Katherine Anne Porter, La cuerda

La cuerda
A los tres días de haberse instalado en el campo, él regresó del pueblo andando, con una cesta de provisiones y un rollo de cuerda de veintidós metros. Ella, secándose las manos en su delantal verde, salió a su encuentro. Tenía el pelo revuelto y la nariz escarlata por el sol; él le dijo que su aspecto ya era el de una campesina de toda la vida. A él se le pegaba al cuerpo la camisa de franela gris y tenía los pesados zapatos llenos de polvo. Ella le aseguró que parecía el personaje rural de una representación teatral.
¿Se había acordado del café? Ella había estado esperando durante todo el día el café. Habían olvidado comprarlo al hacer su encargo a la tienda el primer día.
¡Caramba, no, no lo había comprado! ¡Dios, tendría que volver!
Sí, si en ello le fuera la vida, sin duda regresaría, pero pensó que tenía todo lo demás. Ella le recordó que eso se debía únicamente a que él no bebía café. De lo contrario, lo hubiese recordado. Imaginaos que se quedase sin cigarrillos. Entonces ella vio la cuerda. ¿Para qué era? Pues bien, él pensaba que podía servir para tender ropa o algo. Y, naturalmente, ella le preguntó si creía que iban a poner una lavandería. Ya tenían una de quince metros colgada ante sus ojos. ¿De verdad que no se había dado cuenta? Para ella, afeaba el paisaje.
El comentó que una cuerda podía servir para un montón de cosas. Ella quiso saber para qué, que le diera un ejemplo. Él lo consideró unos segundos, pero no se le ocurrió nada. Podían esperar y ver, ¿no? Se necesita toda clase de chismes raros allí en el campo. Ella dijo que sí, que así era, pero que creía que justo en aquel momento, cuando cada centavo era valioso, parecía tonto comprar más cuerda. Eso era todo. No quería decir nada más. Al principio no había comprendido por qué él creía que era necesaria.
¡Ya está bien, diablos! La había comprado porque quería y basta. Ella pensó que esa era una razón suficiente y no podía entender por qué él no lo había dicho desde el principio. Indudablemente, serían útiles veintidós metros de cuerda. Aunque no le venía ninguna a la cabeza en ese momento, había cientos de utilidades. Desde luego. Como él había dicho, en el campo esas cosas siempre son necesarias.
Pero se sentía un tanto decepcionada con lo del café y, ¡oh, mira, mira, mira los huevos! ¡Oh, no, están todos rotos! ¿Qué les había puesto encima? ¿No sabía que no hay que poner peso alguno sobre los huevos? Chafar, quién los había chafado, quería saber él. ¡Qué tontería! Él, sencillamente, los había llevado en la cesta junto con las otras cosas. Si se habían roto, era culpa del hombre de la tienda. Aquel hombre debía saber mejor que nadie que no había que poner cosas pesadas encima de los huevos.
Ella creía que había sido la cuerda. Era lo más pesado del paquete. Lo había visto claramente cuando él llegaba de la tienda y la cuerda destacaba como un enorme envoltorio encima de todo. Él deseaba que el mundo entero diese fe de que eso no era cierto. Había cargado con la cuerda en una mano y con la cesta en la otra, ¿y de qué le servía a ella tener ojos si no era capaz de sacarles más provecho?
En cualquier caso, ella señaló que al menos una cosa estaba clara: no habría huevos para el desayuno. Y tendrían que hacer un revuelto para la cena. Era una verdadera desgracia. Había pensado hacer filetes para la cena. No había hielo, la carne no se podía guardar. Él quiso saber por qué ella no podía terminar de romper los huevos en un tazón y colocarlos en un lugar fresco.
¡Lugar fresco! Si era capaz de encontrarle uno, ella estaría encantada de ponerlos allí. Bien, entonces, a él le parecía perfectamente posible cocinar la carne al mismo tiempo que los huevos y luego calentarla al día siguiente. La idea sencillamente la escandalizó. Carne recalentada cuando podían muy bien comerla recién hecha. Sucedáneos, sobras e improvisaciones, ¡hasta con la carne! Él le frotó un poco la espalda. En realidad, no era tan importante, ¿no, querida? A veces, cuando estaban de buen humor, él le frotaba la espalda y ella se arqueaba y ronroneaba. Esa vez siseó y estuvo a punto de arañarlo. Él se disponía a decir que seguramente se podrían arreglar de alguna manera cuando ella se volvió y dijo que si le decía que se podrían arreglar de alguna manera, no dudaría en darle una bofetada.
Él se tragó esas palabras al rojo vivo y su cara ardió. Levantó la cuerda para colocarla en el estante más alto. Ella no quería tenerla en el estante más alto, donde colocaban frascos y latas; decididamente, no quería que estuviese ocupado por tantos metros de cuerda. Había soportado todo el desorden que era capaz de soportar en el piso de la ciudad; al menos, ahí había espacio y se proponía tener las cosas en orden.
Bien, en ese caso, él quería saber qué estaban haciendo el martillo y los clavos allí. Y por qué los había puesto allí cuando sabía muy bien que él necesitaba aquel martillo y aquellos clavos arriba para fijar los marcos de las ventanas. Ella no hacía más que retrasarlo todo y duplicar el trabajo con su insensata costumbre de cambiar las cosas de lugar y esconderlas.
Estaba segura de no haberle oído bien y, si hubiese tenido alguna razón para creer que él iba a fijar los marcos de las ventanas aquel verano, habría dejado el martillo y los clavos exactamente donde él los había puesto: en medio del suelo del dormitorio, para poder pisarlos bien en la oscuridad. Y ahora, si él no se llevaba aquello de allí, lo arrojaría todo al pozo.
¡Oh, de acuerdo, de acuerdo!… ¿Podría ponerlo en el armario? Desde luego que no, había escobas y fregonas y recogedores, ¿y por qué no podía encontrar un lugar para la cuerda fuera de su cocina? ¿No se había parado a pensar que había siete habitaciones dejadas de la mano de Dios en la casa y sólo una cocina?
Él quiso saber qué tenía que ver. ¿Y comprendía ella que estaba haciendo el ridículo? ¿Y por quién le tomaba? ¿Por un idiota de tres años? El problema era que ella necesitaba de alguien más débil para acosarlo y oprimirlo. Justo en aquel momento él deseaba desesperadamente tener un par de niños sobre los que ella pudiera descargarse. Quizá así conseguiría algún descanso.
Ante ese comentario, a ella se le mudó el rostro. Le recordó que había olvidado el café y comprado un inútil trozo de cuerda. Y cuando ella consideraba todas las cosas que en realidad necesitaban para que aquel sitio fuese siquiera decentemente adecuado para vivir bien, se echaba a llorar, eso era todo. Se la veía tan desamparada, tan perdida y desesperada, que él no podía creer que un simple trozo de cuerda fuera el causante de todo el jaleo. ¿Qué era lo que ocurría, por el amor de Dios?
Oh, ¿le haría él el favor de callarse y salir y quedarse fuera, si podía, durante cinco minutos? Claro, así lo haría. Si ella lo deseaba se quedaría fuera indefinidamente. Dios, sí, no había nada que él desease más que marcharse y no volver nunca. Ella no entendería en su vida qué le retenía entonces. Era una oportunidad estupenda. Ahí estaba ella, clavada, lejos de cualquier ferrocarril, con una casa medio vacía entre las manos, ni un centavo en el bolsillo y todo por hacer en el mundo; parecía el momento elegido por Dios para que él escapara de allí. Estaba sorprendida de que no se hubiera quedado en la ciudad, como de costumbre, hasta que ella hubiese salido y, después de que ella hubiera terminado con todo el trabajo, llegara él para hacer como que ponía las cosas en orden. Era su truco habitual.
Él tenía la impresión de que las cosas estaban yendo demasiado lejos. Saliéndose un tanto de madre, si a ella no le importaba que lo dijera así. ¿Por qué demonios se había quedado en la ciudad el verano anterior? Para hacer media docena de trabajos extras y conseguir el dinero que le había enviado. De eso se trataba. Ella sabía perfectamente que no podían haberlo hecho de otra manera. Aquella vez había estado de acuerdo con él. Y esa había sido la única ocasión en que le había dejado hacer las cosas por sí misma.
Oh, él podría contárselo a su bisabuela. Ella tenía cierta idea de lo que le había retenido en la ciudad. Mucho más que una idea, si él quería saberlo. ¿De modo que ella iba a remover otra vez todo aquello? Pues bien, podía pensar lo que quisiera. Estaba cansado de dar explicaciones. Quizá hubiese parecido ridículo, pero sencillamente había mordido el anzuelo y ¿qué más podía hacer? Era imposible creer que ella fuese a tomárselo en serio. Sí, sí, sabía qué pasaba con un hombre: si se le dejaba libre un minuto, con toda seguridad alguna mujer lo raptaría. ¡Y, naturalmente, él no podía herir sus sentimientos negándose!
Pues bien, ¿qué la enojaba? ¿Olvidaba que le había dicho que aquellas dos semanas sola en el campo habían sido las más felices en cuatro años? ¿Y cuánto tiempo llevaban casados cuando lo dijo? ¡De acuerdo, calla! Si creía que aquello no había sido un golpe bajo…
Ella no había querido decir que estuviese contenta porque él se encontrara lejos. Había querido decir que se había sentido feliz poniendo la maldita casa bonita y en condiciones para él. Eso era lo que había querido decir ¡y ahora, mira! Sacando a relucir algo que ella había dicho hacía un año, únicamente para justificarse por haber olvidado el café y roto los huevos y comprado un condenado trozo de cuerda que no podían permitirse comprar. En realidad pensó que ya era hora de abandonar el tema y que sólo quería dos cosas en el mundo. Quería que él sacara esa cuerda de debajo de sus pies y volviera al pueblo y consiguiera café y, si era capaz de recordarlo, trajera un estropajo de aluminio para las sartenes y dos barras más para cortinas y, si hubiese en el pueblo, guantes de goma, pues tenía las manos en carne viva, y una botella de leche de magnesia de la farmacia.
Él contempló el atardecer azul oscuro abrasador sobre las laderas de las colinas, se enjugó la frente, suspiró profundamente y dijo que, si ella fuese capaz de esperar tan sólo un minuto por alguna cosa, él volvería. Había dicho eso, ¿no?, justo en el momento en que se dieron cuenta de que lo había olvidado.
Oh, sí, de acuerdo… vete. Ella iba a limpiar las ventanas. ¡El campo era tan hermoso! Dudaba de que tuvieran un momento para disfrutarlo. Él se refería a marcharse, pero ni siquiera se atrevía a insinuarlo pues ella, una melancólica incurable, no creería que volvería al cabo de unos días. ¿No recordaba nada agradable de los otros veranos? ¿No se habían divertido siempre de alguna manera? Ella no tenía tiempo para hablar de eso, y ¿le haría el favor de no dejar esa cuerda por ahí para que tropezara? Él la cogió, pues se había deslizado de la mesa, y salió con ella bajo el brazo.
¿Se marchaba justo entonces? Seguramente. Eso pensó ella. A veces tenía la impresión de que él intuía cuál era el momento perfecto para dejarla en la estacada. Quería que sacaran los colchones al sol, pero si se disponían a hacerlo, al menos tendrían para tres horas. Él debía de haberle oído decir por la mañana que tenía la intención de airearlos. De modo que, por supuesto, se marchaba y le dejaba todo el trabajo. Dedujo que él creía que el ejercicio le haría bien.
Bueno, él tan sólo iba a buscar su café. Una caminata de seis kilómetros por un kilo de café era algo ridículo, pero él estaba perfectamente dispuesto a hacerlo. La adicción la estaba destrozando, pero si ella quería destruir su vida, no había nada que él pudiera hacer al respecto. Si creía que era el café lo que la estaba destrozando, ella le felicitaba; debía de tener una conciencia condenadamente tranquila.
Con la conciencia tranquila o no, él no veía por qué los colchones no podían esperar hasta el día siguiente. Y de todos modos, por el amor de Dios, ¿vivían en la casa o iban a permitir que la casa los llevara a la muerte? Ella palideció al oír eso y su rostro se puso lívido en torno a la boca. Su actitud parecía intimidatoria, y le recordó que el cuidado de la casa no era más obligación de uno que de otro; ella tenía otras cosas que hacer y a ese ritmo, ¿cuándo creía que iba a encontrar tiempo para hacerlas?
¿Iba a empezar de nuevo? Sabía tan bien como él que su trabajo proporcionaba ingresos regulares mientras que el de ella era sólo ocasional. Si dependieran de lo que ella hacía… ¡y ya era hora de que lo comprendiera con toda claridad de una vez por todas!
Definitivamente, ese no era el problema. La cuestión era si, cuando ambos estuvieran trabajando a la vez, habría o no división del trabajo doméstico. Ella simplemente quería saberlo, pues tenía que hacer sus planes. Pues bien, él creía que todo estaba arreglado. Era un hecho que él iba a ayudar. ¿No lo había hecho siempre, durante los veranos?
¿Lo había hecho? Oh, ¡lo había hecho! ¿Y cuándo y dónde y haciendo qué? ¡Dios, qué broma tan divertida!
Hasta tal punto era divertida la broma que el rostro de ella se tornó ligeramente púrpura y estalló en una carcajada. Rio tanto que tuvo que sentarse y al final un torrente de lágrimas brotó de sus ojos y rodó hacia las alzadas comisuras de sus labios. Él se precipitó hacia ella, la obligó a ponerse en pie y trató de echarle agua en la cabeza. El cucharón colgaba de un clavo por una cuerda y al tirar él la rompió. Entonces trató de sacar agua con una mano mientras luchaba con la otra. Así que dejó de intentarlo y, en su lugar, la sacudió.
Ella, haciendo un gran esfuerzo, se soltó de sus manos, gritándole que cogiera su cuerda y se fuera al infierno. Sencillamente lo había abandonado; y corrió. Él oyó sus zapatillas de tacón haciendo ruido y tropezando en las escaleras.
Salió, rodeó la casa y se internó en el sendero; de pronto se dio cuenta de que tenía una ampolla en el talón y de que sentía arder la camisa. Las cosas estallan tan repentinamente que no se sabe cuándo han comenzado. Se ponía hecha una furia por nada. Era terrible, maldición, ni una pizca de sensatez. Cuando estaba así daba lo mismo hablar con un colador que con esa mujer. ¡Que le condenasen si tenía que pasar toda su vida dándole la razón! Y bien, ¿qué iba a hacer? Devolvería la cuerda y la cambiaría por otra cosa. Las cosas se acumulaban, las cosas eran gigantescas y no se podían mover, ni seleccionar, ni eliminar. Están por ahí y se pudren. La devolvería. Diablos, ¿por qué? Él la quería. Al fin y al cabo, ¿qué era? Un trozo de cuerda. Imaginad a alguien que se preocupe más por un trozo de cuerda que por los sentimientos de un hombre. ¿Qué derecho tenía ella a protestar por eso? Recordó todas las cosas inútiles, sin sentido, que compraba para sí misma. ¿Por qué? Porque quería, ¡por eso! Se detuvo y eligió una piedra grande junto al camino. Cuando regresara, pondría la cuerda detrás de ella en la caja de herramientas. Ya había oído hablar de la cuerdecita bastante para el resto de su vida.
Cuando regresó, ella estaba apoyada en el buzón, a un lado del camino, esperando. Era bastante tarde; el olor a filete asado le llegó, flotando en el aire fresco. La cara de la mujer era joven, tersa y de buen color. Su rebelde y gracioso cabello negro estaba revuelto. Le saludó con un gesto desde lejos y él se apresuró. Ella gritó que la cena estaba lista y esperando, ¿tenía hambre?
Ya lo creo que tenía hambre. Ahí estaba el café. Lo alzó para que lo viese. Ella miró su otra mano. ¿Qué era lo que tenía allí? Bueno, era otra vez la cuerda. Él se detuvo de golpe. Tenía el propósito de cambiarla, pero había olvidado hacerlo. Ella quiso saber por qué había de cambiarla, si tanto deseaba tenerla. ¿No era ahora agradable el aire y bueno el estar allí?
Ella caminó junto a él sujetándose con una mano en su cinturón de cuero. Tironeaba y le empujaba un poco al andar y se apoyaba en su cuerpo. Él la rodeó con su brazo libre y le dio una palmadita en el estómago. Intercambiaron cautelosas sonrisas. ¡Café, café para los tortolitos! Él se sintió como si le trajera un hermoso regalo.
Era un amor, creía la mujer con toda firmeza, y de haber tenido su café por la mañana no se hubiese comportado de modo tan sorprendente… Había un chotacabras, imagínate, totalmente fuera de estación, que se posaba en el manzano silvestre y llamaba solo a los demás. Tal vez su hembra lo hubiese abrumado. Tal vez. Tenía la esperanza de oírlo una vez más, amaba los chotacabras… Él sabía cómo era ella, ¿no?
Claro, él sabía cómo era ella.

Katherine Anne Porter, La cuerda.

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Katherine Anne Porter



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