Intolerancia
Teniendo en cuenta la experiencia de años anteriores y también que el sol es cada vez más fuerte y que mi piel se ha desacostumbrado a tomarlo, admitamos que fue una tontería visitar al dermatólogo ―da igual que la consulta la cubriera el seguro―, porque para qué, si ya otras veces fui y los consejos fueron siempre los mismos ―protección, protección: permanece a la sombra, úntate cremitas impagables, tómate capsulitas impagables―, y mis respuestas también fueron siempre las mismas ―no hacer caso, no comprar nada, sin terminar de entender por qué todos los productos prescritos son tan impagables―, y aunque sí es cierto que el dictamen sufrió variaciones con los años ―más drástico cada verano, pues pasé de ser simplemente blanquita a ligeramente alérgica y después reactiva―, esta vez hubo una novedad y es que ya sin ambages el dermatólogo ―un tipo maduro pero de presencia impecable― me calificó de intolerante. Intolerante al sol, matizó con una ancha sonrisa ―dientes blancos, también impecables―, de modo que la protección ha de ser absoluta, total, sin fisuras, insistió, y escribió en un papelito con membrete el nombre de una crema que yo debía usar y de unas nuevas cápsulas ―sustituyen a las anteriores, aclaró―, que también ―imprescindibles― debía usar, aunque bien sabía yo que tampoco iba a poder permitírmelas. Y ya después, cuando metía el papel en un sobre marcado con el mismo membrete ―ordenado y metódico, así es el dermatólogo―, me habló de la sombrilla. No una sombrilla de playa, dijo, eso es obvio, sino una de estas pequeñas que se usan para andar por la calle, tipo parasol chino, perfectas para esa gran sensibilidad cutánea mía, porque ya incluso las fabrican con ofelina, dijo, y ante mi expresión de extrañeza ―ofelina― me explicó que se trata de un tipo de tela que ofrece una protección UVA del ochenta por ciento, y después añadió ―con un tono que me pareció algo burlón― que hoy día las hacen muy bonitas, con diseños orientales ―dragones, flores― pero también, si así lo prefería, más contemporáneas, en todo caso muy ligeras, baratas, duraderas y glamourosas. Pensé que se estaba riendo de mí, pero no, en el fondo bien sabía yo que no.
Pasear con una sombrilla por la calle.
Lo que me faltaba.
Aquí no lo hace nadie... ¡pasear con sombrilla! Sólo de imaginarme así, caminando por mi barrio con una ―digamos, por ejemplo, un parasol con el reborde de encaje y la tela floreada―, dándole vueltas entre los dedos al mango, como si acaso yo ―¡yo!― fuese una damisela del XIX que pasea por un bulevar de París, pero en realidad en mi barrio de bloques de ladrillo y bazares de chinos y el bar Estanco y la peluquería de la Chipi, sólo de imaginarlo, digo, me moría de vergüenza. Así que otra vez vino la misma historia: desoí los consejos, me olvidé, pasé página.
Unos días después, volviendo del súper cargada con las bolsas de plástico ―dañándome los dedos, de tan pesadas―, sentí que me quemaba, o no exactamente que me quemaba, sino que me atacaba algo, que me atacaba el sol para ser más precisa, lo que era una agresión en toda regla, un picor extremo, y no podía rascarme lo más mínimo, no podía siquiera detenerme, pues eran las bolsas tan pesadas, tan difícil era mantener el equilibrio, además de que los congelados, también a su manera, estaban siendo agredidos por el sol. Fue así como me salieron aquellas erupciones. No era la piel quemada exactamente, sino un sarpullido muy fastidioso extendido por el cuello y los brazos, y también rojeces que me salpicaban las mejillas, como en un test de rorschach. Prácticamente en todos los sitios donde me había dado el sol, la piel se me había resentido, y me asusté muchísimo ―además de que escocía bastante―, de modo que me dije algo tengo que hacer, y me armé de valor y compré un parasol por internet, mirando hasta con cierta ilusión las fotos de una página web donde los vendían, con chicas estupendas llevándolas con mucha gracia, chicas modernas, nada de damiselas ridículas del XIX, pero todas, curiosamente, con un ligero tono bronceado, todas de piel sanísima, inmaculada, sin manchas, sin necesidad realmente de usarlas. Y el dermatólogo tenía razón: los parasoles de calle son baratos. Por diecinueve euros, más otros cinco de gastos de envío, escogí uno morado con lunares negros ―modelo polka dots―, en total bastante menos de lo que costaba el tratamiento de cápsulas protectoras para un mes, y además, en 2-3 días recibirá su pedido en casa, enhorabuena.
En 2-3 días también había bajado bastante la erupción ―las duchas de agua helada me calmaban―, así que cuando tuve el parasol entre manos se me había desinflado igualmente el interés ―entusiasmo, diríamos, nunca tuve―, además de que, visto de cerca, parecía simplemente una sombrilla de playa que hubiese encogido. La estructura metálica era también decepcionante ―endeble― y aquello de la ofelina, bueno, había que creérselo, pues la tela tenía un aspecto de lo más corriente. Para colmo, se abría y cerraba con dificultad, así que me dije hasta que no le cojas el truco nada de llevarlo a la calle. Caminaba por la sombra, pero aún así el sol era inevitable, y cruzaba bajo él rapidito, agobiada doblemente, primero por la posibilidad de volverme a quemar ―o a sufrir lo que quiera que fuese que sufría a causa del sol― y después por haberme gastado veinticuatro euros en un parasol que no me atrevía a usar y que, probablemente, nunca usaría. Se lo conté a Trini, la vecina, no porque necesitara compartir mi agobio, sino porque me la encontré por la escalera, mirándome con esa manera tan fija de mirar ―o más bien de escrutar―, tan pretendidamente amable, como queriendo entresacar algo de mí ―algo bueno, sin duda, Dios te bendiga, Trini―, con sus vestidos amplios y esa sonrisa perenne y toda su dulzura de mami de cincuenta, su melena imponente y canosa, y… lo sé, lo sé, me pierdo en los detalles. Justo es por esto ―para no perderme en los detalles― por lo que le conté lo del parasol. Las palabras son buenos lugares a los que aferrarse, aunque no las palabras abstractas ―ridículo, intolerancia, reacción, agobio, capricho o duda― sino las concretas ―parasol, ofelina, veinticuatro, sarpullido, dermatólogo, cápsulas carísimas―, y se lo conté todo con suma concreción. Ella me dijo haz en la vida lo que quieras hacer, deja de atormentarte por lo que los demás puedan pensar, si no cuidas tú de ti misma nadie lo hará por ti, no dejes nunca que nadie te diga lo que has de hacer, y yo asentía, y también pensaba que justamente ella me estaba diciendo lo que debía hacer, y fue, sin duda, un error, me daba cuenta, un grandísimo error, habérselo contado.
Grandísimo porque ahora, cada vez que yo salía de casa y me le encontraba por la escalera, o cada vez que salía y simplemente sabía que ella me veía salir ―desde su ventana o desde dondequiera que estuviese―, pensaba que me estaba juzgando por no llevar el parasol, por no ser capaz de vencer mis prejuicios y mi vergüenza, por ser tan débil, tan influenciable, tan vulnerable y, en definitiva, tan estúpida, aunque lo cierto es que era ella quien me parecía estúpida a mí, pero eso no anulaba mis sentimientos, la sensación de que debía darle cuenta de algo. Por eso una tarde de mucho sol ―de un sol ardiente―, cogí mi parasol polka dots, me asomé al portal, miré a ambos lados y, con cierto esfuerzo, lo abrí. Caminé abochornada unos pasos, con la cabeza gacha, aunque de reojillo me fijaba en los demás viandantes, y sí, no eran imaginaciones mías, me miraban, claramente me miraban con sorpresa ―¿va con paraguas sin que llueva?―, si no con cierta indignación incluso, con conmiseración otros, como si yo no estuviese bien de la cabeza, y según avanzaba por la acera las expresiones iban creciendo en variedad, aunque todas las variaciones dentro de un, digamos, campo de expresiones de tipo negativo: la burla, el estupor, el miedo ―una anciana se cruzó de acera, la vi, la vi―, la risa contenida, las ganas de humillar y de… ¿pegarme? ¿era posible que aquellos adolescentes de la esquina que me observaban y cuchicheaban entre ellos se estuvieran planteando pegarme?
Ya estaba bien.
Lo cerré, de nuevo con esfuerzo, y las miradas cesaron de inmediato, porque llevar un parasol plegado es como no llevar nada, o casi nada. Luego me dije, mira, es mejor así, cuando salga puedo llevarlo en la mano y Trini lo verá y creerá que lo uso y me aplaudirá como la mujer fuerte y libre que espera que yo sea, pero en realidad no lo abriré nunca, casi por una cuestión de seguridad propia es mejor no abrirlo, es preferible cargar con él a todos lados, quemarme, achicharrarme incluso, antes que ir con el parasol abierto acumulando miradas aviesas a mi espalda, porque después de todo qué haría yo si viese a una mujer como yo ―¿te has visto? ¿te has mirado bien? ¿qué tienes tú que ver con las chicas de la página web?―, en un barrio como este ―la Chipi, el Estanco, los chinos, el ladrillo―, con un parasol como el que llevo ahora bajo el brazo ―de lunaritos, por Dios, de lunaritos―, qué pensaría yo acaso ante una como yo, con mi aspecto, en una situación como la mía, tan grotesca. ¿No me darían acaso ganas de reírme? ¿No me vendría de golpe la vergüenza ajena? ¿No pensaría qué tía más loca, qué tía más lamentable, qué se ha creído esa tía? Llegado el caso, sí, ¿no haría yo lo mismo, exactamente lo mismo, que hacen todos?
Sara Mesa, Intolerancia.
Sara Mesa
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