Evelio Rosero, La peluquera de niños

La peluquera de niños.

La peluquera de niños es una vieja inmensa, de manos enrojecidas por el agua, que huele a cebolla y perejil. Usa un grasiento delantal azul que parece a punto de reventar por la fuerza de sus carnes; su redondez es una pelota descomunal, lenta, mullida, que rebota plácida cuando se sienta en un butaco de madera, en pleno centro de la habitación.
—Ven aquí —dice—. Siéntate en mis rodillas. Se hace tarde.
Tiene una voz ronca, dolorosa, de otro mundo, como acolchada por mordazas. De su delantal ha sacado unas tijeras y un espejo diminuto, y, esgrimiéndolos como dos extrañas armas, vuelve a pedir al niño que se acerque. El niño sigue quieto, en el umbral, contemplando con detenimiento a su alrededor.
—¿Es usted la peluquera? —pregunta—. Mamá me dijo que entrara, que luego vendría por mí.
Los ojos del niño quisieron decir: «Mamá me dejó aquí, y no hay otro camino. Será imposible escapar».
—Como puedes ver —ha dicho como toda respuesta la peluquera— soy una mujer ciega. —Y luego de un silencio mordaz—: ¿No lo habías notado? No soy precisamente una peluquera, pues soy ciega, pero por ese mismo motivo he sido elegida, para que no te duela, ni a mí me duela; aunque me duele, y mucho. Necesito sentarte en mis rodillas, para poder desnudarte. Tu mami es una antigua conocida mía. Somos amigas. Vecinas de barrio. Ella me contó que estás prácticamente vestido de pelos, ¿es cierto?, qué feo, niños o niñas con mucho pelo son feos. Feos. Déjame tocarte. Debes recordar que soy ciega. Ayúdame a verte. Ven ya, o me quejaré con tu mami. La conozco bien. Es una mujer seria. No se anda con vacilaciones.
«Una mujer ciega», se grita por dentro el niño, y se lo repite mil veces: «Mamá me ha dejado con una ciega». Todavía recuerda la voz de su madre, cuando le dijo: «Entra donde la peluquera y déjate peluquear. Yo no tengo tiempo para acompañarte. Entra ya, que no demoro».
Se decide a regañadientes y va donde la peluquera.
Sus rodillas son la silla más blanda que conoció.
—Pero si eres más pesado de lo que yo imaginé —dice ella—, ¿cuántos años tienes?
—Diez.
Ella sonríe, asintiendo. Una de sus infladas manos lo explora en la cabeza.
—Un pelo muy fuerte —dice—. De caballo. Habrá trabajo. —Se ríe—. No intentes matarme, un solo grito mío y ni siquiera tendrás tiempo de apretar en mi cuello.
El niño sufre un vuelco inmediato, un espasmo de fuego dividiendo su vida. ¿Matarla? ¿Y por qué iba a matarla? No se le había ocurrido.
La mano de la peluquera sigue en su cuerpo, es un insecto blando de patas gordas y lentas. Baja por su ombligo. Lo sorprende.
—¡Eh! —se ríe ella, con desparpajo—, no solo tienes pelos de caballo. Estos niños de hoy son prodigiosos. —Suspira con fuerza, reanuda su paseo—. ¿Y tu rostro? Solo lamento que no pueda mirarte. Mis manos no pueden decirme todo sobre tu rostro.
Deja en el piso el espejo y las tijeras. El niño ve los ojos de la ciega, abiertos y quietos. ¿Ciega de verdad? Los ojos palpitan, ¿va a llorar? Imposible: la peluquera sigue sonriéndose, muy suave; parece un lloriqueo amortajado. Acaso mira al niño. Lo mira. Lo está mirando. Y le ha quitado los zapatos y las medias. El pantalón y la camisa. Lo hace con diligencia amodorrante. «Era cierto», piensa el niño, «me ha desnudado.» No puede creerlo, desnudo de pies a cabeza, como si se dispusieran a peluquearlo por entero, por fuera y por dentro, por la mitad hacia arriba y hacia abajo. Los dedos de la peluquera avanzan a la deriva por sobre sus labios, en los contornos blancos de sus pómulos, en la frente lisa y amplia y cálida, casi afiebrada.
—Nunca senté a un niño hermoso en mis rodillas —dice la peluquera con un suspiro—, nunca tuve tan próximo un niño bien hecho, como Dios manda. Y es que no tengo hijos, ¿sabes? Nadie quiso acercarse a mí, por mi gordura. Cuando era niña tenía un amiguito. Ni él sabía que yo era gorda, ni yo lo sabía. Jugábamos al papá y la mamá. A él no le importaba mi ceguera. A mí tampoco. Me bastaba con atraparlo y saber que él se dejaba atrapar; que ese era el juego eterno de nuestro amor. Pero un mal día mis nalgas en su cara lo mataron. Lo asfixié, sin darme cuenta. Pues yo reía, reía de felicidad. Desde entonces ningún amigo me busca. Mis nalgas deben causar miedo. ¿Sientes miedo de mí?
—No —dice el niño con un gemido.
—¿Cómo dices?
—No.
—¿Cómo?
—Que no.
—No te oigo.
—No tengo miedo —miente el niño luego de un silencio de pánico. ¿Por qué su madre lo ha dejado con esta mujer?
—Yo tampoco siento miedo de ti —sonríe la peluquera—. Pero estoy maravillada. Yo, que nunca tuve a nadie hermoso en mis rodillas, ahora tengo un niño bellísimo. Debes saber que los niños que me traen son muy feos, y tontos, no hablan, tienen la cara ancha y usan joroba, babean, más parecen animalitos que niños comunes y corrientes. Los traen porque no hay que volver a llevárselos. Pero esta vez me han traído un niño bellísimo, ¿y por qué? Sabrá Dios. Un niño como el que jugaba conmigo. Idéntico. La misma piel, el mismo susto. Los mismos ojos desconocidos. Y ha entrado él mismo sobre sus propias piernas, nadie tuvo que amarrarlo, todo un hombrecito. Ni un tío, ni un hermano, ni un abuelo compadecido lo han traído cargado hasta mis rodillas, ni por ruego ni por fuerza. Entró él solito, y se dejó quitar los zapatos, primer error. Segundo error: el pantalón y la camisa. Pero qué niño valiente. Y además habla, qué bello es. Yo sé por qué lo digo.
Sus manos vuelven a apoderarse del espejo y las tijeras. Sus ojos lanzan un destello inhóspito, de hielo.
—Este pequeño espejo lo tengo conmigo —dice con un susurro— para que tú mismo te veas sin cabello, y me digas cómo quedaste. Pero antes necesito saber, niño inteligente, cómo eres. De modo que mientras pongo a funcionar las tijeras puedes decirme cómo eres. Yo iré al mismo tiempo verificando tus palabras con mis manos. Veré con mis manos si me estás diciendo la verdad con tus ojos. Entiéndelo. Ningún niño hermoso, nunca un niño de verdad se dejó tocar de mis manos de ciega, y por eso nunca pude comprobar si mis manos podían ver tanto como un buen par de ojos. Si, por ejemplo, con una taza, hubiese tenido la oportunidad de que la taza, o el gato, o el perro, se describieran a sí mismos, podría haberlo confirmado. Pero ni el gato ni la taza ni el perro hablan, de modo que me fue imposible saber si en realidad los gatos y las tazas y los perros eran como mis manos decían.
—¿No es usted la peluquera de niños? —pregunta el niño con espontánea vehemencia—, ahora me acuerdo. Mamá siempre me dijo que tarde o temprano me llevaría con la peluquera de niños. Usted es la peluquera.
—Yo soy, por desgracia —responde la peluquera. Y arroja un suspiro inmenso como ella, un suspiro de fuego que se riega en la cabeza del niño y lo escalofría de incertidumbre. La peluquera prosigue—: Una que otra vez pude palpar un niño de verdad, o una niña: oía sus voces y corría hasta ellos y los atrapaba, con gran dificultad. Pero se ponían a llorar tan pronto yo los abrazaba y esculcaba, como hoy te abrazo a ti, y te esculco. No te enfades. No te muevas. No soy peluquera de profesión. Podría cortarte una oreja, o podría cortarte tú ya sabes. No te enojes. Quieto. Quietecito. Un solo grito mío y viene tu mami, y acaso te peluquea a correazos. Yo la conozco. Alguna vez te dijo que no quería verte vivo, ¿sí o no? Sí, sí, yo lo sé. Nunca me equivoco. Ella misma me lo dijo, sin necesidad de decírmelo, con solo traerte hasta aquí. Igual que muchas otras mamás. Ellas me dicen, sin decírmelo: «Estamos cansadas de este niño, ¿qué hacemos con él? Se porta mal, no parece un hijo. No es de Dios, es del diablo. Ni siquiera podemos dormir. Nos hacen infelices a nosotras, a sus papás, a sus hermanitos». Eso me dicen, sin decírmelo, al traerme a sus elegidos, amarrados, hasta mi puerta. Me los dejan a mí, como un regalo, a mí, que nunca tuve hijos, la peluquera de niños. De modo que te repito: obedece. Quieto. Quietecito. No soy peluquera. Soy cuidadora de puercos. Y no solamente los cuido. Los veo nacer con mis manos. Los amo. Yo misma los engordo, y luego yo misma los mato. Soy una espléndida matarife, dicen, y debo serlo porque soy ciega. Estoy segura que soy capaz de describir un cerdo perfectamente, aunque tampoco los cerdos han podido corroborar la certeza de mis manos. Esta es la mejor oportunidad de mi vida. Un niño inteligente, que hable, que no lance chillidos como los demás niños que he tenido en mis manos, cerditos recién nacidos. Con un niño tan hermoso en mis rodillas, veraz, locuaz, alegre, que sabe hablar, podré soñar con los ojos abiertos. Agradezco al mundo mi ceguera, pues solo por ella las madres cansadas de este lado del mundo depositan en mí la confianza de peluquear por última vez a sus hijos. Qué madres, Dios. Escucho sus lágrimas, sus palabras: «Es que estamos cansadas», me dicen, «Ya no podemos. No alcanza el arroz. Comen por tres, no hacen más que comer y dormir como cocodrilos. » Pero ninguna madre imagina que puedo mirar con mis manos, aunque sea borrosamente. Que puedo ser más madre que ellas. Madre de sus madres y de sus abuelas. Y piensan que no sufro. Pero también sufro. Y siento miedo, y lástima, de los niños que ellas me recomiendan. También tengo sentimientos, y acaso más sentimientos que ellas, aunque sea ciega y cuidadora de puercos. Hoy mi oficio principal es otro, soy peluquera de niños, ¿me oyes? Al fin y al cabo, y esto es un secreto, la carne de los niños finaliza confundida con la carne de los puercos. Niños y puercos desaparecen, no dejan razón. Por eso me respetan en este barrio de Dios. Tengo que peluquearte para que tu madre deje de sufrir tanto porque su hogar está en peligro, con semejante dolor de cabeza, monstruo horrible. Y contigo podré confirmar al fin si mis manos han mirado realmente, o si el mundo ha sido un invento de mis manos. Ya me he tocado mucho a mí misma, y estoy defraudada: tampoco así he podido comprobar nada, pues temo que yo misma me engañe. Pero es ahora, cuando empiezo a peluquearte, que debes empezar a decirme cómo eres. Y luego me dirás cómo quedaste, sin cabellos. Tendrás que explicarme cómo eres y cómo serás. Dime entonces cómo eres.
El niño no dice nada.
—Dime.
—No sé.
—Tú sabes. Dime.
—Soy como cualquier niño —dice el niño, aletargado de calor, hipnotizado, después de una gran pausa de miedo.
—Y cómo es cualquier niño —pregunta la peluquera.
—Como yo soy —responde el niño.
—Y cómo eres —pregunta de nuevo la peluquera, lanzando en otro suspiro otra bocanada de fuego, adormeciéndolo.
—Soy un niño sentado en sus rodillas —replica el niño, con asombro resignado. Siente frío. De pronto se distrae al descubrir un búho, un oscuro búho encaramado a un mueble negro. El búho pestañea al mismo tiempo que él, y eso lo asombra. La luz de la bombilla también parpadea, la penumbra tiembla.
—Tú no me has entendido —lo azuza la peluquera—. Mírate en el espejo. Recuérdate. Acuérdate de cómo eres, por dónde caminan tus ojos, qué dice tu boca. Mira si es cierto lo que dices. —El afán de su voz es otro río de calor.
El niño mira el espejo y se mira.
—Soy como ya he dicho —dice.
La peluquera lo obliga a tomar el espejo en sus manos.
—Sigues sin entenderme —dice—. Eso es imposible. Eres el primer niño de verdad que yo tengo en mis rodillas. No eres un niño a medias, como los que he conocido, mitad cerditos y mitad niños. Tú eres un niño hecho y derecho, un hombrecito; se nota en tu voz. Entiéndeme. Mírate en el espejo. Mira si es cierto lo que me dices. No puedes ser como cualquier otro niño. Para que tu mami te haya traído conmigo tienes que ser un niño distinto, muy peculiar. Solo un niño distinto puede ser tan odiado como para que me lo remitan, Dios mío, dime cómo eres.
El niño devuelve el espejo, desesperanzado.
—Soy como ya he dicho —repite.
—Tu distinción puede ser tu belleza —reflexiona la peluquera, para sí misma—. Acaso eres perverso, de una belleza malvada, y eso lo sabe tu madre.
—No entiendo —dice el niño.
—Puedes hacer un esfuerzo —replica impaciente la peluquera. Y suenan sus tijeras mientras tanto. Después añade, circunspecta, como si tendiera una trampa—: Cómo son tus ojos, por ejemplo.
—Son ojos —dice el niño, casi dormido.
—Escúchame —dice ella—, cómo son tus ojos.
—Son iguales a sus ojos.
—Mis ojos son ciegos. No son ojos. Entiéndeme. Voy a perder la paciencia. Cómo son tus ojos.
—Son dos ojos.
—Cómo son.
—Son ojos.
—¿Solo ojos?
—Negros —se desespera el niño.
—¿Negros? —se desespera la peluquera, y luego, con felicidad—: Cómo es el color negro.
—Es como cuando uno cierra los ojos —replica el niño, cerrando los ojos, ensoñado.
—¿Entonces, si tú cierras los ojos estás ciego? —pregunta ella, y el niño abre los ojos con pánico.
—No —dice.
—No —repite la peluquera—, ya vas entendiéndome. Háblame, por ejemplo, de otros colores. El niño medita unos instantes. Quiere acabar rápido. Si explica algo, si sigue el juego, acaso la peluquera lo dejará en paz, abrirá el candado de sus brazos y le permitirá escapar.
—El color blanco es lo contrario del negro —dice.
—No lo imagino —responde ella—, no puedo imaginarlo.
—Por qué —replica el niño, atónito.
—Porque eso es imposible —replica ella—. Puedes decirme también que el negro es lo contrario del blanco, y sin embargo tampoco lograré imaginar el color negro. Realmente no lo imagino. Ay. Esta conversación nunca la había tenido. No imagino, sobre todo, el color azul, que dicen que es el color de este mundo.
La voz del niño tiembla entre el fastidio y el horror.
—Para qué saber cómo es el azul —pregunta.
—No lo sé —contesta la peluquera con amargura—, seguramente para saber que soy más ciega de lo que soy. Maldita sea la luz. Si no existiera la luz no existirían el azul ni los ciegos.
—Todos seríamos ciegos.
—No. Sencillamente no existiríamos los ciegos. Todos veríamos con las manos. Nos escucharíamos mil veces mejor. Pero bueno. Ahora veo que mis manos jamás podrán ver realmente. Hablan únicamente de formas y texturas, igual que mi nariz solo habla de olores. ¿Cómo exigir más a una nariz? De cualquier forma hoy me siento feliz, te confieso, porque por fin puedo hablar con alguien de colores. Sueños de ciego, por supuesto. ¿Cómo imaginas que sueño? Mis sueños sí son negros. Mis sueños son ruidos que yo puedo tocar. ¿No te ríes? Mis sueños están llenos de perfumes y campanas, de susurros de recuerdos. Eres alguien que me escucha, eres atento, aunque por fuerza. No gritas. No lloras. No me exasperas. No me decepcionas. Y es mejor que sigas atendiéndome, pues de lo contrario yo misma te ajusticiaría ya mismo, con estas tijeras. Te repito que toda mi vida la he pasado matando cerdos y a la hora de la muerte ningún niñito se diferencia de ningún cerdito.
Los cabellos del niño caen alrededor.
Con un suspiro inmenso la mujer muestra ahora una esplendente navaja de barbero; de un mueble cercano ha sacado una vasija de agua tibia y jabón. El delgado vapor del agua enjabonada arrastra un olor de flores, reconcentrado.
—Mamá se tarda —dice el niño—. Creo que debo irme.
—No puedes irte. Ella vendrá por ti, pero solo cuando yo te haya rasurado la cabeza.
El niño entrecierra los ojos. La mujer usa delicada la navaja; sus manos mojadas escalofrían; empiezan a raparle la cabeza. Entonces el niño se contempla a sí mismo, sentado en las rodillas de la enorme peluquera, y él mismo, a su pesar, se ríe de la situación, y, de improviso, obligado por un miedo intempestivo, como si por primera vez decidiera defenderse y acudir a toda una reserva de argucias y cautela, de astucia elemental, le dice por fin a la peluquera, con un hilo de voz, casi al oído:
—Siento que soy como su hijo.
La mujer se estremece sorprendida. Detiene unos instantes su labor, entreabre la boca, sonríe extasiada, se refriega el rostro con las manos como a punto de lanzar un grito de alegría, como si por vez primera escuchara lo que se repitió toda la vida, pero luego suspira y se encoge de hombros y dice, como si reconociera algo que es plenamente natural:
—Es cierto; tú eres mi hijo; y no solo eso, también eres mi hija; y no solo eso, también eres el hombre que nunca pude tener. Te amo por eso tres veces, y quiero agradecer lo que me has dicho. Además, mis manos no han visto ningún asco en tu rostro. Solo amor y nada más. Pero qué digo. Qué estoy diciendo. Ahora terminaré de rasurarte, y después tendremos que despedirnos para siempre.
El búho devuelve la mirada del niño, como si nada más pudiera decir. El niño sigue sin dar crédito.
—¿Va a matarme? —dice, con más curiosidad que espanto.
—¿Tienes miedo de morir? —resopla ella, en voz muy alta.
El niño susurra con apremio:
—No quiero morir. Quiero dormir. —Y luego añade, imbuido de espanto—: Pero usted tiene razón: mamá dijo muchas veces que quería verme muerto.
—En este justo momento debería matarte —dice la peluquera, rozando la oreja del niño—, pero no voy a hacerlo. Ya nunca querré matarte, ni por todo el oro del mundo, porque soy además tu madre y tu esposa y tú eres mi hijo y mi hija y mi hombre. De todas maneras no tienes escapatoria. Si no te mato yo, tu madre se hará cargo.
—¿No puede ayudarme? —se aterra el niño.
—¿Y cómo? Soy una ciega, ¿cómo te protegería? De nada te serviré así.
El niño sabe que debe llorar, que es el tiempo, y no puede. No puede, además, huir, huir corriendo de la peluquera. Ella deja caer la navaja en el suelo. Acerca su nariz al cuerpo del niño. Lo huele con fruición.
—¿Qué fue lo que hiciste para que te trajeran? —pregunta con otra voz, una voz de complicidad—. Cuéntamelo todo.
—No he hecho nada. Nunca hice nada. Solo dormir.
—No te creo.
—Créame.
—¿Nunca hiciste nada a nadie? ¿Ni a un abuelo?
—Nunca.
—¿A una hermanita, a una amiguita, eh?
—Jamás.
—Bueno. Entonces es porque debes tener dos corazones.
—No —grita el niño.
—Sí. Eres bello por dentro. Superior a los hombres.
Y lo huele con más fuerza.
El niño hace un intento por escapar, pero las manos gordas y recias de la peluquera rodean su cintura.
El búho aletea. Sus alas suenan. La luz languidece. La respiración de la mujer trepida, inmensa como ella. Silba. Un cartón cuando se parte.
—Me duele mi corazón —dice ella con un sollozo—. Esto es mucho para mí. —Y añade, con un suspiro—: Maldito seas. Me he enamorado de ti, yo, peluquera de niños, que nunca supe qué era el amor, me he enamorado de ti, yo, que maté al amor con el peso de mis nalgas en su cara, Dios, qué arrepentimiento, él era parecido a ti, él era idéntico. —Y después, con un grito ronco—: Muerde mi oreja hasta la sangre, muérdela, como lo hizo él, sin miedo, hasta exasperarme de amor, él, hasta que tuve que matarlo sentándome en su cara, riéndome de felicidad.
Y, sin esperar a que el niño haga algo, o responda algo, lo besa con fuerza de fuego en los labios, durante un segundo mortal.
El niño ya está derrotado, sin ningún propósito, desmadejado, igual que una marioneta palpitante en las rodillas de la peluquera.
—Si pudiera dormir —dice ella—, soñaría que eres libre y vives conmigo, lejos del pueblo, en un monte que yo conozco. Te regalaría un lechón asado, cada mes. ¿Te gusta el lechón asado?
El niño no responde. Sus ojos contemplan atónitos los ojos de la peluquera, que vuelve a besarlo en la cabeza, el cuello, las mejillas. Durante unos instantes el cuerpo de la peluquera es un frenesí ciclópeo, pero después ella misma parece desesperanzarse de ella, y el niño ve que en sus ojos se enciende la luz, como agua.
—¿Llora? —dice el niño.
—Estoy llorando de arrepentimiento —responde ella. Su voz declina. Se ahoga—. Llorar es el último arrepentimiento.
Su cuerpo se afloja de pronto. El niño se incorpora, pasmado. Su madre acaba de aparecer en la puerta. «Qué sucede —pregunta—, por qué estás desnudo». El niño no logra responder; sus pies pisan sus propios cabellos; la madre se aproxima, lenta al principio, después a la carrera. «¿Te estuvo inventando historias?» pregunta, pisando también los cabellos del niño. El niño sigue sin responder. Solo sabe, solo siente que sus pies pisan sus propios cabellos, y que en ellos, como si en un amplio ataúd, un colchón, la última cama, ha caído blandamente la mujer de carne descomunal. La madre resopla congestionada; agarra al niño de las manos. «Qué le hiciste» pregunta, «qué le hiciste a la peluquera, yo te conozco muy bien». El niño y el búho, al tiempo, contemplan a la peluquera: impávida, de madera, una sonrisa se aquieta en sus labios. Sueña seguramente que el niño es libre. Que vive con ella. Que ella le regala un lechón.

Evelio Rosero, La peluquera de niños (Cuentos completos).

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Evelio Rosero

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