Reunión
Reunion
La última vez que vi a mi padre fue en la estación Grand Central. Yo venía de estar con mi abuela en los montes Adirondacks, y me dirigía a una casita de campo que mi madre había alquilado en el cabo; escribí a mi padre diciéndole que pasaría hora y media en Nueva York debido al cambio de trenes, y preguntándole si podíamos comer juntos. Su secretaria me contestó que se reuniría conmigo en el mostrador de información a mediodía, y, cuando aún estaban dando las doce, lo vi venir a través de la multitud. Era un extraño para mí —mi madre se había divorciado tres años antes y yo no lo había visto desde entonces—, pero tan pronto como lo tuve delante sentí que era mi padre, mi carne y mi sangre, mi futuro y mi fatalidad. Comprendí que cuando fuera mayor me parecería a él; que tendría que hacer mis planes contando con sus limitaciones. Era un hombre corpulento, bien parecido, y me sentí feliz de volver a verlo. Me dio una fuerte palmada en la espalda y me estrechó la mano.
—Hola, Charlie —dijo—. Hola, muchacho. Me gustaría que vinieses a mi club, pero está por las calles sesenta, y si tienes que coger un tren en seguida, será mejor que comamos algo por aquí cerca.
Me rodeó con el brazo y aspiré su aroma con la fruición con que mi madre huele una rosa. Era una agradable mezcla de whisky, loción para después del afeitado, betún, traje de lana y el característico olor de un varón de edad madura. Deseé que alguien nos viera juntos. Me hubiese gustado que nos hicieran una fotografía. Quería tener algún testimonio de que habíamos estado juntos.
Salimos de la estación y nos dirigimos hacia un restaurante por una calle secundaria. Todavía era pronto y el local estaba vacío. El barman discutía con un botones, y había un camarero muy viejo con una chaqueta roja junto a la puerta de la cocina. Nos sentamos, y mi padre lo llamó con voz potente:
—Kellner! —gritó—. Garçón! Cameriere! ¡Oiga usted!
Todo aquel alboroto parecía fuera de lugar en el restaurante vacío.
—¿Será posible que no nos atienda nadie aquí? —gritó—. Tenemos prisa.
Luego dio unas palmadas. Esto último atrajo la atención del camarero, que se dirigió hacia nuestra mesa arrastrando los pies.
—¿Esas palmadas eran para llamarme a mí? —preguntó.
—Cálmese, cálmese, sommelier—dijo mi padre—. Si no es pedirle demasiado, si no es algo que está por encima y más allá de la llamada del deber, nos gustaría tomar dos Gibsons con ginebra Beefeater.
—No me gusta que nadie me llame dando palmadas —dijo el camarero.
—Debería haber traído el silbato —replicó mi padre—. Tengo un silbato que sólo oyen los camareros viejos. Ahora saque el bloc y el lápiz y procure enterarse bien: dos Gibsons con Beefeater. Repita conmigo: dos Gibsons con Beefeater.
—Creo que será mejor que se vayan a otro sitio —dijo el camarero sin perder la compostura.
—Ésa es una de las sugerencias más brillantes que he oído nunca —señaló mi padre—. Vámonos de aquí, Charlie.
Seguí a mi padre y entramos en otro restaurante. Esta vez no armó tanto alboroto. Nos trajeron las bebidas, y empezó a someterme a un verdadero interrogatorio sobre la temporada de béisbol. Al cabo de un rato golpeó el borde de la copa vacía con el cuchillo y empezó a gritar otra vez:
—Garçon! Cameriere! Kellner! ¡Oiga usted! ¿Le molestaría mucho traernos otros dos de lo mismo?
—¿Cuántos años tiene el muchacho? —preguntó el camarero.
—Eso no es en absoluto de su incumbencia —dijo mi padre.
—Lo siento, señor, pero no le serviré más bebidas alcohólicas al muchacho.
—De acuerdo, yo también tengo algo que comunicarle —dijo mi padre—. Algo verdaderamente interesante. Sucede que éste no es el único restaurante de Nueva York. Acaban de abrir otro en la esquina. Vámonos, Charlie.
Pagó la cuenta y nos trasladamos de aquél a otro restaurante. Los camareros vestían americanas de color rosa, semejantes a chaquetas de caza, y las paredes estaban adornadas con arneses de caballos. Nos sentamos y mi padre empezó a gritar de nuevo:
—¡Que venga el encargado de la jauría! ¿Qué tal los zorros este año? Quisiéramos una última copa antes de empezar a cabalgar. Para ser más exactos, dos Bibsons con Geefeater.
—¿Dos Bibsons con Geefeater? —preguntó el camarero, sonriendo.
—Sabe muy bien lo que quiero —replicó mi padre, muy enojado—. Quiero dos Gibsons con Beefeater, y los quiero de prisa. Las cosas han cambiado en la vieja y alegre Inglaterra. Por lo menos eso es lo que dice mi amigo el duque. Veamos qué tal es la producción inglesa en lo que a cócteles se refiere.
—Esto no es Inglaterra —repuso el camarero.
—No discuta conmigo. Limítese a hacer lo que se le pide.
—Creí que quizá le gustaría saber dónde se encuentra —dijo el camarero.
—Si hay algo que no soporto, es un criado impertinente —declaró mi padre—. Vámonos, Charlie.
El cuarto establecimiento en el que entramos era italiano.
—Buongiorno —dijo mi padre—. Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti fortio. Molto gin, poco vermut.
—No entiendo el italiano —respondió el camarero.
—No me venga con ésas —dijo mi padre—. Entiende usted el italiano y sabe perfectamente bien que lo entiende. Vogliamo due cocktail americani. Subito.
El camarero se alejó y habló con el encargado, que se acercó a nuestra mesa y dijo:
—Lo siento, señor, pero esta mesa está reservada.
—De acuerdo —asintió mi padre—. Denos otra.
—Todas las mesas están reservadas —declaró el encargado.
—Ya entiendo. No desean tenernos por clientes, ¿no es eso? Pues váyanse al infierno. Vada all’ inferno. Será mejor que nos marchemos, Charlie.
—Tengo que coger el tren —dije.
—Lo siento mucho, hijito —dijo mi padre—. Lo siento muchísimo. —Me rodeó con el brazo y me estrechó contra sí—. Te acompaño a la estación. Si hubiéramos tenido tiempo de ir a mi club…
—No tiene importancia, papá —dije.
—Voy a comprarte un periódico —dijo—. Voy a comprarte un periódico para que leas en el tren.
Se acercó a un quiosco y pidió:
—Mi buen amigo, ¿sería usted tan amable de obsequiarme con uno de sus absurdos e insustanciales periódicos de la tarde? —El vendedor se volvió de espaldas y se puso a contemplar fijamente la portada de una revista—. ¿Es acaso pedir demasiado, señor mío? —insistió mi padre—, ¿es quizá demasiado difícil venderme uno de sus desagradables especímenes de periodismo sensacionalista?
—Tengo que irme, papá —dije—. Es tarde.
—Espera un momento, hijito —replicó—. Sólo un momento. Estoy esperando a que este sujeto me dé una contestación.
—Hasta la vista, papá —dije; bajé la escalera, tomé el tren, y aquélla fue la última vez que vi a mi padre.
Reunion
The last time I saw my father was in Grand Central Station. I was going from my grandmother's in the Adirondacks to a cottage on the Cape that my mother had rented, and I wrote my father that I would be in New York between trains for an hour and a half, and asked if we could have lunch together. His secretary wrote to say that he would meet me at the information booth at noon, and at twelve o'clock sharp I saw him coming through the crowd. He was a stranger to me - my mother divorced him three years ago and I hadn't seen him since - but as soon as I saw him I felt that he was my father, my flesh and blood, my future and my doom. I knew that when I was grown I would be something like him; I would have to plan my campaigns within his limitations. He was a big, good-looking man, and I was terribly happy to see him again. He struck me on the back and shook my hand.
“Hi, Charlie,” he said. “Hi, boy. I'd like to take you up to my club, but it's in the Sixties, and if you have to catch an early train I guess we'd better get something to eat around here.” He put his arm around me, and I smelled my father the way my mother sniffs a rose. It was a rich compound of whiskey, after-shave lotion, shoe polish, woolens, and the rankness of the mature male. I hoped that someone would see us together. I wished that we could be photographed. I wanted some record of our having been together.
We went out of the station and up a side street to a restaurant. It was still early, and the place was empty. The bartender was quarrelling with a delivery boy, and there was one very old waiter in a red coat down by the kitchen door. We sat down, and my father hailed the waiter in a loud voice. “Kellner!“ he shouted. “Carbon! Cameriere! You!“ His boisterousness in the empty restaurant seemed out of place. “Could we have a little service here!” he shouted. “Chop-chop.” Then he clapped his hands. This caught the waiter's attention, and he shuffled over to our table.
“Were you clapping your hands at me?” he asked.
“Calm down, calm down, sommelier,” my father said. “If it isn't too much to ask of you--if it wouldn't be above and beyond the call of duty--we would like a couple of Beefeater Gibsons.”
“I don't like to be clapped at,” the waiter said.
“I should have brought my whistle,” my father said. “I have a whistle that is audible only to the ears of old waiters. Now, take out your little pad and your little pencil and see if you can get this straight: two Beefeater Gibsons. Repeat after me: two Beefeater Gibsons.”
“I think you'd better go somewhere else,” the waiter said quietly.
“That,” said my father, “is one of the most brilliant suggestions I have ever heard. Come on, Charlie, let's get the hell out of here.”
I followed my father out of that restaurant into another. He was not so boisterous this time. Our drinks came, and he cross-questioned me about the baseball season. He then struck the edge of his empty glass with his knife and began shouting again. “Garcon! Kellner! Cameriere! You! Could we trouble you to bring us two more of the same.”
“How old is the boy?” the waiter asked.
“That,” my father said, “is none of your God-damned business.”
“I'm sorry, sir,” the waiter said, “but I won't serve the boy another drink.”
“Well, I have some news for you,” my father said. “I have some very interesting news for you. This doesn't happen to be the only restaurant in New York. They've opened another on the corner. Come on, Charlie.”
He paid the bill, and I followed him out of the restaurant into another. Here the waiters wore pink jackets like hunting coats, and there was a lot of horse tack on the walls. We sat down, and my father began to shout again. “Master of the hounds! Tallyhoo and all that sort of thing. We'd like a little something in the way of a stirrup cup. Namely, two Bibson Geefeaters.”
“Two Bibson Geefeaters?” the waiter asked, smiling.
“You know damned well what I want,” my father said angrily. “I want two Beefeater Gibsons, and make it snappy. Things have changed in jolly old England. So my friend the duke tells me. Let's see what England can produce in the way of a cocktail.”
“This isn't England,” the waiter said.
“Don't argue with me,” my father said. “Just do as you're told.”
“I just thought you might like to know where you are,” the waiter said.
“If there is one thing I cannot tolerate,” my father said, “it is an impudent domestic. Come on, Charlie.”
The fourth place we went to was Italian. “Buon giorno,“ my father said. “Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti, forti. Molto gin, poco vermut.”
“I don't understand Italian,” the waiter said.
“Oh, come off it,” my father said. “You understand Italian, and you know damned well you do. Vogliamo due cocktail Americani. Subito.”
The waiter left us and spoke with the captain, who came over to our table and said, “I'm sorry, sir, but this table is reserved.”
“All right,” my father said. “Get us another table.”
“All the tables are reserved,” the captain said.
“I get it,” my father said. “You don't desire our patronage. Is that it? Well, the hell with you. Vada all'inferno. Let's go, Charlie.”
“I have to get my train,” I said.
“I sorry, sonny,” my father said. “I'm terribly sorry,” He put his arm around me and pressed me against him. “I'll walk you back to the station. If there had only been time to go up to my club.”
“That's all right, Daddy,” I said.
“I'll get you a paper,” he said. “I'll get you a paper to read on the train.”
Then he went up to a news stand and said, “Kind sir, will you be good enough to favour me with one of your God-damned, no-good, ten-cent afternoon papers?” The clerk turned away from him and stared at a magazine cover. “Is it asking too much, kind sir,” my father said, “is it asking too much for you to sell me one of your disgusting specimens of yellow journalism?”
“I have to go, Daddy,” I said. “It's late.”
“Now, just wait a second, sonny,” he said. “Just wait a second. I want to get a rise out of this chap.”
“Goodbye, Daddy,” I said, and I went down the stairs and got my train, and that was the last time I saw my father.
John Cheever, Reunion.
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