Donde florece el amor
Y en donde por fin se revelan los secretos que han permanecido ocultos hasta este día, entre ellos el amor y otros sentimientos.
En la calle Zacarías, cerca de nosotros, vivía una niña llamada Esti. Por la mañana, sentado en la mesa de la cocina mientras desayunaba una rebanada de pan, susurraba para mis adentros: “Esti”.
A lo cual solía responder mi padre: “Anda, come y calla”.
Asimismo, de noche, decían de mí: “Este chiquillo está chiflado; ya ha vuelto a encerrarse en el cuarto de baño a jugar con el agua”.
Sólo que yo no estaba jugando con el agua, sino que, sencillamente, llenaba el lavabo y trazaba con el dedo su nombre sobre las ondas de la superficie. Algunas veces soñaba que Esti me señalaba por la calle y gritaba: “¡Al ladrón, al ladrón!”. Y yo me asustaba y echaba a correr, y ella me perseguía, todos me perseguían: BarKojba Sujovolsky y Goel Germansky y Aldo y Eli Weingarten, todos; la persecución se desarrollaba a través de solares vacíos y escombreras y patios traseros, por encima de verjas y de montones de chatarra oxidada, entre ruinas, por senderos, hasta que mis perseguidores empezaban a cansarse y poco a poco se quedaban rezagados, y al final sólo Esti y yo corríamos uno junto al otro, a punto de alcanzar los dos juntos algún lugar remoto, un alpendre quizá, o un lavadero, o el oscuro hueco de la escalera de una casa desconocida, y en ese punto el sueño se volvía a la vez dulce y terrible: me despertaba sobresaltado y lloraba, poco menos que de vergüenza. Escribí dos poemas de amor en el cuaderno negro que después perdí en la arboleda de Tel Arza. Seguramente es mejor que lo perdiera.
Pero, ¿qué sabía Esti?
Esti no sabía nada. O bien sabía algo y quería saber más. Por ejemplo, una vez levanté la mano en clase de geografía y dije con autoridad:
– El lago Jula es conocido también con el nombre de lago Sumji.
La clase entera, acto seguido, se echó a reír a mandíbula batiente y sin poder parar. Lo que dije era verdad. De hecho, era la verdad exacta; está en la enciclopedia. A pesar de lo cual, el profesor, el señor Shitrit, quedó un momento confuso y me pidió de mala manera, muy malhumorado:
– Sea usted tan amable de aducir los datos en que se basa su conclusión.
Pero la clase, ingobernable, gritaba a pleno pulmón:
– Si, Sumji, demuéstralo, Sumji.
Mientras, el señor Shitrit se hinchó igual que un sapo, se puso colorado y bramó, como siempre:
– ¡Cállense todos! ¡Cállense! ¡No quiero oír ni el vuelo de una mosca!
Cinco minutos después, la clase se había calmado. Pero hasta el final del octavo curso me siguieron llamando Sumji. No tengo mayores motivos para contar todo esto. Sencillamente, quiero subrayar un detalle muy significativo, una nota que me envió Esti al final de aquella clase, que decía:
“Estás como una cabra. ¿Por qué siempre tienes que decir cosas que sólo te traen problemas? ¡Para de una vez!”
Tras esto, había doblado una de las esquinas de abajo, y había escrito con letra muy pequeña: “Pero no importa. E.”
Así pues, ¿qué sabía Esti?
Esti no sabía nada o, tal vez, algo sabía y quería saber más. Lo que es a mí, bajo ningún concepto me habría dado por esconder una carta de amor en su mochila, tal como hizo Eli Weingarten en la de Nurit, ni enviarle un mensaje a través de Raanana, el celestino de la clase, como hizo Tarzán Bamberger, también con Nurit. Muy al contrario, lo que yo hacía era esto: a la primera de cambio le tiraba de las coletas o, en cuanto podía, le pegaba su bonito jersey blanco a la silla, con un chicle.
¿Que por qué lo hacía? Pues porque sí. ¿Por qué no habría de hacerlo? Para enseñarle, para que se enterase. Y a punto estuve de retorcerle a la espalda sus delgados brazos, casi con toda la fuerza que pude, hasta que empezó a insultarme y arañarme, pues nunca aceptó rendirse. Eso es lo que le solía hacer. Y cosas peores. Fui yo quien le puso el mote de Clementine (por la canción que cantaban los soldados ingleses de los barracones Schneller, que en aquellos días estaban por todo Jerusalén: “Oh my darling, oh my darling, oh my darling Clementine!”). Las chicas de nuestra clase, por sorprendente que pueda parecer, no se lo tomaron a mal, y durante Januká, seis meses después, cuando todo había acabado, seguían llamando Tina a Esti. Tina, por Clementina (de Clementine, claro).
¿Y Esti? Tenía una sola palabra para mí, y me la echaba en cara en cuanto me veía, sin darme siquiera tiempo de empezar a molestar: “Piojo”, o bien: “Apestas”.
Una o dos veces, en el recreo, estuve a punto de hacerla llorar. Por eso tuve que aguantar el castigo que me impuso Jemdá, nuestra maestra, y lo aguanté como un hombre, con los labios bien apretados y sin quejarme.
Y de esta manera floreció el amor, sin acontecimientos notorios, hasta el día que siguió a la fiesta de Shavuot. Esti lloró por mi culpa en el recreo y yo por la suya en la noche.
Amos Oz, Donde florece el amor.
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