Perséfone
Despertó con la sensación apacible de quien ha dormido muchas horas. Era la primera vez en varios días que no sentía el dolor en la cabeza y eso lo animó a levantarse temprano para aprovechar el domingo. Más tarde iba a llamar a su madre para contarle que su salud estaba mejorando y convencerla de que no valía la pena gastar tanto dinero en aquellos análisis. Pero casi de inmediato, al poner los pies en el suelo, notó que no estaba solo. Junto a él, del otro lado de la cama había una mujer. Estaba de espaldas, con la cara escondida bajo la almohada, el torso descubierto y las piernas bajo la sábana. Lo único que logró saber de ella es que no la conocía. Sin detenerse a pensarlo, salió del cuarto alarmado.
Una vez en el pasillo, las preguntas y las recriminaciones se le echaron encima como gatos enfurecidos. Atravesó el pasillo caminando con torpeza, recogió el periódico que lo esperaba debajo de la puerta, leyó la fecha y el encabezado para dejarlo despues sobre la mesa de la cocina, sin abrirlo siquiera. Lo mejor que podía hacer ahora era calmarse y preparar un café; tomar algunas piezas de ese pan un poco duro que sobraba en la canasta y recordar sin angustia el recorrido de sus últimas acciones, las últimas llamadas por teléfono, el almuerzo en casa de sus padres. No había huecos: el día anterior era un hilo continuo, sin nudos inexplicables, una línea anodina donde no tenían cabida ni su desconcierto ni el par de senos pequeñitos vislumbrados con la poca luz que atravesaba sus cortinas.
Quizá lo más natural habría sido despertarla, disculparse, explicar su reacción, decirle que desde hacía algún tiempo su salud lo traicionaba, sugerir incluso que lo ayudara a reconstruir el encuentro. Pero no se atrevió. Sin terminar la banderilla que había puesto sobre el plato, encendió un cigarro y siguió dando sorbos a su café, amargo como un pequeño castigo. La sinceridad en ese momento hubiera rayado en el insulto, un discurso como aquel tendría regusto a mentira o a cinismo, sobre todo no a lo que espera una persona que se despierta en una cama ajena. Se dijo que las cosas siempre tienen un orden y que quizás era posible recuperarlo, restablecer una red de citas y llamadas por teléfono que ahora no tenía en mente pero que tarde o temprano iba a recordar con imágenes y deducciones. Por un instante volvió a ver los codos puntiagudos, los brazos finos alrededor de la almohada. El recuerdo de su cuerpo le parecía ya difuso, como si en vez de haberla dejado en el cuarto hacía una hora, la hubiera visto años atrás. Sin embargo, de algún modo, la mujer le parecía conocida y esa familiaridad le daba miedo.
Las nauseas volvieron y con ellas el dolor de cabeza. Llevaba semanas incubando un malestar del que no quería saber nada y en el que se negaba a creer, como si la realidad mostrara de repente un aspecto ficticio, una falsa cara o como si él hubiera dejado de pertenecerle. Por la ventana de la cocina, miró la mañana. Un gato caminaba sobre la barda de enfrente. El edificio, comenzado hacía más de cinco años, seguía en construcción. La escena aumentó su sensación de asco. Sin saber cuándo exactamente había empezado a añorar un lugar distinto, con otro cielo, otros árboles, otra barda y otro gato. Esa impresión de desfase lo perseguía incluso en el trabajo. Y ahora la mujer. Tuvo ganas de volver al cuarto y echarla a patadas, qué atrevimiento, amanecer en su cama, qué falta de respeto, pero muy pronto comprendió que no podía. No era capaz de golpear a nadie, al contrario, se sentía totalmente desarmado, indefenso, a merced de cualquiera. Entonces comenzó a tener la sospecha de que ella no dormía. Ahora mismo debía aguardar en el cuarto, saboreando su desconcierto. Sin hacer ruido, habría entrado a su casa como un ladrón y esperado toda la noche para sorprenderlo. ¿Actuaba sola o había sido enviada por alguien? Debía haber alguna pista en la sala, una bolsa, algún saco, un disfraz, un estuche de llaves en la mesita de centro. Se puso a buscar por todas partes pero sin resultado. Vencido por el dolor, se dejó caer sobre el sillón. De algún lugar cercano, quizás un departamento vecino, le llegó el eco de un charleston, casi podía escucharlo. Cerró los ojos, se imaginó bailando. La mujer que había visto en su cama seguía el ritmo perfectamente, como si en vez de acatarlo, dictara el compás a los instrumentos. La imagen era tan real que se asustó y decidió levantarse. Entonces volvió a la cocina para esperarla en la mesa, atrincherado en ese falso desayuno. Cuando despertara, ella sabría qué hacer, de todos modos era la única que conocía la situación y sus antecedentes. Decidió que si no se marchaba pronto -ojalá lo hiciera-le ofrecería un plato de cereal, seguramente menos rancio que el pan de dulce. Iba a llamarla “tú” hasta donde fuera posible, quizás emplearía apelativos cariñosos para ocultar la absoluta ignorancia de su nombre.
¿Por qué tardaba tanto? Eran casi las once y la luz entraba franca por los ventanales de la sala. Aunque lo intentó, no pudo explicar su tardanza sin algún dejo de tragedia o de culpa. Había sido absurdo salir de la cama de esa manera, sin asegurarse primero de que ella estaba bien y dormía sin problemas. De todas formas era innegable que habían pasado la noche juntos, ¿por qué no había aprovechado la intimidad matutina para saber si era necesario preocuparse? De algún lugar igual de cierto y de ficticio que los pechos, que el cabello negro sobre la espalda, le llegó un sentimiento agrio de compasión por la mujer que en cualquier estado de ánimo o de salud -todo era posible ahora- se pondría la ropa sola para irse a su casa bajo aquel domingo hostil y caluroso. Se preguntó si al menos habían pasado un buen rato y trató de averiguarlo olfateando los rastros de la noche sobre la yema de sus dedos, pero en vez de un olor a piel distinguió el tufo a humedad con el que comenzaban siempre las nauseas. Esta vez, sin embargo, pudo controlarlas y no fue necesario precipitarse al cuarto de baño. Entonces decidió abrir la puerta.
Cuando entró en la habitación, la mujer ya no estaba en la cama, pero algo en el aire delataba su presencia. Se recostó un momento sobre la almohada, esperando que pasara el malestar y sobre todo ese olor persistente que lo invadía todo como una marea, como unos brazos delgados y voluptuosos que lo hubieran esperado toda la vida, con paciencia y ahora lo acogieran despacio, con dulzura, conduciéndolo a ese lugar no tan lejano como él había creído siempre, sino increíblemente cerca, para llevarlo a ese domingo soleado del que ya nunca se vuelve.
Guadalupe Nettel, Perséfone.
Guadalupe Nettel
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