Decía Marcel Schwob que los biógrafos se han creído a menudo historiadores privándonos con ello de retratos admirables; han supuesto que solo la vida de los grandes hombres podría interesarnos. Ricardo Menéndez Salmón nos presenta a través de un relato escrito como una biografía, a Prohaska, un personaje de ficción pero tan bien construido que, una y otra vez, nos hace dudar de su veracidad. A través del sus ojos nos recuerda una parte de nuestra historia que no deberíamos olvidar. Historia y ficción se combinan en Medusa de una forma natural para hablarnos de la maldad a la que ha sido capaz de llegar el ser humano.
Un cortometraje sencillo y aterrador conduce al narrador a indagar en la vida de Prohaska. Prohaska es un niño no deseado que crece sin la presencia de su padre y sin el amor de su madre. Ignorado por sus hermanos se dedica a contemplar el suceder de la vida y nace en él una consoladora e incondicional fascinación por la imagen fija y en movimiento. Quizás este robo de su infancia y otras tragedias biográficas explican la frialdad de su mirada. Prohaska fue testigo de la degradación del ser humano, llegó a formar parte de la perversa máquina del aparato de ilustración nazi, conoció los campos de exterminio, filmó las ejecuciones, fotografió los gestos de la muerte y dibujó los despojos humanos antes de ser incinerados. Prohaska deseaba pasar inadvertido por la vida, desaparecer, no dejar huella física de su persona, desenfocarse tras la lente objetiva con la que todo lo escrutaba. Esa obsesión por la máxima expresión de humildad se va incrementando con los años. Después de conocer de primera mano el holocausto provocado por los nazis, viaja por diferentes lugares y conoce la España de sotanas y generales o las consecuencias persistentes durante décadas del bombardeo atómico sobre Japón. Entre el horror que contempla desde la distancia de su cámara, conoce el amor al lado de Heidi, la amiga, la cómplice, la esposa que le mantiene unido al mundo; pero también el dolor más profundo, el más insoportable. La ausencia de Baruch, su hijo, se convierte en una metáfora del olvido de otro Baruch, de Spinoza, de la ética que defendía. Spinoza pulía lentes mientras perfilaba su ética. Prohaska a través de su lente transparente observa impasible la ausencia de moral en un mundo desmembrado. Spinoza hablaba de un Dios indiferente al hombre y Prohaska constata y retrata sin pudor ese tremendo abandono o su absoluta inexistencia.
Prohaska, que jamás se dejó retratar, se convierte en un protector del horror y nos muestra la necesidad de recordar, una y otra vez, aquello que queremos olvidar para que nunca vuelva a suceder. La acción impúdica de retratar el crimen desnudo, de manera objetiva, sin manipulación política o moral, es también necesaria, no para volver a abrir viejas heridas sino para recordarnos su dolor y evitar caer de nuevo en la perversidad y la atrocidad.
En ocasiones, la prosa de Ricardo Menéndez Salmón y su manera de presentar a su personaje principal, me recuerda al mejor Baricco. Pero en la novela encontramos referencias explícitas, entre otros, a Faulkner, a Borges y a Poe. En Medusa se combinan la profundidad emocional y psicológica de Faulkner, la hibridación de ensayo y ficción borgiana y la destreza de Poe para concebir y presentar los temores más elementales que acompañan desde siempre al ser humano. Medusa es un libro para no olvidar.
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