Según la teoría física de Hugh Everett el universo se puede desdoblar en distintas posibilidades —similares pero inobservables entre sí— de modo que una acción puntual tiene resultados distintos en dos universos paralelos. Esto ha sido trasladado a la narrativa, por ejemplo, en las historias alternativas que propone Turtledove donde describe acontecimientos históricos que podrían haber sucedido si un hecho memorable se hubiese resuelto de una forma distinta a la que conocemos. Mario Cuenca Sandoval nos hace una propuesta sensiblemente distinta al mostrarnos dos realidades paralelas que en ocasiones se rozan y parecen intercambiar información. Los personajes que habitan estos dos universos son los mismos y, aunque sus biografías cambian notablemente, mantienen inalterable sus conciencias, aquello que les guía su pensamiento y el modo de afrontar la vida. La posibilidad de conectar dos realidades la exploró Bioy Casares desde el género fantástico en La invención de Morel donde el protagonista fugitivo se enamora tan sólo de una imagen proyectada que al principio cree que es real y comprende que, sólo tras su muerte, podrá crearse una proyección de su historia de amor repetida una y otra vez. De forma similar, las historias narradas en Los hemisferios rotan en torno a un amor pasional, una obsesión por recuperar también un amor no vivido donde la muerte es una barrera infranqueable. Pero aquí, al igual que haría Hichcock en Vértigo —película muy presente en la novela y a la que se alude de forma constante en la primera parte— se plantea la posibilidad obsesiva de vivir el amor de una mujer repetidamente en otras mujeres.
En la primera parte —La novela de Gabriel—, dos amigos, Gabriel y Hubert, sufren un accidente en el que se ve implicada, además, una bella mujer desconocida, una mujer —la Primera— de largos y muy pálidos brazos que, según recuerda Hubert, no tenía ombligo. Tras su recuperación hay un distanciamiento de ambos y posteriores encuentros. Pero después de varias décadas de aquel suceso, durante las cuales los protagonistas han construido vidas muy diferentes, Hubert, que es cineasta, propone a Gabriel, escritor y crítico literario, trabajar juntos en un documental sobre tauromaquia a la vez que le pide que cuide de su mujer Carmen, una joven de pelo negro con las piernas más largas del mundo, cuyo parecido a la Primera provoca el delirio de Gabriel. Mientras Carmen vive para planificar secretamente su muerte, Gabriel intenta rescatarla y aprende a leer las cicatrices de su cuerpo, a interpretar el lenguaje de la piel de una mujer indómita que necesita el dolor para sentirse viva. En un segundo plano, quizás más simbólico, Gabriel analiza el ritual taurino, indaga en sus orígenes prehistóricos, en la mitología generada en torno al toro: rituales de muerte y renovación, una dualidad presente en toda la narración, el motor que empuja a los personajes a explorar sus propios límites, a inhalar el polvo naranja de la danteína y asomarse al infierno. Gabriel es prisionero de su memoria, huye de lo nuevo y trata de vivir, una y otra vez, una historia que nunca empezó, bordea el círculo asomado al abismo, hasta llegar al paroxismo y rozar la demencia.
Alejandra Pizarnik escribió al final de La condesa sangrienta, que la libertad absoluta de la criatura humana es horrible. Son palabras que podrían servir de epílogo a la segunda parte de Los hemisferios —La novela de Maria Levi— que arranca con una solemnidad visionaria, casi bíblica, y que es narrativamente, si cabe, más arriesgada, más radical. María Levi, narra en primera persona el sentimiento de desconexión entre su cuerpo y su conciencia al ingresar en el Tercer Estado, donde no puede generar nuevos recuerdos ni experimentar nuevos placeres. Acorde a la sensibilidad nostálgica de lo que la protagonista ha perdido la prosa contiene una notable carga poética que trasluce su personalidad impulsiva. Ella y Marianne viajan a la Isla de Mística, un lugar con paisajes implacables, donde se encuentran el fuego volcánico y el frío glaciar, la destrucción y la belleza, el caos y el éxtasis. Aquí se alternan y se mezclan, como en los sueños, los recuerdos de su infancia con los más recientes y trastornados. Recorren acantilados negros, parajes desiertos de un verdor casi artificial, se sumergen en aguas azul turquesa y atraviesan nubes grises y dunas de cenizas en un intento demencial y enfermizo por romper con todo lo anterior. Retiran gradualmente sus identidades, entre cráteres volcánicos por los que se escapa la vida y cataratas espumosas que atrapan su pasado, con el propósito de alcanzar su purificación. En esta huida ciega les persigue El Traductor, que trae consigo fantasmas empeñados en seguir dialogando con la protagonista. Como en los cuentos de Lovecraft sólo es posible apaciguar la ira de la montaña con sacrificios humanos. Poco a poco, entre ambas partes, que funcionan como novelas independientes, se van desvelando paralelismos, historias coincidentes, caminos que se cortan, personajes que parecen asomarse a un pozo profundo en el que perciben sombras de su reflejo. Algunos sucesos cíclicos cobran un significado distinto, proponen nuevas y sugerentes lecturas de todo lo anterior y aportan información con la que poder rellenar los huecos dejados.
El cine, la literatura, el arte y la filosofía están muy presentes en estas páginas. Además de las repetidas alusiones a Vértigo —con extensas citas del análisis que hace Eugenio Trias—, se hace referencia a películas como La palabra, 2001 una odisea del espacio o Fahrenheit 451, entre otras. De igual forma hay un largo elenco de referencias a la literatura con obras y autores que se repiten y toman un peso significativo dentro de la narración como Cortázar, Orwell o Verne. No en vano, con la literatura Gabriel apuntala sus pensamientos y, al igual que le ocurriera a Montano —el personaje de Vila-Matas—se reconoce un enfermo de cultura. Los apacibles paisajes que aparecen en las imágenes intercaladas en el texto contrastan poderosamente con lo narrado y en los personajes se produce un antagonismo entre su admiración sin paliativos de la belleza natural —en la que buscan equilibrio, tranquilidad y sosiego— y el desprecio por su propio cuerpo y hasta por su propia existencia o la de los que les rodean. Hay un acercamiento a la herencia romántica de una concepción próxima a lo religioso con numerosos símbolos espirituales (el viaje de huida, los tatuajes en el cuerpo, la resistencia al dolor para liberar energía, el ascenso y descenso a las montañas…). La novela plantea interrogantes sobre nuestra naturaleza, sobre una sociedad que traza su rumbo con decisiones injustificadas, sobre nuestra extrañeza ante un mundo que, a pesar de la ciencia y la filosofía, sigue siendo incomprendido. Los personajes de Cuenca Sandoval se asoman a los círculos concéntricos del infierno y nos proponen preguntas de gran calado ético, invitándonos, no sólo a reflexionar sobre ellas, sino que —como argumentaba Wittgenstein al hablar del valor filosófico de la literatura—, contribuyen activamente a la reflexión misma.
Mario Cuenca Sandoval
Seix Barral, 2014
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