Julio Torri, A Circe

A Circe
¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.
¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.
Julio Torri, A Circe.
Julio Torri

Ángel Olgoso, Océanos de ceniza

Océanos de ceniza

Contraviniendo las normas jurídico-botánicas que rigen la ornamentación de cementerios (según las cuales nunca han de sembrarse en ellos especies vegetales capaces de ofrecer productos comestibles), he plantado árboles frutales de vivos colores orillando la tapia norte de nuestro minúsculo camposanto montañés. ¿Será por eso que ahora contemplo, espantado, esos frutos que cuelgan de sus ramas, cerúleos, helados, horrendos, como bulbos híbridos, como homúnculos o creaciones imperfectas y caprichosas exudadas de las esencias sacras de nuestros antepasados? ¿Será por eso que crecen con tanta reciedumbre, como si buscasen una perduración plena, ayudados por la sangre que vuelve? 
Ángel Olgoso, Océanos de ceniza (La máquina de languidecer, Páginas de Espuma, 2009).


Ángel Olgoso

Robert Hass, Una historia sobre el cuerpo

Una historia sobre el cuerpo
El joven compositor, que trabajaba ese verano en una colonia de artistas, la había observado durante una semana. Era japonesa, una pintora de casi sesenta años y pensó que estaba enamorado de ella. Admiraba su trabajo, y su trabajo, y su trabajo era la forma de mover su cuerpo, de usar sus manos, mirándolo directamente cuando ella se divertía y reflexionaba sobre las respuestas a sus preguntas. Una noche, al regresar de un concierto, llegaron a su puerta y ella se volvió hacia él y dijo: «Creo que te gustaría acostarte conmigo. A mí también me gustaría, pero debo decirte que he tenido una doble mastectomía», y, como él no lo entendió, «he perdido mis dos pechos». El cosquilleo que había sentido alrededor de su vientre y en la cavidad del pecho —como música— desapareció velozmente, y él se obligó a mirarla cuando dijo, «Lo siento. No creo que pudiera hacerlo». Volvió a su cabaña a través de los pinos y por la mañana encontró un pequeño tazón azul en el porche frente a su puerta. Parecía estar lleno hasta arriba de pétalos de rosa; el resto del tazón —debía haberlas barrido desde los rincones de su estudio— estaba lleno de abejas muertas.

Robert Hass, Una historia sobre el cuerpo (traducción de Carlos Alcorta).

Robert Hass


A story sbout the body

The young composer, working that summer at an artist’s colony, had watched her for a week. She was Japanese, a painter, almost sixty, and he thought he was in love with her. He loved her work, and her work was like the way she moved her body, used her hands, looked at him directly when she mused and considered answers to his questions. One night, walking back from a concert, they came to her door and she turned to him and said, “I think you would like to have me. I would like that too, but I must tell you that I have had a double mastectomy,” and when he didn’t understand, “I’ve lost both my breasts.” The radiance that he had carried around in his belly and chest cavity —like music— withered quickly, and he made himself look at her when he said, “I’m sorry I don’t think I could.” He walked back to his own cabin through the pines, and in the morning he found a small blue bowl on the porch outside his door. It looked to be full of rose petals, but he found when he picked it up that the rose petals were on top; the rest of the bowl —she must have swept the corners of her studio— was full of dead bees.

Robert Hass,  A story sbout the body.

Jack Finney, El maravilloso adjetivero de mi primo Len

El maravilloso adjetivero de mi primo Len.

Mi primo Len encontró su maravilloso adjetivero en una casa de empeños. Suele visitar las casas de empeño de la Segunda Avenida porque, según dice, son un alivio comparadas con la naturaleza. Al primo Len no le gusta mucho la naturaleza. Se pasa la mayor parte del tiempo al aire libre juntando material para El sabor y el saber de los bosques, una sección que escribe, y dice que preferiría ser plomero.
Así que recorre las casas de empeños en el tiempo libre, llevándose equipos de proyección estereoscópica (vistas de la Feria Mundial, Chicago, 1893), relojes que dan la hora sonoramente, y caballitos de porcelana que sostienen escarbadientes en la boca. Mi mujer y yo admiramos mucho estos objetos. Hemos estado viviendo con el primo Len desde que salí del Ejército, mientras esperamos conseguir casa propia.
Así que también admiramos el adjetivero. Tenía la elegancia de líneas de una toma de incendios, aunque era un poco más pequeño y de peltre. Creíamos que se trataba de un salero y también el primo Len lo pensó. Descubrió que en realidad se trataba de un adjetivero cuando estaba trabajando en su artículo, al día siguiente de comprarlo.
“Las ramas enjoyadas de la foresta hechizada están fúnebremente silenciosas”, había escrito. “La mano helada como de acero del invierno ha aquietado su verde murmullo estival. Y las notas argentinas, como de flauta, de sus innumerables aves tornasoladas han desaparecido”.
A esta altura, como es natural, se tomó un descanso. Y empezó a examinar el salero. Le estudió la parte inferior en busca de la marca de fábrica, haciéndolo girar en las manos, con la tapa a dos centímetros y medio de lo que había escrito, y un momento después vio que el manuscrito había cambiado.
“Las ramas de la foresta están silenciosas” leyó. “La mano del invierno ha aquietado su murmullo. Y las notas de las aves han desaparecido”.
Ahora bien, el primo Len no es ningún tonto, y reconoce una mejora cuando la ve. Volvió a poner manos a la obra, escribiendo con el estilo de siempre, pero esta vez redactó un artículo dos veces más extenso. Y después le aplicó el adjetivero, moviéndolo de aquí para allá como un magneto, recorriendo cada línea. Y los adjetivos y los adverbios desaparecían de la página, con un leve silbido, como partículas de pelusa dentro de una aspiradora. Cuando terminó, el artículo tenía la extensión exacta, y el estilo más agudo y límpido imaginable. Por primera vez, como lo comprendió el primo Len, el artículo parecía decir algo. Luisa, mi mujer, dijo que casi daban ganas de salir e ir a los bosques, pero el primo Len no pensaba que eso estuviera bien.
Desde entonces mi primo Len usó el adjetivero en todos los artículos, y mediante la experimentación descubrió que, a dos centímetros y medio de distancia del papel, absorbía todos los adjetivos, hasta los más pesados. A cuatro centímetros, sólo adjetivos de peso mediano; y a cinco, sólo los de tres o cuatro letras. Gracias a un cuidadoso control, mi primo Len ha podido producir artículos sobre la Naturaleza cuya masa de lectores ha crecido día a día. “Es el mejor material de lectura del diario, junto a las necrológicas”, le escribió una anciana. Lo que ella quiere decir, me explicó Len, es que el artículo que se publica junto a las necrológicas, en la página, es el mejor material de lectura en todo el diario.
Mi primo Len siempre espera hasta que nosotros estemos en casa para vaciar el adjetivero: nos gusta estar presentes. Se llena una vez por semana y Len desenrosca la tapa y, golpeándole el fondo como si fuera una botella de salsa de tomate, lo vacía por la ventana que da a la Segunda Avenida. Y allí, atrapados por la brisa, los adjetivos y los adverbios flotan sobre la calle y las veredas como una nube de confites casi invisibles. En cierto modo se asemejan a fideos en miniatura de una sopa de letras, unidos entre sí y hechos con el más delgado celofán.
No se los puede ver a menos que la luz sea la indicada, y en su mayor parte son incoloros. Algunos tienen delicados tonos pastel, sin embargo. “Muy”, por ejemplo es rosa pálido; “Exuberante” es verde, desde luego; e “Indudable” de un color gris sucio. Y hay una palabra, la favorita del primo Len cuando más odia a la Naturaleza, que se parece a un trozo de la tirilla roja y brillante que cierra los paquetes de cigarrillos. Tal palabra no puede ser revelada en un relato que puede ser leído por las familias.
La mayor parte de las veces los adjetivos y los adverbios sencillamente caen a la calle, y desparecen como copos de nieve al tocar el asfalto. Pero en ocasiones, cuando tenemos suerte, caen de lleno en una conversación.
Un día la señora Gorman pasaba bajo la ventana con la señora Miller. Venían de hacer las compras. Y una pequeña ráfaga de adjetivos y adverbios cayó exactamente en medio de lo que decía.
“Los precios, en estos días apacibles –señaló– son evanescentes, trascendentales, y sencillamente impresionantes. Toma en cuenta mis maníacas palabras: las cosas están yendo directa y superlativamente para el centelleante, indomable y alegórico carajo.”
La señora Gorman se quedó bastante sorprendida, desde luego, pero afrontó la situación con elegancia, sonriéndole con majestad y condescendencia a la señora Miller. Siempre había sostenido que sus antepasados eran reyes: ahora pretende que además eran poetas.
Una vez le sugerí al primo Len que conservara los adjetivos, los envasara en frascos o latas prolijamente etiquetadas, y los vendiera a las agencias publicitarias. Sin embargo Len señaló que no le alcanzaría la vida entera para suministrarles las cantidades necesarias. Aún así, conservamos varias cajas de zapatos llenas que llevamos con nosotros cuando hicimos un viaje turístico a Washington. Y allí, en la galería para visitantes que da sobre el Senado, las vaciamos con prudencia en dirección a un enorme ventilador eléctrico dirigido hacia abajo. Se desparramaron en una gran nube y bajaron derivando a través de un animado debate. Sin embargo algo debe haber fallado esta vez, porque las cosas no sonaron distintas en absoluto.
Aún seguimos empleando el maravilloso adjetivero, y los artículos del primo Len mejoran sin cesar. Hace poco apareció una recopilación reunida en un volumen, que probablemente ustedes han leído. Y se habla de vender los derechos cinematográficos. A nosotros también nos resulta útil el adjetivero para redactar telegramas, y yo lo usé, por lo general a una distancia de cuatro centímetros, para escribir esto. Por eso es tan breve, desde luego.

Walter Braden (Jack) Finney, El maravilloso adjetivero de mi primo Len.



Jack Finney



Cousin Len's Wonderful Adjective Cellar.

Cousin Len foubd his wonderful adjective cellar in a pawnshop. He haunts dusty Second Avenue pawnshops because they're such a relief, he says, from Nature. Cousin Len doesn’t like Nature very much. He spends most of his days outdoors gathering material for The Lure and Lore of the Woods, which he writes, and he would rather, he says, be a plumber.
So he tours the pawnshops in his spare time, bringing home stereoscopic sets (World’s Fair views, Chicago, 1893), watches that strike the hours, and china horses which hold toothpicks in their mouths. We admire these things very much, my wife and I. We’ve been living with Cousin Len since I got out of the Army, waiting to find a place of our own.
So we admired the adjective cellar, too. It had the grace of line of a fire hydrant, but was slightly smaller and made of pewter. We thought it was a salt cellar, and so did Cousin Len. He discovered it was really an adjective cellar when he was working on his column one day after he bought it.
“The jewel-bedecked branches of the faery forest are funereally silent,” he had written. “The icy, steel-like grip of winter has stilled their summ’ry, verdant murmur. And the silv’ry, flutelike notes of its myriad, rainbow-dipped birds are gone.”
At this point, naturally, he rested. And began to examine his salt cellar. He studied the bottom for the maker’s mark, turning it in his hands, the cap an inch from his paper. And presently he saw that his manuscript had changed.
“The branches of the forest are silent,” he read. “The grip of winter has stilled their murmur. And the notes of its birds are gone.”
Now, Cousin Len is no fool, and he knows an improvement when he sees it. He went back to work, writing as he always did, but he made his column twice as long. And then he applied the adjective cellar, moving it back and forth like a magnet, scanning each line. And the adjectives and adverbs just whisked off the page, with a faint hiss, like particles of lint into a vacuum cleaner. His column was exactly to length when he finished, and the most crisp, sharp writing you’ve ever seen. For the first time, Cousin Len saw, his column seemed to say something. Louisa, my wife, said it almost made you want to get out into the woods, but Cousin Len didn’t think it was that good.
From then on, Cousin Len used his adjective cellar on every column, and he found through experiment that at an inch above the paper, it sucks up all adjectives, even the heaviest. At an inch and a half, just medium-weight adjectives; and at two inches, only those of three or four letters. By careful control, Cousin Len has been able to produce Nature columns whose readership has grown every day. “Best reading in the paper, next to the death notices,” one old lady wrote him. What she means, Len explained to me, is that his column, which is printed next to the death notices, is the very best reading in the entire paper.
Cousin Len always waits till we’re home before he empties the adjective cellar: we like to be on hand. It fills up once a week, and Cousin Len unscrews the top and, pounding the bottom like a catchup bottle, empties it out the window over Second Avenue. And there, caught in the breeze, the adjectives and adverbs float out over the street and sidewalk like a cloud of almost invisible confetti. They look somewhat like miniature alphabet-soup letters, strung together and made of the thinnest cellophane. You can’t see them at all unless the light is just right, and most of them are colorless. Some of them are delicate pastels, though. “Very,” for example, is a pale pink; “lush” is green, of course; and “indubitable” is a dirty gray. And there’s one word, a favorite with Cousin Len when he’s hating Nature the most, which resembles a snip of the bright red cellophane band from around the top of a cigarette package. This word can’t be revealed in a book intended for family reading.
Most of the time the adjectives and adverbs simply drop into the gutters and street, and disappear like snowflakes when they touch the pavement. But occasionally, when we’re lucky, they drop straight into a conversation.
Mrs. Gorman passed under our window one day with Mrs. Miller, coming from the delicatessen. And a little flurry of adjectives and adverbs blew right into the middle of what she was saying. “Prices, these halcyon days,” she remarked, “are evanescent, transcendental, and simply terrible. Mark my maniacal words, things are going straight and pre-eminently to the coruscated, indomitable, allegorical dogs.”
Mrs. Gorman was pretty surprised, of course, but she carried it off beautifully, smiling grandly and patronizingly at Mrs. Miller. She has always contended that her ancestors were kings; now she claims they were also poets.
I suggested to Cousin Len, one time, that he save his adjectives, pack them into neatly labeled jars or cans, and sell them to the advertising agencies. Len pointed out, however, that we could never in a lifetime supply them in the quantities needed. We did, though, save up several shoe boxes full which we took along on a sight-seeing trip to Washington. And there, in the visitors’ gallery over the Senate, we cautiously emptied them into a huge electric fan which blew over the floor. They spread out in a great cloud and drifted down right through a tremendous debate. Something must have gone wrong this time, though, for things didn’t sound one bit different.
We’re still using the wonderful adjective cellar, and Cousin Len’s columns are getting better every day. A collection of them appeared in book form recently, which you’ve probably read. And there’s talk of selling the movie rights. We also find Cousin Len’s adjective cellar helpful in composing telegrams, and I used it, mostly at the inch-and-a-half level, in writing this. Which is why it’s so short, of course.

Walter Braden (Jack) FinneyCousin Len's Wonderful Adjective Cellar.