Felisberto Hernández, Las Hortensias

Las Hortensias.

A María Luisa

I
Al lado de un jardín había una fábrica y los ruidos de las máquinas se metían entre las plantas y los árboles. Y al fondo del jardín se veía una casa de pátina oscura. El dueño de la “casa negra” era un hombre alto. Al oscurecer sus pasos lentos venían de la calle; y cuando entraba al jardín y a pesar del ruido de las máquinas, parecía que los pasos masticaran el balasto. Una noche de otoño, al abrir la puerta y entornar los ojos para evitar la luz fuerte del hall, vio a su mujer detenida en medio de la escalinata; y al mirar los escalones desparramándose hasta la mitad del patio, le pareció que su mujer tenía puesto un gran vestido de mármol y que la mano que tomaba la baranda, recogía el vestido. Ella se dio cuenta de que él venía cansado, de que subiría al dormitorio, y esperó con una sonrisa que su marido llegara hasta ella.
Después que se besaron, ella dijo:
—Hoy los muchachos terminaron las escenas...
—Ya sé, pero no me digas nada.
Ella lo acompañó hasta la puerta del dormitorio, le acarició la nariz con un dedo y lo dejó solo. Él trataría de dormir un poco antes de la cena; su cuarto oscuro separaría las preocupaciones del día de los placeres que esperaba de la noche. Oyó con simpatía, como en la infancia, el ruido atenuado de las máquinas y se durmió. En el sueño vio una luz que salía de la pantalla y daba sobre una mesa. Alrededor de la mesa había hombres de pie. Uno de ellos estaba vestido de frac y decía:
“Es necesario que la marcha de la sangre cambie de mano; en vez de ir por las arterias y venir por las venas, debe ir por las venas y venir por las arterias”. Todos aplaudieron e hicieron exclamaciones; entonces el hombre vestido de frac fue a un patio, montó a caballo y al salir galopando, en medio de las exclamaciones, las herraduras sacaban chispas contra las piedras. Al despertar, el hombre de la casa negra recordó el sueño, reconoció en la marcha de la sangre lo que ese mismo día había oído decir –en ese país los vehículos cambiarían de mano– y tuvo una sonrisa. Después se vistió de frac, volvió a recordar al hombre del sueño y fue al comedor. Se acercó a su mujer y mientras le metía las manos abiertas en el pelo, decía:
—Siempre me olvido de traer un lente para ver cómo son las plantas que hay en el verde de estos ojos; pero ya sé que el color de la piel lo consigues frotándote con aceitunas.
Su mujer le acarició de nuevo la nariz con el índice; después lo hundió en la mejilla de él, hasta que el dedo se dobló como una pata de mosca y le contestó:
—¡Y yo siempre me olvido de traer unas tijeras para recortarte las cejas!
Ella se sentó a la mesa y viendo que él salía del comedor le preguntó:
—¿Te olvidaste de algo?
—Quién sabe.
Él volvió en seguida y ella pensó que no había tenido tiempo de hablar por teléfono.
—¿No quieres decirme a qué fuiste?
—No.
—Yo tampoco te diré qué hicieron hoy los hombres.
Él ya le había empezado a contestar:
—No, mi querida aceituna, no me digas nada hasta el fin de la cena.
Y se sirvió de un vino que recibía de Francia; pero las palabras de su mujer habían sido como pequeñas piedras caídas en un estanque donde vivían sus manías; y no pudo abandonar la idea de lo que esperaba ver esa noche. Coleccionaba muñecas un poco más altas que las mujeres normales. En un gran salón había hecho construir tres habitaciones de vidrio; en la más amplia estaban todas las muñecas que esperaban el instante de ser elegidas para tomar parte en escenas que componían en las otras habitaciones. Esa tarea estaba a cargo de muchas personas: en primer término, autores de leyenda (en pocas palabras debía expresar la situación en que se encontraban las muñecas que aparecían en cada habitación); otros artistas se ocupaban de la escenografía, de los vestidos, de la música, etc. Aquella noche se inauguraría la segunda exposición; él la miraría mientras un pianista, de espaldas a él y en el fondo del salón, ejecutaría las obras programadas. De pronto, el dueño de la casa negra se dio cuenta de que no debía pensar en eso durante la cena; entonces sacó del bolsillo del frac unos gemelos de teatro y trató de enfocar la cara de su mujer.
—Quisiera saber si las sombras de tus ojeras son producidas por vegetaciones...
Ella comprendió que su marido había ido al escritorio a buscar los gemelos y decidió festejarle la broma. Él vio una cúpula de vidrio; y cuando se dio cuenta de que era una botella dejó los gemelos y se sirvió otra copa del vino de Francia. Su mujer miraba los borbotones al caer en la copa; salpicaban el cristal de lágrimas negras y corrían a encontrarse con el vino que ascendía. En ese instante entró Alex –un ruso blanco de barba en punta–, se inclinó ante la señora y le sirvió porotos con jamón. Ella decía que nunca había visto un criado con barba; y el señor contestaba que ésa había sido la única condición exigida por Alex. Ahora ella dejó de mirar la copa de vino y vio el extremo de la manga del criado; de allí salía un vello espeso que se arrastraba por la mano y llegaba hasta los dedos. En el momento de servir al dueño de casa, Alex dijo:
—Ha llegado Walter. (Era el pianista.)
Al fin de la cena, Alex sacó las copas en una bandeja; chocaban unas con otras y parecían contentas de volver a encontrarse. El señor –a quien le había brotado un silencio somnoliento– sintió placer en oír los sonidos de las copas y llamó al criado:
—Dile a Walter que vaya al piano. En el momento en que yo entre al salón, él no debe hablarme. ¿El piano, está lejos de las vitrinas?
—Sí señor, está en el otro extremo del salón.
—Bueno, dile a Walter que se siente dándome la espalda, que empiece a tocar la primera obra del programa y que la repita sin interrupción hasta que yo le haga la seña de la luz.
Su mujer le sonreía. Él fue a besarla y dejó unos instantes su cara congestionada junto a la mejilla de ella. Después se dirigió hacia la salita próxima al gran salón. Allí empezó a beber el café y a fumar; no iría a ver sus muñecas hasta no sentirse bastante aislado. Al principio puso atención a los ruidos de las máquinas y los sonidos del piano; le parecía que venían mezclados con agua, y él los oía como si tuviera puesta una escafandra. Por último se despertó y empezó a darse cuenta de que algunos de los ruidos deseaban insinuarle algo; como si alguien hiciera un llamado especial entre los ronquidos de muchas personas para despertar sólo a una de ellas. Pero cuando él ponía atención a esos ruidos, ellos huían como ratones asustados. Estuvo intrigado unos momentos y después decidió no hacer caso. De pronto se extrañó de no verse sentado en el sillón: se había levantado sin darse cuenta; recordó el instante, muy próximo, en que abrió la puerta, y en seguida se encontró con los pasos que daba ahora: lo llevaban a la primera vitrina. Allí encendió la luz de la escena y a través de la cortina verde vio una muñeca tirada en una cama. Corrió la cortina y subió al estrado –era más bien una tarima con ruedas de goma y baranda–; encima había un sillón y una mesita; desde allí dominaba mejor la escena. La muñeca estaba vestida de novia y sus ojos abiertos estaban colocados en dirección al techo. No se sabía si estaba muerta o si soñaba. Tenía los brazos abiertos; podía ser una actitud de desesperación o de abandono dichoso. Antes de abrir el cajón de la mesita y saber cuál era la leyenda de esta novia, él quería imaginar algo. Tal vez ella esperaba al novio, quien no llegaría nunca; la habría abandonado un instante antes del casamiento; o tal vez fuera viuda y recordara el día en que se casó; también podía haberse puesto ese traje con la ilusión de ser novia.
Entonces abrió el cajón y leyó: “Un instante antes de casarse con el hombre a quien no ama, ella se encierra, piensa que ese traje era para casarse con el hombre a quien amó, y que ya no existe, y se envenena. Muere con los ojos abiertos y todavía nadie ha entrado a cerrárselos”. Entonces el dueño de la casa negra pensó: “Realmente, era una novia divina”. Y a los pocos instantes sintió placer en darse cuenta de que él vivía y ella no. Después abrió una puerta de vidrio y entró a la escena para mirar los detalles. Pero al mismo tiempo le pareció oír, entre el ruido de las máquinas y la música, una puerta cerrada con violencia; salió de la vitrina y vio, agarrado en la puerta que daba a la salita, un pedazo del vestido de su mujer; mientras se dirigía allí, en puntas de pie, pensó que ella lo espiaba; tal vez hubiera querido hacerle una broma; abrió rápidamente y el cuerpo de ella se le vino encima; él lo recibió en los brazos, pero le pareció muy liviano y en seguida reconoció a Hortensia, la muñeca parecida a su señora; al mismo tiempo su mujer, que estaba acurrucada detrás de un sillón, se puso de pie y le dijo:
—Yo también quise prepararte una sorpresa; apenas tuve tiempo de ponerle mi vestido.
Ella siguió conversando, pero él no la oía; aunque estaba pálido le agradecía, a su mujer, la sorpresa; no quería desanimarla, pues a él le gustaban las bromas que ella le daba con Hortensia. Sin embargo esta vez había sentido malestar. Entonces puso a Hortensia en brazos de su señora y le dijo que no quería hacer un intervalo demasiado largo. Después salió, cerró la puerta y fue en dirección hacia donde estaba Walter; pero se detuvo a mitad del camino y abrió otra puerta, la que daba a su escritorio; se encerró, sacó de un mueble un cuaderno y se dispuso a apuntar la broma que su señora le dio con Hortensia y la fecha correspondiente. Antes leyó la última nota. Decía: “Julio 21. Hoy, María (su mujer se llamaba María Hortensia; pero le gustaba que la llamaran María; entonces, cuando su marido mandó hacer esa muñeca parecida a ella, decidieron tomar el nombre de Hortensia –como se toma un objeto arrumbado– para la muñeca) estaba asomada a un balcón que da al jardín; yo quise sorprenderla y cubrirle los ojos con las manos; pero antes de llegar al balcón, vi que era Hortensia.
María me había visto ir al balcón, venía detrás de mí y me soltó una carcajada”. Aunque ese cuaderno lo leía únicamente él, firmaba las notas; escribía su nombre, Horacio, con letras grandes y cargadas de tinta. La nota anterior a ésta, decía: “Julio 18. Hoy abrí el ropero para descolgar mi traje y me encontré a Hortensia; tenía puesto mi frac y le quedaba graciosamente grande”.
Después de anotar la última sorpresa, Horacio se dirigió hacia la segunda vitrina; le hizo señas con una luz a Walter para que cambiara la obra del programa y empezó a correr la tarima. Durante el intervalo que hizo Walter, antes de empezar la segunda pieza, Horacio sintió más intensamente el latido de las máquinas; y cuando corrió la tarima le pareció que las ruedas hacían el ruido de un trueno lejano. En la segunda vitrina aparecía una muñeca sentada a una cabecera de la mesa. Tenía la cabeza levantada y las manos al costado del plato, donde había muchos cubiertos en fila. La actitud de ella y las manos sobre los cubiertos hacían pensar que estuviera ante un teclado. Horacio miró a Walter, lo vio inclinado ante el piano con las colas del frac caídas por detrás de la banqueta y le pareció un bicho de mal agüero. Después miró fijamente la muñeca y le pareció tener, como otras veces, la sensación de que ella se movía. No siempre estos movimientos se producían en seguida; ni él los esperaba cuando la muñeca estaba acostada o muerta; pero en esta última se produjeron demasiado pronto; él pensó que esto ocurría por la posición tan incómoda de la muñeca; ella se esforzaba demasiado por mirar hacia arriba; hacía movimientos oscilantes, apenas perceptibles; pero en un instante en que él sacó los ojos de la cara para mirarle las manos, ella bajó la cabeza de una manera bastante pronunciada; él, a su vez, volvió a levantar rápidamente los ojos hacia la cara de ella; pero la muñeca ya había reconquistado su fijeza. Entonces él empezó a imaginar su historia. Su vestido y los objetos que había en el comedor denunciaban un gran lujo pero los muebles eran toscos y las paredes de piedra. En la pared del fondo había una pequeña ventana y a espaldas de la muñeca una puerta baja y entreabierta como una sonrisa falsa. Aquella habitación sería un presidio en un castillo, el piano hacía ruido de tormenta y en la ventana aparecía, a intervalos, un resplandor de relámpagos; entonces recordó que hacía unos instantes las ruedas de la tarima le hicieron pensar en un trueno lejano, y esa coincidencia lo inquietó; además, antes de entrar al salón, había oído los ruidos que deseaban insinuarle algo. Pero volvió a la historia de la muñeca: tal vez ella, en aquel momento, rogara a Dios esperando una liberación próxima. Por último, Horacio abrió el cajón y leyó: “Vitrina segunda. Esta mujer espera, para pronto, un niño. Ahora vive en un faro junto al mar; se ha alejado del mundo porque han criticado sus amores con un marino. A cada instante ella piensa: ‘Quiero que mi hijo sea solitario y que sólo escuche al mar’”. Horacio pensó: “Esta muñeca ha encontrado su verdadera historia”. Entonces se levantó, abrió la puerta de vidrio y miró lentamente los objetos; le pareció que estaba violando algo tan serio como la muerte; él prefería acercarse a la muñeca; quiso mirarla desde un lugar donde los ojos de ella se fijaran en los de él; y después de unos instantes se inclinó ante la desdichada y al besarla en la frente volvió a sentir una sensación de frescura tan agradable como en la cara de María. Apenas había separado los labios de la frente de ella vio que la muñeca se movía; él se quedó paralizado; ella empezó a irse para un lado cada vez más rápidamente, y cayó al costado de la silla; y junto con ella una cuchara y un tenedor. El piano seguía haciendo el ruido del mar; y seguía la luz en la ventana y las máquinas. Él no quiso levantar la muñeca; salió precipitadamente de la vitrina, del salón, de la salita y al llegar al patio vio a Alex: –Dile a Walter que por hoy basta; y mañana avisa a los muchachos para que vengan a acomodar la muñeca de la segunda vitrina.
En ese momento apareció María:
—¿Qué ha pasado?
—Nada, se cayó una muñeca, la del faro...
—¿Cómo fue? ¿Se hizo algo?
—Cuando yo entré a mirar los objetos debo haber tocado la mesa...
—¡Ah! ¡Ya te estás poniendo nervioso!
—No, me quedé muy contento con las escenas. ¿Y Hortensia? ¡Aquel vestido tuyo le quedaba muy bien!
—Será mejor que te vayas a dormir, querido –contestó María.
Pero se sentaron en un sofá. Él abrazó a su mujer y le pidió que por un minuto, y en silencio, dejara la mejilla de ella junto a la de él. Al instante de haber juntado las cabezas, apareció en la de él el recuerdo de las muñecas que se habían caído: Hortensia y la del faro. Y ya sabía él lo que eso significaba: la muerte de María; tuvo miedo de que sus pensamientos pasaran a la cabeza de ella y empezó a besarla en los oídos. Cuando Horacio estuvo solo, de nuevo, en la oscuridad de su dormitorio, puso atención en el ruido de las máquinas y pensó en los presagios. Él era como un hilo enredado que interceptara los avisos de otros destinos y recibiera presagios equivocados; pero esta vez todas las señales se habían dirigido a él: los ruidos de las máquinas y los sonidos del piano habían escondido a otros ruidos que huían como ratones; después Hortensia, cayendo en sus brazos, cuando él abrió la puerta, y como si dijera: “Abrázame porque María morirá”. Y era su propia mujer la que había preparado el aviso; y tan inocente como si mostrara una enfermedad que todavía ella misma no había descubierto. Más tarde, la muñeca muerta en la primera vitrina. Y antes de llegar a la segunda, y sin que los escenógrafos lo hubieran previsto, el ruido de la tarima como un trueno lejano, presagiando el mar y la mujer del faro. Por último ella se había desprendido de los labios de él, había caído, y lo mismo que María, no llegaría a tener ningún hijo. Después Walter, como un bicho de mal agüero, sacudiendo las colas del frac y picoteando el borde de su caja negra.

II
María no estaba enferma ni había por qué pensar que se iba a morir. Pero hacía mucho tiempo que él tenía miedo de quedarse sin ella y a cada momento se imaginaba cómo sería su desgracia cuando la sobreviviera. Fue entonces que se le ocurrió mandar a hacer la muñeca igual a María. Al principio la idea parecía haber fracasado. Él sentía por Hortensia la antipatía que podía provocar un sucedáneo. La piel era de cabritilla; habían tratado de imitar el color de María y de perfumarla con sus esencias habituales; pero cuando María le pedía a Horacio que le diera un beso a Hortensia, él se disponía a hacerlo pensando que iba a sentir gusto a cuero o que iba a besar un zapato. Pero al poco tiempo empezó a percibir algo inesperado en las relaciones de María con Hortensia. Una mañana él se dio cuenta de que María cantaba mientras vestía a Hortensia; y parecía una niña entretenida con una muñeca. Otra vez, él llegó a su casa al anochecer y encontró a María y a Hortensia sentadas a una mesa con un libro por delante; tuvo la impresión de que María enseñaba a leer a una hermana.
Entonces él había dicho:
—¡Debe ser un consuelo el poder confiar un secreto a una mujer tan silenciosa!
—¿Qué quieres decir? –le preguntó María. Y en seguida se levantó de la mesa y se fue enojada para otro lado; pero Hortensia se había quedado sola, con los ojos en el libro y como si hubiera sido una amiga que guardara una discreción delicada. Esa misma noche, después de la cena y para que Horacio no se acercara a ella, María se había sentado en el sofá donde acostumbraban a estar los dos y había puesto a Hortensia al lado de ella. Entonces Horacio miró la cara de la muñeca y le volvió a parecer antipática; ella tenía una expresión de altivez fría y parecía vengarse de todo lo que él había pensado de su piel. Después Horacio había ido al salón. Al principio se paseó por delante de sus vitrinas; al rato abrió la gran tapa del piano, sacó la banqueta, puso una silla –para poder recostarse– y empezó a hacer andar los dedos sobre el patio fresco de teclas blancas y negras. Le costaba combinar los sonidos y parecía un borracho que no pudiera coordinar las sílabas. Pero mientras tanto recordaba muchas de las cosas que sabía de las muñecas. Las había ido conociendo, casi sin querer; hasta hacía poco tiempo, Horacio conservaba la tienda que lo había ido enriqueciendo. Todos los días, después que los empleados se iban, a él le gustaba pasearse solo entre la penumbra de las salas y mirar las muñecas de las vidrieras iluminadas. Veía los vestidos una vez más, y deslizaba, sin querer, alguna mirada por las caras. Él observaba sus vidrieras desde uno de los lados, como un empresario que mirara sus actores mientras ellos representaran una comedia. Después empezó a encontrar, en las caras de las muñecas, expresiones parecidas a las de sus empleadas: algunas le inspiraban la misma desconfianza; y otras, la seguridad de que estaban contra él; había una, de nariz respingada, que parecía decir: “Y a mí qué me importa”. Otra, a quien él miraba con admiración, tenía cara enigmática: así como le venía bien un vestido de verano o uno de invierno, también se le podía atribuir cualquier pensamiento; y ella tan pronto parecía aceptarlo como rechazarlo. De cualquier manera, las muñecas tenían sus secretos; si bien el vidrierista sabía acomodarlas y sacar partido de las condiciones de cada una, ellas, a último momento, siempre agregaban algo por su cuenta. Fue entonces cuando Horacio empezó a pensar que las muñecas estaban llenas de presagios. Ellas recibían día y noche cantidades inmensas de miradas codiciosas; y esas miradas hacían nidos e incubaban presagios; después volaban en bandadas formando manchas imperceptibles en el aire; a veces se posaban en las caras de las muñecas como las nubes que se detienen en los paisajes, y al cambiarles la luz confundían las expresiones; otras veces los presagios volaban hacia las caras de mujeres inocentes y las contagiaban de aquella primera codicia; entonces las muñecas parecían seres hipnotizados cumpliendo misiones desconocidas o prestándose a designios malvados. La noche del enojo con María, Horacio llegó a la conclusión de que Hortensia era una de esas muñecas sobre la que se podía pensar cualquier cosa; ella también podía trasmitir presagios o recibir avisos de otras muñecas. Era desde que Hortensia vivía en su casa que María estaba más celosa; cuando él había tenido deferencias para alguna empleada, era en la cara de Hortensia que encontraba el conocimiento de los hechos y el reproche; y fue en esa misma época que María lo fastidió hasta conseguir que él abandonara la tienda. Pero las cosas no quedaron ahí: María sufría, después de las reuniones en que él la acompañaba, tales ataques de celos, que lo obligaron a abandonar, también, la costumbre de hacer visitas con ella.
En la mañana que siguió al enojo, Horacio se reconcilió con las dos. Los malos pensamientos le llegaban con la noche y se le iban en la mañana. Como de costumbre, los tres se pasearon por el jardín. Horacio y María llevaban a Hortensia abrazada; y ella, con un vestido largo –para que no se supiera que era una mujer sin pasos–, parecía una enferma querida. (Sin embargo, la gente de los alrededores había hecho una leyenda en la cual acusaban al matrimonio de haber dejado morir a una hermana de María para quedarse con su dinero; entonces habían decidido expiar su falta haciendo vivir con ellos a una muñeca que, siendo igual a la difunta, les recordara a cada instante el delito.
Después de una temporada de felicidad, en la que María preparaba sorpresas con Hortensia y Horacio se apresuraba a apuntarlas en el cuaderno, apareció la noche de la segunda exposición y el presagio de la muerte de María. Horacio atinó a comprarle a su mujer muchos vestidos de tela fuerte –esos recuerdos de María debían durar mucho tiempo– y le pedía que se los probara a Hortensia. María estaba muy contenta y Horacio fingía estarlo, cuando se le ocurrió dar una cena –la idea partió, disimuladamente, de Horacio– a sus amigos más íntimos. Esa noche había tormenta, pero los convidados se sentaron a la mesa muy alegres; Horacio pensaba que esa cena le dejaría muchos recuerdos y trataba de provocar situaciones raras. Primero hacía girar en sus manos el cuchillo y el tenedor –imitaba a un cowboy con sus revólveres– y amenazó a una muchacha que tenía a su lado; ella, siguiendo la broma levantó los brazos; Horacio vio las axilas depiladas y le hizo cosquillas con el cuchillo. María no pudo resistir y le dijo:
—¡Estás portándote como un chiquilín mal educado, Horacio!
Él pidió disculpas a todos y pronto se renovó la alegría. Pero en el primer postre y mientras Horacio servía el vino de Francia, María miró hacia el lugar donde se extendía una mancha negra –Horacio vertía el vino fuera de la copa– y llevándose una mano al cuello quiso levantarse de la mesa y se desvaneció. La llevaron a su dormitorio y cuando se mejoró dijo que desde hacía algunos días no se sentía bien. Horacio mandó buscar el médico inmediatamente. Éste le dijo que su esposa debía cuidar sus nervios, pero que no tenía nada grave. María se levantó y despidió a sus convidados como si nada hubiera pasado. Pero cuando estuvieron solos, dijo a su marido:
—Yo no podré resistir esta vida; en mis propias narices has hecho lo que has querido con esa muchacha...
—Pero María...
—Y no sólo derramaste el vino por mirarla. ¡Qué le habrás hecho en el patio para que ella te dijera: “¡Qué Horacio, éste!”.
—Pero querida, ella me dijo: “¿Qué hora es?”.
Esa misma noche se reconciliaron y ella durmió con la mejilla junto a la de él. Después él separó su cabeza para pensar en la enfermedad de ella. Pero a la mañana siguiente le tocó el brazo y lo encontró frío. Se quedó quieto, con los ojos clavados en el techo y pasaron instantes crueles antes que pudiera gritar: “¡Alex!”. En ese momento se abrió la puerta, apareció María y él se dio cuenta de que había tocado a Hortensia y que había sido María quien, mientras él dormía, la había puesto a su lado. Después de mucho pensar resolvió llamar a Facundo –el fabricante de muñecas amigo de él– y buscar la manera de que, al acercarse a Hortensia, se creyera encontrar en ella calor humano. Facundo le contestó:
—Mira, hermano, eso es un poco difícil; el calor duraría el tiempo que dura el agua caliente en un porrón.
—Bueno, no importa; haz como quieras pero no me digas el procedimiento. Además me gustaría que ella no fuera tan dura, que al tomarla se tuviera una sensación más agradable...
—También es difícil. Imagínate que si le hundes un dedo le dejas el pozo.
—Sí, pero de cualquier manera, podía ser más flexible; y te diré que no me asusta mucho el defecto de que me hablas.
La tarde en que Facundo se llevó a Hortensia, Horacio y María estuvieron tristes.
—¡Vaya a saber qué le harán! –decía María.
—Bueno querida, no hay que perder el sentido de la realidad. Hortensia era, simplemente, una muñeca.
—¡Era! Quiere decir que ya la das por muerta. ¡Y además eres tú el que habla del sentido de la realidad!
—Quise consolarte...
—¡Y crees que ese desprecio con que hablas de ella me consuela! Ella era más mía que tuya. Yo la vestía y le decía cosas que no le puedo decir a nadie. ¿Oyes? Y ella nos unía más de lo que tú puedes suponer. (Horacio tomó la dirección del escritorio.) Bastantes gustos que te hice preparándote sorpresas con ella. ¡Qué necesidad tenías de “más calor humano”!
María había subido la voz. Y en seguida se oyó el portazo con que Horacio se encerró en su escritorio. Lo de calor humano, dicho por María, no sólo lo dejaba en ridículo sino que le quitaba ilusión en lo que esperaba de Hortensia cuando volviera. Casi enseguida se le ocurrió salir a la calle. Cuando volvió a su casa, María no estaba; y cuando ella volvió los dos disimularon, por un rato, un placer de encontrarse bastante inesperado. Esa noche él no vio sus muñecas. Al día siguiente, por la mañana, estuvo ocupado; después del almuerzo paseó con María por el jardín; los dos tenían la idea de que la falta de Hortensia era algo provisorio y que no debían exagerar las cosas; Horacio pensó que era más sencillo y natural, mientras caminaban, que él abrazara sólo a María. Los dos se sintieron livianos, alegres, y volvieron a salir. Pero ese mismo día, antes de cenar, él fue a buscar a su mujer al dormitorio y le extrañó el encontrarse, simplemente, con ella. Por un instante él se había olvidado que Hortensia no estaba; y esta vez, la falta de ella le produjo un malestar raro. María podía ser, como antes, una mujer sin muñeca; pero ahora él no podía admitir la idea de María sin Hortensia; aquella resignación de toda la casa y de María ante el vacío de la muñeca, tenía algo de locura. Además, María iba de un lado para otro del dormitorio y parecía que en esos momentos no pensaba en Hortensia; y en la cara de María se veía la inocencia de un loco que se ha olvidado de vestirse y anda desnudo. Después fueron al comedor y él empezó a tomar el vino de Francia. Miró varias veces a María, en silencio, y por fin creyó encontrar en ella la idea de Hortensia. Entonces él pensó en lo que era la una para la otra. Siempre que él pensaba en María, la recordaba junto a Hortensia y preocupándose de su arreglo, de cómo la iba a sentar y de que no se cayera; y con respecto a él, de las sorpresas que le preparaba. Si María no tocaba el piano–como la amante de Facundo– en cambio tenía a Hortensia y por medio de ella desarrollaba su personalidad de una manera original. Descontarle Hortensia a María era como descontarle el arte a un artista. Hortensia no sólo era una manera de ser de María sino que era su rasgo más encantador; y él se preguntaba cómo había podido amar a María cuando ella no tenía a Hortensia. Tal vez en aquella época la expresara en otros hechos o de otra manera. Pero hacía un rato, cuando él fue a buscar a María y se encontró, simplemente con María, ella le había parecido de una insignificancia inquietante. Además –Horacio seguía tomando vino de Francia–, Hortensia era un obstáculo extraño; y él podía decir que algunas veces tropezaba en Hortensia para caer en María. Después de cenar Horacio besó la mejilla fresca de María y fue a ver sus vitrinas. En una de ellas era carnaval. Dos muñecas, una morocha y otra rubia, estaban disfrazadas de manolas con el antifaz puesto y recostadas a una baranda de columnas de mármol. A la izquierda había una escalinata; y sobre los escalones, serpentinas, caretas, antifaces y algunos objetos caídos como al descuido. La escena estaba en penumbra; y de pronto Horacio creyó reconocer, en la muñeca morocha, a Hortensia. Podría haber ocurrido que María la hubiera mandado buscar a lo de Facundo y haber preparado esta sorpresa. Antes de seguir mirando Horacio abrió la puerta de vidrio, subió a la escalinata y se acercó a las muñecas. Antes de levantarles el antifaz vio que la morocha era más alta que Hortensia y que no se parecía a ella. Al bajar la escalinata pisó una careta; después la recogió y la tiró detrás de la baranda. Este gesto suyo le dio un sentido material de los objetos que lo rodeaban y se encontró desilusionado. Fue a la tarima y oyó con disgusto el ruido de las máquinas separado de los sonidos del piano. Pero pasados unos instantes miró las muñecas y se le ocurrió que aquéllas eran dos mujeres que amaban al mismo hombre. Entonces abrió el cajón y se enteró de la leyenda: “La mujer rubia tiene novio. Él, hace algún tiempo, ha descubierto que en realidad ama a la amiga de su novia, la morocha, y se lo declara. La morocha también lo ama; pero lo oculta y trata de disuadir al novio de su amiga. Él insiste; y en la noche de carnaval él confiesa a su novia el amor por la morocha. Ahora es el primer instante en que las amigas se encuentran y las dos saben la verdad. Todavía no han hablado y permanecen largo rato disfrazadas y silenciosas”. Por fin Horacio había acertado con una leyenda: las dos amigas aman al mismo hombre; pero en seguida pensó que la coincidencia de haber acertado significaba un presagio o un aviso de algo que ya estaba pasando: él, como novio de las dos muñecas, ¿no estaría enamorado de Hortensia? Esta sospecha lo hizo revolotear alrededor de su muñeca y posarse sobre estas preguntas: ¿qué tenía Hortensia para que él se hubiera enamorado de ella? ¿Él sentiría por las muñecas una admiración puramente artística? ¿Hortensia sería simplemente un consuelo para cuando él perdiera a su mujer? Y ¿se prestaría siempre a una confusión que favoreciera a María? Era absolutamente necesario que él volviera a pensar en la personalidad de las muñecas. No quiso entregarse a estas reflexiones en el mismo dormitorio en que estaría su mujer. Llamó a Alex, hizo despedir a Walter y quedó solo con el ruido de las máquinas; antes pidió al criado una botella de vino de Francia. Después se empezó a pasear, fumando a lo largo del salón. Cuando llegaba a la tarima tomaba un poco de vino; y en seguida reanudaba el paseo reflexionando: “Si hay espíritus que frecuentan las casas vacías ¿por qué no pueden frecuentar los cuerpos de las muñecas?”. Entonces pensó en castillos abandonados, donde los muebles y los objetos, unidos bajo telas espesas, duermen un miedo pesado: sólo están despiertos los fantasmas y los espíritus que se entienden con el vuelo de los murciélagos y los ruidos que vienen de los pantanos... En este instante puso atención en el ruido de las máquinas y la copa se le cayó de las manos. Tenía la cabeza erizada. Creyó comprender que las almas sin cuerpo atrapaban los ruidos que andaban sueltos por el mundo, que se expresaban por medio de ellos y que el alma que habitaba el cuerpo de Hortensia se entendía con las máquinas. Quiso suspender estas ideas y puso atención en los escalofríos que recorrían su cuerpo. Se dejó caer en el sillón y no tuvo más remedio que seguir pensando en Hortensia: con razón, en una noche de luna, habían ocurrido cosas tan inexplicables. Estaban en el jardín y de pronto él quiso correr a su mujer; ella se reía y fue a esconderse detrás de Hortensia –bien se dio cuenta él de que eso no era lo mismo que esconderse detrás de un árbol– y cuando él fue a besar a María por encima del hombro de Hortensia, recibió un formidable pinchazo. En seguida oyó con violencia el ruido de las máquinas: sin duda ellas le anunciaban que él no debía besar a María por encima de Hortensia. María no se explicaba cómo había podido dejar una aguja en el vestido de la muñeca. Y él había sido tan tonto como para creer que Hortensia era un adorno para María, cuando en realidad las dos trataban de adornarse mutuamente. Después volvió a pensar en los ruidos. Desde hacía mucho tiempo él creía que, tanto los ruidos como los sonidos tenían vida propia y pertenecían a distintas familias. Los ruidos de las máquinas eran una familia noble y tal vez por eso Hortensia los había elegido para expresar un amor constante. Esa noche telefoneó a Facundo y le preguntó por Hortensia. Su amigo le dijo que la enviaría muy pronto y que las muchachas del taller habían inventado un procedimiento... Aquí Horacio lo había interrumpido diciéndole que deseaba ignorar los secretos del taller. Y después de colgar el tubo sintió un placer muy escondido al pensar que serían muchachas las que pondrían algo de ellas en Hortensia. Al otro día María lo esperó para almorzar, abrazando a Hortensia por el talle. Después de besar a su mujer, Horacio tomó la muñeca en sus brazos y la blandura y el calor de su cuerpo le dieron, por un instante, la felicidad que esperaba; pero cuando puso sus labios en los de Hortensia le pareció que besaba a una persona que tuviera fiebre. Sin embargo, al poco rato ya se había acostumbrado a ese calor y se sintió reconfortado.
Esa misma noche, mientras cenaba, pensó: ¿necesariamente la trasmigración de las almas se ha de producir sólo entre personas y animales? ¿Acaso no ha habido moribundos que han entregado el alma, con sus propias manos, a un objeto querido? Además, puede no haber sido por error que un espíritu se haya escondido en una muñeca que se parezca a una bella mujer. ¿Y no podría haber ocurrido que un alma, deseosa de volver a habitar un cuerpo, haya guiado las manos del que fabrica una muñeca? Cuando alguien persigue una idea propia, ¿no se sorprende al encontrarse con algo que no esperaba y como si otro le hubiera ayudado? Después pensó en Hortensia y se preguntó: ¿de quién será el espíritu que vive en el cuerpo de ella? Esa noche María estaba de mal humor. Había estado rezongando a Hortensia, mientras la vestía, porque no se quedaba quieta: se le venía hacia adelante; y ahora, con el agua, estaba más pesada. Horacio pensó en las relaciones de María y Hortensia y en los extraños matices de enemistad que había visto entre mujeres verdaderamente amigas y que no podían pasarse la una sin la otra. Al mismo tiempo recordó que eso ocurre muy a menudo entre madre e hija... Pocos instantes después levantó la cabeza del plato y preguntó a su mujer:
—Dime una cosa, María, ¿cómo era tu mamá?
—¿Y ahora a qué viene esa pregunta? ¿Deseas saber los defectos que he heredado de ella?
—¡Oh!, querida, ¡en absoluto!
Esto fue dicho de manera que tranquilizó a María. Entonces ella dijo:
—Mira, era completamente distinta a mí, tenía una tranquilidad pasmosa; era capaz de pasarse horas en una silla sin moverse y con los ojos en el vacío.
“Perfecto”, se dijo Horacio para sí. Y después de servirse una copa de vino, pensó: no sería muy grato, sin embargo, que yo entrara en amores con el espíritu de mi suegra en el cuerpo de Hortensia.
—¿Y qué concepto tenía ella del amor?
—¿Encuentras que el mío no te conviene?
—¡Pero María, por favor!
—Ella no tenía ninguno. Y gracias a eso pudo casarse con mi padre cuando mis abuelos se lo pidieron; él tenía fortuna; y ella fue una gran compañera para él. Horacio pensó: “Más vale así; ya no tengo que preocuparme más de eso”. A pesar de estar en primavera, esa noche hizo frío; María puso el agua caliente a Hortensia, la vistió con un camisón de seda y la acostó con ellos como si fuera un porrón. Horacio, antes de entrar al sueño, tuvo la sensación de estar hundido en un lago tibio; las piernas de los tres le parecían raíces enredadas de árboles próximos: se confundían entre el agua y él tenía pereza de averiguar cuáles eran las suyas.

III
Horacio y María empezaron a preparar una fiesta para Hortensia. Cumpliría dos años. A Horacio se le había ocurrido presentarla en un triciclo; le decía a María que él lo había visto en el día dedicado a la locomoción y que tenía la seguridad de conseguirlo. No le dijo que hacía muchos años él había visto una película en que un novio raptaba a su novia en un triciclo y que ese recuerdo lo impulsó a utilizar ese procedimiento con Hortensia. Los ensayos tuvieron éxito. Al principio a Horacio le costaba poner el triciclo en marcha; pero apenas lograba mover la gran rueda de adelante, el aparato volaba. El día de la fiesta el buffet estuvo abierto desde el primer instante; el murmullo aumentaba rápidamente y se confundían las exclamaciones que salían de las gargantas de las personas y del cuello de las botellas. Cuando Horacio fue a presentar a Hortensia, sonó, en el gran patio, una campanilla de colegio y los convidados fueron hacia allí con sus copas. Por un largo corredor alfombrado vieron venir a Horacio luchando con la gran rueda de su triciclo. Al principio el vehículo se veía poco; y de Hortensia, que venía detrás de Horacio, sólo se veía el gran vestido blanco; Horacio parecía venir en el aire y traído por una nube. Hortensia se apoyaba en el eje que unía las pequeñas ruedas traseras y tenía los brazos estirados hacia adelante y las manos metidas en los bolsillos del pantalón de Horacio. El triciclo se detuvo en el centro del patio y Horacio, mientras recibía los aplausos y las aclamaciones, acariciaba, con una mano, el cabello de Hortensia. Después volvió a pedalear con fuerza el aparato; y cuando se fueron de nuevo por el corredor de las alfombras y el triciclo tomó velocidad, todos lo miraron un instante en silencio y tuvieron la idea de un vuelo. En vista del éxito, Horacio volvió de nuevo en dirección al patio; ya habían empezado otra vez los aplausos y las risas; pero apenas desembocaron en el patio al triciclo se le salió una rueda y cayó de costado. Hubo gritos, pero cuando vieron que Horacio no se había lastimado, empezaron otra vez las risas y los aplausos. Horacio cayó encima de Hortensia, con los pies para arriba y haciendo movimientos de insecto. Los concurrentes reían hasta las lágrimas; Facundo, casi sin poder hablar, le decía:
—¡Hermano, parecías un juguete de cuerda que se da vuelta patas arriba y sigue andando!
En seguida todos volvieron al comedor. Los muchachos que trabajaban en las escenas de las vitrinas habían rodeado a Horacio y le pedían que les prestara a Hortensia y el triciclo para componer una leyenda. Horacio se negaba pero estaba muy contento y los invitó a ir a la sala de las vitrinas a tomar vino de Francia.
—Si usted nos dijera lo que siente, cuando está frente a una escena –le dijo uno de los muchachos–, creo que enriquecería nuestras experiencias.
Horacio se había empezado a hamacar en los pies, miraba los zapatos de sus amigos y al fin se decidió a decirles:
—Eso es muy difícil... pero lo intentaré. Mientras busco la manera de expresarme, les rogaría que no me hicieran ninguna pregunta más y que se conformen con lo que les pueda comunicar.
—Entendido –dijo uno, un poco sordo, poniéndose una mano detrás de la oreja.
Todavía Horacio se tomó unos instantes más; juntaba y separaba las manos abiertas; y después, para que se quedaran quietas, cruzó los brazos y empezó:
—Cuando yo miro una escena... –aquí se detuvo de nuevo y en seguida reanudó el discurso con una digresión–: (El hecho de ver las muñecas en vitrinas es muy importante por el vidrio; eso les da cierta cualidad de recuerdo; antes, cuando podía ver espejos –ahora me hacen mal, pero sería muy largo explicar porqué– me gustaba ver las habitaciones que aparecían en los espejos). Cuando miro una escena me parece que descubro un recuerdo que ha tenido una mujer en un momento importante de su vida; es algo así –perdonen la manera de decirlo– como si le abriera una rendija en la cabeza. Entonces me quedo con ese recuerdo como si le robara una prenda íntima; con ella imagino y deduzco muchas cosas y hasta podría decir que al revisarla tengo la impresión de violar algo sagrado; además me parece que ése es un recuerdo que ha quedado en una persona muerta; yo tengo la ilusión de extraerlo de un cadáver; y hasta espero que el recuerdo se mue va un poco...
Aquí se detuvo; no se animó a decirles que él había sorprendido muchos movimientos raros...
Los muchachos también guardaron silencio. A uno se le ocurrió tomarse todo el vino que le quedaba en la copa y los demás lo imitaron. Al rato otro preguntó:
—Díganos algo, en otro orden, de sus gustos personales, por ejemplo.
—¡Ah! –contestó Horacio–, no creo que por ahí haya algo que pueda servirles para las escenas. Me gusta, por ejemplo, caminar por un piso de madera donde haya azúcar derramada. Ese pequeño ruido...
En ese instante vino María para invitarlos a dar una vuelta por el jardín; ya era noche oscura y cada uno llevaría una pequeña antorcha. María dio el brazo a Horacio; ellos iniciaban la marcha y pedían a los demás que fueran también en parejas. Antes de salir, por la puerta que daba al jardín, cada uno tomaba la pequeña antorcha de una mesa y la encendía en una fuente de llamas que había en otra mesa. Al ver el resplandor de las antorchas, los vecinos se habían asomado al cerco bajo del jardín y sus caras aparecían entre los árboles como frutas sospechosas. De pronto María cruzó un cantero, y encendió luces instaladas en un árbol muy grande, y apareció, en lo alto de la copa, Hortensia. Era una sorpresa de María para Horacio. Los concurrentes hacían exclamaciones y vivas. Hortensia tenía un abanico blanco abierto sobre el pecho y detrás del abanico, una luz que le daba reflejos de candilejas. Horacio le dio un beso a María y le agradeció la sorpresa; después, mientras los demás se divertían, Horacio se dio cuenta de que Hortensia miraba hacia el camino por donde él venía siempre. Cuando pasaron por el cerco bajo, María oyó que alguien entre los vecinos gritó a otros que venían lejos: “Apúrense, que apareció la difunta en un árbol”. Trataron de volver pronto al interior de la casa y se brindó por la sorpresa de Hortensia. María ordenó a las mellizas –dos criadas hermanas– que la bajaran del árbol y le pusieran el agua caliente. Ya habría transcurrido una hora después de la vuelta del jardín, cuando María empezó a buscar a Horacio; lo encontró de nuevo con los muchachos en el salón de las vitrinas. Ella estaba pálida y todos se dieron cuenta de que ocurría algo grave. María pidió permiso a los muchachos y se llevó a Horacio al dormitorio. Allí estaba Hortensia con un cuchillo clavado debajo de un seno y de la herida brotaba agua; tenía el vestido mojado y el agua ya había llegado al piso. Ella, como de costumbre, estaba sentada en su silla con los grandes ojos abiertos; pero María le tocó un brazo y notó que se estaba enfriando.
—¿Quién puede haberse atrevido a llegar hasta aquí y hacer esto? -preguntaba María recostándose al pecho de su marido en una crisis de lágrimas.
Al poco rato se le pasó y se sentó en una silla a pensar en lo que haría. Después dijo:
—Voy a llamar a la policía.
—¿Pero estás loca? –le contestó Horacio–. ¿Vamos a ofender así a todos nuestros invitados por lo que haya hecho uno? ¿Y vas a llamar a la policía para decirle que le han pegado una puñalada a una muñeca y que le sale agua? La dignidad exige que no digamos nada; es necesario saber perder. La daremos de nuevo a Facundo para que la componga y asunto terminado.
—Yo no me resigno –decía María–, llamaré a un detective particular. Que nadie la toque; en el mango del cuchillo deben estar las impresiones digitales.
Horacio trató de calmarla y le pidió que fuera a atender a sus invitados. Convinieron en encerrar la muñeca con llave, conforme estaba. Pero Horacio, apenas salió María, sacó el pañuelo del bolsillo, lo empapó en agua fuerte y lo pasó por el mango del cuchillo.

IV
Horacio logró convencer a María de que lo mejor sería pasar en silencio la puñalada a Hortensia. El día que Facundo la vino a buscar, traía a Luisa, su amante. Ella y María fueron al comedor y se pusieron a conversar como si abrieran las puertas de dos jaulas, una frente a la otra y entreveraran los pájaros; ya estaban acostumbradas a conversar y escucharse al mismo tiempo. Horacio y Facundo se encerraron en el escritorio; ellos hablaban en voz baja, uno por vez y como si bebieran, por turno, en un mismo jarro. Horacio decía:
—Fui yo quien le dio la puñalada: era un pretexto para mandarla a tu casa sin que se supiera, exactamente, con qué fin.
Después los dos amigos se habían quedado silenciosos y con la cabeza baja. María tenía curiosidad por saber lo que conversaban los hombres; dejó un instante a Luisa y fue a escuchar a la puerta del escritorio. Creyó reconocer la voz de su marido, pero hablaba como un afónico y no se le entendía nada. (En ese momento Horacio, siempre con la cabeza baja, le decía a Facundo: “Será una locura; pero yo sé de escultores que se han enamorado de sus estatuas”.) Al rato María pasó de nuevo por allí; pero sólo oyó decir a su marido la palabra “posible”; y después, a Facundo, la misma palabra. (En realidad, Horacio había dicho: “Eso tiene que ser posible”. Y Facundo le había contestado: “Yo haré todo lo posible”.)
Una tarde María se dio cuenta de que Horacio estaba raro. Tan pronto la miraba con amable insistencia como separaba bruscamente su cabeza de la de ella y se quedaba preocupado. En una de las veces que él cruzó el patio, ella lo llamó, fue a su encuentro y pasándole los brazos por el cuello, le dijo:
—Horacio, tú no me podrás engañar nunca; yo sé lo que te pasa.
—¿Qué? –contestó él abriendo los ojos de loco.
—Estás así por Hortensia.
Él se quedó pálido:
—Pero no, María; estás en un grave error.
Le extrañó que ella no se riera ante el tono en que le salieron esas palabras.
—Si... querido... ya ella es como hija nuestra –seguía diciendo María.
Él dejó, por un rato, los ojos sobre la cara de su mujer y tuvo tiempo de pensar muchas cosas; miraba todos sus rasgos como si repasara los rincones de un lugar a donde había ido todos los días durante una vida de felicidad; y por último se desprendió de María y fue a sentarse a la salita y a pensar en lo que acababa de pasar. Al principio, cuando creyó que su mujer había descubierto su entendimiento con Hortensia, tuvo la idea de que lo perdonaría; pero al mirar su sonrisa comprendió el inmenso disparate que sería suponer a María enterada de semejante pecado y perdonándolo. Su cara tenía la tranquilidad de algunos paisajes; en una mejilla había un poco de luz dorada del fin de la tarde, y en un pedazo de la otra se extendía la sombra de la pequeña montaña que hacía su nariz. Él pensó en todo lo bueno que quedaba en la inocencia del mundo y en la costumbre del amor; y recordó la ternura con que reconocía la cara de su mujer cada vez que él volvía de las aventuras con sus muñecas. Pero dentro de algún tiempo, cuando su mujer supiera que él no sólo no tenía por Hortensia el cariño de un padre sino que quería hacer de ella una amante, cuando María supiera todo el cuidado que él había puesto en organizar su traición, entonces, todos los lugares de la cara de ella serían destrozados: María no podría comprender todo el mal que había encontrado en el mundo y en la costumbre del amor; ella no conocería a su marido y el horror la trastornaría.
Horacio se había quedado mirando una mancha de sol que tenía en la manga del saco; al retirar la manga la mancha había pasado al vestido de María como si se la hubiera contagiado; y cuando se separó de ella y empezó a caminar hacia la salita, sus órganos parecían estar revueltos, caídos y pesando insoportablemente. Al sentarse, en una pequeña banqueta de la salita, pensó que no era digno de ser recibido por la blandura de un mueble familiar y se sintió tan incómodo como si se hubiera echado encima de una criatura. Él también era desconocido de sí mismo y recibía una desilusión muy grande al descubrir la materia de que estaba hecho. Después fue a su dormitorio, se acostó tapándose hasta la cabeza y contra lo que hubiera creído, se durmió en seguida.
María habló por teléfono a Facundo:
—Escuche, Facundo, apúrese a traer a Hortensia porque si no Horacio se va a enfermar.
—Le voy a decir una cosa, María; la puñalada ha interesado vías muy importantes de la circulación del agua; no se puede andar ligero; pero haré lo posible para llevársela cuanto antes.
Al poco rato Horacio se despertó; un ojo le había quedado frente a un pequeño barranco que hacían las cobijas y vio a lo lejos, en la pared, el retrato de sus padres: ellos habían muerto, de una peste, cuando él era niño; ahora él pensaba que lo habían estafado: él era como un cofre en el cual, en vez de fortuna, habían dejado yuyos ruines; y ellos, sus padres, eran como dos bandidos que se hubieran ido antes que él fuera grande y se descubriera el fraude. Pero en seguida estos pensamientos le parecieron monstruosos. Después fue a la mesa y trató de estar bien ante María. Ella le dijo:
—Avisé a Facundo para que trajera pronto a Hortensia.
¡Si ella supiera, se dijo Horacio, que contribuye, apurando el momento de traer a Hortensia, a un placer mío que será mi traición y su locura! Él daba vuelta la cara de un lado para otro de la mesa sin ver nada y como un caballo que busca la salida con la cabeza.
—¿Falta algo? –preguntó María.
—No, aquí está –dijo él tomando la mostaza.
María pensó que si no la veía, estando tan cerca, era porque él se sentía mal.
Al final se levantó, fue hacia su mujer y se empezó a inclinar lentamente, hasta que sus labios tocaron la mejilla de ella; parecía que el beso hubiera descendido en paracaídas sobre una planicie donde todavía existía la felicidad.
Esa noche, en la primera vitrina había una muñeca sentada en el césped de un jardín; estaba rodeada de grandes esponjas, pero la actitud de ella era la de estar entre flores. Horacio no tenía ganas de pensar en el destino de esa muñeca y abrió el cajoncito donde estaban las leyendas: “Esta mujer es una enferma mental; no se ha podido averiguar por qué ama las esponjas”. Horacio dijo para sí: “Pues yo les pago para que averigüen”. Y al rato pensó con acritud: “Esas esponjas deben simbolizar la necesidad de lavar muchas culpas”. A la mañana siguiente se despertó con el cuerpo arrollado y recordó quién era él, ahora. Su nombre y apellido le parecieron diferentes y los imaginó escritos en un cheque sin fondos. Su cuerpo estaba triste; ya le había ocurrido algo parecido, una vez que un médico le había dicho que tenía sangre débil y un corazón chico. Sin embargo aquella tristeza se le había pasado. Ahora estiró las piernas y pensó: “Antes, cuando yo era joven, tenía más vitalidad para defenderme de los remordimientos: me importaba mucho menos el mal que pudiera hacer a los demás. ¿Ahora tendré la debilidad de los años? No, debe ser un desarrollo tardío de los sentimientos y de la vergüenza”. Se levantó muy aliviado; pero sabía que los remordimientos serían como nubes empujadas hacia algún lugar del horizonte y que volverían con la noche.

V
Unos días antes que trajeran a Hortensia, María sacaba a pasear a Horacio; quería distraerlo; pero al mismo tiempo pensaba que él estaba triste porque ella no podía tener una hija de verdad. La tarde que trajeron a Hortensia, Horacio no estuvo muy cariñoso con ella y María volvió a pensar que la tristeza de Horacio no era por Hortensia; pero un momento antes de cenar ella vio que Horacio tenía, ante Hortensia, una emoción contenida y se quedó tranquila. Él, antes de ir a ver a sus muñecas, le fue a dar un beso a María; la miraba de cerca, con los ojos muy abiertos y como si quisiera estar seguro de que no había nada raro escondido en ningún lugar de su cara. Ya habían pasado unos cuantos días sin que Horacio se hubiera quedado solo con Hortensia. Y después María recordaría para siempre la tarde en que ella, un momento antes de salir y a pesar de no hacer mucho frío, puso el agua caliente a Hortensia y la acostó con Horacio para que él durmiera confortablemente la siesta. Esa misma noche él miraba los rincones de la cara de María seguro de que pronto serían enemigos; a cada instante él hacía movimientos y pasos más cortos que de costumbre y como si se preparara para recibir el indicio de que María había descubierto todo. Eso ocurrió una mañana. Hacía mucho tiempo, una vez que María se quejaba de la barba de Alex, Horacio le había dicho:
—¡Peor estuviste tú al elegir como criadas a dos mellizas tan parecidas!
Y María le había contestado:
—¿Tienes algo particular que decirle a alguna de ellas? ¿Has tenido alguna confusión lamentable?
—Sí, una vez te llamé a ti y vino la que tiene el honor de llamarse como tú.
Entonces María dio orden a las mellizas de no venir a la planta baja a las horas en que el señor estuviera en casa. Pero una vez que una de ellas huía para no dejarse ver por Horacio, él la corrió creyendo que era una extraña y tropezó con su mujer. Después de eso María las hacía venir nada más que algunas horas en la mañana y no dejaba de vigilarlas. El día en que se descubrió todo, María había sorprendido a las mellizas levantándole el camisón a Hortensia en momentos en que no debían ponerle el agua caliente ni vestirla. Cuando ellas abandonaron el dormitorio, entró María. Y al rato las mellizas vieron a la dueña de casa cruzando el patio, muy apurada, en dirección a la cocina. Después había pasado de vuelta con el cuchillo grande de picar la carne; y cuando ellas, asustadas, la siguieron para ver lo que ocurría, María les había dado con la puerta en la cara. Las mellizas se vieron obligadas a mirar por la cerradura; pero como María había quedado de espaldas, tuvieron que ir a ver por otra puerta. María puso a Hortensia encima de una mesa, como si la fuera a operar y le daba puñaladas cortas y seguidas; estaba desgreñada y le había saltado a la cara un chorro de agua; de un hombro de Hortensia brotaban otros dos, muy finos, y se cruzaban entre sí como en la fuente del jardín; y del vientre salían borbotones que movían un pedazo desgarrado del camisón. Una de las mellizas se había hincado en un almohadón, se tapaba un ojo con la mano y con el otro miraba sin pestañear junto a la cerradura; por allí venía un poco de aire y la hacía lagrimear; entonces cedía el lugar a su hermana. De los ojos de María también salían lágrimas; al fin dejó el cuchillo encima de Hortensia, se fue a sentar a un sillón y a llorar con las manos en la cara. Las mellizas no tuvieron más interés en mirar por la cerradura y se fueron a la cocina. Pero al rato la señora las llamó para que le ayudaran a arreglar las valijas. María se propuso soportar la situación con la dignidad de una reina desgraciada. Dispuesta a castigar a Horacio y pensando en las actitudes que tomaría ante sus ojos, dijo a las mellizas que si venía el señor le dijeran que ella no lo podía recibir. Empezó a arreglar todo para un largo viaje y regaló algunos vestidos a las mellizas; y al final, cuando María se iba en el auto de la casa, las mellizas, en el jardín, se entregaron con fruición a la pena de su señora; pero al entrar de nuevo a la casa y ver los vestidos regalados se pusieron muy contentas: corrieron las cortinas de los espejos–estaban tapados para evitarle a Horacio la mala impresión de mirarse en ellos– y se acercaron los vestidos al cuerpo para contemplar el efecto. Una de ellas vio por el espejo el cuerpo mutilado de Hortensia y dijo: “Qué tipo sinvergüenza”. Se refería a Horacio. Él había aparecido en una de las puertas y pensaba en la manera de preguntarles qué estaban haciendo con esos vestidos frente a los espejos desnudos. Pero de pronto vio el cuerpo de Hortensia sobre la mesa, con el camisón desgarrado y se dirigió hacia allí. Las mellizas iniciaron la huida. Él las detuvo:
—¿Dónde está la señora?
La que había dicho “qué tipo sinvergüenza” lo miró de frente y contestó:
—Nos dijo que haría un largo viaje y nos regaló estos vestidos.
Él les hizo señas para que se fueran y le vinieron a la cabeza estas palabras: “La cosa ya ha pasado”. Miró de nuevo el cuerpo de Hortensia: todavía tenía en el vientre el cuchillo de picar la carne. Él no sentía mucha pena y por un instante se le ocurrió que aquel cuerpo podía arreglarse; pero en seguida se imaginó el cuerpo cosido con puntadas y recordó un caballo agujereado que había tenido en la infancia: la madre le había dicho que le iba a poner un remiendo; pero él se sentía desilusionado y prefirió tirarlo.
Horacio desde el primer momento tuvo la seguridad de que María volvería y se dijo para sí: “Debo esperar los acontecimientos con la mayor calma posible”. Además él volvería a ser, como en sus mejores tiempos, un atrevido fuerte. Recordó lo que le había ocurrido esa mañana y pensó que también traicionaría a Hortensia. Hacía poco rato, Facundo le había mostrado otra muñeca; era una rubia divina y ya tenía su historia: Facundo había hecho correr la noticia de que existía, en un país del norte, un fabricante de esas muñecas; se habían conseguido los planos y los primeros ensayos habían tenido éxito. Entonces recibió, a los pocos días, la visita de un hombre tímido; traía unos ojos grandes embolsados en párpados que apenas podía levantar, y pedía datos concretos. Facundo, mientras buscaba fotografías de muñecas, le iba diciendo: “El nombre genérico de ellas es el de Hortensias; pero después el que ha de ser su dueño le pone el nombre que ella le inspire íntimamente. Éstos son los únicos modelos de Hortensias que vinieron con los planos”. Le mostró sólo tres y el hombre tímido se comprometió, casi irreflexivamente, con una de ellas y le hizo el encargo con dinero en la mano. Facundo pidió un precio subido y el comprador movió varias veces los párpados; pero después sacó una estilográfica en forma de submarino y firmó el compromiso. Horacio vio la rubia terminada y le pidió a Facundo que no la entregara todavía; y su amigo aceptó porque ya tenía otras empezadas. Horacio pensó, en el primer instante, ponerle un apartamento; pero ahora se le ocurría otra cosa; la traería a su casa y la pondría en la vitrina de las que esperaban colocación. Después que todos se acostaran él la llevaría al dormitorio; y antes que se levantaran la colocaría de nuevo en la vitrina. Por otra parte él esperaba que María no volvería a su casa en altas horas de la noche. Apenas Facundo había puesto la nueva muñeca a disposición de su amigo, Horacio se sintió poseído por una buena suerte que no había tenido desde la adolescencia. Alguien lo protegía, puesto que él había llegado a su casa después que todo había pasado. Además él podría dominar los acontecimientos con el impulso de un hombre joven. Si había abandonado una muñeca por otra, ahora él no se podía detener a sentir pena por el cuerpo mutilado de Hortensia. La vuelta de María era segura porque a él ya no le importaba nada de ella; y debía ser María quien se ocupara del cuerpo de Hortensia.
De pronto Horacio empezó a caminar como un ladrón, junto a la pared; llegó al costado de un ropero, corrió la cortina que debía cubrir el espejo y después hizo lo mismo con el otro ropero. Ya hacía mucho tiempo que había hecho poner esas cortinas. María siempre había tenido cuidado de que él no se encontrara con un espejo descubierto: antes de vestirse cerraba el dormitorio y antes de abrirlo cubría los espejos. Entonces sintió fastidio de pensar que las mellizas no sólo se ponían vestidos que él había regalado a su esposa, sino que habían dejado los espejos libres. No era que a él no le gustara ver las cosas en los espejos; pero el color oscuro de su cara le hacía pensar en unos muñecos de cera que había visto en un museo la tarde que asesinaron a un comerciante; en el museo también había muñecos que representaban cuerpos asesinados y el color de la sangre en la cera le fue tan desagradable como si a él le hubiera sido posible ver, después de muerto, las puñaladas que lo habían matado. El espejo del tocador quedaba siempre sin cortinas; era bajo y Horacio podía pasar, distraído, frente a él, e inclinarse, todos los días, hasta verse solamente el nudo de la corbata; se peinaba de memoria y se afeitaba tanteándose la cara. Aquel espejo podía decir que él había reflejado siempre un hombre sin cabeza. Ese día, después de haber corrido la cortina de los roperos, Horacio cruzó, confiado como de costumbre, frente al espejo del tocador; pero se vio la mano sobre el género oscuro del traje y tuvo un desagrado parecido al de mirarse la cara. Entonces se dio cuenta de que ahora la piel de sus manos tenía también color de cera. Al mismo tiempo recordó unos brazos que había visto ese día en el escritorio de Facundo: eran de un color agradable y muy parecido al de la rubia. Horacio, como un chiquilín que pide recortes a alguien que trabaja en madera, le dijo a Facundo:
—Cuando te sobren brazos o piernas que no necesites, mándamelos.
—¿Y para qué quieres eso, hermano?
—Me gustaría que compusieran escenas en mis vitrinas con brazos y piernas sueltas; por ejemplo: un brazo encima de un espejo, una pierna que sale de abajo de una cama, o algo así.
Facundo se pasó una mano por la cara y miró a Horacio con disimulo. Ese día Horacio almorzó y tomó vino tan tranquilamente como si María hubiera ido a casa de una parienta a pasar el día. La idea de su suerte le permitía recomendarse tranquilidad. Se levantó contento de la mesa, se le ocurrió llevar a pasear un rato las manos por el teclado y por fin fue al dormitorio para dormir la siesta. Al cruzar frente al tocador, se dijo: “Reaccionaré contra mis manías y miraré los espejos de frente”. Además le gustaba mucho encontrarse con sorpresas de personas y objetos en confusiones provocadas por espejos. Después miró una vez más a Hortensia, decidió que la dejaría allí hasta que María volviera y se acostó. Al estirar los pies entre las cobijas, tocó un cuerpo extraño, dio un salto y bajó de la cama; quedó unos instantes de pie y por último sacó las cobijas: era una carta de María: “Horacio: ahí te dejo a tu amante; yo también la he apuñalado; pero puedo confesarlo porque no es un pretexto hipócrita para mandarla al taller a que le hagan herejías. Me has asqueado la vida y te ruego que no trates de buscarme. María”. Se volvió a acostar pero no podía dormir y se levantó. Evitaba mirar los objetos de su mujer en el tocador como evitaba mirarla a ella cuando estaban enojados. Fue a un cine; y allí saludó, sin querer, a un enemigo y tuvo varias veces el recuerdo de María. Volvió a la casa negra cuando todavía entraba un poco de sol a su dormitorio. Al pasar frente a un espejo y a pesar de estar corrida la cortina, vio a través de ella su cara: algunos rayos de sol daban sobre el espejo y habían hecho brillar sus facciones como las de un espectro. Tuvo un escalofrío, cerró las ventanas y se acostó. Si la suerte que tuvo cuando era joven le volvía, ahora a él le quedaría poco tiempo para aprovecharla; no vendría sola y él tendría que luchar con acontecimientos tan extraños como los que se producían a causa de Hortensia. Ella descansaba, ahora, a pocos pasos de él; menos mal que su cuerpo no se descompondría; entonces pensó en el espíritu que había vivido en él como en un habitante que no hubiera tenido mucho que ver con su habitación. ¿No podría haber ocurrido que el habitante del cuerpo de Hortensia hubiera provocado la furia de María, para que ella deshiciera el cuerpo de Hortensia y evitara así la proximidad de él, de Horacio? No podía dormir; le parecía que los objetos del dormitorio eran pequeños fantasmas que se entendían con el ruido de las máquinas. Se levantó, fue a la mesa y empezó a tomar vino. A esa hora extrañaba mucho a María. Al fin de la cena se dio cuenta de que no le daría un beso y fue para la salita. Allí, tomando el café pensó que mientras María no volviera, él no debía ir al dormitorio ni a la mesa de su casa. Después salió a caminar y recordó que en un barrio próximo había un hotel de estudiantes. Llegó hasta allí. Había una palmera a la entrada y detrás de ella láminas de espejos que subían las escaleras al compás de los escalones; entonces siguió caminando. El hecho de habérsele presentado tantos espejos en un solo día, era un síntoma sospechoso. Después recordó que esa misma mañana, antes de encontrarse con los de su casa, él le había dicho a Facundo que le gustaría ver un brazo sobre un espejo. Pero también recordó la muñeca rubia y decidió, una vez más, luchar contra sus manías. Volvió sus pasos hacia el hotel, cruzó la palmera y trató de subir la escalera sin mirarse en los espejos. Hacía mucho tiempo que no había visto tantos juntos; las imágenes se confundían, él no sabía dónde dirigirse y hasta pensó que pudiera haber alguien escondido entre los reflejos. En el primer piso apareció la dueña; le mostraron las habitaciones disponibles –todas tenían grandes espejos–, él eligió la mejor y dijo que volvería dentro de una hora. Fue a la casa negra, arregló una pequeña valija y al volver recordó que antes, aquel hotel había sido una casa de citas. Entonces no se extrañó de que hubiera tantos espejos. En la pieza que él eligió había tres; el más grande quedaba a un lado de la cama; y como la habitación que aparecía en él era la más linda, Horacio miraba la del espejo. Estaría cansada de representar, durante muchos años, aquel ambiente chinesco. Ya no era agresivo el rojo del empapelado y según el espejo parecía el fondo de un lago, color ladrillo, donde hubieran sumergido puentes con cerezos. Horacio se acostó y apagó la luz; pero siguió mirando la habitación con el resplandor que venía de la calle. Le parecía estar escondido en la intimidad de una familia pobre. Allí todas las cosas habían envejecido juntas y eran amigas; pero las ventanas todavía eran jóvenes y miraban hacia afuera; eran mellizas, como las de María, se vestían igual, tenían pegado al vidrio cortinas de puntillas y recogidos a los lados, cortinados de terciopelo. Horacio tuvo un poco la impresión de estar viviendo en el cuerpo de un desconocido a quien robara bienestar. En medio de un gran silencio sintió zumbar sus oídos y se dio cuenta de que le faltaba el ruido de las máquinas; tal vez le hiciera bien salir de la casa negra y no oírlas más. Si ahora María estuviera recostada a su lado, él sería completamente feliz. Apenas volviera a su casa él le propondría pasar una noche en este hotel. Pero enseguida recordó la muñeca rubia que había visto en la mañana y después se durmió. En el sueño había un lugar oscuro donde andaba volando un brazo blanco. Un ruido de pasos en una habitación próxima lo despertó. Se bajó de la cama y empezó a caminar descalzo sobre la alfombra; pero vio que lo seguía una mancha blanca y comprendió que su cara se reflejaba en el espejo que estaba encima de la chimenea. Entonces se le ocurrió que podrían inventar espejos en los cuales se vieran los objetos pero no las personas. Inmediatamente se dio cuenta de que eso era absurdo; además, si él se pusiera frente a un espejo y el espejo no lo reflejara, su cuerpo no sería de este mundo. Se volvió a acostar. Alguien encendió la luz en una habitación de enfrente y esa misma luz cayó en el espejo que Horacio tenía a un lado. Después él pensó en su niñez, tuvo recuerdos de otros espejos y se durmió.

VI
Hacía poco tiempo que Horacio dormía en el hotel y las cosas ocurrían como en la primera noche: en la casa de enfrente se encendían ventanas que caían en los espejos; o él se despertaba y encontraba las ventanas dormidas. Una noche oyó gritos y vio llamas en su espejo. Al principio las miró como en la pantalla de cine; pero en seguida pensó que si había llamas en el espejo también tenía que haberlas en la realidad. Entonces, con velocidad de resorte, dio media vuelta en la cama y se encontró con llamas que bailaban en el hueco de las ventanas de enfrente, como diablillos en un teatro de títeres. Se tiró al suelo, se puso la salida de baño y se asomó a una de sus propias ventanas. En el vidrio se reflejaban las llamas y esta ventana parecía asustada de ver lo que ocurría a la de enfrente. Abajo –la pieza de Horacio quedaba en un primer piso– había mucha gente y en ese momento venían los bomberos. Fue entonces que Horacio vio a María asomada a otra de las ventanas del hotel. Ella ya lo estaba mirando y no terminaba de reconocerlo. Horacio le hizo señas con la mano, cerró la ventana, fue por el pasillo hasta la puerta que creyó la de María y llamó con los nudillos. En seguida apareció ella y le dijo:
—No conseguirás nada con seguirme.
Y le dio con la puerta en la cara. Horacio se quedó quieto y a los pocos instantes la oyó llorar detrás de la puerta. Entonces le contestó:
—No vine a buscarte; pero ya que nos encontramos deberíamos ir a casa.
—Ándate, ándate tú solo –había dicho ella.
A pesar de todo, a él le pareció que tenía ganas de volver. Al otro día, Horacio fue a la casa negra y se sintió feliz. Gozaba de la suntuosidad de aquellos interiores y caminaba entre sus riquezas como un sonámbulo; todos los objetos vivían allí, recuerdos tranquilos y las altas habitaciones le daban la impresión de que tendrían alejada una muerte que llegaría del cielo.
Pero en la noche, después de cenar, fue al salón y le pareció que el piano era un gran ataúd y que el silencio velaba a una música que había muerto hacía poco tiempo. Levantó la tapa del piano y aterrorizado la dejó caer con gran estruendo; quedó un instante con los brazos levantados, como ante alguien que lo amenazara con un revólver, pero después fue al patio y empezó a gritar:
—¿Quién puso a Hortensia dentro del piano?
Mientras repetía la pregunta seguía con la visión del pelo de ella enredado en las cuerdas del instrumento y la cara achatada por el peso de la tapa. Vino una de las mellizas pero no podía hablar. Después llegó Alex:
—Le señora estuvo esta tarde; vino a buscar ropa.
—Esa mujer me va a matar a sorpresas –gritó Horacio sin poder dominarse. Pero súbitamente se calmó:
—Llévate a Hortensia a tu alcoba y mañana temprano dile a Facundo que la venga a buscar. Espera –le gritó casi en seguida–. Acércate. –Y mirando el lugar por donde se habían ido las mellizas, bajó la voz para encargarle de nuevo:
—Dile a Facundo que cuando venga a buscar a Hortensia ya puede traer la otra.
Esa noche fue a dormir a otro hotel; le tocó una habitación con un solo espejo; el papel era amarillo con flores rojas y hojas verdes enredadas en varillas que simulaban una glorieta. La colcha también era amarilla y Horacio se sentía irritado: tenía la impresión de que se acostaría a la intemperie. Al otro día de mañana fue a su casa, hizo traer grandes espejos y los colocó en el salón de manera que multiplicaran las escenas de sus muñecas. Ese día no vinieron a buscar a Hortensia ni trajeron la otra. Esa noche Alex le fue a llevar vino al salón y dejó caer la botella...
—No es para tanto –dijo Horacio.
Tenía la cara tapada con un antifaz y las manos con guantes amarillos.
—Pensé que se trataría de un bandido –dijo Alex mientras Horacio se reía y el aire de su boca inflaba la seda negra del antifaz.
—Estos trapos en la cara me dan mucho calor y no me dejarán tomar vino; antes de quitármelos tú debes descolgar los espejos, ponerlos en el suelo y recostarlos a una silla. Así –dijo Horacio, descolgando uno y poniéndolo como él quería.
—Podrían recostarse con el vidrio contra la pared; de esa manera estarán más seguros –objetó Alex.
—No, porque aun estando en el suelo, quiero que reflejen algo.
—Entonces podrían recostarse a la pared mirando para afuera.
—No, porque la inclinación necesaria para recostarlos en la pared hará que reflejen lo que hay arriba y yo no tengo interés en mirarme la cara.
Después que Alex los acomodó como deseaba su señor, Horacio se sacó el antifaz y empezó a tomar vino; paseaba por un caminero que había en el centro del salón; hacia allí miraban los espejos y tenían por delante la silla a la cual estaban recostados. Esa pequeña inclinación hacia el piso le daba la idea de que los espejos fueran sirvientes que saludaran con el cuerpo inclinado, conservando los párpados levantados y sin dejar de observarlo. Además, por entre las patas de las sillas, reflejaban el piso y daban la sensación de que estuviera torcido.
Después de haber tomado vino, eso le hizo mala impresión y decidió irse a la cama. Al otro día –esa noche durmió en su casa– vino el chofer a pedirle dinero de parte de María. Él se lo dio sin preguntarle dónde estaba ella; pero pensó que María no volvería pronto; entonces, cuando le trajeron la rubia, él la hizo llevar directamente a su dormitorio. A la noche ordenó a las mellizas que le pusieran un traje de fiesta y la llevaran a la mesa. Comió con ella enfrente; y al final de la cena y en presencia de una de las mellizas, preguntó a Alex:
—¿Qué opinas de ésta?
—Muy hermosa, señor. Se parece mucho a una espía que conocí en la guerra.
—Eso me encanta, Alex.
Al día siguiente, señalando a la rubia, Horacio dijo a las mellizas:
—De hoy en adelante deben llamarla señora Eulalia.
A la noche Horacio preguntó a las mellizas (ahora ellas no se escondían de él):
—¿Quién está en el comedor?
—La señora Eulalia, dijeron las mellizas al mismo tiempo.
Pero no estando Horacio, y por burlarse de Alex, decían: “Ya es hora de ponerle el agua caliente a la espía”.

VII
María esperaba, en el hotel de los estudiantes, que Horacio fuera de nuevo. Apenas salía algunos momentos para que le acomodaran la habitación. Iba por las calles de los alrededores llevando la cabeza levantada; pero no miraba a nadie ni a ninguna cosa; y al caminar pensaba: “Soy una mujer que ha sido abandonada a causa de una muñeca; pero si ahora él me viera, vendría hacia mí”. Al volver a su habitación tomaba un libro de poesías, forrado de hule azul, y empezaba a leer distraídamente, en voz alta, y a esperar a Horacio; pero al ver que él no venía trataba de penetrar las poesías del libro; y si no lograba comprenderlas se entregaba a pensar que ella era una mártir y que el sufrimiento la llenaría de encanto. Una tarde pudo comprender una poesía; era como si alguien, sin querer, hubiera dejado una puerta abierta y en ese instante ella hubiera aprovechado para ver un interior. Al mismo tiempo le pareció que el empapelado de la habitación, el biombo y el lavatorio con sus canillas niqueladas, también hubieran comprendido la poesía; y que tenían algo noble, en su materia, que los obligaba a hacer un esfuerzo y a prestar una atención sublime. Muchas veces, en medio de la noche, María encendía la lámpara y escogía una poesía como si le fuera posible elegir un sueño. Al día siguiente volvía a caminar por las calles de aquel barrio y se imaginaba que sus pasos eran de poesía. Y una mañana pensó: “Me gustaría que Horacio supiera que camino sola, entre árboles, con un libro en la mano”.
Entonces mandó buscar a su chofer, arregló de nuevo sus valijas y fue a la casa de una prima de su madre: era en las afueras y había árboles. Su parienta era una solterona que vivía en una casa antigua; cuando su cuerpo inmenso cruzaba las habitaciones, siempre en penumbra, y hacía crujir los pisos, un loro gritaba: “Buenos días, sopas de leche”. María contó a Pradera su desgracia sin derramar ni una lágrima. Su parienta escuchó espantada; después se indignó y por último empezó a lagrimear. Pero María fue serenamente a despedir al chofer y le encargó que le pidiera dinero a Horacio y que si él le preguntaba por ella le dijera, como cosa de él, que ella se paseaba entre árboles con un libro en la mano; y que si él le preguntaba dónde estaba ella, se lo dijera; por último le encargó que viniera al otro día a la misma hora. Después ella fue a sentarse bajo un árbol con el libro de hule; de él se levantaban poemas que se esparcían por el paisaje como si ellos formaran de nuevo las copas de los árboles y movieran, lentamente, las nubes. Durante el almuerzo Pradera estuvo pensativa; pero después preguntó a María:
—¿Y qué piensas hacer con ese indecente?
—Esperar que venga y perdonarlo.
—Te desconozco, sobrina; ese hombre te ha dejado idiota y te maneja como a una de sus muñecas.
María bajó los párpados con silencio de bienaventurada. Pero a la tarde vino la mujer que hacía la limpieza, trajo el diario “La Noche”, del día anterior y los ojos de María rozaron un título que decía: “Las Hortensias de Facundo”. No pudo dejar de leer el suelto: “En el último piso de la tienda La Primavera, se hará una gran exposición y se dice que algunas de las muñecas que vestirán los últimos modelos serán Hortensias. Esta noticia coincide con el ingreso de Facundo, el fabricante de las famosas muñecas, a la firma comercial de dicha tienda. Vemos alarmados cómo esta nueva falsificación del pecado original–de la que ya hemos hablado en otras ediciones– se abre paso en nuestro mundo. He aquí uno de los volantes de propaganda, sorprendidos en uno de nuestros principales clubes: ¿Es usted feo? No se preocupe. ¿Es usted tímido? No se preocupe. En una Hortensia tendrá usted un amor silencioso, sin riñas, sin presupuestos agobiantes, sin comadronas”.
María despertaba a sacudones:
—¡Qué desvergüenza! El mismo nombre de nuestra...
Y no supo qué agregar. Había levantado los ojos y cargándolos de rabia, apuntaba a un lugar fijo.
—¡Pradera!, gritó furiosa, ¡mira!
Su tía metió las manos en la canasta de la costura y haciendo guiñadas para poder ver, buscaba los lentes. Entonces María le dijo:
—Escucha. –Y leyó el suelto–. No sólo pediré el divorcio –dijo después–, sino que armaré un escándalo como no se ha visto en este país.
—Por fin, hija, bajas de las nubes –gritó Pradera levantando las manos coloradas por el agua caliente de fregar las ollas.
Mientras María se paseaba agitada, tropezando con macetas y plantas inocentes, Pradera aprovechó a esconder el libro de hule. Al otro día, el chofer pensaba en cómo esquivaría las preguntas de María sobre Horacio; pero ella sólo le pidió el dinero y en seguida lo mandó a la casa negra para que trajera a María, una de las mellizas. María –la melliza– llegó en la tarde y contó lo de la espía, a quien debían llamar “la señora Eulalia”. En el primer instante María –la mujer de Horacio–quedó aterrada y con palabras tenues, le preguntó:
—¿Se parece a mí?
—No, señora, la espía es rubia y tiene otros vestidos.
María –la mujer de Horacio– se paró de un salto, pero en seguida se tiró de nuevo en el sillón y empezó a llorar a gritos. Después vino la tía. La melliza contó todo de nuevo. Pradera empezó a sacudir sus senos inmensos en gemidos lastimosos; y el loro, ante aquel escándalo gritaba: “Buenos días, sopas de leche”.

VIII
Walter había regresado de unas vacaciones y Horacio reanudó las sesiones de sus vitrinas. La primera noche había llevado a Eulalia al salón. La sentaba junto a él, en la tarima, y la abrazaba mientras miraba las otras muñecas. Los muchachos habían compuesto escenas con más personajes que de costumbre. En la segunda vitrina había cinco: pertenecían a la comisión directiva de una sociedad que protegía a jóvenes abandonadas. En ese instante había sido elegida presidenta una de ellas; y otra, la rival derrotada, tenía la cabeza baja; era la que gustaba más a Horacio. Él dejó por un instante a Eulalia y fue a besar la frente fresca de la derrotada. Cuando volvió junto a su compañera quiso oír, por entre los huecos de la música, el ruido de las máquinas y recordó lo que Alex le había dicho del parecido de Eulalia con una espía de la guerra. De cualquier manera aquella noche sus ojos se entregaron, con glotonería, a la diversidad de sus muñecas. Pero al día siguiente amaneció con un gran cansancio y a la noche tuvo miedo de la muerte. Se sentía angustiado de no saber cuándo moriría ni el lugar de su cuerpo que primero sería atacado. Cada vez le costaba más estar solo; las muñecas no le hacían compañía y parecían decirle: “Nosotras somos muñecas; y tú arréglate como puedas”. A veces silbaba, pero oía su propio silbido como si se fuera agarrando de una cuerda muy fina que se rompía apenas se quedaba distraído. Otras veces conversaba en voz alta y comentaba estúpidamente lo que iba haciendo: “Ahora iré al escritorio a buscar el tintero”. O pensaba en lo que hacía como si observara a otra persona: “Está abriendo el cajón. Ahora este imbécil le saca la tapa al tintero. Vamos a ver cuánto tiempo le dura la vida”. Al fin se asustaba y salía a la calle. Al día siguiente recibió un cajón; se lo mandaba Facundo; lo hizo abrir y se encontró con que estaba lleno de brazos y piernas sueltas; entonces recordó que una mañana él le había pedido que le mandara los restos de muñecas que no necesitara. Tuvo miedo de encontrar alguna cabeza suelta –eso no le hubiera gustado. Después hizo llevar el cajón al lugar donde las muñecas esperaban el momento de ser utilizadas; habló por teléfono a los muchachos y les explicó la manera de hacer participar las piernas y los brazos en las escenas. Pero la primera prueba resultó desastrosa y él se enojó mucho. Apenas había corrido la cortina vio una muñeca de luto sentada al pie de una escalinata que parecía del atrio de una iglesia; miraba hacia el frente; debajo de la pollera le salía una cantidad impresionante de piernas: eran como diez o doce; y sobre cada escalón había un brazo suelto con la mano hacia arriba. “Qué brutos –decía Horacio– no se trata de utilizar todas las piernas y los brazos que haya.” Sin pensar en ninguna interpretación abrió el cajoncito de las leyendas para leer el argumento: “Ésta es una viuda pobre que camina todo el día para conseguir qué comer y ha puesto manos que piden limosna como trampas para cazar monedas”. “Qué mamarracho–siguió diciendo Horacio–; esto es un jeroglífico estúpido.” Se fue a acostar, rabioso; y ya a punto de dormirse veía andar la viuda con todas las piernas como si fuera una araña.
Después de este desgraciado ensayo, Horacio sintió una gran desilusión de los muchachos, de las muñecas y hasta de Eulalia. Pero a los pocos días, Facundo lo llevaba en su auto por una carretera y de pronto le dijo:
—¿Ves aquella casita de dos pisos, al borde del río? Bueno, allí vive el “tímido” con su muñeca, hermana de la tuya; como quien dice, tu cuñada... (Facundo le dio una palmada en una pierna y los dos se rieron.) Viene sólo al anochecer; y tiene miedo que la madre se entere. Al día siguiente, cuando el sol estaba muy alto, Horacio fue, solo, por el camino de tierra que conducía al río, a la casita del Tímido. Antes de llegar el camino pasaba por debajo de un portón cerrado y al costado de otra casita, más pequeña, que sería del guardabosque. Horacio golpeó las manos y salió un hombre, sin afeitar, con un sombrero roto en la cabeza y masticando algo.
—¿Qué desea?
—Me han dicho que el dueño de aquella casa tiene una muñeca...
El hombre se había recostado a un árbol y lo interrumpió para decirle:
—El dueño no está.
Horacio sacó varios billetes de su cartera y el hombre, al ver el dinero, empezó a masticar más lentamente. Horacio acomodaba los billetes en su mano como si fueran barajas y fingía pensar. El otro tragó el bocado y se quedó esperando. Horacio calculó el tiempo en que el otro habría imaginado lo que haría con ese dinero; y al fin dijo:
—Yo tendría mucha necesidad de ver esa muñeca hoy...
—El patrón llega a las siete.
—¿La casa está abierta?
—No. Pero yo tengo la llave. En caso que se descubra algo –dijo el hombre alargando la mano y recogiendo “la baza”–, yo no sé nada.
Metió el dinero en el bolsillo del pantalón, sacó de otro una llave grande y le dijo:
—Tiene que darle dos vueltas... La muñeca está en el piso de arriba...
Sería conveniente que dejara las cosas exactamente como las encontró. Horacio tomó el camino a paso rápido y volvió a sentir la agitación de la adolescencia. La pequeña puerta de entrada era sucia como una vieja indolente y él revolvió con asco la llave en la cerradura. Entró a una pieza desagradable donde había cañas de pescar recostadas a una pared. Cruzó el piso, muy sucio, y subió una escalera recién barnizada. El dormitorio era confortable; pero allí no se veía ninguna muñeca. La buscó hasta debajo de la cama; y al fin la encontró entre un ropero. Al principio tuvo una sorpresa como las que le preparaba María. La muñeca tenía un vestido negro, de fiesta, rociado con piedras como gotas de vidrio. Si hubiera estado en una de sus vitrinas él habría pensado que era una viuda rodeada de lágrimas. De pronto Horacio oyó una detonación: parecía un balazo. Corrió hacia la escalera que daba a la planta baja y vio, tirada en el piso y rodeada de una pequeña nube de polvo, una caña de pescar. Entonces resolvió tomar una manta y llevar la Hortensia al borde del río. La muñeca era liviana y fría. Mientras buscaba un lugar escondido, bajo los árboles, sintió un perfume que no era del bosque y en seguida descubrió que se desprendía de la Hortensia. Encontró un sitio acolchado, en el pasto, tendió la manta abrazando a la muñeca por las piernas y después la recostó con el cuidado que pondría en manejar una mujer desmayada. A pesar de la soledad del lugar, Horacio no estaba tranquilo. A pocos metros de ellos apareció un sapo, quedó inmóvil y Horacio no sabía qué dirección tomarían sus próximos saltos. Al poco rato vio, al alcance de su mano, una piedra pequeña y se la arrojó. Horacio no pudo poner la atención que hubiera querido en esta Hortensia; quedó muy desilusionado; y no se atrevía a mirarle la cara porque pensaba que encontraría en ella la burla inconmovible de un objeto. Pero oyó un murmullo raro mezclado con ruido de agua. Se volvió hacia el río y vio, en un bote, un muchachón de cabeza grande haciendo muecas horribles; tenía manos pequeñas prendidas de los remos y sólo movía la boca, horrorosa como un pedazo suelto de intestino y dejaba escapar ese murmullo que se oía al principio. Horacio tomó la Hortensia y salió corriendo hacia la casa del Tímido.
Después de la aventura con la Hortensia ajena y mientras se dirigía a la casa negra, Horacio pensó en irse a otro país y no mirar nunca más a una muñeca. Al entrar a su casa fue hacia su dormitorio con la idea de sacar de allí a Eulalia; pero encontró a María tirada en la cama boca abajo llorando. Él se acercó a su mujer y le acarició el pelo; pero comprendió que estaban los tres en la misma cama y llamó a una de las mellizas ordenándole que sacara la muñeca de allí y llamara a Facundo para que viniera a buscarla. Horacio se quedó recostado junto a María y los dos estuvieron silenciosos esperando que entrara del todo la noche. Después él tomó la mano de ella, y buscando trabajosamente las palabras, como si tuviera que expresarse en un idioma que conociera poco, le confesó su desilusión por las muñecas y lo mal que lo había pasado sin ella.

IX
María creyó en la desilusión definitiva de Horacio por sus muñecas y los dos se entregaron a las costumbres felices de antes. Los primeros días pudieron soportar los recuerdos de Hortensia; pero después hacían silencios inesperados y cada uno sabía en quién pensaba el otro. Una mañana, paseando por el jardín, María se detuvo frente al árbol en que había puesto a Hortensia para sorprender a Horacio; después recordó la leyenda de los vecinos; y al pensar que realmente ella había matado a Hortensia, se puso a llorar. Cuando vino Horacio y le preguntó qué tenía, ella no le quiso decir y guardó un silencio hostil. Entonces él pensó que María, sola, con los brazos cruzados y sin Hortensia, desmerecía mucho. Una tarde, al oscurecer, él estaba sentado en la salita; tenía mucha angustia de pensar que por culpa de él no tenían a Hortensia y poco a poco se había sentido invadido por el remordimiento. Y de pronto se dio cuenta de que en la sala había un gato negro. Se puso de pie, irritado, y ya iba a preguntar a Alex cómo lo habían dejado entrar, cuando apareció María y le dijo que ella lo había traído. Estaba contenta y mientras abrazaba a su marido le contó cómo lo había conseguido. Él, al verla tan feliz, no la quiso contrariar; pero sintió antipatía por aquel animal que se había acercado a él tan sigilosamente en instantes en que a él lo invadía el remordimiento. Y a los pocos días aquel animalito fue también el gato de la discordia. María lo acostumbró a ir a la cama y echarse encima de las cobijas. Horacio esperaba que María se durmiera; entonces producía, debajo de las cobijas, un terremoto que obligaba al gato a salir de allí. Una noche María se despertó en uno de esos instantes:
—¿Fuiste tú que espantaste al gato?
—No sé.
María rezongaba y defendía al gato. Una noche, después de cenar, Horacio fue al salón a tocar el piano. Había suspendido, desde hacía unos días, las escenas de las vitrinas y contra su costumbre había dejado las muñecas en la oscuridad –sólo las acompañaba el ruido de las máquinas. Horacio encendió una portátil de pie colocada a un lado del piano y vio encima de la tapa los ojos del gato –su cuerpo se confundía con el color del piano. Entonces, sorprendido desagradablemente, lo echó de mala manera. El gato saltó y fue hacia la salita; Horacio lo siguió corriendo, pero el animalito, encontrando cerrada la puerta que daba al patio, empezó a saltar y desgarró las cortinas de la puerta; una de ellas cayó al suelo; María lo vio desde el comedor y vino corriendo. Dijo palabras fuertes; y las últimas fueron:
—Me obligaste a deshacer a Hortensia y ahora querrás que mate al gato.
Horacio tomó el sombrero y salió a caminar. Pensaba que María, si lo había perdonado –en el momento de la reconciliación le había dicho: “Te quiero porque eres loco”– ahora no tenía derecho a decirle todo aquello y echarle en cara la muerte de Hortensia; ya tenía bastante castigo en lo que María desmerecía sin la muñeca; el gato, en vez de darle encanto la hacía vulgar. Al salir, él vio que ella se había puesto a llorar; entonces pensó: “Bueno, ahora que se quede ella con el gato del remordimiento”. Pero al mismo tiempo sentía el malestar de saber que los remordimientos de ella no eran nada comparados con los de él; y que si ella no le sabía dar ilusión, él, por su parte, se abandonaba a la costumbre de que ella le lavara las culpas. Y todavía, un poco antes que él muriera, ella sería la única que lo acompañaría en la desesperación desconocida –y casi con seguridad cobarde– que tendría en los últimos días, o instantes. Tal vez muriera sin darse cuenta: todavía no había pensado bien en qué sería peor.
Al llegar a una esquina se detuvo a esperar el momento en que pudiera poner atención en la calle para evitar que lo pisara un vehículo. Caminó mucho rato por calles oscuras; y de pronto despertó de sus pensamientos en el Parque de las Acacias y fue a sentarse a un banco. Mientras pensaba en su vida, dejó la mirada debajo de unos árboles y después siguió la sombra, que se arrastraba hasta llegar a las aguas de un lago. Allí se detuvo y vagamente pensó en su alma: era como un silencio oscuro sobre aguas negras; ese silencio tenía memoria y recordaba el ruido de las máquinas como si también fuera silencio: tal vez ese ruido hubiera sido de un vapor que cruzaba aguas que se confundían con la noche, y donde aparecían recuerdos de muñecas como restos de un naufragio. De pronto Horacio volvió a la realidad y vio levantarse de la sombra a una pareja; mientras ellos venían caminando en dirección a él, Horacio recordó que había besado a María, por primera vez, en la copa de una higuera; fue después de comerse los primeros higos y estuvieron a punto de caerse. La pareja pasó cerca de él, cruzó una calle estrecha y entró en una casita; había varias iguales y algunas tenían cartel de alquiler. Al volver a su casa se reconcilió con María; pero en un instante en que se quedó solo, en el salón de las vitrinas, pensó que podía alquilar una de las casitas del parque y llevar una Hortensia. Al otro día, a la hora del desayuno, le llamó la atención que el gato de María tuviera dos moñas verdes en la punta de las orejas. Su mujer le explicó que el boticario perforaba las orejas a todos los gatitos, a los pocos días de nacidos, con una de esas máquinas de agujerear papeles para poner en las carpetas. Esto hizo gracia a Horacio y lo encontró de buen augurio. Salió a la calle y le habló por teléfono a Facundo preguntándole cómo haría para distinguir, entre las muñecas de la tienda La Primavera, las que eran Hortensias. Facundo le dijo que en ese momento había una sola, cerca de la caja, y que tenía una sola caravana en una oreja. La casualidad de que hubiera una sola Hortensia en la tienda, le dio a Horacio la idea de que estaba predestinada y se entregó a pensar en la recaída de su vicio como en una fatalidad voluptuosa. Hubiera podido tomar un tranvía; pero se le ocurrió que eso lo sacaría de sus ideas: prefirió ir caminando y pensar en cómo se distinguiría aquella muñeca entre las demás. Ahora él también se confundía entre la gente y también le daba placer esconderse entre la muchedumbre. Había animación porque era víspera de carnaval. La tienda quedaba más lejos de lo que él había calculado. Empezó a cansarse y a tener deseos de conocer, cuanto antes, la muñeca. Un niño apuntó con una corneta y le descargó en la cara un ruido atroz. Horacio, contrariado, empezó a sentir un presentimiento angustioso y pensó en dejar la visita para la tarde; pero al llegar a la tienda y ver otras muñecas, disfrazadas, en las vidrieras, se decidió a entrar. La Hortensia tenía un traje del Renacimiento color vino. Su pequeño antifaz parecía hacer más orgullosa su cabeza y Horacio sintió deseos de dominarla; pero apareció una vendedora que lo conocía, haciéndole una sonrisa con la mitad de la boca y Horacio se fue en seguida. A los pocos días ya había instalado la muñeca en una casita de Las Acacias. Una empleada de Facundo iba a las nueve de la noche, con una limpiadora, dos veces por semana; a las diez de la noche le ponía el agua caliente y se retiraba. Horacio no había querido que le sacaran el antifaz, estaba encantado con ella y la llamaba Herminia. Una noche en que los dos estaban sentados frente a un cuadro, Horacio vio reflejados en el vidrio los ojos de ella; brillaban en medio del color negro del antifaz y parecía que tuvieran pensamiento. Desde entonces se sentaba allí, ponía su mejilla junto a la de ella y cuando creía ver en el vidrio –el cuadro presentaba una caída de agua– que los ojos de ella tenían expresión de grandeza humillada, la besaba apasionadamente. Algunas noches cruzaba con ella el parque –parecía que anduviera con un espectro– y los dos se sentaban en un banco cerca de una fuente; pero de pronto él se daba cuenta que a Herminia se le enfriaba el agua y se apresuraba a llevarla de nuevo a la casita.
Al poco tiempo se hizo una gran exposición en la tienda La Primavera. Una vidriera inmensa ocupaba todo el último piso; estaba colocada en el centro del salón y el público desfilaba por los cuatro corredores que habían dejado entre la vitrina y las paredes. El éxito de público fue extraordinario. (Además de ver los trajes, la gente quería saber cuáles de entre las muñecas eran Hortensias.) La gran vitrina estaba dividida en dos secciones por un espejo que llegaba hasta el techo. En la sección que daba a la entrada, las muñecas representaban una vieja leyenda del país, La Mujer del Lago, y había sido interpretada por los mismos muchachos que trabajaban para Horacio. En medio de un bosque, donde había un lago, vivía una mujer joven. Todas las mañanas ella salía de su carpa y se iba a peinar a la orilla del lago; pero llevaba un espejo. (Algunos decían que lo ponía frente al lago para verse la nuca.) Una mañana, algunas damas de la alta sociedad después de una noche de fiesta, decidieron ir a visitar a la mujer solitaria; llegarían al amanecer, le preguntarían por qué vivía sola y le ofrecerían ayuda. En el instante de llegar, la mujer del lago se peinaba; vio por entre sus cabellos los trajes de las damas y cuando ellas estuvieron cerca les hizo una humilde cortesía. Pero apenas una de las damas inició las preguntas, ella se puso de pie y empezó a caminar siguiendo el borde del lago. Las damas, a su vez, pensando que la mujer les iba a contestar o a mostrar algún secreto, la siguieron. Pero la mujer solitaria sólo daba vueltas al lago seguida por las damas, sin decirles ni mostrarles nada. Entonces las damas se fueron enojadas; y en adelante la llamaron “la loca del lago”. Por eso, en aquel país, si ven a alguien silencioso le dicen: “Se quedó dando la vuelta al lago”.
Aquí, en la tienda La Primavera, la mujer del lago aparecía ante una mesa de tocador colocada a la orilla del agua. Vestía un peinador blanco bordado de hojas amarillas y el tocador estaba lleno de perfumes y otros objetos. Era el instante de la leyenda en que llegaban las damas en traje de fiesta de la noche anterior. Por la parte de afuera de la vitrina, pasaban toda clase de caras; y no sólo miraban las muñecas de arriba a abajo para ver los vestidos; había ojos que saltaban, llenos de sospechas, de un vestido a un escote y de una muñeca a la otra; y hasta desconfiaban de muñecas honestas como la mujer del lago. Otros ojos, muy prevenidos, miraban como si caminaran cautelosamente por encima de los vestidos y temieran caer en la piel de las muñecas. Una jovencita inclinaba la cabeza con humildad de cenicienta y pensaba que el esplendor de algunos vestidos tenía que ver con el destino de las Hortensias. Un hombre arrugaba las cejas y bajaba los párpados para despistar a su esposa y esconder la idea de verse, él mismo en posesión de una Hortensia. En general, las muñecas tenían el aire de locas sublimes que sólo pensaban en la “pose” que mantenían y no les importaba si las vestían o las desnudaban.
La segunda sección se dividía, a su vez, en otras dos: una parte de playa y otra de bosque. En la primera, las muñecas estaban en traje de baño. Horacio se había detenido frente a dos que simulaban una conversación: una de ellas tenía dibujadas, en el abdomen, circunferencias concéntricas como un tiro al blanco (las circunferencias eran rojas) y la otra tenía pintados peces en los omóplatos. La cabeza pequeña de Horacio sobresalía, también, con fijeza de muñeco. Aquella cabeza siguió andando por entre la gente hasta detenerse, de nuevo, frente a las muñecas del bosque: eran indígenas y estaban semidesnudas. De la cabeza de algunas, en vez de cabello, salían plantas de hojas pequeñas que les caían como enredaderas; en la piel, oscura, tenían dibujadas flores o rayas, como los caníbales; y a otras les habían pintado, por todo el cuerpo, ojos humanos muy brillantes. Desde el primer instante, Horacio sintió predilección por una negra de aspecto normal; sólo tenía pintados los senos: eran dos cabecitas de negros con boquitas embetunadas de rojo. Después Horacio siguió dando vueltas por toda la exposición hasta que llegó Facundo. Entonces le preguntó:
—De las muñecas del bosque, ¿cuáles son Hortensias?
—Mira hermano, en aquella sección, todas son Hortensias.
—Mándame la negra a Las Acacias...
—Antes de ocho días no puedo sacar ninguna.
Pero pasaron veinte antes que Horacio pudiera reunirse con la negra en la casita de Las Acacias. Ella estaba acostada y tapada hasta el cuello.
A Horacio no le pareció tan interesante; y cuando fue a separar las cobijas, la negra le soltó una carcajada infernal. María empezó a descargar su venganza de palabras agrias y a explicarle cómo había sabido la nueva traición. La mujer que hacía la limpieza era la misma que iba a lo de Pradera. Pero vio que Horacio tenía una tranquilidad extraña, como de persona extraviada y se detuvo.
—Y ahora ¿qué me dices? –le preguntó a los pocos instantes tratando de esconder su asombro.
Él la seguía mirando como a una persona desconocida y tenía la actitud de alguien que desde hace mucho tiempo sufre un cansancio que lo ha idiotizado. Después empezó a hacer girar su cuerpo con pequeños movimientos de sus pies. Entonces María le dijo: “Espérame”. Y salió de la cama para ir al cuarto de baño a lavarse la pintura negra. Estaba asustada, había empezado a llorar y al mismo tiempo estornudaba. Cuando volvió al dormitorio Horacio ya se había ido; pero fue a su casa y lo encontró: se había encerrado en una pieza para huéspedes y no quería hablar con nadie.

X
Después de la última sorpresa, María pidió muchas veces a Horacio que la perdonara; pero él guardaba el silencio de un hombre de palo que no representara a ningún santo ni concediera nada. La mayor parte del tiempo lo pasaba encerrado, casi inmóvil, en la pieza de huéspedes. (Sólo sabían que se movía porque vaciaba las botellas del vino de Francia.) A veces salía un rato, al oscurecer. Al volver comía un poco y en seguida se volvía a tirar en la cama con los ojos abiertos. Muchas veces María iba a verle tarde en la noche; y siempre encontraba sus ojos fijos, como si fueran de vidrio y su quietud de muñeco. Una noche se extrañó de ver arrollado cerca de él, al gato. Entonces decidió llamar al médico y le empezaron a poner inyecciones. Horacio les tomó terror; pero tuvo más interés por la vida. Por último María, con la ayuda de los muchachos que habían trabajado en las vitrinas, consiguió que Horacio concurriera a una nueva sesión. Esa noche cenó en el comedor grande, con María, pidió la mostaza y bebió bastante vino de Francia. Después tomó el café en la salita y no tardó en pasar al salón. En la primera vitrina había una escena sin leyenda: en una gran piscina, donde el agua se movía continuamente, aparecían, en medio de plantas y luces de tonos bajos, algunos brazos y piernas sueltas. Horacio vio asomarse, entre unas ramas, la planta de un pie y le pareció una cara; después avanzó toda la pierna; parecía un animal buscando algo; al tropezar con el vidrio quedó quieta un instante y en seguida se fue para otro lado. Después vino otra pierna seguida de una mano con su brazo; se perseguían y se juntaban lentamente como fieras aburridas entre una jaula. Horacio quedó un rato distraído viendo todas las combinaciones que se producían entre los miembros sueltos, hasta que llegaron, juntos, los dedos de un pie y de una mano; de pronto la pierna empezó a enderezarse y a tomar la actitud vulgar de apoyarse sobre el pie; esto desilusionó a Horacio; hizo la seña de la luz a Walter, y corrió la tarima hacia la segunda vitrina. Allí vio una muñeca sobre una cama, con una corona de reina; y a su lado estaba arrollado el gato de María. Esto le hizo mala impresión y empezó a enfurecerse contra los muchachos que lo habían dejado entrar. A los pies de la cama había tres monjas hincadas en reclinatorios. La leyenda decía: “Esta reina pasó a la muerte en el momento que daba una limosna; no tuvo tiempo de confesarse; pero todo su país ruega por ella”. Cuando Horacio la volvió a mirar, el gato no estaba. Sin embargo él tenía angustia y esperaba verlo aparecer por algún lado. Se decidió a entrar a la vitrina; pero no dejaba de estar atento a la mala sorpresa que le daría el gato. Llegó hasta la cama de la reina y al mirar su cara apoyó una mano en los pies de la cama; en ese instante otra mano, la de una de las tres monjas, se posó sobre la de él. Horacio no debe haber oído la voz de María pidiéndole perdón. Apenas sintió aquella mano sobre la suya levantó la cabeza, con el cuerpo rígido y empezó a abrir la boca moviendo las mandíbulas como un bicharraco que no pudiera graznar ni mover las alas. María le tomó un brazo; él lo separó con terror, comenzó a hacer movimientos de los pies para volver su cuerpo, como el día en que María pintada de negra había soltado aquella carcajada. Ella se volvió a asustar y lanzó un grito. Horacio tropezó con una de las monjas y la hizo caer; después se dirigió al salón pero sin atinar a salir por la pequeña puerta. Al tropezar con el cristal de la vitrina sus manos golpeaban el vidrio como pájaros contra una ventana cerrada. María no se animó a tomarle de nuevo los brazos y fue a llamar a Alex. No lo encontraba por ninguna parte. Al fin Alex la vio y creyendo que era una monja le preguntó qué deseaba. Ella le dijo, llorando, que Horacio estaba loco; los dos fueron al salón; pero no encontraron a Horacio. Lo empezaron a buscar y de pronto oyeron sus pasos en el balasto del jardín. Horacio cruzaba por encima de los canteros. Y cuando María y el criado lo alcanzaron, él iba en dirección al ruido de las máquinas.

Felisberto Hernández, Las Hortensias.

Felisberto Hernández

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