Mercè Rodoreda, Mi Cristina y otros cuentos

El invierno era oscuro y liso, sin hojas; tan sólo con hielo, y escarcha, y luna helada. No podía moverme, porque andar en invierno es andar delante de todo el mundo y yo no quería que me viesen. Y cuando llegó la primavera con las pequeñas y alegres hojas, prepararon el fuego en medio de la plaza, con leña seca, bien cortada. 
Vinieron a buscarme cuatro hombres del pueblo; los más viejos. Yo no quería seguirles, y así lo grité desde dentro, y entonces vinieron otros hombres jóvenes, con las manos grandes y fajas; hundieron la puerta a golpes de hacha. Y yo gritaba: me estaban sacando de mi casa; a uno de ellos le mordí y me dio un puñetazo en mitad de la cabeza. Me cogieron por los brazos y las piernas y me arrojaron como una rama más encima del montón, me ataron de pies y manos y allí me dejaron con la falda arremangada. Volví la cabeza. La plaza estaba llena de gente, los jóvenes delante de los viejos y los niños a un lado, con ramitas de olivo en la mano y el delantal nuevo de los domingos. Y, mirando a los niños, le vi: estaba junto a su mujer –vestida de oscuro, la trenza rubia–, y le pasaba la mano por encima del hombro. Volví la cabeza de nuevo y cerré los ojos. Cuando los abrí, dos viejos se acercaron con teas encendidas y los niños se pusieron a cantar la canción de la bruja quemada. Era una canción muy larga, y cuando la terminaron los viejos dijeron que no podían prender el fuego, que yo no les dejaba, y entonces el cura se acercó a los niños con una bacina llena de agua bendita y les ordenó mojar las ramitas de olivo e hizo que me las echaran encima y pronto estuve cubierta de ramitas de olivo de tiernas hojas. Y una vieja menuda, jorobada y sin dientes se echó a reír y se fue, y al cabo de un rato volvió con dos espuertas llenas de tronquillos muy secos de brezo y dijo a los viejos que los esparciesen por todo alrededor de la hoguera, y ella misma les ayudó a hacerla, y entonces el fuego prendió. Subían cuatro columnas de humo y cuando las llamas se alzaron pareció que de los pechos de todo aquel gentío surgiera un enorme suspiro de paz, las llamas se alzaron en persecución del humo y yo lo vi todo a través de una cascada de agua rojiza –y a través de aquella cascada, cada hombre, cada mujer y cada niño era una sombra feliz porque yo ardía. 
Los bajos de la falda habían ennegrecido, sentía el fuego en los riñones y, de vez en cuando, una llama mordía mis rodillas. Me pareció que las cuerdas que me ataban estaban quemadas. Y entonces sucedió algo que me hizo rechinar los dientes: los brazos y las piernas se me iban acortando como los cuernos de un caracol al que una vez toqué con los dedos, y por debajo de la cabeza, donde el cuello se junta con los hombros, sentí algo que se estiraba y me pinchaba. Y el fuego crepitaba y la resina hervía… Vi que algunos de los que me miraban levantaban los brazos y que otros corrían y tropezaban con los que aún estaban quietos, y todo un lado de la hoguera se hundió con gran estrépito de chispas, y cuando el fuego volvió a prender en la leña desparramada me pareció oír que alguien decía: es una salamandra. Y me puse a andar por encima de las ascuas muy poco a poco; la cola me pesaba.

Mercè RodoredaMi Cristina y otros cuentos. Traducido por José Batlló.


Mercè Rodoreda

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