El vendedor de pararrayos.
Qué trueno extraordinario, pensé, parado junto a mi hogar, en medio de los montes Acroceraunianos, mientras los rayos dispersos retumbaban sobre mi cabeza, y se estrellaban entre los valles, cada uno de ellos seguido por irradiaciones zigzagueantes y ráfagas de cortante lluvia sesgada, que sonaban como descargas de puntas de venablos sobre mi bajo tejado. Supongo, me dije, que amortiguan y repelen el trueno, de modo que es mucho más espléndido estar aquí que en la llanura.
¡Atención! Hay alguien a la puerta.
¿Quién es este que elige tiempo de tormenta para ir de visita? ¿Y por qué no usa el llamador, en vez de producir ese lóbrego llamado de agente de pompas fúnebres, golpeando la puerta con el puño? Pero hagamos que entre. Ah, aquí viene.
–Buen día, señor –era un completo desconocido–. Le ruego que se siente.
¿Qué sería esa especie de bastón de extraña apariencia que traía consigo?
–Hermosa tormenta, señor.
–¿Hermosa? ¡Terrible!
–Está empapado. Siéntese aquí junto al hogar, frente al fuego.
–¡Por nada del mundo!
El extraño se erguía ahora en el centro exacto de la cabaña, donde se había plantado desde un comienzo. Su rareza invitaba a un escrutinio escrupuloso. Una figura enjuta, lúgubre. Cabello oscuro y lacio, enmarañado sobre la frente. Sus ojos hundidos estaban rodeados por halos de color índigo, y jugaban con una especie inofensiva de relámpago: un resplandor al que le faltaba el rayo. Todo él chorreaba agua. Estaba de pie sobre un charco en el desnudo piso de roble: su extraño bastón descansaba verticalmente a su lado.
Era una vara de cobre pulido, de cuatro pies de largo, unida longitudinalmente a un palo de madera bien trabajada, mediante inserciones en dos bolas de cristal verdoso, rodeadas por bandas de cobre. La vara de metal terminaba en un extremo como un trípode, con tres brillantes púas doradas. Él sostenía el conjunto sólo por la parte de madera.
–Señor –le dije, muy ceremoniosamente–, ¿tengo el honor de recibir una visita de ese dios ilustre, Júpiter Tonante? Así se erguía él en la estatua griega de antaño, empuñando el rayo. Si usted es él, o su virrey, tengo que agradecerle esta noble tormenta que ha lanzado sobre nuestras montañas. Escuche: ese fue un glorioso estruendo. ¡Ah, para un amante de lo majestuoso, es bueno tener al Tronador mismo de visita en la propia cabaña! Hace que los truenos suenen más hermosos. Pero le ruego que tome asiento. Es cierto que ese viejo sillón de mimbre es un pobre sustituto de su trono en el Olimpo, pero condescienda a sentarse.
Mientras yo así le hablaba, el extraño me miraba, medio maravillado, medio horrorizado, pero inmóvil.
–Vamos, señor, siéntese; necesita secarse antes de volver a salir.
Invitándolo con un gesto, puse una silla junto al hogar donde esa tarde había encendido un pequeño fuego para disipar la humedad, no el frío, porque estábamos a principios de septiembre.
Pero sin hacer caso de mi solicitud, y siempre de pie en medio de la sala, el extraño me miró ominosamente, y dijo:
–Señor, discúlpeme; pero en vez de aceptar su invitación a sentarme allá junto al fuego, yo le advierto solemnemente que lo mejor que puede hacer usted es aceptar la mía y pararse a mi lado en medio de la habitación.
–¡Cielos! –añadió, con un respingo–. ¡Otro de esos atroces estruendos! ¡Se lo aviso, señor, aléjese del fuego!
–Señor Júpiter Tonante –dije yo, frotando tranquilamente mi cuerpo contra la piedra–, estoy muy bien aquí.
–¿Entonces usted es tan terriblemente ignorante –exclamó– como para no saber que la parte más peligrosa de una casa, durante una tempestad terrorífica como esta, es la chimenea?
–No, no lo sabía –respondí, alejándome involuntariamente un paso de la chimenea.
El forastero mostró tan desagradable aire de satisfacción por el éxito de su advertencia, que –otra vez involuntariamente– volví a acercarme al fuego, y me erguí en la posición más orgullosa que pude asumir. Pero no dije nada.
–¡En nombre del Cielo! –exclamó, con extraña mezcla de alarma e intimidación–. ¡En nombre del Cielo, aléjese del fuego! ¿No sabe que el aire caliente y el hollín son conductores? ¡Para no hablar de esos enormes morillos de hierro! ¡Deje ese lugar! ¡Se lo suplico! ¡Se lo ordeno!
–Señor Júpiter Tonante, no estoy acostumbrado a recibir órdenes en mi propia casa.
–No me llame con ese nombre pagano. Usted es profano en esta época de terror.
–Señor, ¿sería tan bondadoso como para decirme de qué se ocupa? Si busca refugio de la tormenta, es bienvenido, en la medida en que se muestre educado; pero si usted viene por algún negocio, dígalo abiertamente. ¿Quién es usted?
–Soy vendedor de pararrayos –dijo el extraño, suavizando su tono–, mi especialidad es… ¡El Cielo tenga piedad de nosotros! ¡Qué estrépito! ¿Lo alcanzó un rayo alguna vez… a su casa, quiero decir? ¿No? Lo mejor es estar prevenido –y haciendo sonar su vara metálica contra el piso, añadió–: las tormentas eléctricas no se detienen ante palacios, no se detienen ante nada en el mundo; y, sin embargo, sí, diga sólo una palabra, y podré hacer un Gibraltar de esta cabaña, con unos pocos pases de esta vara. ¡Escuche! ¡Qué conmociones como Himalayas!
–Usted se interrumpió; estaba por hablar de su especialidad.
–Mi especialidad consiste en viajar por el país en busca de órdenes de compra de pararrayos. Este es mi ejemplar de muestra –palmeando su vara–. El mes pasado coloqué en Criggan veintitrés pararrayos en sólo cinco edificios.
–Déjeme recordar. ¿No fue en Criggan donde la semana pasada, hacia la medianoche del sábado, fueron fulminados el campanario, el gran olmo y la cúpula del salón de actos? ¿Contaban con alguno de sus pararrayos?
–El árbol y la cúpula no, el campanario sí.
–¿Para qué sirve entonces su pararrayos?
–Usarlo es una cuestión de vida o muerte. Pero mi operario se descuidó. Al sujetar el pararrayos a la cumbrera del campanario, dejó que una parte metálica rozara la plancha de chapa. De ahí el accidente. No fue mi culpa, sino de él. ¡Escuche!
–No se moleste. Ese trueno sonó lo bastante fuerte como para ser escuchado sin que nadie lo señale con el dedo. ¿Supo algo de la catástrofe del año pasado en Montreal? Una criada fulminada junto a su lecho, con un rosario en la mano; las cuentas eran de metal. ¿Su recorrido se extiende hasta el Canadá?
–No. Y escuché que allí sólo usan pararrayos de hierro. Deberían usar el mío, que es de cobre. El hierro se funde fácilmente. Y la vara es tan delgada, que su grosor es insuficiente para conducir toda la corriente eléctrica. El metal se derrite; el edificio es destruido. Mis pararrayos de cobre nunca funcionan así. Esos canadienses son tontos. Algunos conectan el pararrayos por su extremo superior, corriendo el riesgo de provocar una mortífera explosión, en vez de llevar imperceptiblemente la descarga a tierra, como este pararrayos hace. El mío es el único pararrayos verdadero. ¡Mírelo! Sólo un dólar por pie.
–Su manera improcedente de presentarse bien podría suscitar desconfianza.
–¡Escuche! El trueno se vuelve menos rezongón. Se está acercando a nosotros, y acercándose a la tierra, también. ¡Escuche! ¡Un estruendo unísono! ¡Todas las vibraciones se hicieron una por la cercanía! ¡Otro relámpago! ¡Un momento!
–¿Qué hace? –dije, al ver que renunciando en un instante a su vara, se dirigía resueltamente hacia la ventana, con sus dedos índice y medio de la mano derecha apoyados sobre la muñeca de la izquierda.
Pero antes de que la frase se me hubiera terminado de escapar, otra exclamación se le escapó:
–¡Ahí se estrelló! Sólo tres pulsos, a menos de un tercio de milla, en algún sitio en ese bosque. Por allí pasé junto a tres robles fulminados, arrancados de un tirón y chispeantes. El roble atrae el rayo más que cualquier otra madera, porque tiene hierro en solución en su savia. Su piso parece de roble.
–Corazón de roble. Dado el singular momento de su visita, supongo que usted elige a propósito el tiempo tormentoso para sus viajes. Cuando el trueno ruge, usted juzga que es la hora más favorable para producir impresiones favorables para su comercio.
–¡Escuche! ¡Atroz!
–Para tratarse de alguien que debería quitar el miedo a otros, usted parece desmedidamente miedoso. La gente común elige el buen tiempo para sus viajes: usted prefiere el tormentoso, y sin embargo…
–Acepto que viajo en medio de las tormentas; pero no sin adoptar muy especiales precauciones, que sólo un especialista en pararrayos puede conocer. ¡Escuche ese! Rápido… mire mi ejemplar de muestra. Sólo un dólar el pie.
–Un hermoso pararrayos, me atrevo a asegurarlo. Pero ¿cuáles son esas tan especiales precauciones suyas? Antes permítame cerrar esos postigos; la lluvia penetra a través del bastidor. La atrancaré.
–¿Está loco? ¿No sabe que esa tranca de hierro es un inmejorable conductor de la electricidad? Desista.
–Entonces me limitaré a cerrar los postigos, y llamaré a mi muchacho para que me traiga una tranca de madera. Por favor, haga sonar esa campanilla, allí.
–¿Perdió la cabeza? El tirador de alambre de esa campana podría electrocutarlo. Nunca toque la campana durante una tormenta eléctrica, ni esta ni ninguna otra.
–¿Ni siquiera la de los campanarios? ¿Me va a decir dónde y cómo puede uno estar a salvo en un tiempo como este? ¿Hay alguna parte de mi casa que yo pueda tocar con esperanzas de vida?
–La hay. Pero no donde usted está parado ahora. Aléjese de la pared. La corriente se descarga a veces por la pared, y como un hombre es mejor conductor que una pared, abandonará esta para abalanzarse sobre él. ¡Zas! Ese debe haber caído muy cerca. Tiene que haber sido un rayo globular.
–Muy probablemente. Dígamelo de una vez; ¿cuál es, en su opinión, la parte más segura de esta casa?
–Esta sala, y este sitio en el que estoy parado. ¡Arrímese!
–Las razones, primero.
–¡Oiga! Tras el relámpago, las rachas de viento… los bastidores tiemblan… ¡la casa, la casa!… ¡Acérquese a mí!
–Las razones, por favor.
–¡Venga y acérquese a mí!
–Gracias otra vez, pero creo que voy a probar mi sitio de siempre… junto al fuego. Y ahora, Señor del Pararrayos, entre las pausas de los truenos, sea bueno y dígame cuáles son sus razones para considerar esta única sala de la casa como la más segura, y ese preciso sitio en que usted está parado como el más seguro en ella.
Entonces se produjo una momentánea interrupción de la tormenta. El hombre del Pararrayos pareció aliviado, y replicó:
–La suya es una casa de un piso, con un ático y una bodega; esta sala está entre ellos. De aquí su seguridad relativa. Porque el rayo salta a veces de las nubes a la tierra, y a veces de la tierra a las nubes. ¿Comprende? Y yo elegí el medio de la sala porque si el rayo golpeara la casa entera, lo haría a través de la chimenea o las paredes, así que, obviamente, cuanto más lejos nos hallemos de ellas, mejor. Venga, acérquese ahora.
–Enseguida. Extrañamente, algo de lo que usted acaba de decir me ha inspirado confianza, en vez de alarmarme.
–¿Qué he dicho?
–Dijo que a veces los rayos saltan de la tierra a las nubes.
–Sí, el rayo inverso, se le llama; cuando la tierra, sobrecargada de electricidad, descarga sus sobras a las alturas.
–El rayo inverso; es decir, de la tierra al cielo. Mejor y mejor. Pero venga aquí, a secarse junto al fuego.
–Estoy mejor aquí, y mucho mejor mojado.
–¿Cómo?
–Es lo más seguro que puede hacer… ¡Escuche, otra vez! … empaparse de lo lindo durante una tormenta eléctrica. Las ropas mojadas son mejores conductores que el cuerpo; de modo que si un rayo lo alcanzara, podría pasar por las ropas mojadas sin tocar el cuerpo. La tormenta se intensifica nuevamente. ¿Tiene una alfombra? Las alfombras son aislantes. Traiga una, en la que ambos podamos pararnos. El cielo oscurece… parece de noche a mediodía… ¡Escuche! ¡La alfombra, la alfombra!
Le di una, mientras las montañas encapotadas parecían abalanzarse y precipitarse sobre la cabaña.
–Y ahora, ya que de nada nos servirá quedarnos mudos –le dije, volviendo a ocupar mi lugar–, cuénteme cuáles son las precauciones para adoptar cuando se viaja en tiempo tormentoso.
–Espere hasta que esta tormenta haya pasado.
–No, adelante con las precauciones. Está en el lugar más seguro, de acuerdo con su propia explicación. Continúe.
–Brevemente, entonces. Evito los pinos, las casas altas, los graneros apartados, las praderas elevadas, las corrientes de agua, los rebaños de ganado, los grupos humanos. Si viajo a pie, como hoy, no marcho a paso ligero. Si viajo en mi coche, no toco sus costados ni su parte trasera. Si viajo a caballo, desmonto y conduzco al caballo. Pero, por sobre todo, evito a los hombres altos.
–¿Sueño? ¿El hombre evita al hombre? ¿Y en momentos de peligro, para colmo?
–Durante las tormentas eléctricas yo evito a los hombres altos. ¿Es usted tan groseramente ignorante como para no saber que la altura de un caminante de seis pies es suficiente para atraer la descarga de una nube eléctrica? ¡Cuántos de esos imponentes labradores de Kentucky fueron derribados sobre el surco inconcluso! Si un hombre de esos se aproximara a un arroyo, veces habría en que la nube lo escoge a él como conductor, desechando el agua. ¡Escuche! Seguro que dio en el pináculo negro. Sí, un hombre es un buen conductor. El rayo quema al hombre de punta a punta, pero apenas descorteza al árbol. Señor, me ha tenido tanto tiempo contestando sus preguntas, que no he hablado todavía de negocios. ¿Va a ordenar uno de mis pararrayos? ¿Ve este ejemplar de muestra? Es del mejor cobre. El cobre es el mejor conductor. Su casa es baja; mas como está sobre las montañas, su poca altura no la pone a salvo. Ustedes, los montañeses, son los más expuestos. El vendedor de pararrayos debería hacer más negocios en las regiones montañosas. Mire esta muestra, señor. Un pararrayos será suficiente para una casa pequeña como esta. Examine esas recomendaciones. Sólo un pararrayos, señor; costo, sólo veinte dólares. ¡Escuche! Allá van esas moles de granito, arrojadas como guijarros. Por el ruido, deben haber destrozado algo. Puesto a una altura de cinco pies sobre la casa, protegerá un círculo de veinte pies de radio. Sólo veinte dólares, señor… un dólar el pie. ¡Escuche! ¡Espantoso! ¡Lo ordenará! ¿Va a comprarlo? ¿Anoto su nombre? ¡Imagine lo que es convertirse en un montón de vísceras carbonizadas, como un caballo atado que se incendia con su establo! ¡Todo en el tiempo que dura un rayo!
–Pretendido enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Júpiter Tonante –reí yo–, mero hombre que viene aquí a interponer su cuerpo y su artificio entre la tierra y el cielo, ¿cree que porque es capaz de arrancar un reverbero de luz verde de la botella de Leyden, puede eludir los rayos celestiales? Si esa varilla se oxida o se rompe ¿qué es de usted? ¿Quién le ha dado el poder, a usted, Tetzel, para vender de puerta en puerta sus indulgencias a fin de sustraerse a las disposiciones divinas? Los cabellos de nuestras cabezas están contados, y contados están los días de nuestras vidas. Mientras retumbe el trueno o a la luz del sol, me pongo con confianza en manos de mi Creador. ¡Fuera, comerciante falso! Mire, la tormenta se repliega; la casa está intacta, y en el arco iris sobre el cielo azul leo que la Deidad no hará la guerra a la tierra del hombre.
–¡Canalla impío! –balbuceó el extraño, mientras su rostro se oscurecía en la misma medida en que resplandecía el arco iris–. ¡Revelaré sus ideas paganas!
Su rostro amenazante ennegreció aún más; los círculos de color índigo se agrandaron alrededor de sus ojos, como anillos de tormenta alrededor de la Luna de medianoche. Se arrojó sobre mí; las tres puntas de su artefacto apuntando a mi corazón.
Lo así; lo partí en dos; lo tiré al piso; lo pisoteé; y arrastrando al oscuro rey del rayo fuera de mi casa, arrojé tras él su informe cetro de cobre.
Pero a pesar de mi tratamiento, y a pesar de mis conversaciones disuasivas con mis vecinos, el vendedor de Pararrayos todavía habita esta tierra; sigue viajando en tiempos de tormenta, y hace pingües negocios con los miedos del hombre.
Qué trueno extraordinario, pensé, parado junto a mi hogar, en medio de los montes Acroceraunianos, mientras los rayos dispersos retumbaban sobre mi cabeza, y se estrellaban entre los valles, cada uno de ellos seguido por irradiaciones zigzagueantes y ráfagas de cortante lluvia sesgada, que sonaban como descargas de puntas de venablos sobre mi bajo tejado. Supongo, me dije, que amortiguan y repelen el trueno, de modo que es mucho más espléndido estar aquí que en la llanura.
¡Atención! Hay alguien a la puerta.
¿Quién es este que elige tiempo de tormenta para ir de visita? ¿Y por qué no usa el llamador, en vez de producir ese lóbrego llamado de agente de pompas fúnebres, golpeando la puerta con el puño? Pero hagamos que entre. Ah, aquí viene.
–Buen día, señor –era un completo desconocido–. Le ruego que se siente.
¿Qué sería esa especie de bastón de extraña apariencia que traía consigo?
–Hermosa tormenta, señor.
–¿Hermosa? ¡Terrible!
–Está empapado. Siéntese aquí junto al hogar, frente al fuego.
–¡Por nada del mundo!
El extraño se erguía ahora en el centro exacto de la cabaña, donde se había plantado desde un comienzo. Su rareza invitaba a un escrutinio escrupuloso. Una figura enjuta, lúgubre. Cabello oscuro y lacio, enmarañado sobre la frente. Sus ojos hundidos estaban rodeados por halos de color índigo, y jugaban con una especie inofensiva de relámpago: un resplandor al que le faltaba el rayo. Todo él chorreaba agua. Estaba de pie sobre un charco en el desnudo piso de roble: su extraño bastón descansaba verticalmente a su lado.
Era una vara de cobre pulido, de cuatro pies de largo, unida longitudinalmente a un palo de madera bien trabajada, mediante inserciones en dos bolas de cristal verdoso, rodeadas por bandas de cobre. La vara de metal terminaba en un extremo como un trípode, con tres brillantes púas doradas. Él sostenía el conjunto sólo por la parte de madera.
–Señor –le dije, muy ceremoniosamente–, ¿tengo el honor de recibir una visita de ese dios ilustre, Júpiter Tonante? Así se erguía él en la estatua griega de antaño, empuñando el rayo. Si usted es él, o su virrey, tengo que agradecerle esta noble tormenta que ha lanzado sobre nuestras montañas. Escuche: ese fue un glorioso estruendo. ¡Ah, para un amante de lo majestuoso, es bueno tener al Tronador mismo de visita en la propia cabaña! Hace que los truenos suenen más hermosos. Pero le ruego que tome asiento. Es cierto que ese viejo sillón de mimbre es un pobre sustituto de su trono en el Olimpo, pero condescienda a sentarse.
Mientras yo así le hablaba, el extraño me miraba, medio maravillado, medio horrorizado, pero inmóvil.
–Vamos, señor, siéntese; necesita secarse antes de volver a salir.
Invitándolo con un gesto, puse una silla junto al hogar donde esa tarde había encendido un pequeño fuego para disipar la humedad, no el frío, porque estábamos a principios de septiembre.
Pero sin hacer caso de mi solicitud, y siempre de pie en medio de la sala, el extraño me miró ominosamente, y dijo:
–Señor, discúlpeme; pero en vez de aceptar su invitación a sentarme allá junto al fuego, yo le advierto solemnemente que lo mejor que puede hacer usted es aceptar la mía y pararse a mi lado en medio de la habitación.
–¡Cielos! –añadió, con un respingo–. ¡Otro de esos atroces estruendos! ¡Se lo aviso, señor, aléjese del fuego!
–Señor Júpiter Tonante –dije yo, frotando tranquilamente mi cuerpo contra la piedra–, estoy muy bien aquí.
–¿Entonces usted es tan terriblemente ignorante –exclamó– como para no saber que la parte más peligrosa de una casa, durante una tempestad terrorífica como esta, es la chimenea?
–No, no lo sabía –respondí, alejándome involuntariamente un paso de la chimenea.
El forastero mostró tan desagradable aire de satisfacción por el éxito de su advertencia, que –otra vez involuntariamente– volví a acercarme al fuego, y me erguí en la posición más orgullosa que pude asumir. Pero no dije nada.
–¡En nombre del Cielo! –exclamó, con extraña mezcla de alarma e intimidación–. ¡En nombre del Cielo, aléjese del fuego! ¿No sabe que el aire caliente y el hollín son conductores? ¡Para no hablar de esos enormes morillos de hierro! ¡Deje ese lugar! ¡Se lo suplico! ¡Se lo ordeno!
–Señor Júpiter Tonante, no estoy acostumbrado a recibir órdenes en mi propia casa.
–No me llame con ese nombre pagano. Usted es profano en esta época de terror.
–Señor, ¿sería tan bondadoso como para decirme de qué se ocupa? Si busca refugio de la tormenta, es bienvenido, en la medida en que se muestre educado; pero si usted viene por algún negocio, dígalo abiertamente. ¿Quién es usted?
–Soy vendedor de pararrayos –dijo el extraño, suavizando su tono–, mi especialidad es… ¡El Cielo tenga piedad de nosotros! ¡Qué estrépito! ¿Lo alcanzó un rayo alguna vez… a su casa, quiero decir? ¿No? Lo mejor es estar prevenido –y haciendo sonar su vara metálica contra el piso, añadió–: las tormentas eléctricas no se detienen ante palacios, no se detienen ante nada en el mundo; y, sin embargo, sí, diga sólo una palabra, y podré hacer un Gibraltar de esta cabaña, con unos pocos pases de esta vara. ¡Escuche! ¡Qué conmociones como Himalayas!
–Usted se interrumpió; estaba por hablar de su especialidad.
–Mi especialidad consiste en viajar por el país en busca de órdenes de compra de pararrayos. Este es mi ejemplar de muestra –palmeando su vara–. El mes pasado coloqué en Criggan veintitrés pararrayos en sólo cinco edificios.
–Déjeme recordar. ¿No fue en Criggan donde la semana pasada, hacia la medianoche del sábado, fueron fulminados el campanario, el gran olmo y la cúpula del salón de actos? ¿Contaban con alguno de sus pararrayos?
–El árbol y la cúpula no, el campanario sí.
–¿Para qué sirve entonces su pararrayos?
–Usarlo es una cuestión de vida o muerte. Pero mi operario se descuidó. Al sujetar el pararrayos a la cumbrera del campanario, dejó que una parte metálica rozara la plancha de chapa. De ahí el accidente. No fue mi culpa, sino de él. ¡Escuche!
–No se moleste. Ese trueno sonó lo bastante fuerte como para ser escuchado sin que nadie lo señale con el dedo. ¿Supo algo de la catástrofe del año pasado en Montreal? Una criada fulminada junto a su lecho, con un rosario en la mano; las cuentas eran de metal. ¿Su recorrido se extiende hasta el Canadá?
–No. Y escuché que allí sólo usan pararrayos de hierro. Deberían usar el mío, que es de cobre. El hierro se funde fácilmente. Y la vara es tan delgada, que su grosor es insuficiente para conducir toda la corriente eléctrica. El metal se derrite; el edificio es destruido. Mis pararrayos de cobre nunca funcionan así. Esos canadienses son tontos. Algunos conectan el pararrayos por su extremo superior, corriendo el riesgo de provocar una mortífera explosión, en vez de llevar imperceptiblemente la descarga a tierra, como este pararrayos hace. El mío es el único pararrayos verdadero. ¡Mírelo! Sólo un dólar por pie.
–Su manera improcedente de presentarse bien podría suscitar desconfianza.
–¡Escuche! El trueno se vuelve menos rezongón. Se está acercando a nosotros, y acercándose a la tierra, también. ¡Escuche! ¡Un estruendo unísono! ¡Todas las vibraciones se hicieron una por la cercanía! ¡Otro relámpago! ¡Un momento!
–¿Qué hace? –dije, al ver que renunciando en un instante a su vara, se dirigía resueltamente hacia la ventana, con sus dedos índice y medio de la mano derecha apoyados sobre la muñeca de la izquierda.
Pero antes de que la frase se me hubiera terminado de escapar, otra exclamación se le escapó:
–¡Ahí se estrelló! Sólo tres pulsos, a menos de un tercio de milla, en algún sitio en ese bosque. Por allí pasé junto a tres robles fulminados, arrancados de un tirón y chispeantes. El roble atrae el rayo más que cualquier otra madera, porque tiene hierro en solución en su savia. Su piso parece de roble.
–Corazón de roble. Dado el singular momento de su visita, supongo que usted elige a propósito el tiempo tormentoso para sus viajes. Cuando el trueno ruge, usted juzga que es la hora más favorable para producir impresiones favorables para su comercio.
–¡Escuche! ¡Atroz!
–Para tratarse de alguien que debería quitar el miedo a otros, usted parece desmedidamente miedoso. La gente común elige el buen tiempo para sus viajes: usted prefiere el tormentoso, y sin embargo…
–Acepto que viajo en medio de las tormentas; pero no sin adoptar muy especiales precauciones, que sólo un especialista en pararrayos puede conocer. ¡Escuche ese! Rápido… mire mi ejemplar de muestra. Sólo un dólar el pie.
–Un hermoso pararrayos, me atrevo a asegurarlo. Pero ¿cuáles son esas tan especiales precauciones suyas? Antes permítame cerrar esos postigos; la lluvia penetra a través del bastidor. La atrancaré.
–¿Está loco? ¿No sabe que esa tranca de hierro es un inmejorable conductor de la electricidad? Desista.
–Entonces me limitaré a cerrar los postigos, y llamaré a mi muchacho para que me traiga una tranca de madera. Por favor, haga sonar esa campanilla, allí.
–¿Perdió la cabeza? El tirador de alambre de esa campana podría electrocutarlo. Nunca toque la campana durante una tormenta eléctrica, ni esta ni ninguna otra.
–¿Ni siquiera la de los campanarios? ¿Me va a decir dónde y cómo puede uno estar a salvo en un tiempo como este? ¿Hay alguna parte de mi casa que yo pueda tocar con esperanzas de vida?
–La hay. Pero no donde usted está parado ahora. Aléjese de la pared. La corriente se descarga a veces por la pared, y como un hombre es mejor conductor que una pared, abandonará esta para abalanzarse sobre él. ¡Zas! Ese debe haber caído muy cerca. Tiene que haber sido un rayo globular.
–Muy probablemente. Dígamelo de una vez; ¿cuál es, en su opinión, la parte más segura de esta casa?
–Esta sala, y este sitio en el que estoy parado. ¡Arrímese!
–Las razones, primero.
–¡Oiga! Tras el relámpago, las rachas de viento… los bastidores tiemblan… ¡la casa, la casa!… ¡Acérquese a mí!
–Las razones, por favor.
–¡Venga y acérquese a mí!
–Gracias otra vez, pero creo que voy a probar mi sitio de siempre… junto al fuego. Y ahora, Señor del Pararrayos, entre las pausas de los truenos, sea bueno y dígame cuáles son sus razones para considerar esta única sala de la casa como la más segura, y ese preciso sitio en que usted está parado como el más seguro en ella.
Entonces se produjo una momentánea interrupción de la tormenta. El hombre del Pararrayos pareció aliviado, y replicó:
–La suya es una casa de un piso, con un ático y una bodega; esta sala está entre ellos. De aquí su seguridad relativa. Porque el rayo salta a veces de las nubes a la tierra, y a veces de la tierra a las nubes. ¿Comprende? Y yo elegí el medio de la sala porque si el rayo golpeara la casa entera, lo haría a través de la chimenea o las paredes, así que, obviamente, cuanto más lejos nos hallemos de ellas, mejor. Venga, acérquese ahora.
–Enseguida. Extrañamente, algo de lo que usted acaba de decir me ha inspirado confianza, en vez de alarmarme.
–¿Qué he dicho?
–Dijo que a veces los rayos saltan de la tierra a las nubes.
–Sí, el rayo inverso, se le llama; cuando la tierra, sobrecargada de electricidad, descarga sus sobras a las alturas.
–El rayo inverso; es decir, de la tierra al cielo. Mejor y mejor. Pero venga aquí, a secarse junto al fuego.
–Estoy mejor aquí, y mucho mejor mojado.
–¿Cómo?
–Es lo más seguro que puede hacer… ¡Escuche, otra vez! … empaparse de lo lindo durante una tormenta eléctrica. Las ropas mojadas son mejores conductores que el cuerpo; de modo que si un rayo lo alcanzara, podría pasar por las ropas mojadas sin tocar el cuerpo. La tormenta se intensifica nuevamente. ¿Tiene una alfombra? Las alfombras son aislantes. Traiga una, en la que ambos podamos pararnos. El cielo oscurece… parece de noche a mediodía… ¡Escuche! ¡La alfombra, la alfombra!
Le di una, mientras las montañas encapotadas parecían abalanzarse y precipitarse sobre la cabaña.
–Y ahora, ya que de nada nos servirá quedarnos mudos –le dije, volviendo a ocupar mi lugar–, cuénteme cuáles son las precauciones para adoptar cuando se viaja en tiempo tormentoso.
–Espere hasta que esta tormenta haya pasado.
–No, adelante con las precauciones. Está en el lugar más seguro, de acuerdo con su propia explicación. Continúe.
–Brevemente, entonces. Evito los pinos, las casas altas, los graneros apartados, las praderas elevadas, las corrientes de agua, los rebaños de ganado, los grupos humanos. Si viajo a pie, como hoy, no marcho a paso ligero. Si viajo en mi coche, no toco sus costados ni su parte trasera. Si viajo a caballo, desmonto y conduzco al caballo. Pero, por sobre todo, evito a los hombres altos.
–¿Sueño? ¿El hombre evita al hombre? ¿Y en momentos de peligro, para colmo?
–Durante las tormentas eléctricas yo evito a los hombres altos. ¿Es usted tan groseramente ignorante como para no saber que la altura de un caminante de seis pies es suficiente para atraer la descarga de una nube eléctrica? ¡Cuántos de esos imponentes labradores de Kentucky fueron derribados sobre el surco inconcluso! Si un hombre de esos se aproximara a un arroyo, veces habría en que la nube lo escoge a él como conductor, desechando el agua. ¡Escuche! Seguro que dio en el pináculo negro. Sí, un hombre es un buen conductor. El rayo quema al hombre de punta a punta, pero apenas descorteza al árbol. Señor, me ha tenido tanto tiempo contestando sus preguntas, que no he hablado todavía de negocios. ¿Va a ordenar uno de mis pararrayos? ¿Ve este ejemplar de muestra? Es del mejor cobre. El cobre es el mejor conductor. Su casa es baja; mas como está sobre las montañas, su poca altura no la pone a salvo. Ustedes, los montañeses, son los más expuestos. El vendedor de pararrayos debería hacer más negocios en las regiones montañosas. Mire esta muestra, señor. Un pararrayos será suficiente para una casa pequeña como esta. Examine esas recomendaciones. Sólo un pararrayos, señor; costo, sólo veinte dólares. ¡Escuche! Allá van esas moles de granito, arrojadas como guijarros. Por el ruido, deben haber destrozado algo. Puesto a una altura de cinco pies sobre la casa, protegerá un círculo de veinte pies de radio. Sólo veinte dólares, señor… un dólar el pie. ¡Escuche! ¡Espantoso! ¡Lo ordenará! ¿Va a comprarlo? ¿Anoto su nombre? ¡Imagine lo que es convertirse en un montón de vísceras carbonizadas, como un caballo atado que se incendia con su establo! ¡Todo en el tiempo que dura un rayo!
–Pretendido enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Júpiter Tonante –reí yo–, mero hombre que viene aquí a interponer su cuerpo y su artificio entre la tierra y el cielo, ¿cree que porque es capaz de arrancar un reverbero de luz verde de la botella de Leyden, puede eludir los rayos celestiales? Si esa varilla se oxida o se rompe ¿qué es de usted? ¿Quién le ha dado el poder, a usted, Tetzel, para vender de puerta en puerta sus indulgencias a fin de sustraerse a las disposiciones divinas? Los cabellos de nuestras cabezas están contados, y contados están los días de nuestras vidas. Mientras retumbe el trueno o a la luz del sol, me pongo con confianza en manos de mi Creador. ¡Fuera, comerciante falso! Mire, la tormenta se repliega; la casa está intacta, y en el arco iris sobre el cielo azul leo que la Deidad no hará la guerra a la tierra del hombre.
–¡Canalla impío! –balbuceó el extraño, mientras su rostro se oscurecía en la misma medida en que resplandecía el arco iris–. ¡Revelaré sus ideas paganas!
Su rostro amenazante ennegreció aún más; los círculos de color índigo se agrandaron alrededor de sus ojos, como anillos de tormenta alrededor de la Luna de medianoche. Se arrojó sobre mí; las tres puntas de su artefacto apuntando a mi corazón.
Lo así; lo partí en dos; lo tiré al piso; lo pisoteé; y arrastrando al oscuro rey del rayo fuera de mi casa, arrojé tras él su informe cetro de cobre.
Pero a pesar de mi tratamiento, y a pesar de mis conversaciones disuasivas con mis vecinos, el vendedor de Pararrayos todavía habita esta tierra; sigue viajando en tiempos de tormenta, y hace pingües negocios con los miedos del hombre.
Herman Melville
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