Un suceso sobre el puente del río Owl.
Ambrose Bierce, Un suceso sobre el puente del río Owl. Traducción de Jorge Ruffinelli.
I
Había un hombre parado sobre un puente ferroviario al norte de Alabama, mirando hacia el agua que corría rápidamente unos seis metros más abajo. Tenía las manos atadas a la espalda con una cuerda. Otra cuerda rodeaba holgadamente su cuello, estaba sujeta a una fuerte viga transversal por encima de la cabeza y colgaba hasta la altura de las rodillas. Algunas tablas sueltas, puestas sobre las traviesas, le proporcionaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal dirigidos por un sargento que en su vida civil podía haber sido ayudante del sheriff. No lejos, sobre la misma plataforma provisional, esperaba un oficial vestido con el uniforme de su rango y armado. Era el capitán. En cada extremo del puente había un centinela con su rifle “en posición de firmes”, es decir, vertical delante del hombro izquierdo, el precursor descansando sobre el antebrazo que cruzaba el pecho; posición formal y poco natural que obliga a mantener el cuerpo rígido. No parecía una obligación de estos dos hombres saber lo que estaba ocurriendo en medio del puente; sencillamente bloqueaban los dos extremos de la pasarela.
Más allá de los dos centinelas no se veía a nadie; los rieles corrían en línea recta durante unos cien metros hasta un bosque, después doblaban y desaparecían. Sin duda, había un puesto de avanzada más adelante. La otra orilla del arroyo era campo abierto y una suave colina subía hasta una estacada de troncos verticales, con troneras para rifles y una única abertura a través de la cual e proyectaba la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. A mitad de camino entre el fuerte y el puente se encontraban los espectadores: una compañía de infantería en posición de descanso, con las culatas de los rifles apoyadas en el suelo, los cañones levemente inclinados hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas sobre los cañones. Un teniente estaba de pie a la derecha de la línea, la punta de su espada en el suelo, y con su mano izquierda descansando sobre la derecha. Salvo el grupo de los cuatro en el medio del puente, nadie se movía. La compañía miraba hacia el puente fijamente, inmóvil. Los centinelas, de cara a la orilla del arroyo, podían haber sido estatuas que adornaran el puente. El capitán, de brazos cruzados, silencioso, observaba el trabajo de sus subordinados sin dar ninguna indicación. La muerte es un dignatario que cuando se anuncia es para ser recibido con formales manifestaciones de respeto, aun por aquellos que están más familiarizados con ella. En el código de honor militar, el silencio y la inmovilidad son formas de defensa.
El hombre que se disponían a ahorcar tenía aparentemente unos treinta y cinco años. Era un civil, a juzgar por su vestimenta, que era la de un granjero. Sus rasgos eran nobles: nariz recta, boca firme, frente amplia y cabello largo y oscuro peinado hacia atrás, que le caía por detrás de las orejas hasta el cuello de su elegante chaleco. Tenía bigote y una barba en punta, pero no llevaba patillas; sus ojos eran grandes, de un gris oscuro, y poseían esa expresión afectuosa que uno difícilmente hubiera esperado en alguien pronto a morir. Evidentemente no era un asesino vulgar. El código militar, tan amplio en su espíritu, prevé la horca para muchas clases de personas, sin excluir a los caballeros.
Al culminar los preparativos, los dos soldados se hicieron a un lado y cada uno retiró la tabla sobre la que había estado apoyado. El sargento se volvió hacia el capitán, saludó y se colocó inmediatamente detrás de él, y ésta a su vez se alejó un paso. Estos movimientos dejaron al condenado y al sargento de pie sobre ambos extremos de la tabla que atravesaban tres traviesas del puente. El extremo donde estaba el civil alcanzaba, casi sin tocarla, una cuarta traviesa. Esta tabla se había mantenido horizontal por el peso del capitán, y ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal del capitán el sargento se haría a un lado, la tabla habría de inclinarse y el condenado caería entre dos traviesas. Al condenado este arreglo le pareció sencillo y eficaz. No le habían cubierto la cara ni vendado los ojos. Consideró por un momento su vacilante posición, y luego dejó que su mirada vagara hacia las aguas arremolinadas del arroyo, que corrían enloquecidas bajo sus pies. Un trozo de madera flotante que bailoteaba llamó su atención y sus ojos la siguieron corriente abajo. ¡Con qué lentitud parecía moverse! ¡Qué arroyo tan perezoso!
Cerró los ojos parea fijar los últimos pensamientos en su mujer y en sus hijos. El agua convertida en oro por el sol temprano, las melancólicas brumas de las orillas a alguna distancia corriente abajo, el fuerte, los soldados, el pedazo de madera, todo lo había distraído. Y ahora tuvo la conciencia de una nueva distracción. A través del recuerdo de sus seres queridos llegaba un sonido que no podía ignorar ni comprender, una percusión seca, nítida, como el golpe del martillo de un herrero sobre un yunque: tenía esa misma resonancia. Se preguntó qué era, y si estaba inmensamente distante o cerca. Parecía como el tañido de una campana fúnebre. Esperó uno y otro golpe con impaciencia y —no sabía por qué— con temor. Los intervalos de silencio se hicieron cada vez mayores. Los silencios se volvían exasperantes. A medida que eran menos frecuentes, los sonidos aumentaban en fuerza y nitidez. Lastimaban su oído como una cuchillada. Tuvo miedo de gritar. Lo que oía era el tictac de su reloj.
Abrió los ojos y vio una vez más el agua bajo sus pies.
“Si pudiera liberar mis manos”, pensó, “podría deshacerme del lazo y lanzarme al agua. Al zambullirme eludiría las balas y nadando con fuerza alcanzaría la orilla, me metería en el bosque y llegaría a casa. Mi casa, gracias a Dios, está todavía fuera de sus avanzadas; mi mujer y mis hijos todavía están más allá de sus líneas invasoras.”
Mientras estos pensamientos, que aquí tienen que ser puestos en palabras, más que desarrollarse, relampagueaban en la mente del condenado, el capitán hizo una señal al sargento. El sargento se hizo a un lado.
II
Peyton Farquhar era un granjero acomodado, miembro de una familia vieja y muy respetada de Alabama. Dueño de esclavos y, como otros dueños de esclavos, político, era naturalmente un secesionista de nacimiento, dedicado con ardor a la causa del Sur. Circunstancias imperiosas, que no viene al caso relatar aquí, le habían impedido unirse a las filas del valeroso ejército que combatió en las desastrosas campañas hasta terminar con la caída de Corinth; irritado por esta vergonzosa limitación anhelaba dar rienda suelta a sus energías y soñaba con la vida libre del soldado, con la oportunidad de destacar. Sentía que esa oportunidad llegaría como le llega a todos durante la guerra. Entretanto, hacía lo que podía. Ninguna tarea era para él demasiado humilde si con ella ayudaba al Sur, ninguna aventura demasiado peligrosa si estaba conforme con el carácter de un civil que tiene corazón de soldado, y que de buena fe y sin muchos escrúpulos acepta por lo menos parte del dicho francamente miserable de que todo vale en el amor y en la guerra.
Un atardecer, mientras Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco a la entrada de su propiedad, un soldado a caballo, uniformado de gris, llegó hasta el portón y pidió un vaso de agua. La señora Farquhar se alegró de poder servirlo con sus propias manos delicadas. Mientras iba a buscar el agua, su marido se acercó al polvoriento jinete y le pidió ansiosamente noticias del frente.
—Los yanquis están reparando las vías —dijo el hombre— y se preparan para seguir su avance. Han llegado al puente sobre el río Owl, lo han reparado y han construido una estacada en la orilla norte. El comandante emitió un edicto, que se ve por todas partes, declarando que cualquier civil que sea capturado entorpeciendo la vía, sus puentes, túneles o trenes, ha de ser ahorcado sin más. Yo vi el edicto.
—¿A qué distancia está el puente sobre el río Owl? —preguntó Farqhar.
— A unos cincuenta kilómetros.
—¿No hay fuerzas a este lado del arroyo?
—Sólo un destacamento de avanzada a medio kilómetro de distancia, sobre las vías, y un centinela a este lado del puente.
—Suponga que un hombre, un civil propenso a la horca, eludiera la avanzada y pudiera tal vez eliminar al centinela —dijo Farqhar, sonriendo— ¿qué lograría?
El soldado reflexionó.
—Yo estuve allí hace un mes —contestó—. Observé que la inundación del invierno pasado había arrimado una cantidad de maderas contra el pilar de troncos que sostiene ese extremo del puente. Esa madera ahora está seca y ardería como yesca.
La señora trajo el agua y el soldado la bebió. Le dio las gracias ceremoniosamente, se inclinó ante el marido y se fue. Una hora más tarde, al anochecer, pasó otra vez por la plantación, hacia la misma dirección desde la cual había venido. Era un explorador del ejército federado.
III
Cuando Peyton Farqhar se desplomó a través del puente quedó inconsciente como si ya estuviera muerto. De este lado lo despertó –le parecía que siglos después— el dolor de una fuerte presión sobre su garganta, seguida por una sensación de ahogo. Punzadas agudas y penetrantes parecían disparar desde su cuello hacia abajo a través de cada fibra del tronco y las extremidades. Se diría que estos dolores relampaguearan a lo largo de líneas de ramificación bien definidas y dieran pulsadas con una frecuencia enloquecida. Parecían corrientes de fuego que lo calentaran a una temperatura intolerable. En cuanto a su cabeza, no era co naciente más que de una sensación de presión, de congestión. Pero estas sensaciones no iban acompañadas del pensamiento. La parte intelectual de su ser ya se había borrado; sólo tenía poder para sentir, y sentir era un tormento. Sentía que se movía. Sumergido en una nube luminosa, de la cual no era ahora más que el centro ardiente, sin sustancia material, se columpiaba a través de increíbles arcos de oscilación, como un enorme péndulo. En un instante, terriblemente repentina, la luz que lo rodeaba disparó hacia arriba con el ruido de una fuerte zambullida; resonó un rugido espantoso en sus oídos y todo fue frío y oscuridad. Volvió entonces la capacidad del pensamiento; supo que la cuerda se había roto y que él había caído al arroyo. No era mayor la sensación de estrangulamiento; el lazo que rodeaba su cuello lo estaba sofocando e impedía que el agua entrara en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! La idea le pareció ridícula. Abrió los ojos en la oscuridad y vio sobre él un rayo de luz. ¡Pero qué lejano, qué inaccesible. Supo que se hundía todavía, porque la luz se atenuaba paulatinamente hasta no ser más que un resplandor. Entonces empezó a crecer y brillar más y advirtió que se acercaba a la superficie; lo supo desganadamente, porque ahora estaba muy cómodo. “Ser ahorcado y ahogarse”, pensó, “no está tan mal; pero no quiero que me disparen. No; no me dispararán, no es justo.”
No fue consciente del esfuerzo, pero un agudo dolor en la muñeca le indicó que estaba tratando de liberar las manos. Concentró su atención en esa lucha, como un observador perezoso podría observar la proeza de un malabarista sin interesarse por el resultado. ¡Qué esfuerzo espléndido! ¡Qué fuerza magnífica y sobrehumana! ¿Ah, qué hermosa empresa! ¡Bravo! La cuerda cayó; sus brazos se separaron y flotaron hacia arriba, las manos apenas visibles a cada lado, en la luz creciente. Las observó con renovado interés mientras, primero una y luego la otra, tironeaban del lazo que rodeaba su cuello. Lo aflojaron y arrancaron furiosamente, y éste se alejó como una anguila. “¡Átenlo otra vez!”, creyó haber gritado estas palabras a sus manos porque al aflojarse el nudo había sentido el dolor más espantoso de su vida. El cuello le dolía terriblemente; su cerebro estaba incendiado; su corazón, que había estado latiendo débilmente, dio un gran salto, tratando de salírsele por la boca. ¡Todo su cuerpo se estremecía y retorcía con una insoportable angustia! Pero sus manos desobedientes no acataron la orden. Golpearon el agua vigorosamente con rápidos manotazos que lo impulsaban hacia la superficie. Sintió que su cabeza emergía; sus ojos quedaron cegados por la luz del sol; su pecho se expandió convulsivamente, y con un esfuerzo supremo sus pulmones se llenaron del aire que instantáneamente expulsaron con un alarido.
Ahora estaba en plena posesión de sus sentidos. En realidad, éstos se encontraban sobrenaturalmente agudizados y alerta. Algo en la espantosa perturbación de su organismo los había exaltado y refinado de tal manera que registraban cosas nunca antes percibidas. Sentía las ondas del agua sobre su cara y las oía por separado cuando lo golpeaban. Miró al bosque sobre la orilla del arroyo, vio cada uno de los árboles, las hojas y las venas de cada hoja. Vio hasta los insectos sobre ellas: las langostas, las moscas de cuerpo brillante, las arañas grises estirando sus telas de rama en rama. Notó los colores prismáticos en todas las gotas del rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los mosquitos que bailaban sobre los remolinos del arroyo, el golpeteo de las alas de las libélulas, los chasquidos de las patas de las arañas acuáticas como remos que hubieran levantado su bote. Todo hacía una música perceptible. Un pez se deslizó ante sus ojos y oyó el sonido de su cuerpo partiendo el agua.
Había salido a la superficie boca abajo; en un instante el mundo visible pareció girar lentamente teniéndolo a él por eje, y vio el puente, el fuerte, los soldados sobre el puente, el capitán, el sargento, los dos soldados, sus verdugos. Eran siluetas contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban señalándolo. El capitán había desenfundado su pistola, pero no disparó; los otros estaban desarmados. Sus movimientos eran grotescos y horribles, sus formas gigantescas.
De pronto oyó un ruido seco y algo golpeó el agua a pocos centímetros de su cabeza, salpicándole la cara. Oyó una segunda detonación y vio a uno de los centinelas con su rifle a la altura del hombro, y una nubecita de humo azul ascendía desde el cañón. El hombre vio desde el agua el ojo del hombre que estaba sobre el puente observando los suyos a través de la mira del rifle. Notó que era un ojo gris y recordó haber leído que los ojos grises eran los más penetrantes, y que todos los famosos tiradores los tenían. Sin embargo, éste había errado. Un remolino lo había hecho volverse; otra vez estaba mirando hacia el bosque en la orilla opuesta al fuerte. Desde su espalda llegó el sonido de una voz clara y alta con un monótono cántico de tal nitidez que atravesaba y relegaba todos los otros sonidos, hasta el de las ondas en sus oídos. Y aunque no era soldado, había frecuentado los campamentos tanto como para conocer el terrible significado de ese cántico deliberado, arrastrado, aspirado; el teniente que estaba en la orilla se incorporaba al trabajo matinal. Qué fría y despiadadamente, y con qué entonación pareja y calma, que presagiaba e imbuía de tranquilidad a sus hombres, con qué intervalos exactamente medidos, caían esas crueles palabras:
— ¡Atención, compañía!… ¡Levanten armas!... ¡Listos!...¡Apunten!...¡Fuego!
Farquhar se zambulló tan profundamente como pudo. El agua rugió en sus oídos como la voz del Niágara, y aún así oyó el trueno amortiguado de la descarga. Al regresar a la superficie, se encontró con brillantes pedazos de metal, extrañamente achatados, que descendían oscilando lentamente. Algunos le tocaron la cara y las manos y siguieron su caída. Uno de ellos se alojó entre su cuello y su camisa; estaba desagradablemente caliente y lo arrancó de allí.
Al salir a la superficie, jadeando, vio que había estado mucho tiempo bajo el agua; la corriente lo había llevado perceptiblemente más lejos, más cerca de su salvación. Los soldados casi habían terminado de recargar; las baquetas de metal brillaron simultáneamente al ser retiradas de los cañones, giraron en el aire y entraron en sus vainas. Los dos centinelas dispararon de nuevo, independiente, ineficazmente.
El hombre perseguido veía todo esto por encima de su hombro; ahora estaba nadando vigorosamente a favor de la corriente. Su cerebro tenía energía como sus brazos y sus piernas; pensaba con la rapidez del rayo.
“El oficial” razonó, “no pecará otra vez por exceso de disciplina. Es tan fácil esquivar una descarga cerrada como un tiro solo. Probablemente ya ha dado la orden de disparo graneado. ¡Que Dios me ampare, no puedo esquivarlos a todos!”
Un chasquido impresionante a dos metros de distancia fue seguido por un fuerte silbido, que desapareció diminuendo y pareció desplazarse hacia atrás, por el aire, hacia el fuerte; murió con una explosión que sacudió el río hasta lo más profundo. ¡Una cortina de agua que se levantaba se dobló sobre él, le cayó encima, lo dejó ciego, lo ahogó! El cañón había entrado en juego. Mientras sacudía su cabeza para librarse de la conmoción del agua, oyó el tiro desviado que zumbaba por el aire, frente a él, y al instante entraba en el bosque, quebrando y aplastando las ramas.
“No harán eso otra vez”, pensó “la próxima vez utilizarán una carga de metralla. Debo vigilar el cañón; el humo me avisará: el ruido del disparo llega demasiado tarde; viene después del proyectil. Es un buen cañón.”
De pronto se sintió dando vueltas y vueltas, girando como una peonza. El agua, las orillas, los bosques, el puente ahora lejano, el fuerte y los hombres, todo se confundía y se esfumaba. Los objetos sólo quedaban representados por sus colores; vetas circulares y horizontales de color, era todo lo que veía. Había sido atrapado en un remolino y giraba con una velocidad que lo mareaba y lo descomponía. Pocos momentos después era arrojado sobre los cantos al pie de la orilla izquierda del arroyo —la orilla sur—, detrás de un saliente que lo ocultaba de sus enemigos. La quietud repentina, el raspar de su mano contra las piedras, lo hicieron volver en sí y llorar de felicidad. Enterró sus dedos en los cantos, los arrojó hacia arriba a manos llenas y los bendijo en voz alta. Parecían diamantes, rubíes, esmeraldas; no podía pensar en nada hermoso a que no se parecieran. Los árboles de la orilla eran enormes plantas de jardín; encontró un orden definido en su disposición, aspiró la fragancia de sus flores. Una extraña luz rosada brillaba a través de los espacios entre sus troncos, y el viento tañía en sus ramas la música de arpas eólicas. No tenía ningún deseo de culminar la huida; estaba satisfecho de poder quedarse en ese lugar encantador hasta que lo volvieran a atrapar.
Un zumbido y el golpeteo de la metralleta entre las ramas sobre su cabeza lo despertaron del sueño. El frustrado artillero le había disparado una ráfaga de despedida, al azar. Se irguió de un salto, subió con rapidez la pendiente y se perdió en el bosque.
Caminó todo ese día guiándose por el sol. El bosque parecía interminable; no pudo descubrir ni un claro, ni siquiera un sendero de leñadores. Nunca había sabido que vivía en una región tan salvaje. La revelación tenía algo de estremecedor. Al caer la noche estaba agotado, tenía los pies doloridos y un hambre atroz. El recuerdo de su mujer y de sus hijos lo alentaba a seguir adelante.. Finalmente, encontró un camino que lo llevaba en la dirección que él sabía correcta. Era tan ancho y recto como una calle, pero nadie parecía haber pasado por él. No estaba bordeado por campos abiertos y no se veía ninguna casa por ningún sitio. Los negros cuerpos de los árboles formaban una pared cerrada, a ambos lados, que terminaba en un punto del horizonte, como un diagrama en una lección de perspectiva. Sobre su cabeza, al mirar a través de esta grieta del bosque, brillaban grandes estrellas de oro que le resultaban desconocidas y agrupadas en extrañas constelaciones. Estaba seguro de que se encontraban dispuestas en algún orden cuyo significado era secreto y maligno. El bosque estaba lleno de ruidos singulares, entre los cuales —una vez, otra y una tercera— oyó claras voces en un idioma desconocido.
El cuello le dolía y al tocárselo con la mano se dio cuenta de que estaba horriblemente hinchado. Supo que tenía un círculo negro donde la cuerda lo había herido. Sus ojos estaban congestionados; ya no podía cerrarlos. Tenía la lengua hinchada por la sed; alivió su fiebre sacándola por entre sus dientes, hasta sentir el aire frío. ¡Con qué suavidad el césped había alfombrado la desierta avenida! ¡Ya no podía sentir el camino bajo sus pies!
A pesar del sufrimiento, se había quedado sin duda dormido mientras caminaba, porque ahora ve un paisaje diferente. Quizá sólo se ha recuperado de un delirio. En ese momento está de pie frente al portón de su propia casa. Las cosas están como él las dejó, y todo es brillante y hermoso en el sol matinal. Debe de haber viajado la noche entera. Cuando empuja y abre el portón y entra en el camino ancho y blanco, ve un aleteo de prendas femeninas; su mujer, con aspecto fresco y dulce, baja de la terraza para recibirlo. Al pie de los escalones lo espera, con una inefable sonrisa de alegría, una actitud de incomparable gracia y dignidad. ¡Ay, qué hermosa es! Se lanza hacia ella con los brazos extendidos. Cuando está a punto de estrecharla siente un golpe en la nuca que lo desvanece; una luz blanca cegadora incendia todo a su alrededor con el sonido de un cañón. Después todo es oscuridad y silencio.
Payton Farquhar estaba muerto; su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba suavemente de un lado a otro bajo las maderas del puente sobre el río Owl.
Ambrose Bierce
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