Eugenio Mandrini, Los misterios de la poesía.

Los misterios de la poesía.
El poeta Ezra Kiesinsky, famoso por sus visiones que la realidad prontamente imitaba, hacía meses que no escribía una sola línea, ni una palabra o sílaba o letra. Se estaba allí, de pie frente a la ventana que daba al patio de su vieja casa, esperando una sorpresa: la caída de algún fragmento de otra dimensión, de una hoja de otoño vestida de escarcha, o de una gota del sudor del sol, en fin, algo, alguna de esas súbitas apariciones que, como solía sucederle, le abrieran la puerta de entrada al tembladeral del poema. Entonces vio al elefante, que lo miraba desde el patio. Era de un color gris violáceo y tan enorme su edificio de carne que pareció cubrir de sombra la ventana y aun la casa entera. Debía pesar, se dijo, más de tres toneladas.
Antes de que la sobrenatural imagen desapareciera tan súbitamente como había llegado, el poeta Ezra Kiesinsky se sentó, puso una hoja bajo su mano y, sin agitar la respiración, escribió un admirable poema sobre una insignificante hormiga.
Eugenio Mandrini, Los misterios de la poesía (Las otras criaturas). Menoscuarto.


Eugenio Mandrini

John Cheever, El brigadier y la viuda del golf

El brigadier y la viuda del golf
No quisiera ser uno de esos escritores que exclaman, al levantarse todas las mañanas: «¡Gogol, Chéjov, Thackeray y Dickens!, ¿qué hubierais hecho con un refugio atómico, cuatro patos de escayola, una pila para pájaros y tres gnomos de largas barbas y gorros encarnados?» Como digo, no quisiera empezar el día así, pero a veces me pregunto qué habrían hecho los que ya están muertos. Y es que el refugio se halla tan dentro de mi paisaje habitual como las hayas y los castaños de Indias de la colina. Lo veo desde la ventana junto a la que escribo. Lo construyeron los Pastern, y se alza en el solar vecino a nuestra propiedad. Bajo un velo de césped reciente y poco tupido, sobresale como una especie de molesto defecto físico, y creo que la señora Pastern colocó esas estatuas alrededor para suavizar el impacto. Es algo muy de su estilo. La señora Pastern era una mujer muy pálida. Sentada en su terraza, en su sala o en cualquier parte, vivía obsesionada por su amor propio. Si le ofrecías una taza de té, respondía: «Es curioso, estas tazas son iguales que las de un juego que regalé el año pasado al Ejército de Salvación.» Si le enseñabas la nueva piscina, decía, dándose una palmada en el tobillo: «Imagino que es aquí donde crían ustedes sus gigantescos mosquitos.» Si le ofrecías un asiento, replicaba: «¡Qué curioso!, es una buena imitación de las sillas estilo reina Ana que heredé de la abuela Delancy.» Sus fanfarronadas resultaban enternecedoras más que otra cosa, y parecían implicar que las noches eran largas, sus hijos desagradecidos y su matrimonio un terrible fracaso. Veinte años antes se la hubiera considerado una viuda del golf(1), y su comportamiento, en conjunto, era quizá el de una persona víctima de una gran aflicción. Normalmente vestía de oscuro y un desconocido podría imaginarse, al verla tomar el tren, que el señor Pastern había muerto; pero no era ése el caso, ni mucho menos. El señor Pastern se paseaba de un lado a otro por el vestuario del club de golf Grassy Brae, gritando: «¡Hay que bombardear Cuba! ¡Hay que bombardear Berlín! ¡Tiradles unas cuantas bombas atómicas para que aprendan quién manda!» El señor Pastern era el brigadier de la infantería ligera de los vestuarios del club, y antes o después declaraba la guerra a Rusia, a Checoslovaquia, a Yugoslavia y a China. 
Todo empezó una tarde de otoño, y ¿quién, después de tantos siglos, es capaz de describir los matices de un día de otoño? Cabe fingir que nunca se ha visto antes nada parecido; aunque quizá resultase todavía mejor imaginar que nunca volverá a haber otro igual. El brillo del sol sobre el césped era como una síntesis de todas las claridades del año. En alguna parte quemaban hojas secas, y el olor del humo, a pesar de su acidez amoniacal, hacía pensar en algo que empieza. El aire azul se extendía, infinito, hasta el horizonte, tirante como la piel de un tambor. Al salir de su casa una tarde a última hora, la señora Pastern se detuvo para admirar la luz de octubre. Era el día de hacer la colecta para la lucha contra la hepatitis infecciosa. A la señora Pastern le habían dado una lista con dieciséis nombres, un montón de prospectos y un talonario de recibos. Su trabajo consistía en visitar a sus vecinos y recoger los cheques que le entregaran. Su casa estaba en un altozano, y antes de subirse al coche contempló las casas que se extendían a sus pies. La caridad, según su propia experiencia, era algo complejo y recíproco, y prácticamente todos los tejados que veía significaban caridad. La señora Balcolm trabajaba para el cerebro. La señora Ten Eyke se ocupaba de la salud mental. La señora Trenchard se encargaba de los ciegos. La señora Horowitz, de las enfermedades de nariz y garganta. La señora Trempler, de la tuberculosis. La señora Surcliffe hacía la colecta para las madres necesitadas. La señora Craven para el cáncer, y la señora Gilkson se hacía cargo de los riñones. La señora Hewlitt presidía la liga para la planificación de la natalidad. La señora Ryerson se ocupaba de la artritis. Y a lo lejos podía verse el techo de pizarra de la casa de Ethel Littleton, un techo que quería decir gota. 
La señora Pastern había aceptado la tarea de ir de casa en casa con la despreocupada resignación de una honesta trabajadora apegada a las tradiciones. Era su destino y su vida. Su madre lo había hecho antes que ella, e incluso su anciana abuela ya recogía dinero para combatir la viruela y para socorrer a las madres solteras. La señora Pastern había telefoneado de antemano a la mayor parte de sus vecinas, y casi todas la estaban esperando. No sentía la inquietud de esos infelices desconocidos que van vendiendo enciclopedias. De vez en cuando se quedaba a hacer una visita y a tomarse una copa de jerez. El dinero recogido superaba ya la cifra del año anterior, y aunque, por supuesto, no era suyo, a la señora Pastern le agradaba llevar en el bolso cheques por cantidades importantes. Estaba anocheciendo cuando entró en casa de los Surcliffe, y allí tomó un whisky con soda. Se quedó mucho rato, y al marcharse era ya completamente de noche y hora de volver a casa y preparar la cena a su esposo. 
— He conseguido ciento sesenta dólares para el fondo contra la hepatitis —le dijo muy excitada al señor Pastern cuando su marido llegó a casa—. He visitado a todas las personas de mi lista, excepto a los Blevin y los Flannagan. Quisiera entregarlo todo mañana por la mañana, ¿te importaría ir a verlos mientras preparo la cena? 
— ¡Pero si no conozco a los Flannagan! —exclamó Charlie Pastern. 
— Nadie los conoce, pero me dieron diez dólares el año pasado. 
El señor Pastern estaba cansado, tenía problemas en los negocios, y ver a su mujer preparando unas chuletas de cerdo le pareció el adecuado colofón de un día poco afortunado. No le disgustó subirse al automóvil y acercarse a casa de los Blevin pensando en que quizá le ofrecieran algo de beber. Pero los Blevin no estaban en casa; la criada le dio un sobre con un cheque y cerró la puerta. Al torcer por el camino particular de los Flannagan intentó recordar si había estado con ellos alguna vez. El apellido lo animó, porque tenía el convencimiento de que sabía «manejar» a los irlandeses. La puerta principal era de cristal, y al otro lado vio un vestíbulo donde una pelirroja algo entrada en carnes arreglaba unas flores. 
— Hepatitis infecciosa —gritó con buen humor. 
La dueña de la casa estuvo un buen rato mirándose al espejo antes de darse la vuelta y dirigirse hacia la puerta, avanzando con pasos muy breves. 
— Entre, por favor —dijo. Su voz aniñada era casi un susurro, aunque saltaba a la vista que la señora Flannagan no era ya una jovencita. Llevaba el pelo teñido, su atractivo declinaba, y debía de estar a punto de alcanzar los cuarenta, pero parecía ser una de esas mujeres que se aferran a los modales y a las gracias de una preciosa niña de ocho—. Su esposa acaba de telefonear —añadió, separando cada palabra exactamente como hacen los niños—, y no estoy segura de tener dinero en metálico, pero si espera un minuto le daré un cheque, si es que soy capaz de encontrar el talonario. Haga el favor de pasar a la sala de estar; allí estará más cómodo. 
Charlie Pastern vio que su anfitriona acababa de encender el fuego y de hacer todos los preparativos necesarios para tomar unas copas, y, como cualquier descarriado, su respuesta ante aquella acogedora recepción fue instantánea. ¿Dónde estará el señor Flannagan? —se preguntó—. ¿Volviendo a casa en el último tren? ¿Cambiándose de ropa en el piso de arriba? ¿Dándose una ducha? En el otro extremo de la habitación había un escritorio donde se amontonaban los papeles y ella empezó a revolverlos, suspirando y haciendo ruidos de aniñada exasperación. 
— Siento muchísimo que tenga que esperar —dijo—, ¿no querrá prepararse algo de beber mientras tanto? Encontrará todo lo necesario encima de la mesa. 
— ¿En qué tren llega su marido? 
— El señor Flannagan no está aquí —dijo ella, bajando la voz—. Lleva seis semanas de viaje... 
— Entonces tomaré una copa, si usted me acompaña. 
— Lo haré si promete no ponerme mucho whisky en el vaso. 
— Siéntese —dijo Charlie—, bébase su cóctel y ya nos ocuparemos después del talonario. La única forma de encontrar las cosas es buscándolas con calma. 
En total se tomaron seis copas. La señora Flannagan se describió a sí misma y explicó las circunstancias de su vida sin una sola vacilación. Su marido fabricaba depresores linguales de material plástico. Viajaba por todo el mundo. A ella no le gustaba viajar. Los aviones la hacían desmayarse, y en Tokio, donde había estado aquel verano, le dieron pescado crudo para desayunar. La señora Flannagan se volvió a casa inmediatamente. Ella y su marido habían vivido anteriormente en Nueva York, donde la señora Flannagan tenía muchos amigos, pero su marido pensó que el campo sería más seguro en caso de guerra. Ella, sin embargo, prefería vivir en peligro a morir de soledad y de aburrimiento. No tenía hijos y no había hecho amistades en Shady Hill. 
— Pero a usted lo había visto ya antes —le dijo a Charlie con terrible timidez, dándole unas palmaditas en la rodilla—. Le he visto cuando pasea a su perro los domingos y conduciendo su descapotable... 
Pensar en la soledad de aquella mujer esperando junto a la ventana conmovió al señor Pastern, aunque todavía lo conmovió más que fuera una persona de generosa anatomía. La pura gordura, Charlie lo sabía muy bien, no cumple en el cuerpo ningún cometido vital, y no sirve para las funciones procreadoras. No tiene más utilidad que proporcionar un almohadillado supletorio al resto de la estructura. Y, conociendo su humilde situación en la escala de las cosas, ¿por qué él, en ese momento de su vida, tenía que sentirse dispuesto a vender su alma por ese almohadillado? Las consideraciones que la señora Flannagan hizo al principio sobre los sufrimientos de una mujer solitaria parecían tan amplias que Charlie no sabía cómo tomarlas; pero al terminar la sexta copa le pasó el brazo alrededor del talle y sugirió que podían subir al piso de arriba y buscar allí el talonario de cheques. 
—Nunca había hecho esto antes —dijo ella más tarde, cuando él se estaba preparando para marcharse. 
Su tono resultaba muy sincero, y a Charlie le pareció encantador. No puso en duda la veracidad de aquellas palabras, aunque las había oído cientos de veces. «No lo he hecho nunca», decían siempre, mientras sus vestidos, al caer, dejaban al descubierto sus blancos hombros. «No lo he hecho nunca», decían mientras esperaban el ascensor en el pasillo del hotel. «No lo he hecho nunca», decían siempre, sirviéndose otro whisky. «Nunca lo había hecho antes», decían siempre mientras se ponían las medias. En los barcos, en los trenes, en hoteles de veraneo, ante paisajes de montaña, decían siempre: «Nunca lo había hecho antes.» 
—¿Dónde has estado? —le preguntó la señora Pastern a su marido con la voz empañada por la tristeza cuando llegó a casa—. Son más de las once. 
— He estado tomando unas copas con los Flannagan. 
— Ella me dijo que su marido estaba en Alemania. 
— Ha vuelto inesperadamente. 
Charlie cenó algo en la cocina y pasó después al cuarto de la televisión para escuchar las noticias. 
— ¡Bombardeadlos! —gritó—. ¡Tiradles unas cuantas bombas atómicas! ¡Que aprendan quién es el que manda! 
Pero aquella noche durmió mal. Charlie pensó primero en su hijo y en su hija, que estaban en la universidad, a muchos kilómetros de distancia. Los quería. Era el único sentido que tenía para él la palabra querer. Después hizo nueve hoyos imaginarios al golf, escogiendo, con todo detalle el hándicap, los palos, la posición de los pies, los contrincantes e, incluso, el tiempo; pero el verde del campo se esfumaba al hacer acto de presencia sus preocupaciones económicas. Había invertido su dinero en un hotel de Nassau, en una fábrica de cerámica de Ohio y en un líquido limpiacristales, y la suerte no le estaba sonriendo. Sus preocupaciones lo sacaron de la cama; encendió un cigarrillo y se acercó a la ventana. A la luz de las estrellas vio los árboles sin hojas. Durante el verano había intentado compensar algunas de sus pérdidas apostando a las carreras, y los árboles desnudos le recordaban que sus boletos debían de yacer aún, como hojas caídas, en la cuneta de la carretera entre Belmont y Saratoga. Arces y fresnos, hayas y olmos; cien al Tres como ganador en la cuarta, cincuenta al Seis en la tercera, cien al Dos en la octava. Los niños, al volver a casa desde el colegio, arrastrarían los pies sobre lo que le parecía ser su propio follaje. Después, al volver a la cama, se acordó sin avergonzarse de la señora Flannagan, planeando dónde se verían la próxima vez y lo que harían. Ya que hay tan pocas posibilidades de olvidar en esta vida, pensó, ¿por qué tendría él que rechazar el remedio, aunque pareciera, como en este caso, un remedio muy casero? 
A Charlie una nueva conquista siempre le levantaba la moral. En una sola noche se volvió generoso, comprensivo, poseedor de un inagotable buen humor, tranquilo, amable con los gatos, con los perros y con los desconocidos, comunicativo y misericordioso. Quedaba, por supuesto, el mudo reproche de la señora Pastern esperándolo por las tardes, pero había sido su fiel servidor, pensaba, durante veinticinco años, y si intentase acariciarla tiernamente durante aquellos días, diría con toda probabilidad: «¡Uf! Ahí es donde me he magullado en el jardín.» La señora Pastern parecía escoger las veladas que pasaban juntos para sacar a relucir las esquinas más aceradas de su personalidad y pasar revista a todos sus agravios. «¿Sabes? — decía—, Mary Quested hace trampas a las cartas.» Sus observaciones se quedaban cortas; no llegaban hasta donde Charlie estaba sentado. Si se trataba de manifestaciones indirectas de descontento, era un descontento que ya no le afectaba. 
El señor Pastern comió con la señora Flannagan en la ciudad y pasaron la tarde juntos. Al salir del hotel, ella se detuvo ante el escaparate de una perfumería. Dijo que le gustaban los perfumes, movió los hombros con coquetería y lo llamó «vidita». Teniendo en cuenta sus aires de adolescente y sus protestas de fidelidad, parecía haber demasiada práctica en su manera de pedir, pensó Charlie; pero le regaló un frasco de perfume. La segunda vez que se vieron, la señora Flannagan se entusiasmó con un salto de cama que vio en un escaparate y él se lo compró. La tercera vez fue un paraguas de seda. Mientras la esperaba en un restaurante donde iban a verse por cuarta vez, Charlie abrigó la esperanza de que no fuera a pedirle alguna joya, porque andaba mal de dinero. La señora Flannagan había prometido llegar a la una, y él dejaba correr el tiempo considerando su situación y aspirando los olores de las salsas, de la ginebra y de las alfombras rojas. La señora Flannagan llegaba siempre tarde, y a la una y media Charlie pidió otro whisky. A las dos menos cuarto notó que el camarero que le atendía cuchicheaba con otro: cuchicheaba, reía y movía la cabeza en dirección a su mesa. En ese momento tuvo el primer presentimiento de que ella pudiera darle de lado. Pero ¿quién era ella? ¿Quién se creía que era para hacerle una cosa así? No era más que una ama de casa con su soledad a cuestas, ni más ni menos. A las dos encargó la comida. Se sentía derrotado. ¿Qué había sido su vida sentimental en aquellos últimos años, excepto una serie de aventuras de una noche, muchas veces deprimentes por añadidura? Pero sin ellas su vida hubiera sido insoportable. 
No tiene nada de extraordinario que lo dejen a uno plantado entre la una y las dos en un restaurante en el centro de Nueva York: una tierra de nadie espiritual, con árboles tronchados, zanjas y agujeros que todos compartimos, desarmados a causa de la decepción de nuestros corazones. El camarero lo sabía, y las risas y las conversaciones intrascendentes alrededor de Charlie agudizaban estos sentimientos. Le parecía elevarse desesperanzadamente sobre su frustración como sobre un mástil, mientras su soledad se hacía cada vez más patente en el abarrotado comedor. Entonces advirtió su demacrada imagen en un espejo, los grises cabellos que se aferraban a su cráneo como los restos de un paisaje romántico, su cuerpo pesado que casi hacía pensar en un Santa Claus de cuartel de bomberos, rellena la panza con uno o dos cojines del peor sofá de la señora Kelly. Apartó la mesa y se encaminó hacia una de las cabinas telefónicas del vestíbulo. 
— ¿No está usted contento con el servicio, monsieur? —le preguntó el camarero. La señora Flannagan respondió al teléfono y dijo con su voz más aniñada: 
— No podemos seguir así. Lo he pensado despacio y no podemos seguir así. No es que yo no quiera, porque eres muy viril, pero mi conciencia no me lo permite. 
— ¿Puedo pasar por ahí esta noche para hablar de ello? 
— Bueno... —contestó ella. 
— Iré directamente desde la estación. 
— Pero tienes que hacerme un favor. 
— ¿Cuál? 
— Ya te lo diré esta noche. Acuérdate de aparcar el coche detrás de la casa, y entra por la puerta trasera. No quiero dar motivo de habladurías a esas viejas cotorras. Recuerda que nunca he hecho esto antes. 
A la señora Flannagan no le faltaba razón, pensó Charlie; tenía una autoestima que mantener. Su orgullo, ¡era tan infantil, tan maravilloso! A veces, atravesando una de las ciudades fabriles de New Hampshire al caer la tarde, Charlie recordaba haber visto, en un callejón o en un camino particular, cerca del río, a una niña vestida con un mantel, sentada sobre un taburete cojo, y agitando su cetro sobre un reino de hierbajos, escorias y unas cuantas gallinas desmedradas. Emociona la pureza y la desproporción de su orgullo, y ésos eran también sus sentimientos hacia la señora Flannagan. 
Aunque aquella noche la señora Flannagan lo hizo entrar por la puerta trasera, en la sala de estar todo seguía igual. El fuego ardía en la chimenea, ella le preparó una copa, y al hallarse otra vez en su compañía, Charlie sintió que se le quitaba un gran peso de encima. Pero la señora Flannagan se mostraba indecisa, dejándose abrazar y rechazándolo al mismo tiempo, haciéndole cosquillas y yéndose luego al otro extremo de la habitación para mirarse al espejo. 
— Primero quiero que me hagas el favor que te he pedido —le dijo. 
— ¿De qué se trata? 
— Adivina. 
— Dinero no puedo darte. Ya sabes que no soy rico. 
— No se me ocurriría pedirte dinero —replicó, muy indignada. 
— ¿De qué se trata, entonces? 
— Algo que llevas encima. 
— El reloj no tiene ningún valor, y los gemelos son de latón. 
— Es otra cosa. 
— Sí, pero dime qué. 
— No te lo diré hasta que prometas dármelo. 
Entonces él la apartó, consciente de que no era difícil tomarle el pelo. 
— No puedo hacer una promesa sin saber qué es lo que quieres. 
— Es una cosa muy pequeña. 
— ¿Cómo de pequeña? 
— Muy chiquitita. 
— Por favor, dime de qué se trata. —Charlie volvió a abrazarla y fue en ese momento cuando se sintió más él mismo: solemne, viril, prudente e imperturbable. 
— No te lo diré si no me lo prometes antes. 
— Pero ¿no ves que no puedo prometértelo? 
— Entonces, vete —dijo ella—. Vete y no vuelvas nunca. 
La señora Flannagan tenía unos modales demasiado infantiles para dar a sus palabras un tono autoritario, pero lograron el efecto deseado. ¿Estaba Charlie en condiciones de volver a una casa donde no encontraría más que a su esposa, ocupada, sin duda, en pasar revista a sus agravios? ¿Volver allí y esperar a que el tiempo y la casualidad le proporcionaran otra amiga? 
— Dímelo, por favor. 
— Promételo. 
— Prometido. 
— Quiero una llave de tu refugio antiatómico —dijo ella. 
La petición de la señora Flannagan cayó sobre Charlie como una bomba y, de repente, se sintió invadido por un inmenso desconsuelo. Todas sus delicadas suposiciones sobre ella —la niña de la ciudad fabril reinando sobre las gallinas— eran absolutamente falsas. Venía pensando en aquello desde el primer momento; ya le daba vueltas en la cabeza cuando encendió el fuego la primera vez, cuando no encontraba el talonario de cheques y le ofreció una copa. La petición de la llave apagó los deseos de Charlie, pero sólo por un momento, porque la señora Flannagan volvió de nuevo a sus brazos y empezó a acariciarle el tórax mientras decía: «Ratoncito, ratoncito, ratoncito, hazte la casa en este rinconcito.» Charlie no tuvo fuerzas para resistirse; era como si le hubieran dado un golpe feroz en las corvas. Y, sin embargo, en algún lugar de su dura cabeza se daba cuenta de lo absurdo y trasnochado de sus insaciables deseos. Pero ¿cómo podía él reformar sus huesos y sus músculos para acomodarse a un mundo nuevo? ¿Cómo educar su carne ávida y vagabunda para que entendiese de política y geografía, de holocaustos y cataclismos? Los pechos de la señora Flannagan eran redondos, fragantes y suaves, y Charlie sacó la llave del llavero —un trozo de metal de cinco centímetros de longitud, tibio por el calor de sus manos, genuino talismán de salvación, defensa contra el fin del mundo— y la dejó caer por el escote de su vestido. 
Los Pastern habían terminado el refugio antiatómico aquella primavera. Les hubiera gustado que fuera un secreto, o al menos que el hecho de su existencia se divulgara paulatinamente, pero los camiones y las excavadoras entrando y saliendo habían bastado para informar a todo el mundo. Había costado treinta y dos mil dólares, y tenía dos retretes con purificadores químicos, reserva de oxígeno, y una biblioteca preparada por un profesor de la Universidad de Columbia con libros seleccionados para inspirar buen humor, tranquilidad y esperanza. Había alimentos para tres meses y varias cajas de bebidas alcohólicas fuertes. La señora Pastern compró los patos de escayola, la pila para pájaros y los gnomos con la intención de darle un aire inocente a la joroba de su jardín; para convertirla en algo aceptable, al menos para sí misma. Porque destacando como destacaba en un escenario tan encantador y doméstico, y simbolizando de hecho la muerte de la mitad —al menos— de la población del mundo, le resultaba, a pesar de la hierba que la recubría, imposible de conciliar con el cielo azul y las nubes blancas. La señora Pastern prefería tener corridas las cortinas en aquel lado de la casa, y así se hallaban la tarde del día siguiente, cuando le servía ginebra al obispo. 
El obispo había llegado inesperadamente. El señor Ludgate, el ministro de su iglesia, telefoneó para decir que el obispo se hallaba en aquella zona y quería darle las gracias por los servicios que prestaba a la comunidad; ¿podían hacerle una visita sin protocolo alguno? La señora Pastern preparó algunas cosas para el té, se cambió de ropa y llegó al vestíbulo en el momento en que llamaban al timbre. 
— ¿Cómo está usted, eminencia? —preguntó—. ¿Quiere usted pasar, eminencia? ¿Le gustaría tomar el té, eminencia, o preferiría más bien una copa? 
— Le agradecería un martini —dijo el obispo. 
Tenía una voz muy agradable y con gran capacidad de convicción. Era un hombre de buena figura, cabellos muy negros, y piel cetrina y elástica con profundas arrugas alrededor de una boca grande; estaba tan ojeroso y su mirada tenía un brillo tan especial, pensó la señora Pastern, como la de una persona que se droga. 
— Con su permiso, eminencia... 
El hecho de que el obispo le pidiera un cóctel la había desconcertado; siempre era Charlie quien se encargaba de preparar las bebidas. Se le cayó el hielo en el suelo de la antecocina, echó aproximadamente medio litro de ginebra en la coctelera e intentó arreglar lo que le parecía un cóctel demasiado fuerte aumentando la proporción de vermut. 
— El señor Ludgate me ha hablado de lo indispensable que es usted en la vida de la parroquia —dijo el obispo al aceptar la copa. 
— Procuro esforzarme todo lo que puedo —respondió la señora Pastern. 
— Tiene usted dos hijos. 
— Sí. Sally está en Smith y Carkie en Colgate. ¡La casa nos parece tan vacía ahora! Los confirmó su predecesor, el obispo Tomlinson. 
— Ah, sí —dijo el obispo—. Sí. 
Tener delante a su eminencia ponía nerviosa a la señora Pastern. Le hubiese gustado darle un aire más natural a la visita; deseaba, por lo menos, que su propia presencia en la sala de estar resultara más real. La señora Pastern sentía una intensa desazón que ya la había asaltado otras veces durante las reuniones de los comités de los que formaba parte, cuando la atmósfera parlamentaria tenía un efecto desintegrador sobre su personalidad. Sentada en su silla, le parecía recorrer la habitación a gatas, reuniendo sus propios fragmentos y pegándolos con alguna de sus virtudes, como Soy una Buena Madre o una Esposa Paciente. 
— ¿Ustedes dos se conocen hace tiempo? —le preguntó la señora Pastern al obispo. 
— ¡No! —exclamó su eminencia. 
— El señor obispo pasaba por aquí —dijo el ministro con voz apenas audible. 
— ¿Podría ver el jardín? —preguntó su eminencia. 
Con el martini en la mano, siguió a la dueña de la casa, saliendo a la terraza por una puerta lateral. La señora Pastern era una entusiasta de la jardinería, pero en aquel momento la situación de sus plantas era poco satisfactoria. El variado ciclo de sucesivas floraciones casi había terminado ya; tan sólo podían verse los crisantemos. 
— Me hubiese gustado enseñárselo en primavera, especialmente al final de la primavera —dijo ella—. La Magnolia stellata es la primera que florece. Luego tenemos los cerezos y los ciruelos japoneses. Cuando acaban, empiezan las azaleas, los laureles y los rododendros. Y debajo de las glicinas hay tulipanes bronceados. Las lilas son blancas. 
— Veo que tienen ustedes un refugio —dijo el obispo. 
— Sí. —La habían traicionado los patos y los gnomos—. Sí, es cierto, pero no tiene nada de especial. En este arriate hay únicamente lirios del valle. Soy de la opinión de que las rosas quedan mejor cortadas en ramos que formando parte de un jardín ornamental; por eso las cultivo detrás de la casa. Los bordes son fraises des bois. Resultan muy dulces y jugosas. 
— ¿Hace mucho que tienen ustedes el refugio? 
— Lo construimos en primavera —dijo la señora Pastern—. Ese seto son camelias japonesas. Más allá está nuestra pequeña huerta: lechugas, hierbas aromáticas y otras cosas por el estilo. 
— Me gustaría ver el refugio —pidió el obispo. 
La señora Pastern se sintió herida, con un dolor que despertaba incluso ecos infantiles, cuando tuvo ocasión de descubrir que sus amigas no venían a visitarla los días de lluvia porque les gustase su compañía, sino para comerse sus pastas y quitarle los juguetes. Nunca había sido capaz de poner buena cara ante el egoísmo, y la señora Pastern llevaba fruncido el entrecejo cuando pasaron junto a la pila para los pájaros y los patos pintados. Los gnomos, con sus gorros voluminosos, los contemplaban a los tres desde lo alto mientras ella abría la puerta con la llave que pendía de su cuello. 
— Encantador —comentó el obispo—. Encantador. Vaya, veo que incluso tienen ustedes una biblioteca. 
— Sí. Se trata de libros escogidos para fomentar el buen humor, la tranquilidad y la esperanza. 
— Una de las desafortunadas características de la arquitectura eclesiástica es que el sótano queda reducido a un pequeño espacio bajo el presbiterio —dijo el obispo—. Esto nos da muy pocas posibilidades de salvar a los fieles, lo cual es un rasgo característico, debería tal vez añadir, de nuestra manera de interpretar el mensaje cristiano. Algunas iglesias tienen sótanos más espaciosos. Pero no quiero hacerle perder más tiempo. 
Su eminencia cruzó el césped para regresar a la casa, dejó la copa del cóctel sobre la barandilla de la terraza y le dio su bendición. 
La señora Pastern se dejó caer sobre los escalones de la terraza y vio alejarse el automóvil del obispo. Su eminencia no había venido a felicitarla, se daba cuenta perfectamente. ¿Era impiedad por su parte sospechar que recorría sus dominios para localizar y elegir posibles refugios? ¿Cabía suponer que pretendía utilizar su consagración episcopal para conseguirlo? El peso de la vida moderna, aunque oliera a plástico — como parecía ser el caso—, se hacía sentir cruelmente sobre los pilares de la religión, de la familia y del Estado. La carga era demasiado pesada, y a la señora Pastern le parecía oír el crujido de los cimientos. Había creído toda su vida en la santidad del sacerdocio, y si su fe era auténtica, ¿por qué no había ofrecido inmediatamente al obispo la seguridad de su refugio? Pero si su eminencia creía en la resurrección de los muertos y en la vida eterna, ¿para qué necesitaba un refugio? 
Sonó el teléfono y la señora Pastern contestó con fingida despreocupación. Era una mujer llamada Beatrice, que acudía a limpiar la casa dos veces por semana. 
— Soy Beatrice, señora Pastern —dijo la voz al otro extremo del hilo—. Creo que hay algo que debe usted saber. Ya sabe que no me gusta cotillear. No soy como esa tal Adele, que va de señora en señora diciendo que Fulanito no duerme con su mujer, y que Menganito tenía seis botellas de whisky en la basura, y que no fue nadie al cóctel de Zutanito. Yo no soy como esa tal Adele, y usted lo sabe, señora Pastern. Pero hay algo que creo que debe usted saber. Hoy he trabajado para la señora Flannagan; me ha enseñado una llave y me ha dicho que era la llave de su refugio antiatómico, y que se la había dado su marido de usted. No sé si es verdad, pero creo que debe usted saberlo. 
— Gracias, Beatrice. 
El señor Pastern había arrastrado el buen nombre de su mujer en un centenar de escapadas, había echado a perder sus buenas cualidades y despreciado su amor, pero ella nunca había imaginado que llegara a traicionarla en sus planes para el fin del mundo. Vertió lo que quedaba del martini en una copa. Detestaba el sabor de la ginebra, pero sus acumuladas preocupaciones se le antojaban ya como los dolores de una enfermedad, y la ginebra los embotaba, aun a costa de avivar su indignación. Fuera, el cielo se oscureció, cambió el viento y empezó a llover. ¿Qué alternativas se le ofrecían? Podía volver con su madre, pero su madre no tenía un refugio. No era capaz de rezar pidiendo ayuda al cielo. El mundano comportamiento del obispo restaba valor a los consuelos celestiales. No podía pararse a considerar la insensata ligereza de su marido sin beber más ginebra. Y entonces se acordó de la noche —la noche del juicio— en la que habían decidido dejar arder a la tía Ida y al tío Ralph; en la que la señora Pastern había sacrificado a su sobrina de tres años y Charlie a su sobrino de cinco; en la que habían conspirado como asesinos y decidido no tener siquiera piedad con la anciana madre del señor Pastern. 
Estaba muy bebida cuando llegó Charlie. 
— No podría pasarme dos semanas en un agujero con la señora Flannagan —dijo. 
— ¿De qué estás hablando? 
— Le estuve enseñando el refugio al obispo y... 
— ¿Qué obispo? ¿Qué hacía aquí un obispo? 
— No me interrumpas y escucha lo que tengo que decirte. La señora Flannagan tiene una llave de nuestro refugio y se la has dado tú. 
— ¿Quién te ha dicho eso? 
— La señora Flannagan —repitió ella— tiene una llave de nuestro refugio y se la has dado tú. 
Charlie regresó al garaje bajo la lluvia y se pilló los dedos con la puerta. Con la prisa y la indignación se le ahogó el motor y, mientras esperaba a que se vaciara el carburador, tuvo que enfrentarse, a la luz de los faros, con los desechos —acumulados en el garaje— de su despilfarradora vida doméstica. Allí había una fortuna en inservibles muebles de jardín y diferentes herramientas con motor. Cuando el coche se puso en marcha, Charlie salió con gran chirriar de neumáticos a la calle y se saltó un semáforo en el primer cruce, donde, por un momento, su vida estuvo pendiente de un hilo. No le importó. Mientras subía la ladera a toda velocidad, sus manos se aferraban al volante como si estuvieran apretando ya el rollizo y estúpido cuello de la señora Flannagan. Era el honor y la tranquilidad espiritual de sus hijos lo que aquella mujer había pisoteado. Había hecho daño a sus hijos, a sus idolatrados hijos. 
Detuvo el coche a la puerta. Había luz en la casa, y olía a leña quemada, pero estaba todo en silencio; escudriñando a través de una ventana no advirtió ningún signo de vida ni oyó más ruido que el de la lluvia. Intentó abrir la puerta. Estaba cerrada. Entonces golpeó en el marco con el puño. Pasó mucho tiempo antes de que ella saliese del cuarto de estar, y Charlie imaginó que estaba dormida. Llevaba puesto el salto de cama que él le había regalado. Fue hacia la puerta arreglándose el pelo. En cuanto abrió, Charlie se precipitó en el interior de la casa, gritando: 
— ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has hecho esa estupidez? 
— No sé de qué estás hablando. 
— ¿Por qué le dijiste a mi mujer que tenías la llave? 
— Yo no se lo he dicho a tu mujer. 
— ¿A quién se lo has dicho, entonces? 
— No se lo he dicho a nadie. 
La señora Flannagan movió los hombros con coquetería y contempló la punta de sus zapatillas. Como muchos mentirosos incurables, tenía un desmedido respeto por la verdad, que se concretaba en una serie de signos que indicaban que estaba mintiendo. Charlie comprendió que no le diría la verdad, que no se la arrancaría aunque empleara toda la fuerza de sus brazos, y que su confesión, en caso de conseguirla, no le serviría de nada. 
— Dame algo de beber —dijo. 
— Sería mejor que te marcharas y volvieras más tarde, cuando te sientas mejor —repuso la señora Flannagan. 
— Estoy cansado —dijo él—. Muy cansado, terriblemente cansado. No me he sentado en todo el día. 
Charlie entró en la sala de estar y se sirvió un whisky. Se miró las manos, sucias después de un largo día de trenes y pasamanos de escaleras, de picaportes y papeles, y vio en el espejo que tenía el pelo empapado por la lluvia. Salió de la sala de estar y, atravesando la biblioteca, fue hacia el cuarto de baño de la planta baja. La señora Flannagan emitió un sonido muy débil, algo que no llegaba a ser un grito. Cuando Charlie abrió la puerta del cuarto de baño, se encontró cara a cara con un desconocido completamente desnudo. 
Al cerrarla de nuevo se produjo uno de esos breves y densos silencios que preceden a las discusiones a gritos. La señora Flannagan habló primero: 
— No sé quién es y he estado intentando que se marchara... Sé lo que estás pensando y no me importa. Estoy en mi casa, después de todo; yo no te he invitado y no tengo por qué darte explicaciones. 
— Apártate de mí —dijo él—. Apártate de mí antes de que te retuerza el pescuezo. 
Seguía lloviendo mientras Charlie regresaba a su casa, Al entrar oyó ruidos de actividad en la cocina y le llegó olor a comida. Supuso que aquellos sonidos y aquellos olores debían de haber sido uno de los primeros signos de vida en la tierra, y que serían también uno de los últimos. El periódico de la tarde estaba en la sala de estar y, dándole un manotazo, gritó: 
— ¡Tiradles unas cuantas bombas atómicas! ¡Que aprendan quién manda! Y después, dejándose caer en un sillón, preguntó en voz muy baja: 
— Santo cielo, ¿cuándo terminará todo? 
— Llevaba mucho tiempo esperando a que dijeras eso —declaró la señora Pastern tranquilamente, saliendo de la antecocina—. Llevo casi tres meses esperando a que digas precisamente eso. Empecé a preocuparme cuando vi que habías vendido los gemelos y los palos de golf. Me preguntaba qué estaba sucediendo. Después, cuando firmaste el contrato del refugio sin tener un centavo para pagarlo, me di cuenta de cuál era tu plan. Quieres que el mundo se acabe, ¿no es eso? Lo he sabido todo este tiempo, y no quería admitirlo, porque me parecía demasiado cruel, pero todos los días se aprende algo nuevo. 
La señora Pastern se encaminó hacia el vestíbulo y comenzó a subir la escalera. 
— Hay una hamburguesa en la sartén —dijo—, y patatas en el horno; si quieres algo de verdura, puedes calentarte las sobras de brécol. Yo voy a telefonear a los chicos. 
Viajamos a tal velocidad en estos días que sólo recordamos los nombres de unos cuantos sitios. La carga de consideraciones metafísicas tendrá que alcanzarnos en un tren de mercancías, si es que llega a hacerlo. El resto de la historia me lo ha contado mi madre; recibí su carta en Kitzbühel, un lugar donde voy a veces. «Ha habido tantos cambios en las últimas seis semanas —me decía—, que apenas sé por dónde empezar. Lo primero es que los Pastern se han ido, quiero decir, que se han marchado para siempre. Charlie está en la cárcel del condado cumpliendo una condena de dos años por estafa. Sally ha dejado la universidad y trabaja en Macy's, y el chico está todavía buscando trabajo, según he oído. De momento vive con su madre en el Bronx. Alguien ha dicho que salían adelante gracias a la beneficencia pública. Parece que Charlie terminó de gastarse el dinero que había heredado de su madre hace un año, y que desde entonces estuvieron viviendo a crédito. El banco se lo llevó todo y ellos se fueron a un motel de Transford. Después siguieron mudándose de motel en motel, viajando en coches alquilados y sin pagar nunca las cuentas. El motel y la agencia de alquiler de automóviles fueron los primeros en atraparlos. Unas personas muy agradables que se llaman Willoughby le han comprado la casa al banco. Y los Flannagan se han divorciado. ¿Te acuerdas de ella? Solía pasearse por el jardín con una sombrilla de seda. Su marido no tiene que pasarle una pensión ni nada parecido, y alguien la vio el otro día en Central Park West con un abrigo de entretiempo en una noche muy fría. Pero ha vuelto. Fue una cosa muy extraña. Volvió el jueves pasado. Estaba empezando a nevar. Era poco después de comer. Tu madre es una vieja loca, pero vieja y todo nunca deja de sorprenderme el milagro de una nevada. Tenía mucho que hacer, pero decidí dejarlo y quedarme un rato junto a la ventana para ver nevar. El cielo estaba muy oscuro. Era una nevada abundante, de copos gruesos, y lo cubrió todo en seguida como una mancha de luz. Fue entonces cuando vi a la señora Flannagan andando por la calle. Debió de llegar en el tren de las dos y treinta y tres y venir andando desde la estación. Imagino que no debe de tener mucho dinero, porque de lo contrario hubiera cogido un taxi. No llevaba ropa de abrigo e iba con tacones altos, en lugar de botas de agua. Bueno, pues cruzó la calle y atravesó el jardín de los Pastern, quiero decir, lo que era antes el jardín de los Pastern, hasta llegar al refugio antiatómico, y se quedó allí mirándolo. No tengo ni la menor idea de en qué estaba pensando, pero el refugio casi parece una tumba, ¿sabes?, y ella daba la impresión de estar de duelo, allí de pie, cayéndole la nieve sobre la cabeza y los hombros; y me entristeció pensar que apenas conocía a los Pastern. Entonces sonó el teléfono, y era la señora Willoughby. Me dijo que había una mujer muy rara frente a su refugio antiatómico y que si yo sabía quién era. Le respondí que sí, que era la señora Flannagan, que antes vivía en lo alto de la colina. Luego me preguntó qué debía hacer y le dije que lo único que se me ocurría era decirle que se marchara. La señora Willoughby mandó a la doncella, y vi cómo le decía a la señora Flannagan que se fuese; luego, un poco después, la señora Flannagan echó a andar hacia la estación bajo la nieve».

(1) Expresión sin equivalente en castellano, para designar a una mujer que apenas ve a su marido porque éste se pasa la mayor parte del tiempo en el campo de golf. (N. del t.).

John Cheever, El brigadier y la viuda del golf.


John Cheever

Mariana Enríquez, Fin de curso

Fin de curso
Nunca le habíamos prestado demasiada atención. Era una de esas chicas que hablan poco, que no parecen demasiado inteligentes ni demasiado tontas, y que tienen ese tipo de caras olvidables, esas caras que, aunque una las vea todos los días en el mismo lugar, es posible que no las reconozca en un ámbito distinto, y mucho menos pueda ponerles un nombre. Lo único que la diferenciaba era que se vestía mal, feo y algo más:la ropa que usaba parecía elegida para ocultar su cuerpo. Dos o tres talles más grande, camisas cerradas hasta el último botón, pantalones que no dejaban adivinar sus formas. Sólo la ropa hacía que nos fijáramos en ella, apenas para comentar su mal gusto o dictaminar que se vestía como una vieja. Se llamaba Marcela. Podría haberse llamado Mónica, Laura, María José, Patricia, cualquiera de esos nombres intercambiables, que suelen tener las chicas en las que nadie se fija. Era mala alumna, pero rara vez recibía la desaprobación de los profesores. Faltaba mucho, pero nadie comentaba su ausencia. No sabíamos si tenía plata, de qué trabajaban los padres, en qué barrio vivía.
No nos importaba.
Hasta que, en la clase de Historia, alguien dio un pequeño grito asqueado ¿Fue Guada? Parecía la voz de Guada, que además se sentaba cerca. Mientras la profesora explicaba la batalla de Caseros, Marcela se arrancó las uñas de la mano izquierda. Con los dientes. Como si fueran uñas postizas. Los dedos sangraban, pero ella no demostraba ningún dolor. Algunas chicas vomitaron. La de Historia llamó a la preceptora, que se llevó a Marcela; faltó durante una semana, y nadie nos explicó nada. Cuando Marcela volvió, había pasado de chica ignorada a chica famosa. Algunas le tenían miedo, otras querían hacerse amigas. Lo que había hecho era lo más extraño que nosotras hubiéramos visto. Algunos padres querían llamar a una reunión, para tratar el caso, porque no estaban seguros de que fuera recomendable que nosotras siguiéramos en contacto con una chica «desequilibrada». Pero lo arreglaron de alguna manera. Faltaba poco para que se terminara el año, para que termináramos la secundaria. Los padres de Marcela aseguraron que ella se pondrían bien, que tomaba medicación, hacía terapia, que estaba contenida. Los otros padres les creyeron. Los míos apenas prestaron atención: lo único que les importaba eran mis notas, y yo seguía siendo la mejor alumna, como cada año.
Marcela estuvo bien durante un tiempo. Volvió con los dedos vendados, al principio con gasa blanca, después con curitas. No parecía recordar el episodio de las uñas arrancadas. No se hizo amiga de las chicas que se le acercaron. En el baño, las pocas que querían ser amigas de Marcela nos contaban que no se podía, que ella no hablaba, que las escuchaba pero nunca respondía, y se las quedaba mirando tan fijo que, al final, también les dio miedo.
Fue en el baño donde todo empezó de verdad. Marcela estaba mirándose al espejo, en la única parte donde realmente podía hacerlo, porque el resto estaba descascarado, sucio, o tenía declaraciones de amor o insultos de alguna pelea entre dos chicas rabiosas escritas con fibra o lápiz labial. Yo estaba con mi amiga Agustina: tratábamos de resolver una discusión que habíamos tenido más temprano. Parecía una discusión importante. Hasta que Marcela sacó de algún lado (el bolsillo, probablemente), una gillete. Con rapidez exacta se cortó un prolijo tajo en la mejilla. La sangre tardó en brotar, pero cuando lo hizo fue casi a chorros, y le empapó el cuello y la camisa abotonada, como de monja, o de prolijo varón.
Ninguna de las dos hizo nada. Marcela se seguía mirando al espejo, estudiando la herida, sin un gesto de dolor. Eso fue lo que más me impresionó: no le había dolido, estaba claro, ni siquiera había fruncido el ceño, o cerrado los ojos. Recién reaccionamos cuando una chica que estaba haciendo pis abrió la puerta y dio un pequeño grito y trató de detener la sangre con un pañuelo. Mi amiga parecía a punto de llorar. A mí me temblaban las rodillas. La sonrisa de Marcela, que seguía mirándose mientras se apretaba la cara con el pañuelo, era hermosa. Su cara era hermosa. Le ofrecí a Marcela acompañarla hasta su casa, o hasta una salita para que la cosieran o le desinfectaran la herida. Ella pareció reaccionar entonces y dijo que no con la cabeza, que se tomaba un taxi. Le preguntamos si tenía plata. Dijo que sí y volvió a sonreír. Una sonrisa que podía enamorar a cualquiera. Faltó otra vez durante una semana. La escuela entera sabía del incidente: no se hablaba de otra cosa. Cuando volvió, todos trataban de no mirar la venda que le cubría la mitad de la cara y nadie lo conseguía.
Ahora yo trataba de sentarme cerca de ella en las clases. Lo único que quería era que me hablara, que me explicara. Quería visitarla en su casa. Quería saber todo. Alguien me había dicho que se hablaba de internarla. Me imaginaba el hospital con una fuente de mármol gris en el patio y plantas violetas y marrones, begonias, madreselvas, jazmines ―no me imaginaba un instituto para enfermos mentales sórdido y sucio y triste, me imaginaba una hermosa clínica llena de mujeres con la mirada perdida―. Sentada a su lado vi, como todas las demás, pero de cerca, lo que le estaba pasando. Todas lo veíamos, asustadas, maravilladas. Empezó con sus temblores, que no eran temblores sino más bien sobresaltos. Sacudía las manos en el aire como si espantara algo invisible, como si intentara que algo no la golpeara. Después empezó a taparse los ojos mientras decía que no con la cabeza. Los profesores lo veían, pero trataban de ignorarlo. Nosotras también. Era fascinante. Ella se derrumbaba en público sin pudores y a nosotras nos daba vergüenza.
Empezó a arrancarse el pelo poco después, el de la parte de adelante de la cabeza. Se iban formando mechones enteros sobre su banco, montoncitos de pelo lacio y rubio. A la semana empezó a adivinarse el cuero cabelludo, rosado y brillante.
Yo estaba sentada a su lado el día que salió corriendo de una clase. Todos la miraron irse, yo la seguí. Al rato noté que venían detrás de mí mi amiga Agustina y la chica que la había auxiliado en el baño aquella vez, Tere, del otro quinto. Nos sentíamos responsables. O queríamos ver qué iba a hacer, cómo iba a terminar todo esto.
La encontramos en el baño otra vez. Estaba vacío. Gritaba y lloraba como en un berrinche infantil. La venda se le había caído y pudimos ver los puntos de la herida. Señalaba uno de los inodoros y gritaba “andate dejame andate basta”. Había algo en el ambiente, demasiada luz y el aire apestaba más de lo habitual a sangre, pis y desinfectante. Yo le hablé.
–¿Qué pasa, Marcela?
–¿No lo ves?
–A quién
–A él. ¡A él! ¡Ahí en el inodoro! ¿No lo ves?
Me miraba ansiosa y asustada, pero no confundida: estaba viendo algo. Pero no había nada sobre el inodoro, salvo la tapa destartalada y la cadena, que estaba demasiado quieta, anormalmente quieta.
–No no veo nada, no hay nada –le dije.
Desconcertada por un momento, me agarró del brazo. Nunca antes me había tocado. Miré su mano: todavía no le habían crecido las uñas o, a lo mejor, se comía lo poco que crecía. Se veían sólo las cutículas, ensangrentadas.
–¿No? ¿No? –y mirando el inodoro otra vez–: Sí que está. Está ahí. Hablale decile algo.
Tuve miedo de que la cadena empezara a balancearse, pero seguía quieta. Marcela parecía escuchar, mirando atentamente el inodoro. Noté que casi no le quedaban pestañas, tampoco. Se las había estado arrancando. Pronto empezaría con las cejas, imaginé.
–¿No lo escuchás?
–No.
–¡Pero te dijo algo!
–Qué dijo, contame
En este punto, Agustina se metió en la conversación diciéndome que dejara en paz a Marcela, preguntándome si estaba loca, no ves que no hay nada, no le sigas el juego, me da miedo llamemos a alguien. Pero fue interrumpida por Marcela que le aulló CALLATE ,PUTA DE MIERDA. Tere, que era bastante cheta, murmuró que eso era too much y se fue a buscar al alguien. Yo traté de controlar la situación.
–No les des bola a estas taradas, Marcela, ¿qué dice?
–Que no se va a ir. Que es de verdad. Que me va a seguir obligando a hacer cosas. Que no le puedo decir que no.
–¿Cómo es?
–Es un hombre, pero tiene un vestido de comunión. Tiene los brazos para atrás. Siempre se ríe. Parece chino pero es enano. Tiene el pelo engominado. Y me obliga.
–¿Te obliga a qué?
Cuando Tere llegó con una profesora a la que había convencido de que entrara en el baño (después nos dijo que en la puerta se habían juntado como diez chicas, escuchaban todo haciéndose shhh entre ellos), Marcela estaba a punto de mostrarnos qué la obligaba a hacer el engominado. Pero la aparición de la profesora la confundió. Se sentó en el piso, con los ojos sin pestañas que no parpadeaban mientras decía que no.
Marcela nunca volvió a la escuela.
Yo decidí visitarla. No fue difícil conseguir su dirección. Aunque su casa quedaba en un barrio al que nunca había ido, me resultó fácil llegar. Toqué el timbre temblando: en el colectivo había preparado la explicación de mi visita que iba a darle a sus padres, pero ahora me parecía estúpida, ridícula, forzada.
Me quedé muda cuando Marcela abrió la puerta, no solamente por la sorpresa de que atendiera –la había imaginado en cama, drogada– sino porque se la veía muy distinta, con una gorra de lana que le cubría la cabeza seguramente ya casi pelada, un jean y un pulóver de tamaño normal. Salvo por las pestañas, que no habían crecido, parecía una chica sana, común.
No me invitó a pasar. Salió, cerró la puerta y quedamos las dos en la calle. Hacía frío; ella se abrazaba el cuerpo con los brazos y a mí me ardían las orejas.
–No tendrías que haber venido –dijo.
–Quiero saber.
–¿Qué querés saber? No vuelvo más a la escuela, se terminó, olvidate de todo.
–Quiero saber qué te obliga a hacer él.
Marcela me miró y olfateó el aire alrededor. Después desvió los ojos hacia la ventana. Las cortinas se habían movido apenas. Volvió a entrar a su casa y, antes de cerrar de un portazo, dijo:
–Ya te vas a enterar. Él mismo te lo va contar algún día. Te lo va a pedir, creo. Pronto.
A la vuelta, sentada en el colectivo, sentí cómo palpitaba la herida que me había hecho en el muslo con una trincheta, bajo las sábanas, la noche anterior. No dolía. Me masajeé la pierna con suavidad, pero con la suficiente fuerza como para que la sangre, al brotar, dibujara un fino trazo húmedo sobre mis jeans celestes.
 Mariana Enríquez, Fin de curso (Las cosas que perdimos en el fuego).


Mariana Enríquez

Julio Cortázar, Diario para un cuento

Diario para un cuento

2 de febrero, 1982
A veces, cuando me va ganando como una cosquilla de cuento, ese sigiloso y creciente emplazamiento que me acerca poco a poco y rezongando a esta Olympia Traveller de Luxe (de luxe no tiene nada la pobre, pero en cambio ha traveleado por los siete profundos mares azules aguantándose cuanto golpe directo o indirecto puede recibir una portátil metida en una valija entre pantalones, botellas de ron y libros), así a veces, cuando cae la noche y pongo una hoja en blanco en el rodillo y enciendo un Gitanes y me trato de estúpido, (¿para qué un cuento, al fin y al cabo, por qué no abrir un libro de otro cuentista, o escuchar uno de mis discos?), pero a veces, cuando ya no puedo hacer otra cosa que empezar un cuento como quisiera empezar éste, justamente entonces me gustaría ser Adolfo Bioy Casares.
Quisiera ser Bioy porque siempre lo admiré como escritor y lo estimé como persona, aunque nuestras timideces respectivas no ayudaron a que llegáramos a ser amigos, aparte de otras razones de peso, entre ellas un océano temprana y literalmente tendido entre los dos. Sacando la cuenta lo mejor posible creo que Bioy y yo sólo nos hemos visto tres veces en esta vida. La primera en un banquete de la Cámara Argentina del Libro, al que tuve que asistir porque en los años cuarenta yo era el gerente de esa asociación, y en cuanto a él vaya a saber por qué, y en el curso del cual nos presentamos por encima de una fuente de ravioles, nos sonreímos con simpatía, y nuestra conversación se redujo a que en algún momento él me pidió que le pasara el salero. La segunda vez Bioy vino a mi casa en París y me sacó unas fotos cuya razón de ser se me escapa aunque no así el buen rato que pasamos hablando de Conrad, creo. La última vez fue simétrica y en Buenos Aires, yo fui a cenar a su casa y esa noche hablamos sobre todo de vampiros. Desde luego en ninguna de las tres ocasiones hablamos de Anabel, pero no es por eso que ahora quisiera ser Bioy sino porque me gustaría tanto poder escribir sobre Anabel como lo hubiera hecho él si la hubiera conocido y si hubiera escrito un cuento sobre ella. En ese caso Bioy hubiera hablado de Anabel como yo seré incapaz de hacerlo, mostrándola desde cerca y hondo y a la vez guardando esa distancia, ese desasimiento que decide poner (no puedo pensar que no sea una decisión) entre algunos de sus personajes y el narrador. A mí me va a ser imposible, y no porque haya conocido a Anabel puesto que cuando invento personajes tampoco consigo distanciarme de ellos aunque a veces me parezca tan necesario como al pintor que se aleja del caballete para abrazar mejor la totalidad de su imagen y saber dónde debe dar las pinceladas definitorias. Me será imposible porque siento que Anabel me va a invadir de entrada como cuando la conocí en Buenos Aires al final de los años cuarenta, y aunque ella sería incapaz de imaginar este cuento –si vive, si todavía anda por ahí, vieja como yo–, lo mismo va a hacer todo lo necesario para impedirme que lo escriba como me hubiera gustado, quiero decir un poco como hubiera sabido escribirlo Bioy si hubiera conocido a Anabel.

3 de febrero
¿Por eso estas notas evasivas, estas vueltas del perro alrededor del tronco? Si Bioy pudiera leerlas se divertiría bastante, y nomás que para hacerme rabiar uniría en una cita literaria las referencias de tiempo, lugar y nombre que según él la justificarían. Y así, en su perfecto inglés,
It was many and many years ago,
In a kingdom by the sea,
That a maiden there lived whom
you may know
By the name of Annabel Lee
–Bueno –hubiera dicho yo–, empecemos porque era una república y no un reino en ese tiempo, pero además Anabel escribía su nombre con una sola ene, sin contar que many and many years ago había dejado de ser una maiden, ni por culpa de Edgar Allan Poe sino de un viajante de comercio de Trenque Lauquen que la desfloró a los trece años. Sin hablar de que además se llamaba Flores y no Lee, y que hubiera dicho desvirgar en vez de la otra palabra de la que desde luego no tenía idea.

4 de febrero
Curioso que ayer no pude seguir escribiendo (me refiero a la historia del viajante de comercio), quizá precisamente porque sentí la tentación de hacerlo y ahí nomás Anabel, su manera de contármelo. ¿Cómo hablar de Anabel sin imitarla, es decir sin falsearla? Sé que es inútil, que si entro en esto tendré que someterme a su ley, y que me falta el juego de piernas y la noción de distancia de Bioy para mantenerme lejos y marcar puntos sin dar demasiado la cara. Por eso juego estúpidamente con la idea de escribir todo lo que no es de veras el cuento (de escribir todo lo que no sería Anabel, claro), y por eso el lujo de Poe y las vueltas en redondo, como ahora las ganas de traducir ese fragmento de Jacques Derrida que encontré anoche en La vérité en peinture y que no tiene absolutamente nada que ver con todo esto pero que se le aplica lo mismo en una inexplicable relación analógica, como esas piedras semipreciosas cuyas facetas revelan paisajes identificables, castillos o ciudades o montañas reconocibles. El fragmento es de difícil comprensión, como se acostumbra chez Derrida, y lo traduzco un poco a la que te criaste (pero él también escribe así, sólo que parece que lo criaron mejor):
“no (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada. Y sin embargo amo: no, es todavía demasiado, es todavía interesarse sin duda en la existencia. No amo pero me complazco en eso que no me interesa, por lo menos en eso que es igual que ame o no. Ese placer que tomo, no lo tomo, antes bien lo devolvería, yo devuelvo lo que tomo, recibo lo que devuelvo, no tomo lo que recibo. Y sin embargo me lo doy. ¿Puedo decir que me lo doy? Es tan universalmente subjetivo –en la pretensión de mi juicio y del sentido común– que sólo puede venir de un puro afuera. Inasimilable. En último término, este placer que me doy o al cual más bien me doy, por el cual me doy, ni siquiera lo experimento, si experimentar quiere decir sentir: fenomenalmente, empíricamente, en el espacio y en el tiempo de mi existencia interesada o interesante. Placer cuya experiencia es imposible. No lo tomo, no lo recibo, no lo devuelvo, no lo doy, no me lo doy jamás porque yo (yo, sujeto existente) no tengo jamás acceso a lo bello en tanto que tal. En tanto que existo no tengo jamás placer puro.”
Derrida está hablando de alguien que enfrenta algo que le parece bello, y de ahí sale todo eso; yo enfrento una nada, que es este cuento no escrito, un hueco de cuento, un embudo de cuento, y de una manera que me sería imposible comprender siento que eso es Anabel, quiero decir que hay Anabel aunque no haya cuento. Y el placer reside en eso, aunque no sea un placer y se parezca a algo como una sed de sal, como un deseo de renunciar a toda escritura mientras escribo (entre tantas otras cosas porque no soy Bioy y no conseguiré nunca hablar de Anabel como creo que debería hacerlo).

Por la noche
Releo el pasaje de Derrida, verifico que no tiene nada que ver con mi estado de ánimo e incluso mis intenciones; la analogía existe de otra manera, parecería estar entre la noción de belleza que propone ese pasaje y mi sentimiento de Anabel; en los dos casos hay un rechazo a todo acceso, a todo puente, y si el que habla en el pasaje de Derrida no tiene jamás ingreso en lo bello en tanto que tal, yo que hablo en mi nombre (error que no hubiera cometido nunca Bioy), sé penosamente que jamás tuve y jamás tendré acceso a Anabel como Anabel, y que escribir ahora un cuento sobre ella, un cuento de alguna manera de ella, es imposible. Y así al final de la analogía vuelvo a sentir su principio, la iniciación del pasaje de Derrida que leí anoche y me cayó como una prolongación exasperante de lo que estaba sintiendo aquí frente a la Olympia, frente a la ausencia del cuento, frente a la nostalgia de la eficacia de Bioy. Justo el principio: “no (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada”. El mismo enfrentamiento desesperado contra una nada desplegándose en una serie de subnadas, de negativas del discurso: porque hoy, después de tantos años, no me queda ni Anabel, ni la existencia de Anabel, ni mi existencia con relación a la suya, ni el puro objeto de Anabel, ni mi puro sujeto de entonces frente a Anabel en la pieza de la calle Reconquista, ni ningún interés de ninguna naturaleza por nada, puesto que todo eso se fue consumando many and many years ago, en un país que es hoy mi fantasma o yo el suyo, en un tiempo que hoy es como la ceniza de estos Gitanes acumulándose día a día hasta que madame Perrin venga a limpiarme el departamento.

6 de febrero
Esa foto de Anabel, puesta como señalador en nada menos que una novela de Onetti y que reapareció por mera acción de la gravedad en una mudanza de hace dos años, sacar una brazada de libros viejos de la estantería y ver asomarse la foto, tardar en reconocer a Anabel.
Creo que se le parece bastante aunque le extraño el peinado, cuando vino por primera vez a mi oficina llevaba el pelo recogido, me acuerdo por puro coágulo de sensaciones que yo estaba metido hasta las orejas en la traducción de una patente industrial. De todos los trabajos que me tocaba aceptar, y en realidad tenía que aceptarlos todos mientras fueran traducciones, los peores eran las patentes, había que pasarse horas trasvasando la explicación detallada de un perfeccionamiento en una máquina eléctrica de coser o en las turbinas de los barcos, y desde luego yo no entendía absolutamente nada de la explicación y casi nada del vocabulario técnico, de modo que avanzaba palabra a palabra cuidando de no saltarme un renglón pero sin la menor idea de lo que podía ser un árbol helicoidal hidro-vibrante que respondía magnéticamente a los tensores, 1, 1’ y 1” (dibujo 14). Seguro que Anabel había golpeado en la puerta y que no la oí, cuando levanté los ojos estaba al lado de mi escritorio y lo que más se veía de ella era la cartera de hule brillante y unos zapatos que no tenían nada que ver con las once de la mañana de un día hábil en Buenos Aires.

Por la tarde
¿Estoy escribiendo el cuento o siguen los aprontes para probablemente nada? Viejísima, nebulosa madeja con tantas puntas, puedo tirar de cualquiera sin saber lo que va a dar; la de esta mañana tenía un aire cronológico, la primera visita de Anabel. Seguir o no seguir esas hebras: me aburre lo consecutivo pero tampoco me gustan los flashbacks gratuitos que complican tanto cuento y tanta película. Si vienen por su cuenta, de acuerdo; al fin y al cabo quién sabe lo que es realmente el tiempo; pero nunca decidirlos como plan de trabajo. De la foto de Anabel tendría que haber hablado después de otras cosas que le dieran más sentido, aunque tal vez por algo asomó así, como ahora el recuerdo del papel que una tarde encontré clavado con un alfiler en la puerta de la oficina, ya nos conocíamos bien y aunque profesionalmente el mensaje podía perjudicarme ante los clientes respetables, me hizo una gracia infinita leer NO ESTAS, DESGRACIADO, VUELVO A LA TARDE (las comas las agrego yo, y no debería hacerlo pero ésa es la educación). Al final ni siquiera vino, porque a la tarde empezaba su trabajo del que nunca tuve una idea detallada pero que en conjunto era lo que los diarios llamaban el ejercicio de la prostitución. Ese ejercicio cambiaba bastante rápidamente para Anabel en la época en que alcancé a hacerme una idea de su vida, casi no pasaba una semana sin que por ahí me soltara un mañana no nos vemos porque en el Fénix necesitan una copera por una semana y pagan bien, o me dijera entre dos suspiros y una mala palabra que el yiro andaba flojo y que iba a tener que meterse unos días en lo de la Chempe para poder pagar la pieza a fin de mes.
La verdad es que nada parecía durarle a Anabel (y a las otras chicas), ni siquiera la correspondencia con los marineros, me había bastado un poco de práctica en el oficio para calcular que el promedio en casi todos los casos era de dos o tres cartas, cuatro con suerte, y verificar que el marinero se cansaba o se olvidaba pronto de ellas o viceversa, aparte de que mis traducciones debían de carecer de suficiente libido o arrastre sentimental y los marineros por su lado no eran lo que se llama hombres de pluma, de modo que todo se acababa rápido. Qué mal estoy explicando todo esto, también a mí me cansa escribir, echar palabras como perros buscando a Anabel, creyendo por momento que van a traérmela tal como era, tal como éramos many and many years ago.

8 de febrero
Lo que es peor, me cansa releer para encontrar una ilación, y además esto no es el cuento, de manera que entonces Anabel entró aquella mañana en mi oficina de San Martín casi esquina Corrientes, y me acuerdo más de la cartera de hule y los zapatos con plataforma de corcho que de su cara ese día (es cierto que las caras de la primera vez no tienen nada que ver con la que está esperando en el tiempo y la costumbre). Yo trabajaba en el viejo escritorio que había heredado un año antes junto con toda la vejez de la oficina y que todavía no me sentía con ánimo de renovar, y estaba llegando a una parte especialmente abstrusa de la patente, avanzando frase a frase rodeado de diccionarios técnicos y una sensación de estarlos estafando a Marval y O’Donnell que me pagaban las traducciones. Anabel fue como la entrada trastornante de una gata siamesa en una sala de computadoras, y se hubiera dicho que lo sabía porque me miró casi con lástima antes de decirme que su amiga Marucha le había dado mi dirección. Le pedí que se sentara, y por puro chiqué seguí traduciendo una frase en la que una calandria de calibre intermedio establecía una misteriosa confraternidad con un cárter antimagnético blindado X2. Entonces ella sacó un cigarrillo rubio y yo uno negro, y aunque me bastaba el nombre de Marucha para que todo estuviera claro, lo mismo la dejé hablar.

9 de febrero
Resistencia a construir un diálogo que tendría más de invención que de otra cosa. Me acuerdo sobre todo de los clisés de Anabel, su manera de decirme “joven” o “señor” alternadamente, de decir “una suposición”, o dejar caer un “ah, si le cuento”. De fumar también por clisé, soltando el humo de un solo golpe casi antes de haberlo absorbido. Me traía una carta de un tal William, fechada en Tampico un mes antes, que le traduje en voz alta antes de ponérsela por escrito como me lo pidió en seguida. “Por si se me olvida algo”, dijo Anabel, sacando cinco pesos para pagarme. Le dije que no valía la pena, mi ex socio había fijado esa tarifa absurda en los tiempos en que trabajaba solo y había empezado a traducirles a las minas del bajo las cartas de sus marineros y lo que ellas les contestaban. Yo le había dicho: “¿Por qué les cobra tan poco? O más o nada sería mejor, total no es su trabajo, usted lo hace por bondad”. Me explicó que ya estaba demasiado viejo como para resistir al deseo de acostarse de cuando en cuando con alguna de ellas, y que por eso aceptaba traducirles las cartas para tenerlas más a tiro, pero que si no les hubiera cobrado ese precio simbólico se habrían convertido todas en unas madame de Sevigné y eso ni hablar. Después mi socio se fue del país y yo heredé la mercadería, manteniéndola dentro de las mismas líneas por inercia. Todo iba muy bien, Marucha y las otras (había cuatro entonces) me juraron que no le pasarían el santo a ninguna más, y el promedio era de dos por mes, con carta a leerles en español y carta a escribirles en inglés (más raramente en francés). Entonces por lo visto a Marucha se le olvidó el juramento, y balanceando su absurda cartera de hule reluciente entró Anabel.

10 de febrero
Esos tiempos: el peronismo ensordeciéndome a puro altoparlante en el centro, el gallego portero llegando a mi oficina con una foto de Evita y pidiéndome de manera nada amable que tuviera la amabilidad de fijarla en la pared (traía las cuatro chinches para que no hubiera pretextos). Walter Gieseking daba una serie de admirables recitales en el Colón, y José María Gatica caía como una bolsa de papas en un ring de Estados Unidos. En mis ratos libres yo traducía Vida y cartas de John Keats, de Lord Houghton; en los todavía más libres pasaba buenos ratos en La Fragata, casi enfrente de mi oficina, con amigos abogados a quienes también les gustaba el Demaría bien batido. A veces Susana -
Es que no es fácil seguir, me voy hundiendo en recuerdos y a la vez queriendo huirles, exorcizarlos escribiéndolos (pero entonces hay que asumirlos de lleno y ésa es la cosa). Pretender contar desde la niebla, desde cosas deshilachadas por el tiempo (y qué irrisión ver con tanta claridad la cartera negra de Anabel, oír nítidamente su “gracias, joven”, cuando le terminé la carta para William y le di el vuelto de diez pesos). Sólo ahora sé de veras lo que pasa, y es que nunca supe gran cosa de lo que había pasado, quiero decir las razones profundas de ese tango barato que empezó con Anabel, desde Anabel. Cómo entender de veras esa anécdota de milonga en la que había una muerte de por medio y nada menos que un frasco de veneno, no era a un traductor público con oficina y chapa de bronce en la puerta a quien Anabel le iba a decir toda la verdad, suponiendo que la supiera. Como con tantas otras cosas en ese tiempo, me manejé entre abstracciones, y ahora al final del camino me pregunto cómo pude vivir en esa superficie bajo la cual resbalaban y se mordían las criaturas de la noche porteña, los grandes peces de ese río turbio que yo y tantos otros ignorábamos. Absurdo que ahora quiera contar algo que no fui capaz de conocer bien mientras estaba sucediendo, como en una parodia de Proust pretendo entrar en el recuerdo como no entré en la vida para al fin vivirla de veras. Pienso que lo hago por Anabel, finalmente quisiera escribir un cuento capaz de mostrármela de nuevo, algo en que ella misma se viera como no creo que se haya visto en ese entonces, porque también Anabel se movía en el aire espeso y sucio de un Buenos Aires que la contenía y a la vez la rechazaba como a una sobra marginal, lumpen de puerto y pieza de mala muerte dando a un corredor al que daban tantas otras piezas de tantos otros lumpens, donde se oían tantos tangos al mismo tiempo mezclándose con broncas, quejidos, a veces risas, claro que a veces risas cuando Anabel y Marucha se contaban chistes o porquerías entre dos mates o una cerveza nunca lo bastante fría. Poder arrancar a Anabel de esa imagen confusa y manchada que me queda de ella, como a veces las cartas de William le llegaban confusas y manchadas y ella me las ponía en la mano como si me alcanzara un pañuelo sucio

11 de febrero
Entonces esa mañana me enteré de que el carguero de William había estado una semana en Buenos Aires y que ahora llegaba la primera carta de William desde Tampico acompañando el clásico paquete con los regalos prometidos, slips de nilón, una pulsera fosforescente y un frasquito de perfume. Nunca había muchas diferencias en las cartas de los amigos de las chicas y sus regalos, ellas pedían sobre todo ropas de nilón que en esa época era difícil conseguir en Buenos Aires, y ellos mandaban los regalos con mensajes casi siempre románticos en los que por ahí irrumpían referencias tan concretas que se me hacía difícil traducírselas en voz alta a las chicas que, por supuesto, me dictaban cartas o me daban borradores llenos de nostalgias, noches de baile y pedidos de medias cristal y blusas color tango. Con Anabel era lo mismo, apenas acabé de traducirle la carta de William se puso a dictarme la respuesta, pero yo conocía esa clientela y le pedí que me indicara solamente los temas, de la redacción me ocuparía más tarde. Anabel se me quedó mirando, sorprendida.
—Es el sentimiento —dijo—. Tiene que poner mucho sentimiento.
—Por supuesto, quédese tranquila y dígame lo que tengo que contestar.
Fue el nimio catálogo de siempre, acuse de recibo, ella estaba bien pero cansada, cuándo volvía William, que le escribiera por lo menos una postal desde cada puerto, que le dijera a un tal Perry que no se olvidara de mandar la foto que les había sacado juntos en la costanera. Ah, y que le dijera que lo de la Dolly seguía igual.
—Si no me explica un poco esto... —empecé.
—Dígale nomás así, que lo de la Dolly sigue lo mismo. Y al final dígale, bueno, ya sabe, que sea con sentimiento, si me entiende.
—Claro, no se preocupe.
Quedó en pasar al otro día y cuando vino firmó la carta después de mirarla un momento, se la veía capaz de entender bastantes palabras, se detenía algo en uno que otro párrafo, después firmó y me mostró un papelito donde William había puesto fechas y puertos. Decidimos que lo mejor era mandarle la carta a Oakland, y ya para entonces se había roto el hielo y Anabel me aceptaba el primer cigarrillo y me miraba escribir el sobre, apoyada en el borde del escritorio y canturreando alguna cosa. Una semana después me trajo un borrador para que yo le escribiera urgente a William, parecía ansiosa y me pidió que le hiciera enseguida la carta, pero yo estaba tapado de partidas de nacimiento italianas y le prometí escribirla esa tarde, firmarla por ella y despacharla al salir de la oficina. Me miró como dudando, pero después dijo bueno y se fue. A la mañana siguiente se apareció a las once y media para estar segura de que yo había mandado la carta. Fue entonces cuando la besé por primera vez y quedamos en que iría a su casa al salir del trabajo.

12 de febrero
No era que me gustaran particularmente las chicas del bajo en ese entonces, me movía en el cómodo pequeño mundo de una relación estable con alguien a quien llamaré Susana y calificaré de kinesióloga, solamente que a veces ese mundo me resultaba demasiado pequeño y demasiado confortable, entonces había como una urgencia de sumersión, una vuelta a tiempos adolescentes con caminatas solitarias por los barrios del sur, copas y elecciones caprichosas, breves interludios quizá más estéticos que eróticos, un poco como la escritura de este párrafo que releo y que debería tachar pero que guardaré porque así ocurrían las cosas, eso que he llamado sumersión, ese encanallamiento objetivamente innecesario puesto que Susana, puesto que T. S. Eliot, puesto que Wilhelm Backhaus, y sin embargo, sin embargo.

13 de febrero
Ayer me encabroné contra mí mismo, es divertido pensarlo ahora. De todas maneras lo sabía desde el comienzo, Anabel no me dejará escribir el cuento porque en primer lugar no será un cuento y luego porque Anabel hará (como lo hizo entonces sin saberlo, pobrecita), todo lo que pueda por dejarme solo delante de un espejo. Me basta releer este diario para sentir que ella no es más que una catalizadora que busca arrastrarme al fondo mismo de cada página que por eso no escribo, al centro del espejo donde hubiera querido verla a ella y en cambio aparece un traductor público nacional debidamente diplomado, con su Susana previsible y hasta cacofónica, sususana, por qué no la habré llamado Amalia o Berta. Problemas de escritura, no cualquier nombre se presta a... (¿Vas a seguir?).

Por la noche
De la pieza de Anabel en Reconquista al quinientos preferiría no acordarme, sobre todo quizá porque sin que ella pudiese saberlo esa pieza quedaba muy cerca de mi departamento en un piso doce y con ventanas dando a una espléndida vista del río color de león. Me acuerdo (increíble que me acuerde de cosas así) que al citarme con ella estuve tentado de decirle que mejor viniera a mi bulín donde tendríamos whisky bien helado y una cama como a mí me gustan, y que me contuvo la idea de que Fermín el portero con más ojos que Argos la viera entrar o salir del ascensor y mi crédito con él se viniese abajo, él que saludaba casi conmovido a Susana cuando nos veía salir o llegar juntos, él que sabía distinguir en materia de maquillajes, tacos de zapatos y carteras. Me arrepentí apenas empecé a subir la escalera, y estuve a punto de dar media vuelta cuando salí al corredor al que daban no sé cuántas piezas, victrolas y perfumes. Pero ya Anabel me estaba sonriendo desde la puerta de su cuarto, y además había whisky aunque no estuviera helado, había las obligatorias muñecas pero también una reproducción de un cuadro de Quinquela Martín. La ceremonia se cumplió sin apuro, bebimos sentados en el sofá y Anabel quiso saber cuándo había conocido a Marucha y se interesó por mi antiguo socio del que las otras minas le habían hablado. Cuando le puse una mano en el muslo y la besé en la oreja, me sonrió con naturalidad y se levantó para retirar el cobertor rosa de la cama. Su sonrisa al despedirnos, cuando dejé unos billetes debajo de un cenicero, siguió siendo la misma, una aceptación desapegada que me conmovió por lo sincera, otros hubieran dicho que por lo profesional. Sé que me fui sin hablarle como había pensado hacerlo de su última carta a William, qué me importaban los líos al fin y al cabo, también yo podía sonreírle como ella me había sonreído, también yo era un profesional.

16 de febrero
Inocencia de Anabel, como ese dibujo que hizo un día en mi oficina mientras yo la tenía esperando por culpa de una traducción urgente, y que debe andar perdido dentro de algún libro hasta que tal vez asome como su foto en una mudanza o una relectura. Dibujo con casitas suburbanas y dos o tres gallinas picoteando en la vereda. ¿Pero quién habla de inocencia? Fácil tildar a Anabel por esa ignorancia que la llevaba como resbalando de una cosa a otra; de golpe, debajo, tangible tantas veces en la mirada o en las decisiones, la entrevisión de algo que se me escapaba, de eso que la misma Anabel llamaba un poco dramáticamente «la vida», y que para mí era un territorio vedado que sólo la imaginación o Roberto Arlt podían darme vicariamente. (Me estoy acordando de Hardoy, un abogado amigo, que a veces se metía en turbios episodios suburbanos por mera nostalgia de algo que en el fondo sabía imposible, y de donde volvía sin haber participado de veras, mero testigo como yo testigo de Anabel. Sí, los verdaderos inocentes éramos los de corbata y tres idiomas; en todo caso Hardoy como buen abogado apreciaba su función de testigo presencial, la veía casi como una misión. Pero no es él sino yo quien quisiera escribir este cuento sobre Anabel).

17 de febrero
No le llamaré intimidad, para eso hubiera tenido que ser capaz de darle a Anabel lo que ella me daba tan naturalmente, hacerla subir a mi casa por ejemplo, crear una paridad aceptable aunque siguiera teniendo con ella una relación tarifada entre cliente regular y mujer de la vida. En ese entonces no pensé como lo estoy pensando ahora que Anabel no me reprochó nunca que la mantuviera estrictamente al borde; debía parecerle la ley del juego, algo que no excluía una amistad suficiente como para llenar con risas y bromas los huecos fuera de la cama, que son siempre los peores. Mi vida la tenía perfectamente sin cuidado a Anabel, sus raras preguntas eran del género de: «¿Vos tuviste un perrito de chico?», o: «¿Siempre te cortaste el pelo tan corto?» Yo ya estaba bastante al tanto de lo de la Dolly y de Marucha, de cualquier cosa en la vida de Anabel, mientras ella seguía sin saber y sin importársele que yo tuviera una hermana o un primo, barítono este último. A Marucha la conocía de antes por lo de las cartas, y a veces en el café de Cochabamba me encontraba con ella y con Anabel para tomar cerveza (importada). Por una de las cartas a William me había enterado de las broncas entre Marucha y la Dolly, pero lo que llamaré el asunto del frasquito no se puso serio hasta bastante después, al principio era para reírse de tanta inocencia (¿he hablado de la inocencia de Anabel? Me aburre releer este diario que me está ayudando cada vez menos a escribir el cuento), porque Anabel que era carne y uña con Marucha le había contado a William que la Dolly le seguía sacando los mejores puntos a Marucha, tipos de guita y hasta uno que era hijo de un comisario como en el tango, le hacía la vida imposible en lo de la Chempe y visiblemente aprovechaba que a Marucha se le estaba cayendo un poco el pelo, que tenía problemas de incisivos y que en la cama, etcétera. Todo eso Marucha se lo lloraba a Anabel, a mí menos porque tal vez no me tenía tanta confianza, yo era el traductor y gracias, dice que sos fenómeno, me confiaba Anabel, vos le interpretas todo tan bien, el cocinero de ese buque francés hasta le manda más regalitos que antes, Marucha piensa que debe ser por el sentimiento que ponés.
—¿Y a vos no te mandan más?
—No, che. Seguro que de puro celos escribís angosto.
Decía cosas así, y nos reíamos tanto. Incluso riéndose me contó lo del frasquito que ya una o dos veces había aparecido en el temario para las cartas a William sin que yo hiciera preguntas porque dejarla venir sola era uno de mis placeres. Me acuerdo que me lo contó en su pieza mientras abríamos una botella de whisky después de habernos ganado el derecho al trago.
—Te juro, me quedé dura. Siempre me pareció un poco plantado, a lo mejor porque no le entiendo mucho la parla y eso que al final él siempre se hace entender. Claro, no lo conoces, si le vieras esos ojos que tiene, como un gato amarillo, le queda bien porque es un tipo de pinta, cuando sale se pone unos trajes que si te cuento, aquí nunca se ven géneros así, sintéticos me entendés.
—¿Pero qué te dijo?
—Que cuando vuelva me va a traer un frasquito. Me lo dibujó en la servilleta y arriba puso una calavera y dos huesos cruzados. ¿Me seguís ahora?
—Te sigo, pero no entiendo por qué. ¿Vos le hablaste de la Dolly?
—Claro, la noche que él me vino a buscar cuando llegó el barco, Marucha estaba conmigo, lloraba y devolvía la comida, yo tuve que agarrarla para que no saliera ahí nomás a cortarle la cara a la Dolly. Fue justo cuando supo que la Dolly le había sacado al viejo de los jueves, andá a saber lo que esa hija de puta le dijo de Marucha, a lo mejor lo del pelo que en una de ésas era algo contagioso. Con William le dimos femé y la acostamos en esta misma cama, se quedó dormida y así pudimos salir a bailar. Yo le conté todo lo de la Dolly, seguro que entendió porque eso sí, me entiende todo, me clava los ojos amarillos y solamente le tengo que repetir algunas cosas.
—Espera un poco, mejor nos tomamos otro scotch esta tarde todo ha sido doble —le dije dándole un chirlo, y nos reímos porque ya el primero había estado bien cargadito—. ¿Y vos qué hiciste?
—¿Te crees que soy tan paparula? Que no, claro, le rompí la servilleta a pedacitos para que comprendiera. Pero él dale con el frasquito, que me lo iba a mandar para que Marucha se lo pusiera en un copetín. In a drink, dijo. Me dibujó a un cana en otra servilleta y después lo tachó con una cruz, eso quería decir que no sospecharían de nada.
—Perfecto —dije yo—, ese yanqui se cree que aquí los médicos forenses son unos felipones. Hiciste bien, nena, cuantimás que el frasquito ese iba a pasar por tus manos.
—Eso.
(No me acuerdo, cómo podría acordarme de ese diálogo. Pero fue así, lo escribo escuchándolo, o lo invento copiándolo, o lo copio inventándolo. Preguntarse de paso si no será eso la literatura).

19 de febrero
Pero a veces no es así sino algo mucho más sutil. A veces se entra en un sistema de paralelas, de simetrías, y a lo mejor por eso hay momentos y frases y sucesos que se fijan para siempre en una memoria que no tiene demasiados méritos (la mía en todo caso) puesto que olvida tanta cosa más importante.
No, no siempre hay invención o copia. Anoche pensé que tenía que seguir escribiendo todo esto sobre Anabel, que a lo mejor me llevaría al cuento como verdad última, y de golpe fue otra vez la pieza de Reconquista, el calor de febrero o marzo, el riojano con los discos de Alberto Castillo al otro lado del corredor, ese tipo no acababa nunca de despedirse de su famosa pampa, hasta Anabel empezaba a hincharse y eso que ella para la música, adióóós pááámpa mííía, y Anabel sentada desnuda en la cama y acordándose de su pampa allá por Trenque Lauquen. Tanto lío que arma ése por la pampa, Anabel despectiva encendiendo un cigarrillo, tanto joder por una mierda llena de vacas. Pero Anabel, yo te creía más patriótica, hijita. Una pura mierda aburrida, che, yo creo que si no vengo a Buenos Aires me tiro a un zanjón. Poco a poco los recuerdos confirmatorios y de golpe, como si le hiciese falta contármelo, la historia del viajante de comercio, casi no había empezado cuando sentí que eso yo ya lo sabía, que eso ya me lo habían contado. La fui dejando hablar como a ella le hacía falta hablarme (a veces el frasquito, ahora el viajante), pero dé alguna manera yo no estaba ahí con ella, lo que me estaba contando me venía de otras voces y otros ámbitos con perdón de Capote, me venía de un comedor en el hotel del polvoriento Bolívar, ese pueblo pampeano donde había vivido dos años ya tan lejanos, de esa tertulia de amigos y gente de paso donde se hablaba de todo pero sobre todo de mujeres, de eso que entonces los muchachos llamábamos los elementos y que tanto escaseaban en la vida de los solteros pueblerinos.
Qué claro me acuerdo de aquella noche de verano, con la sobremesa y el café con grapa al pelado Rosatti le volvían cosas de otros tiempos, era un hombre que apreciábamos por el humor y la generosidad, el mismo hombre que después de un cuento más bien subido de Flores Díez o del pesado Salas, se largaba a contarnos de una china ya no muy joven que él visitaba en su rancho por el lado de Casbas donde ella vivía de unas gallinas y una pensión de viuda, criando en la miseria a una hija de trece años.
Rosatti vendía autos nuevos y usados, se llegaba hasta el rancho de la viuda cuando le caía bien en algunas de sus giras, llevaba algunos regalos y se acostaba con la viuda hasta el otro día. Ella estaba encariñada, le cebaba buenos mates, le freía empanadas y según Rosatti no estaba nada mal en la cama. A la Chola la mandaban a dormir al galponcito donde en otros tiempos el finado guardaba un sulky ya vendido; era una chica callada, de ojos escapadizos, que se perdía de vista apenas llegaba Rosatti y a la hora de cenar se sentaba con la cabeza gacha y casi no hablaba. A veces él le llevaba un juguete o caramelos, que ella recibía con un «gracias, don» casi a la fuerza. La tarde en que Rosatti se apareció con más regalos que de costumbre porque esa mañana había vendido un Plymouth y estaba contento, la viuda agarró por el hombro a la Chola y le dijo que aprendiera a darle bien las gracias a don Carlos, que no fuera tan chucara. Rosatti, riéndose, la disculpó porque le conocía el carácter, pero en ese segundo de confusión de la chica la vio por primera vez, le vio los ojos renegridos y los catorce años que empezaban a levantarle la blusita de algodón. Esa noche en la cama sintió las diferencias y la viuda debió sentirlas también porque lloró y le dijo que él ya no la quería como antes, que seguro iba a olvidarse de ella que ya no le rendía como al principio. Los detalles del arreglo no los supimos nunca, en algún momento la viuda fue a buscar a la Chola y la trajo al rancho a los tirones. Ella misma le arrancó la ropa mientras Rosatti la esperaba en la cama, y como la chica gritaba y se debatía desesperada, la madre le sujetó las piernas y la mantuvo así hasta el final. Me acuerdo que Rosatti bajó un poco la cabeza y dijo, entre avergonzado y desafiante: «Cómo lloraba...». Ninguno de nosotros hizo el menor comentario, el silencio espeso duró hasta que el pesado Salas soltó una de las suyas y todos, y sobre todo Rosatti, empezamos a hablar de otras cosas.
Tampoco yo le hice el menor comentario a Anabel. ¿Qué le podía decir? ¿Que ya conocía cada detalle, salvo que había por lo menos veinte años entre las dos historias, y que el viajante de comercio de Trenque Lauquen no había sido el mismo hombre, ni Anabel la misma mujer? ¿Que todo era siempre más o menos así con las Anabel de este mundo, salvo que a veces se llamaban Chola?

23 de febrero
Los clientes de Anabel, vagas referencias con algún nombre o alguna anécdota. Encuentros casuales en los cafés del bajo, fijación de una cara, una voz. Por supuesto nada de eso me importaba, supongo que en ese tipo de relaciones compartidas nadie se siente un cliente como los otros, pero además yo podía saberme seguro de mis privilegios, primero por lo de las cartas y también por mí mismo, algo que le gustaba a Anabel y me daba, creo, más espacio que a los otros, tardes enteras en la pieza, el cine, la milonga y algo que a lo mejor era cariño, en todo caso ganas de reírse por cualquier cosa, generosidad nada mentida en la manera que tenía Anabel de buscar y dar el goce. Imposible que fuera así con los otros, los clientes, y por eso no me importaban (la idea era que no me importaba Anabel, pero por qué me acuerdo hoy de todo esto), aunque en el fondo hubiera preferido ser el único, vivir así con Anabel y del otro lado con Susana, claro. Pero Anabel tenía que ganarse la vida y de cuando en cuando me llegaba algún indicio concreto, como cruzarme en la esquina con el gordo — nunca supe ni pregunté su nombre, ella le llamaba el gordo a secas—, y quedarme viéndolo entrar en la casa, imaginarlo rehaciendo mi propio itinerario de esa tarde, peldaño a peldaño hasta la galería y la pieza de Anabel y todo el resto. Me acuerdo que me fui a beber un whisky a La Fragata y que me leí todas las noticias del extranjero de La Razón, pero por debajo lo sentía al gordo con Anabel, era idiota pero lo sentía como si estuviera en mi propia cama, usándola sin derecho.
A lo mejor por eso no fui muy amable con Anabel cuando se me apareció en la oficina unos días después. A todas mis dientas epistolares (vuelve a salir la palabra de una manera bastante curiosa, eh Sigmund?) les conocía los caprichos y los humores a la hora de darme o dictarme una carta, y me quedé impasible cuando Anabel casi me gritó escribile ahora mismo a William que me traiga el frasquito, esa perra hija de puta no merece vivir. Du calme, le dije (entendía bastante bien el francés), qué es eso de ponerse así antes del vermú. Pero Anabel estaba enfurecida y el prólogo a la carta fue que la Dolly le había vuelto a sacar un punto con auto a Marucha y andaba diciendo en lo de la Chempe que lo había hecho para salvarlo de la sífilis. Encendí un cigarrillo como bandera de capitulación y escribí la carta donde absurdamente había que hablar a la vez del frasquito y de unas sandalias plateadas treinta y seis y medio (máximo treinta y siete). Tuve que calcular la conversión a cinco o cinco y medio para no crearle problemas a William, y la carta resultó muy corta y práctica, sin nada del sentimiento que habitualmente reclamaba Anabel aunque ahora lo hiciera cada vez menos por razones obvias. (¿Cómo imaginaba lo que yo podía decirle a William en las despedidas? Ya no me exigía que le leyera las cartas, se iba enseguida pidiéndome que la despachara, no podía saber que yo seguía fiel a su estilo y que le hablaba de nostalgia y cariño a William, no por exceso de bondad sino porque había que prever las respuestas y los regalos, y eso en el fondo debía ser el barómetro más seguro para Anabel).
Esa tarde lo pensé despacio y antes de despachar la carta agregué una hoja separada en la que me presentaba sucintamente a William como el traductor de Anabel, y le pedía que viniera a verme apenas desembarcara y sobre todo antes de verse con Anabel. Cuando lo vi entrar dos semanas después, lo de los ojos amarillos me impresionó más que el aire entre agresivo y cortado del marinero en tierra. No hablamos mucho en el aire, le dije que estaba al tanto de la cuestión del frasquito pero que las cosas no eran tan tremendas como Anabel las pensaba. Virtuosamente me mostré preocupado por la seguridad de Anabel que, en caso de que las papas quemaran, no podría mandarse mudar en un barco como él iba a hacerlo tres días más tarde.
—Bueno, ella me lo pidió —dijo William sin alterarse—. A mí me da pena Marucha, y es la mejor manera de que todo se arregle.
De creerle, el contenido del frasquito no dejaba la menor huella, y eso curiosamente parecía suprimir toda noción de culpabilidad en William. Sentí el peligro y empecé mi trabajo sin forzar la mano. En el fondo los líos con la Dolly no estaban ni mejor ni peor que en su último viaje, claro que Marucha se sentía cada vez más harta y eso caía sobre la pobre Anabel. Yo me interesaba por el asunto porque era el traductor de todas esas chicas y las conocía bien, etcétera. Saqué el whisky después de colgar un cartel de ausente y cerrar con llave la oficina, y empecé a beber y a fumar con William. Lo medí desde la primera vuelta, primario y sensiblero y peligroso. Que yo fuera el traductor de las frases sentimentales de Anabel parecía darme un prestigio casi confesional, en el segundo whisky supe que estaba enamorado de veras de Anabel y que quería sacarla de la vida, llevársela a los States en un par de años cuando arreglara, dijo, unos asuntos pendientes. Imposible no ponerme de su lado, aprobar caballerescamente sus intenciones y apoyarme en ellas para insistir en que lo del frasquito era la peor cosa que podía hacerle a Anabel. Empezó a verlo por ese lado pero no me ocultó que Anabel no le perdonaría que le fallara, que lo trataría de flojo y de hijo de puta, y ésas eran cosas que él no le podía aceptar ni siquiera a Anabel.
Usando como ejemplo el acto de echarle más whisky en el vaso, sugerí el plan en el que me tendría por aliado. El frasquito por supuesto se lo daría a Anabel, pero lleno de té o de coca-cola; por mi parte yo lo tendría al tanto de las novedades con el sistema de las hojitas separadas, para que las cartas de Anabel guardaran todo lo que era de ellos dos solamente, y seguro que entretanto lo de la Dolly y Marucha se arreglaba por cansancio. Si no era así —en algo había que ceder frente a esos ojos amarillos que se iban poniendo cada vez más fijos—, yo le escribiría para que mandara o trajera el frasquito de veras, y en cuanto a Anabel estaba seguro de que comprendería llegado el caso si yo me declaraba responsable del engaño para bien de todos, etcétera.
—O.K. —dijo William. Era la primera vez que lo decía, y me pareció menos idiota que cuando se lo escuchaba a mis amigos. Nos dimos la mano en la puerta, me miró amarillo y largo, y dijo: «Gracias por las cartas». Lo dijo en plural, o sea que pensaba en las cartas de Anabel y no en la sola hoja separada. ¿Por qué esa gratitud tenía que hacerme sentir tan mal, por qué una vez a solas me tomé otro whisky antes de cerrar la oficina y salir a almorzar?

26 de febrero
Escritores que aprecio han sabido ironizar amablemente sobre el lenguaje de alguien como Anabel. Me divierten mucho, claro, pero en el fondo esas facilidades de la cultura me parecen un poco canallas, yo también podría repetir tantas frases de Anabel o del gallego portero, y hasta por ahí me pasará hacerlo si al final escribo el cuento, no hay nada más fácil. Pero en esos tiempos me dedicaba más bien a comparar mentalmente el habla de Anabel y de Susana, que las desnudaba tanto más profundamente que mis manos, revelaba lo abierto y lo cerrado en ellas, lo estrecho y lo ancho, el tamaño de sus sombras en la vida. Nunca le oí la palabra «democracia» a Anabel, que sin embargo la escuchaba o leía veinte veces por día, y en cambio Susana la usaba con cualquier motivo y siempre con la misma cómoda buena conciencia de propietaria. En materias íntimas Susana podía aludir a su sexo, mientras que Anabel decía la concha o la parpaiola, palabra esta última que siempre me ha fascinado por lo que tiene de ola y de párpado. Y así estoy desde hace diez minutos porque no me decido a seguir con lo que falta (y que no es mucho y no responde demasiado a lo que vagamente esperaba escribir), o sea que en toda esa semana no supe nada de Anabel como era previsible, puesto que estaría todo el tiempo con William, pero un fin de mañana se me apareció con evidentemente parte de los regalos de nilón que le había traído William, y una cartera nueva de piel de no sé qué de Alaska, que en esa temporada hacía subir el calor con sólo mirarla. Vino para contarme que William acababa de irse, lo que no era noticia para mí, y que le había traído la cosa (curiosamente evitaba llamarla frasquito) que ya estaba en manos de Marucha.
No tenía ninguna razón para inquietarme ahora, pero era bueno hacerse el preocupado, saber si Marucha tenía clara conciencia de la barbaridad que eso significaba, etcétera, y Anabel me explicó que le había hecho jurar por su santa madre y la virgen de Lujan que solamente si la Dolly volvía a, etcétera. De paso le interesó saber lo que yo opinaba de la cartera y las medias cristal, y nos citamos en su casa para la otra semana, porque ella andaba bastante ocupada después de tanto full-time con William. Ya se iba, cuando se acordó:
—Él es tan bueno, sabes. ¿Te das cuenta esta cartera lo que le habrá costado? Yo no le quería decir nada de vos, pero él me hablaba todo el tiempo de las cartas, dice que vos le transmitís propiamente el sentimiento.
—Ah —comenté, sin saber demasiado por qué la cosa me caía un poco atravesada.
—Mirála, tiene doble cierre de seguridad y todo. Al final le dije que vos me conocías bien y que por eso me interpretabas las cartas, total a él qué le importa si ni siquiera te ha visto.
—Claro, qué le puede importar —alcancé a decir.
—Me prometió que en el otro viaje me trae un tocadiscos de esos con radio y todo, ahora sí que le ponemos la tapa al riojano de adiós pampa mía si vos me compras discos de Canaro y D'Arienzo.
No había terminado de irse cuando me telefoneó Susana, que por lo visto acababa de entrar en uno de sus ataques de nomadismo y me invitaba a irme con ella en su auto a Necochea. Acepté para el fin de semana, y me quedaron tres días en que no hice más que pensar, sintiendo poco a poco cómo me subía algo raro hasta la boca del estómago (¿tiene boca el estómago?). Lo primero: William no le había hablado a Anabel de sus planes de casamiento, era casi obvio que la patinada involuntaria de Anabel le había caído como una patada en la cabeza (y que lo hubiera disimulado era lo más inquietante). O sea que.
Inútil decirme que a esa altura me estaba dejando llevar por deducciones tipo Dickson Carr o Ellery Queen, y que al fin y al cabo a un tipo como William no tenía por qué quitarle el sueño que yo fuera uno más entre los clientes de Anabel. Pero a la vez sentía que no era así, que precisamente un tipo como William podía haber reaccionado de otra manera, con esa mezcla de sensiblería y zarpazo que yo le había calado desde el vamos. Porque además ahora venía lo segundo: Enterado de que yo hacía algo más que traducirle las cartas a Anabel, ¿por qué no había subido a decírmelo, de buenas o de malas? No me podía olvidar que me había tenido confianza y hasta admiración, que de alguna manera se había confesado con alguien que entretanto se meaba de risa de tanta ingenuidad, y eso William tenía que haberlo sentido y cómo en ese momento en que Anabel se había deschavado. Era tan fácil imaginarlo a William acostándola de una trompada y viniendo directamente a mi oficina para hacer lo mismo conmigo. Pero ni lo uno ni lo otro, y eso...
Y eso qué. Me lo dije como quien se toma un Ecuanil, al fin y al cabo su barco ya andaba lejos y todo quedaba en hipótesis; el tiempo y las olas de Necochea las borrarían de a poco, y además Susana estaba leyendo a Aldous Huxley, lo que daría materia para temas más bien diferentes, enhorabuena. Yo también me compré nuevos libros en el camino a casa, me acuerdo que algo de Borges y/o de Bioy.

27 de febrero
Aunque ya casi nadie se acuerda, a mí me sigue conmoviendo la forma en que Spandrell espera y recibe la muerte en Contrapunto. En los años cuarenta ese episodio no podía tocar tan de lleno a los lectores argentinos; hoy sí, pero justamente cuando ya no lo recuerdan. Yo le sigo siendo fiel a Spandrell (nunca releí la novela ni la tengo aquí a mano), y aunque se me hayan borrado los detalles me parece ver de nuevo la escena en que escucha la grabación de su cuarteto preferido de Beethoven, sabiendo que el comando fascista se acerca a su casa para asesinarlo, y dando a esa elección final un peso que vuelve aún más despreciables a sus asesinos. También a Susana le había conmovido ese episodio, aunque sus razones no me parecieron exactamente las mías y acaso las de Huxley; todavía estábamos discutiendo en la terraza del hotel cuando pasó un diariero y le compré La Razón y en la página ocho vi policía investiga muerte misteriosa, vi una foto irreconocible de la Dolly, pero su nombre completo y sus actividades notoriamente públicas, transportada de urgencia al hospital Ramos Mejía sucumbió dos horas más tarde a la acción de un poderoso tóxico. Nos volvemos esta noche, le dije a Susana, total aquí no hace más que lloviznar. Se puso frenética, la oí tratarme de déspota. Se vengó, pensaba dejándola hablar, sintiendo el calambre que me subía de las ingles hasta el estómago, se vengó el muy hijo de puta, lo que estará gozando en su barco, otra que té o coca-cola, y esa imbécil de Marucha que va a cantar todo en diez minutos. Como ráfagas de miedo entre cada frase enfurecida de Susana, el whisky doble, el calambre, la valija, puta si va a cantar, se va a venir con todo apenas le aplaudan la cara.
Pero Marucha no cantó, a la tarde siguiente había un papelito de Anabel debajo de la puerta de la oficina, nos vemos a las siete en el café del Negro, estaba muy tranquila y con la cartera de piel, ni se le había ocurrido pensar que Marucha podía meterla en un lío. Lo jurado jurado, ponele la firma, me lo decía con una calma que me hubiera parecido admirable si no hubiese tenido tantas ganas de agarrarla a bife limpio. La confesión de Marucha llenaba media página del diario, y eso precisamente era lo que estaba leyendo Anabel cuando llegué al café. El periodista no iba más allá de las generalidades propias del oficio, la mujer declaró haberse procurado un veneno de efecto fulminante que vertió en una copa de licor, o sea en el cinzano que la Dolly bebía de a litros. La rivalidad entre ambas mujeres había alcanzado su punto culminante, agregaba el concienzudo notero, y su trágico desenlace, etcétera.
No me parece raro haber olvidado casi todos los detalles de ese encuentro con Anabel. La veo sonreírme, eso sí, la oigo decirme que los abogados probarían que Marucha era una víctima y que saldría en menos de un año; lo que me queda de esa tarde es sobre todo un sentimiento de absurdo total, algo imposible de decir aquí, haberme dado cuenta de que en ese momento Anabel era como un ángel flotando por encima de la realidad, segura de que Marucha había tenido razón (y era cierto, pero no en esa forma) y que a nadie le iba a pasar nada grave. Me hablaba de todo eso y era como si me estuviera contando una radionovela, ajena a ella misma y sobre todo a mí, a las cartas, sobre todo a las cartas que me embarcaban derecho viejo con William y con ella. Me lo decía desde la radionovela, desde esa distancia incalculable entre ella y yo, entre su mundo y mi terror que buscaba cigarrillos y otro whisky, y claro, claro que sí, Marucha es de ley, claro que no va a cantar.
Porque si de algo estaba seguro en ese momento era de que no podía decirle nada al ángel. Cómo mierda hacerle entender que William no se iba a conformar con eso ahora, que seguramente escribiría para perfeccionar su venganza, para denunciarla a Anabel y de paso meterme en el ajo por encubridor. Se me hubiera quedado mirando como perdida, a lo mejor me hubiera mostrado la cartera como una prueba de buena fe, él me la regaló, cómo te vas a imaginar que haga una cosa así, todo el catálogo.
No sé de qué hablamos después, me volví a mi departamento a pensar, y al otro día arreglé con un colega para que se hiciera cargo de la oficina por un par de meses; aunque Anabel no conocía mi departamento me mudé por las dudas a uno que justamente alquilaba Susana en Belgrano y no me moví de ese salubre barrio para evitar un encuentro casual con Anabel en el centro. Hardoy, que tenía toda mi confianza, se dedicó con deleite a espiarla, bañándose en la atmósfera de eso que él llamaba los bajos fondos. Tantas precauciones resultaron inútiles, pero entretanto me sirvieron para dormir un poco mejor, leer un montón de libros y descubrir nuevas facetas y hasta encantos inesperados en Susana, convencida la pobre de que yo estaba haciendo una cura de reposo y paseándome por todas partes en su auto. Un mes y medio después llegó el barco de William, y esa misma noche supe por Hardoy que Anabel se había encontrado con él y que se habían pasado hasta las tres de la mañana bailando en una milonga de Palermo. Lo único lógico hubiera debido ser el alivio, pero no creo haberlo sentido, fue más bien como que Dickson Carr y Ellery Queen eran una pura mierda y la inteligencia todavía peor que la mierda comparada con esa milonga en la que el ángel se había encontrado con el otro ángel (per modo di dire, claro), para de paso entre tango y tango escupirme en plena cara, ellos de su lado escupiéndome sin verme, sin saber de mí y sobre todo importándoseles un carajo de mí, como el que escupe en una baldosa sin siquiera mirarla. Su ley y su mundo de ángeles, con Marucha y de algún modo también con la Dolly, y yo de este otro lado con el calambre y el valium y Susana, con Hardoy que me seguía hablando de la milonga sin darse cuenta de que yo había sacado el pañuelo, de que mientras lo escuchaba y le agradecía su amistosa vigilancia me estaba pasando el pañuelo para secarme de alguna manera la escupida en plena cara.

28 de febrero
Quedan algunos detalles menores: cuando volví a la oficina tenía todo pensado para explicarle convincentemente mi ausencia a Anabel; conocía de sobra su falta de curiosidad, me aceptaría cualquier cosa y ya andaría con alguna nueva carta para traducir, a menos que entretanto hubiera conseguido otro traductor. Pero Anabel no vino nunca más a mi oficina, por ahí era una promesa que le había hecho a William con juramento y virgen de Lujan, o nomás que se había ofendido de veras por mi ausencia, o que la Chempe la tenía demasiado ocupada. Al principio creo que la esperé vagamente, no sé si me hubiera gustado verla entrar, pero en el fondo me ofendía que me estuviera borrando tan fácilmente, quién le iba a traducir las cartas como yo, quién podía conocer a William o a ella mejor que yo. Dos o tres veces, en la mitad de una patente o una partida de nacimiento me quedé con las manos en el aire, esperando que la puerta se abriera y entrara Anabel con zapatos nuevos, pero después llamaban educadamente y era una factura consular o un testamento. Por mi parte seguí evitando los lugares donde hubiera podido encontrármela por la tarde o la noche. Hardoy tampoco la vio más, y en esos meses se me dio el juego de venirme a Europa por un tiempo, y al final me fui quedando, me fui aquerenciando hasta ahora, hasta el pelo canoso, esta diabetes que me acorrala en el departamento, estos recuerdos. La verdad me hubiera gustado escribirlos, hacer un cuento sobre Anabel y esos tiempos, a lo mejor me hubieran ayudado a sentirme mejor después de escribirlo, a dejar todo en orden, pero ya no creo que vaya a hacerlo, hay este cuaderno lleno de jirones sueltos, estas ganas de ponerme a completarlos, de llenar los huecos y contar otras cosas de Anabel, pero lo que apenas alcanzo a decirme es que me gustaría tanto escribir ese cuento sobre Anabel y al final es una página más en el cuaderno, un día más sin empezar el cuento. Lo malo es que no termino de convencerme de que nunca podré hacerlo porque entre otras cosas no soy capaz de escribir sobre Anabel, no me vale de nada ir juntando pedazos, que en definitiva no son de Anabel sino de mí, casi como si Anabel estuviera queriendo escribir un cuento y se acordara de mí, de cómo no la llevé nunca a mi casa, de los dos meses en que el pánico me sacó de su vida, de todo eso que ahora vuelve, aunque seguramente a Anabel le importó muy poco y solamente yo me acuerdo de algo que es tan poco pero que vuelve y vuelve desde allá, desde lo que acaso hubiera tenido que ser de otra manera, como yo y como casi todo allá y aquí. Ahora que lo pienso, cuánta razón tiene Derrida cuando dice, cuando me dice: No (me) queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada. Ningún interés, de veras, porque buscar a Anabel en el fondo del tiempo es siempre caerme de nuevo en mí mismo, y es tan triste escribir sobre mí mismo aunque quiera seguir imaginándome que escribo sobre Anabel.

Julio Cortázar, Diario para un cuento.
 
Julio Cortázar