida el obispo cómo había sido maquinada toda la intriga, urdida toda la trama: señuelo fue, es claro, la afligida Juanica Lucero; y todos los parientes, sin duda, se habían juntado para fraguar la escena que, como un golpe de teatro, debería, tal era su propósito, torcer la conciencia del dignatario con el sutil soborno de las lágrimas infantiles. Pero está dicho que si tu mano derecha te fuere ocasión de caer, córtala y échala de ti. El obispo mandó a la niña, como primera providencia, y no para castigo sino más bien por cautela, que se recluyera en su cuarto hasta nueva orden, retirándose él mismo a cavilar sobre el significado y alcance de este hecho: su hija que comparece a presencia suya y, tras haberle besado el anillo y la mano, le implora a favor de un judaizante; y concluyó, con asombro, de allí a poco, que, pese a toda su diligencia, alguna falla debía tener que reprocharse en cuanto a la educación de Marta, pues que pudo haber llegado a tal extremo de imprudencia.
Resolvió entonces despedir al preceptor y maestro de doctrina, a ese doctor Bartolomé Pérez que con tanto cuidado había elegido siete años antes y del que, cuando menos, podía decirse ahora que había incurrido en lenidad, consintiendo a su pupila el tiempo libre para vanas conversaciones y una disposición de ánimo proclive a entretenerse en ellas con más intervención de los sentimientos que del buen juicio.
El obispo necesitó muchos días para aquilatar y no descartar por completo sus escrúpulos. Tal vez -temía-, distraído en los cuidados de su diócesis, había dejado que se le metiera el mal en su propia casa, y se clavara en su carne una espina de ponzoña. Con todo rigor, examinó de nuevo su conducta. ¿Había cumplido a fondo sus deberes de padre? Lo primero que hizo cuando Nuestro Señor le quiso abrir los ojos a la verdad, y las puertas de su Iglesia, fue buscar para aquella triste criatura, huérfana por obra del propio nacimiento, no sólo amas y criadas de religión irreprochable, sino también un preceptor que garantizara su cristiana educación. Apartarla en lo posible de una parentela demasiado nueva en la fe, encomendarla a algún varón exento de toda sospecha en punto a doctrina y conducta, tal había sido su designio. El antiguo rabino buscó, eligió y requirió para misión tan delicada a un hombre sabio y sencillo, este Dr. Bartolomé Pérez, hijo, nieto y biznieto de labradores, campesino que sólo por fuerza de su propio mérito se había erguido en el pegujal sobre el que sus ascendientes vivieron doblados, había salido de la aldea y, por entonces, se desempeñaba, discreto y humilde -tras haber adquirido eminencia en letras sagradas-, como coadjutor de una parroquia que proporcionaba a sus regentes más trabajo que frutos. Conviene decir que nada satisfacía tanto en él al ilustre converso como aquella su simplicidad, el buen sentido y el llano aplomo labriego, conservados bajo la ropa talar como un núcleo indestructible de alegre firmeza. Sostuvo con él, antes de confiarle su intención, tres largas pláticas en materia de doctrina, y le halló instruido sin alarde, razonador sin sutilezas, sabio sin vértigo, ansiedad ni angustia. En labios del Dr. Bartolomé Pérez lo más intrincado se hacía obvio, simple… Y luego, sus cariñosos ojos claros prometían para la párvula el trato bondadoso y la ternura de corazón que tan familiar era ya entre los niños de su pobre feligresía. Aceptó, en fin, el Dr. Pérez la propuesta del ilustre converso después que ambos de consuno hubieron provisto al viejo párroco de otro coadjutor idóneo, y fue a instalarse en aquella casa donde con razón esperaba medrar en ciencia sin mengua de la caridad; y, en efecto, cuando su patrono recibió la investidura episcopal, a él, por influencia suya, le fue concedido el beneficio de una canonjía. Entre tanto, sólo plácemes suscitaba la educación religiosa de la niña, dócil a la dirección del maestro. Mas, ahora… ¿cómo podía explicarse esto?, se preguntaba el obispo; ¿qué falla, qué fisura venía a revelar ahora lo ocurrido en tan cuidada, acabada y perfecta obra? ¿Acaso no habría estado lo malo, precisamente, en aquello -se preguntaba- que él, quizás con error, con precipitación, estimara como la principal ventaja: en la seguridad confiada y satisfecha del cristiano viejo, dormido en la costumbre de la fe? Y aun pareció confirmarlo en esta sospecha el aire tranquilo, apacible, casi diríase aprobatorio con que el Dr. Pérez tomó noticia del hecho cuando él le llamó a su presencia para echárselo en cara. Revestido de su autoridad impenetrable, le había llamado; le había dicho: «Óigame, doctor Pérez; vea lo que acaba de ocurrir: hace un momento, Marta, mi hija … » Y le contó la escena sumariamente. El Dr. Bartolomé Pérez había escuchado, con preocupado ceño; luego, con semblante calmo y hasta con un esbozo de sonrisa. Comentó: «Cosas, señor, de un alma generosa»; ése fue su solo comentario. Los ojos miopes del obispo lo habían escrutado a través de los gruesos vidrios con estupefacción y, en seguida, con rabiosa severidad. Pero él no se había inmutado; él -para colmo de escándalo- le había dicho, se había atrevido a preguntarle: «Y su señoría… ¿no piensa escuchar la voz de la inocencia?» El obispo -tal fue su conmoción- prefirió no darle respuesta de momento. Estaba indignado, pero, más que indignado, el asombro lo anonadaba ¿Qué podía significar todo aquello? ¿Cómo era posible tanta obcecación? O acaso hasta su propia cámara -¡sería demasiada audacia!-, hasta el pie de su estrado, alcanzaban… aunque, si se habían atrevido a valerse de su propia hija, ¿por qué no podían utilizar también a un sacerdote, a un cristiano viejo?… Consideró con extrañeza, como si por primera vez lo viese, a aquel campesino rubio que estaba allí, impertérrito, indiferente, parado ante él, firme como una peña (y, sin poderlo remediar, pensó: ¡bruto!) a aquel doctor y sacerdote que no era sino un patán, adormilado en la costumbre de la fe y, en el fondo último de todo su saber, tan inconsciente como un asno. En seguida quiso obligarse a la compasión: había que compadecer más bien esa flojedad, despreocupación tanta en medio de los peligros. Si por esta gente fuera -pensó- ya podía perderse la religión: veían crecer el peligro por todas partes, y ni siquiera se apercibían… El obispo impartió al Dr. Pérez algunas instrucciones ajenas al caso, y lo despidió; se quedó otra vez solo con sus reflexiones. Ya la cólera había cedido a una lúcida meditación. Algo que, antes de ahora, había querido sospechar varias veces, se le hacía ahora evidentísimo: que los cristianos viejos, con todo su orgulloso descuido, eran malos guardianes de la ciudadela de Cristo, y arriesgaban perderse por exceso de confianza. Era la eterna historia, la parábola, que siempre vuelve a renovar su sentido. No, ellos no veían, no podían ver siquiera los peligros, las acechanzas sinuosas, las reptantes maniobras del enemigo, sumidos como estaban en una culpable confianza. Eran labriegos bestiales, paganos casi, ignorantes, con una pobre idea de la divinidad, mahometanos bajo Mahoma y cristianos bajo Cristo, según el aire que moviera las banderas; o si no, esos señores distraídos en sus querellas mortales, o corrompidos en su pacto con el mundo, y no menos olvidados de Dios. Por algo su Providencia le había llevado a él -y ojalá que otros como él rigieran cada diócesis- al puesto de vigía y capitán de la fe; pues, quien no está prevenido, ¿cómo podrá contrarrestar el ataque encubierto y artero, la celada, la conjuración sorda dentro de la misma fortaleza? Como un aviso, se presentaba siempre de nuevo a la imaginación del buen obispo el recuerdo de una vieja anécdota doméstica oída mil veces de niño entre infalibles carcajadas de los mayores: la aventura de su tío-abuelo, un joven díscolo, un tarambana, que, en el reino moro de Almería, habría abrazado sin convicción el mahometismo, alcanzando por sus letras y artes a ser, entre aquellos bárbaros, muecín de una mezquita. Y cada vez que, desde su eminente puesto, veía pasar por la plaza a alguno de aquellos parientes o conocidos que execraban su defección, esforzaba la voz y, dentro de la ritual invocación coránica, La ílaha illá llah, injería entre las palabras árabes una ristra de improperios en hebreo contra el falso profeta Mahoma, dándoles así a entender a los judíos cuál, aunque indigno, era su creencia verdadera, con escarnio de los descuidados y piadosos moros perdidos en zalemas… Así también, muchos conversos falsos se burlaban ahora en Castilla, en toda España, de los cristianos incautos, cuya incomprensible confianza sólo podía explicarse por la tibieza de una religión heredada de padres a hijos, en la que siempre habían vivido y triunfado, descansando, frente a las ofensas de sus enemigos, en la justicia última de Dios. Pero ¡ah! era Dios, Dios mismo, quien lo había hecho a él instrumento de su justicia en la tierra, a él que conocía el campamento enemigo y era hábil para descubrir sus espías, y no se dejaba engañar con tretas, como se engañaba a esos laxos creyentes que, en su flojedad, hasta cruzaban (a eso habían llegado, sí, a veces: él los había sorprendido, los había interpretado, los había descubierto), hasta llegaban a cruzar miradas de espanto -un espanto lleno, sin duda, de respeto, de admiración y reconocimiento, pero espanto al fin- por el rigor implacable que su prelado desplegaba en defensa de la Iglesia. El propio Dr. Pérez ¿no se había expresado en más de una ocasión con reticencia acerca de la actividad depuradora de su Pastor?
-Y, sin embargo, si el Mesías había venido y se había hecho hombre y había fundado la Iglesia con el sacrificio de su sangre divina ¿cómo podía consentirse que perdurara y creciera en tal modo la corrupción, como si ese sacrificio hubiera sido inútil?
Por lo pronto, resolvió el obispo separar al Dr. Bartolomé Pérez de su servicio. No era con maestros así como podía dársele a una criatura tierna el temple requerido para una fe militante, asediada y despierta; y, tal cual lo resolvió, lo hizo, sin esperar al otro día. Aun en el de hoy, se sentía molesto, recordando la mirada límpida que en la ocasión le dirigiera el Dr. Pérez. El Dr. Bartolomé Pérez no había pedido explicaciones, no había mostrado ni desconcierto ni enojo: la escena de la destitución había resultado increíblemente fácil; ¡tanto más embarazosa por ello! El preceptor había mirado al señor obispo con sus ojos azules, entre curioso y, quizás, irónico, acatando sin discutir la decisión que así lo apartaba de las tareas cumplidas durante tantos años y lo privaba al parecer de la confianza del Prelado. La misma conformidad asombrosa con que había recibido la notificación, confirmó a éste en la justicia de su decreto, que quién sabe si no le hubiera gustado poder revocar, pues, al no ser capaz de defenderse, hacer invocaciones, discutir, alegar y bregar en defensa propia, probaba desde luego que carecía del ardor indispensable para estimular a nadie en la firmeza. Y luego, las propias lágrimas que derramó la niña al saberlo fueron testimonio de suaves afectos humanos en su alma, pero no de esa sólida formación religiosa que implica mayor desprendimiento del mundo cotidiano y perecedero.
Este episodio había sido para el obispo una advertencia inestimable. Reorganizó el régimen de su casa en modo tal que la hija entrara en la adolescencia, cuyos umbrales ya pisaba, con paso propio; y siguió adelante el proceso contra su concuñado Lucero sin dejarse convencer de ninguna consideración humana. Las sucesivas indagaciones descubrieron a otros complicados, se extendió a ellos el procedimiento, y cada nuevo paso mostraba cuánta y cuán honda era la corrupción cuyo hedor se declaró primero en la persona del Antonio María. El proceso había ido creciendo hasta adquirir proporciones descomunales; ahí se veían ahora, amontonados sobre la mesa, los legajos que lo integraban; el señor obispo tenía ante sí, desglosadas, las piezas principales: las repasaba, recapitulaba los trámites más importantes, y una vez y otra cavilaba sobre las decisiones a que debía abocarse mañana el tribunal. Eran decisiones graves. Por lo pronto, la sentencia contra los procesados; pero esta sentencia, no obstante su tremenda severidad, no era lo más penoso; el delito de los judaizantes había quedado establecido, discriminado y probado desde hacía meses, y en el ánimo de todos, procesados y jueces, estaba descontada esta sentencia extrema que ahora sólo faltaba perfilar y formalizar debidamente. Más penoso resultaba el auto de procesamiento a decretar contra el Dr. Bartolomé Pérez, quien, a resultas de un cierto testimonio, había sido prendido la víspera e internado en la cárcel de la Inquisición. Uno de aquellos desdichados, en efecto, con ocasión de declaraciones postreras, extemporáneas y ya inconducentes, había atribuido al Dr. Pérez opiniones bastante dudosas que, cuando menos, descubrían este hecho alarmante: que el cristiano viejo y sacerdote de Cristo había mantenido contactos, conversaciones, quizás con el grupo de judaizantes, y ello no sólo después de abandonar el servicio del prelado, sino ya desde antes. El prelado mismo, por su parte, no podía dejar de recordar el modo extraño con que, al referirle él, en su día, la intervención de la pequeña Marta a favor de su tío, Lucero, había concurrido casi el Dr. Pérez a apoyar sinuosamente el ruego de la niña. Tal actitud, iluminada por lo que ahora surgía de estas averiguaciones, adquiría un nuevo significado. Y, en vista de eso, no podía el buen obispo, no hubiera podido, sin violentar su conciencia, abstenerse de promover una investigación a fondo, tal como sólo el procesamiento la consentía. Dios era testigo de cuánto le repugnaba decretarlo: la endiablada materia de este asunto parecía tener una especie de adherencia gelatinosa, se pegaba a las manos, se extendía y amenazaba ensuciarlo todo: ya hasta le daba asco. De buena gana lo hubiera pasado por alto. Mas ¿podía, en conciencia, desentenderse de los indicios que tan inequívocamente señalaban al Dr. Bartolomé Pérez? No podía, en conciencia; aunque supiera, como lo sabía, que este golpe iba a herir de rechazo a su propia hija… Desde aquel día de enojosa memoria -y habían pasado tres años, durante los cuales creció la niña a mujer-, nunca más había vuelto Marta a hablar con su padre sino cohibida y medrosa, resentida quizás o, como él creía, abrumada por el respeto. Se había tragado sus lágrimas; no había preguntado, no había pedido -que él supiera- ninguna explicación. Y, por eso mismo tampoco el obispo se había atrevido, aunque procurase estorbarlo, a prohibirle que siguiera teniendo por confesor al Dr. Pérez. Prefirió más bien -para lamentar ahora su debilidad de entonces- seguir una táctica de entorpecimiento, pues que no disponía de razones válidas con que oponerse abiertamente… En fin, el mal estaba hecho. ¿Qué efecto le produciría a la desventurada, inocente y generosa criatura el enterarse, como se enteraría sin falta, y saber que su confesor, su maestro, estaba preso por sospechas relativas a cuestión de doctrina? -lo que, de otro lado, acaso echara sombras, descrédito, sobre la que había sido su educanda, sobre él mismo, el propio obispo, que lo había nombrado preceptor de su hija… Los pecados de los padres… -pensó, enjugándose la frente.
Una oleada de ternura compasiva hacia la niña que había crecido sin madre, sola en la casa silenciosa, aislada de la vulgar chiquillería, y bajo una autoridad demasiado imponente, inundó el pecho del dignatario. Echó a un lado los papeles, puso la pluma en la escribanía, se levantó rechazando el sillón hacia atrás, rodeó la mesa y, con andar callado, salió del despacho, atravesó, una tras otra, dos piezas más, casi a tientas, y, en fin, entreabrió con suave ademán la puerta de la alcoba donde Marta dormía. Allí, en el fondo, acompasada, lenta, se, oía su respiración. Dormida, a la luz de la mariposa de aceite, parecía, no una adolescente, sino mujer muy hecha; su mano, sobre la garganta, subía y bajaba con la respiración. Todo estaba quieto, en silencio; y ella, ahí, en la penumbra, dormía. La contempló el obispo un buen rato; luego, con andares suaves, se retiró de nuevo hacia el despacho y se acomodó ante la mesa de trabajo para cumplir, muy a pesar suyo, lo que su conciencia le mandaba. Trabajó toda la noche. Y cuando, casi al rayar el alba, se quedó, sin poderlo evitar, un poco traspuesto, sus perplejidades, su lucha interna, la violencia que hubo de hacerse, infundió en su sueño sombras turbadoras. Al entrar Marta al despacho, como solía, por la mañana temprano, la cabeza amarillenta, de pelo entrecano, que descansaba pesadamente sobre los tendidos brazos, se irguió con precipitación; espantados tras de las gafas, se abrieron los ojos miopes. Y ya la muchacha, que había querido retroceder, quedó clavada en su sitio.
Pero también el prelado se sentía confuso; quitóse las gafas y frotó los vidrios con su manga, mientras entornaba los párpados. Tenía muy presente, vívido en el recuerdo, lo que acababa de soñar: había soñado -y, precisamente, con Marta- extravagancias que lo desconcertaban y le producían un oscuro malestar. En sueños, se había visto encaramado al alminar de una mezquita, desde donde recitaba una letanía repetida, profusa, entonada y sutilmente burlesca, cuyo sentido a él mismo se le escapaba. (¿En qué relación podría hallarse este sueño -pensaba- con la celebrada historieta de su pariente, el falso muecín? ¿Era él, acaso, también algún falso muecín?) Gritaba y gritaba y seguía gritando las frases de su absurda letanía. Pero, de pronto, desde el pie de la torre, le llegaba la voz de Marta, muy lejana, tenue, mas perfectamente inteligible, que le decía -y eran palabras bien distintas, aunque remotas-: «Tus méritos, padre -le decía-, han salvado a nuestro pueblo. Tú solo, padre mío, has redimido a toda nuestra estirpe» En este punto había abierto los ojos el durmiente, y ahí estaba Marta, enfrente de la mesa, parada, observándolo con su limpia mirada, rnientras que él, sorprendido, rebullia y se incorporaba en el sillón… Terminó de frotarse los vidrios, recobró su dominio, arregló ante sí los legajos desparramados sobre la mesa, y, pasándose todavía una mano por la frente, interpeló a su hija:
-Ven acá, Marta -le dijo con voz neutra-, ven, dime: si te dijeran que el mérito de un cristiano virtuoso puede revertir sobre sus antepasados y salvarlos, ¿qué dirías tú?
La muchacha lo miró atónita. No era raro, por cierto, que su padre le propusiera cuestiones de doctrina: siempre había vigilado el obispo a su hija en este punto con atención suma. Pero ¿qué ocurrencia repentina era ésta, ahora, al despertarse? Lo miró con recelo; meditó un momento; respondió:
-La oración y las buenas obras pueden, creo, ayudar a las ánimas del purgatorio, señor.
-Sí, sí -arguyó el obispo-, sí, pero… ¿a los condenados?
Ella movió la cabeza:
-¿Cómo saber quién está condenado, padre?
El teólogo había prestado sus cinco sentidos a la respuesta. Quedó satisfecho; asintió. Le dio licencia, con un signo de la mano, para retirarse. Ella titubeó y, en fin, salió de la pieza.
Pero el obispo no se quedó tranquilo; a solas ya, no conseguía librarse todavía, mientras repasaba los folios, de un residuo de malestar. Y, al tropezarse de nuevo con la declaración rendida en el tormento por Antonio María Lucero, se le vino de pronto a la memoria otro de los sueños que había tenido poco rato antes, ahí; vencido del cansancio, con la cabeza retrepada tal vez contra el duro respaldo del sillón. A hurtadillas, en él silencio de la noche, había querido -soñó- bajar hasta la mazmorra donde Lucero esperaba justicia, Para convencerlo de su culpa y persuadirlo a que se reconciliara con la Iglesia implorando el perdón. Cautelosamente, pues, se aplicaba a abrir la puerta del sótano, cuando -soñó- le cayeron encima de improviso sayones que, sin decir nada, sin hacer ningún ruido, querían llevarlo en vilo hacia el potro del tormento. Nadie pronunciaba una palabra; pero, sin que nadie se lo hubiera dicho, tenía él la plena evidencia de que lo habían tomado por el procesado Lucero, y que se proponían someterlo a nuevo interrogatorio. ¡qué turbios, qué insensatos son a veces los sueños! El se debatía, luchaba, quería soltarse, pero sus esfuerzos ¡ay! resultaban irrisoriamente vanos, como los de un niño, entre los brazos fornidos de los sayones. Al comienzo había creído que el enojoso error se desharía sin dificultad alguna, con sólo que él hablase; pero cuando quiso hablar notó que no le hacían caso, ni le escuchaban siquiera, y aquel trato tan sin miramientos le quitó de pronto la confianza en sí mismo; se sintió ridículo entonces, reducido a la ridiculez extrema, y -lo que es más extraño- culpable. ¿Culpable de qué? No lo sabía. Pero ya consideraba inevitable sufrir el tormento; y casi estaba resignado. Lo que más insoportable se le hacía era, con todo, que el Antonio María pudiera verlo así, colgado por los pies como una gallina. Pues, de pronto, estaba ya suspendido con la cabeza para abajo, y Antonio María Lucero lo miraba; pero lo miraba como a un desconocido; se hacia el distraído y, entre tanto, nadie prestaba oído a sus protestas. Él, sí; él, el verdadero culpable, perdido y disimulado entre los indistintos oficiales del Santo Tribunal, conocía el engaño; pero fingía, desentendido; miraba con hipócrita indiferencia. Ni amenazas, ni promesas, ni suplicas rompían su indiferencia hipócrita. No había quien acudiera a su remedio. Y sólo Marta, que, inexplicablemente, aparecía también ahí, le enjugaba de vez en cuando, con solapada habilidad, el sudor de la cara…
El señor obispo se pasó un pañuelo por la frente. Hizo sonar una campanilla de cobre que había sobre la mesa, y pidió un vaso de agua. Esperó un poco a que se lo trajeran, lo bebió de un largo trago ansioso y, en seguida, se puso de nuevo a trabajar con ahínco sobre los papeles, iluminados ahora, gracias a Dios, por un rayo de sol fresco, hasta que, poco más tarde, llegó el Secretario del Santo Oficio.
Dictándole estaba aún su señoría el texto definitivo de las previstas resoluciones -y ya se acercaba la hora del mediodía- cuando, para sorpresa de ambos funcionarios, se abrió la puerta de golpe y vieron a Marta precipitarse, arrebatada, en la sala. Entró como un torbellino, pero en medio de la habitación se detuvo y, con la mirada reluciente fija en su padre, sin considerar la presencia del subordinado ni más preámbulos, le gritó casi, perentoria:
-¿Qué le ha pasado al Dr. Pérez? -y aguardó en un silencio tenso.
Los ojos del obispo parpadearon tras de los lentes. Calló un momento; no tuvo la reacción que se hubiera podido esperar, que él mismo hubiera esperado de sí; y el Secretario no creía a sus oídos ni salía de su asombro, al verlo aventurarse después en una titubeante respuesta:
-¿Qué es eso, hija mía? Cálmate. ¿Qué tienes? El doctor Pérez va a ser.. va a rendir una declaración. Todos deseamos que no haya motivo… Pero -se repuso, ensayando un tono de todavía benévola severidad-, ¿qué significa esto, Marta?
-Lo han preso; está preso. ¿Por qué está preso? -insistió ella, excitada, con la voz temblona-. Quiero saber qué pasa.
Entonces, el obispo vaciló un instante ante lo inaudito; y, tras de dirigir una floja sonrisa de inteligencia al Secretario, como pidiéndole que comprendiera, se puso a esbozar una confusa explicación sobre la necesidad de cumplir ciertas formalidades que, sin duda, imponían molestias a veces injustificadas, pero que eran exigibles en atención a la finalidad más alta de mantener una vigilancia estrecha en defensa de la fe y doctrina de Nuestro Señor Jesucristo… Etc. Un largo, farragoso y a ratos inconexo discurso durante el cual era fácil darse cuenta de que las palabras seguían camino distinto al de los pensamientos. Durante él, la mirada relampagueante de Marta se abismó en las baldosas de la sala, se enredó en las molduras del estrado y por fin, volvió a tenderse, vibrante como una espada, cuando la muchacha, en un tono que desmentía la estudiada moderación dubitativa de las palabras, interrumpió al prelado:
-No me atrevo a pensar -le dijo- que si mi padre hubiera estado en el puesto de Caifás, tampoco él hubiera reconocido al Mesías.
-¿Qué quieres decir con eso? -chilló, alarmado, el obispo.
-No juzguéis, para que no seáis juzgados.
-¿Qué quieres decir con eso? -repitió, desconcertado.
-Juzgar, juzgar, juzgar -ahora, la voz de Marta era irritada; y, sin embargo, tristísima, abatida, inaudible casi.
-¿Qué quieres decir con eso? -amenazó, colérico.
-Me pregunto -respondió ella lentamente, con los ojos en el suelo- cómo puede estarse seguro de que la segunda venida no se produzca en forma tan secreta como la primera.
Esta vez fue el Secretario quien pronunció unas palabras:
-¿La segunda venida? -murmuró, como para sí; y se puso a menear la cabeza. El obispo, que había palidecido al escuchar la frase de su hija, dirigió al Secretario una mirada inquieta, angustiada. El Secretario seguía meneando la cabeza.
-Calla -ordenó el prelado desde su sitial.
Y ella, crecida, violenta:
-¿Cómo saber –gritó- si entre los que a diario encarceláis, y torturáis, y condenáis, no se encuentra el Hijo de Dios?
-¡El Hijo de Dios! -volvió a admirarse el Secretario. Parecía escandalizado; contemplaba, lleno de expectativa, al obispo.
Y el obispo, aterrado: -¿Sabes, hija mía, lo que estás diciendo?
-Sí, lo sé. Lo sé muy bien. Puedes, si quieres, mandarme presa.
-Estás loca; vete.
-¿A mí, porque soy tu hija, no me procesas? Al Mesías en persona lo harías quemar vivo.
El señor obispo inclinó la frente, perlada de sudor; sus labios temblaron en una imploración: «¡Asísteme, Padre Abraham!», e hizo un signo al Secretario. El Secretario comprendió; no esperaba otra cosa. Extendió un pliego limpio, mojó la pluma en el tintero y, durante un buen rato, sólo se oyó el rasguear sobre el áspero papel, mientras que el prelado, pálido como un muerto, se miraba las uñas.

Francisco Ayala, El Inquisidor.

Francisco Ayala