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Clarice Lispector, El muerto en el mar de Urca

El muerto en el mar de Urca.

Yo estaba en el apartamento de doña Lourdes, costurera, probándome el vestido pintado por Olly, y doña Lourdes dijo: murió un hombre en el mar, mire a los bomberos. Miré y solo vi el mar que debía estar muy salado, mar azul, casas blancas. ¿Y el muerto?
El muerto en salmuera. ¡No quiero morir!, grité, muda dentro de mi vestido. El vestido es amarillo y azul. ¿Y yo? Muerta de calor, no muerta en el mar azul.
Voy a decir un secreto: mi vestido es lindo y no quiero morir. El viernes el vestido estará en casa, el sábado me lo pondré. Sin muerte, solo mar azul. ¿Existen las nubes amarillas? Existen doradas. Yo no tengo historia. ¿El muerto la tiene? Tiene: fue a tomar un baño de mar a Urca, el bobo, y murió; ¿quién lo mandó? Yo tomo baños de mar con cuidado, no soy tonta, y solo voy a Urca para probarme el vestido. Y tres blusas. Ella es minuciosa en la prueba. ¿Y el muerto? ¿Minuciosamente muerto?
Voy a contar una historia: era una vez un joven a quien le gustaban los baños de mar. Por eso, fue una mañana de jueves a Urca. En Urca, en las piedras de Urca, está lleno de ratones, por eso yo no voy. Pero el joven no les prestaba atención a los ratones. Ni los ratones le prestaban atención a él. Y había una mujer probándose un vestido y que llegó demasiado tarde: el joven ya estaba muerto. Salado. ¿Había pirañas en el mar? Hice como que no entendía. No entiendo la muerte. ¿Un joven muerto?
Muerto por bobo que era. Solo se debe ir a Urca para probarse un vestido alegre. La mujer, que soy yo, solo quiere alegría. Pero yo me inclino frente a la muerte. Que vendrá, vendrá, vendrá. ¿Cuándo? Ahí está, puede venir en cualquier momento. Pero yo, que estaba probándome un vestido al calor de la mañana, pedí una prueba a Dios. Y sentí una cosa intensísima, un perfume intenso a rosas. Entonces, tuve la prueba. Dos pruebas: de Dios y del vestido.
Solo se debe morir de muerte natural, nunca por accidente, nunca por ahogo en el mar. Yo pido protección para los míos, que son muchos. Y la protección, estoy segura, vendrá.
Pero, ¿y el joven? ¿Y su historia? Es posible que fuera estudiante. Nunca lo sabré. Me quedé solamente mirando el mar y el caserío. Doña Lourdes, imperturbable, preguntándome si ajustaba más la cintura. Yo le dije que sí, que la cintura tiene que verse apretada. Pero estaba atónita. Atónita en mi vestido nuevo.

Clarice Lispector, El muerto en el mar de Urca.

Clarice Lispector


Clarice Lispector, La mujer más pequeña del mundo

La mujer más pequeña del mundo.

En las profundidades del África Ecuatorial, el explorador francés Marcel Petre, cazador y hombre de mundo, se encontró con una tribu de pigmeos de una pequeñez sorprendente. Más sorprendido, pues, quedó al ser informado de que un pueblo de tamaño aún menor existía más allá de florestas y distancias. Entonces, él se adentró aún más.
En el Congo Central descubrió, realmente, a los pigmeos más pequeños del mundo. Y —como una caja dentro de otra caja, dentro de otra caja— entre los pigmeos más pequeños del mundo estaba el más pequeño de ellos, obedeciendo, tal vez, a una necesidad que a veces tiene la naturaleza de excederse a sí misma.
Entre mosquitos y árboles tibios de humedad, entre las hojas ricas de un verde más perezoso, Marcel Petre se topó con una mujer de cuarenta y cinco centímetros, madura, negra, callada. «Oscura como un mono», informaría él a la prensa, y que vivía en la copa de un árbol con su pequeño concubino. Entre los tibios humores silvestres, que temprano redondean los frutos y les dan una casi intolerable dulzura al paladar, ella estaba embarazada.
Allí en pie estaba, pues, la mujer más pequeña del mundo. Por un instante, en el zumbido del calor, fue como si el francés hubiese, inesperadamente, llegado a la conclusión última. Con certeza, solo por no ser loco, es que su alma no desvarió ni perdió los límites. Sintiendo la necesidad inmediata de orden y de dar nombre a lo que existe, la apellidó Pequeña Flor. Y para conseguir clasificarla entre las realidades reconocibles, pasó enseguida a recoger datos relacionados con ella.
Su raza está, poco a poco, siendo exterminada. Pocos ejemplares humanos restan de esa especie que, si no fuera por el disimulado peligro de África, sería un pueblo muy numeroso. A más de la enfermedad, el infectado hálito de aguas, la comida deficiente y las fieras que rondan, el gran riesgo para los escasos likoualas está en los salvajes bantúes, amenaza que los rodea en silencioso aire como en madrugada de batalla. Los bantúes los cazan con redes, como lo hacen con los monos. Y los comen. Así, tal como se oye: los cazan con redes y los comen. La pequeña raza de gente, siempre retrocediendo y retrocediendo, terminó acuartelándose en el corazón del África, donde el afortunado explorador la descubriría. Por defensa estratégica, habitan en los árboles más altos. De allí descienden las mujeres para cocinar maíz, moler mandioca y cosechar verduras; los hombres, para cazar. Cuando un hijo nace, se le da libertad casi inmediatamente. Es verdad que, muchas veces, la criatura no aprovechará por mucho tiempo de esa libertad entre fieras. Pero también es verdad que, por lo menos, no lamentará que, para tan corta vida, largo haya sido el trabajo. Incluso el lenguaje que la criatura aprende es breve y simple, apenas esencial. Los likoualas usan pocos nombres, llaman a las cosas por gestos y sonidos animales. Como avance espiritual, tienen un tambor. Mientras bailan al son del tambor, mantienen una pequeña hacha de guardia contra los bantúes, que aparecerán no se sabe de dónde.
Fue así, pues, que el explorador descubrió, toda en pie y a sus pies, la cosa humana más pequeña que existe. Su corazón latió, porque esmeralda ninguna es tan rara. Ni las enseñanzas de los sabios de la India son tan raras. Ni el hombre más rico del mundo puso ya sus ojos sobre tan extraña gracia. Allí estaba una mujer que la golosina del más fino sueño jamás pudiera imaginar. Fue entonces que el explorador, tímidamente, y con una delicadeza de sentimientos de la que su esposa jamás lo juzgaría capaz, dijo:
—Tú eres Pequeña Flor.
En ese instante, Pequeña Flor se rascó donde una persona no se rasca. El explorador —como si estuviese recibiendo el más alto premio de castidad al que un hombre, siempre tan idealista, osara aspirar—, tan vivido, desvió los ojos.
La fotografía de Pequeña Flor fue publicada en el suplemento a colores de los diarios del domingo, donde cupo en tamaño natural. Envuelta en un paño, con la barriga en estado adelantada, la nariz chata, la cara negra, los ojos hondos, los pies planos. Parecía un perro.
En ese domingo, en un departamento, una mujer, al mirar en el diario abierto el retrato de Pequeña Flor, no quiso mirarlo una segunda vez «porque me da aflicción».
En otro departamento, una señora sintió tan perversa ternura por la pequeñez de la mujer africana que —siendo mucho mejor prevenir que remediar— jamás se debería dejar a Pequeña Flor a solas con la ternura de aquella señora. ¡Quién sabe a qué oscuridad de amor puede llegar el cariño! La señora pasó el día perturbada, se diría que poseída por la nostalgia. A propósito, era primavera, una bondad peligrosa rondaba en el aire.
En otra casa, una niña de cinco años, viendo el retrato y escuchando los comentarios, quedó espantada. En aquella casa de adultos, esa niña había sido hasta ahora el más pequeño de los seres humanos. Y si eso era fuente de las mejores caricias, era también fuente de este primer miedo al amor tirano. La existencia de Pequeña Flor llevó a la niña a sentir —con una vaguedad que solo años y años después, por motivos bien distintos, habría de concretarse en pensamiento—, en una primera sabiduría, que «la desgracia no tiene límites».
En otra casa, en la consagración de la primavera, una joven novia tuvo un éxtasis de piedad:
—¡Mamá, mira el retratito de ella, pobrecita!, ¡mira como ella es tristecita!
—Pero —dijo la madre, dura, derrotada y orgullosa—, pero es tristeza de bicho, no es tristeza humana.
—¡Oh, mamá! —dijo la joven desanimada.
En otra casa, un niño muy despierto tuvo una idea inteligente:
—Mamá, ¿y si yo colocara esa mujercita africana en la cama de Pablito mientras él está durmiendo? Cuando despierte, qué susto, ¿eh? ¡Qué griterío, viéndola sentada en su cama! Y nosotros, entonces, podríamos jugar tanto con ella, haríamos de ella nuestro juguete, ¿sí?
La madre de este niño estaba en ese instante enrollando sus cabellos frente al espejo del baño y recordó lo que una cocinera le contara de su tiempo de orfanato. Al no tener una muñeca con qué jugar, y ya la maternidad pulsando terrible en el corazón de las huérfanas, las niñas más despiertas habían escondido de la monja la muerte de una de las chicas. Guardaron el cadáver en un armario hasta que salió la monja, y jugaron con la niña muerta, le dieron baños y comiditas, le impusieron un castigo solamente para después poder besarla, consolándola. De eso se acordó la madre en el baño y dejó caer las manos, llenas de horquillas. Y consideró la cruel necesidad de amar. Consideró la malignidad de nuestro deseo de ser felices. Consideró la ferocidad con que queremos jugar. Y el número de veces en que habremos de matar por amor. Entonces, miró al hijo sagaz como si mirase a un peligroso desconocido. Y sintió horror de su propia alma que, más que su cuerpo, había engendrado a aquel ser apto para la vida y para la felicidad. Así fue que miró ella, con mucha atención y un orgullo incómodo, a aquel niño que ya estaba sin los dos dientes de adelante: la evolución, la evolución haciéndose diente que cae para que nazca otro, el que muerda mejor. «Voy a comprar una ropa nueva para él», resolvió, mirándolo, absorta. Obstinadamente adornaba al hijo desdentado con ropas finas, obstinadamente lo quería bien limpio, como si la limpieza diera énfasis a una superficialidad tranquilizadora, obstinadamente perfeccionando el lado cortés de la belleza. Obstinadamente apartándose y apartándolo de algo que debía ser «oscuro como un mono». Entonces, mirando al espejo del baño, la madre sonrió intencionadamente fina y pulida, colocando entre aquel su rostro de líneas abstractas y la cruda cara de Pequeña Flor, la distancia insuperable de milenios. Pero, con años de práctica, sabía que este sería un domingo en el que tendría que disfrazar de sí misma la ansiedad, el sueño y los milenios perdidos.
En otra casa, junto a una pared, se dieron al trabajo alborotado de calcular, con cinta métrica, los cuarenta y cinco centímetros de Pequeña Flor. Y fue allí mismo donde, deleitados, se espantaron: ella era aún más pequeña de lo que el más agudo en imaginación la inventaría. En el corazón de cada uno de los miembros de la familia nació, nostálgico, el deseo de tener para sí aquella cosa menuda e indomable, aquella cosa salvada de ser comida, aquella fuente permanente de caridad. El alma ávida de la familia quería consagrarse. Y, entonces, ¿quién ya no deseó poseer un ser humano solo para sí? Lo que es verdad no siempre sería cómodo, hay horas en que no se quiere tener sentimientos:
—Apuesto a que si ella viviera aquí, terminaba en pelea —dijo el padre sentado en la poltrona, virando definitivamente la página del diario—. En esta casa todo termina en pelea.
—Tú, José, siempre pesimista —dijo la madre.
—¿Ya has pensado, mamá, de qué tamaño será el bebé de ella? —dijo ardiente la hija mayor, de trece años.
El padre se movió detrás del diario.
—Debe ser el bebé negro más pequeño del mundo —contestó la madre, derritiéndose de gusto—. ¡Imaginadla a ella sirviendo a la mesa aquí en casa! ¡Y con la barriguita grande!
—¡Basta de esas conversaciones! —dijo confusamente el padre.
—Tú has de concordar —dijo la madre inesperadamente ofendida— que se trata de una cosa rara. Tú eres el insensible.
¿Y la propia cosa rara?
Mientras tanto, en África, la propia cosa rara tenía en el corazón —quién sabe si también negro, pues en una naturaleza que se equivocó una vez ya no se puede confiar más—, algo más raro todavía, algo como el secreto del propio secreto: un hijo mínimo. Metódicamente, el explorador examinó, con la mirada, la barriguita madura del más pequeño ser humano. Fue en ese instante que el explorador, por primera vez desde que la conoció, en lugar de sentir curiosidad o exaltación o victoria o espíritu científico, sintió malestar.
Es que la mujer más pequeña del mundo estaba riendo.
Estaba riéndose, cálida, cálida. Pequeña Flor estaba gozando de la vida. La propia cosa rara estaba teniendo la inefable sensación de no haber sido comida todavía. No haber sido comida era algo que, en otras horas, le daba a ella el ágil impulso de saltar de rama en rama.
Pero, en este momento de tranquilidad, entre las espesas hojas del Congo Central, ella no estaba aplicando ese impulso a una acción —y el impulso se había concentrado todo en la propia pequeñez de la propia cosa rara—. Y entonces ella se reía. Era una risa de quien no habla pero ríe. El explorador incómodo no consiguió clasificar esa risa, y ella continuó disfrutando de su propia risa apacible, ella que no estaba siendo devorada. No ser devorado es el sentimiento más perfecto. No ser devorado es el objetivo secreto de toda una vida. En tanto ella no estaba siendo comida, su risa bestial era tan delicada como es delicada la alegría. El explorador estaba perturbado.
En segundo lugar, si la propia cosa rara estaba riendo era porque, dentro de su pequeñez, una gran oscuridad se había puesto en movimiento.
Es que la propia cosa rara sentía el pecho tibio de aquello que se puede llamar Amor. Ella amaba a aquel explorador amarillo. Si supiera hablar y le dijese que lo amaba, él se inflaría de vanidad. Vanidad que disminuiría cuando ella añadiera que también amaba mucho el anillo del explorador y que amaba mucho la bota del explorador. Y cuando este se sintiera desinflado, Pequeña Flor no entendería por qué. Pues, ni de lejos, su amor por el explorador —puédese incluso decir su «profundo amor», porque, no teniendo otros recursos, ella estaba reducida a la profundidad—, habría de quedarse desvalorizado por el hecho de que ella también amaba su bota. Hay un viejo equívoco sobre la palabra amor y, si muchos hijos nacen de ese equívoco, muchos otros perdieron la única posibilidad de nacer solamente por causa de una susceptibilidad que exige que sea de mí, ¡de mí!, que el otro guste. Pero en la humedad de la floresta no existen esos refinamientos crueles y amor es no ser comido, amor es hallar bonita una bota, amor es gustar del color raro de un hombre que no es negro, amor es reír del amor a un anillo que brilla. Pequeña Flor guiñaba sus ojos de amor y rió, cálida, pequeña, grávida, cálida.
El explorador intentó sonreírle en retribución, sin saber exactamente a qué abismo su sonrisa contestaba, y entonces se perturbó como solamente un hombre de tamaño grande se perturba. Disfrazó, acomodando mejor su sombrero de explorador, y enrojeció púdico. Se tornó de un color lindo, el suyo, de un rosa-verdoso, como el de un limón de madrugada. Él debía de ser agrio.
Fue, probablemente, al acomodar el casco simbólico cuando el explorador se llamó al orden, recuperó con severidad la disciplina de trabajo y recomenzó a hacer anotaciones. Había aprendido a entender algunas de las pocas palabras articuladas de la tribu y a interpretar sus señales. Ya lograba hacer preguntas.
Pequeña Flor le respondió que «sí». Que era muy bueno tener un árbol para vivir, suyo, suyo mismo. Pues —y eso ella no lo dijo, pero sus ojos se tornaron tan oscuros que ellos lo dijeron—, es bueno poseer, es bueno poseer, es bueno poseer. El explorador pestañeó varias veces.
Marcel Petre tuvo varios momentos difíciles consigo mismo. Pero, al menos, pudo ocuparse de tomar notas. Quien no tomó notas, tuvo que arreglarse como pudo:
—Pues mire —declaró de repente una vieja cerrando con decisión el diario—, yo solo le digo una cosa: Dios sabe lo que hace.

Clarice Lispector, La mujer más pequeña del mundo (Todos los cuentos). Traducido por Elena Losada. 

Clarice Lispector.

Clarice Lispector, El huevo y la gallina

El huevo y la gallina
De mañana en la cocina veo sobre la mesa un huevo.
Miro el huevo con una sola mirada. Inmediatamente percibo que no se puede estar viendo un huevo. Ver un huevo nunca se mantiene en el presente: mal veo un huevo y ya me parece haberlo visto hace tres milenios. En el propio instante de verse un huevo él ya es el recuerdo de un huevo. Sólo ve el huevo quien ya lo haya visto. Al ver el huevo ya es demasiado tarde: huevo visto, huevo perdido. Ver el huevo es la promesa de un día llegar a ver el huevo. Mirar breve e indivisible; si es que hay pensamiento; no hay, lo que hay es un huevo. Mirar es el instrumento necesario que, después de usado, arrojaré fuera. Me quedaré con el huevo. El huevo no tiene un si-mismo. Individualmente él no existe.
Ver el huevo es imposible: el huevo es supervisible, así como hay sonidos supersónicos. Nadie es capaz de ver el huevo. ¿El perro ve el huevo? Solamente las máquinas ven el huevo. Cuando yo era antigua un huevo se posó en mi hombro. El amor por el huevo tampoco se siente. El amor por el huevo es supersensible. La gente no sabe que ama al huevo. Cuando yo era antigua fui depositaria del huevo. Cuando morí, me quitaron de adentro el huevo, con cuidado. Todavía estaba vivo. Sólo quien viera el mundo vería el huevo. Como el mundo, el huevo es obvio.
El huevo no existe más. Como la luz de la estrella ya muerta, el huevo propiamente dicho no existe más. Tú eres perfecto, huevo. Tú eres blanco. A ti te dedico el comienzo. A ti te dedico la primera vez.
Al huevo le dedico la nación china.
El huevo es una cosa suspendida. Nunca se posó. Cuando se posa, no es él quien se posó. Fue una cosa que quedó debajo del huevo. Miro el huevo, en la cocina, con una atención superficial para no quebrarlo. Tomo el mayor cuidado para no entenderlo. Siendo imposible entenderlo, sé que si yo lo entiendo es porque estoy equivocándome. Entender es la prueba del error. Entenderlo no es el modo de verlo. Jamás pensar en el huevo es un modo de haberlo visto. ¿Sabré algo del huevo? Es casi seguro que sí. Así: existo, luego sé. Lo que yo no sé del huevo es lo que realmente importa. Lo que yo no sé del huevo me lo da el huevo propiamente dicho. La luna está habitada por huevos. El huevo es una exteriorización. Tener una cáscara es darse. El huevo desnuda la cocina. Hace de la mesa un plano inclinado. El huevo expone. Quien se interna en el huevo, quien ve más que la superficie del huevo, está queriendo otra cosa: está con hambre. El huevo es el alma de la gallina.
La gallina torpe. El huevo seguro. La gallina asustada. El huevo seguro. Como un proyectil parado. Pues huevo es huevo en el espacio. Huevo sobre azul. Yo te amo, huevo. Yo te amo como una cosa que ni siquiera sabe que ama a otra cosa.
No lo toco. Pero dedicarme a la visión del huevo sería morir para la vida mundana, y yo necesito de la yema y de la clara. No lo toco. Pero dedicarme a la visión del huevo sería morir para la vida mundana, y yo necesito de la yema y de la clara. El huevo me ve. ¿El huevo me idealiza? ¿El huevo me medita? No, el huevo apenas me ve. Está libre de la comprensión que hiere. El huevo nunca luchó. El es un don. El huevo es invisible al ojo desnudo. De huevo a huevo se llega a Dios, que es invisible al ojo desnudo. El huevo habrá sido quizá un triángulo que de tanto rodar en el espacio se fue ovalando. El huevo es básicamente un jarro. ¿Habrá sido el primer jarro moldeado por los etruscos? No. El huevo es originario de Macedonia. Allí fue calculado, fruto de la más penosa espontaneidad. En las arenas de Macedonia un hombre con una vara en la mano lo diseño. Y después lo borró con el pie desnudo. El huevo es una cosa con la que es necesario tener cuidado. Por eso la gallina es el disfraz del huevo.
La gallina existe para que el huevo atraviese los tiempos. Una madre es para eso. El huevo vive siempre huyendo por estar siempre adelantado a su época. Por lo tanto, por el momento el huevo será siempre revolucionario. El vive adentro de la gallina para que no lo nombren blanco. El huevo es realmente blanco. No porque eso le haga mal a él, pero sí a las personas que lo llaman blanco, porque mueren para la vida. Llamar blanco a aquello que es blanco puede destruir a la humanidad. Una vez un hombre fue acusado de lo que él era, y fue llamado Aquel Hombre. No habían mentido: era El. Pero hasta hoy aún no nos recuperamos, unos después de otros. La ley general para continuar vivos: se puede decir “un lindo rostro”, pero quien diga “el rostro”, muere; por haber agotado el tema.
Con el tiempo el huevo se tornó un huevo de gallina. No lo es. Pero, adoptado, le usa el sobrenombre. Debe decir “el huevo de la gallina”. Si se dijera apenas “el huevo” el tema se agota y el mundo queda desnudo. Con relación al huevo, el peligro está en que se descubra lo que se podría llamar belleza, esto es, su veracidad. La veracidad del huevo no es verosímil. Si la descubren pueden querer obligarlo a tornarse rectangular. (Nuestra garantía es que él no puede:
no puede, esa es la gran fuerza del huevo: su grandiosidad viene de la grandeza de no poder, que se irradia como un no querer.) pero quien luchase por tornarlo rectangular estaría perdiendo la propia vida. El huevo nos pone, por lo tanto, en peligro. Nuestra ventaja es que el huevo es invisible. Y en cuanto a los iniciados, los iniciados disfrazan el huevo.
En cuanto al cuerpo de la gallina, el cuerpo de la gallina es la mayor prueba de que el huevo no existe. Basta mirar a la gallina para que se torne obvio que es imposible que el huevo exista. ¿Y la gallina? El huevo es el gran sacrificio de la gallina. El huevo es la cruz que la gallina carga en la vida.
El huevo es el sueño inalcanzable de la gallina. La gallina ama al huevo. Ella no sabe si el huevo existe. ¿Si supiera que tiene en sí misma un huevo, ella se salvaría? Si supiera que tiene en sí misma el huevo, perdería el estado de gallina. Ser una gallina es la supervivencia de la gallina. Sobrevivir es la salvación. Pues parece que vivir no existe. Vivir lleva la muerte. Entonces lo que la gallina hace es estar permanentemente sobreviviendo. Sobrevivir se llama a mantener lucha contra la vida que es mortal. Ser una gallina es eso. La gallina tiene un aire confundido. Es necesario que la gallina no sepa que tiene un huevo. Si no ella se salvaría como gallina, lo que tampoco es garantía, pero perdería el huevo. Entonces ella no sabe. Para que el huevo use a la gallina es necesario que la gallina exista. Ella estaba sólo para cumplir, pero le gustó.
El desaparecer de la gallina viene de eso; gustar no formaba parte del nacer. Gustar de estar vivo duele. En cuanto a quién vino antes, fue el huevo el que encontró a la gallina. La gallina ni siquiera fue llamada. La gallina es directamente una elegida. La gallina vive como en sueño. No tiene sentido de la realidad. Todo el gusto de la gallina surge de que siempre están interrumpiendo sus movimientos. La gallina es un gran sueño. La gallina sufre de un mal desconocido. El mal desconocido de la gallina es el huevo. Ella no sabe explicarse: “sé que el error está en mí misma”, ella llama error a su vida, “no sé más lo que siento”, etc. “Etc., etc., etc.”, es lo que cacarea el día entero la gallina. La gallina tiene mucha vida interior. Para decir la verdad, la gallina solamente tiene vida interior. Nuestra visión de su vida interior es lo que nosotros llamamos “gallina”. La vida interior de la gallina consiste en actuar como si entendiese. Cualquier amenaza hace que ella grite escandalosamente, hecha una loca. Todo eso para que el huevo no se quiebre dentro de ella. El huevo que se quiebra adentro de una gallina es como sangre.
La gallina mira el horizonte. Como si de la línea del horizonte viniera llegando un huevo. Fuera de ser un medio de transporte para el huevo, la gallina es tonta, desocupada y miope.
¿Cómo podría entenderse la gallina si ella es la contradicción del huevo?. El huevo es aún el mismo que se originó en Macedonia. La gallina es siempre la tragedia más moderna. Está siempre inútilmente a la par. Y continúa siendo redibujada. Todavía no se encontró la forma más adecuada para una gallina. Mientras mi vecino atiende el teléfono él redibuja la gallina con lápiz distraído. Pera para la gallina no hay sentido: está en su condición no servirse a sí misma. Siendo, sin embargo, su destino más importante que ella, y siendo su destino el huevo, su vida personal no nos interesa.
Dentro de sí la gallina no reconoce al huevo pero fuera de sí tampoco lo reconoce. Cuando la gallina ve al huevo piensa que está liando con una cosa imposible. Y con el corazón golpeando, con el corazón golpeando tanto, ella no lo reconoce.
De repente miro al huevo en la cocina y sólo veo en él la comida. No lo reconozco, y mi corazón late. La metamorfosis se está produciendo en mí: comienzo a no poder mirar más al huevo. Fuera de cada huevo particular, fuera de cada huevo que se come, el huevo no existe. Ya no consigo creer más en un huevo. Estoy cada vez más sin fuerza para creer, estoy muriendo, adiós, miré demasiado a un huevo y él me fue adormeciendo. La gallina no quería sacrificar su vida. La que optó por querer ser “feliz”. La que no se daba cuenta que si se pasaba la vida dibujando al huevo adentro de ella como en una iluminación, estaría sirviendo para algo. La que no sabía perderse a sí misma. La que pensó que tenía plumas de gallina para cubrirse porque tenía una piel preciosa, sin entender que las plumas eran exclusivamente para suavizar la travesía al cargar el huevo, porque el sufrimiento intenso podría perjudicarlo. La que pensó que el placer le era un don, sin percibir que era para que ella se distrajera totalmente mientras nacía el huevo. La que no sabía que “yo” es apenas una de las palabras que se dibujan cuando se atiende el teléfono, simple intento de buscar una forma más adecuada. La que pensó que “yo” significaba tener un sí-mismo. Las gallinas perjudiciales al huevo son aquellas que son un “yo” sin tregua. En ellas el “yo” es tan constante que ellas ya no pueden más pronunciar la palabra “huevo”.
Pero ¡quién sabe! Era de eso mismo que necesitaba al huevo. Pues si ellas no estuvieran tan distraídas, si prestasen atención a la gran vida que se hace adentro de ellas, complicarían al huevo.
Comencé a hablar de la gallina y ya hace mucho que no estoy hablando de la gallina. Pero todavía estoy hablando del huevo. Es que no entiendo al huevo. Sólo entiendo al huevo roto: cuando lo quiebro en la sartén. Y es de este modo indirecto como me ofrezco a la existencia del huevo: mi sacrificio es reducirme a mi vida personal. Hice de mi placer y de mi dolor mi destino disfrazado.
Y tener apenas la propia vida es, para quien ya vio al huevo, un sacrificio. Como aquellos que, en el convento, barren el suelo y lavan la ropa sirviendo sin la gloria de la función mayor, mi trabajo es el de vivir mis placeres y mis dolores. Es necesario que yo tenga la modestia de vivir. Tomo otro huevo en la cocina, le quiebro la cáscara y la forma. Y a partir de este instante exacto nunca existió un huevo. Es absolutamente indispensable que yo sea una ocupada y una distraída. Soy indispensablemente uno de los que reniegan. Hago parte de la masonería de los que vieron una vez el huevo y reniegan de él como forma de protegerlo. Somos los que se abstienen de destruir, y en eso se consumen.
Nosotros, agentes disfrazados y distribuidos por las funciones menos reveladoras, a veces nos reconocemos. Por un cierto modo de mirar, una cierta manera de dar la mano, nosotros nos reconocemos, y a eso llamamos amor. Y entonces no es necesario el disfraz aunque no se hable, tampoco se miente aunque no se diga la verdad, tampoco ya es necesario disimular. El amor existe cuando es concedido participar un poco más. Pocos quieren el amor, porque el amor es la gran desilusión de todo lo demás. Y pocos soportan perder todas las otras ilusiones. Están los que se hacen voluntarios por amor, pensando que el amor enriquecerá la vida personal. Y es lo contrario: el amor es finalmente la pobreza. Amor es no tener. Inclusive, amor es la desilusión de lo que se pensaba que era amor. Y no es premio, por eso no envanece, el amor no es premio, es una condición concedida exclusivamente para aquellos que, sin él, corromperían al huevo con el dolor personal. Eso no hace del amor una excepción honrosa; él es exactamente concedido a los malos agentes, a aquellos que complicarían todo si no les fuera permitido adivinar vagamente. A todos los agentes les son dadas muchas ventajas para que el huevo se haga. No es el caso de tener envidia ya que, inclusive algunas de las condiciones peores que las de los otros, son apenas las condiciones ideales para el huevo. En cuanto al placer de los agentes, ellos también lo reciben sin orgullo. Viven austeramente todos los placeres: inclusive es nuestro sacrificio para que el huevo se haga. Ya nos fue impuesta, inclusive, una naturaleza totalmente adecuada al mucho placer. La que lo facilita. Por lo menos torna menos penoso el placer.
Hay casos de agentes que se suicidan; les parecen insuficientes las poquísimas instrucciones recibidas, y se sienten sin apoyo. Hubo el caso del agente que se reveló públicamente como tal porque le fue intolerable no ser comprendido, y él ya no soportaba carecer del respeto ajeno: murió atropellado cuando salía de un restaurante. Hubo otro que ni necesitó ser eliminado: él mismo se consumió lentamente en su rebelión, rebelión que vino cuando descubrió que las dos o tres instrucciones recibidas no incluían ninguna explicación. Hubo otro, también eliminado, porque creía que “la verdad debe ser dicha valientemente”, y en primer lugar comenzó a buscarla; de él se dijo que murió en nombre de la verdad, pero el hecho es que él apenas si estaba dificultando la verdad con su inocencia; su aparente coraje era apenas tontería, y su deseo de lealtad era ingenuo porque no había comprendido que ser leal no es ser limpio, ser leal es ser desleal para con todo el resto.
Esos casos extremos de muerte no lo son por crueldad. El porque hay un trabajo, digamos, cósmico que debe ser realizado, y los casos individuales infelizmente no pueden ser tomados en consideración. Para los que sucumben y se tornan individuales existen las instituciones, la caridad, la comprensión que no discrimina motivos, nuestra vida humana, en fin. Los huevos estaban en la sartén, y sumergida en el sueño preparo el desayuno. Sin ningún sentido de la realidad, grito a los chicos que brotan de varias camas, arrastran sillas y comen, y el trabajo del día amanecido comienza gritado, reído y comido clara y yema, alegría entre peleas, día que es nuestra sal y nosotros somos la sal del día, vivir es extremadamente tolerable, vivir ocupa y distrae, vivir hace reir.
Y me hace sonreir en mi misterio. Mi misterio es que yo soy apenas un medio, y no un fin, me han dado la más maliciosa de las libertades: no soy tonta y aprovecho. Inclusive hago un mal a los otros. El falso empleo que me dieron es para disfrazar mi verdadera función, y yo aprovecho el falso empleo y de él hago el mío verdadero: inclusive, el dinero que me dan como “diaria” para facilitar mi vida de modo que el huevo se haga, porque ese dinero ha sido usado por mí para otros fines, y últimamente compré acciones de la Brama y ahora soy rica. A todo eso aún llamo tener la necesaria modestia de vivir. Y también el tiempo que me dieron, y que nos dan apenas para que en el ocio honrado el huevo se haga, pues he usado ese tiempo para placeres ilícitos y dolores ilícitos, enteramente olvidada del huevo.
Esta es mi simplicidad. ¿O es eso mismo lo que ellos quieren que me suceda, exactamente para que el huevo se cumpla? ¿Es libertad, o estoy siendo mandada? Porque vengo notando que todo lo que es error mío viene siendo aprovechado. Mi rebelión nace porque para ellos yo no soy nada, soy apenas preciosa: ellos cuidan de mí segundo por segundo, con la más absoluta falta de amor; soy apenas preciosa. Con el dinero que me dan últimamente ando bebiendo. ¿Abuso de confianza? Pero es que nadie sabe cómo se siente por dentro aquel cuyo empleo cosiste en fingir fue está traicionando, y que termine creyendo en la propia traición. Cuyo empleo consiste diariamente en olvidar. Aquel de quien es exigida la aparente deshonra. Ni siquiera mi espejo refleja ya un rostro que sea mío. Yo soy un agente, o bien soy la misma traición.
Pero duermo el sueño de los justos por saber que mi vida fútil no complica la marcha del gran tiempo. Por el contrario: parece que se exige de mí que sea extremadamente fútil, es exigido de mí, inclusive que yo duerma como un justo. Ellos me quieren ocupada y distraída y no les importa cómo. Pues, con mi atención equivocada y mi grave tontería, yo podría complicar lo que se está haciendo a través de mí. Es que yo misma ¡yo misma! Sólo he servido para complicar. Lo que me revela que quizá yo sea un agente es la idea de que mi destino me sobrepasa: por lo menos eso ellos tuvieron que dejarme adivinar, yo era de aquellos que harían mal el trabajo si por lo menos no adivinaran un poco; me hicieron olvidar lo que me dejaron adivinar, pero vagamente me quedó la noción de que mi destino me sobrepasa, y de que soy un instrumento del trabajo de ellos. Pero de cualquier modo yo podría ser sólo un instrumento, pues el trabajo no podría ser mío. Ya traté de establecerme por mi propia cuenta y no salió bien; hasta hoy me quedó esta mano trémula. Si yo hubiera insistido un poco más habría perdido para siempre la salud. Desde entonces, desde esa malograda experiencia, procuro razonar de esta manera: que ya me fue dado mucho, que ellos ya me concedieron todo lo que puede ser concedido; y que otros agentes, muy superiores a mí, también trabajaron para lo que no sabían. Y con las mismas poquísimas instrucciones. Ya me fue dado mucho; esto, por ejemplo: una vez u otra, con el corazón latiendo por el privilegio ¡yo por lo menos sé que no estoy reconociendo!, con el corazón
latiendo de emoción ¡yo por lo menos no comprendo! Con el corazón latiendo de confianza, yo por lo menos no lo sé.
Pero ¿y el huevo? Este es uno del os subterfugios de ellos: mientras yo hablaba del huevo, había olvidado al huevo. “¡Hablad, hablad!” me instruyeron ellos. Y el huevo queda enteramente protegido por tantas palabras. Hablad mucho, es una de las instrucciones, estoy tan cansada.
Por devoción al huevo lo olvidé. Mi necesario olvido. Mi interesado olvido. Pues el huevo es esquivo. Frente a mi adoración posesiva él podría retraerse y no volver nunca más. Pero si él fuera olvidado. Si yo hiciera el sacrificio de vivir solamente mi vida y de olvidarlo. Si el huevo fuera imposible. Entonces –libre, delicado, sin mensaje alguno para mí- quizá una vez aún él se trasladaría del espacio hasta esta ventana que desde siempre dejé abierta. Y de madrugada baje a nuestro edificio. Sereno, hasta la cocina. Iluminándola de palidez.

Clarice Lispector, El huevo y la gallina.

Clarice Lispector

Clarice Lispector, Restos del Carnaval

Restos del Carnaval
No, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué, me transportó a mi infancia y a los miércoles de ceniza en las calles muertas donde revoloteaban despojos de serpentinas y confeti. Una que otra beata, con la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia, atravesando la calle tan extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta que llegase el próximo año. Y cuando se acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la agitación íntima que me invadía? Como si al fin el mundo, de retoño que era, se abriese en gran rosa escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife explicasen al fin para qué las habían construido. Como si voces humanas cantasen finalmente la capacidad de placer que se mantenía secreta en mí. El carnaval era mío, mío.
En la realidad, sin embargo, yo poco participaba. Nunca había ido a un baile infantil, nunca me habían disfrazado. En compensación me dejaban quedar hasta las once de la noche en la puerta, al pie de la escalera del departamento de dos pisos, donde vivíamos, mirando ávidamente cómo se divertían los demás. Dos cosas preciosas conseguía yo entonces, y las economizaba con avaricia para que me durasen los tres días: un atomizador de perfume, y una bolsa de confeti. Ah, se está poniendo difícil escribir. Porque siento cómo se me va a ensombrecer el corazón al constatar que, aun incorporándome tan poco a la alegría, tan sedienta estaba yo que en un abrir y cerrar de ojos me transformaba en una niña feliz.
¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con la sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara. Si un enmascarado hablaba conmigo en la puerta al pie de la escalera, de pronto yo entraba en contacto indispensable con mi mundo interior, que no estaba hecho sólo de duendes y príncipes encantados, sino de personas con su propio misterio. Hasta el susto que me daban los enmascarados era, pues, esencial para mí.
No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a nadie en la casa se le pasaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Pero yo le pedía a una de mis hermanas que me rizara esos cabellos lacios que tanto disgusto me causaban, y al menos durante tres días al año podía jactarme de tener cabellos rizados. En esos tres días, además, mi hermana complacía mi intenso sueño de ser muchacha -yo apenas podía con las ganas de salir de una infancia vulnerable- y me pintaba la boca con pintalabios muy fuerte pasándome el colorete también por las mejillas. Entonces me sentía bonita y femenina, escapaba de la niñez.
Pero hubo un carnaval diferente a los otros. Tan milagroso que yo no lograba creer que me fuese dado tanto; yo, que ya había aprendido a pedir poco. Ocurrió que la madre de una amiga mía había resuelto disfrazar a la hija, y en el figurín el nombre del disfraz era Rosa. Por lo tanto, había comprado hojas y hojas de papel crepé de color rosa, con las cuales, supongo, pretendía imitar los pétalos de una flor. Boquiabierta, yo veía cómo el disfraz iba cobrando forma y creándose poco a poco. Aunque el papel crepé no se pareciese ni de lejos a los pétalos, yo pensaba seriamente que era uno de los disfraces más bonitos que había visto jamás.
Fue entonces cuando, por simple casualidad, sucedió lo inesperado: sobró papel crepé, y mucho. Y la mamá de mi amiga -respondiendo tal vez a mi muda llamada, a mi muda envidia desesperada, o por pura bondad, ya que sobraba papel- decidió hacer para mí también un disfraz de rosa con el material sobrante. Aquel carnaval, pues, yo iba a conseguir por primera vez en la vida lo que siempre había querido: iba a ser otra aunque no yo misma.
Ya los preparativos me atontaban de felicidad. Nunca me había sentido tan ocupada: minuciosamente calculábamos todo con mi amiga, debajo del disfraz nos pondríamos un fondo de manera que, si llovía y el disfraz llegaba a derretirse, por lo menos quedaríamos vestidas hasta cierto punto. (Ante la sola idea de que una lluvia repentina nos dejase, con nuestros pudores femeninos de ocho años, con el fondo en plena calle, nos moríamos de vergüenza; pero no: ¡Dios iba a ayudarnos! ¡No llovería!) En cuanto a que mi disfraz sólo existiera gracias a las sobras de otro, tragué con algún dolor mi orgullo, que siempre había sido feroz, y acepté humildemente lo que el destino me daba de limosna.
¿Pero por qué justamente aquel carnaval, el único de disfraz, tuvo que ser melancólico? El domingo me pusieron los tubos en el pelo por la mañana temprano para que en la tarde los rizos estuvieran firmes. Pero tal era la ansiedad que los minutos no pasaban. ¡Al fin, al fin! Dieron las tres de la tarde: con cuidado, para no rasgar el papel, me vestí de rosa.
Muchas cosas peores que me pasaron ya las he perdonado. Ésta, sin embargo, no puedo entenderla ni siquiera hoy: ¿es irracional el juego de dados de un destino? Es despiadado. Cuando ya estaba vestida de papel crepé todo armado, todavía con los tubos puestos y sin pintalabios ni colorete, de pronto la salud de mi madre empeoró mucho, en casa se produjo un alboroto repentino y me mandaron en seguida a comprar una medicina a la farmacia. Yo fui corriendo vestida de rosa -pero el rostro no llevaba aún la máscara de muchacha que debía cubrir la expuesta vida infantil-, fui corriendo, corriendo, perpleja, atónita, ente serpentinas, confeti y gritos de carnaval. La alegría de los otros me sorprendía.
Cuando horas después en casa se calmó la atmósfera, mi hermana me pintó y me peinó. Pero algo había muerto en mí. Y, como en las historias que había leído, donde las hadas encantaban y desencantaban a las personas, a mí me habían desencantado: ya no era una rosa, había vuelto a ser una simple niña. Bajé la calle; de pie allí no era ya una flor sino un pensativo payaso de labios encarnados. A veces, en mi hambre de sentir el éxtasis, empezaba a ponerme alegre, pero con remordimiento me acordaba del grave estado de mi madre y volvía a morirme.
Sólo horas después llegó la salvación. Y si me apresuré a aferrarme a ella fue por lo mucho que necesitaba salvarme. Un chico de doce años, que para mí ya era un muchacho, ese chico muy guapo se paró frente a mí y con una mezcla de cariño, grosería, broma y sensualidad me cubrió el pelo, ya lacio, de confeti: por un instante permanecimos enfrentados, sonriendo, sin hablar. Y entonces yo, mujercita de ocho años, consideré durante el resto de la noche que al fin alguien me había reconocido; era, sí, una rosa.

Clarice Lispector, Restos del Carnaval.


Clarice Lispector

Clarice Lispector, El primer beso

El primer beso.
Los dos más susurraban que hablaban: hacía poco que habían comenzado el noviazgo y ambos andaban tontos, era el amor. Amor y lo que conlleva: los celos.
— Está bien, me creo que soy tu primera novia, y me alegro por ello. Pero dime la verdad, solo la verdad: ¿nunca besaste a otra mujer antes que yo? Él fue simple:
— Sí, ya besé antes a otra mujer.
— ¿Quién era ella?— le preguntó con dolor.
Él intentó contárselo toscamente, no sabía cómo decirlo.
El autobús de la excursión subía lentamente la sierra. Él, uno de los chicos en medio de los otros chicos en alboroto, dejaba que la brisa fresca le diera en la cara y se le metiera por el pelo con dedos largos, finos y sin peso como los de una madre. Quedarse quieto a veces, casi sin pensar, y tan solo sentir —era tan bueno. Concentrarse en sentir era difícil en medio del alboroto de los compañeros.
Y la sed había llegado: jugar con el grupo, hablar bien alto, más alto que el ruido del motor, reírse, gritar, pensar, sentir, ¡caramba! qué seca se le ponía la garganta.
Y ni sombra de agua. La solución era juntar saliva, y fue lo que hizo. Tras reunirla en la boca ardiente, se la tragaba lentamente, una y otra vez. Era templada, sin embargo, la saliva, y no le quitaba la sed. Una sed enorme, más grande que él mismo, que ahora le invadía el cuerpo.
La brisa fina, antes tan buena, ahora, al sol del mediodía, se había vuelto caliente y árida y al entrarle por la nariz, le secaba aún más la poca saliva que pacientemente juntaba.
¿Y si cerrara las narinas y respirara un poco menos de aquel viento de desierto? Lo intentó por instantes, pero enseguida se asfixiaba. La solución era esperar, esperar. Tal vez tan solo minutos, tal vez horas, mientras su sed era de años.
No sabía cómo y por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua, la presentía cercana, y sus ojos saltaban afuera de la ventana buscando el camino, penetrando entre los arbustos, acechando, husmeando.
El instinto animal dentro de él no se había equivocado: en la curva inesperada del camino, entre arbustos se encontraba... la fuente de donde brotaba en un hilo delgado la tan soñada agua. El autobús se paró, todos tenían sed, pero él logró ser el primero en llegar a la fuente de piedra, antes que todos.
Con los ojos cerrados, entreabrió los labios y los pegó ferozmente al orificio de donde vertía el agua. El primer trago fresco bajó, escurriéndosele por el pecho hasta la barriga. Era la vida que volvía, y con esta encharcó todo su interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos.
Los abrió y vio junto a su cara dos ojos de estatua que lo miraban fijamente y vio que era la estatua de una mujer y que era de la boca de la mujer que salía el agua. Se acordó de que realmente al primer trago había sentido en los labios un contacto helado, más frío que el del agua.
Y supo entonces que había pegado su boca a la boca de la estatua de la mujer de piedra. La vida se había vertido de esa boca, de una boca a otra.
Intuitivamente, confundido en su inocencia, se sentía intrigado: pero no es de la mujer que sale el líquido vivificador, el líquido germinador de la vida... Miró a la estatua desnuda.
Él la había besado.
Sufrió un temblor que no era visible por fuera y que comenzó en su interior y le invadió todo el cuerpo, reventándole la cara en brasa viva. Dio un paso hacia atrás o hacia delante, ya ni sabía lo que hacía. Trastornado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su cuerpo, siempre antes relajada, se encontraba ahora agresivamente tensa, y eso nunca le había sucedido.
Estaba parado, dulcemente agresivo, solo en medio de los demás, el corazón le latía profundo, espaciado, sintiendo que el mundo se transformaba. La vida era completamente nueva, era otra, descubierta con sobresalto. Perplejo, en un equilibrio frágil.
Hasta que, procedente de la profundidad de su ser, brotó de una fuente oculta en él la verdad. Que pronto lo llenó de susto y luego también de un orgullo que jamás había sentido: él...
Se había hecho hombre.
Clarice Lispector, El primer beso.


Clarice Lispector


O primeiro beijo
Os dois mais murmuravam que conversavam: havia pouco iniciara-se o namoro e ambos andavam tontos, era o amor. Amor com o que vem junto: ciúme.
- Está bem, acredito que sou a sua primeira namorada, fico feliz com isso. Mas me diga a verdade, só a verdade: você nunca beijou uma mulher antes de me beijar? Ele foi simples:
- Sim, já beijei antes uma mulher.
- Quem era ela? - perguntou com dor.
Ele tentou contar toscamente, não sabia como dizer.
O ônibus da excursão subia lentamente a serra. Ele, um dos garotos no meio da garotada em algazarra, deixava a brisa fresca bater-lhe no rosto e entrar-lhe pelos cabelos com dedos longos, finos e sem peso como os de uma mãe. Ficar às vezes quieto, sem quase pensar, e apenas sentir - era tão bom. A concentração no sentir era difícil no meio da balbúrdia dos companheiros.
E mesmo a sede começara: brincar com a turma, falar bem alto, mais alto que o barulho do motor, rir, gritar, pensar, sentir, puxa vida! como deixava a garganta seca.
E nem sombra de água. O jeito era juntar saliva, e foi o que fez. Depois de reunida na boca ardente engulia-a lentamente, outra vez e mais outra. Era morna, porém, a saliva, e não tirava a sede. Uma sede enorme maior do que ele próprio, que lhe tomava agora o corpo todo.
A brisa fina, antes tão boa, agora ao sol do meio-dia tornara-se quente e árida e ao penetrar pelo nariz secava ainda mais a pouca saliva que pacientemente juntava.
E se fechasse as narinas e respirasse um pouco menos daquele vento de deserto? Tentou por instantes mas logo sufocava. O jeito era mesmo esperar, esperar. Talvez minutos apenas, talvez horas, enquanto sua sede era de anos.
Não sabia como e por que mas agora se sentia mais perto da água, pressentia-a mais próxima, e seus olhos saltavam para fora da janela procurando a estrada, penetrando entre os arbustos, espreitando, farejando.
O instinto animal dentro dele não errara: na curva inesperada da estrada, entre arbustos estava... o chafariz de onde brotava num filete a água sonhada. O ônibus parou, todos estavam com sede mas ele conseguiu ser o primeiro a chegar ao chafariz de pedra, antes de todos.
De olhos fechados entreabriu os lábios e colou-os ferozmente ao orifício de onde jorrava a água. O primeiro gole fresco desceu, escorrendo pelo peito até a barriga. Era a vida voltando, e com esta encharcou todo o seu interior arenoso até se saciar. Agora podia abrir os olhos.
Abriu-os e viu bem junto de sua cara dois olhos de estátua fitando-o e viu que era a estátua de uma mulher e que era da boca da mulher que saía a água. Lembrou-se de que realmente ao primeiro gole sentira nos lábios um contato gélido, mais frio do que a água. 
E soube então que havia colado sua boca na boca da estátua da mulher de pedra. A vida havia jorrado dessa boca, de uma boca para outra.
Intuitivamente, confuso na sua inocência, sentia intrigado: mas não é de uma mulher que sai o líquido vivificador, o líquido germinador da vida... Olhou a estátua nua.
Ele a havia beijado.
Sofreu um tremor que não se via por fora e que se iniciou bem dentro dele e tomou-lhe o corpo todo estourando pelo rosto em brasa viva. Deu um passo para trás ou para frente, nem sabia mais o que fazia. Perturbado, atônito, percebeu que uma parte de seu corpo, sempre antes relaxada, estava agora com uma tensão agressiva, e isso nunca lhe tinha acontecido.
Estava de pé, docemente agressivo, sozinho no meio dos outros, de coração batendo fundo, espaçado, sentindo o mundo se transformar. A vida era inteiramente nova, era outra, descoberta com sobressalto. Perplexo, num equilíbrio frágil.
Até que, vinda da profundeza de seu ser, jorrou de uma fonte oculta nele a verdade. Que logo o encheu de susto e logo também de um orgulho antes jamais sentido: ele...
Ele se tornara homem.
Clarice Lispector, O primeiro beijo.

Clarice Lispector

First Kiss.
The two of them murmured more than talked: the relationship had begun just a little while before and they were both giddy, it was love. Love and what comes with it: jealousy.
—It’s fine, I believe you that I’m your first love, this makes me happy. But tell me the truth, only the truth: you never kissed a woman before you kissed me?
It was simple:
—Yes, I’ve kissed a woman before.
—Who was she?, she asked sorrowfully
He tried to tell it crudely, he didn’t know how.
The tour bus slowly climbed the mountain range. He, a kid surrounded by noisy kids, let the cool breeze hit his face and pass through his hair with its long fingers, fine and weightless like those of a mother. At times he remained quiet, without quite thinking, and only feeling – it felt so good. Concentrating on feeling was difficult in the midst of the uproar of his friends.
And the thirst really had begun: to joke with the guys, to speak loudly, louder than the growl of the motor, to laugh, to shout, to think, to feel, gosh! how that left the throat dry.
And not a hint of water. The solution was to collect saliva, and that was what he did. After filling his burning mouth he swallowed it slowly, then again and once again. But it was warm, the saliva, and it didn’t take away the thirst. An enormous thirst larger than he himself, which now took over his whole body.
The fine breeze, before so pleasant, now in the midday sun had become hot and dry and on entering the nose dried up the little saliva that he had patiently collected.
And if he closed his nostrils and breathed a little less of that desert wind? He tried for a few seconds but then suffocated. The solution was really to wait, to wait. Perhaps only a few minutes, perhaps hours, meanwhile his thirst was of years.
He didn’t know how or why but now he felt nearer to water, he sensed it close by, and his eyes leaped outside the window scanning the road, penetrating between the bushes, peering, sniffing.
The animal instinct within him wasn’t wrong: in an unexpected curve of the road, between bushes, there was . . . a fountain from which spouted a trickle of the dreamed-of water.
The bus stopped, everyone was thirsty but he managed to be the first to get to the stone fountain, before anyone.
With his eyes closed he opened his lips and attached them fiercely to the opening from which the water gushed. The first swallow went down cool, flowing though his chest to his stomach.
It was life returning, and with this he drenched his whole sandy interior until he was sated. Now he could open his eyes.
He opened them and he saw right next to his face two eyes of the statue staring at him and he saw that it was a statue of a woman and it was from the mouth of the woman that the water came. He remembered that in fact at the first swallow he had felt a freezing contact with his lips, colder than that of the water.
And then he knew that he had attached his mouth to the mouth of the stone statue of the woman. Life had sprung forth from that mouth, from one mouth to another.
Instinctively, confused in his innocence, he felt intrigued: but it isn’t from a woman that the life-giving liquid comes, the liquid germinator of life . . . He looked at the naked statue.
He had kissed her.
He experienced a tremor unseen from the outside and which started deep inside him and took hold of his whole body bursting through his face like a burning ember.
He took a step backward or forward, he no longer knew what he was doing. Disturbed, astonished, he realized that a part of his body, always relaxed before, now had an aggressive tension, and this had never happened to him.
He was standing, sweetly aggressive, alone in the midst of the others, his heart beating deeply, the beats spaced out, feeling the world being transformed. Life was totally new, it was something other, discovered with a start. Perplexed, in a fragile equilibrium.
Until, springing from the depths of his being, the truth gushed from a hidden source within him. Which at once filled him with fear and then also with a pride he had never felt before: he . . .
He had become a man.
Clarice Lispector, First Kiss.