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Julio Ramón Ribeyro, Las cosas andan mal, Carmelo Rosa

Las cosas andan mal, Carmelo Rosa

Las cosas andan mal Rosa cuando hoy subiste a la oficina y te quitaste la boina con desgano y tu abrigo con muchísima pena y tu bufanda como si fuera tu propio sudario y entre el ruido de los teletipos miraste sin ánimo los papeles que te esperaban por traducir siempre los mismos la Bolsa de París las cotizaciones de Wall Street el mercado del café y otros asuntos que hacen la fortuna o la desventura de muchos y de los cuales eres tú desde hace tantísimos años el anónimo escribano tú Rosa que entre el ruido de los teletipos subías como todos los días del primer piso de conversar entre siete y ocho de la noche con tu amigo maestro pontífice buda gurú Solano que acomodándose los anteojos tosiendo consultando recortes cartas papeles entre el ruido de los teletipos te informa de lo que pasa en tu país diciéndote esta vez seguramente pesimista acongojado que no había huelga en Asturias ni catalanes versus policía ni vascos secuestrando peleles ni parte anunciando dolencia del amo y por eso entre el ruido de los teletipos subiste cabizbajo enjuto muerta la mirada sabiendo que al acostarte esa noche no habrá en tu alma la mas pequeña luz ni esperanza ni ilusión ni llamita redentora en esta noche que llega como tantas otras a la casa estrecha plagada de revistas y fotos dormirás mal Rosa acosado por recuerdos tu calvicie en la almohada tu tos en el alcanfor cuando hace cuarenta años fuiste joven disparaste algún tiro en Cataluña lanzaste mueras contra la dictadura enamoraste a una mujer probablemente fea y corriste del peligro sin que este se diera el trabajo de alcanzarte ocupado como estaba de presas mayores tú Rosa que entre el ruido de los teletipos miras el papel más tiznado y escrutas su letra sucia para empezar a escribir la tendencia estuvo hoy floja entre los operadores de la bolsa pero se acentúa un leve movimiento de alza y entre el ruido de los teletipos tu responsable de organización exilada hermética globular ministro sin cartera ni monedero fantasma de gabinete que desde que te conocí casi a escondidas arrancas de los archivos de cables del día entre el ruido de los teletipos todo aquello que puede interesarte manifestaciones procesos atracos viendo en cada acto de estudiantes la caída de un régimen ilusionándote hasta con los delirios de los curas Rosa creyendo que de un día a otro todo regresará no a lo que fue sino a lo que pudo haber sido y tú regresarás y serás joven otra vez sin pensar que nada retorna hacia el pasado que todo se transforma y se complica cada vez más que no hay proyecto o idea que la realidad no destruya Rosa para qué pensar en esas cosas sigue escribiendo como te veo en tu papel con doble copia los valores cupríferos sufrieron una baja pero los ferrosos acusaron un leve repunte mientras escuchas a diestra y siniestra hablar de cosas que ya no entiendes tu vida se estancó hace cuarenta años sigue paseándose una parte de ti por una rambla ya muerta por un paisaje inexistente pero vives en una ciudad de la cual no conoces otra cosa que el túnel del metro y tres calles por las que caminas sin verlas una ciudad que también ha cambiado entre el ruido de los teletipos Rosa hazmerreír víctima payaso pobre muerto número masa sigue soñando que el sueño te mantiene pero no esperes ni confíes nada vendrá en tu socorro seguirás escribiendo entre el ruido de los teletipos repuntó el café pero el cacao se mantuvo flojo ah si se pudiera alterar esa noticia y decir la contraria bajó el café pero el cacao señaló un alza como la vida sería distinta hasta para ti pequeño gángster frustrado escroc de mala muerte soñador sin potencia entre los grandes números que hacen y deshacen fiel a tu profesión de supernumerario de la bolsa oscuro as de las finanzas mientras sigues soñando Rosa entre el ruido de los teletipos y te devanas y cabeceas y en Madrid hubo una huelga cae el régimen las cosas cambian se pueden señalar variaciones Solano te enseña papal socrático mahometano que cabe seguir esperando cambiaron a este ministro salió artículo libertario en panfleto de Málaga todo se viene abajo y algún día regresaras entre el ruido de los teletipos a tu casa de Barcelona conversar con el portero el dueño de la tasca hablar del tiempo presente y del pasado con tu boina sobre tu amplio cabello bien peinado calvo del alcanfor calavera impune dejaste tu cerebro en tu aldea tu alma en un trapo sucio que algún soldado quemó obscenas ideas soeces recorren un campo árido tu espíritu y sigues así esperando el mercado del azúcar se mantuvo activo y los bolsistas obtuvieron moderadas ganancias Rosa la cama fría la mujer escueta y tú esperando con tu bufanda en la percha y el hombre que desde hace diez años te ve comprar La Vanguardia andando bajo la lluvia Granada dos estudiantes heridos y un policía contuso inquietud en la fábrica de automóviles Seat ocurre algo subiendo las escaleras y los papeles allí acumulados para traducir la Bolsa de París Rosa la vida se te escapa por entre los dedos el metro no es tu amigo sino tu verdugo el francés es lengua muerta y matada por ti hablas latín entre los bárbaros y así morirás un un día no despertarás no llegarás a la Agencia quedarán los papeles en su canasta y se dirá que quedaste atravesado por un sueño demasiado violento Rosa exilado esposo primogenitor el amo no murió todo es una repetición la bolsa es más importante que los hombres un número puede matarnos la lechuga es un sucio excremento no despertarás todo es así Rosa no hay que abrigar ilusión entre el ruido de los teletipos todo es enseñanza para quien sepa escuchar no hay consuelo para los supliciados es agradable morir sin socorro ni paz ni patria ni gloria ni memoria.

Julio Ramón Ribeyro, Las cosas andan mal, Carmelo Rosa.

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Julio Ramón Ribeyro

Julio Ramón Ribeyro, El banquete

El banquete
Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de este magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes.
Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, una laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba sobre un torrente imaginario.
Lo más grande, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer, como la mayoría de la gente proveniente del interior, sólo habían asistido en su vida a comilonas provinciales en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así pudo enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario encargar por avión a las viñas del mediodía.
Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia que en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al fin de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes beneficios que obtendría de esta recepción.
-Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos nuestra fortuna en menos de lo que canta un gallo (decía a su mujer). Yo no pido más. Soy un hombre modesto.
-Falta saber si el presidente vendrá (replicaba su mujer).
En efecto, había omitido hasta el momento hacer efectiva su invitación.
Le bastaba saber que era pariente del presidente (con uno de esos parentescos serranos tan vagos como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de encontrar adulterino) para estar plenamente seguro que aceptaría. Sin embargo, para mayor seguridad, aprovechó su primera visita a palacio para conducir al presidente a un rincón y comunicarle humildemente su proyecto.
-Encantado (le contestó el presidente). Me parece una magnifica idea. Pero por el momento me encuentro muy ocupado. Le confirmaré por escrito mi aceptación.
Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su impaciencia, ordenó algunas reformas complementarias que le dieron a su mansión un aspecto de un palacio afectado para alguna solemne mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un retrato del presidente (que un pintor copió de una fotografía) y que él hizo colocar en la parte más visible de su salón.
Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando, quien empezaba a inquietarse por la tardanza, tuvo la más grande alegría de su vida.
Aquel fue un día de fiesta, salió con su mujer al balcón par contemplar su jardín iluminado y cerrar con un sueño bucólico esa memorable jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber perdido sus propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don Fernando se veía a sí mismo, se veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una decoración de fondo donde (como en ciertos afiches turísticos) se confundían lo monumentos de las cuatro ciudades más importantes de Europa. Más lejos, en un ángulo de su quimera, veía un ferrocarril regresando de la floresta con su vagones cargados de oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como una alegoría de la sensualidad, veía una figura femenina que tenía las piernas de un cocote, el sombrero de una marquesa, los ojos de un tahitiana y absolutamente nada de su mujer.
El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la tarde estaban apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que traicionaban sus sombreros, sus modales exageradamente distraídos y sobre todo ese terrible aire de delincuencia que adquieren a menudo los investigadores, los agentes secretos y en general todos los que desempeñan oficios clandestinos.
Luego fueron llegando los automóviles. De su interior descendían ministros, parlamentarios, diplomáticos, hombres de negocios, hombres inteligentes. Un portero les abría la verja, un ujier los anunciaba, un valet recibía sus prendas, y don Fernando, en medio del vestíbulo, les estrechaba la mano, murmurando frases corteses y conmovidas.
Cuando todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado delante de la mansión y la gente de los conventillos se hacía una fiesta de fasto tan inesperado, llegó el presidente. Escoltado por sus edecanes, penetró en la casa y don Fernando, olvidándose de las reglas de la etiqueta, movido por un impulso de compadre, se le echó en los brazos con tanta simpatía que le dañó una de sus charreteras.
Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los invitados se bebieron discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se acomodaron en las mesas que les estaban reservadas (la más grande, decorada con orquídeas, fue ocupada por el presidente y los hombres ejemplares) y se comenzó a comer y a charlar ruidosamente mientras la orquesta, en un ángulo del salón, trataba de imponer inútilmente un aire vienés.
A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rin habían sido honrados y los tintos del Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se inició la ronda de discursos. La llegada del faisán los interrumpió y sólo al final, servido el champán, regresó la elocuencia y los panegíricos se prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente en las copas del coñac.
Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno de salud ya, seguía sus propias leyes, sin que él hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente sus confidencias. A pesar de haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda del agasajado, no encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado el servicio, los comensales se levantaron para formar grupos amodorrados y digestónicos y él, en su papel de anfitrión, se vio obligado a correr de grupo en grupo para reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y paradojas.
Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se había visto forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salida de música y allí, sentados en uno de esos canapés, que en la corte de Versalles servían para declararse a una princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta.
-Pero no faltaba más (replicó el presidente). Justamente queda vacante en estos días la embajada de Roma. Mañana, en consejo de ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y en lo que se refiere al ferrocarril sé que hay en diputados una comisión que hace meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a todos sus miembros y a usted también, para que resuelvan el asunto en la forma que más convenga.
Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado sus promesas. Lo siguieron sus ministros, el congreso, etc., en el orden preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de la mañana quedaban todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban ningún título y que esperaban aún el descorchamiento de alguna botella o la ocasión de llevarse a hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres de la mañana quedaron solos don Fernando y su mujer. Cambiando impresiones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba entre los despojos de su inmenso festín. Por último se fueron a dormir con el convencimiento de que nunca caballero limeño había tirado con más gloria su casa por la ventana ni arriesgado su fortuna con tanta sagacidad.
A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los ojos le vio penetrar en el dormitorio con un periódico abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó los titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre la cama. En la madrugada, aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un golpe de estado y el presidente había sido obligado a dimitir.

Julio Ramón Ribeyro, El banquete (Cuentos de circunstancias).

Julio Ramón Ribeyro