Sara Gallardo, Cosas de la vida

Cosas de la vida.

Había una vez un jubilado que tenía un jardín en Lanús. Había sido jefe de personal en una empresa del Estado.
Su jardín era la admiración y la envidia de todo Lanús. Es una zona que, como se sabe, carece de agua cada dos por tres. El vecindario redacta notas de protesta, y el primero en firmarlas ha sido siempre el jubilado del jardín.
Lo habitual era que llegara el vecino más amigo de pleitos con su documento en la mano, y lo encontrara doblado bajo los rosales, o cubriendo los senderos con guijarros blancos, o pasando el rastrillo por un círculo de césped que parecía, digamos, una esmeralda. Hormiguicidas, abonos y herramientas se veían en el verdoso ambiente creado por una chapa de fibra. Y allí, de pie, sin quitarse casi el sombrero de paja ni sacudirse el barro de los dedos, el jubilado echaba su firma, que era una rúbrica sola, tanto había firmado en tiempos de su jefatura.
Una mañana despertó. Echó de menos el aroma de su jardín. ¿Llovía? Tampoco el agradable pin pin del agua sonaba en su ventana. Salió, inquieto. Se encontró en pleno mar.
Un oleaje verde hamacaba el jardín. Un ventarrón había volteado el espantapájaros.
Cayó al suelo. Cuando recobró fuerzas levantó la cara. Volvió a verse navegando en el mar. Volvió a caer postrado.
Notó, una de las veces que se incorporó, que la espuma salpicaba los jazmines de su verja, coquetamente pintada de blanco. Desesperado, buscó una lona que tenía en previsión de granizos, e intentó cubrirlos. Era difícil. Avanzó dando bandazos, aferrándose a la pequeña verja, nunca pensada para servir de borda. Ató la lona a ella y en unos piquetes de madera que clavó en la tierra. Trabajó con devoción, con rabia.
Mareado, empapado, pensó darse una ducha tibia. Pero se le ocurrió que el agua de su tanque era limitada. La necesitaría para sus plantas, para beber.
Tonterías. Soñaba. Se echó sobre la cama cerrando los ojos.
Soñó que estaba en su despacho, un sueño frecuente en él. Un empleado pedía licencia, su mujer moría. Cuarenta y ocho horas, concedía. El empleado se iba, lágrimas de impotencia salpicando los vidrios de sus anteojos. Estas lágrimas caían sobre la cara del jefe de personal.
No, no eran lágrimas. El viento había cambiado, y un vaho se condensaba sobre el vidrio abierto de la ventana, cayendo luego en gotas sobre él.
Se incorporó. ¿Era cierto, pues? Aquello bailaba. Sosteniéndose contra las paredes, salió.
Era cierto.
El jardín, virando lentamente, cambiaba de rumbo. Ponía proa a una inmensidad igual a la inmensidad que lo rodeaba en todos lados.
Los rosales inclinaban sus mofletes como pidiendo ayuda. Los lavó con agua dulce, sollozándoles al oído.
Pero tenía hambre. Acudió a la despensa. Contenía café soluble y bastantes latas de lengua, caballa, leche en polvo. Detestaba aquello. Eran regalo de su hermana, casada con un empleado de frigorífico.
Porque, como se lo hizo bien presente la mañana que llegó, cargada, sofocada y con las marcas de la soga en las manos, antes de regalar hay que informarse sobre los gustos del prójimo. Él adhería a los principios del vegetarianismo, con una apertura hacia el yogur y los quesos sin sal. Pero la hermana dejó su paquete.
Latas. Y cómo le servían ahora. Gimió, abriendo una.
¿Cuánto tiempo duraría aquello?
O estaba loco. Creería, solamente, encontrarse en el mar, mientras sus vecinos lo miraban compadecidos por encima de la verja. Era fácil suponer sus conjeturas: tantas horas al sol, dedicado a las plantas... ¿O estaría en un manicomio, alucinado? Las gotas que había creído recibir ¿eran inyecciones?
Fuera lo que fuese, aquí estaba. Por las ventanas veía el mar, verde, centelleante ahora que había salido el sol.
¡El sol! Se levantó a mirar su césped. Esmeraldino aún, y fresco. ¿Hasta cuándo?
La desesperación lo hizo prorrumpir en alaridos.
Al atardecer tomó el diario que leía la víspera. Fútbol, cine, historietas. Qué lejano todo. Anotó la fecha. Hizo un almanaque en la última página de un catálogo de semillería.
Sólo quedaba ponerse a dormir. La noche había caído. Afuera, aquel rumor. Adentro, el balanceo.
Siguieron días, noches, mañanas.
Primeros en morir fueron los claveles. Temblando se secaron, marrones. Las rosas vieron volar sus pétalos sobre el desierto. Después los tallos se enroscaron en espirales. El césped murió, a manchas. Un círculo de tierra quedó, pelado, con unas pajas. Volaron también.
La verja, la lona y los jazmines con un crujido cayeron pesadamente al mar.
El jubilado había hecho algunos intentos para distraerse. Prendió el televisor. Pero transmitía unos trazos ondulados que le recordaban demasiado las ondulaciones circundantes. Anotó cada día en su almanaque. Examinó el tanque de agua. Maldijo ser habitante de Lanús Oeste. Las carencias habituales de agua se reflejaban en tres cuartos de tanque vacío. El terror de la sed empezó a obsesionarlo.
Para buscar algún aspecto positivo en su situación, se dijo que el tiempo estaba parejo, y que las olas lo conducirían a algún lado.
Pero vino la calma.
De las angustias de la calma se ha escrito demasiado bien. El perder la esperanza de puerto, el agotar víveres y agua, el fosforecer de presencias extrañas, la agonía.
Un sudor corría por la calva del jubilado en su jardín destruido. Había recogido los guijarros blancos en dos macetas, que guardaba en la cocina, pero el diseño de los canteros se notaba como una risa sin dientes.
Al décimo día de calma, un estrépito puso en marcha el jardín. El mar se precipitaba hacia delante. Era un derrumbe. ¡El final!, pensó, aferrándose al tronco seco de un arbusto. Como en un rapto recordó un programa de televisión. El ganador, niño prodigio, había dicho que los antiguos creían en un mundo plano con una catarata en el borde. El conductor le dio un premio, y todos reían a costa de los antiguos.
–¡Aquí estamos! –se dijo, arrastrado con casa y con jardín hacia el fondo. Los mantuvo una corriente circular, mientras el mar entero hacía un ruido de regurgitación.
Un monstruo apareció. Inmenso bienestar respiraban sus escamas chorreantes, su cabeza que rozaba las bajas nubes de tempestad. De la boca le colgaban vegetaciones fláccidas.
El miedo no se puede imaginar. Del miedo que sintió, sólo diré: como muerto, sin pulso, en el suelo. Una imagen le cruzaba la mente. Había visto la foto de un choque de trenes precisamente en la línea de Lanús. Uno estaba vertical.
Vertical, como cien trenes, la serpiente marina sacó al aire su cuerpo y gozó la vista del mar interminable. Esa vista le dio ganas de moverse. No vio el chalet demasiado cercano y algo atrás. Estaba ahíta, además.
Partes de su cuerpo emergieron mientras se alejaba y hundía otras ondulando, y el jubilado, su jardín y su casa giraban en los remolinos hasta sentir escindidos los átomos del ser.
Esto pasó el trigésimo día de navegación.
Por entonces decidió preservar los vidrios de las ventanas. Una rotura sería grave. La casa era su refugio. Cerró los postigos, y se acostumbró a andar a oscuras por el interior.
Era un alivio.
El sol golpeaba con su maza el jardín. Vestido de pies a cabeza, con sombrero y guantes de jardinero para no ver su carne reducida a jirones, intentó pescar. La falta de verja lo había vuelto tarea peligrosa. Se ataba a la canilla del césped, con un trozo de conserva como sebo. Pasó días fabricándose anzuelos.
Descubrió que a veces pescaba. Se prometió comer de eso, fuera lo que fuese. Si pasaba un día entero sin pesca abriría una lata. Debe decirse que sobre el jardín rampaban y palpitaban toda clase de seres lanzados por las olas o por la iniciativa personal. Le evitaban la fatiga de pescar. Los echaba en una cazuela. Algunos le procuraron erupciones terribles en la piel. Otros dispepsia. Otros nada. Temiendo por su combustible, cocinaba varios platos por vez en el horno. Se acostumbró a la sopa fría. Pero la comida marítima da sed. Su mayor angustia era el descenso de la provisión de agua.
Un día dos aves marinas se pararon en la antena de televisión. Por atavismo las insultó agitando los brazos; que se alejaran de sus sembrados. En pleno ademán quedó quieto. Ave significa tierra.
–¡Tierra! –gritó prosternándose, con la voz quebrada en mil variantes.
No había tierra a la vista. Las aves eran de un desconocido rojo oscuro. Pero no lo notó. Viendo que su alharaca las movía a retirarse suplicó:
–¡Quédense!
Debió verlas alejar, pausadas, hacia el este.
En el este fijó los ojos. Pasó la mañana inútilmente. Mejor carecer de esperanza que ganarla y perderla. Entró en la casa y lloró echado sobre la cama.
A la tarde volvió a mirar. Creyó morir. Se mojó la cabeza. Vio algo como una montaña.
¿Y si, navegando sin rumbo impuesto por él, pasaran lejos? Pero se acercaba.
Hacia el crepúsculo la luz rasante daba en un peñón rojo negruzco, como un coágulo de sangre. La espuma se revolvía en las rompientes.
Ninguna visión, ningún rumor humanos salían de él. Bien mirado parecía moverse, como una rata muerta cubierta de moscas. Las aves marinas lo revestían. Sus graznidos parecían la voz de aquella piedra.
El jubilado cayó de rodillas, alzó los brazos hacia el peñón, clamó. Buscó una sábana y la zarandeó, frenético, pidiendo auxilio. Nada.
Es decir, sí. A medida que el sol desaparecía, la peña pareció formada por caras enormes, tal como viera en el cine las de unos próceres norteamericanos tallados en la montaña. En el cine le habían parecido magníficas. Aquí, no. Tal vez por las deposiciones de las aves, o por la niebla de la rompiente, aquellos rostros de hombres y mujeres parecían, o bien resfriados, con hilos cayendo de las narices, o llorosos, o babeando.
Gritó hasta perder la voz, la fuerza, la vida.
Cuando se puso el sol le entró el terror. Pese a la inquietud por los escollos se encerró en la casa.
¿Qué hacer? No dormir. Buscó unas revistas que tenía debajo de la cama.
En Lanús, su vecino de la izquierda, un pobrete que se contentaba con geranios en macetas, pertenecía a una secta protestante. A menudo charlaba por encima de la verja alabándole el jardín, pero sus intenciones eran proselitistas. Una vez por mes, al despedirse sacaba una publicación de bajo el brazo y decía:
–Tal vez esto lo entretenga.
Eso bastaba para sacarlo de quicio. Pero como quien anda con abono y fosfatos necesita tener papeles a mano, guardaba las revistas. Cuando tenía que envolver desperdicios las usaba. Con la satisfacción de que el vecino alguna vez podía ver sus páginas en el tacho de basura.
¿Qué hacer, esta noche? Trató de concentrarse en la sección humorística. Un humor sano. Nada basado en alcoholismo o adulterios. Casi siempre a propósito de perros o de gatos.
Imposible entenderlo, con el peñón de color coágulo, las rompientes, las aves, las caras, cercanos en la noche.
Se asomó. Trató de ver algo, de oír el ruido de los acantilados. Nada.
Luego, los inconvenientes del mal periodismo son que al leerlo uno piensa en otra cosa. Había sufrido al jubilarse. ¡Qué jefe de personal! El empleado daba parte de enfermo. Que se mejore, decía él, nadie olvidaba en qué forma. Enviaba al médico. Qué médico. Estaban de acuerdo. Cuarenta y ocho horas. Que se mejoren. O se mueran.
Siempre le gustó preguntar a los empleados su filiación política. Tragaban bilis. El distintivo oficial en la solapa de los disidentes le procuró entretenimiento en una época.
Efecto del mal periodismo, quedó dormido en el sillón.
A esa hora empezó el viento. Con una trepidación de la casa. El mar se transformó en un campo de ondas que jugaban al rango arrojándose de espalda en espalda la casa y el jardín y el jubilado, a los tumbos de la cama a la mesa, del sillón a la puerta.
Oyó la antena del televisor arrancada rebotando en el techo con un adiós metálico, perdiéndose en los aires.
Los goznes de un postigo, corroídos, cedieron. Un vidrio quedó descubierto. Por él entró la luz, y vio el oleaje, transparente, tapando el cielo, lamiendo los costados de la casa, filtrándose por las junturas de las ventanas.
Se arrastró. Buscó una lata de goma contra insectos. Pegoteó las junturas de las ventanas, pero el agua entraba, estiraba en carámbanos la goma, goteaba por las puntas.
Cinco días de viento. Cinco días sin comer, sin anotar en el calendario, aferrado a una pata de la cama.
No tuvo fuerzas para abrir la puerta. Destapó temblando una lata de sardinas. Algo repuesto, abrió. Dio un grito.
El jardín estaba un palmo bajo el agua. Sólo sobresalía, en el lado opuesto, la parte que lindó con el vecino protestante, un sector un poco elevado, de ladrillos, donde tuvo tinajas floridas y canteros. Entre la casa y ese sector, el jardín parecía una piscina por donde cruzaban cardúmenes plateados.
Alrededor, mar desnudo hasta el horizonte.
Lágrimas, no tenía ya ni una. Pelo para mesarse, tampoco. Barbas sí, largas y enredadas. Su afeitadora se descompuso los primeros días de navegación.
¿Existe Dios?, se preguntó. Había rezado, es verdad, en momentos de horror excesivo. La noche del peñón, por ejemplo. Su madre se lo enseñó en algún tiempo. Y en un folleto había leído la historia del extraviado en el Himalaya que sobrevivió gracias a extracto de carne y oraciones. ¿Qué oraciones serían? ¿Y qué extracto?
Vamos a ver, ¿qué situación era ésta? ¿Quién previno nunca a un ser humano respecto a este riesgo? Podía demostrarlo: ninguna compañía de seguros lo tiene en su programa.
Nunca aseguró su vida. No creyó justo que su hermana y su cuñado se beneficiaran con su muerte. Pero si una cláusula relativa a una situación semejante hubiera existido, él, al volver...
¡Volver!
¿Volvería?
Se cubrió las orejas con las manos y gritó largamente.
Para tranquilizarse proyectó un plan de acción. Como primera medida tendría que pescar por la ventana. Después, escribiría su historia. Bien, pero carecía de papel blanco. Buscó por la casa. Un papel madera forraba los cajones y estantes del armario. Ya es algo. Con letra chica... Y después, tal vez esto termine un día... No. Las ilusiones hacen daño.
Se sentó a escribir. Puso la fecha. “Intachable empleado, de categoría J 4, en la Dirección General de Personal Automotores y Estadística del Ministerio de Hacienda, entre los años 1928 y 1962, con sólo dos faltas por duelo familiar en toda mi foja de servicios, me jubilé el 24 de marzo de...”
Una voz habló roncamente a sus espaldas.
El lápiz cayó sobre el papel. Una rigidez, de la nuca a los talones, lo inmovilizó.
Volvió a oírla, en un jadeo, un chapoteo. Decía:
–Mi refugio...
A duras penas se dio vuelta. Aferrado al borde de ladrillos de la parte elevada del jardín había un hombre chorreando agua, la cara transfigurada de esperanzas, el sombrero hundido. Ponía los ojos en –el jubilado lo recordó de pronto– el nombre de la casa, fijado con letras cursivas cerca del techo: Mi Refugio.
En el umbral de la puerta, sin moverse, sin sonido en la garganta, lo miró.
El hombre lo vio. Su felicidad aumentó. Jadeaba como si hubiera llegado nadando. Sosteniéndose en los ladrillos hizo un esfuerzo y se izó.
Un crujido de putrefacción y el jardín cedió a su peso como una galleta húmeda. La parte de ladrillo, arrastrándolo, se hundió primero. La mitad del jardín, vertical en el vuelco, desapareció detrás en un torbellino.
El jubilado se acurrucó en el umbral de la puerta. Metió la cara en los puños. Sollozó. Como él mismo se lo definió después, fue un ataque de nervios. Terminado, destapó los ojos poco a poco. El jardín concluía en la mitad de lo que fue círculo de césped. Quizás por efecto de la pérdida de la parte de ladrillos, ya no estaba cubierto de agua. Emergía en declive hacia la casa.
Aquel hombre... No había tierra, ni barco, ni bote, ni leño a la vista. ¿De dónde había venido?
Durante días y noches la cara transmutada de esperanza, el crujido del jardín al romperse, la desaparición entre burbujas se fijaron ante él.
No pudo comer, ni pescar, ni moverse. Lo pasó extendido en la cama, mirando el techo que repetía los reflejos del mar.
Y comenzó la sed. La entretuvo un tiempo gracias a los cubitos de hielo derretidos dentro de la heladera. Siguió con el depósito del inodoro. Después se encontró lamiendo la heladera. Después se encontró lamiendo el inodoro.
Después, como un loco, la lengua colgando seca igual que un cuero, se vio corriendo en círculo, pegando los labios a un hierro húmedo de sal, limpiándolos horrorizado, procurando beber agua de mar y vomitando, tajeándose un brazo para chupar la sangre.
Ni un recuerdo ni una ilusión ni una idea en él salvo la de agua dulce para beber. Miraba las nubes como el ternero en la mañana mira la ubre reservada al ordeño, a un fin ajeno.
¿Y él? Oh, nubes.
Llovió por fin. Era de noche. Ardía de fiebre en el suelo de su cuarto. Oyó llover. Creyó que deliraba pero se arrastró fuera.
¡Llovía! Llorando, riendo, desnudo, se dejó empapar, la boca abierta. El agua le corría por las orejas, le llenaba los ojos. Se lamía; exprimía las barbas en su boca. Sacó tarros, cacerolas, ollas, latas, frascos.
Amaneció en la lluvia, y la lluvia siguió. El jardín en declive dejaba correr hacia la casa una cascada agridulce, que tampoco despreció. Oh, agua. Oh, lluvia.
Siguió un período durante el cual procuró escribir sus experiencias. No le era fácil, pero una especie de serenidad lo investía a medida que daba forma a aquello. Al principio luchó con las palabras. Ni mar, ni serpiente, ni viento, ni peñón rojo o sed figuraban en los escritos que leyó o redactó en su vida.
Esta palabra, vida, lo detenía. ¿Estaba vivo?
¿O muerto?
Trató de recordar ideas oídas sobre la muerte. Nada parecido a esto. En cuanto a vida... Es verdad que algunos días, por ejemplo al pescar un bello pez carnoso después de esperar siete o diez horas, se había sentido más vivo de lo que nunca había estado. Y cuando la lluvia, chorreándole en los ojos y la boca terminó con su sed ¿no fue distinto al vaso de agua mineral que un ordenanza debía traer hasta su despacho a las once y diez?
Sí, pero basta. Basta. Vivo o muerto, exigía una definición. Quería paz. Deseaba una certeza. Silencio. Descanso.
Color mostaza era el mar aquellos días. Había oído mencionar el plancton. Esperaba que no fuera plancton, pues a decir de muchos es lo que comen las ballenas.
Color mostaza. Un pavo asado sobre un mantel blanco. La salsa humea en la salsera. Castañas y ciruelas y piñones en el relleno. Nueces y almendras en un plato. Pan dulce con un moño de seda. Sidra. Es Navidad. ¿Quién, en esa mesa? Una mujer de vestido largo, una niña de trenzas. En el patio los vecinos brindan. Él tiene derecho a comer. Alarga su mano empujando a la niña. Un golpe en los dedos. Había chocado con la chapa de fibra que alguna vez amparó a sus hormiguicidas, caída desde el gran viento.
Conque alucinaciones, se dijo. A escribir.
“Entre los años de 1928 y 1962, sólo dos faltas por duelo familiar, es decir, en treinta y cuatro años. El primer duelo siendo motivado por el deceso de mi señora madre, y el segundo por el de mi esposa, a los quince meses de matrimonio, habiendo celebrado este matrimonio durante los días de feria que se dedicaron en 1935 a desratizar el edificio.”
Bien mirado, era el único error de su vida. Una vida de orden. Ella... para ser sincero, no recordaba su cara. Por otra parte, suicidarse es una infracción al contrato matrimonial. Nadie lo había sabido, por fortuna.
Salió a refrescar la mente.
En el horizonte, una línea como un trazo de alquitrán dividía el cielo del mar. Como las líneas que cruzan los cuadernos de contabilidad, pero con una leve inclinación.
Tropezando con todo, se le ocurrió prender el televisor. Ninguna imagen. Pero una voz a lo mejor femenina, interrumpida por descargas, decía cosas incomprensibles.
–¡Tierra! –gritó por segunda vez en su viaje–. ¡Tierra!
Lo asustó su gañido. Esperó, los ojos puestos en la línea. Llegó a convertirse en una franja; la inclinación pasó a parecer una serranía. La materia no le gustaba, brillante como laca. No pudo esperar más.
Tomó una sábana y alcohol, subió al techo, hizo flamear la bandera de fuego hasta que las llamas le chamuscaron la barba. Soltó. Una brisa la llevó girando al mar. Él perdió el equilibrio y cayó al agua. Varias tejas cayeron cerca de él.
Emergió tragando bocanadas. No sabía nadar. Braceó enloquecido hacia la casa. Recordó al hombre. Mi Refugio, leyó entre dos salpicones.
Pudo agarrarse, trepar, extenderse en la vereda. No se dio tiempo a descansar. De rodillas, miró hacia la costa.
Se alejaba.
Se alejaban ellos. La casa. El jardín. Él.
Bramó golpeando las paredes, maldijo, pataleó.
La costa desapareció.
Por la mañana afloran las decisiones.
Sentado en una silla frente al jardín, el corazón desnudo de ilusión, silbó un viejo tango. A navegar, hasta el fin de los tiempos. No se inmutaría.
Débil es la carne. “Fin de los tiempos” lo hizo volver, esperanzado, a las malas noticias de los días previos a su viaje. Cada país tenía su bomba atómica. Era pues posible que estallara el planeta. ¡Oh, que estallara!
Pero ¿estaba él en el planeta? Si no, ¿dónde? Y si estaba ¿en qué parte?
No iba a turbarse, ahora. Entró en la casa. Cargó el televisor. Lo lanzó al mar.
Un instante pudo verlo aún, reconocible.
Grandes decisiones. Durante su caída al agua había podido ver la casa desde afuera. Debió suponerlo pero nunca lo pensó. Un pesado bigote de moluscos y algas la circundaba. Pececillos y gusanos alborotaban por debajo. Si aquello crecía terminaría hundiéndose. Tomó sus tijeras de podar y comprendió que la tarea era imposible. Para podar en los bordes tendría que meterse en el agua. La parte inferior era de cualquier modo inalcanzable. Y en cuanto al jardín, no se atrevía a pisarlo, vaya que se desprendiera.
Perfectamente. Guardó las tijeras.
Pesca y biografía, decidió.
Pesca y Náutica, sonrió amargamente. Era el nombre de un club de la laguna de Chascomús. Había ido con otros jefes de la empresa a comer pejerreyes en el año 52. No le gustaba el pejerrey, había dicho. ¡No le gustaba el pejerrey! Era vegetariano. ¡Era vegetariano! Sólo faltaba que hubiera dicho que no le gustaba la pesca ni la náutica.
Bien, en esto estamos por ahora. Dio unos golpecitos con los dedos sobre la mesa, como era su costumbre en el despacho. Profesión, navegante. Sonrió, comisuras hacia abajo, tras las barbas. Se había acostumbrado a pasar las manos por ellas, como los patriarcas. Era una sensación sumamente agradable. Las había desenredado, una tarea difícil de olvidar, y las peinaba cada día. En cambio recortaba el pelo de la nuca.
No olía muy bien, hay que decir. ¿Qué olor podía asombrar en esa casa donde el lavado se abolió el primer día, donde la pesca entraba por la ventana y saltaba en el suelo dejando escamas? Ningún asombro. Ni por olor, ni por color, ni por nada. Nada.
Un ejercicio de imaginación tónico cuando se navega es pintarse el abismo subyacente, la hondura que alberga cordilleras; el ambiente, negro; el frío, eterno. Ante él resultan placenteros el salpicar, lo cristalino y la luz de la superficie. Queda subrayado lo precario de nuestra suspensión. Se hace patente la disparidad de los destinos, durmiendo como duermen tantos huesos en el fondo. Se medita en la providencia, en el azar, en el hado.
Regando su jardín, cuántas veces le gustó ver a las hormigas braceando en las corrientes creadas por su manguera. Ahora las consideraba de otra forma. Y suponiendo, nada cuesta, que exista un dios del mar, Neptuno de los antiguos burlados por el niño en la televisión, ¿no encontraría, manejando los hombres y sus barcos, el mismo placer que él tuvo ante el girar de los insectos, salvando por inofensivo o por lindo a alguno en un momento de buen humor? Inofensivo o lindo, ¿desde qué punto de vista? El del jardinero. Había otros sin duda.
La filosofía brota en la soledad. Y en el temblor.
Otra costumbre surgida en la soledad fue hurgarse la nariz. Lo abstuvieron de hacerlo, comprendió, durante los años que llamaba normales, lo bajo de la verja, que no lo aislaba, y la apertura de su despacho a cualquier consultante. El hombre aislado tiene todos los actos de la privacidad a su disposición. Por eso suscita desconfianza. Pues ¿qué actos no supone la fantasía de las gentes?
Son siempre los mismos. Tal vez aquel empleado que rompió sobre su mesa el tintero de ónix proyectando hasta el techo las tapas –quedó la marca para siempre–, aquel que apoplético lo mandó al infierno y quiso incrustarle un sello en la cara
–por suerte había timbre–, aquel hombre que quedó en la calle, cuatro hijos, etcétera, bien, tal vez, sosegado, en su casa, se hurgara la nariz todos los días. O la señorita que le dijo gusano, muy nerviosa como señorita es verdad, a lo mejor se estudiaba el ombligo como él ahora que vivía desnudo... O contaba los dedos de los pies, entidades individuales si las hay.
Mientras pescaba vio una vez como la sombra de una nube. El cielo estaba limpio. ¿Qué gigante se había deslizado por las aguas?
Dejando la pesca salió a la vereda. Contempló los copetes de espuma repitiéndose como los merengues en la plancha del confitero. Alzó los brazos y alabó al dios del mar.
Pensándolo mejor se dijo que el Dios de su madre podía permitir un dios del mar. Un delegado, para expresarlo en forma sindical. Fuera como fuese, alabó.
¡Tantas cosas dio por creídas mientras vivió en Lanús Oeste! Tantas. Es decir, todo.
Cuando aparece el frío, el agua pasa a la categoría de poca cosa.
¿Qué mar era éste en el que entraba?
Primero la niebla. Atravesaba en bocanadas que hacían sentir nostalgia del horizonte. Dejaba formas, que el viento revoleaba.
Las nubes bajaron a pegarse al agua, barrigas de un color sopa unidas al mar por el motear de la nieve. Copos, copos.
Después el hielo cubrió todo el jardín. Brillaba, reflejando en su declive el frente oxidado de la casa.
Ceñido por mantas atadas al cuello, la cintura y las piernas, buscando calor en la cama, alargando las manos hacia el incendio de sus sillas sobre la vereda, vio hechas hielo las reservas de agua. Como faltaban tejas desde que subió al techo, le era imposible crear un resguardo. Forró su cuerpo con las revistas del Ejército de Salvación y ajustó las mantas por encima.
Parecía una crisálida, de las que amortajadas y oscuras esperaban despertar mariposas en el jardín de una vecina.
No cual mariposa ciertamente confiaba despertar, cuando dormía. Si eso puede llamarse dormir.
Había metido la cabeza en una funda que su hermana tejió al crochet para un cojín. El aliento le daba la ilusión de calor. Veía a través de la trama de colores.
Lo peor empezó con los témpanos. Animales congelados como cerezas en un áspic flotaban mirándolo desde el interior de las peñas que, lentas, entrechocando a veces con un sonido, cruzaban junto a él.
Si no ocurría un cambio, sintió que le quedaba poca vida. La idea del descanso le pareció oportuna. Bienvenida.
Notó que por fuera el agua alcanzaba hasta cerca de las ventanas. El peso del hielo, calculó. La casa crujía.
Con un ruido más raro que cualquiera, el jardín restante, quizá por el peso del hielo, se desgajó. El jubilado sintió el vértigo de los remolinos ante sus pies cuando el jardín se hundía, afloraba, y entre dos aguas, como un témpano plano, se alejaba oscilando.
Desde entonces la puerta se abría separada del mar por la nimia vereda.
Innumerables chillidos lo inquietaron un día. Nariz azul, se abandonaba al que creyó postrer ensueño. Levantó la funda de crochet. Era una banda de golondrinas. Venían agotadas. Cubrían el techo. Salió a mirarlas.
Un golpe en el hombro casi lo desvanece. Las letras herrumbrosas no habían soportado el peso de las aves. Mi Refugio rebotó en la vereda, se leyó entre dos ondas y desapareció.
El dolor, el brazo colgante lo condujeron casi a rastras al cuarto de baño. Algo se había quebrado en su hombro. ¿La clavícula? Poco sabía de esto. Envolvió el hombro en tiras de piyama.
Las golondrinas lo habían seguido. Chillando de alivio, cerrando los párpados, se ubicaron sobre el armario, en la cabecera de la cama, en la cocina.
Sólo le quedaba un pescado. Trituró, sosteniendo el cuchillo con la mano izquierda, dos filetes, y los esparció sobre el diario. Las golondrinas se abalanzaron. Derritió hielo. Bebieron.
–Coman. Beban –les dijo–. Son dueñas de la casa.
Lo alegró ver las plumas, los picos, los ojitos. Para evitarles el disgusto de viajar con un cadáver salió a morir en la vereda.
Una muralla parecía oscurecer la luz, como un acantilado. Un barco, junto a la casa. Acorazado, sin ventanas.
Mejor dicho, tenía ventanas. Una fila de ojos de buey tan altos como el tercer piso de un edificio.
Y bien, se dijo. Si quieren encontrarme me encontrarán.
De pie, ya no tenía sillas, alisando sus barbas, contempló el panorama. Los témpanos se iban en rebaño. El agua se había vuelto celeste. Su brazo en cabestrillo estaba insensible.
Cuando despertaron las golondrinas una parte voló con piruetas de felicidad alrededor de la casa, volvió a entrar, se atareó picoteando las salpicaduras de comida en la cocina y en las ollas.
El jubilado levantó los ojos hacia el paredón. Le dio fastidio verlo allí. ¿Por qué no se iba? Se le ocurrió buscar las macetas en que guardaba los guijarros. Intentó hacer puntería en un ojo de buey. A esa altura, con el brazo izquierdo, y dolorido, imposible.
Se entusiasmó. Los guijarros, blancos como copos de maíz, rebotaban en el metal y caían al agua, o sobre el techo de su casa. Olvidó su preocupación por los vidrios de sus ventanas. Afinó la vista. Su puntería mejoró.
Rio. Recordó un día de sus primeros años en que ayudado por su padre hizo centro en el blanco de un parque de diversiones.
Centro. Hizo centro en un ojo de buey. Fue un ruido especial.
Una cara asomó.
Volvió. No miró atrás, a la casa entregada al paso de las golondrinas.
Durmió. Durante horas. Cuando abría los ojos cambiaba de postura, volvía a cerrarlos. Le traían un plato de sopa y una cuchara. La sopa negra, la cuchara pesada. El vapor entraba por su nariz. La sopa descendía. Obraba su reconstrucción.
Arrebujado en las barbas, soñaba. A veces, que su casa crujía en el hielo. A veces, que el jardín bullía de gardenias y de margaritas, y un vecino venía a hacerle firmar un petitorio para el intendente. A veces, que el balanceo lo hacía rodar de la puerta a la mesa.
Entonces abría los ojos y notaba que en efecto el mar se movía más de la cuenta. Pero él estaba en un camarote, con una lamparilla en un rincón. Volvía a cerrar los ojos. Volvía a dormir.
Más adelante, acurrucado en la cubierta, solía ver estrellas. Una vez distinguió la Cruz del Sur. Lloró.
Otro día vio la ciudad de Buenos Aires envuelta en bruma. Chimeneas altas como muchachas esparcían sus mensajes de humo, que se agregaban zigzagueando a la bruma. Un olor a putrefacción, y la ciudad con luces encendidas en los edificios amanecía, bañada en tonos de rosa.
Claro que lloró.
Desde la Dársena hasta Constitución fue a pie. No tenía un centavo.
Del regreso en tren es natural decir: incomodó a los pasajeros por la apariencia y el olor.
En su calle faltaba el agua una vez más.
Allí estaba su casa; en fin, el solar de su casa. Ortigas. Pulquérrimos vecinos le cerraron la puerta en las barbas.
El protestante en cambio compartió con él sus papas y su lata de sardinas. Comió sólo las papas. Sobre la mesa se alineaban los números de la revista.
–Estoy a cargo de la sección humor –dijo el vecino.
Una catarata de lágrimas inundó la cara, las barbas que tenía delante. Nunca había visto cara tan extraña, arrugas como ésas.
Le consiguió un puesto en los comedores del Ejército de Salvación. Allí tuvo su plato de sopa cotidiano. Lo tiene todavía.


Sara Gallardo, Cosas de la vida (El país del humo, 1977).


Sara Gallardo

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